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Retelling del cuento popular «​La princesa y el garbanzo​», publicado en

1835 por Hans Christian Andersen.

Amandine, la princesa de las flores​

Cecilia Agüero
Copyright © 2019

©2019, Amandine, la princesa de las flores.

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Presentación

¡Hola! Este es un breve relato que escribí los últimos días de diciembre para el concurso

«​Érase otra vez»​ , una compilación de retellings sobre cuentos populares y adaptaciones de

Disney. Se trata de una historia corta, basada en el viejo cuento de «​La princesa y el garbanzo​».

No sé si es tan conocido como otros, aunque lo escribió Andersen —y mi amor por él es

infinito—. Era una de mis historias favoritas cuando era chica y la leí muchísimas veces —tenía

más de tres libros enormes de compilaciones de cuentos populares, con unas ilustraciones

hermosas—.

Mi historia en verdad no tiene nada de particular. Solo quería dejarla salir de mi

computadora por la adoración que le tengo al cuento.

Ojalá la disfruten.

¡Muchas gracias por todo!

Ceci A.

@CeciTonks

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Amandine, la princesa de las flores

Rosemary veía pasar la vida a través de su ventana.

Era enorme, por supuesto. Digna de una princesa. Tenía un enorme balcón semicircular

que, cuando era niña, le recordaba a la película de ​Aladdín.​ Había estado obsesionada con esa

historia, recreándola desde su amplia terraza, imaginándose que tenía a toda ​Agrabbah​ a sus

pies.

Había tenido un berrinche de esos que los miembros del palacio llamaban de novela,

hasta que había logrado que le consiguieran un gato —a pesar de que su madre era alérgica—; lo

más parecido que iba a encontrar para hacer las veces del tigre de bengala de la película.

Sin embargo, no había funcionado. No había conseguido ningún truhán disfrazado con

ropas reales que quisiera sacarla de ese encierro de cristal.

Al crecer, Rosemary había empezado a considerar su ventana y su balcón como el

pequeño atisbo de lo que podría ser la vida si estuviese lejos de allí. Se había vuelto una

especialista. Desde su sitio privilegiado —el mejor del palacio: frontal y directo al jardín; lo

suficientemente alto como para que no se pudiese adivinar demasiado el movimiento que había

sobre él—, analizaba con ojo casi clínico lo que se sucedía en todos los terrenos, uno a uno.

Sabía, por ejemplo, que Lavender salía a dar un corto paseo por el sector de los rosales

todas las mañanas. Ella aseguraba que se trataba de un control para corroborar que la fama del

jardín real se mantuviera impoluta. Sin embargo, Rosemary había conseguido discernir, luego de

semanas de observación minuiciosa, que, en realidad, Lavender salía a esa hora exacta —cada

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día, así lloviese o hiciera sol— porque desde los rosales se podía ver a Basu, el encargado de los

árboles frutales. Con sus guantes mordidos por la tierra, se reclinaba sobre las raíces ancestrales

que habían visto crecer los viejos amores que habían nacido entre los antepasados de Rosemary.

Cuando entendió, no había podido evitar caer en la tentación. Desde entonces, solicitaba a

la pobre Lavender en el momento en que sabía que más anhelaba su furtivo encuentro

con Basu, y la obligaba a quedarse pululando por su habitación, enloqueciéndola con sinsentidos

para hacerle perder el tiempo.

Rosemary disfrutaba viendo la infelicidad de los otros. De alguna manera, cuando los

ojos de quienes estaban allí para servirla se apagaban tanto como los suyos, se sentía en paz.

Si ella era infeliz, pues también lo sería todo el maldito palacio.

En las cocinas, a Rosemary la llamaban por lo que en verdad era: la princesa de

pesadillas. Dill, la encargada de los postres, la detestaba. Una vez, cuando Rosemary apenas

arañaba la adolescencia, se había sentado frente a ella con los brazos cruzados y los labios

apretados, exigiéndole una docena de dulces para el té que tomaría con sus amigas.

