Está en la página 1de 4

Diez años no es nada

Primera entrega de dos textos que analizan el panorama actual de la industria cinematográfica nacional.
Por: Anita De Hoyos / Especial para El Espectador

Imagen de la película ‘Chocó’, uno de los proyectos realizados en el marco de la Ley de Cine. / Cortesía

Veinte tampoco, como lo canta Gardel. Las cosas se mueven despacio y antes de lograr el mundo ideal que queremos, las
nieves del tiempo blanquearán nuestra sien. Y sin embargo, en esta tierra plagada de dificultades hay muchos que quieren
soluciones fáciles y rápidas. En el caso de la Ley de Cine, que acaba de cumplir diez años, los impacientes abundan. ¿Cómo
es posible que después de tanto tiempo no tengamos un premio Óscar? ¿Por qué cada vez que uno va a ver una cinta
colombiana sale del teatro entre cariacontecido y resignado, pero nunca con entusiasmo? ¿Hasta cuándo las únicas películas
que llevan gente a los teatros serán las de Dago García?

Son muchas preguntas. Algunas razonables, otras ingenuas y otras de mala leche. Pero podríamos reunirlas en un tremendo y
único interrogante: ¿ha servido para algo la Ley de Cine?
Empecemos por admitir que no fue fácil llegar a donde estamos. Lo de ahora puede parecer mediocre, pero está muy lejos del
desastre que habitamos el siglo pasado, donde hacer cine era empresa de locos y los que se atrevían terminaban vendiendo la
casa y el carro para pagar la quiebra. Ochenta años para lograr una docena de películas que en general
eran ejercicios rústicos a los que sólo nuestro patriotismo justificaba. Pero igual. El sueño de tener un cine nacional nos seguía
acosando con el mismo apremio de otras ambiciones imposibles, como ir a un Mundial de Fútbol o participar en un Tour de
Francia. Y nada que se nos daba. ¿Por qué? ¿Acaso estábamos destinados a ser invisibles en un mundo de seres superiores
que sí tenían derecho a verse y a que los vieran?

Así íbamos. Gobernados por el complejo del subdesarrollo, al que respondíamos con una producción cinematográfica lánguida,
apoyada por una legislación sin dientes y limitada por un mercado estrecho. Cero laboratorios nacionales donde corregir color,
sacar copias o imprimir bandas de sonido óptico. En la producción, casos aislados como el de Víctor Gaviria, que apoyado en
la plata de un fabricante de yogures logró llevarnos a Cannes. Divertimentos llenos de veneno como los de Mayolo y Ospina,
que parecían promisorios en un mediometraje, pero que nunca tuvieron la solidez para aguantar 90 minutos. O películas
simplonas y mal hechas, como las dirigidas por Gustavo Nieto Roa, que a pesar de tener taquilla no bastaron para que la
industria del cine nacional despegara.

Todo esto mientras en otros frentes lográbamos dar el salto. Llegaron los mágicos 70 y los gloriosos 80. Cochise fue campeón
mundial, el Kid Pambelé hizo lo suyo y el Happy Lora también. Marroquín tuvo sus once y un médico filósofo nos dirigió en tres
mundiales de fútbol. Es cierto que no hicimos mucho en esos mundiales, ¿pero alguien duda que le ganamos a Argentina cinco
a cero? ¡Existíamos! ¡Lucho Herrera pintó con su sangre las carreteras de Francia! ¡Hasta un Nobel nos ganamos, carajo!
¿Cuándo le iba a llegar su turno al cine? ¿Era cierto ese lugar común que nos sentenciaba a tener triunfos individuales y
esporádicos porque éramos un pueblo condenado a la soledad donde sólo los esfuerzos aislados de un boxeador, o un ciclista,
o un narrador genial lograban expresar nuestro talento? ¿De verdad éramos tan malos para pensar en conjunto, como se
requiere para hacer una buena película?

Era lo que había cuando se aprobó la Ley de Cine. Y es lo que ha cambiado en los últimos diez años en los que se han
realizado más de 90 largometrajes. Siete veces más cine nacional que en todo el siglo pasado. Organización, recursos, trabajo
y los resultados se ven. Laboratorios colombianos que trabajan con unos parámetros de calidad competitivos
internacionalmente. Un equipo humano de directores de fotografía, editores y productores que crecieron en un ambiente de
tecnología digital. Llegada al país de productores internacionales que trabajan usando nuestros escenarios y nuestra gente. Un
acuerdo entre Gobierno, gremios del cine e industria privada que ha puesto las bases de un escenario en el que todos ganan.
Apoyo a las películas colombianas en todas sus etapas: creación de guiones, producción y posproducción, exhibición,
promoción y archivo de esta memoria de imágenes que una nueva generación está creando para dejar un testimonio de lo que
somos.

