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EDICIÓN
Tomás Eloy Martínez
PRÓLOGO
Tomás Eloy Martínez y Susana Rotker
NOTAS
Alicia Ríos
CRONOLOGÍA
Tomás Eloy Martínez
BIBLIOGRAFÍA
Tomás Eloy Martínez y Alicia Ríos
En este pueblo estuvo Francisco Martín a los principios, aunque amparado del cacique,
padeciendo los sustos y peligros a que está siempre expuesto un extranjero; pero después supo
su actividad darse tal maña para granjear a los indios, que se hizo dueño absoluto de la
voluntad de todos, porque imitando sus bárbaras costumbres, aprendió a comer el jayo;
aplicóse a ser mohán y curandero; diose a hechicerías y a pactos, en que salió tan
aprovechado, que se aventajaba a todos; resignóse a andar desnudo como los indios; y
finalmente, perdiendo la vergüenza para el mundo y para Dios el temor, quedó consumado
idólatra, adquiriendo tanta reputación con estas habilidades, que le eligieron capitán, para las
guerras que tenían con sus vecinos, en que logró tan felices sucesos, que agradecido el
cacique al crédito en que se hallaban sus armas con la dirección de tal caudillo, le dio por
mujer una hija suya y el absoluto dominio sobre sus vasallos, en cuya posesión lo dejaremos
ahora y lo hallaremos después6. [6. La narración de Oviedo y Baños corresponde aquí casi textualmente a
lo dicho por fray Pedro Simón (para ello hemos consultado la edición en dos tomos de la Biblioteca de la
Academia Nacional de la Historia, colección Fuentes para la Historia Colonial de Venezuela, publicada en
Caracas en 1963, con el título de Noticias Historiales de Venezuela).] Es importante señalar que en aquella época
no se seguía el criterio de originalidad tal como hoy lo entendemos: los cronistas se “copiaban” unos a otros sin
ningún problema pues había absoluta libertad en el manejo de las fuentes; pese a ello no podemos nunca hablar
de textos similares pues cada cronista enfatizará el elemento que le interese (al res pecto deben consultarse las
notas a la edición de Simón a la cual nos hemos referido, donde Demetrio Ramos Pérez hace un excelente
trabajo comparativo entre las obras de fray Pedro de Aguado y fray Pedro Simón).
CAPÍTULO VIII
Sale Alfinger de Tamalameque, y perseguido de trabajos llega al valle de Chinacota,
donde lo matan los indios.
Ignorante Alfinger de las desgracias de Bascona, le esperaba de vuelta por instantes
con el socorro, que le había de traer de Coro; pero viendo que era ya mediado el año de treinta
y uno, y no llegaba, se determinó a salir de Tamalameque en prosecución de sus conquistas,
cogiendo el camino por entre la serranía y la tierra llana, que corre hasta las orillas del río de
Magdalena, experimentando desde luego tales contratiempos y trabajos, por los muchos
anegadizos, ciénegas y esteros, que inundan aquel terreno, y fueron tan continuadas las
enfermedades y dolencias, por el mal temperamento y humedades, que se vio obligado al cabo
de algunos días a dejar aquel rumbo que llevaba, y torcer hacia la mano derecha, retirándose a
buscar la serranía, para gozar mejores aires en el desahogo de las tierras altas; pero aunque
consiguió librarse de los anegadizos y pantanos, no lo dejaron de perseguir los infortunios,
porque siendo muy ásperas y montuosas aquellas cordilleras, y grande la falta de bastimentos
que tenía, a cada paso desfallecidos los soldados con la continuación de las fatigas, tomaban
por partido quedarse arrimados a los troncos de los árboles, a ser pasto miserable de las fieras.
Pero Alfinger, dando ejemplo con su incansable brío a los que le seguían fatigados,
procuró vencer con la constancia aquellas fragosidades, y atropellando los inconvenientes que
se le ponían delante para embarazarle el viaje, vino a salir al río, que después llamaron del
Oro los conquistadores, que salieron con Quesada a descubrir el Nuevo Reino; pero en parte
tan despoblada, que no hallando con qué poder remediar la hambre que padecían, creció la
necesidad y se aumentó el desconsuelo, hasta que casualmente unos soldados descubrieron
una laguna, aunque pequeña en la circunferencia, tan abundante de caracoles, que fue bastante
a darles que comer algunos días, que se mantuvieron a su abrigo, por hallarse tan postrados,
que no podían pasar adelante sin darle tiempo al descanso.
