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Ludolfo Paramio

Centro de Ciencias Humanas y Sociales del Consejo


Superior de Investigaciones Científicas (CCHS-CSIC)

Clases medias y polarización en América Latina

TEXTO REVISADO

31/10/2011

Texto preparado para el panel 3 “desafíos para los actores sociales y políticos” de la
conferencia sobre Polarización y Conflictos en América Latina, organizado por el Instituto
Catalán Internacional para la Paz (ICIP) en Barcelona, 5-6 de mayo de 2011.
Clases medias y polarización en América Latina1

Durante la segunda mitad de la década pasada se ha producido la emergencia de nuevas


clases medias en varios países de la región, a consecuencia de un crecimiento económico
sostenido y de la consiguiente expansión del trabajo formal, pero también de los cambios
demográficos y de la política social de transferencias condicionadas a las familias de bajos
ingresos. Se pretende analizar la extensión del fenómeno, y relacionarlo con la polarización
política según se produzca coincidencia o conflicto de intereses entre las nuevas y las viejas
clases medias.

Palabras clave: clases medias, clases medias emergentes, conflictos de interés, polarización
política

Las clases medias en los años setenta

Al menos desde Aristóteles se atribuye a las clases medias un papel estabilizador y


racionalizador de la política democrática. Sin embargo, a menudo se ha sostenido que este
papel no es evidente cuando el contexto social es de fuerte desigualdad —como sucede en
América Latina— y las clases medias se sienten amenazadas por la acción de los gobiernos
o por la radicalización de las opciones políticas, lo que puede llevarlas a apoyar opciones
autoritarias.

Esta es una de las posibles interpretaciones de la oleada de regímenes autoritarios que se


produjo en el Cono Sur de América Latina durante los años setenta: ante la radicalización de
las opciones políticas durante el gobierno de la Unidad Popular en Chile y ante el desorden
social en Uruguay y Argentina, por la insurgencia de la guerrilla urbana, las clases medias
habrían apoyado, de forma más o menos explícita, el ‗restablecimiento del orden‘ a través
de golpes de estado militares y de la formación de gobiernos autoritarios.

En alguna de estas interpretaciones, sin embargo, se apunta un elemento de cierto relieve.


El estancamiento económico de la región, con la notable excepción de México, en la
segunda mitad de los años cincuenta y los primeros años sesenta, en términos de PIB per

1
Ludolfo Paramio es profesor de investigación en el Centro de Ciencias Humanas y Sociales del
Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CCHS-CSIC), y director del programa de América
Latina del Instituto Universitario Ortega y Gasset. Este texto es parte del proyecto de investigación
Clases medias y gobernabilidad en América Latina (Plan Nacional de I+D, CSO2009-09233). El
autor agradece a Cecilia Güemes su análisis de los datos del Latinobarómetro para determinar los
niveles de polarización política en la región.

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cápita, coincidió con una explosión de la educación superior, es decir, con un notable
incremento del número de personas que aspiraban a empleos y oportunidades de clase
media (Graciarena y Franco, 1981). Parece lógico suponer por tanto que en ese período se
produjo una importante frustración de expectativas en las clases medias de casi toda
América Latina.

Coincidiendo con esa crisis socioeconómica de las clases medias se produjeron dos hechos
de notable incidencia simbólica. El primero fue la revolución cubana, y el segundo el cambio
que supuso para la Iglesia católica el concilio Vaticano II. La legitimación de la apuesta por
los pobres y los sectores populares hizo que entre los intelectuales católicos —incluyendo a
algunos sectores del clero, los ‗pequeños intelectuales‘ de Gramsci—, se produjera una
radicalización política sin la que no se puede entender, por ejemplo, el gobierno tan
fuertemente reformista del democristiano Eduardo Frei Montalva (1964-70) en Chile.

Desde esta perspectiva podría pensarse que lo que sucedió en los años setenta no fue
simplemente que las clases medias optaran por soluciones autoritarias para defender su
estatus frente al desorden social y la radicalización política, sino que dentro de ellas se
produjo una división generacional. Mientras que las generaciones mayores habrían optado
por la defensa (autoritaria) del orden, entre los más jóvenes habría sido significativa la crítica
radical de un Estado que les había ofrecido oportunidades educativas pero no podía crear
los empleos a los que aspiraban, en muchos casos en la propia administración pública.

