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EL LENGUAJE Y LA RAZÓN HUMANA

A. LEONTIEV

Traducción directa del ruso por


AUGUSTO VIDAL ROGET

Portada de
ANHELO HERNÁNDEZ

Este pequeño libro trata de la esencia del


lenguaje y de su papel en el pensamiento
humano. El autor, basándose en la filosofía
marxista-leninista, en la psicología y en la
lingüística, da a conocer al lector los novísimos
resultados de la ciencia. Escrita en forma
amena y accesible, la obra hará que eL lector
reflexione sobre muchas cosas de las que antes,
quizás, no tenía idea.

© EDICIONES PUEBLOS UNIDOS S. A.


TACUAREMBO y COLONIA - C. CORREO 589 - MONTEVIDEO. URUGUAY
IMPRESO EN EL URUGUAY PRINTED IN URUGUAY

1
La razón del hombre es limitada, pero es
ilimitada la razón humana, es decir, la
razón de la humanidad.
V. G. BELINSKI

PRÓLOGO DEL AUTOR

No hace mucho tiempo, me entregaron, una carta que se había recibido en Radio
Moscú. La carta se salía de lo corriente y me interesó mucho. Juzguen ustedes mismos.
“Dicen que no es posible el pensamiento sin el lenguaje –leí en la
carta-.'Probablemente así es. De todos modos, me cuesta creerlo. Vivo en un pueblo de la
región de Kírov, estudio en la décima clase1. Pues bien, me acerco por la mañana a la linde,
del bosque y gozo contemplando la belleza de nuestro paisaje ruso: el viento susurra no se
qué en las cimas de los pinos, los pájaros cantan, la hierba está plateada por el rocío, y el
muguete despide un fino aroma cuando uno lo corta. Tengo enormes deseos de escribir
versos sobre todo ello, mas las palabras no me acuden a la mente; sin embargo, uno lo vive
todo y siente la belleza. ¿Qué importa para esto el lenguaje? No puedo encontrar quien
siquiera las palabras, adecuadas, mas, a pesar de todo, pienso y lo comprendo todo. Esto en
primer lugar.
En segundo lugar, tomo asiento, digamos, al volante de un automóvil, lo hago girar a
derecha e izquierda. Y no utilizo para ello palabra alguna. O bien, en el ring: ¡también el
boxeador prescinde del lenguaje cuando procura elegir el punto en que ha de golpear a su
contrincante! ¿Cómo se dice, pues, que el pensamiento sin el lenguaje es imposible?”
He de manifestar que esta carta me hizo reflexionar. Desde luego, su autor tiene razón
en muchas cosas. Pero en dos o tres páginas no hay manera de explicarle en qué acierta, en
qué se equivoca y qué es, en realidad, lo que ocurre. Supongamos que le escribo seis páginas,
diez o quince; tampoco bastarían para contarlo todo como es necesario. ¡No va uno a meter
en un sobre un tomo entero!
Un tomo entero es demasiado, claro está. Mas, ¿por qué no enviar a mi lejano corres-
ponsal, alumno de una escuela de la región de Kírov, un pequeño libro que trate de las cosas
que le interesan y que también interesan a otros?
Y así se escribió la obrita que se encuentra ahora en la mesa del lector. Cierto, es posible
que algunos pasajes no lleguen a comprenderse a la primera lectura. Quien no comprenda
algo, léalo una y otra vez. Éste no es un librito de lectura recreativa. Hay que meditar sobre su
contenido.

1
Décima clase: equivale al último curso de la enseñanza media. (N. del T.).

2
CAPÍTULO PRIMERO

EL INTELECTO DEL CHIMPANCÉ Y El INTELECTO DE NAPOLEÓN

A la pregunta de si es posible el pensamiento sin el lenguaje resulta difícil contestar con


una sola frase de modo que la respuesta sea convincente. De ahí que sea preciso
empezar desde lejos y comparar la conducta del hombre con la de los animales. De este
modo hallaremos, probablemente, aspectos de la actividad consciente del ser humano
que no puede darse sin ayuda del lenguaje.

¿Qué es el reflejo?

Después de los trabajos del académico Iván Petróvich Pávlov, todo escolar sabe qué
es el reflejo. No obstante, recordaremos a nuestro lector que el reflejo es la reacción del
organismo a acciones externas que en fisiología se denominan excitantes, estímulos. Los
excitantes o estímulos pueden ser biológicamente importantes (esenciales para la vida) o
indiferentes. Por ejemplo, un pedazo de carne es un estímulo biológicamente importante para
un perro, mas es indiferente para una vaca, aunque ésta, claro está, también percibe el trozo
de carne con la vista y el olfato. Un montón de heno, por el contrario, será un estímulo
biológicamente importante para una vaca e indiferente para un perro.
En todo perro (aunque haya sido apartado de su madre siendo un cachorrito y no haya visto
nunca a otros perros), la vista de un trozo de carne provoca la misma reacción: se produce una
intensa secreción de saliva, y el perro se dirige hacia la carne. Del mismo modo reacciona,
dicho sea de paso, el hombre hambriento ante la comida. Este reflejo salival y, en general, el
reflejo alimenticio se denomina no condicionado, innato, y se halla fijado en las par-
ticularidades de la estructura del organismo, en particular en la estructura del sistema
nervioso del perro. Para que este reflejo "funcione", al perro le hasta encontrarse con un
estímulo adecuado, biológicamente importante.
Los reflejos no condicionados se hallan siempre ligados a fenómenos de vital
importancia para el animal. Por ejemplo, los polluelos de la perdiz pardilla, a la menor alarma,
se aprietan contra la tierra, sobre cuyo fondo pasan desapercibidos. Nadie les ha enseñado a
conducirse de este modo; mejor dicho, se lo han enseñado las innumerables generaciones
precedentes de perdices. Las que, ante el peligro, sabían "fundirse con la tierra", sobrevivían;
las que no sabían hacerlo se convertían en botín de las aves de presa. De este modo se produjo
una selección natural, y la capacidad de reaccionar ante el peligro rápida y acertadamente se
hizo innata para cada polluelo de perdiz (se transmitió por herencia).
En los orígenes de los reflejos no condicionados se encuentran necesidades de
importancia vital: necesidad de alimento, necesidad de velar por la propia conservación, etc.
Cuando la acción refleja, la reacción, ha satisfecho la necesidad dada, se interrumpe. (Si el
milano no ha distinguido al polluelo de perdiz y se ha ido volando, el polluelo prosigue
tranquilamente su camino; si el perro ha saciado el hambre, la secreción salival se le detiene).
Sin los reflejos no condicionados, los animales (y el hombre) no podrían vivir y satisfacer sus
necesidades más perentorias, no podrían subsistir. Reflejos no condicionados se dan incluso

3
en la amiba.
Ahora bien, en la mayor parte de los animales, además de los reflejos no
condicionados, existen los denominados reflejos condicionados. ¿En qué consisten estos
reflejos?

¿Por qué la corneja asustada teme una mata?

Ustedes conocen, sin duda, el refrán que dice: “Quien se ha quemado con la leche, el agua
sopla”2. Este proverbio describe precisamente la conducta que tiene su asiento en los reflejos
condicionados. Imaginémonos el caso. Un hombre quiso beber leche caliente y se quemó. Al
notar que se quemaba, se puso a soplar para enfriarla. Desde entonces, empezó a soplar
cualquier líquido sin esperar a quemarse por segunda vez: la simple vista de un líquido se
convirtió para él en un excitante que provocaba el reflejo de “soplar el agua”.
Lo mismo sucedió con la “corneja asustada” que, como se sabe, “teme una mata”. Al
principio, la corneja no tenía miedo a las matas. Pero en una se escondió un ser peligroso para
el ave, digamos un hombre con una escopeta de perdigón, y la “asustó”. De este modo, la
vista de la mata se convirtió para la corneja en un estímulo biológicamente importante, y el
ave no espera ya que le disparen una carga de perdigones, sino que se aleja a todo volar*.
Semejante reflejo condicionado no es innato: se forma individualmente en cada
animal (o persona). Hablando de manera figurada diremos que es necesario asustar de nuevo
a cada corneja para que “tema la mata”. Bien clara está la ventaja del reflejo condicionado
frente al que no lo es: gracias a los reflejos condicionados, el animal, si cambia el medio que
le rodea, el ambiente, puede modificar también su conducta y adaptarse a las nuevas
condiciones de vida. Pero en general, el reflejo condicionado no se diferencia en nada
fundamental del no condicionado: la reacción refleja condicionada es tan automática e
inconsciente como la refleja no condicionada. La diferencia entre una y otra radica sólo en el
mecanismo de su origen y en la transmisión hereditaria,
Tenemos, pues, que en los animales y también en el hombre en los casos más simples,
observamos una conducta que puede denominarse refleja.

¿Qué es el intelecto?

Ahora bien, existe otra forma de conducta, la denominada conducta –o actividad-


intelectual. ¿Cuáles son las particularidades de este tipo de actividad?
2
Los dos refranes rusos: “La corneja asustada, una mata teme” y “Quien se ha quemado con la leche, el agua
sopla” equivalen al castellano “Gato escaldado, del agua fría huye”. En este lugar hemos creído conveniente
traducirlos de modo literal en vez de dar su equivalente castellano para poder ser más fieles a los comentarios
que hace el autor del libro a los dos proverbios. (N. del T.).
* Recordemos, de paso, que la palabra “estímulo” (sinónima de “excitante”) está relacionada por su origen con
el reflejo condicionado. Los antiguos romanos daban el nombre de “estímulo” a una varita terminada en punta
que utilizaban quienes montaban en elefante para pinchar al animal cuando no iba bastante aprisa. Como es
lógico, el elefante no sabía al principio qué querían de él cuando le pinchaban, y es probable que no hiciera
enseguida lo que debía. En este caso, seguían pinchándole hasta que el elefante realizaba lo que de él se exigía,
y se libraba así del dolor. De este modo la sensación, dolorosa consolidaba en él el reflejo condicionado, y en
adelante bastaba el pinchazo más leve o incluso el roce del estímulo para que el elefante acelerara enseguida el
paso.

4
Cuando el excitante provoca en el animal o en el hombre una reacción refleja, el nexo
entre el excitante (el estímulo) y la reacción es completamente natural para el ser en cuestión.
El animal no puede elegir. El reflejo le dicta un solo y único camino: al polluelo de perdiz,
apretarse contra el suelo; al perro, hincar los colmillos en la carne; a la corneja asustada,
alejarse de la mata; al que se ha quemado con la leche, soplar el agua. Cabe decir que, en
todos estos casos, es como si el excitante apretara un botón. Y el timbrazo que entonces re-
suena es la reacción refleja.
La conducta intelectual, en cambio, presupone siempre una elección entre varias
posibilidades. He aquÍ un ejemplo muy simple: trasladarse al otro extremo de la ciudad. Esto
puede hacerse utilizando distintas clases de transporte, pero también es posible llegar
andando. Antes de ponernos en camino, examinamos la situación, revisamos las
posibilidades de que disponemos y, elegida una de ellas, establecemos un determinado plan.
Dicho de otro modo: se nos plantea un problema, pero el elegir la solución acertada depende
de nosotros mismos. No satisfacemos automáticamente nuestra necesidad (sin interesarnos
por el mecanismo de dicha satisfacción), sino que realizamos una elección consciente
confrontando modos distintos de alcanzar el objetivo.
La actividad intelectual es, en el más alto grado, típica del hombre. El profesor de la
Universidad de Moscú A. R. Luria, reputado psicólogo, calculó un día que los actos
intelectuales componían por lo menos las siete octavas partes de la conducta humana, y tan
sólo su octava parte correspondía a los “puros” reflejos condicionados y no condicionados.
Todo acto intelectual consta de tres partes o fases. La primera fase comprende el
orientarse en las condiciones de la tarea que se ha de llevar a cabo y el elaborar el plan de
acción. La segunda fase es la de ejecución o cumplimiento del plan establecido. Y,
finalmente, la tercera fase consiste en confrontar el resultado obtenido con el fin señalado. En
nuestro ejemplo, la primera fase está constituida por las consideraciones acerca de cuál es el
medio de transporte más ventajoso para nosotros y la comparación de las distintas variantes
utilizables; la segunda, consiste en elegir y ejecutar una variante determinada; la tercera
consiste en experimentar la satisfacción de haber llegado a tiempo al trabajo.
Es fácil darse cuenta de que, en el hombre, las fases primera y segunda del acto
intelectual –por no hablar ya de la tercera- están netamente separadas entre sí. El hombre
examina primero las posibilidades que se le ofrecen y luego establece su plan de acción. En
esto radica su diferencia básica (en lo que respecta a la conducta intelectual) frente a otros
animales, por ejemplo los monos antropomorfos.