Dill sabía a la perfección que la princesa no tenía amigas. Había intentado

disuadirla —era una pérdida de tiempo y el padre de Rosemary esperaba que esa noche se

sirviera su postre favorito, porque estaba de regreso en casa luego de un viaje diplomático—,

pero la niña se había negado en redondo a salir de allí sin haber probado sus postres. Al parecer,

había conseguido timar a Basu para que le prestara su teléfono móvil y había descargado una

veintena de recetas que necesitaba ver en directo.

Al final, Dill había tenido que claudicar. Corriendo todo el día, se había dejado abrumar

por las exigencias de la princesa, que rechazó cada uno de sus platos; hasta los más elaborados.

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Se hacía de noche y Rosemary no había cejado en su capricho: todavía no tenía el dulce

adecuado, el que ella quería. Dill había terminado con una crisis de llanto y Rosemary le había

sugerido que, tal vez, era hora de buscar un nuevo trabajo. Lavender había tenido que llevársela

mientras la pobre mujer gritaba a quien quisiera escucharla lo bien que había servido a la familia

real durante quince años.

Su padre se había molestado muchísimo con ella esa noche, pero le daba igual. Por

supuesto que nunca había planificado un té con amigas —¿a quién invitaría?, ¿a las estiradas de

sus primas?—; lo había hecho solo porque le gustaba fastidiar y estaba aburridísima.

Un poco mayor, ya con dieciséis recién cumplidos, se le había ocurrido meterse

con Parsley, la mano derecha de sus padres, que también lo había sido de sus abuelos y

posiblemente de sus bisabuelos y los anteriores a ellos. Era un señor con el cabello

completamente blanco, que ese año había tenido una nietita de la que estaba enamorado.

Rosemary se había pasado esa vez. Estaba furiosa porque su madre seguía sin permitirle

tener acceso a internet —¡en pleno siglo XXI!—, y ni siquiera tenía control absoluto de su

propio teléfono celular. Se sentía ridícula, estafada y enojada con el mundo. En especial,

con Thy, una jovencita odiosa que había conocido en el internado y que había alardeado sobre

su Iphone último modelo cuando Rosemary había confesado que ella ni siquiera sabía lo que

era.

Había odiado con todo el cuerpo a su madre, a su padre, a la ventana que no le

ofrecía Iphones ni internet, y a todo el jodido castillo de cristal que la había vuelto una princesa

de pesadilla.

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La pequeña broma que le había hecho a Parsley había salido mal y el pobre hombre había

terminado sollozando sobre el regazo de su padre porque creía que su nietita estaba muerta.

Rosemary nunca se había sentido tan furiosa con la vida.

En ese momento, tenía casi veinte años y, aunque la niña berrinchuda y demasiado

maliciosa no había desaparecido del todo, soportaba como podía el tedio frente al balcón que

espejaba sus miedos. Intentaba que nadie la llamara a sus espaldas Princesa Pesadilla.

Su madre pretendía casarla, y eso le generaba una repulsión terrible. Si había algo más

asfixiante que aquel palacio tedioso y lleno de flores, era tener un marido que se añadiera al

cúmulo de exigencias y fastidios con los que lidiaba diariamente.

Al menos, había conseguido el teléfono. Tenía una cuenta de Instagram y todo; la

enorgullecía la cantidad altísima de seguidores. Por supuesto que su madre había contratado a un

tipo que la asesorara en cada punto y en cada coma que pusiera en las redes sociales, pero

mientras estaba sentada en su balcón semicircular, con la pantalla titilando de su

reluciente Iphone, la vida no era tan mala.

Ese día, estaba especialmente de mal humor porque había perdido un anillo que le había

regalado su abuela cuando era apenas una cría. No tenía especial aprecio por la señora —se había

muerto casi enseguida luego de aquel obsequio—, pero era bonito y le combinaba con una de sus

faldas favoritas. La pensaba usar al día siguiente; su madre y ella irían en una tarde de campo

donde seguramente habría un gran puñado de tipos de su edad ansiosos por babearle las rodillas.

Se había asomado al jardín por el balcón, a ver los rosales. Había quedado atrás la pulla

con Lavender; al final, Basu se había casado con una muchacha que no conocía.

