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Y así pasaron varios días, hasta que una tarde, a la hora del rezo habitual, cuando el
corredor estaba repleto de la gente de la hacienda, el pongo le dijo a su patrón: "Gran
señor, dame tu licencia; padrecito mío, quiero hablarte". El patrón, asombrado de que el
hombrecito se atreviera a dirigirle la palabra, le dio permiso, curioso por saber qué cosas
diría. Entonces el pongo empezó a contarle al patrón lo que había soñado la noche
anterior: ambos habían muerto y se encontraron desnudos ante los ojos de San Francisco,
quien examinó los corazones de los dos. Luego, el santo ordenó que viniera
un ángel mayor acompañado de otro menor que trajera una copa de oro llena de miel. El
ángel mayor, levantando la copa, derramó la miel en el cuerpo del hacendado y lo enlució
con ella desde la cabeza hasta los pies. Cuando le tocó su turno al pongo, San Francisco
ordenó a un ángel viejo: "Oye viejo. Embadurna el cuerpo de este hombrecito con el
excremento que hay en esa lata que has traído: todo el cuerpo, de cualquier manera,
cúbrelo como puedas, ¡Rápido!" Entonces, el ángel viejo, sacando el excremento de la
lata, lo embadurnó en todo el cuerpo del pongo, de manera tosca.
Hasta allí parecía que esa era la justa retribución de ambos y así creyó entender el
hacendado, que escuchaba atento tal relato. Sin embargo, el pongo advirtió rápidamente
que allí no terminaba la historia, sino que San Francisco, luego de mirar fijamente a
ambos, ordenó que se lamieran el uno al otro, en forma lenta y por mucho tiempo. El viejo
ángel rejuveneció y quedó vigilando para que la voluntad de San Francisco se cumpliera.