Los ensayos y los errores de Rafael

Los monos, al igual que los otros animales, no saben planear sus acciones. En ellos,
las fases primera y segunda del acto intelectual se hallan fundidas en una unidad. Ellos no
eligen el mejor de los procedimientos posibles para resolver un problema y lo aplican luego,
sino que lo eligen actuando. El mono no se sienta y reflexiona; empieza a actuar en seguida,
“de golpe”, y ya en plena acción desecha las “hipótesis” que resultan equivocadas. Por esto
suele decirse que el mono “utiliza” el método del “ensayo y el error”; hace una prueba, se
equivoca y realiza otra prueba de otro modo. Por otra parte, si sus acciones han conducido al
resultado apetecido, el mono no se preocupa de si tales acciones pueden ser, desde nuestro
punto de vista, irracionales o, simplemente, absurdas. Dado que se alcanza el objetivo –se

5
obtiene el cebo-, la acción es correcta, y el procedimiento hallado se consolida.
En su tiempo, el psicólogo alemán W. Koehler llevó a cabo numerosas e interesantes
observaciones sobre el intelecto de los antropoides. Koehler realizó sus observaciones en la
isla de Tenerife, donde instaló espaciosas jaulas para nueve chimpancés, y escribió un libro
sobre los resultados que obtuvo. Se exponen en él gran número de casos de indudable
conducta intelectual (inexplicable por medio de los reflejos condicionados) de los
chimpancés. He aquí un caso típico: El cebo –unas bananas- está colgado de tal modo que
resulta imposible alcanzarlo. Pero en un ángulo de la jaula hay un montón de cajas de
diferentes tamaños. ¿Qué hace el chimpancé? Primero intenta alcanzar las bananas desde el
suelo. No lo logra. Luego arrastra una caja hacia el lugar del cebo, pero no debajo mismo de
las bananas. Sube a la caja y salta hacia la fruta. Fracasa. La aproxima más; la caja está ya
debajo de las bananas. Nuevo fracaso.
Entonces empieza la construcción de una pirámide de cajas. Las amontona en un
orden totalmente fortuito: debajo puede encontrarse la caja más pequeña, y arriba la mayor.
De ahí que la pirámide se desplome a cada momento hasta que, finalmente, el chimpancé da
con la colocación más adecuada de las cajas y alcanza las bananas.
¿Cómo procedería en esta situación un hombre, por lo menos un hombre adulto? En
primer lugar se daría cuenta inmediatamente de que las bananas están demasiado altas y de
que no vale la pena gastar fuerzas en saltos inútiles. En segundo lugar, en pocos momentos
calcularía mentalmente dónde y cómo debe colocar las cajas, y luego las colocaría, hallando
de una vez la solución más conveniente del problema, antes ya de aplicada.
Este ejemplo nos permite ver, además, la segunda diferencia importante entre el
intelecto del hombre y el del chimpancé (aparte de saber planear con anticipación las
acciones propias). El hombre planea sus actos en la mente; su intelecto, aunque ligado a la
actividad práctica, no está “entretejido” directamente con ella, no coincide con ella. El
intelecto del chimpancé, en cambio, es un intelecto práctico, únicamente se manifiesta en la
actividad inmediata.
He aquí otro caso o, mejor dicho, un experimento dirigido hacia un determinado fin y
realizado con el chimpancé Rafael en el laboratorio del académico I. P. Pávlov, experimento
que se ha hecho clásico en la ciencia que trata del intelecto de los animales, la zoopsicología.
A Rafael le daban bananas en una batea construida de modo que el acceso al fruto se hallaba
cerrado por la llama de un infiernillo de alcohol. Para alcanzar la banana, había que apagar la
llama. Se formó en Rafael el reflejo condicionado de apagar la llama con agua que él tomaba
de un depósito cercano con una vasija. Rafael sabía, además, colocar un palo sobre una zanja
y pasar por el palo al lado opuesto. Estas dos acciones, sin embargo, no estaban relacionadas
entre sí. Rafael nunca había realizado las dos acciones al mismo tiempo.
Y he aquí que un buen día Rafael, la batea y el palo se encontraron en una balsa atada
a varias decenas de metros de la orilla de un lago. A una distancia aproximadamente igual a la
longitud del palo, se hallaba otra balsa en la que se había colocado la vasija con agua. Pues
bien, en este caso Rafael demostró con palmaria claridad en qué se diferenciaba del hombre.
Al parecer lo más fácil era inclinarse y tomar agua del lago. Pero a Rafael “no se le ocurrió”
hacerlo. El chimpancé construyó un “puente” con e1 palo, pasó con la vasija a la segunda
balsa, tomó allí agua del depósito, volvió sobre sus pasos por el mismo camino y apagó el
fuego...
Estas particularidades de la conducta de los animales nos permiten llamar a su

6
intelecto un intelecto práctico. Ahora bien, de ello no se sigue de ningún modo que en el
hombre no se den en absoluto elementos de intelecto práctico.

“Hay que alcanzarlo…"

Empezaremos con que en el niño (¡ser humano!) el acto intelectual es muy semejante,
por su estructura, al acto intelectual del chimpancé: en él se hallan fundidas las fases primera
y segunda. Hasta cierta edad, el niño no sabe en absoluto planear sus acciones, y se guía
únicamente, por los fines prácticos de las mismas. El psicólogo soviético A. V. Zaporozhets
cuenta en uno de sus trabajos que un niño de tres años no podía alcanzar un objeto colgado a
determinada altura, aunque para alcanzarlo 1e habría bastado tomar una regla. Le pregun-
taron: “¿Por qué saltas tanto? Mejor sería que pensaras cómo has de hacerlo”. “No hay que
pensar, hay que alcanzarlo”, respondió convencido el niño.
Basándose en hechos análogos, algunos científicos han hablado, incluso, de una edad
“chimpanceana” del niño. Desde luego, esto es un error. A los tres o cuatro años, el niño sabe
y hace muchísimas más cosas que el más inteligente de los monos, de suerte que ni siquiera
es posible compararlos. Baste el hecho de que el niño habla. A pesar de todo, en general
existe cierto parecido, por lo menos en los casos en que el niño se ocupa de tareas
rigurosamente prácticas, que exigen acciones concretas.
También existen elementos de intelecto práctico en la actividad del hombre adulto.
Precisamente los ejemplos que el joven de la región de Kírov aduce en su carta al hablar del
chofer y del boxeador son ejemplos típicos de intelecto práctico. El chofer ante el volante no
medita ni planea, claro está, cada uno de sus actos; mas, por, otra parte, no cabe afirmar de
ningún modo que todos los actos que cumple son, por su carácter, reflejos condicionados.
Imaginémonos por un momento que en la carretera aparece delante mismo del automóvil una
persona, o que se produce una situación complicada que exige una reacción inmediata. En
este caso se manifiesta el intelecto práctico del chofer: un buen chofer reaccionará al instante
y de la mejor manera posible. Si sus actos fueran sólo reflejos condicionados, no podría
orientarse en un abrir y cerrar de ojos y obrar como es preciso. Y si meditara con anticipación
sus actos, sencillamente, no tendría tiempo de tomar las medidas necesarias. En tales casos es
imposible aplicar el método del “ensayo y el error”. El “error” acarrea consecuencias
trágicas.
Hemos dicho “un buen chofer”. Pero, ¿qué es un buen chofer? Es un chofer que posee
un intelecto práctico altamente desarrollado, intelecto que se forma sobre la base de un
sistema de hábitos. Y el hábito es una especie de costumbre motora, resultado del simple
entrenamiento, o sea, es una acción de mecanismos fisiológicos de adaptación consistentes
por entero en reflejos no condicionados y condicionados. Cuanto más elaborados sean 100s
hábitos, tanto' más automáticos serán y, por ende, tanto' más elevado será el nivel general de
organización de la conducta motora del individuo, tanto más elementos de intelecto práctico
existirán en su actividad.
Ocurre absolutamente lo mismo con el boxeador, y no vamos a gastar tiempo en el
examen de su conducta.
Ahora bien, en la persona adulta, el pensamiento práctico suele darse unido a otra
forma del pensar, forma que puede denominarse pensamiento teórica. O sea que, en este caso,
el individuo realiza la acción mentalmente sin ejecutarla de manera directa O' bien

7
incluyendo la acción práctica, “externa”, en el acto intelectual en calidad de una de las
variantes posibles. A veces resulta que dicha variante es la única posible. He aquí un ejemplo
de ello*.

El problema de los cuatro colores

Se ha hecho popular, en matemáticas, el “problema de los cuatro colores”, que se for-


mula como sigue: tomemos una superficie cualquiera (en aras de la sencillez, podemos
denominarla “plano”, lo que no cambia en nada la cuestión). Podemos trazar en tal plano un
número infinito de líneas, de cualquier forma, que se cruzan. Como resultado, la superficie
quedará dividida en un, número de “trozos” tan grandes como se quiera. Pintémoslos luego
con distintos colores de modo que ninguno de los “trozos” quede pintado del mismo color
que los “trozos” colindantes. ¿Cuál es el menor número de colores indispensables para ello?
No es posible resolver este problema mentalmente, sin intentar cubrir de líneas y pintar una
superficie real. La respuesta (cuatro colores) sólo puede hallarse, como suele decirse, por vía
heurística, es decir, con un pincel y papel en las manos.
De todos modos, los problemas de este tipo no son, en términos generales,
característicos del pensamiento humano. El problema clásico con que cada uno de nosotros
se ha encontrado reiteradas veces es el siguiente: “Tengo dos manzanas en un bolsillo y tres
en otro. ¿Cuántas manzanas tengo en total? ...”