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No había demasiado movimiento. Caléndulas, margaritas y algunos tulipanes se sucedían

en un concierto que ella no conocía. El cielo estaba claro, y era ese momento soporífero de la

tarde en el que todos deseaban meterse en la cama a echarse un sueñecito. Probablemente, era lo

que estaría haciendo Basu tras los naranjos; nadie podía culparlo.

Rosemary saltó y casi consiguió que su celular cayera de punta al suelo al notar a alguien

entre los rosales, alguien que no reconoció de inmediato. Y era imposible, porque conocía a todo

el personal que trabajaba en el palacio desde que había nacido.

Llevaba un sombrero de ala ancha y no parecía con prisas. Se había detenido en cada una

de las plantas; una figura acuclillada sobre los pimpollos apenas florecidos.

—Pero qué… —No demoró mucho más—. ¡Lavender! ¡Lavender!

Cuando era más niña, había usado la campanilla hasta el hartazgo. El sonido tintineante le

provocaba ahora dolor de cabeza, por lo que echó a correr hacia el pasillo a los gritos.

—¡Lavender!

La pobre mujer la encontró cuando Rosemary ya estaba por bajar las escaleras.

—¡Señorita! ¿Qué ocurre?

—Hay alguien en el jardín.

Lo dijo tan firme que Lavender parpadeó y se llevó la mano al pecho para controlar su

agitación.

—¿En el jardín?

—Sí. Lo acabo de ver.

—Debe ser Basu, señorita.

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Ahí estaba. La precaución de cualquier persona con un mínimo de inteligencia que

hubiese conocido a la princesa pesadilla por más de dos segundos. Los ojos de Lavender se

achinaron, intentando que no salieran por ellos la desconfianza que le provocaban los exabruptos

de la joven.

—No, no —aseveró ella, sacudiendo la cabeza—. Estoy segura de que no es él.

—Pero entonces…

—Conozco a cada persona que trabaja aquí, ¡te estoy diciendo que hay alguien

desconocido! —Lavender boqueó, entre la espada en la pared—. ¡Podría ser peligroso!

El rostro de la mujer se descompuso, y Rosemary aprovechó el momento en el que bajaba

la guardia para tomarla groseramente por la muñeca y obligarla a seguirla.

—¡Vamos!

—Pero… —exhaló Lavender, trastabillando antes de seguirla—. ¡Llamen a seguridad!

¡Parsley!

El jardín del palacio era una de las cosas más nauseabundas para Rosemary. Era tan

perfecto, tan etéreo, tan de cuento, que más de una vez había intentado destruirlo con sus propias

manos.

Lavender intentó hacerle señas a Parsley mientras seguía a la princesa, que se metió sin

dudar entre los rosales, zigzagueando hasta dar con el origen de todo el revuelo.

—¡Ajá! —gritó, exaltada, cuando también Lavender pudo ver a la figura—. ¡Te lo dije!

—¡Señorita! —chilló ella, al borde de las lágrimas—. Se lo suplico, póngase detrás de mí.

¡Hay que llamar a seguridad!

—Oye, ¡eh!

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El enorme sombrero pareció recuperar su movilidad, porque la persona se incorporó con

lentitud y levantó la cabeza para revelar a una jovencita que no podría ser mucho mayor que la

misma Rosemary. Tenía la piel oscura y los ojos demasiado claros; podían confundirse

perfectamente con la hierba podada del jardín que se abría a sus pies.

—¿Quién es usted? —exigió Rosemary, sin seguir ninguna de las indicaciones de

Lavender—. No la conozco.

Ella se tomó un momento para responder, perezosa. Parecía reacia a quitarle la vista de

encima a las flores que la envolvían. Lavender gimió, sin saber si sería mejor salir corriendo de

allí para llamar a Parsley o a los muchachos de seguridad —dejando a la princesa

desprotegida—, o quedarse allí a pesar de saber que no sería de ninguna utilidad en caso de que

esa chica quisiera hacerles daño.

—Mi nombre es Amandine. —Tenía la voz muy baja—. Estas son las rosas del palacio,

¿verdad?

—Claro que sí. Estás en el palacio, ¿no? —respondió Rosemary, demasiado a la

defensiva.

—No sé dónde estoy.

—¿Cómo…?

Amandine movió la cabeza, haciendo que el ala de su sombrero ondulase con su mirada.

