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ISBN: 950-557-621-8
Impreso en Argentina – Printed in Argentina
Hecho el depósito que previene la ley 11.723
A la memoria
de Ana María García Raggio
y Enrique Tandeter, dos grandes personas
que tuve la dicha de conocer
y que tienen mucho que ver con las ideas
de este libro.
Introducción
Guillermo O’Donnell,
El camino hacia
la representación política
El mundo clásico
por bellas dotes naturales que tenga este hombre no puede por menos
degradarse al evitar los lugares frecuentados de la ciudad y las plazas
públicas, donde los hombres, según el poeta, adquieren la celebridad.
Descuidas, Sócrates, lo que debería ser tu principal ocupación.
Hegel
2
A causa de esto, en algunas de las naciones más ‘‘modernas”, los dirigentes al asumir sus cargos juran por
Dios, y su santo nombre sigue impreso en las constituciones.
paradójicas, especialmente cuando sostiene que los hombres pueden llegar a
deber ser “obligados a ser libres”.
Entonces, ¿aceptó la teoría política moderna que no puede haber un
principio único sobre el cual fundar el orden social, más allá de los sutiles
mecanismos del mercado y de la obligación política, por fuera de la voluntad de
poder? Muy por el contrario, lo que hizo la modernidad política fue buscar otro
camino.
Hobbes y la metáfora
representativa
3
Hanna Pitkin no deja de asombrarse de este olvido: generalmente no se contempla a Hobbes como un teórico
de la representación, y son “muy pocos los análisis clásicos de su pensamiento que reconocen que mencione
ni tan siquiera la palabra”
barroco se basó en la vida como teatro y en la representación de la
representación. El soberano, tal como el actor de una representación teatral, será
aquel que asuma cumplir con un libreto que le es otorgado por los súbditos. Dice
Hobbes: “la persona es el actor y quien es dueño de sus palabras y acciones es el
autor”. Los autores del guión, a su vez, van a asumir todas las acciones del actor
conforme a la manera como dicho autor interpreta el libreto. Es el soberano, en
tanto intérprete de los actores, quien le otorga un sentido último a las palabras del
mandato: Auctoritas non veritas facit legem.
La salida del estado de naturaleza requiere, en la construcción hobbesiana,
que todos acepten autolimitarse de acuerdo con lo planteado por la segunda ley
de la naturaleza: aceptar renunciar a determinadas cosas con el fin de buscar la
paz, si los demás también lo hacen. Pero esto sólo tiene sentido en la medida en
que exista un individuo que no se autolimite, que no tire la espada y no pacte: ese
uno es el soberano. Al no pactar; el soberano no está sujeto a las limitaciones de
los otros y puede situarse por encima de ellos, quienes tampoco pueden reclamar
o invocar ninguna ruptura del pacto por parte del soberano.
Ahora bien, ¿por qué los individuos aceptarán pactar si hay uno que queda
fuera del contrato y puede potencialmente dañarlos? Éste es el “pequeño”
inconveniente que busca solucionar Hobbes con la metáfora representativa,
aduciendo que el soberano simplemente representará el libreto “escrito” por los
súbditos. El libreto no es más que las leyes naturales positivizadas por la creación
del cuerpo político, y al ser firmado, los súbditos pasan a ser actores
representados.
Es posible pensar que, con la introducción de la teoría de la representación,
el teórico inglés contrabalancea el poder absoluto que su obra le asigna al
soberano, y abre un sendero hacia la responsabilidad del gobernante para con los
gobernados. Si alguien acepta representar un libreto quiere decir, por lo menos en
cierta medida, que se compromete a seguirlo.
Pero ésta no es la única novedad de la época, ya que el problema del poder
absoluto presenta una interesante construcción teórica, corno veremos. El acto de
constitución de la representación política debe dar lugar a una entidad, que es una
y universal a la vez: el Estado. Esta idea va en gran parte en contra de la filosofía
materialista hobbesiana, en la cual los universales no son reales, sino la
herramienta para facilitar la comunicación humana (por ejemplo, lo rojo no existe,
es sólo una forma de denominar a las cosas rojas). El Estado es una entidad
universal arbitraria, no natural, garantizada por los autores.
La teoría de la representación creada por Hobbes se transformó en la clave
del edificio político moderno al proporcionar una justificación para la obligación
política independiente de la voluntad divina. Tal es así, que actualmente la enorme
mayoría de los Estados se presentan a sí mismos como “gobiernos
representativos”, aunque difícilmente tengan claro qué entienden por dicho
adjetivo.
¿Significa esto que la teoría política moderna pudo establecer sobre bases
“objetivas, no metafísicas”, el fundamento de la obligación política? La respuesta a
esta pregunta es un no rotundo. Toda la construcción justificadora producida por el
metarrelato representativo se apoya en una idea carente de sustento empírico,
como es la de sostener que alguien puede “estar en el lugar del otro” sin estarlo.
Por más que esto desespere a las distintas variantes de teóricos positivistas que
sólo conciben a la empiria como legitimadora de verdades, debe reconocerse que
toda construcción teórica se apoya en supuestos metafísicos. No por el hecho de
aparecer como casi mágicos son menos reales, en el sentido de lo que José Nun
llama “ficción organizacional que funciona”, o sea, “que produce efectos reales
considerables en el mantenimiento de las reglas y las prácticas del juego político
en donde opera”4.