“Esto lo hemos hecho con naranjas”

Hará cosa de unos dos años, en la revista “La ciencia y la vida” se publicó una
historieta inglesa precisamente sobre el tema de dicho problema. La historieta consistía poco
más o menos en lo siguiente:
-John, ¿qué os han explicado hoy en la escuela?
-La adición.
- ¿Cuántas manzanas tendremos, si a dos añadimos tres?
-No lo sé. Esto lo hemos hecho con naranjas.
Por raro que parezca, esta historieta es muy verosímil. En ella se capta y se lleva hasta
el absurdo una particularidad muy importante del pensamiento con la que se han encontrado
los psicólogos dedicados a elaborar una nueva metodología para la enseñanza de la
matemática.
Toda la cuestión está en que es posible contar los objetos por lo menos según dos
procedimientos distintos. Hasta nuestros mismos días, los autores de programas y manuales
de aritmética para la primera clase han seguido el camino que les ha parecido más sencillo y
el único accesible al niño en su primer año escolar: así, para darle idea del número “dos”, por
ejemplo, se dibujan dos bayas, dos manzanas, dos muchachos, dos puntos, etc. El niño se
acostumbra a relacionar el concepto de “dos” con dos objetos singulares. Según este

*
Éste, lo mismo que otros ejemplos de problemas mentales típicos que se exponen más adelante, está tomado
de las lecciones universitarias del profesor A. N. Leontiev.

8
principio, precisamente, contaba “el pequeño Jemny” en la novela de Dickens Mrs. Lirriper's
Lodgines. El mayor Jackman le dice: “Tenemos un tenedor para tostar el pan, una patata en
su aspecto natural, dos tapaderas, una huevera, una cuchara de madera y dos espetones para
asar carne; de todo ello y por necesidades comerciales hay que sustraer un raspador de
anchoas noruegas, una jarra para conservas en vinagre, dos limones, un pimentero, un
cazacucarachas y un puño de un cajón de aparador. ¿Cuánto queda?
-¡Un tenedor para tostar el pan! –grito Jemny.
-¿Cuánto es, en números? -pregunta el mayor.
-¡La unidad! -grita Jemny”.
Téngase en cuenta que semejante modo de contar (cada unidad corresponde a un
objeto singular) se remonta a la más lejana antigüedad, hasta la del hombre primitivo. Sabido
es que los pastores no cuentan sus ovejas (en el sentido que para nosotros tiene la palabra
contar): no perciben cada oveja como cierto equivalente de la “unidad”, sino como una oveja
con todas sus propiedades y particularidades individuales. Su “recuento” del rebaño se
convierte en una especie de colección de individualidades ovejunas. Esta manera de contar se
halla reflejada en muchos idiomas, en los que no es posible utilizar los numerales sin indicar
qué es precisamente lo que se cuenta: la cantidad de los objetos resulta inseparable de su
calidad; no contamos objetos en general, sino objetos totalmente determinados en cada caso.
En la lengua chukehi 3 , por ejemplo, no es posible contar “en general”. El conocido
especialista en dicha lengua, P. I. Skorik, dice en su gramática: “Cuando se empezó a enseñar
a leer y escribir a los chukehis, surgieron muchas dificultades -que en aquel entonces
resultaron singularmente perceptibles- por no tomar en consideración las particularidades de
los numerales chukechis. El autor se encontró con las dificultades aludidas en la década de
1920 a 1930 al trabajar en la escuela y en los cursos para la liquidación del analfabetismo.
Los chukehis (tanto los niños como los adultos) no comprendían en absoluto las operaciones
aritméticas con números abstractos... aunque las aprendían muy bien si se relacionaban con
objetos concretos”. Hay bastantes lenguas que poseen incluso numerales especiales para
objetos diversos. Por ejemplo en la lengua de los nivjis, de la isla de Sajalín, “cinco” se
expresa de manera distinta según se cuenten lanchas, trineos de perros o renos, atados de
pescado seco, redes, etc. En algunos idiomas hay palabras con las que sólo se pueden contar
objetos de un solo tipo (por ejemplo en khmer4, los árboles y los lápices se cuentan por
“troncos”: dicen “dos troncos de lápices”). Añadiremos, de paso, que en la lengua khmer
existen dos numerales especiales, “pjlon” (40) y “slek” (400), que únicamente se emplean
para contar determinados frutos y legumbres. En ruso también se encuentran tales “palabras
para contar”, pero no son de uso obligatorio, sino que, por el contrario, más bien resultan
innecesarias: “cuarenta cabezas de ganado”, “cinco personas niños”, “seis títulos de libros”,
“veinte piezas de carteras...”
Mas, volvamos a los niños de la primera clase. El contar mediante objetos singulares
no es, ni mucho menos, el mejor de los métodos ni el más cómodo. Utilizándolo, el niño se
queda a cada paso con un palmo de narices. Puede representarse concretamente los objetos
(manzanas, palitos, etc.) que, por ejemplo, suma. Pero le resulta difícil pasar al cálculo
general, a la comprensión de las operaciones aritméticas.

3
Lengua chukehi: hablada por los “chukehis”, en la parte noreste de Siberia. (N. del T.)
4
Khmer: lengua hablada en Cambodia. (N. del T.).

9
Fuerza y debilidad del pensamiento

Es posible, sin embargo, enseñar a contar por medio de un procedimiento mucho más
cómodo. La nueva metodología parte de otro principio de cálculo basado en la comparación
con el modelo dado. Es evidente que para los que cuentan “al estilo viejo”, seis tazas siempre
son “seis”, y nada más. Para los que cuentan “al estilo nuevo”, se tratará de “seis” si se
comparan con una taza, de “tres” si se comparan con dos, y de “dos” si se comparan con tres
tazas. De este modo excluimos, desde el comienzo, el principio de la “percepción inmediata”,
el principio del “acopio de objetos singulares”, y llegamos a una abstracción auténtica, a la
formación del concepto de número. La representación retrocede y cede su lugar al
pensamiento.
Y esto es de una importancia extraordinaria. La fuerza del pensamiento estriba,
precisamente, en que nos permite descubrir en las cosas particularidades que no podemos
observar y ni siquiera representarnos. Lenin dijo acerca de este respecto: “La representación
no puede captar el movimiento en su conjunto, no capta, por ejemplo, el movimiento que
tiene una velocidad de 300.000 Km. por segundo; mas el pensamiento lo capta y debe
captarlo”. Pues bien: si la vieja metodología enseñaba cómo representarse mejor las cosas y
dejaba al albur del educando cómo pensar, la nueva metodología enseña precisamente a
pensar. .
¿Significa esto proclamar: ¡abajo la percepción inmediata! y ¡viva el pensamiento!?
No, desde luego. La cuestión no es tan sencilla. Existen también pérfidos problemas que se
resuelven mucho mejor al modo antiguo, recurriendo a la representación directa. He aquí uno
de ellos: tenemos en una estantería dos tomos de una Enciclopedia, de 500 páginas cada tomo.
La polilla ha atacado los libros desde la primera página del primer tomo hasta la última del
segundo. ¿Cuántas páginas ha dañado?
Todo aquel que se encuentre por primera vez con semejante pregunta responde: “Mil”.
Y se equivoca precisamente porque hace caso omiso de la percepción inmediata. Basta echar
un vistazo a la estantería o al dibujo adjunto para darse cuenta enseguida de que la polilla ha
dañado tan sólo dos tapas da la cubierta.
Diríase que, en este caso, la percepción inmediata triunfa sin duda alguna. Si
reflexionamos en los términos de la cuestión, sin embargo, veremos claramente que triunfa
tan sólo porque la formulación verbal del problema contradice, en esencia, la situación real
de las cosas, y cuando respondemos “mil páginas”, simplemente nos dejamos llevar por el
lenguaje, pues, en la formulación dada, la primera página del primer tomo se contrapone con
toda claridad a la última página del último tomo.

El lenguaje, instrumento del pensar

Por suerte, no es mucha la frecuencia con que el lenguaje nos lleva al error. Por lo
común, nos sirve leal y noblemente. Más aun: es precisamente el uso del lenguaje lo que
determina el pensamiento teórico del hombre. Y ello es plenamente válido tanto para el
hombre adulto como para el niño, cuyas facultades intelectuales están aún en formación.
El lenguaje también resulta ser un fiel ayudante del hombre en el caso a que nos
hemos referido más arriba, en el de la enseñanza de la aritmética a los niños de la primera

10
clase. Si enseñamos al niño según la nueva metodología (si le enseñamos a pensar), se sitúa
en un primer plano la formulación verbal del problema. Este método de enseñanza se apoya
en una determinada teoría psicológica, en la “teoría de las operaciones mentales” elaborada
por P. I. Galperin, profesor de la Universidad de Moscú. Según la teoría indicada, el
pensamiento humano (la operación mental) surge siempre como acción externa, realizada
con objetos materiales. Para enseñar a contar al niño, es necesario que éste aprenda primero a
operar con objetos reales. Luego, la habilidad adquirida de este modo sufre como una especie
de condensación “integrándose” en la conciencia del individuo. Dicho de manera más
sencilla: se convierte de externa en interna.
Pues bien: resulta que la primera fase de la “condensación” y de la “integración”
estriba en traducir la acción a la forma verbal. Para aprender a contar mentalmente con toda
rapidez, el niño tiene* que describir con palabras la operación material que le sirva de punto
de partida, es decir, el cambiar de sitio los lápices o las bolas del ábaco.
Con eso aparece precisamente una función muy importante del lenguaje: su
capacidad de servir como instrumento del pensar. Huelga decir que esta capacidad no sólo
aparece en el alumno de la primera clase que aprende aritmética, si bien aquí nos hemos
encontrado con ella por primera vez en forma bastante nítida. En realidad nuestro
pensamiento utiliza el lenguaje en la función indicada literalmente a cada paso, sobre todo en
los casos en que recurrimos al lenguaje interior.
El lenguaje interior es un lenguaje que únicamente “está al servicio” del pensamiento,
y no se emplea, como otros tipos de lenguaje, con fines de comunicación. En cualquier grado
de cualquier escuela podemos encontrar un ejemplo clásico de lenguaje interior en el
momento en que el maestro abre el diario para empezar a preguntar a sus alumnos. Dice
reflexionando (a menudo para sí mismo, pero a veces también en voz alta): “A Alexandr ya le
pregunté ayer... Bielova ha estado enferma... A Vasíliev le preguntaré la próxima vez...”.
Entre tanto, Alexandr, Bielova y Vasíliev repiten para sus adentros: “Que no me pregunte a
mí... Que no me pregunte...”
“A menudo para sí mismo, pero a veces también en voz alta”, hemos dicho. Con toda
probabilidad también el lector se ha encontrado en el caso de examinar un complicado
problema mental y ha empezado a reflexionar no para sus adentros, sino en alta voz. A
propósito (en confirmación de la “teoría de las operaciones mentales”): el niño de pocos años
no sabe en absoluto razonar para sí y procura formular en alta voz todos sus razonamientos,
lo cual desconcierta a veces en grado extremo a los adultos. El lenguaje interior se desarrolla
siempre a partir del exterior. Sin embargo, ¿qué ocurre con el primero?

Imágenes - pensamiento

Muchos, psicólogos consideran que el lenguaje interior es el lenguaje en forma

*
Sería más exacto decir: “El medio más rápido y eficaz para calcular mentalmente con toda rapidez...” En
último término, el niño aprende de todos modos a contar mentalmente con rapidez. Pero si se aplica la vieja
metodología, el niño (y también el maestro) gasta innecesariamente mucho tiempo y muchas fuerzas, cosa que
la nueva metodología permite evitar.