—Solo seguí el camino que me pareció —explicó, en esa voz que se confundía con un

susurro—. Las rosas del palacio son famosas. Necesitaba conocerlas.

La boca de Rosemary se llenó de preguntas inconexas.

—¿No eres de aquí?

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—No. —Se oía sincera—. Vengo viajando hace varios días. Quería conocer el jardín del

que todos hablan.

—¿Te gustan las flores? —Era una pregunta ridícula, y Rosemary se odió por ello.

—Sí.

—¿No sabes quién soy? —exigió. En ese momento, se dio cuenta de que Lavender se

había marchado, llorando a gritos en busca de los miembros de seguridad del castillo.

—No. —Se atrevió a sonreír, al abrigo de la sombra que daba su sombrero—. Pero

apuesto a que te quedarían muy bellas las rosas amarillas.

—¿Las qué…?

—Van con tu personalidad.

—¿Qué personalidad?

Amandine no contestó.

—¿Cómo te llamas?

—Jazmín —improvisó Rosemary, recordando de golpe la película que tanto le había

fascinado de pequeña. Empezaba a urdir un plan a toda prisa, regodeándose de esa oportunidad

tan brillante. Pocas veces podía tener a tiro a una persona de su edad, mucho menos a alguien

que no le temiera ni estuviese alerta sobre quién era ella.

En eso, la seguridad llegó. Rosemary hizo un gesto con la mano, pero los hombres no se

frenaron.

—¡Esperen! —exclamó, cuando tomaron en brazos a Amandine. Ella no había protestado

en absoluto—. No se la lleven. Quiero que se quede conmigo.

—Pero señorita…

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Era Lavender, que estaba hecha un manojo de nervios. Sus padres no estaban en el

palacio, así que, por más que no quisiera, tenía que obedecerle.

—No podemos hacer eso —explicó el más fornido, con lentes de sol—. Tenemos que

seguir el protocolo.

Ella chasqueó la lengua.

—Chequéenla y déjenla conmigo.

—¡Pero…!

—Háganlo.

Le complació saber que no podían evadir su orden directa. Revisaron a Amandine con

minuciosidad y le pasaron ese horrible artefacto que les aseguraba que no portaba armas ni

ninguna otra cosa peligrosa.

—Señorita, ¿qué pretende…?

—Amandine, ¿quieres tener la mejor vista del jardín real? —la tentó Rosemary, con una

sonrisa que no podía ser inocente, ignorando por completo a Lavender.

—De acuerdo.

Ya había ganado.

—Ven conmigo.

Su idea era sencilla. Jugaría un poco con Amandine, aprovechando que no la conocía y ya

luego le pediría a los de seguridad que se la quitaran de encima.

Sin embargo, aun cuando ingresaron en su habitación, Rosemary no estaba del todo

confiada.

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—¿En serio no sabes quién soy? —la increpó, con un poco de dureza. Amandine, que

estaba observando todo con atención —no se había quitado el sombrero a pesar de que estaban a

resguardo del sol—, se volvió hacia ella con aplomo.

—¿Sabes quién soy yo? —respondió, confundiéndola.

—Pues no.

—Ahí tienes tu respuesta.

Rosemary sacudió la cabeza y regresó a su idea original.

—Ven.

Abrió la enorme ventana, que hacía las veces de puerta hacia el balcón, y le franqueó el

paso con un gesto. Amandine obedeció.

—Las rosas.

Ella abrió la boca, extasiada. Se inclinó sobre la baranda, sosteniéndose el sombrero a

pesar de que no había brisa, admirando con deleite las vistas.

Entonces, fue el turno de Rosemary. Empezó a soltar un montón de mentiras, sobre el

jardín y sobre las flores, a lo que Amandine respondió con genuino interés, asintiendo llena de

emoción. Las tonterías de Rosemary eran inigualables. Había pasado años inventando historias

ridículas para poner verde a los miembros del palacio, e incluso a sus propios padres.

Se aburría.

