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«En vez de sorprenderse de que la Providencia permita tal variedad de religiones, deberíamos más
bien maravillarnos de los numerosos elementos comunes que se encuentran en ellas».
El islamismo
«Cualquiera que, conociendo el Antiguo y el Nuevo Testamento, lee el Corán, ve con claridad el
proceso de reducción de la divina Revelación que en él se lleva a cabo. Es imposible no advertir
el alejamiento de lo que Dios ha dicho de sí mismo, primero en el Antiguo Testamento, por medio
de los profetas, y luego de modo definitivo en el Nuevo Testamento, por medio de su Hijo. Toda
esa riqueza de la autorrevelación de Dios, que constituye el patrimonio del Antiguo y del Nuevo
Testamento, en el islamismo ha sido, de hecho, abandonada.
»El Dios del Corán […] es un Dios que está fuera del mundo, un Dios que es solo Majestad, nunca
el Emmanuel, ‘Dios con nosotros’. El islamismo no es una religión de Redención. No hay sitio en
él para la cruz y la Resurrección. Jesús es mencionado, pero solo como profeta preparador del
último profeta, Mahoma.
»Sin embargo, la religiosidad de los musulmanes merece respeto. No se puede dejar de admirar,
por ejemplo, su fidelidad a la oración. La imagen del creyente en Alá que, sin preocuparse ni del
tiempo ni del sitio, se postra de rodillas y se suma en la oración, es un modelo para los confesores
del verdadero Dios» (págs. 106 y 107).
El judaísmo
«Las palabras de Nostra aetate, n.º 4, suponen un verdadero cambio. El Concilio dice: “La Iglesia
de Cristo reconoce que, efectivamente, los comienzos de su fe y de su elección se encuentran ya,
según el misterio divino de Salvación, en los patriarcas, Moisés y los profetas. [...] Por eso, la
Iglesia no puede olvidar que ha recibido la Revelación del Antiguo Testamento por medio de aquel
pueblo con el que Dios, en su inefable misericordia, se dignó sellar la Alianza Antigua”.
»Este extraordinario pueblo continúa llevando dentro de sí mismo las señales de la elección divina.
Cuándo podrá el pueblo de la Antigua Alianza reconocerse en la Nueva es, naturalmente, una
cuestión que hay que dejar en manos del Espíritu Santo. Nosotros, hombres, intentemos solo no
obstaculizar el camino» (págs. 109, 110 y 112).
El budismo
«La soteriología [doctrina de la Salvación] del budismo constituye el punto central, más aún, el
único de este sistema. Sin embargo, […] la “iluminación” experimentada por Buda se reduce a la
convicción de que el mundo es malo, de que es fuente de mal y de sufrimiento para el hombre.
Para liberarse de este mal hay que liberarse del mundo; hay que romper los lazos que nos unen
con la realidad externa, por lo tanto, los lazos existentes en nuestra misma constitución humana, en
nuestra psique y en nuestro cuerpo. Cuanto más nos liberamos de tales ligámenes, más indiferentes
nos hacemos a cuanto es el mundo, y más nos liberamos del sufrimiento, es decir, del mal que
proviene del mundo.
»¿Nos acercamos a Dios de este modo? En la “iluminación” transmitida por Buda no se habla de
eso. El budismo es en gran medida un sistema “ateo”. No nos liberamos del mal a través del bien,
que proviene de Dios; nos liberamos solamente mediante el desapego del mundo, que es malo. La
plenitud de tal desapego no es la unión con Dios, sino el llamado “nirvana”, o sea, un estado de
perfecta indiferencia respecto al mundo» (pág. 100).