11
encubierta, es decir, creen que el cerebro sigue dirigiendo las mismas señales necesarias a los
labios, a la lengua y a los demás órganos del lenguaje, aunque son excesivamente débiles
para que se produzca el habla. El psicólogo moscovita N. l. Zhinkin ha demostrado que, en
tales casos, el lenguaje deja de serlo: en vez de operar con los elementos del habla -sonidos,
palabras y oraciones- lo hacemos con imágenes visuales, con esquemas generalizados, etc.
Lo ha demostrado de manera muy sencilla. Si se pide a una persona que lea un texto en voz
alta y que, al mismo tiempo, vaya dando golpecitos en una mesa a un determinado ritmo, no
logrará hacerlo: o no podrá leer o perderá et ritmo. Zhinkin empezó a presentar diversas
tareas a los sujetos de experimentación, tareas que exigían el uso del lenguaje interior, y al
mismo tiempo les pidió que dieran golpecitos rítmicos en la mesa. Resultó que hay tareas
durante las cuales no es posible dar los golpecitos, pero en la mayoría de los casos el dar los
golpecitos no es ningún estorbo ni altera el ritmo, es decir, el lenguaje interior no se
desenvuelve en el tiempo como el lenguaje externo. Dicho de otro modo: es como si el
lenguaje se diluyera en el pensamiento del hombre, aunque engendrando en él algo que antes
no existía: imágenes y esquemas.
¡Alto!, dirá el lector. ¿Cómo que no existía? ¡Si nosotros operamos con imágenes
perceptibles! ¿Acaso las imágenes que surgen en el proceso de las representaciones visuales
y las imágenes que nacen del lenguaje interior no son una misma cosa?
No, no sólo no son una misma cosa, sino que son cosas diametralmente opuestas.
Sobre este tema existe un magnífico trabajo del psicólogo M. S. Shejter. Se titula Acerca de
las imágenes componentes del pensamiento verbal. Shejter contrapone netamente esos dos
tipos de imágenes. Unas (“imágenes-representaciones”) existen desde el comienzo mismo en
el pensamiento (o, con más propiedad, en la representación) como algo íntegro,
indesmembrable. Las otras (“imágenes-pensamiento”) surgen después de que hemos
separado conscientemente -con ayuda del lenguaje, desde luego- los caracteres indispen-
sables del objeto dado. El niño que no conoce aún geometría puede tener una representación
del triángulo; cuando oye esta palabra, surge en su conciencia la imagen correspondiente.
Mas tal imagen no va acompañada del conocimiento de las propiedades del triángulo, sino
que nace como impresión casual del primer triángulo con que el niño se ha encontrado. El
caso es totalmente distinto cuando semejante imagen aparece en la conciencia después de
haber estudiado a fondo las propiedades del triángulo en cuestión. Y el sistema de
conocimientos sobre el objeto verbalmente designados se va sustituyendo en la conciencia,
de modo gradual, por la imagen-pensamiento que es la que en realidad se usa en el proceso
del pensar.
En 1945, el psicólogo Jacques Hadamar se dirigió a varios ilustres matemáticos para
rogarles que le contaran cómo transcurre su pensamiento creador. He aquí lo que le respondió
Alberto Einstein: “Por lo visto, las palabras tal como se escriben o pronuncian no
desempeñan papel alguno en mi mecanismo del pensar. En calidad de elementos del
pensamiento aparecen imágenes y signos más o menos claros de las realidades físicas. Es
como si tales imágenes y signos se engendraran y se combinaran en la conciencia
arbitrariamente. Existe, claro está, cierto nexo entre estos elementos del pensar y los
correspondientes conceptos lógicos... Las palabras y los otros símbolos, los busco
afanosamente y los encuentro en el segundo estadio, cuando el juego descrito de las
asociaciones ya se ha establecido y se puede reproducir a voluntad”. Ésta es una declaración
muy característica, que pone claramente al descubierto la “urdimbre” del pensamiento

12
creador del científico: el hombre de ciencia no opera con conceptos lógicos como tales en su
forma verbal o en otra forma, sino con imágenes, con “imágenes-pensamiento”.
La imagen-representación y la imagen-pensamiento se distinguen sin dificultad por el
papel que desempeñan en el pensar. Cabe decir que la imagen-representación agota el
contenido y las posibilidades del pensamiento “evidente”. En cambio, la imagen-
-pensamiento sirve de apoyo al pensar, lo cual no significa ni mucho menos que más allá de
la imagen nada tenga que hacer nuestro pensamiento. Sencillamente, sirve como sustituto
temporal de ciertos elementos del intelecto más complejos, desarticulados, que tienen su
origen en el lenguaje.
Hay que tener en cuenta, de todos modos, que en el proceso del pensar puede darse no
una “condensación”, sino, por el contrario, un “desarrollo”. El pensamiento en que el objeto
de la atención y de la comprensión está constituido por elementos del pensar (lenguaje in-
terior) generalmente condensados y automatizados, se denomina discursivo (dividido en
miembros). Nos ofrece un caso típico de este pensamiento la resolución del conocido
problema norteamericano en el que se ha de atribuir a cada letra un valor numérico.
send
+ more
_________
money

Al solucionar este problema, hay que razonar constantemente con todo detalle, poco
más o menos como sigue: “Si al sumar dos números s y m pasamos a un nuevo orden de
unidades, ello significa que m no puede ser otra cosa que l. Pero, en este caso, s será 9 (si a
este orden de unidades no se han añadido unidades del orden inferior) o,
correspondientemente, 8”. Nos vemos obligados a utilizar el mismo pensar discursivo al
resolver numerosos problemas lógicos.
Las imágenes-pensamiento desempeñan un gran papel en toda actividad intelectual.
Pero hay actividades en que figuran, sin duda alguna, en el primer plano. Así sucede, por
ejemplo, en el juego de ajedrez.

Ante el tablero de, ajedrez

Desde luego, en el juego de ajedrez queda totalmente excluido el razonamiento


discursivo. Se ha calculado que a la mitad de la partida, el ajedrecista ha de elegir una jugada
entre 40 - 51 jugadas posibles. Tomando en consideración tan sólo una réplica del
contrincante, se obtienen ya 1.600 combinaciones posibles, y si se toman en consideración
dos réplicas, el número de combinaciones posibles es de ¡256.000! Es evidente que no
examinamos todos estos centenares de miles de jugadas teóricamente posibles. El
pensamiento del ajedrecista “trabaja” de otro modo. B. M. Blumenfeld, especialista en
“psicología del ajedrez” y al mismo tiempo fuerte ajedrecista, ha escrito que el razonamiento
del jugador de ajedrez ofrece poco más o menos el siguiente aspecto: “Yo juego aquí
(representación de la situación en el tablero). Él mueve allá (representación de la situación en
el tablero)”. ¿Qué significa en este caso “representación de la situación en el tablero”? Es una
imagen muy condensada, a menudo imposible de traducir al pensamiento verbal; no se trata
de una simple imagen visual del tablero con las piezas que en él figuran, sino –para decirlo de

13
manera convencional- de la imagen de un combate ajedrecístico. En esta imagen, el ajedre-
cista subconscientemente toma en consideración el valor relativo de las piezas, su
disposición recíproca, su dinámica –es decir, las posibilidades potenciales de operar con
ellas- y muchos otros elementos. Por otra parte, no es de ningún modo obligatorio que la
imagen incluya todos los detalles de la situación que se ha formado en el tablero. Al contrario,
Blumenfeld presenta tres situaciones tomadas de tres partidas de campeonato, en las que la
disposición de las piezas es totalmente distinta, pese a lo cual la imagen que surge en la mente
del ajedrecista es aproximadamente la misma: “En las tres situaciones –en la primera de ellas,
las negras, y .en las dos siguientes las blancas- se aplica una combinación basada en una
misma idea evidente: mediante un «sacrificio» se logra una especie de salto del alfil por
encima de un obstáculo desde un flanco al otro”.
¿De dónde proviene en este caso la imagen pensamiento? Desde luego es resultado de
la automatización del pensamiento verbal o en general discursivo. Al ajedrecista “se le
ocurre”, en él “emerge” tal o cual variante favorable. Ahora bien, esto significa que en su
infancia, al aprender a jugar al ajedrez, meditó tal variante entre otras, la aplicó hasta que la
variante dada dejó de aparecer en la conciencia del ajedrecista como conjunto de jugadas y se
transformó en una imagen única; o significa que un mes, un año o cinco años atrás, al estudiar
una partida de otros jugadores, analizó y grabó en su memoria una situación análoga; o
significa, finalmente, que el ajedrecista simplemente ha transferido a la partida dada una
variante jugada en otra partida.
Tenemos, pues, que en el ajedrez la “visión” –es decir la utilización de la imagen
pensamiento- y el pensamiento o cálculo alternan constantemente. En principio, el cálculo
del ajedrez no se diferencia en nada del pensamiento verbal corriente, aunque se presenta
algo más concentrado. “Si, por ejemplo, con mi jugada amenazo al mismo tiempo al rey y a
otra pieza del adversario, la réplica que yo tomaré en consideración será la que rechaza la
amenaza al rey y no a la otra figura, aunque sea tan valiosa como es el alfil. Huelga decir que
se trata de un pensamiento condensado que se efectúa en un instante y sin necesidad de
comprobar si es o no acertado” (B. M. BIumenfeld).
El pensamiento del ajedrecista es un ejemplo del denominado pensamiento concreto y
activo. Tenemos otro ejemplo en el pensamiento del jefe militar.

La mente del jefe militar

La labor mental del jefe militar presenta tales particularidades que impiden a tal
individuo planear al detalle todas sus acciones. Un jefe militar se ve obligado a orientarse
rápidamente en una situación complicada y a hallar en un instante la solución acertada. Tal
solución se considera a veces como fruto de la intuición o de la inspiración. Por ejemplo, el
teórico alemán de cuestiones militares general Clausewitz declaraba sin ambages que en la
guerra el pensamiento se retira a un segundo plano y predomina la intuición, que no es otra
cosa que un arte.
Pero esto no es de ningún modo así, y quien mejor expresó la verdadera situación de
las cosas fue Napoleón cuando dijo: “¿La inspiración? Es un cálculo hecho rápidamente”.
Toda la carrera militar, de Napoleón confirma sus palabras. Este famoso general escribió un
trabajo titulado Notas sobre las operaciones militares de las campañas de 1796 y 1797 en
Italia, que recuerda en gran manera una colección de análisis de partidas de ajedrez. El