Amandine la oía con una atención que rayaba el éxtasis. Preguntaba, se interesaba y

retrucaba; era evidente que sabía muchísimo sobre plantas. Rosemary no tenía idea, solo seguía

la corriente. Se habían sentado las dos en el bordillo, algo que tenía terminantemente prohibido y

que ella adoraba hacer; no solo cuando fingía ser la princesa de ​Aladdín.​

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—Me dijeron que este sitio se conoce como el palacio de las plantas —decía Amandine,

ajena a sus sentimientos. Gesticulaba mucho; lucía tímida en cualquier cosa que no se refiriera a

vegetales—. ¿Es verdad?

Rosemary sacudió la cabeza.

—Claro que no.

—Que todos los del personal tienen nombres así. Es como una curiosidad.

Una vez más, Rosemary notó que los ojos de Amandine brillaban como la hierba

perfectamente recortada a sus pies. Era agradable.

—No que yo sepa.

—Pero tú te llamas Jazmín —señaló, insistente—. Y la mujer que vimos antes…

—Es Lavender —explicó Rosemary, frunciendo el ceño—. Bueno, ahora que lo

mencionas…

—Y la princesa —añadió ella, demudándola—. La princesa de las pesadillas, ¿no es ella

Rosemary?

—¿Qué sabes de ella? —soltó la aludida, con las mejillas rojas. Amandine se encogió de

hombros, aceptando el cambio de tema.

—Lo que todos dicen.

—¿Y eso qué es?

—Que es egoísta y caprichosa, y que no merece el trato de sus padres.

Rosemary tuvo que tomarse un momento para asimilar aquello que sabía perfectamente,

pero que nunca había oído en boca de otro. Nadie había sido tan valiente de decírselo a la cara.

—¿Y tú te lo crees? —susurró, girando el rostro.

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Amandine se encogió de hombros.

—Me da igual —admitió, sincera—. Cualquiera con este jardín debería ser feliz, ¿no te

parece?

—¿Por qué? —casi exigió Rosemary, volviendo a construir aprisa sus defensas.

—Porque es hermoso.

—La vida no solo se trata de plantas —cortó con dureza la joven, empezando a enfadarse

sin saber por qué. Amandine no cayó en su juego.

—La mía sí. —No parecía avergonzada de aquello—. Si viviese aquí, sería

inmensamente feliz. De donde vengo, es imposible hacer crecer una rosa. El clima es demasiado

árido.

—Te aseguro que no podrías ser feliz aquí.

—¿Es alguna clase de apuesta? —insinuó Amandine, buscándole la mirada.

—¿Quieres intentarlo?

—¿Estarás conmigo?

—¿Yo? —La voz de la princesa se había elevado tres octavas—. ¿Tú quieres estar

conmigo?

—Claro. Puedo enseñarte sobre jardinería y tú me muestras todos los sitios del palacio.

Sería divertido.

—No quieres ser amiga mía.

—¿Por qué no?

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—Porque… —Empezaba a quedarse sin ideas para sus mentiras, había estado siendo

demasiado sincera—. Porque Rosemary no querrá. Es una arpía envidiosa de cualquier felicidad

ajena.

—Entonces podemos invitarla —le aseguró Amandine, llena de inocencia—. Para

demostrarle que se puede ser muy feliz en cualquier sitio, con las personas correctas. Siempre

quise tener amigas.

—¿No tienes amigas?

—No. Viajé mucho.

—¿Sola?

—Sí.

Rosemary entreabrió los labios, sin saber qué decir.

—¿Y no tienes un teléfono?

Por toda respuesta, Amandine sacudió la cabeza.

—Quería conocer las rosas reales.

—¿Y por eso llegaste hasta aquí? —Rosemary no podía dejar de hacer preguntas,

inclinada hacia su extraña visita.

—Sí, exacto. —La aludida hizo una pausa para reflexionar—. Y para conocer a la

princesa. Dicen tantas cosas sobre ella que querría saber qué es cierto. No me gustan mucho los

chismes.

—Ah, a ella déjala —replicó Rosemary, haciendo un gesto desdeñoso—. Todo lo que

dicen es cierto.

—¿Cómo lo sabes?

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—La conozco, por supuesto.

Amandine sacudió la cabeza y reprimió un bostezo.

—Nadie puede ser tan malo rodeado de tanta belleza —insistió, honesta.

—Eres un poco tonta, ¿verdad? —lanzó la otra, con los ojos entrecerrados.

