Está en la página 1de 4

CULTURA

AVANCE Consulta la portada de EL PAÍS, Edición América, del miércoles 19 de junio »

TRIBUNA:EN LOS 80 AÑOS DEL NOBEL DE LITERATURA

Canetti, en la penumbra
26 JUL 1985

Elías Canetti, escritor en lengua alemana, premio Nobel de Literatura, nacido en Bulgaria en
el seno de una familia judía de origen español, cumplió ayer 80 años. En este artículo, su
MARIO MUNCHNIK
editor español cuenta su encuentro con este personaje de vida casi secreta.

Alguien escribió en alguna parte que editar, cuando se edita por motivos culturales más que comerciales, es
constituir una biblioteca personal. La vieja discusión sobre qué libros llevarse a la isla desierta, esa isla lejana y
aislada en la que transcurrir el resto de los días mientras el mundo se viene abajo, admite una respuesta similar.
Uno ha de llevarse su biblioteca personal. Pero en ambos casos se cae en la petición de principios, pues subsiste el
problema de decidir cuál es la biblioteca personal que uno mismo escogería entre las infinitas bibliotecas posibles,
cuya totalidad es esa infinita biblioteca de Babel imaginada por Borges. Sobrevivir en una isla desierta, como editar
por razones culturales más que comerciales, requiere una gran dosis de confianza y un mínimo de habilidad para
rodearse de elementos que ayuden a vivir. La biblioteca personal de un editor cultural más que comercial contiene
un poco de todo, desde luego, pero en ella figuran algunos libros que no sólo instruyen y proporcionan el placer
sensual de la lectura, sino que ayudan a vivir.Uno de esos libros de mi biblioteca personal es Masa y poder. Esta
obra, con la que di por razones fortuitas y gracias a un amigo americano que tuvo la buena idea de aconsejármela
hace ya 15 años, me ayudé a vivir, y sigue ayudándome, por vías poco ortodoxas. En el mejor sentido de la palabra,
me ayudó a envejecer (en cuanto envejecer significa ir ensanchando el enfoque personal, abarcar cada vez más
mediante un sabio distanciamiento de los árboles que puedan ocultar el bosque). Probablemente este movimiento
hacia atrás, o hacia arriba, tenga un vínculo íntimo con la acción de conocer, en cuyo Zaso se podría decir que
envejecer, en el mejor sentido de la palabra, es conocer.

Otro modo de encarar el proceso sería el de tratar de comprender la esencia del informarse y del formarse, y
zanjar claramente la diferencia entre la adquisición de información y la acción de darse forma, como diferencia
entre juventud y vejez. Este ángulo tiene la paradójica ventaja de adjudicar al envejecimiento una de las cualidades
que por antonomasia se le adjudica a la etapa más joven del ser pensante: la capacidad de formarse. Visto así, el
Ebro en cuestión tiene la milagrosa virtud de rejuvenecer el espíritu.

Pero el hecho fortuito por el que llegué a este tomo tuvo secuelas. El mismo amigo americano que me lo proveyó,
me dio a leer, acto seguido Auto de fe. La diabólica técnica narrativa que se revela en la primera página, por la que
mediante un diálogo entre un adulto y un niño se escudriña no ya la psique del protagonista, sino su anatomía
espiritual no es sino la expresión de un genio literario. Lo importante para un editor cultural más que comercial
como para quien ha de sobrevivir en una isla desierta, viene luego, cuando esa despiadada mirada indiscreta en las
vísceras espirituales del protagonista resulta ser mucho más: algo como un minucioso mapa de un rasgo propio
no ya del protagonista, sino de una determinada especie de ser humano. A partir de esas dos obras, mi suerte
estuvo echada. Y cuando puse en marcha mi propia editorial, lo primero fue pedir os derechos de los libros de
Canetti para la lengua castellana inexplicablemente disponibles en 1973.

