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Amandine La Princesa de Las Flores 21833 PDF 233364 11706 21833 N 11706
Amandine La Princesa de Las Flores 21833 PDF 233364 11706 21833 N 11706
Cecilia Agüero
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Presentación
¡Hola! Este es un breve relato que escribí los últimos días de diciembre para el concurso
«Érase otra vez» , una compilación de retellings sobre cuentos populares y adaptaciones de
Disney. Se trata de una historia corta, basada en el viejo cuento de «La princesa y el garbanzo».
infinito—. Era una de mis historias favoritas cuando era chica y la leí muchísimas veces —tenía
más de tres libros enormes de compilaciones de cuentos populares, con unas ilustraciones
hermosas—.
Ojalá la disfruten.
Ceci A.
@CeciTonks
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Amandine, la princesa de las flores
Era enorme, por supuesto. Digna de una princesa. Tenía un enorme balcón semicircular
que, cuando era niña, le recordaba a la película de Aladdín. Había estado obsesionada con esa
historia, recreándola desde su amplia terraza, imaginándose que tenía a toda Agrabbah a sus
pies.
Había tenido un berrinche de esos que los miembros del palacio llamaban de novela,
hasta que había logrado que le consiguieran un gato —a pesar de que su madre era alérgica—; lo
más parecido que iba a encontrar para hacer las veces del tigre de bengala de la película.
Sin embargo, no había funcionado. No había conseguido ningún truhán disfrazado con
pequeño atisbo de lo que podría ser la vida si estuviese lejos de allí. Se había vuelto una
especialista. Desde su sitio privilegiado —el mejor del palacio: frontal y directo al jardín; lo
suficientemente alto como para que no se pudiese adivinar demasiado el movimiento que había
sobre él—, analizaba con ojo casi clínico lo que se sucedía en todos los terrenos, uno a uno.
Sabía, por ejemplo, que Lavender salía a dar un corto paseo por el sector de los rosales
todas las mañanas. Ella aseguraba que se trataba de un control para corroborar que la fama del
jardín real se mantuviera impoluta. Sin embargo, Rosemary había conseguido discernir, luego de
semanas de observación minuiciosa, que, en realidad, Lavender salía a esa hora exacta —cada
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día, así lloviese o hiciera sol— porque desde los rosales se podía ver a Basu, el encargado de los
árboles frutales. Con sus guantes mordidos por la tierra, se reclinaba sobre las raíces ancestrales
que habían visto crecer los viejos amores que habían nacido entre los antepasados de Rosemary.
Cuando entendió, no había podido evitar caer en la tentación. Desde entonces, solicitaba a
la pobre Lavender en el momento en que sabía que más anhelaba su furtivo encuentro
con Basu, y la obligaba a quedarse pululando por su habitación, enloqueciéndola con sinsentidos
Rosemary disfrutaba viendo la infelicidad de los otros. De alguna manera, cuando los
ojos de quienes estaban allí para servirla se apagaban tanto como los suyos, se sentía en paz.
pesadillas. Dill, la encargada de los postres, la detestaba. Una vez, cuando Rosemary apenas
arañaba la adolescencia, se había sentado frente a ella con los brazos cruzados y los labios
apretados, exigiéndole una docena de dulces para el té que tomaría con sus amigas.
disuadirla —era una pérdida de tiempo y el padre de Rosemary esperaba que esa noche se
sirviera su postre favorito, porque estaba de regreso en casa luego de un viaje diplomático—,
pero la niña se había negado en redondo a salir de allí sin haber probado sus postres. Al parecer,
había conseguido timar a Basu para que le prestara su teléfono móvil y había descargado una
Al final, Dill había tenido que claudicar. Corriendo todo el día, se había dejado abrumar
por las exigencias de la princesa, que rechazó cada uno de sus platos; hasta los más elaborados.