4
Señala Nun: “Dicho de otra maneta, en esos lugares la democracia representativa es una fórmula política
cuya verosimilitud ha sido establecida y tiene consecuencia notorias. […] Aristóteles no hubiera encontrado
demasiados motivos para asombrarse; en política, enseñaba, vale siempre más un verosímil imposible que un
inverosímil posible”.
representación de un individuo para defenderlo frente a un tribunal, por ejemplo.
Como señala Hanna Pitkin, en el mundo romano este concepto “nada tenía que
ver con gente que representara a otra gente o al Estado romano’’, restringiéndose
al espacio privado, no político.
También existe la idea de representación como semejanza, que es llamada
por el politólogo Giovanni Sartori “representación sociológica”. De esta forma, lo
que se expresa es una relación de similitud (en algún aspecto) entre el
representante y el representado. Éste es el concepto que se utiliza cuando en la
socioestadística se dice que una muestra es representativa del universo en
observación.
Una tercera noción, que podemos llamar “iconoclasta”, la define como la
relación que se da cuando un emblema o un objeto es descripto como
representando una entidad grande o abstracta de una manera simbólica, La difusa
relación que une a una bandera con un país o la que vincula a determinada
personalidad famosa con un grupo de individuos son buenos ejemplos de esta
forma de representar.
Por último, existe una cuarta forma de comprender el significado de la
representación, señalada por Sartori. Ella se refiere a los términos de la
responsabilidad de los representantes de “responder” a sus representados, y es
para el politólogo italiano la transformación obligada de la representación política
cuando los órganos representativos (los parlamentos) se vuelven soberanos. 5
En realidad, reducir la representación a un solo significado implica una
simplificación riesgosa. Por el contrario, el concepto mismo existe, de manera
permanente, a todos los significados mencionados. Así, cada uno (gobernante,
ciudadano, teórico, etcétera) puede encontrar en él lo que va a buscar,
privilegiando uno de los contenidos posibles por sobre los otros, incluso más allá
de los ordenamientos institucionales de cada época y lugar.
Cuando Bernard Manin señala que uno de los “principios fundamentales del
gobierno representativo”, que se ha mantenido desde fines del siglo XVIII hasta la
actualidad, es la prohibición expresa del mandato imperativo, se olvida de que la
ficción de la “promesa vinculante” jugó un rol central a la hora de legitimar
cualquier elección representativa y, por lo tanto, al momento de fundar la
obligación política. Es decir que, si bien el mandato imperativo en términos
institucionales no ha existido nunca, en tanto promesa ocupó y ocupa un lugar
5
Para este autor, son motivos técnicos objetivos los que llevan a transformar el concepto. La organización
representativa surge por fuera del gobierno y su función radica en trasladarle a éste los deseos de las personas
o sectores que representa. Cuando los parlamentos se transforman en órganos de gobierno para realizar su
nueva tarea deben autonomizarse de la ciudadanía a la que “representan”. Esto, siempre según Sartori, lo
obtienen mediante la prohibición del mandato imperativo y la fictio de “representación de la nación toda” y no
de alguna de sus partes componentes.
central en el imaginario político. Así, se ha hablado y se habla de que alguien
cumplió o traicionó su mandato y muchas veces se evalúa a los gobernantes en
este sentido. La representación será siempre un concepto multívoco y, por lo
tanto, problemático y cambiante, irreducible a un solo significado.
Asimismo, es bueno tomar conciencia de que en la realidad política, el
representante no es posterior al grupo, sino que la representación es a la vez acto
originario del representante y del grupo representado. Es un “acto de magia”,
corno lo expresa el sociólogo Pierre Bourdieu, que permite hacer existir lo que no
era más que una colección de individuos yuxtapuestos. Esto ya lo sabía Hobbes,
para quien los representantes y los sujetos por ellos representados son creados al
unísono, en el miso acto del pacto.
En este sentido, en política, los observadores y lo que éstos observan se
construyen recíprocamente. “Los desarrollos políticos son entidades ambiguas que
significan lo que los observadores interesados construyen y los roles y
autoconceptos de los observadores mismos son también construcciones creadas,
por lo menos en parte, por sus observaciones interpretadas”, señala Murray
Edelman. Así, la representación —como todo concepto político— será un
significante que contendrá a la vez toda una gama de significados recíprocos,
múltiples y cambiantes.
La representación es el acto por el cual un grupo se constituye al dotarse
del conjunto de elementos que lo convierten en un colectivo: un nombre, una
permanencia, miembros estables, símbolos, entre otras cosas. El representante se
encontrará así en una relación de metonimia con el grupo, esto es, puede actuar
“en sustituto” de él, hablar por él, representarlo.
Ahora bien, para que esta idea de representación “funcione”, es decir,
aparezca como verosímil para gobernantes y gobernados y tenga consecuencias
sobre la realidad, deben darse dos condiciones centrales: gobiernos
representativos y sociedades representables.