Graciarena y Franco subrayan con razón el papel de Estado en la creación de las clases
medias, pero es importante comprender que la acción del Estado puede tener efectos
contradictorios (consecuencias indeseadas) si incrementa las expectativas de llegar a formar
parte de la clase media y no logra crear las condiciones para el cumplimiento de esas
expectativas. La frustración resultante de esta paradoja es bien conocida en sociología a
partir de un estudio clásico que comparaba las expectativas y las posibilidades reales de
ascenso en la fuerza aérea y la policía militar de EEUU (Stouffer, 1966).

Podemos suponer, entonces, que esa frustración de expectativas provocó una polarización
política de las clases medias entre defensores autoritarios del sistema y críticos radicales del
mismo. En el primer grupo estarían los sectores asentados y en el segundo los más
insatisfechos por la situación socioeconómica, de la que culparían a una acción equivocada
y/o insuficiente del Estado, y es muy posible que entre estos últimos figuraran en muchos
casos los propios hijos de los primeros: la polarización política de las clases medias sería en
alguna medida una fractura generacional.

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Conviene precisar qué se entiende en este análisis como polarización política. La idea no es
que se produzca una división social en términos ideológicos o de valores, sino que crezca a
la vez el número de quienes tienen una opinión muy negativa del gobierno y el de quienes le
apoyan fuertemente, aunque sólo sea por rechazo de las posibles alternativas, en un clima
de abierta confrontación. Si se acepta que la polarización política de las clases medias
puede haber sido un factor fundamental de la crisis que desembocó en los giros autoritarios
de los años setenta en el Cono Sur, se deben tomar en cuenta algunos factores específicos
de aquellos años.

El primero se refiere al papel de las fuerzas armadas. Estas eran consideradas entonces por
amplios sectores sociales como el eje del sistema político y social: su intervención en
política podía ser vista como el último recurso para restaurar el orden, aunque supusiera
interrumpir el proceso democrático, una vez que el clima de confrontación pareciera haber
llegado a un punto en que se descartaba por ambas partes una resolución en términos de
legalidad democrática del conflicto abierto.

El pésimo balance de los regímenes militares, en términos de crímenes y violaciones de los


derechos humanos, además de fracasos específicos —la derrota de las fuerzas armadas
argentinas en la guerra de las Malvinas—, ha introducido un punto de inflexión en los
procesos políticos latinoamericanos. Aunque en Venezuela asistimos actualmente a un
intento deliberado de politización de la Fuerza Armada Nacional, asociándola de forma
indisoluble al régimen bolivariano, no es seguro que el intento tenga éxito duradero y puede
considerarse más bien excepcional.

(Otra cosa es el recurso a las fuerzas armadas en la lucha contra el narcotráfico y las
bandas asociadas a éste, en particular en México y Centroamérica, cuyas consecuencias no
se pueden prever, o los nexos entre las fuerzas armadas y los paras en Colombia, durante
los peores años de los enfrentamientos con las FARC, cuyas consecuencias son conocidas
pero podrían estar tratándose de corregir en la actualidad.)

Un segundo factor presente en aquellos años fue la doble ruptura ideológica causada por la
revolución cubana y los cambios en la Iglesia católica. Esta ruptura tuvo un gran alcance
porque supuso el final de la legitimidad tradicional del orden social: hoy podemos imaginar
cambios en la relación de fuerzas entre dos paradigmas —la lógica del mercado y la lógica
de la democracia—, pero resulta menos creíble la aparición de un tercer paradigma como el
que en su momento representó la revolución cubana, y las propias dificultades actuales del
régimen castrista apuntan al final de una época. Pero en los años setenta el enfrentamiento

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no se limitaba a la crítica o la defensa de un gobierno, sino que esto iba ligado a un posible
cambio de orden social.

Un último elemento digno de atención, y no necesariamente específico de la época, es que


la polarización política de las clases medias se hizo evidente a finales de los años sesenta,
en un momento en que las economías latinoamericanas habían vuelto a crecer de forma
notable. La aparente paradoja puede explicarse simplemente por el tiempo necesario para
que las ideas y organizaciones radicales tomaran fuerza. Pero también podría suceder que
la recuperación del crecimiento hubiera dado más fuerza a la frustración de expectativas: el
efecto túnel de Hirschman (1973).

Esta posibilidad tiene cierto interés cuando se repara en que el llamado ‗giro a la izquierda‘
de la región (Paramio, 2006), en la actualidad, se ha producido en la pasada década, tras la
superación del lustro de estancamiento (1997-2001) provocado por los choques financieros
externos, que puso fin a la luna de miel con el paradigma de mercado aparejado al
consenso de Washington y a las reformas estructurales que marcaron la primera mitad de la
década anterior. Es inevitable preguntarse de nuevo si se trata de un lógico desfase
temporal o si el contexto de renovado crecimiento de la región acentuó el sentimiento social
de frustración frente al nuevo modelo económico.