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Se hacía de noche y Rosemary no había cejado en su capricho: todavía no tenía el dulce
adecuado, el que ella quería. Dill había terminado con una crisis de llanto y Rosemary le había
sugerido que, tal vez, era hora de buscar un nuevo trabajo. Lavender había tenido que llevársela
mientras la pobre mujer gritaba a quien quisiera escucharla lo bien que había servido a la familia
Su padre se había molestado muchísimo con ella esa noche, pero le daba igual. Por
supuesto que nunca había planificado un té con amigas —¿a quién invitaría?, ¿a las estiradas de
sus primas?—; lo había hecho solo porque le gustaba fastidiar y estaba aburridísima.
con Parsley, la mano derecha de sus padres, que también lo había sido de sus abuelos y
posiblemente de sus bisabuelos y los anteriores a ellos. Era un señor con el cabello
completamente blanco, que ese año había tenido una nietita de la que estaba enamorado.
Rosemary se había pasado esa vez. Estaba furiosa porque su madre seguía sin permitirle
tener acceso a internet —¡en pleno siglo XXI!—, y ni siquiera tenía control absoluto de su
propio teléfono celular. Se sentía ridícula, estafada y enojada con el mundo. En especial,
con Thy, una jovencita odiosa que había conocido en el internado y que había alardeado sobre
su Iphone último modelo cuando Rosemary había confesado que ella ni siquiera sabía lo que
era.
ofrecía Iphones ni internet, y a todo el jodido castillo de cristal que la había vuelto una princesa
de pesadilla.
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La pequeña broma que le había hecho a Parsley había salido mal y el pobre hombre había
terminado sollozando sobre el regazo de su padre porque creía que su nietita estaba muerta.
En ese momento, tenía casi veinte años y, aunque la niña berrinchuda y demasiado
maliciosa no había desaparecido del todo, soportaba como podía el tedio frente al balcón que
espejaba sus miedos. Intentaba que nadie la llamara a sus espaldas Princesa Pesadilla.
Su madre pretendía casarla, y eso le generaba una repulsión terrible. Si había algo más
asfixiante que aquel palacio tedioso y lleno de flores, era tener un marido que se añadiera al
enorgullecía la cantidad altísima de seguidores. Por supuesto que su madre había contratado a un
tipo que la asesorara en cada punto y en cada coma que pusiera en las redes sociales, pero
Ese día, estaba especialmente de mal humor porque había perdido un anillo que le había
regalado su abuela cuando era apenas una cría. No tenía especial aprecio por la señora —se había
muerto casi enseguida luego de aquel obsequio—, pero era bonito y le combinaba con una de sus
faldas favoritas. La pensaba usar al día siguiente; su madre y ella irían en una tarde de campo
donde seguramente habría un gran puñado de tipos de su edad ansiosos por babearle las rodillas.
Se había asomado al jardín por el balcón, a ver los rosales. Había quedado atrás la pulla
con Lavender; al final, Basu se había casado con una muchacha que no conocía.
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No había demasiado movimiento. Caléndulas, margaritas y algunos tulipanes se sucedían
en un concierto que ella no conocía. El cielo estaba claro, y era ese momento soporífero de la
tarde en el que todos deseaban meterse en la cama a echarse un sueñecito. Probablemente, era lo
que estaría haciendo Basu tras los naranjos; nadie podía culparlo.
Rosemary saltó y casi consiguió que su celular cayera de punta al suelo al notar a alguien
entre los rosales, alguien que no reconoció de inmediato. Y era imposible, porque conocía a todo
Llevaba un sombrero de ala ancha y no parecía con prisas. Se había detenido en cada una
de las plantas; una figura acuclillada sobre los pimpollos apenas florecidos.
Cuando era más niña, había usado la campanilla hasta el hartazgo. El sonido tintineante le
provocaba ahora dolor de cabeza, por lo que echó a correr hacia el pasillo a los gritos.
—¡Lavender!
La pobre mujer la encontró cuando Rosemary ya estaba por bajar las escaleras.
Lo dijo tan firme que Lavender parpadeó y se llevó la mano al pecho para controlar su
agitación.
—¿En el jardín?
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Ahí estaba. La precaución de cualquier persona con un mínimo de inteligencia que
hubiese conocido a la princesa pesadilla por más de dos segundos. Los ojos de Lavender se
achinaron, intentando que no salieran por ellos la desconfianza que le provocaban los exabruptos
de la joven.