La sociedad representable
y el gobierno representativo
Los modelos
de representación política:
partidos y elecciones
En la primera parte de este libro vimos cómo fue transformándose la forma
en que los seres humanos concebíamos el orden social y político, hasta llegar a la
sociedad moderna y el gobierno representativo. Ahora cabe preguntarse cuáles
fueron los instrumentos efectivos de la representación en la era moderna. Para
ello, en la última sección introdujimos dos conceptos centrales: los partidos
políticos y las elecciones.
La forma en que funcionó el binomio partidos políticos-elecciones se basó
concretamente en una serie de elementos que se pueden sintetizar bajo la idea de
modelos de política o de representación. Estos modelos tipifican la manera como
se vinculan ambos componentes, que, por otra parte, resultan ser los principales
elementos de la política democrática moderna en Occidente.
Como señalamos anteriormente, la idea de la elección no era propia de las
democracias clásicas, sino que estaba relacionada con su forma política opuesta,
la aristocracia. En teoría, cuando uno vota, no elige al más parecido (principio
democrático) sino al que cree mejor (principio aristocrático). Por eso, las
elecciones ocuparon un lugar marginal en las instituciones políticas de las
democracias clásicas y sólo se generalizaron cuando se buscó seleccionar a
algunos para que gobernasen en nombre de todos. Así, el gobierno representativo
y los mecanismos de elección se volvieron una pareja simbiótica en la enorme
mayoría de los diseños institucionales modernos.
Por otro lado, los partidos políticos serían considerados una aberración para
el pensamiento clásico, en tanto constituyen una facción que opone un interés
particular al interés general. El surgimiento de los partidos está íntimamente
relacionado con la aparición de gobiernos representativo-electorales.
Actualmente, existe la tendencia a identificar como democracias a aquellos
países que, tras garantizar una serie de derechos a sus ciudadanos, seleccionan a
sus gobernantes mediante la elección libre entre partidos. Es por ello que los
modelos de política que se construyen se basan en la forma en que se conjugan
estos dos elementos centrales en el funcionamiento de la política moderna, y en
su relación con un tipo estatal y una forma social determinado.
Recordemos que los modelos son básicamente herramientas conceptuales
que nos sirven para entender la realidad concreta. De acuerdo con Max Weber
éstos son construcciones ideales que simplifican la realidad empírica mediante la
selección de algunos elementos o rasgos importantes (partidos y elecciones en
nuestro caso) que caracterizan (tipifican) a un determinado ‘tipo”. Si bien estos
elementos heurísticos sirven para ordenar y sistematizar la información disponible
en la empiria, es imposible encontrar su configuración exacta en la realidad. Ellos
sirven como patrón para comparar cuánto se acercan o alejan los casos reales.
Para facilitar la comprensión de los modelos políticos, realizaremos una
recorrida ideal del proceso político histórico occidental de los últimos doscientos
años. Esto significa que construiremos una versión simplificada del curso que
siguió la evolución del binomio partidos- elecciones durante la modernidad, que si
bien no refiere explícitamente a ningún caso concreto, nos sirve para entender el
cambiante funcionamiento de los principales componentes de la política. Los años
que figuran al lado de cada modelo hacen referencia a la época en que éste fue
útil para expresar las características de los principales elementos reales. Esto
permitirá ver las mutaciones de la representación dentro de este concepto
altamente abarcativo que es la modernidad y el modo como la “ficción
representativa” siguió funcionando a lo largo del tiempo, a pesar de la celeridad de
los cambios sociales, Veremos que sólo en el último modelo esta ficción empieza
a mostrar sus grietas y flaquezas.
El modelo parlamentario
(1830-1890)
Edmund Burke,
Discurso a los electores de Bristol
El primer rnomento de desarrollo de la política moderna se inició en las
primeras décadas del siglo XX en la Europa noratlántica y en América del Norte.
Allí se combinaba un modelo Estatal de competencias reducidas, una sociedad
que se modernizaba con el crecimiento de las relaciones sociales capitalistas y un
régimen político en transición, fuertemente asociado a las instituciones
parlamentarias. Dentro de este contexto se puede inscribir el primer tipo ideal de
política moderna: el modelo parlamentario.
En las sociedades del siglo XVIII, el capitalismo empezaba a organizar la
vida social, desmantelando el orden tradicional y reforzando los procesos de
desvinculación del ser humano, que se había vuelto ‘individuo”, miembro de una
sociedad civil que se expandía a lo largo y ancho de la civilización europea.
Durante esos años ocurrió un proceso paralelo pero caótico de construcción
del Estado y del régimen político, con una lenta pero progresiva ampliación del
espacio de las nacientes naciones Estado que acompaño la expansión de las
relaciones sociales capitalistas. El comparativamente escaso desarrollo de los
aparatos estatales los llevaba a aplicar sólo dos tipos de política económica: el
laissez-faire7 y un proteccionismo moderado de mercados nacionales que
alcanzaban, poco a poco, el tamaño de sus Estados nación.
En este contexto surgieron los primeros partidos políticos relacionados con
su único ámbito de desarrollo: los parlamentos de fin del siglo XVIII y principios del
XIX. La representación se constituía, entonces, como una relación muy directa,
posible gracias al reducido cuerpo electoral, que, sumado al carácter del sistema
electoral uninominal en el cual el candidato se presentaba solo frente a sus rivales,
originaba una relación individual entre el representante y sus electores, aún
fuertemente marcada por los signos del mundo aristocrático.