14
psicólogo soviético B. M. Tieplov escribe acerca del trajo citado: “En esta obra se muestra
con todo rigor que los jefes del enemigo cometieron gravísimas equivocaciones... y que
fueron derrotados precisamente por esto y no debido a ninguna misteriosa genialidad de
Napoleón. A su vez Napoleón venció porque calculaba y razonaba mejor, y resulta muy
sencillo explicar sus cálculos y sus consideraciones a todo hombre con sentido común, como
se hace en las páginas de las Notas. En algunos casos, Napoleón refuta los ataques que se le
dirigen para demostrar que había incurrido en error; pero en otros reconoce con toda
franqueza sus equivocaciones y demuestra que habría sido preferible actuar de otro modo.
No lo hace, claro está, por modestia –que no le era propia en absoluto-, sino porque para él
acertar una solución es algo que concierne al cálculo racional y al saber, es decir es algo
totalmente demostrable. Es posible equivocarse en la premura de las acciones militares, pero
es estúpido insistir en el error después, cuando toda persona sensata puede comprobar los
cálculos y demostrar la verdad”.
Desde luego, Napoleón simplificó un poco el problema. Redujo a un razonamiento
discursivo lo que en el campo de batalla no constituía un razonamiento, sino una fusión sui
generis de pensamiento verbal y de pensamiento en imágenes. Mas la posibilidad misma de
que se efectúe semejante reducción es muy característica: pone de manifiesto que la mente
del jefe militar, en última instancia, se remonta al pensamiento verbal corriente, y sus
acciones pueden expresarse con toda exactitud mediante el lenguaje.
La intuición no es una “lucidez” inesperada: me siento y de pronto decido “por la
mañana dirigiré mis fuerzas” hacia tal punto y no hacia tal otro. El mismo Napoleón decía:
“Si parece que estoy siempre preparado para todo, ello se explica porque antes de emprender
algo lo he meditado ya largo tiempo... Yo trabajo siempre, trabajo mientras como, trabajo
cuando estoy en el teatro; despierto por la noche para trabajar”. Y no es ni mucho menos
casual que los grandes jefes militares hayan sido, por lo común, hombres cultos e instruidos.
Alejandro de Macedonia fue discípulo del filósofo Aristóteles; Julio César fue un eximio
historiador, escritor, orador e incluso lingüista. Napoleón desde su infancia se destacó por su
extraordinaria capacidad para las matemáticas, la geografía, la historia y la filosofía. El
historiador soviético E. V. Tarle dice de él: “leía con pasión, con una avidez inaudita
llenando de notas y resúmenes sus cuadernos”. Cuando se hallaba en París, Napoleón
aprovechaba todas las posibilidades para estudiar. Las obras de Corneille, Racine y Molière
constituían sus libros favoritos; conocía y amaba la poesía y la literatura en general. Suvórov
conocía magníficamente las matemáticas, la geografía, la filosofía y sobre todo la historia.
Dedicaba a la lectura la mayor parte de su tiempo libre. Conocía varios idiomas: alemán,
francés, italiano, polaco, finlandés, turco, árabe y persa, escribía versos e incluso los
publicaba.
Resulta pues que la mente del jefe militar –aunque su pensamiento en lo fundamental
sea concreto y activo- se forma ante todo gracias al desarrollo del intelecto teórico. La
intuición de Suvórov o de Napoleón tiene profundas raíces en el pensamiento verbal. El
hecho no sólo se da en lo concerniente a la intuición militar, sino, además, a la de cualquier
otro tipo. Volveremos aún sobre este particular, mas ahora nos limitaremos a recordar uno de
los componentes de la intuición: la experiencia práctica.

15
Vaya usted a saber…

A decir verdad, aquí cabe hablar no sólo de la intuición sino, además, en un sentido
más amplio, de todo acto intelectual. Pues un acto intelectual es siempre una solución, más o
menos feliz, de, un determinado problema. Y resulta que en la búsqueda y en el hallazgo de la
solución, desempeña un papel de primer orden nuestra precedente experiencia individual.
Hay en la historia de la ciencia un sinfín de casos anecdóticos –Arquímedes en el baño,
Newton debajo del manzano, etc.- que ilustran precisamente dicho aspecto del pensamiento
científico. El gran fisiólogo ruso l. M. Séchenov: decía que “por la cabeza del hombre a lo
largo de toda su vida no pasa ni una sola idea que no conste de elementos registrados en la
memoria. Ni siquiera las denominadas nuevas ideas que se encuentran en la base de los
descubrimientos científicos son excepción de esta regla”.
El saber utilizar la experiencia precedente para resolver una tarea planteada,
constituye una de las particularidades fundamentales del pensamiento creador. Para recordar
y utilizar algo en el momento preciso no es necesario, en rigor, saber mucho; basta saber
aquello que es indispensable. Ahora bien, ¿quién puede adivinar de antemano lo que va a
necesitar en la vida? “Cuando llegue a una ciudad desconocida –aconsejaba Napoleón a su
hijastro Eugène de Beauharnais, más tarde virrey de Italia- no se aburra, estudie la ciudad:
vaya usted a saber si algún día no tendrá usted que conquistarla”.
De ahí que el hombre de espíritu creador –sea su obra científica o técnica, literaria o
musical, militar o rigurosamente civil, por ejemplo arquitectónica- ha de saber muchas cosas,
ha de estudiar constantemente, aumentando y renovando el caudal de conocimientos que le
permitirán resolver un problema en el momento debido.
Cosa observada es, y no hace de ello poco tiempo, que las ideas geniales no se les
ocurren a los holgazanes ni a los ignaros.

En qué se diferencia de la abeja el arquitecto


Nos hemos alejado tanto de la descripción del acto intelectual que nos vemos obligados, a
recordar un rasgo básico: el hecho de que se proyecta su cumplimiento*. En las páginas
precedentes nos hemos encontrado con diversos tipos de pensamiento específicamente
humano, con diversos problemas mentales. Todos ellos, sin embargo, se hallaban unidos por
el rasgo indicado. En un caso, el plan trazado por nosotros era un plan desarrollado, verbal;
en otro caso, se trataba de un acto único de hablar y pensar, de una enunciación verbal con-
densada; en el tercero, se trataba de una imagen (imagen-pensamiento), etc. Mas ese rasgo se
da en todas partes. Marx expresó como sigue esta particularidad del intelecto humano: “Una
araña ejecuta operaciones que semejan a las manipulaciones del tejedor, y la construcción de
los panales de las abejas podría avergonzar, por su perfección, a más de un maestro de obras.
Pero hay algo en que el peor maestro de obras aventaja, desde luego, a la mejor abeja, y es el
hecho de que, antes de ejecutar la construcción, la proyecta en su cerebro”.
Y la segunda particularidad importante del intelecto humano, del pensamiento del
hombre, consiste en que, en principio, es posible dar forma verbal al curso y a los resultados

*
Hacemos abstracción, ahora, del intelecto práctico.

16
del pensar. Esta posibilidad se halla determinada por el hecho de que el pensamiento no
formulado en palabras arranca, por lo común, del pensamiento verbal y es producto de él en
gran medida, si no de manera exclusiva.
Vemos, pues, que el lenguaje constituye el material básico de que dispone el hombre
para proyectar su actividad, y en ello se manifiesta la capacidad o función del lenguaje como
instrumento del pensar.

El lenguaje como elemento regulador

Ahora bien, establecer un plan no significa sólo pensar, reflexionar. Presupone,


además, una determinada organización de la conducta, de la actividad, de modo que al
establecerse un plan o proyecto, el lenguaje actúa, además, en un sentido totalmente peculiar,
como instrumento de que se vale el hombre para regular sus propios actos, lo cual constituye,
dicho sea de paso, la función principal del lenguaje interior.
Por lo visto, debemos precisamente a dicha función el que en nosotros, seres humanos,
se dé la autoconciencia, el que tengamos conciencia de nosotros mismos en cuanto personas,
y podamos organizar conscientemente nuestra conducta. Obsérvese que el niño suele
acordarse de sí mismo aproximadamente desde los tres años, o sea desde la edad en que
empieza a ser capaz de regular su propia actividad y, al mismo tiempo, empieza a tener
conciencia de sí mismo: el uso correcto del pronombre personal “yo”, por ejemplo, comienza
poco más o menos a los dos años y medio de edad.
En cambió, la función de regular acciones ajenas aparece en el niño mucho antes,
aproximadamente cuando tiene un año. El niño actúa obedeciendo a indicaciones nuestras
(“dame esto”); él mismo exige que se le dé una u otra cosa, que le tomen en brazos, etc. En
esencia, esta función es la que, a veces, se denomina función comunicativa del lenguaje. La
verdad es que cuando hablamos del lenguaje como medio de comunicación, nos referimos
ante todo y sobre todo a la posibilidad de transmitir a otra persona ciertos datos, cierta
información verbal de esencial importancia para su conducta y para su actividad, a las que
–dicha información- organiza. Ninguna otra cosa se halla contenida en el término
“comunicación”.

¿Qué vemos?

Hasta ahora hemos tratado de problemas intelectuales que se plantean de manera


manifiesta. Los correspondientes actos intelectuales so dan en forma desarrollada, aunque, a
veces, los hemos encontrado vinculados a la actividad práctica inmediata del hombre o del
mono. Existe, sin embargo, una clase de problemas –y, correspondientemente, de actos
intelectuales- en que la actividad intelectual se halla, toda ella, condensada hasta tal punto
que a veces pasa en general desapercibida. Se trata de problemas y de actos intelectuales
relacionados con la percepción humana.
Diríase que la percepción y el pensamiento nada tienen de común entre sí. En efecto,
estamos acostumbrados a pensar que la percepción es el reflejo inmediato –por los órganos
de los sentidos- de ciertas características físicas externas de los objetos que nos rodean; y
solamente después de haber percibido un objeto, empieza a “trabajar” con él nuestro
pensamiento.

17
¿Es realmente así?
Mire el lector el dibujo impreso en esta página y diga lo que ve en él. ¡Mas no siga le-
yendo este libro mientras no haya hecho lo indicado!
El experimento que acabamos de hacer ahora con el lector, lo realizó por primera vez
el psicólogo francés Alfred Binet. El dibujo que el lector ha visto es, simplemente, una
mancha de tinta, una mancha obtenida del modo siguiente: se echa una gota de tinta en una
hoja de papel y luego se dobla ésta por la mitad. Es sorprendente, observó Binet, que siempre
se obtiene algo parecido a algo. En todo caso, los niños nunca responden que el dibujo es una
mancha de tinta; dicen: “perro”, “una nube”. En cuanto a los adultos, resulta que, por regla
general, en la mancha no ven nada, excepción hecha de los enfermos de los nervios, de los
que sufren ciertas enfermedades cerebrales. De ahí que el psiquiatra alemán Rorschach
utilizara con éxito la prueba de la mancha de tinta para el diagnóstico de las enfermedades.
Veamos aun otro ejemplo, la denominada “ilusión de Charpentier”. Mírese el dibujo de la
página siguiente. En él se representan dos cilindros de forma absolutamente igual, pero de
diferente dimensión. Su peso es el mismo.
Pues bien: si hay que determinar su peso sopesándolos con las manos, siempre parece, a
todos cuantos realizan la prueba, que el cilindro menor es más pesado; incluso aunque uno
los haya visto en los platillos de una balanza. Da lo mismo: no bien los toma uno en las
manos, no puede librarse de dicha sensación. Con una condición: mientras no cierre los ojos.
Pero lo más interesante está en que las personas ciegas de nacimiento, que no ven los
cilindros, sino que los palpan, sufren también la ilusión de Charpentier, como los videntes.
Esto significa que la cuestión no estriba, ni mucho menos, en la sensación visual inmediata.
Por lo visto, la ilusión de Charpentier surge debido a que, inconscientemente, formulamos un
razonamiento acerca del peso específico.
Los experimentos descritos se podrían completar con muchos otros, mas ahora no
tenemos por qué aumentar su número. Tanto el experimento de Bidet-Rorschach como la
ilusión de Charpentier nos demuestran con suficiente claridad que en el hombre, según
expresión de Engels, a la actividad de los órganos de los sentidos se une la actividad del
pensamiento. Cuando miramos a nuestro alrededor, no vemos superficies, líneas y cuerpos
separados, ni colores, manchas y franjas, sino objetos. Pues bien: cada vez que fijamos
nuestra atención en un objeto, cualquiera que sea, realizamos un acto intelectual. Ello resulta
sobre todo evidente si el objeto nos es desconocido. Veamos el dibujo siguiente (de la página
50.)
¿Qué puede ser? En el mismo momento en que nos formulamos esta pregunta, comienza
un acto intelectual: el problema está planteado y procuramos orientarnos en la comprensión
de sus términos, o sea –en este caso- en las sensaciones visuales y en las percepciones
elementales.* Con toda probabilidad se trata de algún instrumento de medición, pues está
dotado de escalas. Mas, ¿qué puede medir y cómo? Si, ante nosotros, en vez del dibujo
tuviéramos el instrumento mismo, la cuestión se resolvería no bien hiciéramos girar sobre el
eje el “tambor” (el casquillo de la parte inferior del instrumento). AI ver cómo sube (o baja)

*
No toda percepción está relacionada con el pensamiento. En efecto, también el perro ve los objetos. Mas el
perro no es capaz de separarlos del “campo de la percepción” para incluir un objeto en alguna categoría más
general.

