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Basura para Unos, Tesoro para Otros Eugenia Almeida
Basura para Unos, Tesoro para Otros Eugenia Almeida
Cuando no había suerte, cuando no había amigos a la vista, la cosa se volvía más
complicada. Pero me las arreglaba. Adquirí una habilidad bastante inusual. Al
paso, sin detenerme, cuando estaba al lado de una mesa en la vereda en la que
alguien acababa de levantarse para irse, con un gesto velocísimo era capaz de
levantar –sin que nadie lo viera– los bordes de las porciones de pizza que habían
quedado en el plato. ¿Por qué la gente dejaba eso? ¿Por qué no los comía? Para
mí, siempre fue un misterio y, en esos días, un misterio que agradecía.
Fue entonces cuando empecé a preguntarme cómo lo que alguien desecha puede
convertirse en lo que otro desea. Cómo las cosas pueden ser tan extrañas. Nunca
volví a ver la basura del mismo modo. En esas noches, las bolsas que había
en
la calle se convirtieron en la materialización de las paradojas. Después la vida
mejoró. Pero la mirada ya había cambiado.
Peatones
En 1994, viví un tiempo en el extranjero. Suiza. Un país rarísimo, donde el orden
puede llevarte a la locura. Digo “un país”, pero quizá sea una exageración. Sólo
conocí una pequeña ciudad del sur. Hice amigos que me fueron contando cómo
era la vida ahí. Yo miraba todo con ojos de extranjera. Preguntando, preguntando,
volviendo a preguntar.
Una tarde, mi amigo Luca me avisó que en unos días sería la jornada para la
basura especial y que eso era algo que yo tenía que ver. Comíamos bien. Pasta,
arroz, pan. Pero en cantidad suficiente. No pasábamos hambre. Lo que Luca me
invitaba a ver era otra cosa. Algo que yo no había imaginado.
Se llamaba basura “ ingombranti ” y era aquello que no podía sacarse todos los
días. Luca me dijo que saldríamos a la noche, pero no muy tarde, antes de que
pasaran los camiones que se llevarían lo que la gente había tirado.
Ahora caminábamos solos por las calles vacías y yo me acordé de “El peatón”, un
viejo cuento de Ray Bradbury. El relato narra la historia de Leonard Mead, un
hombre que por las noches camina solo en una ciudad en la que todos están en
su casa mirando televisión. Es 2052.
“La calle era silenciosa y larga y desierta, y sólo su sombra se movía, como la
sombra de un halcón en el campo. Si cerraba los ojos y se quedaba muy quieto,
inmóvil, podía imaginarse en el centro de una llanura, un desierto de Arizona,
invernal y sin vientos, sin ninguna casa en mil kilómetros a la redonda, sin otra
compañía que los cauces secos de los ríos, las calles”. Eso dice Bradbury.
Y así me sentía yo. Salvo que no estaba sola: a mi lado caminaba Luca que, como
siempre, venía haciendo chistes. Le hablé del cuento. Él no lo conocía. La historia
después se complica: a Mead lo detiene un coche de policía. El precio que paga
por ser el único en salir a caminar en lugar de estar viendo televisión en su casa
es ser encerrado en el “Centro Psiquiátrico de Investigación de Tendencias
Regresivas”.
–Pero nosotros no somos los únicos –dijo Luca, señalando una sombra que
cruzaba la calle unas cuadras más adelante. Y ahí vi a muchos otros que, como
nosotros, caminaban en silencio, zapatillas blandas, recorriendo las calles y
deteniéndose en las esquinas.
Me quedé inmóvil frente a una caja de cartón. Una colección perfecta de discos de
música clásica. Me senté en la vereda a verlos uno por uno. No podía creer que
alguien se hubiera desecho de ese tesoro. Como si fuera el país de las maravillas,
recorrí esas cuadras buscando un tocadiscos que no encontré.
A medida que caminábamos, Luca me dijo
que la mayoría de los que estaban
recorriendo
las calles eran inmigrantes. Que incluso a
veces la gente venía
desde Italia a buscar algo, pero que era complicado atravesar el control en la
frontera.
No vi una sola cosa rota. O sucia. Yo solía comprar ropa y libros en Cáritas. Un
salón donde la organización vendía aquello que la gente donaba. Nunca había
visto ropa usada en tan buen estado. Si ese local no hubiera existido, me hubiera
tocado un invierno muy duro. El hecho de que la gente donara lo que ya no usaba
me parecía bastante lógico. Pero la basura “ ingombranti ” me dejaba perpleja.
Una vez al mes, la gente sacaba lo que le “sobraba”. Seguramente porque habían
comprado cosas más nuevas.
Una amiga me contó que en una famosa cadena de comida rápida se toman
recaudos especiales para que la gente no abra las bolsas y coma lo que ellos han
desechado bajo la premisa de “comida siempre fresca”. No lo entendí entonces,
no lo entiendo hoy.
Verdulería
Cuando volví a Córdoba, viví un tiempo con unas amigas y después alquilé un
departamento para mí sola. El trabajo alcanzaba exactamente para el alquiler y la
comida. Nada más. No me preocupaba, porque había ganado una beca que
cubría mis apuntes en la facultad y tenía una hermosa bicicleta que me llevaba y
me traía a todos lados.
Cuando el contrato de alquiler iba por el tercer o cuarto mes, el trabajo decayó y el
dinero dejó de alcanzar. Tenía que vigilar muy bien el gasto de comida. Los
amigos venían de visita con criollos y facturas en una cantidad sospechosamente
desmesurada. Alguien insistía en que “probara una nueva yerba” y me traía dos o
tres kilos “para ver si me gustaba”.
En una verdulería del barrio, tenían un cajón especial donde dejaban la verdura
que no estaba muy buena. En realidad, estaba pasada. Pero no era nada que no
pudiera solucionarse con la ayuda del horno o la sartén. Había que ir a una hora
determinada, porque éramos muchos los que apuntábamos directamente a ese
rincón, donde lo que se vendía era mucho más barato.
Supongo que el chico que atendía la verdulería entendió lo que pasaba y tuvo la
silenciosa y solidaria gentileza de separarme, cada tarde, algo de ese cajón. Por
las mañanas, me ofrecía un bolsa surtida con cosas que estaban bastante bien.
Sospeché que esa bolsa había sido preparada especialmente para mí. Un día me
contó que le decía a su patrón que era para llevárselo a su casa y que lo pagaba
él, de su bolsillo, cada noche. Se llamaba Carlos y era unos años más joven que
yo. Siempre me acuerdo de él. Esa verdulería ya no existe.
Ricota y galletas de limón
Otra vez, la cosa mejoró. Hasta que 2000 trajo la falta de trabajo y la preocupación
por conseguir el dinero indispensable para el alquiler.
Recuerdo haber comprado baratísima una horma de ricota creyendo que era
queso. Recuerdo haber comido ricota (fundida, asada, tostada, aplastada, molida,
con sal, con miel, con pan) durante dos eternas semanas. Recuerdo haberme
jurado no volver a probar ricota en mi vida.
Los empleados se ocupaban de hacer llegar esas bolsas a gente que las
necesitara. Era algo irregular, pero fue un gesto que sostuvo a varias familias.
Recibí dos o tres veces algunas bolsas con latas –a las que había que investigar
bastante y abrirlas con un oído entrenado–, fideos convertidos en polvo e
innumerables paquetes de galletas. Y ese fue el menú durante un tiempo.