El llamado sistema electoral uninominal consiste en que el territorio se
divide en tantas unidades (circunscripciones o distritos) como cargos hay en juego.
En cada una de ellas resulta vencedor el candidato que más votos obtiene, sin
importar cuántos sean éstos —con uno más que el segundo es suficiente—,
consiguiendo así el único cargo en cuestión. Por eso también se lo llama
mayoritario, de mayoría relativa o de simple pluralidad de sufragios. Es el sistema
electoral más simple y antiguo, y fue utilizado por casi todos los regímenes
democráticos del siglo XIX. En la actualidad, se sigue aplicando casi únicamente
en los países vinculados a la tradición anglosajona.
Como ejemplo se puede pensar en una pequeña comunidad agrícola en
donde los que votan son apenas unas decenas, entre los que se encuentran los
“grandes” o “notables” del pueblo: los dueños de los campos, el médico, el notario,
7
Es el proceso natural que, según Adam Smith, debería seguir el mercado, recuperando su autonomía frente a
la capacidad de intervención del Estado.
entre otros. Este tipo de ciudadanía restringida, que llamamos “censitaria” por ser
el censo lo que establecía quién cumplía con los requisitos casi exclusivamente
materiales para acceder a los derechos políticos, generaba un cuerpo electoral
muy uniforme donde todos se conocían y compartían intereses y tradiciones.
Fue dentro de estos parlamentos donde empezaron a desarrollarse los
partidos. Al principio lo hicieron como meros agrupamientos coyunturales frente al
tratamiento de alguna temática puntual; luego, poco a poco se fueron volviendo
más estables en relación con opiniones o tendencias permanentes: tal es el caso
de los parlamentarios reformistas frente a los parlamentarios conservadores en el
Parlamento británico, por ejemplo. Se podría decir; entonces, que los partidos
surgieron de manera espontánea, como forma de expresión de los divergentes
intereses sociales existentes en cada sociedad.
Tal como sugiere Maurice Duverger, estos partidos no tenían existencia por
fuera de las cámaras parlamentarias, sólo eran un grupo de representantes que se
reunían en algún club y nada más, y es justamente por su origen en el interior de
las cámaras que son llamados partidos parlamentarios.
El modelo de partido parlamentario estaba constituido por una serie de
asociaciones locales hermanadas bajo la misma etiqueta que funcionaban casi
exclusivamente durante los períodos electorales, conducidas por algún “notable”
que las financiaba y utilizaba a la hora de renovar su banca o participar de alguna
discusión de interés público. Retomando a Max Weber, es interesante destacar
que los políticos que encarnaron estos roles eran personas que Vivian “para” la
política, porque su buena posición económica les permitía dedicarse a una
actividad que por aquel entonces no en remunerada.
Este modelo expresa la primera forma que tornaron las modernas
organizaciones partidarias y la débil pero creciente relación que las vinculaba con
la sociedad. Asimismo, sirve para entender el funcionamiento de la relación
representativa. Volvamos rápidamente al concepto de representación. Como
dijimos anteriormente, para que la representación funcione hace falta que los
electores se sientan representados por sus representantes y que, a su vez, éstos
se sientan y actúen coito representándolos.
Los representantes hacen presentes a sus votantes en el espacio de la
toma de decisiones: el parlamento. Si el grupo a representar es muy pequeño y
homogéneo, por ejemplo, “mis vecinos y yo”, los inconvenientes que se presentan
son de fácil resolución; bastaría con que discutiéramos entre nosotros qué
“mandato’’ queremos que nuestro representante lleve a “ese” lugar y que
tuviéramos alguna forma de controlar que obedeciera. En este caso sería casi
como si realmente, “mis vecinos y yo”, estuviéramos en “ese” lugar. “Casi” porque
el representante está inscribiendo mis/nuestros intereses en una realidad nueva,
diferente de la realidad en la que “mis vecinos y yo” definimos nuestros intereses,
ante lo cual éstos seguramente serán redefinidos.
No es importante que el mandato y la discusión realmente se den ni que el
control verdaderamente exista. Si en el juego siento como si se dieran, la ficción
funciona y estoy representado. Podemos caracterizar la representación en las
democracias parlamentarias del siglo XIX como una relación muy directa, que es
posible gracias al reducido y homogéneo cuerpo electoral. Los candidatos serían
individuos que, por su red de relaciones locales, su notoriedad y la deferencia de
la que gozan, suscitan la confianza de aquellos que viven próximos o que
comparten sus intereses.
La “representación individual” funcionó como base para la obligación
política mientras los ciudadanos—representados eran sólo un pequeño número
que visualizaba a sus representantes como pertenecientes a su misma comunidad
social, por lo que, de alguna manera, se daba por hecho que compartían los
mismos intereses. La democracia censitaria aún estaba fuertemente marcada por
los signos del mundo aristocrático: los elegidos en los hechos eran miembros
reconocidos de la elite, la confianza depositada en ellos tenía mucho que ver con
su ascendiente sociológico y el Parlamento, más que una asamblea moderna,
parecía en muchos sentidos un club.