Entre tanto despachó Alfinger a Esteban Martín con sesenta hombres, para que con la
diligencia que pudiesen procurasen por aquellos contornos descubrir alguna población donde
remediar con bastimentos la falta que padecían; y habiendo dado algunas vueltas por aquellas
serranías, salió a la provincia de Guané (cerca de donde pobló después Martín Galeano la
ciudad de Vélez) donde, como en país tan abundante y poblado, se proveyó con facilidad de
las semillas que quiso, y dentro de veinte días dio la vuelta al alojamiento en que había dejado
a Alfinger, que sin atreverse a desamparar la laguna, se había estado manteniendo en aquel
tiempo de los caracoles de sus playas.
Alegres todos con la abundancia del socorro, y más con la noticia de ser aquella tierra tan
poblada, levantaron el real, pasando luego a registrarla, pero sin detenerse en ella más tiempo,
que el que les fue necesario para hacer provisión de bastimentos; torcieron el camino para los
páramos de Ceruitá, malogrando (por no pasar más adelante) la fortuna de ser los primeros
que gozasen la riqueza de las opulentas provincias del Nuevo Reino, cuyos umbrales llegaron
a pisar sin conocerlos; pero parece que reservando la providencia divina la gloria de su
descubrimiento para Don Gonzalo Jiménez de Quesada, cegó una y otra vez a aquellos
hombres, para que perdiesen, por inadvertencia, la dicha que llegaron a tener entre las manos,
pues puestos ya en Ceruitá, si hubieran caminado al Sur diez leguas más, se hubieran
enmendado el yerro, restaurando la acción, que abandonaron primero; pero dejando el camino
que llevaban, tomaron la derrota para el Norte, sin advertir, que siguiendo las jornadas de
aquel rumbo, iban a salir derechos a la laguna de Maracaibo; en cuyo viaje fueron
imponderables los trabajos, así por las penalidades del frío, que padecían en los páramos,
como por la oposición que hallaron en los indios de Ravichá, que con repetidas guasábaras7
(en que murieron algunos españoles [7. Aparece indistintamente como guasábara o guazábara. Suele
usarse el término para referirse a la pelusa de las tunas; sin embargo, dentro del texto se utiliza en relación a los
enfrentamientos de los indios contra los españoles.], los molestaron de continuo, sin permitirles lugar
para el reposo, hasta que vencidas estas incomodidades, a fuerza del sufrimiento, hubieron de
aportar al valle de Chinacota; cuyos moradores, con la noticia anticipada de las crueldades de
Alfinger, desampararon las casas antes de verle la cara, teniendo por más seguro retirarse con
sus familias, buscando abrigo en los montes, pero siempre con el ánimo de lograr las
ocasiones, que les ofreciese el tiempo para vengar sus agravios; y así con esta intención, sin
que los españoles los sintiesen, se emboscaron en todos los arcabucos, que rodeaban el
alojamiento, esperando coyuntura para ejecutar, a lance fijo, la resolución que tenían
premeditada.
Ignorante Alfinger de la traición prevenida, y fiado más que debieran en el sosiego
aparente con que estaba todo el valle, se apartó una tarde, algo retirado del alojamiento,
comunicando en conversación algunas cosas con Esteban Martín, su gran amigo; y como los
indios (observando los movimientos de los nuestros) sólo aguardaban la ocasión, apenas los
vieron separados, cuando saliendo de la emboscada les embistieron con tal ímpetu y presteza,
que cuando pusieron mano a las espadas para defenderse, ya estaba Alfinger muy mal herido;
pero sin perder el ánimo, disimulando la herida, hizo rostro valerosamente a la multitud de
bárbaros que le acometía por todas partes, vengando la alevosía de su muerte con quitar la
vida a muchos de sus contrarios, hasta que socorrido de los demás españoles, se retiraron los
indios quedando Alfinger tan desangrado y postrado de las heridas, que sin que aprovechasen
los remedios, murió dentro de tres días, dejando perpetuada la memoria de sus atrocidades en
los recuerdos que hasta hoy da de ellas su sepulcro a seis o siete leguas de distancia de la
ciudad de Pamplona, que después pobló Pedro de Ursua, cuyo sitio, por haber sido donde la
muerte puso término a la bárbara crueldad de aquel tirano, mantiene todavía el título de su
nombre, siendo comúnmente conocido por el valle de Miser Ambrosio, aunque el cronista
Herrera, contra la evidencia de una verdad tan clara, pone esta muerte en Coro, por yerro
conocido de las relaciones que le dieron para formar su historia8. [8. Hay mucho cuestionamiento
del uso de las fuentes de Antonio de Herrera, sobre todo en la época en que escribe Oviedo y Baños].
