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El hombre

que se regateó a sí mismo


Extremo sur de la Calle Colón, cruce con Ruzafa. Su caminar tenía un puntito
pugilístico, pues más que pisar, flotaba por encima de la calle. Él sabía que
provocaba admiración, incluso envidia del resto de transeúntes por su porte
elegante, su distinguida vestimenta, su aire de galán del celuloide...

Cruzaba el paso de peatones pisando solo las líneas blancas, pues


argumentaba que el alquitrán era pernicioso para las suelas de sus zapatos,
cuando, desde un ciclomotor que tomaba la curva de la calle Xátiva, un
jovenzuelo le gritó con sorna: "¡¡MACARRA!!". Giró la vista para identificar al
agresor verbal, sin dejar de caminar con esa cadencia tan sensual. La moto había
acelerado y dejaba atrás el coso, y por ello, no consiguió verlo. En su estado de
perenne caminar, y con la vista distraída, tampoco vio que se dirigía directo a la
estatua del insigne banderillero Valenciano, Manolo Montoliú. Cuando se percató
de tan taurina y metálica presencia, la tenía encima. Para tratar de evitarla,
realizó un prodigioso giro de cadera, consiguiendo el espacio suficiente para no
comerse la pierna izquierda del banderillero.

Ante la nueva presencia amenazadora del brazo izquierdo del artista


taurino, bajó la testa y desplegó los brazos, cual elegante grulla, sorteando
finalmente la férrica extremidad. Libre, trató de retomar la verticalidad, sin
percatarse que desviado de su trayectoria, y distraída su atención, se iba encima
de un puesto ambulante de pipas, altramuces y puros. Reaccionó cuando el
quiosquero, desesperado, le advirtió: "Cuidao mamarracho, que me desmontas
el negocio!!" Ante tal contingencia, hizo algo escalofriante. Bajó el torso hasta
situarlo paralelo al suelo, brazos en cruz al tiempo que rotaba 180º. Sorteado el
problema, plantó los pies paralelos, cual gimnasta olímpico, pero uno de ellos fue
a caer en la bocana de la alcantarilla. Preso de la velocidad adquirida, y cojo de un
pie, no pudo sostener la vertical, y comiose literalmente la señal de "prohibido
aparcar" situada frente al coso, esa que tantos piropos genera entre los sufridos
conductores de la capital del Turia.
Dicho torrente de requiebros, giros y tambaleos, con su posterior
"señalazo", arrancó una multitudinaria ovación de los viandantes, que en ese
momento del día se contaban por cientos. Incluso el presidente del coso taurino
estaba observando todo el proceso, decidiendo en ese momento inmortalizar la
espectacular maniobra para los anales del toreo con el nombre de "El paso del
finolis". De tal agrado popular fue la suerte efectuada, que el populacho se
arremolinó ante el pobre hombre, tomándolo a hombros cual figura del capote y
la espada. Lo llevaron a hombros por toda la Calle Xátiva, en dirección a la
Estación del Norte. De forma espontánea, y muy sentida, la gente lo besaba, lo
tocaba, le colocaban toda suerte de prendas de ropa, un chaleco de lana de
borrego, unas babuchas de colores, un sombrero de "cowboy", hasta unos guantes
de esquiar, en una manifestación de afecto de las que hace tiempo no se
contemplan en la vía pública. Entrando ya en la estación, el hombre,
desorientado, solo acertaba a balbucear "no me arruguen el traje...que es el de los
Domingos", pero obviamente, nadie le escuchaba, además de ser Martes, no
Domingo.
La marabunta, de forma autónoma, se saltó todos los controles de
seguridad de la estación, dirigiéndose a la carrera al andén número cinco, donde
reposaba el cercanías con destino a la Alcudia de Crespins. Una vez llegados al
tren, y pese a sus leves quejas, metieron a empujones al nuevo ídolo, mientras le
proferían una sonora ovación, y le lanzaban ramos y ramos de claveles por la
portezuela del vagón.

Cuentan quiénes allí estuvieron que lo último que se vio fue el tren
partiendo de la estación en dirección al horizonte, y una mano enfundada en un
guante de esquí, asomando de forma incoherente por una de las ventanillas del
ferrocarril.

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