Con la concesión de estos derechos Regó a mis manos El otro proceso de Kafka. En este caso, el proceso
cognoscitivo era inverso. En lugar de escudriñar las vísceras espirituales de un personaje y llegar a cartografiar un
rasgo propio de un segmento de la especie humana, la pesquisa se autoacotaba limitándose a cristalizar, poco a
poco y a partir de los elementos escasos de un epistolario, la diamantina representación del creador Eterario más
asombroso de nuestro siglo. Luego fue La lengua absuelta y, después del Nobel, La antorcha al oído, las dos
primeras entregas de unas confesiones que me dejaron atónito. Mi reacción primera fue de pudor, como la que el
mismo Canetti sintió ante las cartas a Felice. Del pudor, y no sin hacer acopio de valentía, pasé a la experiencia de
una insólita impotencia ante una ferocidad singular (singular por su aspecto ostensiblemente seductor). Pintar la
propia infancia, la propia adolescencia, y hacerlo a la vez con la filosa frialdad del cirujano y la roma aprensión del
paciente, no me pareció fácil ni frecuente. Había en ello, o por encima de ello una preocupación por curar que se da
en ciertos médicos en los que se deduce, se adivina, se concibe una intensa carga de ternura.

Y ahora es El juego de ojos, nuevamente con la ferocidad introspectiva de la confesión. Se me ha preguntado por
qué no he editado yo los otros libros de Canetti (los ensayos, La provincia del hombre, Las voces de Marrakesh).
Eso es sólo con secuencia del reducido tamaño de mi editorial y la imposibilidad de jugarlo todo a un solo autor. He
editado todo lo que he podido, de 1976 a 1981, antes de que a Canetti se le prenúara en Estocolmo, sin grandes
resultados comerciales. Mi deseo hubiera sido que algún otro editor preferiblemente más grande que yo se
animara a editar algún Ebro de Canetti, con lo que posiblemente mis propias ediciones habrían con seguido cifras
de venta menos bochornosas, arrastradas por la publicidad que, me decía a mí mismo, mi competidor hubiera
hecho y que a mí, por razones financieras, me estaba vedada. No tuve esa suerte. Tuve, es verdad, un dulce
desquite el 15 de octubre de 1981, cuando se falló el Nobel. Y ahora sí, sin vacilar, editaré en castellano, si no
desfallezco, todo lo que Elías Canetti edite en su alemán.

Traducir a Canetti

Traducir a Canetti, ya se sabe, es extremadamente difícil. Sus traductores dan fe de ello, y no debe extrañar que en
lenguas tan difundidas como el francés no se le haya hecho siempre justicia. Desde mi ángulo editorial, sólo puedo
decir que he pasado largas e inolvidables semanas ante una frase de la que no estaba del todo convencido,
cotejando ediciones en varias lenguas y diccionarios de vario tipo, ensayando giros y variantes, conversando
largamente por teléfono con el traductor, que terminaba a veces por remitir el problema al propio autor. Estoy
seguro de que mis ediciones son el resultado de haber hecho todo lo que había por hacer, si bien estoy menos
seguro de que el resultado sea uniformemente satisfactorio.

Un editor de Canetti, si encuentra la aprobación de Canetti, tiene buenos motivos para considerarse justificado en
sus desvelos. La recompensa, aunque se hizo esperar, llegó cuando, de manera del todo inesperada, Canetti
obtuvo el Nobel. Fue entonces que los largos años de inversión, de trabajo y de espera fueron premiados con la
extraordinaria posibilidad de conocer personalmente al autor.

Fue en Estocohno, en diciembre de 1981, y el encuentro tuvo lugar al pie de la suntuosa escalera del Grand Hotel.
Con paso rápido, un grueso abrigo y un gorro de astracán gris, Canetti descendía evidentemente para salir a la
calle. Lo detuve y me presenté. Más bien bajo, de ojos pequeños y mirada penetrante, con gestos secos y
enérgicos me dio la mano diciéndome que lamentaba no poder conversar ahí mismo conmigo, pues lo esperaban.
Le presenté a nú mujer y se quitó el gorro de astracán. Su cabello sutil, lacio y blanquísimo literalmente irrumpió en
el vestíbulo del hotel como una Bamarada de hielo. Nos dimos cita en su habitación para el día siguiente.