CAPÍTULO IX
Gobierna el ejército Pedro de San Martín hasta llegar a Coro: gobierna la provincia
Juan Alemán, por muerte de Alfinger: sale Venegas a buscar el dinero que enterró
Bascona, y vuelve sin hallarlo.
Muerto Ambrosio de Alfinger, como sea tan apreciable en los hombres la dulzura del
mandar, empezaron a originarse en aquel pequeño ejército disturbios y disensiones, sobre
quién le había de suceder en el gobierno; y aunque los pretendientes eran muchos por voto de
los más principales fue preferido a todos el Factor Pedro de San Martín, pero aunque las
prendas de nobleza, prudencia y valor que le asistían lo hacían muy digno para las honras del
empleo, no fue tan aceptado su nombramiento, que dejase de haber discordias y alborotos,
que hubieran pasado a motines declarados, si el Capitán Juan de Villegas con su autoridad, y
aquella respetable veneración, que se había granjeado en la estimación de todos no hubiera
sacado la cara, y tomado la mano a sosegarlos; y así, apagada la llama, antes que cobrase
fuerza el incendio, por la interposición prudente de Villegas, mandó el nuevo general
desalojar el campo del valle de Chinacota (entrado ya el año de treinta y dos) y atravesadas las
montañas, que después llamaron de Arévalo, salieron a las campiñas de Cúcuta, que fértiles
de pastos, y abundantes de orégano (aunque de temple enfermo), son hoy muy adecuadas para
criazón de mulas, siendo las de este valle las de mayor estimación del Nuevo Reino.
Habiéndose detenido muy pocos días en Cúcuta, con bastantes contratiempos, hambres
y penalidades, fueron prosiguiendo lo molesto de su marcha, y de provincia en provincia
vinieron a dar en la que estaba Francisco Martín, tan convertido ya en indio y bien hallado
con sus groseras costumbres, que ni aun señas aparentes de español le habían quedado; y
teniendo noticia del cacique, su suegro, de que se acercaban los nuestros a su pueblo, juntó el
mayor número de gente, que pudo reclutar en sus banderas, y se la entregó al yerno, para que
saliese a embarazarles la entrada en sus dominios, fiando las felicidades del suceso en las
repetidas experiencias, que tenía de su valor. Bien conoció Francisco Martín, que los
forasteros que venían no podían ser otros, que los españoles del campo de Alfinger, de cuya
compañía él había sido; y para quedar bien con el suegro,
sin faltar a la lealtad que debía guardar con su nación, salió con su gente a la campaña, y
dejándola emboscada en las montañas vecinas, cuando le pareció tiempo de que pudiesen los
españoles estar cerca, con el motivo de ir a reconocer el campo del enemigo, se adelantó solo
a encontrarlos: iba Francisco Martín tan a la usanza de los indios, que no se diferenciaba en
nada de ellos, desnudo en carnes, y el cuerpo todo embijado, coronada de penachos de plumas
la cabeza, terciada al hombro la aljaba y armado el arco en la mano.
Acercóse de esta suerte a los españoles, que con trabajo y molestia iban marchando; y
aunque se les puso por delante, no era fácil conocerlo en aquel traje, ni pudieran persuadirse a
que era español como ellos, si al oírle referir sus infortunios y las lamentables desgracias de
Bascona, no fueran señales evidentes para caer en la cuenta de quién era; abrazáronle todos
con ternura, haciendo demostración el sentimiento al recuerdo de la muerte infeliz de los
demás compañeros; y habiéndole vestido con lo que permitió la desnudez que ellos traían,
para cubrir la total indecencia en que se hallaba, caminaron juntos hasta el lugar donde había
dejado los indios emboscados; y como la superioridad que Francisco Martín tenía adquirida
sobre la simple condición de aquellos bárbaros era tan absoluta, que observaban como
preceptos inviolables los más leves antojos de su gusto, bastó el que les dijese (hablándoles en
su lengua, que la sabía mejor que ellos), que dejadas las armas, tuviesen a los españoles por
amigos, pues los reconocía por sus hermanos, para que saliendo de la emboscada sin recelo,
ofreciesen la paz con rendimiento al General San Martín, y con tantas demostraciones de
amistad, que en buena correspondencia se fueron juntos al pueblo, donde acariciados del
cacique, como hermanos de su yerno, se estuvieron de asiento algunos días, hasta que
pareciendo tiempo al General para proseguir su viaje, llevándose consigo a Francisco Martín,
y de los indios amigos buenas guías, que los condujesen por trochas limpias y libres de
anegadizos (que era lo que más les molestaba) se pusieron en camino, y llegaron con felicidad
a Coro el mismo año de treinta y dos, habiendo consumido tres años en esta inútil jornada, sin
que de ella se siguiese otro provecho, que haber dejado asoladas, con inhumana crueldad,
cuantas provincias pisaron.