Sin embargo, el desarrollo histórico, junto con el lento pero sostenido
crecimiento de los cuerpos electorales y la cada vez mayor radicalización de las
disputas políticas a lo largo de la primera mitad del siglo XIX, fueron llevando a
estos primeros partidos a “salir” de las cámaras y extenderse hacia la sociedad de
una forma más permanente, apoyando a los parlamentarios “amigos” en sus
circunscripciones electorales frente a otros de opiniones diferentes. Las posturas
políticas comenzaron a externalizarse y se generalizaron en el seno de la
sociedad.
El modelo de masas
(1910-1970)
8
Este nombre surge por el economista inglés John M. Keynes, quien fue uno de los primeros en fomentar la
implementación del nuevo rol activo y central del Estado en las sociedades.
de áreas económicas hasta tareas directamente productivas. Frente a un Estado
de este tipo, la política adquirió una indudable centralidad, tal como señala
Marcelo Cavarozzi. La relevancia de las decisiones estatales para la vida de los
ciudadanos se volvió fundamental, ya que éstas, entre otras cosas, creaban
empleo, tasaban diferencialmente a las áreas económicas y generaban programas
sociales de diversa índole.
Con este nuevo entorno organizativo, los partidos políticos se enfrentaron a
la necesidad imperiosa de transformarse para poder adecuar sus estructuras a los
nuevos requerimientos que las sociedades les planteaban. Asumieron, así, las
principales características del modelo de partido de masas, “burocrático de masas”
o de “integración”.
El cambio en el modelo organizativo empezó con claridad en los partidos
“nuevos”, que surgían al calor de las luchas sociales, es decir, los actores políticos
que se constituyeron a partir de la clase trabajadora. Como su objetivo no era
simplemente ganar el juego sino transformarlo, requerían antes que nada
organizar a sus miembros, “afiliándolos” al partido. La afiliación implica un
compromiso del individuo con su organización manifiesta su adhesión profunda
con el programa y lo compromete a financiarlo con su aporte monetario.
El partido obrero buscaba así no sólo obtener votos sino también sumar
voluntades a una causa que excedía con creces las elecciones. Para ello,
constituyó una serie de organizaciones sociales que se encargaba de difundir su
ideología y funcionar como instrumentos de integración, tales como bibliotecas
populares, centros recreativos, clubes deportivos o medios de prensa. Todo esto
se encaminaba a lograr una relación directa y constante del partido con sus
miembros reales y potenciales, que conformaban la clase obrera en su conjunto y
se constituían en algo así como una “subcultura Política” fuerte, sólida y compacta,
altamente cohesionada.
La estructura organizativa de un partido de este tipo tenía una alta densidad
y complejidad institucional, que comenzaba en los afiliados y seguía en los locales
territoriales donde éstos se juntaban, discutían y elegían a sus delegados para los
comités seccionales, provinciales y nacionales. Se generaba así una fuerte
estructura piramidal, en cuyo vértice superior se encontraba la dirección nacional
del partido. Como señala Angelo Panebianco, para su correcto funcionamiento,
una estructura de este tipo requería una militancia distinta de la del partido de
notables, ya que, por un lado, había que realizar una cantidad de tareas que
precisaban de un trabajo constante y permanente (desde abrir diariamente el local
hasta imprimir un periódico) y, por el otro, al ser sus miembros esencialmente
trabajadores que dependían de su salario para vivir; la militancia de los partidos
obreros va a adquirir un carácter rentado, burocrático.
Para mantener este gigantesco “aparato partidario” eran necesarios
grandes recursos monetarios y, por ello, a las cuotas de los afiliados se les
sumaban los aportes de la organización “amiga” —especialmente sindicatos— con
la que el partido comparte su visión del mundo y con la que desarrolla una relación
de tipo simbiótico.
La desconfianza con la que estos nuevos actores miraban al parlamento (al
que se veía como la cara del sistema que se buscaba combatir) y el carácter
claramente centralizado de la estructura partidaria, llevó a que los bloques
parlamentarios carecieran de un poder real y fueran fuertemente controlados por
la dirección del partido. Este efecto se acentuó con el tipo de sistema electoral que
acompañó el desarrollo de este modelo de partido: se alentaba un voto
despersonalizado en el que el elector depositaba su confianza directamente en el
partido y no en los candidatos que éste proponía.
El sistema electoral que se asocia al modelo de partido de masas es el
llamado “sistema proporcional” que consiste en distritos electorales grandes en
donde se reparte un número importante de cargos entre las listas partidarias,
proporcional al número de votos que hayan obtenido. Este sistema está
generalmente acompañado de una lista “cerrada y bloqueada’ en la que los
votantes no pueden alterar el orden de los candidatos establecido por el partido (lo
que en la Argentina se llama, incorrectamente, lista sábana). Surgió en los países
de Europa continental en los primeros años del siglo XX y actualmente sigue
siendo uno de los sistemas más utilizados.
La constitución de partidos de estas características altera el juego político,
ya que para poder enfrentarse con éxito a semejante maquinaria política, los
partidos de otro signo ideológico debieron transformarse a si mismos, imitando en
varios aspectos a sus rivales, “anclándose” en la sociedad. Esto se dio con igual
fuerza tanto en los viejos partidos de notables como en los, nuevos partidos
políticos que surgieron después de las guerras mundiales.