Las clases medias en la actualidad

A lo largo de la década de los noventa se extendió la percepción de una crisis de las clases
medias, crisis que en algunos casos habría llevado a la aparición de una ‗nueva pobreza‘
(Minujín y Kessler, 1995): en Argentina, siete millones de personas, el 20% de la población,
dejaron de ser clase media en la década de los noventa para transformarse en pobres (De
Riz, 2010). Esta erosión de las clases medias tuvo varias causas, desde las distintas crisis
económicas que preceden y marcan la ‗década perdida‘ de los ochenta hasta las reformas
estructurales.

Las privatizaciones y la reducción del sector público tuvieron un fuerte impacto en las clases
medias, a la par que crecía la informalidad, que entre 1980 y 1999 pasó del 40,2 al 48,5%
de la población empleada (Klein y Tokman, 2000). La nueva pobreza representaba el
fenómeno de familias con identidad (educativa, cultural y simbólica) de clase media a las
que la caída del ingreso y la ausencia de las coberturas sociales ligadas al empleo formal

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obligaban a una drástica reducción del gasto a la vez que se aferraban a los patrones
sociales de conducta y valores propios de las clases medias como signos de su identidad.

Desde 2002, la región, y especialmente Sudamérica, ha vivido un nuevo período de


crecimiento impulsado sobre todo por las exportaciones —de alimentos y minerales— hacia
el Pacífico asiático. Una de las consecuencias de estos años de renovado crecimiento ha
sido el regreso y la recomposición de las clases medias. El regreso de las clases medias, en
primer lugar, como objeto de estudio, tras varios años en que la atención se había centrado
en los problemas de la pobreza y la indigencia. Pero esta actualidad de las clases medias es
consecuencia a su vez de la percepción generalizada de su crecimiento, a nivel global, a
causa del rápido desarrollo económico de China e India.

En el caso de América Latina, CEPAL y SEGIB han realizado un amplio estudio regional,
con especial atención a diez países —incluyendo los de más población—, que permite
afirmar que las clases medias han crecido considerablemente durante la década pasada
(Franco, Hopenhayn y León, 2011). El cálculo es discutible en sus criterios estadísticos, ya
que parte de considerar clases medias a los grupos de ingreso que superan cuatro veces la
línea de la pobleza, excluyendo al quintil superior en la distribución de la renta. Sólo
posteriormente se distingue según criterios ocupacionales (trabajo manual o intelectual).

Independientemente de las razones prácticas que justifican esos criterios estadísticos, el


resultado innegable es un notable incremento en el número de hogares y personas que los
cumplen entre la primera mitad de la década de los noventa y la segunda mitad de la
década pasada (la información disponible varía considerablemente entre países). Para
explicar este incremento debe considerarse en primer lugar que entre 2002 y 2008 la región
ha crecido considerablemente impulsada por las exportaciones primarias hacia el Pacífico,
aunque la crisis global haya afectado después a los países más vinculados al mercado
norteamericano (México, Centroamérica y el Caribe).

El crecimiento económico se ha traducido en aumento del empleo formal, sobre todo en los
sectores exportadores y de servicios vinculados a ellos, pero además en una ampliación y
mejora de las políticas sociales, no sólo en respuesta a las metas de reducción de la
pobreza fijadas en los Objetivos del Milenio de Naciones Unidas, sino también a un contexto
político en el que era muy perceptible la insatisfacción de los electores frente al reparto
desigual de las rentas del crecimiento. A su vez, un papel más activo del Estado ha
significado un crecimiento del empleo público.

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Se suele subrayar la importancia de las transferencias monetarias directas a las familias,
condicionadas al cumplimiento de compromisos de escolarización y asistencia sanitaria, por
su eficacia redistribuidora. Paralelamente se señala la explosión de la enseñanza, tanto
primaria como secundaria, que habría elevado para amplios sectores sociales la
cualificación educativa tradicionalmente vinculada a la idea de clase media. Habrían surgido
así unas ‗clases medias emergentes‘, sin embargo muy vulnerables ante un posible cambio
en el ciclo económico o ante una nueva retracción del Estado (el estudio de CEPAL/SEGIB
considera vulnerables a los grupos de ingreso que no superan 18 veces la línea de
pobreza).

Ahora bien, junto con estos factores deben considerarse de la mayor importancia otros, uno
de carácter demográfico, la disminución del número de personas dependientes (hijos
menores) de las familias, y otro de carácter social: la incorporación de las mujeres al trabajo.
Mientras que el ‗bono demográfico‘ supone simplemente una oportunidad favorable —y un
problema futuro cuando se produzca el envejecimiento de la población—, la entrada de las
mujeres al mercado de trabajo supone un cambio estructural que en momentos de
expansión económica aumenta significativamente el ingreso de los hogares.