—Puede ser.

Hubo un breve silencio que se derramó despacio sobre sus cabezas.

—¿Vas a quedarte conmigo? —murmuró de golpe Rosemary, con el corazón latiéndole

fuerte ante esa la posibilidad.

—Si es posible… —Amandine sonrió—. Me encantaría. Estoy muy cansada. No he

dejado de caminar en varios días.

—¡¿Caminar?! —chilló la princesa, exaltada—. ¿No has venido en avión o algo?

—No.

—¿Estás ​loca?​

La risa de Amandine la pilló por sorpresa. No creía haber visto nunca alguien que se riera

con ella; todo eran caras largas y labios fruncidos intentando no soltar lo que en verdad querían

decirle.

Odiosa.​

—Me gusta estar en contacto con la naturaleza —le aseguró ella, inmune a sus

pensamientos—. Creo que ya puedes imaginarlo.

—Pero…

Rosemary se cortó cuando Amandine se inclinó un poco hacia ella, todavía con la sonrisa

colgándole de los labios.

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—¿Puedo contarte algo? —murmuró, casi como un secreto. La aludida asintió. A

Rosemary ya no le importaban las mejillas incendiadas, ni la posibilidad de que oyera su corazón

a punto de quebrarle las costillas—. Hacía muchísimo tiempo que no hablaba con alguien de mi

edad —confesó Amandine, radiante—. En realidad, hacía muchísimo tiempo que no hablaba con

nadie, a secas. Eres muy divertida. Gracias.

Rosemary se irguió como un resorte, sin saber qué decir.

—¿Quieres comer? —casi exigió, cambiando abruptamente de tema.

Eres muy divertida. Eres muy divertida.​

Divertida.​

—Pues…

Sin aguardar una respuesta afirmativa, Rosemary se puso de pie y regresó a la habitación.

Al resguardo del sol, las mejillas rojas casi dolían.

Eres muy divertida.​

—Voy a pedirle a Dill que nos prepare algo —le aseguró, necesitando desesperadamente

alejarse del escrutinio de Amandine. La muchacha asintió, complacida.

—De acuerdo.

Se había quitado el sombrero al fin, y el cabello castaño le caía ondulado sobre el rostro.

—Espérame aquí.

Rosemary no se detuvo a esperar que ella estuviese de acuerdo; echó a correr bien lejos,

hacia las cocinas.

Regresó más de un cuarto de hora después. Amandine se había dormido sobre su

cama. Dill, que había subido con ella, ahogó una exclamación al ver a la joven rendida sobre el

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lecho de la princesa. Por mucho menos, Rosemary había hecho que las paredes del palacio

temblaran.

—Sh —ordenó, atajando a la impactada cocinera—. Deja todo por ahí. Y que no nos

molesten.

Dill solo asintió con la cabeza, mientras Rosemary repasaba por enésima vez las palabras

de Amandine en su mente.

Eres muy divertida.​

—Ya —titubeó Rosemary cuando Dill dejó la bandeja en la mesita, como si sus labios no

pudiesen formar las palabras que quería decir—: Gracias.

La aludida parpadeó, asustadísima, y se escabulló de la habitación antes de que la

princesa se arrepintiera de haber tenido un gesto amable con ella.

Rosemary no sabía cómo tratar a visitas, mucho menos a huéspedes. Rodeó tres veces la

cama, observando a Amandine sin saber qué hacer y preguntándose si estaría mal mirarla tanto

rato. Quería conocer mucho más sobre ella: de dónde era, por qué amaba tanto las plantas, si

realmente había conocido a alguien divertido como para poder afirmar que ella también lo era.

Suspirando, solo se atrevió a sacar con sus propias manos unas mantas que tenía en el

primero de sus tres guardarropas y se las echó encima con delicadeza, con cuidado de no

despertarla.

Cuando cayó la noche, se preguntó si debería despertarla. Una parte de sí quería su cama

de regreso, pero la otra se sentía emocionada por estar haciendo algo tan ​ridículo​, tan mundano

como ceder su lecho a otra persona.

Había leído en internet que eso hacían las amigas.

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El corazón le aleteaba fuerte si lo pensaba mucho.