18
el vástago de medición que sobresale en el instrumento, y que al mismo tiempo, cambian las
indicaciones de ambas escalas, responderíamos sin miedo a equivocarnos que el instrumento
sirve para medir con exactitud la longitud de ciertos objetos, probablemente piezas. Y
tendríamos razón. No faltaría sino decir cuál es el nombre de nuestro instrumento:
micrómetro.

“Mamá, ¿esto también es un reloj?”

Desde luego, no nos encontramos muy a menudo con objetos que nos sean totalmente
desconocidos. Pero el niño, en trance aun de asimilarse el mundo que le rodea, a cada paso se
encuentra con semejante problema. Para él, el reloj de pulsera y, digamos, el de torre son
demasiado distintos por todos sus caracteres externos como para poderlos unir de golpe en
una clase. Únicamente después de que el niño ha distinguido el rasgo básico y más esencial
de ambos relojes –indicar la hora- formula la hipótesis de su unidad fundamental (primera
fase), ha comprobado la hipótesis preguntando “Mamá, ¿esto también es un reloj?” (segunda
fase) y se ha convencido de que el rasgo por él destacado es justo, puede considerarse que ha
resuelto el problema. ¡Pero cuántos problemas tendrá aun que resolver! Y cuando, siendo ya
adultos, percibimos ese mismo objeto como un reloj, “entra en función” un acto intelectual
que realizamos cuando estábamos aún en la edad preescolar.
¡Alto, un momento! Cuando el niño incluye tal o cual objeto en la categoría de reloj,
existe ya en su mente, sin duda, dicha categoría, tal clase de objetos. ¿Pero cómo ha llegado a
la conciencia del niño la idea de que tal clase de objetos existe? Nos encontramos, con esto,
ante el complicadísimo problema: relativo al desarrollo de los conceptos en el niño, problema
del que se ha ocupado mucho el psicólogo soviético L. S. Vigotski. He aquí la conclusión a
que este psicólogo ha llegado:
En la etapa primera y más temprana, el niño se guía por nexos casuales, subjetivos,
por la unidad de la impresión externa, y no por la esencia objetiva. Por ejemplo, el niño de-
nomina “manzana” a un huevo rojo y a una manzana; luego la denominación “salta” a los
lápices rojos y amarillos, a todos los objetos redondos, a las mejillas, etc. Pero si un perro
pequeño se llama “vava”, un perro grande se denomina “mu”, como la vaca.
En la segunda etapa, agrupando los objetos, los fenómenos y sus propiedades, el niño
empieza ya a guiarse más por las propiedades reales y objetivas de los objetos que por las
impresiones externas. Tales uniones (Vigotski las denominó complejos) todavía no son
conceptos: en el concepto, los objetos se hallan generalizados en función de un rasgo esencial,
mientras que en las uniones a que nos referimos los rasgos son casuales y numerosos. El niño
simplemente se ahogaría en la multiplicidad de rasgos de los objetos que le rodean si no
acudiera en su ayuda el lenguaje.
Esta ayuda estriba en lo siguiente: El niño ya no tiene que elegir por si mismo los
rasgos esenciales y agrupados en complejos. “Cree bajo palabra” al lenguaje e incluye en una
misma clase los objetos designados del mismo modo. La tarea se le simplifica sensiblemente.
Como escribió Vigotski, “el niño aprende de los adultos el significado de las palabras. No
tiene necesidad de elegir por sí mismo los objetos y complejos concretos… Ahora bien, el
niño no puede asimilar de golpe el modo de pensar de los adultos”.
A veces, su confianza en el lenguaje le conduce a situaciones bastante embarazosas.

19
EI escritor Kornéi Chukovski5 cuenta sobre este particular: “He aquí... de qué modo Tasia,
niña de cuatro años, aprendió la palabra «sabio». Oyó esta palabra por primera vez en el circo,
donde se hizo una demostración de perros sabios. Por esto cuando, medio año más tarde, oyó
decir que el padre de una amiga suya era un sabio, preguntó con jubilosa y sonora voz:
«¿Entonces, el papá de Kírochka es un perro?» ".
Únicamente después, cuando el niño empieza a aprehender los rasgos
verdaderamente esenciales del concepto en cuestión, queda excluida la posibilidad de que se
den casos análogos al referido.
Así, pues, gracias al lenguaje, el niño sabe que los “relojes” se caracterizan por poseer
determinados rasgos objetivos, constituyen, en general, una sola clase y se agrupan en un
concepto único.

El concepto de concepto

Pero, ¿qué es el concepto, en general? Ya hemos empleado varias veces esta palabra
aunque no hemos explicado todavía lo que con ella designamos.
Muchos investigadores del pensamiento procuran no hablar, en general, del concepto.
No les falta motivo para ello, pues nadie ha podido darle, aún, una definición exhaustiva. Sin
embargo, el término (y el contenido a él vinculado) se mantiene desde hace ya muchos años
enlas ciencias humanísticas que estudian el pensamiento, ante todo en la lógica. Esto
significa que se necesita para algo.
Mas, ¿para qué? Como hemos aclarado hace unos momentos, al percibir los objetos y
fenómenos del mundo circundante, no sólo reflejamos directamente las propiedades de los
objetos por medio de los órganos de los sentidos, sino que, además, les añadimos
mentalmente alguna cosa. La percepción es, también, un acto intelectual. Ahora bien, ¿qué es
lo que añadimos mentalmente? En el objeto distinguimos y separamos rasgos que son
objetivamente esenciales para él, y en cierto modo lo duplicamos superponiendo a su
percepción una red de tales rasgos. Para nosotros, la pala no es simplemente una pala, sino
cierta construcción bastante simple, de madera y metal, más el conocimiento que tenemos de
que se utiliza para cavar.
Prosigamos nuestro razonamiento. Suponga que tenemos ante nosotros varias palas,
distintas por sus rasgos materiales (unas son afiladas, otras son romas; unas son de madera y
metal, otras son únicamente de madera). Mas su rasgo funcional es el mismo: todas son
objetos para cavar, y para cavar de una manera determinada, que consiste en hundir el
instrumento dado por su extremo inferior, formando ángulo agudo, en un material
desagregable y utilizarlo en calidad de palanca, y después, en calidad de medio para
transportar dicho material (tierra o arena) a otro sitio. Es una pala cualquier instrumento que
se utilice con el fin indicado. En todas las palas existe el rasgo de la “palacidad”.
Tomemos, ahora, una sola pala. Ya hemos aclarado que es una pala porque posee el
rasgo de la “palacidad”. Ahora bien, al llamarla pala, no sólo tenemos en cuenta lo que le da
carácter de pala, sino toda ella en su conjunto, con todos sus rasgos esenciales e inesenciales.
No vamos a considerar como pala únicamente lo que en ella haya de común con las otras

5
Kornéi Chukovski (n. 1882), famoso escritor de cuentos y poesías para niños. (N. del T.).

20
palas. El ojo para enastar el mango también es un rasgo de la pala, lo mismo que el clavo
doblado, sin cabeza.
Más aun: si en el globo terráqueo no existiera más que una sola y única pala, no se
daría en ella el rasgo de la “palacidad”. Este rasgo presupone que toda una serie de objetos
–como dicen los lógicos: toda una clase de objetos- se caracteriza por la “palacidad”, que los
agrupa.
Vemos, por tanto, que: a) distintos objetos poseen un rasgo que los une; b) por este
rasgo, los objetos se unen en una clase; c) cada objeto singular que forma parte de la clase,
además del rasgo dado, posee muchos otros rasgos, que no son esenciales en el caso dado.
¿De dónde sale el rasgo unificador? Ya hemos respondido a esta pregunta al hablar de
la pala: el rasgo unificador se toma de la práctica del hombre, de la experiencia
histórico-social de la humanidad. A nadie, excepción hecha de los niños, se le ocurrirá unir
los objetos partiendo de rasgos no esenciales para la sociedad, para la producción. Y si el
niño lo hace, es tan sólo porque su experiencia es limitada. Al crecer, pasa de las uniones y
complejos casuales a los auténticos conceptos, gradualmente se va asimilando los
conocimientos que la humanidad ha acumulado. Cuantas más cosas aprenda sobre la pala,
más contenido incluirá en el concepto de pala.
El concepto es, precisamente, un conjunto de conocimientos sobre el objeto o el
fenómeno dado. Pero no de toda clase de conocimientos, sino de los que son socialmente
valiosos, que se trasmiten de padres a hijos, de abuelos a nietos, de maestro a alumno. En
todo objeto se dan rasgos o caracteres esenciales cuyo conocimiento tiene importancia, y
otros no esenciales, cuyo conocimiento es cuestión personal de cada individuo. Todo el
mundo sabe lo que es un empapelado. Pero que en el empapelado de mi habitación haya una
grieta junto a la cama, es algo que a nadie interesa aparte de mí.
¿Qué es, sin embargo, un conjunto de conocimientos acerca de un objeto? Es saber
formar numerosos enunciados acerca del mismo. “El perro es un mamífero”. “El perro ladra”.
“El perro es un animal doméstico”... Y los lógicos razonan del siguiente modo: el concepto
de perro abarca el conjunto de todos los pensamientos esenciales (¡y, claro está, verdaderos!)
que acerca del perro puedan enunciarse, es como un haz especial y apretado de juicios
relativos al perro. El contenido del concepto de “perro” está formado, precisamente, por
Iodos esos juiciosesenciales y verdaderos que es posible enunciar acerca del perro.
Al principio hemos hablado de un rasgo y no de varios rasgos. En realidad, sin
embargo, la mayor parte de los objetos y fenómenos poseen varios rasgos esenciales, y no
uno solo. Y un mismo objeto puede quedar incluido en conceptos diferentes. Así el perro
puede entrar en la clase de los animales domésticos al lado, digamos, del pato, y al mismo
tiempo en la clase de los mamíferos junto con el macaco y la ballena, así como en la clase de
los animales terrestres junto con la gallina y el león. Además puede incluirse, sucesivamente,
en la clase de los carnívoros, los mamíferos, los vertebrados…

La palabra y el concepto

Los conceptos de perro y de pala se hallan fijados en determinadas palabras: “perro”,


“pala”. Ahora bien, no es en absoluto obligatorio, y constituiría un serio error, identificar
(como a veces se hace), el concepto con el significado de la palabra.
En primer lugar, el concepto puede ser expresado no sólo por una palabra (“perro”) o