Otros factores que deben tomarse en cuenta se refieren a los cambios en el modelo social y
económico. La apertura económica y la expansión del crédito a las familias han provocado
una expansión del consumo barato de bienes que van más allá de los tradicionales bienes
salariales (alimentación y vestido). En particular, la electrónica de consumo significa un
punto de encuentro de las clases medias tradicionales y las emergentes, por más que las
primeras mantengan patrones de consumo cultural diferenciados que acrediten su estatus
superior. La música puede ser distinta, pero todo el mundo usa reproductores de bolsillo de
audio y vídeo, las preferencias pueden variar, pero todo el mundo se conecta a Internet y a
las redes sociales.

Frente a estas clases medias emergentes, las clases medias tradicionales se dividirían en
función de su relación con el nuevo modelo económico, como resume Hopenhayn (2010):

Las nuevas posiciones laborales relacionadas con la globalización y la interconexión


mundial minan la supuesta homogeneidad que caracterizaba a las clases medias del
pasado, fragmentándolas en nuevos y más diversos grupos. Básicamente el quiebre
se produce por la posesión o no de las habilidades requeridas para las nuevas
posiciones laborales. Algunos designan a estos dos grupos como competitivos y no
competitivos (Mora y Araujo, 2008); otros hablan de ‗ganadores y perdedores‘
(Svampa, 2001).

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Las clases medias no competitivas serían los empleados públicos con menos posibilidades
de pasar al sector privado competitivo, por su edad o su cualificación, los pequeños
empresarios y sus asalariados, y los autoempleados, cuyos mercados y clientes son más
vulnerables al ciclo económico. Parece probable que las nuevas clases emergentes tiendan
a aproximarse a estos grupos en términos socioeconómicos, aun partiendo de niveles muy
inferiores de ingreso y aunque les separen inicialmente las jerarquías culturales o sus
diferentes historias.

Conflicto y polarización en las democracias de América Latina

Como ya se ha señalado antes, en estos momentos no parece haber razones para que se
repita el patrón de polarización política y quiebra de la democracia que caracterizó al Cono
Sur de América Latina en los años setenta. Pero en cambio en años pasados han sido
comunes dos patrones de conflicto que, si bien revelan probablemente la existencia de
graves crisis de representación, sin duda ponen en cuestión la institucionalidad democrática:
la lógica destituyente y los liderazgos populistas.

La lógica destituyente —utllizando una expresión que se ha hecho común en la política


argentina— es la que busca, a través de la polarización política y social, poner fin al
mandato de un cargo electo —normalmente el presidente de la nación— antes de que se
cumpla el plazo de su mandato y se realicen las oportunas elecciones. En la región se han
producido en años recientes numerosos procesos destituyentes, que con frecuencia han
exigido forzar la letra de la constitución para su resolución, y en al menos tres de ellos (el del
argentino Fernando de la Rúa, en diciembre de 2001, y los de los ecuatorianos Abdalá
Bucaram en febrero de 1997 y Lucio Gutiérrez en abril de 2005) las clases medias urbanas
tuvieron un importante papel en las movilizaciones sociales que pusieron fin a sus
mandatos.

En cuanto a los liderazgos populistas, pueden verse como el reflejo especular de los
procesos destituyentes: el populismo es el discurso de un líder que asume la representación
del pueblo fuera de los partidos preexistentes y frente a ellos. El líder populista no se
presenta como un político, ni siquiera si tiene una larga trayectoria previa en política, sino
como alguien del pueblo, como el verdadero representante de sus intereses frente a la
oligarquía. Y todas las organizaciones políticas y sociales que se presenten como un
obstáculo a su liderazgo, o no lo acepten, estarán condenadas a ser englobadas dentro de

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la oligarquía y de la ‗partidocracia‘, debiendo ser por tanto reemplazadas por otras realmente
populares.

Si la lógica destituyente niega la legitimidad de facto del gobernante, por más que éste
posea una plena legitimidad de iure, el líder populista, una vez llegado al poder, niega la
representatividad de la oposición. O bien considera que ésta representa intereses ilegítimos
—contrarios al interés nacional— o bien que traiciona a sus representados, utilizando sus
votos al servicio de unos intereses distintos de los populares. En este caso es el gobierno, el
líder populista, el que provoca un enfrentamiento para aislar y deslegitimar a cualquier forma
de oposición.