—Pero entonces…
—Conozco a cada persona que trabaja aquí, ¡te estoy diciendo que hay alguien
—¡Vamos!
¡Parsley!
El jardín del palacio era una de las cosas más nauseabundas para Rosemary. Era tan
perfecto, tan etéreo, tan de cuento, que más de una vez había intentado destruirlo con sus propias
manos.
Lavender intentó hacerle señas a Parsley mientras seguía a la princesa, que se metió sin
dudar entre los rosales, zigzagueando hasta dar con el origen de todo el revuelo.
—¡Ajá! —gritó, exaltada, cuando también Lavender pudo ver a la figura—. ¡Te lo dije!
—¡Señorita! —chilló ella, al borde de las lágrimas—. Se lo suplico, póngase detrás de mí.
—Oye, ¡eh!
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El enorme sombrero pareció recuperar su movilidad, porque la persona se incorporó con
lentitud y levantó la cabeza para revelar a una jovencita que no podría ser mucho mayor que la
misma Rosemary. Tenía la piel oscura y los ojos demasiado claros; podían confundirse
perfectamente con la hierba podada del jardín que se abría a sus pies.
Lavender—. No la conozco.
Ella se tomó un momento para responder, perezosa. Parecía reacia a quitarle la vista de
encima a las flores que la envolvían. Lavender gimió, sin saber si sería mejor salir corriendo de
desprotegida—, o quedarse allí a pesar de saber que no sería de ninguna utilidad en caso de que
—Mi nombre es Amandine. —Tenía la voz muy baja—. Estas son las rosas del palacio,
¿verdad?
defensiva.
—¿Cómo…?
Amandine movió la cabeza, haciendo que el ala de su sombrero ondulase con su mirada.
—Solo seguí el camino que me pareció —explicó, en esa voz que se confundía con un
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—No. —Se oía sincera—. Vengo viajando hace varios días. Quería conocer el jardín del
—¿Te gustan las flores? —Era una pregunta ridícula, y Rosemary se odió por ello.
—Sí.
—¿No sabes quién soy? —exigió. En ese momento, se dio cuenta de que Lavender se
había marchado, llorando a gritos en busca de los miembros de seguridad del castillo.
—No. —Se atrevió a sonreír, al abrigo de la sombra que daba su sombrero—. Pero
—¿Las qué…?
—¿Qué personalidad?
Amandine no contestó.
—¿Cómo te llamas?
fascinado de pequeña. Empezaba a urdir un plan a toda prisa, regodeándose de esa oportunidad
tan brillante. Pocas veces podía tener a tiro a una persona de su edad, mucho menos a alguien
En eso, la seguridad llegó. Rosemary hizo un gesto con la mano, pero los hombres no se
frenaron.
—Pero señorita…
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Era Lavender, que estaba hecha un manojo de nervios. Sus padres no estaban en el
palacio, así que, por más que no quisiera, tenía que obedecerle.
—No podemos hacer eso —explicó el más fornido, con lentes de sol—. Tenemos que
seguir el protocolo.
—¡Pero…!
—Háganlo.
Le complació saber que no podían evadir su orden directa. Revisaron a Amandine con
minuciosidad y le pasaron ese horrible artefacto que les aseguraba que no portaba armas ni
—Amandine, ¿quieres tener la mejor vista del jardín real? —la tentó Rosemary, con una
—De acuerdo.
Ya había ganado.
—Ven conmigo.
Su idea era sencilla. Jugaría un poco con Amandine, aprovechando que no la conocía y ya
Sin embargo, aun cuando ingresaron en su habitación, Rosemary no estaba del todo
confiada.
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—¿En serio no sabes quién soy? —la increpó, con un poco de dureza. Amandine, que
estaba observando todo con atención —no se había quitado el sombrero a pesar de que estaban a
—Pues no.
—Ven.
Abrió la enorme ventana, que hacía las veces de puerta hacia el balcón, y le franqueó el
—Las rosas.
jardín y sobre las flores, a lo que Amandine respondió con genuino interés, asintiendo llena de
emoción. Las tonterías de Rosemary eran inigualables. Había pasado años inventando historias
ridículas para poner verde a los miembros del palacio, e incluso a sus propios padres.