21
por una combinación de palabras (“vía férrea”), sino, por ejemplo, mediante una oración o un
grupo de oraciones. Para desentrañar plenamente el concepto de relaciones de producción
burguesas, Marx tuvo que escribir los tres tomos de El Capital.
En segundo lugar, son numerosísimas las palabras a las que –aunque posean
significado- no hay manera de encontrar el correspondiente concepto. Verdad es, por
ejemplo, que los pronombres se hallan relacionados con la delimitación de cierto rasgo
general y designan al objeto que, como un todo, posee el rasgo aludido, pero no vinculamos
con el pronombre ninguna representación sobre la clase de los objetos. “Yo” es la persona
que ahora habla tomada como un todo, pero resulta inconcebible imaginarse un conjunto de
“yo”.*
Transcurren los siglos, algunos conceptos desaparecen, aparecen otros nuevos, los
conceptos viejos cambian de contenido. ¡Por cuántas aventuras de toda clase no ha pasado
durante los últimos cien años, el concepto de “luz”! ¿Y el concepto de “átomo”? Mas estos
múltiples cambios no han de reflejarse de ningún modo obligatoriamente en el significado de
la palabra. “El pensamiento no es nunca igual al significado directo de las palabras”, decía
Vigotski. Mas, por otra parte, tampoco puede darse sin la palabra.
Los conceptos suelen ser diferentes. Entre ellos figuran los que utilizamos en la vida
cotidiana, como el de pala, y los conceptos científicos, rigurosamente definidos, lógicamente
consistentes, como el de “metagalaxia”. Recuérdese, a este propósito, que un mismo con-
cepto puede aparecer como habitual, propio de la vida cotidiana, y como concepto científico.
“Perro”, por ejemplo, es un concepto habitual, definible mediante procedimientos muy
simples, como “animal doméstico que ladra”, y es un concepto científico: especie Canis
familiaris, que pertenece a la familia de los cánidos, orden de los carnívoros, clase de los
mamíferos.
No pueden darse los conceptos científicos, como ocurre con todos los demás, sin una
envoltura verbal, sin que se fijen en el lenguaje, aunque en éste no se reflejen plenamente los
rasgos del concepto. Por una parte, fijamos, en el sentido directo de la palabra, en el lenguaje
los resultados de nuestro conocimiento. Por otra parte, podemos entrar en conocimiento de lo
que hay de nuevo en los objetos, en los fenómenos y en los procesos de la realidad gracias aI
lenguaje, valiéndonos de él.
No se trata aquí de que: el niño, apoyándose en el significado de las palabras, agote en
último término el contenido del concepto. Esto aún no puede calificarse de conocimiento,
pues la humanidad en su conjunto, la razón humana, nada nuevo adquiere en este caso. Aquí
(y en adelante) sólo hablaremos de conocimiento (mundo la sociedad toda, y no un individuo,
penetra un poco más en el interior de los objetos y fenómenos y llega a conocer algo nuevo,
cuando no es el saber de Iván, de Piotr o de Sidor el que aumenta, sino el tesoro general de la
ciencia, la experiencia histórico-social de la humanidad. En una palabra: en adelante,
utilizaremos el término “conocimiento” sólo al hablar del Hombre y no del hombre.

*
Semejante libertad únicamente es tolerable en poesía, Por ejemplo, leemos en unos versos de Andréi
Voznesenski:
“… En mí, como en el espectro,
viven siete «yo»…”

22
El lenguaje como instrumento del conocimiento

Resulta que el lenguaje puede servir, también, como instrumento del conocimiento.
Con su ayuda, y valiéndonos de razonamientos lógicos, podemos obtener nuevos
conocimientos de los que ya poseemos. Para ello, el lenguaje dispone de medios especiales.
Ya hemos dicho que el concepto, en esencia, es un juicio condensado. Existe una
ciencia especial, la lógica, que estudia las formas de los juicios y su correspondencia con la
realidad. Pero la lógica no estudia el modo de expresar los juicios, y este modo no es más que
uno, el verbal.* Por regla general, el juicio encuentra su expresión verbal en la oración.
Toda oración refleja una relación determinada entre objetos o acontecimientos. Puede
tratarse de una relación muy simple, susceptible de representación sin recurrir al lenguaje,
como por ejemplo “el perro ladra”. Mas también puede tratarse de una relación complicada,
de la que es imposible formarse una representación sin ayuda del lenguaje, como por ejemplo:
“el perro es un animal”.
Al decir “el perro es un animal”, no es de ningún modo obligatorio tener un perro ante
los ojos. La gran fuerza del acto intelectual (¡y otro importante rasgo diferencial!) del hombre
radica, precisamente, en que ese acto puede no hallarse directamente vinculado a los objetos
reales. Sin duda habrán leído ustedes o habrán oído contar que en la Edad Media los filósofos
escolásticos intentaban resolver el problema de cuántos demonios caben en la punta de una
aguja. Está fuera de toda duda que dichos filósofos realizaban un acto intelectual, mas ope-
raban con “objetos” que no sólo no tenían ante los ojos, sino que no los habían visto nunca ni
podían verlos. . .
Esto no significa de ningún modo que nuestro pensamiento puede fluir en general al
margen de la realidad. El pensamiento humano puede operar con imágenes y conceptos sin
preocuparse de la aplicación práctica e inmediata de los resultados del pensar. Mas de tiempo
en tiempo, nos vemos obligados a mirar en torno y comprobar hasta qué punto nuestro
pensamiento abstracto corresponde a la realidad. De no comprobarlo, pueden ocurrir cosas
desagradables.

El sueño de la razón produce monstruos

Es propio del hombre considerar los frutos de su propia conciencia como algo externo,
que no depende de él. No ha sido Dios quien ha creado al hombre, sino que ha sido el hombre
quien ha creado a Dios, a todos los dioses que han sido objeto de adoración en el globo
terrestre. Hasta hace muy poco tiempo parecían completamente naturales las relaciones de
dominio y subordinación entre los hombres. Pero no es “eterna”, de “todos los tiempos”, la
existencia de esclavistas y esclavos, de señores y siervos, de capitalistas y obreros. El obrero
es débil e impotente hasta el momento en que adquiere conciencia de que el capitalista es
todopoderoso y es el “patrón” tan sólo porque en sus manos se encuentran los medios de

*
Verdad es que existe la lógica matemática, donde los juicios se expresan en forma matemática, pero
fácilmente se los puede traducir a la forma verbal. La ventaja de la matemática frente al lenguaje estriba, en
estos casos, en la facilidad con que se puede operar: en vez de los prolijos problemas lógicos que se resuelven
mediante el razonamiento discursivo, efectuamos con rapidez y exactitud un cálculo matemático.

23
coerción económica; si se cambian las relaciones económicas en la sociedad, dejará de existir
el “patrón”. E1 hombre puede crearse un “dios” y, movido por una falsa idea, adorarlo. Si le
resulta ventajoso, puede difundir entre otros seres humanos una idea falsa y presentada como
la suprema verdad. ¡Qué no puede hacer el hombre cegado por una falsa idea!
Uno de los grabados del pintor español Francisco Goya se titula “El sueño de la razón pro-
duce monstruos”. Es espantoso y terrible que los hombres, consciente o inconscientemente,
adormezcan su razón, dejen que otros piensen por ellos y crean a ciegas, con religiosa unción,
en la veracidad de ideas ajenas, por relevante que sea la personalidad a que éstas
pertenezcan... La fuerza de la doctrina marxista-leninista radica, precisamente, en no exigir
una fe ciega, sino el conocimiento científico de las leyes que rigen el desarrollo de la
sociedad. No es casual ni mucho menos que en distintos países muchas preclaras mentes
teóricas lleguen al marxismo por ver en él la teoría filosófica y social más lógica, más
coherente, y que la experiencia práctica confirma.
¿Cuál, puede ser, en definitiva, el medio que nos permita comprobar la veracidad del
pensamiento o, como se dice, el criterio de la verdad del pensamiento? El marxismo
considera que tal criterio es la práctica, y que no hay otro. Mas tratar de este punto nos
llevaría ahora demasiado lejos, sobre todo teniendo en cuenta que, de todos modos, aun
tendremos que hablar del criterio de la práctica. Indicaremos tan sólo que la comprobación de
la veracidad no implica forzosamente una actividad laboral inmediata o un experimento
científico: tomamos en consideración la experiencia de la práctica en el proceso mismo del
pensar, y la forma de que nos valemos para ello son las leyes lógicas del pensamiento. Estas
leyes son como la impronta de la práctica social de la humanidad en la actividad intelectual,
son el reflejo generalizado de los nexos y relaciones objetivos que existen en la realidad, y
que han servido de guía a la humanidad, que ha llegado a conocerlos. “...La actividad práctica
de la humanidad –dice Vladímir Ilich Lenin- tuvo que llevar la conciencia del hombre a
repetir miles de millones de veces diversas figuras lógicas para que tales figuras pudieran
adquirir el valor de axiomas”
Pues bien: El lenguaje ofrece precisamente al pensamiento los medios necesarios para
comprobar los viejos conocimientos y obtener conocimientos nuevos por medio del
razonamiento lógico y de sus inferencias. Verdad es que, las lenguas “naturales” –es decir,
con existencia real en la tierra- no se hallan estructuradas según un riguroso esquema lógico.
Al contrario, se dan en ellas muchos elementos “superfluos”, “ilógicos”, y todas las
tentativas de ceñir un idioma al marco rígido de la lógica (semejantes tentativas fueron
típicas de los siglos XVI-XVII, período de las gramáticas “lógicas” o “racionales”) han
resultado infructuosas. Mas por esto, precisamente, el lenguaje sirve en la debida forma al
pensamiento lógico: ¿el pensamiento se desarrolla, y el lenguaje es bastante flexible para no
encadenar tal desarrollo.

Hay que llegar al carozo

Así, pues, según hemos explicado, el lenguaje posee aun otra función, otra facultad:
la de ser para la humanidad un instrumento del conocimiento. Por lo que respecta a cada
individuo, el lenguaje presenta otra de sus facetas y sirve de forma directamente perceptible
en la que toda persona recibe los conocimientos que le son indispensables. Es de absoluta
necesidad no quedarse en la superficie del lenguaje –hay que llegar al carozo- para asimilarse

24
lo que se encuentra debajo de ella: los productos del pensamiento humano. Se discute acerca
de si, por ejemplo, el pensamiento del matemático es un pensamiento verbal o no. Pero, de
todos modos, las clases a que el matemático ha asistido en la correspondiente Facultad se las
han explicado en la lengua corriente, y no en una lengua "matemática". Y en esto aparece otra
de las funciones del lenguaje, la de servir de medio para asimilar la experiencia
histórico-social.

¿Cuál fue el error de Benjamin Lee Whorf?