Sabida en Coro la muerte de Alfinger, con la llegada de su ejército derrotado; fue
recibido por Gobernador de la provincia un caballero tudesco, llamado Juan Alemán, pariente
muy cercano de los Belzares, por hallarse con un título despachado a prevención, para en caso
de que faltase
Alfinger; y habiendo sido dotado de una naturaleza muy quieta, y de ánimo muy pacífico, no
tenemos que referir particular operación suya, pues manteniéndose en Coro el tiempo que
duró en el ejercicio, atendió más a las conveniencias que pudo lograr a pie quedo con quietud,
que a los intereses, que pudiera adquirir por medio de las conquistas, buscándolos con afán.
Dejamos en el capítulo sexto al Teniente Venegas por cabo de los enfermos y demás
gente que dejó Alfinger en la ranchería de Maracaibo; y habiéndose mantenido con notable
sufrimiento los tres años que duraron las desgracias de tan infeliz jornada, cuando supo que
desbaratado y consumido el ejército había ya salido a Coro, pasó luego a la ciudad, o a ver a
los compañeros, o a tratar algunas cosas de su propia conveniencia; y teniendo allí noticia de
los sesenta mil pesos en oro, que había enterrado Bascona en su viaje desdichado, se
determinó a ir en persona a buscarlos,
para cuya diligencia juntó hasta sesenta compañeros, que se dedicaron a seguirle; y llevando
consigo a Francisco Martín, para que mostrase la parte donde habían dejado depositado el
tesoro, dio la vuelta a su ranchería de Maracaibo, para seguir desde Tamalameque los mismos
pasos que había llevado Bascona; pero no siendo fácil el que en la confusión de tan espesas
montañas pudiese Francisco Martín haber demarcado el sitio donde quedaba la ceiba, que fue
sepulcro del oro, después de haberlos traído de una parte para otra por entre anegadizos y
manglares, en su misma confusión y variedad conoció Venegas que tenía perdido el tino, y
que de no dar la vuelta antes de empeñarse más, tendrían el mismo paradero que había tenido
Bascona, cuyo recelo lo hizo retroceder sin pasar más adelante, siguiendo las cortaduras y
señales que había dejado en los árboles, advertencia, que le valió para dar breve la vuelta a
Maracaibo, sacando por premio de su codicia el fruto del escarmiento, y la efectiva
satisfacción de los precisos empeños, que contrajo para las disposiciones de su avío, en que
quedó condenado.
Y porque de una vez demos razón del paradero que tuvo Francisco Martín, es de
advertir, que retirado en Coro vivía tan arrepentido de haber dejado aquella brutal vida, que
gozaba entre los indios, y tan ansioso por ver a la mujer y los hijos, que ciego con el amor,
dejándose llevar de la tirana violencia del deseo, se huyó de Coro una noche, y se volvió al
pueblo de donde le habían sacado, tan bien hallado con las bárbaras costumbres en que ya
estaba habituado, que habiendo entrado después a aquella provincia una escuadra de soldados,
y traídoselo a Coro, se volvió a ir segunda vez, y hubiera cometido el mismo yerro otras cien
veces, si no hubieran tomado el expediente de enviarlo al Nuevo Reino de Granada, para que
quitada la ocasión con la distancia, olvidase la afición, que tanto lo enajenaba: remedio en que
consistió el sosiego de aquel hombre, pues vivió después con gran quietud en la ciudad de
Santa Fe confesando con arrepentimiento los despeños a que lo había precipitado su apetito9.
[9. Son muchas las versiones de Francisco Martín en los cronistas. Al respecto puede consultarse el artículo de
Miguel Acosta Saignes, “Fernández y Oviedo y el caso de Francisco Martín”, quien se refiere a los relatos de
Juan de Castellanos, fray Pedro Aguado y Fernández de Oviedo].