Los cimientos del negocio están en el recaudo de un impuesto por boleta vendida, en unos estímulos fiscales para su
producción y exhibición y en la administración seria de estos recursos. La plata del Fondo Mixto de Promoción Cinematográfica
y sus entes conexos llega a todos los sectores de la industria, estimulando la creación de decenas de empresas dedicadas al
cine. Estas empresas no se limitan a vivir del apoyo estatal; en este momento están gestionando nueve coproducciones que se
filmarán en Colombia con dineros gringos y europeos. Todo esto sin un solo escándalo por corrupción, sin la menor sombra de
saqueo o peculado. Este manejo transparente de los cincuenta millones de dólares que se han invertido en cine es milagroso.
Igualmente milagrosa es la continuidad de una política cultural que no se ha dejado someter a los vaivenes del gobierno de
turno y que mira hacia delante, luchando por consolidar unas metas de largo plazo.

Esto es una democracia, insiste Claudia Triana, la directora del Fondo Mixto de Promoción Cinematográfica. Esta afirmación
simple, que puede sonar demagógica, es una realidad que funciona en el microcosmos del cine colombiano, en el que los
proyectos se aprueban sin consultar su pureza ideológica o su vinculación con “palancas”. Jueces internacionales y nacionales
que son profesionales del cine o de la academia, y que rotan cada año, garantizan un amplio espectro ideológico y estético,
donde no hay censura. Al no contaminarse con la selección de lo que apoya, el Fondo preserva su imagen de ente
administrador y tiene cero tolerancia con la politiquería. Pero, sobre todo, se ha marginado del problema de la “calidad” de las
películas que se hacen. Si las cintas colombianas no son “buenas”, no es su cuento porque en Colombia no se hace un cine
“oficial”. Aquí, los realizadores tienen libertad para equivocarse. ¿Cuántos países pueden decir lo mismo?

Podríamos seguir enumerando milagros, pero despertaríamos sospechas. El que elogia arriesga en un país que tiene razones
para desconfiar de todo. Si queríamos lectores, debimos irrumpir en el tema como un elefante en una cristalería, arrasando con
la Ley de Cine y aprovechando que en Colombia tiene más auditorio el que habla mal de algo que el que habla bien. Pero tal
vez no sea demasiado tarde para darle gusto a la galería. Dejemos a un lado las cualidades de la Ley de Cine y entremos en
ese territorio de sombra donde se sienten cómodos los “críticos”. En la segunda parte de este artículo responderemos a las
preguntas del millón: ¿por qué —si la Ley de Cine es tan chévere— no hacemos mejores películas? O para ser más precisos:
¿por qué las “buenas películas” no tienen público y las “malas películas” sí? ¿En qué momento atroz Harold Trompetero se
volvió un gurú de la cultura?

El eterno dilema del cine entre acercarse al arte o lograr buenas taquillas

Diez años no es nada (II)


En esta segunda entrega, cuya primera parte se publicó el sábado, Anita de Hoyos profundiza en el tipo de películas que se hacen en Colombia y
por qué.
Por: Anita de Hoyos
La taquilla de ‘El paseo 2’ sobrepasó, en Colombia, la de cintas como ‘Argo’. / Cortesía

El cine no es un arte, aunque pueda llegar a serlo. Tampoco es un ejerciciodidáctico o político, aunque algunos pretendan
reducirlo a eso. El cine es show business, circo de variedades, entretenimiento masivo. Entonces es lógico que unas películas
que gravitan alrededor de propuestas “artísticas”, de “identidad cultural” o de “denuncia” no tengan acogida. Esa es la realidad.
No sólo en Colombia sino en el planeta, donde el cine de entretenimiento puro es el que se lleva las grandes tajadas de
taquilla.

Desde luego, el que algo exista no basta para que nos resignemos a soportarlo. Si fuera así, seguiríamos perseguidos por
tigres dientes de sable o sometidos al escarnio de la esclavitud. Cada cual es libre de luchar por lo que los optimistas llaman
“un mundo mejor”. En el caso del cine, el abismo entre lo que queremos ver y lo que nos dan existe y hace rato es una
obsesión de la crítica. ¿Por qué las películas se mantienen en esa triple frontera donde se dan cita las bajas pasiones, la
violencia exagerada y el mal gusto?

En 1922, la mente lúcida de Luis Tejada entendió el problema como un fenómeno de mercado y adjudicó la responsabilidad a
la demanda del público. “Para la mayoría de las gentes”, escribe don Luis, “una novela realista es, con razón, lo más aburridor
que hay en el mundo; porque la mayoría de la gente ama lo absurdo posible, lo inverosímil real. Y como no lo encuentra en los
libros, va a buscarlo al cinematógrafo, donde se presenta bajo las formas más sencillas, fuertes y exaltantes”. Más claro, difícil.
Y sin embargo, no lo escucharon. Y si no escucharon a don Luis, que era un genio, seguro no lo harán conmigo, que escribo y
pienso bastante peor. Pero igual, insistamos. De la calumnia, algo queda.