Sentados a uno y otro lado de una pequeña mesa, conversamos casi una hora. Le mostré mis últimas ediciones de
su obra y, mientras conversábamos, sucedió algo que hasta hoy me sorprende: a medida que íbamos cambiando
de tema, Canetti cogía tal o cual libro y me lo dedicaba; y las dedicatorias, que releo hoy con un narcisismo que no
quiero disimular, correspondieron, una a una, no ya al libro en cuestión, sino al tema de nuestra conversación en
ese momento. Y como si este hecho curioso no bastase, el orden en que iba dedicándomelos coincidía
exactamente con el de su aparición.

De pronto, en medio de la conversación, le oí echar pestes de una traducción de La lengua absuelta. "En la primera
página, mire usted, en la primera página, ponen Karlsruhe, en lugar de KarIsbad. ¿Qué tiene que ver Karlsruhe,
dígarne usted, con Karlsbad? ¡Bad, bad, aguas, tiene que ver con aguas, y esta gente me pone Karlsruhe!". Un
sudor frío me corrió por el espinazo, pues no recordaba si en mi propia edición decía lo uno o lo otro. Con cierto
disimulo cogí el ejemplar de mi edición que había sobre la mesa, pero Canetti no me dio tiempo a mirar. Sonriendo,
me quitó el libro de las manos, dijo que estaba muy bien y me lo dedicó. El lector de estas líneas ha de imaginar no
ya mi alivio, sino mi asombro ante la detenida atención con que el autor había examinado cada edición extranjera
de sus libros.

Asediado por la Prensa internacional, refugiándose en su casa de Zúrich, donde vivió largas semanas atrincherado
con su esposa y su hijita de nueve años, no fue sencillo conseguir, un par de meses más tarde, que me recibiera.
Muy susceptible a la eventualidad de que nuestra conversación se tradujera en una entrevista -que no concedió a
ningún periodista del mundo-, cuando por fin estuvimos a solas a uno y otro lado de su desnuda mesa de trabajo,
sus cabellos blancos y su mirada penetrante me desarmaron y no supe cómo empezar una conversación que, una
vez comenzada, duró cinco horas. Canetti no quiere entrevistas, y no contaré hoy nuestro diálogo. Sólo diré que
en enero en Suiza a las cinco de la tarde ya es de noche; que enfrascados en la charla no encendimos ninguna luz;
que por la ventana entraba apenas la oscuridad violeta del cielo invernal, y se veían iluminadas algunas ventanas en
los que la humanidad preparaba cenas, miraba o dormía ante la televisión, estudiaba o dialogaba o no dialogaba; y
que, impertérritos, sin vemos las caras, Canetti y yo viajábamos muy lejos de allí, auténticas máscaras acústicas
comunicándose por el timbre de voz y los silencios. Quizá, por encima de todo éxito editorial, ese momento, ese
singular instante lúcido en la penumbra, sea mi premio Nobel personal, que acepté gustoso y que atesoraré para
siempre.

Mario Muchnik es editor de Canetti en castellano.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 26 de julio de 1985

ARCHIVADO EN:

Traducción · Lenguas occidentales · Elias Canetti · Opinión · Traducciones · Novela · Lingüística · Idiomas · Narrativa · Lengua
· Literatura · Cultura

NE W S L E T T E R
Recibe la mejor información en tu
bandeja de entrada

CONTENIDO PATROCINADO

Hombres: No Necesitan La Píldora 10 alimentos o ingredientes que Experta en lingüística explica como
Azul Si Hacen Esto Una Vez Al Día deberías comer lo menos posible hablar inglés con solo 15 min de
estudio al día

(TESTOULTRA) (YUMBLA MX) (BABBEL)

Y ADEMÁS...
Hackearon el Instagram de Kinsey Mesoterapia capilar, la clave del También se casó Iago Aspas
Wolasnki, la espontánea de la final de pelazo de Georgina Rodríguez
la Champions

(EPIK) (DEPORTE Y VIDA) (TIKITAKAS)

© EDICIONES EL PAÍS S.L.


Contacto Venta de contenidos Publicidad Aviso legal Política cookies Mapa EL PAÍS en KIOSKOyMÁS Índice RSS

También podría gustarte