No bajó a cenar; le encargó a Lavender que trajese algo de comer a su cuarto en absoluto

silencio. No tenía idea de si su madre ya estaría en el palacio —su padre estaba en el

extranjero—, pero tampoco le importó demasiado.

Al final, llamó a Parsley para que le hiciera una cama al lado de la propia. No había

tenido el coraje de levantar a Amandine.

Se sumió en un sueño intranquilo, en el que se mezclaban Amandine con todas las

travesuras que había hecho en su vida, las flores, y las ganas de ser como ella.

La despertó la voz de su madre.

—Rosemary.

Abrió los ojos asombrada, para ver primero la mueca incómoda de Amandine encima de

ella antes de encontrar el rostro de su madre.

Había dormido en el piso. Ella, una ​princesa​.

—Mamá —balbuceó Rosemary, intentando sin éxito peinarse para no parecer tan

ridícula. La mirada de su madre iba del lecho improvisado de su hija al de la nueva y

desconocida visitante.

—Disculpa, pero, ¿podrías decirme quién eres y qué haces en la cama de mi hija?

Amandine volvió a hacer una mueca de dolor y Rosemary quiso taparse el rostro para

evitar lo que vendría a continuación.

—Lo siento —murmuró la chica, sobándose la parte de atrás—. Había algo aquí que no

me dejó dormir bien; me duele mucho la espalda.

Rosemary levantó la cabeza, pillada por sorpresa ante esa información.

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—Mi cama es perfecta —aseveró, confundida.

—Te juro que hay algo aquí abajo.

Amandine se puso de pie de un salto, ignorando por completo a la reina, y, con sus

propias manos, levantó los tres gruesísimos colchones. Los habían hecho especialmente para el

palacio, Rosemary los adoraba.

—Ajá, aquí —exclamó Amandine, para asombro de las mujeres presentes. Estiró el brazo

y sacó del fondo una sortija diminuta que resplandecía tanto como una sonrisa.

—¡Mi anillo! —chilló Rosemary, reconociéndolo. Se lo arrebató para observarlo de

cerca, y asegurarse que fuese ese—. ¡Lo perdí ayer!

Su madre ignoró sus gritos y se dirigió a Amandine. En ese momento, Rosemary se dio

cuenta de que varios miembros del personal se conglomeraban sobre la puerta entreabierta,

husmeando la escena con expresión perpleja.

—¿Pudiste sentir el anillo incluso a través de todos esos colchones?

—Sí, señora —le aseguró la aludida—. Dolía mucho.

Rosemary estaba asombrada.

—¿Eres de sangre real? —volvió a preguntar la mujer, muy digna. Su hija chasqueó la

lengua—. Solo una princesa podría sentir algo así. Una real.

—Pero mamá, ¡qué dices! —exclamó, sacudiendo la cabeza—. A ella solo le agradan las

plantas.

Se arrepintió de inmediato de haberlo dicho, pero el mal ya estaba hecho. No quiso mirar

a Amandine y descubrir su rostro decepcionado.

—Sí, señora —repitió ella, ignorando el comentario de Rosemary—. Soy una princesa.

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Lavender ahogó una exclamación, ya sin interesarse por ocultar su presencia. Señaló

a Amandine con el dedo vociferando:

—¡Ya sé quién es! ¡Oh, por dios! ¡Es la Princesa de las Flores!

Rosemary se giró hacia ella y la descubrió sonriendo con calidez, de la misma manera

que lo había hecho el día anterior en el balcón. Se acercó a ella, turbada, y agachó la cabeza.

—Lo siento. No soy Jazmín —admitió muy bajito, para que solo ella la escuchara—. Soy

Rosemary, la Princesa Pesadilla.

—Ya me lo imaginaba —le aseguró ella, sonriente. Le acarició apenas la mejilla—. Y,

entre nosotras, no creo que seas una pesadilla. Solo necesitas una buena mano, como las flores,

¿sabes? Las rosas amarillas solo crecen si se las admira mucho.

Rosemary no supo por qué, en vez de ofenderse, se echó a reír.

Se casaron seis años después. La sonrisa de Amandine continuaba intacta. Y el latido

frenético del corazón de Rosemary, también.

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Fin

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