Muchos de estos nuevos partidos comparten varias características con los
partidos obreros que exceden lo meramente organizativo, especialmente en lo que
respecta a los partidos confesionales cuyo modelo es la democracia cristiana
italiana. Éstos se basaban en la red de organizaciones y parroquias católicas, a la
vez que contaban con el apoyo directo de la Iglesia en términos de personal
político y de recursos monetarios; constituían algo así como el “brazo político” de
la Iglesia católica.
Así, de diversas maneras, casi todos los partidos políticos principales,
después de la Segunda Guerra Mundial, adoptaron características organizativas
que permiten englobados bajo el rótulo de “partidos burocráticos de masas”.
En términos del régimen político, estos partidos implicaron una
transformación radical, básicamente porque se presentaban en las elecciones
como “representantes” de grupos sociales prepolíticos (los obreros, los católicos,
los campesinos, etcétera) a los que pretendían expresar e integrar políticamente.
Así, las diferencias entre los partidos parecían ser efecto y reflejo de las divisiones
sociales.
La representación política ha ido perdiendo, de esta manera, la condición
de confianza “personal” propia de los partidos de notables, para adoptar la forma
de representación de intereses. Las sociedades modernas, y por lo tanto sus
electorados, son por naturaleza heterogéneas, y en ellas los partidos congregan a
individuos más o menos semejantes en términos de estatus socioeconómico,
creencias religiosas, actitudes y visiones del mundo, oponiéndolos a quienes se
diferencian de ellos en relación con los mismos criterios. Así, los partidos
estructuran el campo político, representando en él a los actores sociales. La
representación llega a ser, sobre todo, el reflejo de la estructura social. En otras
palabras, lo que se expresa mediante la elección es una escisión entre fuerzas
sociales en conflicto entre sí.
La coincidencia entre los intereses de representantes y representados
puede interpretarse como un caso de “homología estructural” entre dos juegos
autónomos: el juego político y el juego social. En cada espacio se juega un juego
distinto, con su propia lógica, sus propias reglas, y con jugadores con intereses
propios. Así, tomando la interesante idea de Pierre Bourdieu, podemos imaginar
que los dominantes y los dominados en el juego social tienen sus “representantes”
en el juego político. Una relación de homología estructural significa que la lógica
de las relaciones que se dan entre los actores de la sociedad (representados) es
equivalente a la lógica de la relación que se da entre los actores políticos
(representantes).
Si bien los intereses de los jugadores del juego político son definidos por la
lógica del juego mismo y no por los de sus “representados”, los buenos jugadores
serán aquellos que sirvan bien a los intereses de sus mandantes, sirviéndose a sí
mismos. En este sentido, la representación adquiere la significación de una
“puesta en escena” del conflicto social (recordemos el origen teatral del concepto),
en tanto que el actor representativo “encarna” en el escenario político los intereses
de los actores sociales.
Esta característica de la política no venía dada, según nuestra opinión, por
un mero reflejo de la estructura social, sino más bien por el importante rol que el
Estado tenía en la pugna distributiva. Los partidos buscaban el apoyo de los
electores, ofreciendo paquetes de políticas estatales que los beneficiarán
específicamente. Aumentar el subsidio al desempleo, favorecer impositivamente a
un sector productivo, gravar una importación o ampliar la cobertura sanitaria eran
decisiones estatales que beneficiaban o perjudicaban de forma transparente a un
determinado grupo social.
De esta manera, la relación representativa se volvía aún más fuerte que en
el momento anterior. Con este modelo partidario, los votantes elegían a un partido
con el que compartían sus intereses, que se explicitaban claramente en las
propuestas y plataformas partidarias. Una vez en el parlamento, los
representantes le debían obediencia al “bloque partidario”, por lo que se volvió
absolutamente inútil la práctica del “debate parlamentario” Si alguno desobedecía
al partido y “traicionaba” así a sus votantes, simplemente no volvían a ubicarlo en
la lista partidaria en la siguiente elección.
El modelo electoral
(1 980-¿ ?)
Modelo
Modelo de masas Modelo electoral
parlamentario
Época de auge 1830 - 1890 1910 - 1970 1980 - ¿?
Europa Occidental y
América y Europa
América Europa (menos
Espacios (más claramente
Anglosajona (de claramente,
geográficos en las regiones
manera incipiente América Latina)
de aplicación urbanas)
en América Latina)
Amplio; “social” o
En reducción;
Tipo estatal Reducido; “liberal” “keynesiano de
“postsocial”
bienestar”
Burocrático de Profesional
Parlamentario o de
Tipo partidario masas o de electoral o “atrapa
notables
integración todo”
CUADRO 1: Los modelos de política representativa (continuación)
Modelo
Modelo de masas Modelo electoral
parlamentario
Preindustrial, Postindustrial,
Tipo social Industrial
mercantil servicios
Configuración de
Liberal Masiva De la audiencia
la política
Representación
¿Postsocial?,
Modalidad de la individual, Representación
¿imagen
representación confianza de intereses
mediática?
personal
Tipo de sistema Representación Sistemas mixtos
Uninominal
electoral proporcional “personalizados”
Los medios
masivos de
Los partidos
Institución política comunicación y
El parlamento políticos y el
central los máximos
aparato estatal
gobernantes
(personalización)
Tercera parte
¿La muerte
de la representación?