Se aburría.
Amandine la oía con una atención que rayaba el éxtasis. Preguntaba, se interesaba y
retrucaba; era evidente que sabía muchísimo sobre plantas. Rosemary no tenía idea, solo seguía
la corriente. Se habían sentado las dos en el bordillo, algo que tenía terminantemente prohibido y
que ella adoraba hacer; no solo cuando fingía ser la princesa de Aladdín.
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—Me dijeron que este sitio se conoce como el palacio de las plantas —decía Amandine,
ajena a sus sentimientos. Gesticulaba mucho; lucía tímida en cualquier cosa que no se refiriera a
—Que todos los del personal tienen nombres así. Es como una curiosidad.
Una vez más, Rosemary notó que los ojos de Amandine brillaban como la hierba
mencionas…
Rosemary?
—¿Qué sabes de ella? —soltó la aludida, con las mejillas rojas. Amandine se encogió de
Rosemary tuvo que tomarse un momento para asimilar aquello que sabía perfectamente,
pero que nunca había oído en boca de otro. Nadie había sido tan valiente de decírselo a la cara.
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Amandine se encogió de hombros.
—Me da igual —admitió, sincera—. Cualquiera con este jardín debería ser feliz, ¿no te
parece?
—¿Por qué? —casi exigió Rosemary, volviendo a construir aprisa sus defensas.
—Porque es hermoso.
—La vida no solo se trata de plantas —cortó con dureza la joven, empezando a enfadarse
—La mía sí. —No parecía avergonzada de aquello—. Si viviese aquí, sería
inmensamente feliz. De donde vengo, es imposible hacer crecer una rosa. El clima es demasiado
árido.
—¿Quieres intentarlo?
—¿Estarás conmigo?
—¿Yo? —La voz de la princesa se había elevado tres octavas—. ¿Tú quieres estar
conmigo?
—Claro. Puedo enseñarte sobre jardinería y tú me muestras todos los sitios del palacio.
Sería divertido.
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—Porque… —Empezaba a quedarse sin ideas para sus mentiras, había estado siendo
demasiado sincera—. Porque Rosemary no querrá. Es una arpía envidiosa de cualquier felicidad
ajena.
demostrarle que se puede ser muy feliz en cualquier sitio, con las personas correctas. Siempre
—¿Sola?
—Sí.
—¿Y por eso llegaste hasta aquí? —Rosemary no podía dejar de hacer preguntas,
—Sí, exacto. —La aludida hizo una pausa para reflexionar—. Y para conocer a la
princesa. Dicen tantas cosas sobre ella que querría saber qué es cierto. No me gustan mucho los
chismes.
—Ah, a ella déjala —replicó Rosemary, haciendo un gesto desdeñoso—. Todo lo que
dicen es cierto.
—¿Cómo lo sabes?
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—La conozco, por supuesto.
—Nadie puede ser tan malo rodeado de tanta belleza —insistió, honesta.
—Eres un poco tonta, ¿verdad? —lanzó la otra, con los ojos entrecerrados.
—Puede ser.
—No.
—¿Estás loca?
La risa de Amandine la pilló por sorpresa. No creía haber visto nunca alguien que se riera
con ella; todo eran caras largas y labios fruncidos intentando no soltar lo que en verdad querían
decirle.
Odiosa.
—Me gusta estar en contacto con la naturaleza —le aseguró ella, inmune a sus
—Pero…
Rosemary se cortó cuando Amandine se inclinó un poco hacia ella, todavía con la sonrisa
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—¿Puedo contarte algo? —murmuró, casi como un secreto. La aludida asintió. A
a punto de quebrarle las costillas—. Hacía muchísimo tiempo que no hablaba con alguien de mi
edad —confesó Amandine, radiante—. En realidad, hacía muchísimo tiempo que no hablaba con
Divertida.
—Pues…
Sin aguardar una respuesta afirmativa, Rosemary se puso de pie y regresó a la habitación.
—Voy a pedirle a Dill que nos prepare algo —le aseguró, necesitando desesperadamente
—De acuerdo.