La mayoría no sueña con utopías sociales, sino con epopeyas aspiracionales. Y en Colombia se hacen pocas películas de
superación personal. Enaltecer el arribismo es un pecado que los realizadores nacionales evitan de manera sistemática,
esquivando el melodrama y contando tragedias que les cierran el camino con el público. Pero todavía más grave: siendo
espectáculo de masas, el cine tiene exigencias de “moralidad” que un productor debe reconocer. En Colombia, en el año 2012,
las quince películas más taquilleras tuvieron clasificación para todos. Cintas que podían verse —y se vieron— en familia, con
los chinos y la abuelita. Pero claro, en este país tampoco se hacen películas familiares porque para muchos la inocencia es
una falta de compromiso con la realidad áspera que el cine nacional debe reflejar. En estas condiciones, casi todas nuestras
cintas están tan cargadas de sexo, malas palabras y violencia injustificable que es una maravilla que las pongan para mayores
de 18. Deberían ser para mayores de 35.

Igual pasa con el problema “artístico”. Es legítimo que un director de cine quiera expresarse. Pero es peligroso. Al tratar de
complacerse a sí mismos, algunos se olvidan de los demás y el mercado les cobra su egolatría con cifras en rojo. Un director
de cine que quiera sobrevivir respeta las exigencias de su público y responde a ellas sin agredirlas. Y para eso necesita
trabajar modestamente durante años en el duro oficio de conocer sueños ajenos. Los iluminados que poseen una verdad
interior deberían escribir poesía o pintar cuadros, actividades ciento por ciento creativas donde están más cómodos con sus
obsesiones y no desencantan a ningún inversionista.
Por si algo faltaba, las cifras del negocio del cine no son la danza de millones que muchos creen. Sólo Hollywood puede
enfrentar presupuestos de centenares de millones de dólares. ¿Pero cuántas películas de estas se hacen al año? ¿Ocho, tal
vez diez? El resto son cintas que para ver la penumbra de los teatros pasan el tarro durante años y se arriesgan a perderlo
todo. En Gringolandia, la mayoría de las películas que se empiezan a rodar jamás se terminan, y de las que se terminan sólo
algunas escogidas llegan a las salas de cine. Las demás deben conformarse con recuperar sumas mínimas en los canales de
cable. En España, este año sólo una película ha recaudado más de cinco millones de euros. En Colombia, sólo cuatro películas
nacionales tuvieron ganancias en 2012. En estas condiciones, hay que apostarle a lo seguro.

En Colombia —así se tenga el apoyo de la Ley de Cine—, una película que tenga menos de 300.000 espectadores no gana
plata. Con una media de entradas de 150.000, el mercado nacional de cine es un matadero. No es un asunto de una ley
inadecuada, de campañas de publicidad sin recursos, del maltrato de los exhibidores que no le dan oportunidad al cine
nacional. Ni siquiera se trata de la calidad de las películas. Es sólo que no hay cama pa’ tanta gente. La estrechez del mercado
hace que Argo, una película bendecida con el Óscar y protagonizada por Ben Affleck, tenga 97.000 espectadores. Carnage, la
última película de Polansky, sólo tuvo 8.000. En estas condiciones, el comportamiento de cintas como Apaporis (47.000), Sofía
y el terco (50.000) o La lectora (200.000) es épico. Y películas como San Andresito (303.000) o La cara oculta (612.00) son
blockbusters.

Por eso, Dago García y Harold Trompetero. El paseo 2 vendió 1’432.000 boletas y consolidó una marca. Lo que era apenas
necesario, porque todas las películas que lograron superar el millón de espectadores el año pasado fueron secuelas. Y no
fueron muchas, apenas nueve, una selección de mega-blockbusters producidos en 3D donde la película colombiana hace un
honorable quinto lugar, superando a cintas como The Amazing Spiderman, Life of Pi y Wrath of Titans. El paseo 2 logró sacarle
a Men in Black 3 y a Skyfall 700.000 espectadores de ventaja. Los dobló en recaudación. Increíble. Así que alístense para la
cola de El paseo 3.

Pero en este cine que triunfa sin pretensiones, donde los productores sensatos ven una señal de esperanza, la mayoría de los
realizadores ve una amenaza. Con un criterio miope y —¿por qué no decirlo?— intelectualmente arribista, la kultur desprecia
películas como Mi gente linda, mi gente bella y las asimila a lo que no hay que hacer: cintas falsas, que eluden la realidad y
que se arrastran por el piso buscando complacer al público con trivialidades.

Con el debido respeto, esto es una tontería, porque no se trata de hacer lo que hacen Dago o Trompetero, personajes que
entre otras cosas tienen sus méritos y son difíciles de imitar. Se trata de reconocer el camino que ellos abrieron y que se puede
recorrer de otra manera para llegar al mismo público, que es el único público posible. Películas familiares, que transmitan un
mensaje simple y esperanzador. Esta recomendación será recibida con abucheos por parte de la “inteligencia”, pero sin ánimo
de tropel me atrevo a aconsejarles a los compañeros de viaje que revisen sus prioridades y que si les interesa tanto cambiar el
mundo, renuncien al cine y se metan de cabeza en la política. Y a los artistas, que hagan poesía o pinten cuadros. Pero que no
se pongan a hacer películas, porque se quebrarán, como ya lo están haciendo.
Por: Anita de Hoyos

También podría gustarte