La sociedad fragmentada
9
Explica Nun: “Sabemos que el sentido es siempre un emergente de las prácticas sociales y dado que estas
prácticas se organizan en múltiples esferas que poseen pautas de interacción específicas, se sigue que en toda
sociedad hay distintos niveles discursivos cuyos criterios de racionalidad y cuyas reglas interpretativas nada
autoriza a suponer unívocos y homogéneos”.
Ilustración se hace sospechoso de totalitarismo porque aspira a una “ilustración
total”.
La representación postsocial
La reconstrucción
de la legitimidad política.
representación, participación
más allá
Cuando analizamos con cuidado las manifestaciones de la actual “crisis de
la representación”, nos encontramos con algunas ideas y pronósticos que ya se
habían utilizado cien años atrás. Precisamente, en los finales del siglo XIX y en los
inicios del XX, muchos sintieron que el ocaso del modelo parlamentario y el doble
surgimiento de los grandes partidos de masas y de los aparatos estatales
extendidos con sus férreos andamiajes organizativos tornarían imposible la
democracia representativa, ya que ésta se iría transformando hacia modelos
corporativistas y burocráticos. Varios de los principales teóricos que analizaron esa
realidad expresaron sus temores en términos de una jaula de hierro burocrática
que terminaría con la libertad individual o de una ley que condenaba a todos los
sistemas políticos a transformarse en oligarquías.
Si bien en la actualidad los miedos son otros, es claro que nuevamente está
en cuestión la capacidad de los ordenamientos institucionales para superar los
retos que los cambios sociales y políticos les presentan. La democracia
parlamentaria, con su representación individual casi directa, sufrió frente a la
consolidación de una sociedad industrial clasista con sus electorados masivos.
Actualmente, la democracia de masas parece perderse frente al proceso contrario:
la fragmentación de una sociedad cada vez más heterogénea. En el momento
anterior fueron los partidos de masas, los Estados ampliados y la representación
proporcional los que le dieron sentido a un nuevo modelo representativo con sus
grandes bloques sociales.
En nuestros días, la permanente sensación de crisis del modelo electoral
puede ser entendida como la debilidad de una representación que ha perdido
todos sus lazos sociales. La fragilidad de un relato representativo que no
encuentra aún sus nuevos canales institucionales se expresa a escala global en el
aumento del abstencionismo en todos los procesos eleccionarios, en la apatía
creciente, especialmente de los ciudadanos más jóvenes, y en la merma de las
afiliaciones de la mayoría de los partidos del mundo democrático.
Si bien todavía puede ser prematuro bosquejar los senderos que transitarán
nuestras instituciones políticas, sí podemos mencionar algunas ideas.
En primer lugar no hay retorno a la representación social, pues, como vimos
en este libro, es la misma sociedad la que no puede ser representada en el
sentido que lo fue en los últimos doscientos años. Así, la autorreferencialidad que
notamos en la política contemporánea no es otra cosa que una representación que
se vuelve cada vez más puramente política. Los conflictos y actores que se
expresan en el juego político son, cada vez más, creados en su interior.
En segundo lugar, esta representación post- social genera identidades
demasiado frágiles y contingentes para sostener la legitimidad de las instituciones
de la democracia de masas. El hecho de que actualmente alguien hable en
nombre de un partido o en su condición de representante formal del pueblo no le
otorga ningún estatus particular en la opinión ciudadana; es más, le genera a éste
una sensación negativa de sospecha. Si nuestras sociedades no se sienten
representadas en lo político, obviamente desconfiarán de quienes se
autoatribuyan esa condición basándose solamente en criterios formales (haber
sido votado para, ser parte de).
Si estas dos ideas son ciertas, el camino para reconciliar la política con la
sociedad debería consistir en un doble proceso de fortalecimiento de la legitimidad
política. Por un lado, adecuando las viejas instituciones de la democracia
representativa de masas al contexto actual, lo que significa concretamente
ciudadanizar y personalizar aspectos y ámbitos importantes de nuestros
ordenamientos políticos. Es obvio que la personalización se impone más allá de
los mecanismos institucionales; actualmente, por ejemplo, se votan primeros
ministros en los sistemas parlamentarios como si se eligiera un presidente. Pero
estas tendencias desordenadas y desarticuladas pueden no servir de mucho si los
andamiajes institucionales no las asumen y articulan. La personalización puede ir
desde la reforma de los sistemas electorales hasta la creación de mecanismos
institucionales de control direccionados, pasando por toda una gama de
instrumentos que le permitan al ciudadano conocer y controlar más a fondo a sus
gobernantes.