Se había quitado el sombrero al fin, y el cabello castaño le caía ondulado sobre el rostro.
—Espérame aquí.
Rosemary no se detuvo a esperar que ella estuviese de acuerdo; echó a correr bien lejos,
cama. Dill, que había subido con ella, ahogó una exclamación al ver a la joven rendida sobre el
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lecho de la princesa. Por mucho menos, Rosemary había hecho que las paredes del palacio
temblaran.
—Sh —ordenó, atajando a la impactada cocinera—. Deja todo por ahí. Y que no nos
molesten.
Dill solo asintió con la cabeza, mientras Rosemary repasaba por enésima vez las palabras
de Amandine en su mente.
—Ya —titubeó Rosemary cuando Dill dejó la bandeja en la mesita, como si sus labios no
Rosemary no sabía cómo tratar a visitas, mucho menos a huéspedes. Rodeó tres veces la
cama, observando a Amandine sin saber qué hacer y preguntándose si estaría mal mirarla tanto
rato. Quería conocer mucho más sobre ella: de dónde era, por qué amaba tanto las plantas, si
realmente había conocido a alguien divertido como para poder afirmar que ella también lo era.
Suspirando, solo se atrevió a sacar con sus propias manos unas mantas que tenía en el
primero de sus tres guardarropas y se las echó encima con delicadeza, con cuidado de no
despertarla.
Cuando cayó la noche, se preguntó si debería despertarla. Una parte de sí quería su cama
de regreso, pero la otra se sentía emocionada por estar haciendo algo tan ridículo, tan mundano
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El corazón le aleteaba fuerte si lo pensaba mucho.
No bajó a cenar; le encargó a Lavender que trajese algo de comer a su cuarto en absoluto
Al final, llamó a Parsley para que le hiciera una cama al lado de la propia. No había
travesuras que había hecho en su vida, las flores, y las ganas de ser como ella.
—Rosemary.
Abrió los ojos asombrada, para ver primero la mueca incómoda de Amandine encima de
—Mamá —balbuceó Rosemary, intentando sin éxito peinarse para no parecer tan
desconocida visitante.
—Disculpa, pero, ¿podrías decirme quién eres y qué haces en la cama de mi hija?
Amandine volvió a hacer una mueca de dolor y Rosemary quiso taparse el rostro para
—Lo siento —murmuró la chica, sobándose la parte de atrás—. Había algo aquí que no
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—Mi cama es perfecta —aseveró, confundida.
Amandine se puso de pie de un salto, ignorando por completo a la reina, y, con sus
propias manos, levantó los tres gruesísimos colchones. Los habían hecho especialmente para el
—Ajá, aquí —exclamó Amandine, para asombro de las mujeres presentes. Estiró el brazo
y sacó del fondo una sortija diminuta que resplandecía tanto como una sonrisa.
Su madre ignoró sus gritos y se dirigió a Amandine. En ese momento, Rosemary se dio
cuenta de que varios miembros del personal se conglomeraban sobre la puerta entreabierta,
—¿Eres de sangre real? —volvió a preguntar la mujer, muy digna. Su hija chasqueó la
lengua—. Solo una princesa podría sentir algo así. Una real.
—Pero mamá, ¡qué dices! —exclamó, sacudiendo la cabeza—. A ella solo le agradan las
plantas.
Se arrepintió de inmediato de haberlo dicho, pero el mal ya estaba hecho. No quiso mirar
—Sí, señora —repitió ella, ignorando el comentario de Rosemary—. Soy una princesa.
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Lavender ahogó una exclamación, ya sin interesarse por ocultar su presencia. Señaló
—¡Ya sé quién es! ¡Oh, por dios! ¡Es la Princesa de las Flores!
Rosemary se giró hacia ella y la descubrió sonriendo con calidez, de la misma manera
que lo había hecho el día anterior en el balcón. Se acercó a ella, turbada, y agachó la cabeza.
—Lo siento. No soy Jazmín —admitió muy bajito, para que solo ella la escuchara—. Soy
entre nosotras, no creo que seas una pesadilla. Solo necesitas una buena mano, como las flores,
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Fin
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