Hemos hablado antes de que el lenguaje aparece en el hombre como instrumento o


medio para el conocimiento de la realidad. Muy frecuentemente, esta función del lenguaje se
confunde con otra: la de servir como medio de fijar los resultados del pensamiento.
Todavía hoy se citan en lingüística los trabajos del norteamericano Benjamín Lee
Whorf, hombre muy raro a la vez que de extraordinario talento. Diremos ante todo que su
ocupación fundamental no era la de lingüista. Terminados sus estudios en el Instituto
Tecnológico de Massachusetts, trabajó durante más de veinte años –hasta su muerte- como
ingeniero especialista en la técnica de seguridad contra incendios. Y únicamente en sus horas
de ocio empezó a ocuparse de la historia y de la arqueología de los aztecas y de los mayas, y
a estudiar con mucho entusiasmo las lenguas de los indios.
Mas su ocupación predilecta era otra. Durante toda su vida, Whorf recogió datos
acerca de cómo influye el lenguaje sobre el pensar. Ante todo le interesaban hechos como los
siguientes: a nosotros nos parece naturalísimo que los colores azul celeste (“golubói”) y azul
(“sini”) y con mayor motivo el azul y el verde sean totalmente distintos entre sí. El
“culpable” indirecto de nuestro convencimiento es el idioma ruso, que posee una palabra
independiente para cada uno de los colores citados. Pero en otros idiomas no sucede lo
mismo. La lengua alemana no diferencia el color azul del azul celeste, y utiliza en ambos
casos una misma palabra: “blau”. En muchos otros idiomas, como por ejemplo el bretón
(hablado en la península de Bretaña, Francia), el coreano y el japonés, una misma palabra
significa “azul” y “verde”. Es posible observar análogas divergencias en otros grupos de
palabras. Así, en la lengua de los indios hopis6 existe una palabra que puede aplicarse a
cualquier objeto que vuele excepción hecha de las aves, es decir: a un insecto, a un avión, al
aviador y a un murciélago. En ninguna de las lenguas europeas existe nada análogo. En la
lengua suaheli7 (7), africana, se emplea una misma palabra para designar locomotora, tren,
automóvil, vagón, carro, coche; carretilla y coche de niño, así como bicicleta y algunos otros
objetos. Por otra parte, en cambio, en una de las lenguas melanesias (Oceanía) existen cien
denominaciones especiales para cien variedades de banano. En la lengua del pueblo saami
(península de Kola) existen veinte palabras para designar el hielo, once para designar el frío,
veintiséis para designar la helada y el deshielo, etc.
Entre las lenguas existen, además, diferencias en la estructura de la oración. Veamos
un ejemplo aducido por el mismo Whorf. Para expresar la idea de invitar a cenar a unos
huéspedes, un inglés (y también un ruso) dirá: “Él invita huéspedes a cenar”. Se emplean

6
Indios hopis: al norte del Estado de Arizona, Estados Unidos. (N. del T.).
7
Suaheli: negros que habitan la costa oriental de África, entre la Somalia y el río Rovuma. (N. del T.).

25
cinco palabras: “él”, “invita”, “huéspedes”, “a”, “cenar”. Pero en la lengua nutka 8 , por
ejemplo, en la oración que expresa exactamente la misma idea no se emplea ni una sola de
dichas palabras. Y si la correspondiente oración se traduce literalmente al ruso, resultará
aproximadamente lo que sigue: var - (carácter acabado de la acción) -ed.iaschie-k-nim.id-et
(en español: “los-comientes-a-ellos-va”). O dicho de otro modo, ahí donde un ruso o un
inglés sobreentienden “él” dirigiéndose a los “huéspedes” y hablando de la cena, un indio
nutka se refiere a personas que comen algo hervido, a un movimiento hacia estas personas y,
finalmente, a que tal movimiento lo efectúa alguien en tercera persona del singular. Por otra
parte, en la lengua nutka no tendremos cinco palabras, sino una sola, aunque compuesta, por
el estilo de la palabra rusa “perekatipolie” (literalmente: “ruedacampo”, cardo corredor o
estelado).
Basándose en hechos de esta naturaleza, Whorf llegó a la conclusión de que
“descomponemos la naturaleza en el sentido que nos sugiere nuestra lengua vernácula. Si
delimitamos tales o cuales categorías y tipos en el mundo de los fenómenos no es porque
aquéllos (las categoría y los tipos) sean evidentes por sí mismos; al contrario, el mundo se
nos presenta como un caleidoscópico torrente de impresiones que ha de ser organizado por
nuestra conciencia, lo cual significa, en lo fundamental, organizado por el sistema lingüístico
que se conserva en nuestra conciencia. Descomponemos el mundo, lo organizamos en
conceptos y distribuimos los significados de una manera determinada y no de otra manera
sobre todo porque somos copartícipes del acuerdo que prescribe semejante sistematización.
Dicho acuerdo es válido para una determinada colectividad idiomática”.
Si Whorf se detuviera aquí, el mal sería pequeño. De cuanto hemos relatado se
desprende, evidentemente, que no le falta toda la razón a condición, claro está, de que no
hablemos de la colectividad, sino de cada uno de los individuos parlantes. Pero por desgracia
Whorf fue más allá. Suponía que esa “descomposición” de la realidad por medio del lenguaje
determina las vías y los procedimientos del conocimiento de esta última. Es más, afirmaba
que la “descomposición” indicada influye también sobre las particularidades de la actividad
del hombre que habla en la lengua dada. Y formuló su pensamiento diciendo: “En tal o cual
situación, los hombres se conducen en consonancia con su manera de hablar de ella”.
¿En qué no tiene razón? Recordemos lo que hemos dicho más arriba acerca del
desarrollo de los conceptos en el niño. Whorf tendría razón si todas las personas fueran niños
de poca edad, si siempre “creyeran bajo palabra” al lenguaje, y en su actividad –incluida la
del conocer- no se guiaran por la experiencia colectiva que en la conciencia de cada
individuo va ligada a la palabra, a una “etiquetita”, sino únicamente por la “etiquetita”. En
realidad, sin embargo, las cosas suceden de otro modo. ¿Hay algo de común entre la “ruchka”
(manita) de un bebé, la “ruchka” (mango) de una pluma y la “ruchka” (puño) de una pueda?
Si lo hay, es sólo para el niño, para quien la semejanza fónica de las palabras pesa más que la
diferencia de sus significados. En cambio nosotros, en nuestra habla corriente, al emplear
cada una de las tres palabras citadas, nos olvidamos por completo de que existen dos más que
suenan del mismo modo; para nosotros, la identidad formal –lingüística- de las tres "ruchka"
no existen en su contenido conceptual. Decimos: “el sol se levanta”, “el sol se pone”. Pero
pensamos algo totalmente distinto: que la Tierra gira alrededor de su eje a la vez que se
mueve por su órbita elíptica alrededor del Sol. Únicamente para el niño o para el hombre

8
Nutka: nombre genérico de varias pequeñas tribus de indios de América del Norte. (N. del T.).

26
poco instruido, el sol no se “levanta” sólo en el hablar sino, además, en el pensar.
En cuanto a las diferencias de estructura de la oración, nadie se da cuenta de ellas
excepción hecha de los especialistas en estudios lingüísticos. Cuando decimos u oímos la
frase relativa a la invitación de los huéspedes, no nos representamos por separado, de ningún
modo, “él”, “huésped” y “cenar”. Tampoco es probable que el indio nutka se represente el
“caldo” ni, por separado, el movimiento hacia las personas que lo toman. En este punto
Whorf comete un error muy frecuente: olvida que no todo cuanto existe en el lenguaje y de lo
cual puede tornarse conciencia se toma efectivamente conciencia en el proceso del hablar. Es
más, cuando convertimos nuestra habla en un objeto de atención, forzosamente hacemos
abstracción de la idea que acabamos de formular, por así decido empezamos a disecar
anatómicamente el habla, luego de darle muerte. En cambio, si pensamos valiéndonos del
lenguaje, ya no nos resulta posible tener plena conciencia de cada uno de los elementos del
habla.
Por consiguiente, no es posible tomar un diccionario y una gramática de una lengua
desconocida y, valiéndonos de ellos, juzgar acerca de cómo piensan las personas que hablan
en tal idioma. En el mejor de los casos, podremos enterarnos de, cómo pensaban en cierto
tiempo pasado, cuando en la lengua apareció tal o cual palabra o forma gramatical, se
estableció tal o cual expresión. Por ejemplo, en muchas lenguas del mundo –en África y
dentro de la Unión Soviética en el Cáucaso- todos los nombres sustantivos se dividen en
diversas clases. En la lengua suaheli, pertenecen a una clase, por ejemplo, las palabras que
designan personas; a otra clase, los nombres de árboles; a una tercera, los nombres de los
líquidos, y así sucesivamente, los nombres de los objetos pares, de los instrumentos de
trabajo, de los animales, etc. Resulta interesante, dicho sea de paso, que la palabra “esclavo”
no se incluya en la clase de las personas, sino de las cosas. Pues bien, el que se dividan todos
los sustantivos en clases no significa ni mucho menos que en la mente del negro de la tribu
suaheli todos los objetos se clasifiquen en grupos ni que vea éste al esclavo como si fuera una
cosa. Así ocurría muchos siglos atrás, pero ese estado de cosas ahora sólo se conserva por
tradición en la lengua suaheli, y cuando en la oración se emplea un sustantivo como
“esclavo”, su concordancia con el verbo y el adjetivo suele coincidir con la concordancia que
con uno y otro tienen las palabras que designan personas, o sea, los sustantivos de la primera
clase. Verdad es que se produce una pequeña contradicción gramatical –como la que en ruso
se da en “vrach skazala”9-, pero esto no turba al suaheli: ¡ya sabemos que cuando habla no
tiene conciencia de su lenguaje!
Además, ¿qué importa que tal o cual idea o concepto se exprese en el lenguaje de una
u otra manera si el uso de la expresión resulta cómodo? Lo que sí importa es que todos los
conceptos indispensables en la vida del pueblo dado, todos las datos necesarios que integran
el tesoro de la experiencia colectiva estén fijados en la lengua o puedan fijarse en cualquier
momento. En esto consiste, precisamente, la función del lenguaje como medio de fijar los re-
sultados del pensamiento, del conocimiento y de la actividad humanas. Ahora bien, no hay
que confundir los resultados del pensamiento con el proceso del pensamiento, los resultados
del conocimiento con el proceso del conocimiento. El lingüista ruso A. A. Potebniá 10, en uno

9
“Vrach skazala”: “vrach” significa médico y 'es palabra masculina, como en español; “skazala” es la forma
femenina, del verbo skazat (decir) en el pasado. (N. del T.).
10
Alexandr Afanásievich Potebniá (1835-1891), eximio filólogo ruso. (N. del T.).

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de sus libros comparaba las palabras “con las huellas que los pies dejan en la arena; las
huellas nos permiten seguir una pista, mas esto no significa que en ellas se halle contenido el
pie mismo; en la palabra no está contenido el pensamiento mismo, sino la huella del
pensamiento”.
El principal error de Wharf estriba en otra cosa. Lo que él dice acerca de la influencia
del lenguaje sobre el modo de “descomponer el mundo” es cierto para cada sujeto del
lenguaje por separado, como individuo. Desde luego, el joven isleño de Oceanía se entera de
que existen cien especies de banano gracias al lenguaje; pero si los habitantes de Oceanía
distinguen esas cien especies, ¡no es parque en su idioma existan cien palabras para designar,
el banano! A la inversa, poseen las cien palabras aludidas porque en su vida y en su actividad
práctica la distinción de las cien especies de banano desempeña un papel esencial. Por otra
parte, al negro de una apartada aldehuela del África Oriental nada le importa en qué se
diferencian entre sí una locomotora y un coche, que en su vida ha visto. Aún no ha observado
nunca nadie que los esquimales, por ejemplo, distinguieran las variedades de los frutos
meridionales ni que los beduinos del Sáhara diferenciaran en detalle los matices de color de
los renos. No es el lenguaje lo que determina la “descomposición” del mundo, sino la
práctica social del pueblo dado. En el lenguaje la “descomposición” se refleja únicamente
(¡y no de modo obligatorio!). Por consiguiente, Whorf lo puso todo al revés. Sería más
acertado formular su pensamiento de manera completamente distinta: “Los hombres hablan
en consonancia con su manera de comportarse en tal o cual situación”.

28

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