Lo que llamamos, quizás un poco presuntuosamente, ciudadanización”
consiste en abrir a los políticos no profesionales (es decir, a todos los ciudadanos)
ámbitos importantes de la política, tales como los espacios de control, de
seguimiento de políticas o de .planeamiento estratégico. Asimismo, consiste en
reducir los mecanismos que favorecen la cristalización de oligarquías políticas que
viven siempre del presupuesto público. Los limites a las reelecciones en los cargos
y la creación o el fortalecimiento de cuerpos técnicos no partidarios en la
administración pública en todas sus áreas son ejemplos de estos cambios.
Sin embargo, la misma tendencia a la ciudadanización nos abre el camino
al otro aspecto del proceso de fortalecimiento de la legitimidad política: la
búsqueda de la participación ciudadana activa. Es decir; junto con la adecuación o
mejora de los canales representativos tradicionales, la reconstrucción de la
legitimidad de la política también requerirá de una transformación más audaz e
importante que consiste en volver a mirar las instituciones clásicas de la
democracia entendida como autogobierno.
Los llamados instrumentos de la democracia participativa han existido en el
constitucionalismo occidental desde hace al menos medio siglo. Entendidos como
un mecanismo para lograr una participación más activa de los ciudadanos en la
cosa pública, estos mecanismos (referéndum, plebiscitos, iniciativas legislativas,
consejos ciudadanos, etcétera) han estado siempre en tensión con los
instrumentos representativos, los partidos políticos especialmente. En la
actualidad, sin embargo, pueden llegar a ser la única herramienta capaz de volver
a otorgarle legitimidad al ordenamiento democrático.
Frente a la debilitada representación postsocial, la construcción de un
andamiaje institucional participativo puede no ser solamente el anhelo de quienes
seguimos creyendo que el ideal del autogobierno del pueblo vale la pena, sino la
necesidad de todos aquellos que sienten que nuestras actuales democracias
desprovistas de la legitimidad popular pueden ir vaciándose progresivamente de
contenido.
A su vez, entre los distintos mecanismos de participación, es importante
fomentar aquellos que por su lógica “deliberativa” no reproduzcan simplemente el
funcionamiento de los procedimientos electorales, sino que abran espacios
horizontales para la identificación de los problemas, la discusión de políticas y la
construcción de consensos. La implementación y extensión de estos ámbitos, de
los que existen experiencias interesantes a nivel local, permitirían volver a
interesar a los ciudadanos en e1 proceso de la toma de decisiones públicas,
recuperando en algún sentido el ideal de la eclesia o asamblea clásica. El
presupuesto participativo que existe en Brasil, los consejos ciudadanos consultivos
de determinación de partidas presupuestarias o de planeamiento estratégico o los
llamados locutorios o kioscos democráticos que se discuten actualmente en
Europa son sólo algunos ejemplos que nos muestran que, como señala Philippe
Schmitter la democracia liberal como existe actualmente no es el fin de la historia.
Esta doble vía de mejora de nuestras democracias, fortaleciendo los
instrumentos representativos y añadiéndole instrumentos participativos, debe ir
acompañada de una discusión sobre su ámbito territorial de aplicación. Como
señalamos en la segunda parte de este libro, los Estados nación, que han sido la
base de la política moderna, están perdiendo crecientemente centralidad. Como
acertadamente sostiene David Held, los procesos de interconexión económica,
política, legal, militar y cultural están transformando la naturaleza, el alcance y la
capacidad del Estado moderno, desafiando o directamente reduciendo sus
facultades regulatorias. Por ello, para lograr la recuperación de la legitimidad de la
política democrática, también se deberá asumir la necesidad de un cambio de esa
escala hacia una democracia cosmopolita o global.
Como vimos a lo largo de este libro, la representación política ha jugado un
papel central a la hora de legitimar los regímenes políticos en los últimos
doscientos años; quizás ya sea hora de fortalecerla yendo mucho más allá.
Es decir poner una profundización de la democracia que, si tiene sentido en todos
los países, se convierta en imprescindible en nuestras naciones latinoamericanas,
frente a poblaciones que han visto cómo los gobiernos democráticos no han
podido, querido o sabido reducir niveles de pobreza y desigualdad vergonzosos.
Abrir la política a todos, recuperando el ideal clásico, debe ser el desafío del siglo
que comienza si no queremos que nuestras democracias, por su intrascendencia e
incapacidad de mejorar la vida de la gente, terminen muriendo, como dice
Guillermo O’Donnell, tristemente de muerte lenta.
Bibliografía
DUVERGER, M. (1951), Les partis politiques, París, Colin [trad. esp.: Los partidos
políticos, México, FCE, l996.
KEMP, M. (2000), The Oxford History of Western Art, Oxford University Press.
LIPSET, S. M. (1960), Political Man: The Social Bases of Politics, Baltimore, Johns
Hopkins.
Agradecimientos
Introducción
Primera parte
El camino hacia
la representación política
[17]
El mundo clásico
El oscurantismo
La modernidad
Del orden divino a la construcción social del orden
Hobbes y la metáfora representativa
Después de Hobbes, la representación moderna
La sociedad representable y el gobierno representativo
Segunda parte
Los modelos de representación política:
partidos y elecciones
[55]
Tercera parte
¿La muerte de la representación?
[97]
La sociedad fragmentada
La representación postsocial
Conclusiones
La reconstrucción de la legitimidad
política: representación, participación
y más allá
[115]
Bibliografía