Lo esperable es que ambas lógicas, separadas o combinadas, se traduzcan en polarización


política en el sentido anteriormente señalado: la existencia simultánea en la opinión de dos
grupos numerosos, a favor y en contra del presidente, a expensas de las posiciones menos
extremas. Con los datos del Latinobarómetro de 2008, esta situación se daba en Bolivia,
Venezuela y Nicaragua, y en menor medida en Argentina, mientras que en otros países era
mayoritaria la opinión favorable a los gobiernos (por ejemplo en Brasil y Colombia) o una
opinión muy negativa (Perú).

Opinión/Estima de la ciudadanía respecto a sus presidentes.


Año 2008. Valores porcentuales. Fuente: Latinobarómetro

80 74,3
70,6
70 66,6
ALTA 58,7 59,7
60 polarización ALTA ALTA
52,2 51,7
polarización MEDIA-ALTA polarización
50 46,5 polarización
41,9 40,5
40 35,6 36,4
32,9 33,1 33,6

30 26,4

20 15,9
13,2 13,3
8,9 10,0
7,8 7,2
10 4,6

0
respecto a

respecto a
respecto a H.

respecto a A.

respecto a C.
Uruguayos

respecto a M.

respecto a E.

respecto de A.

respecto a R.
respecto a F.

respecto a F.

Nicaragüenses
Tavaré V.
Brasileros

Venezolanos

Colombianos

Ecuatorianos

respecto a D.
Paraguayos
Mexicanos
Fernández
Argentinos
Bolivianos

Calderón
Bachelet
Chilenos

Peruanos
Chávez

Morales
Lula

Correa
García

Ortega
Uribe

Lugo

BAJA MEDIA ALTA

Baja estima engloba las respuestas que otorgan a sus presidentes —en una escala del 1 al 10— entre 0 y 3; la
categoría Media engloba las valoraciones 4,5 y 6, mientras que, quienes otorgan 7, 8, 9 o 10 se agrupan en Alta.

Una de las condiciones de posibilidad de ambas lógicas, la populista y la destituyente, es la


existencia de una crisis del sistema de representación. Crisis que abre la puerta al líder
populista —ante un conjunto de partidos deslegitimados para la mayoría de los electores— o
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permite la destitución del gobernante, al perder éste y los partidos que le apoyan el respaldo
de los electores. Planteado así el problema, y si se acepta que la polarización política y
social que acompaña tanto los procesos destituyentes como los liderazgos populistas es
ajena a la convivencia democrática, surge inmediatamente la idea de reformar los sistemas
de partidos, a través de la legislación electoral, para superar la crisis de representación que
los hace posibles. Aunque esta idea sea verosímil desde un enfoque institucional, no es
necesariamente muy prometedora, ya que puede conducir a cambios en el sistema de
partidos sin mejorar su representatividad.

Esta constituye un problema estrictamente político: un sistema político es representativo


cuando los electores saben a quién deben votar para obtener unos resultados acordes con
sus intereses. Naturalmente la cuestión no es tan sencilla, ya que parte de la oferta electoral
es una propuesta de definición de esos intereses: los partidos no parten simplemente de los
intereses —predefinidos como un dato— de sus electores, sino que buscan electores
dispuestos a autoidentificarse con los intereses que los partidos dicen representar. Pero
como el discurso programático de los partidos —si existe— busca maximizar sus posibles
apoyos electorales, los votantes a menudo sólo pueden juzgar a posteriori de los resultados
obtenidos por su voto a partidos que tienden a prometerlo todo a todos.

A medio plazo la representatividad se alcanza cuando existen grupos sociales que a partir
de resultados previos se identifican con un partido como el que mejor responde a sus
intereses. Cuando estos grupos poseen una cierta estructura organizativa —por ejemplo los
sindicatos— o una cierta identidad social, podemos llamarles ‗anclajes‘ de ese partido. Los
cambios sociales y económicos de los últimos treinta años, y el auge de la información
política a través de los medios audiovisuales (Paramio, 2000), han erosionado los anclajes
tradicionales de los partidos, pero probablemente la clave de la representatividad sigue
siendo la identificación partidaria a medio plazo,

En este contexto surge la pregunta acerca de la situación de las clases medias, nuevas y
tradicionales, en los sistemas políticos latinoamericanos, y de su papel en los procesos de
polarización cuando éstos se producen. La hipótesis es que la existencia de consenso sobre
el modelo de sociedad entre las clases medias emergentes y las tradicionales puede ser la
clave para evitar la polarización política. Dicho de otra manera: la condición de posibilidad
para el triunfo de una estrategia polarizadora es que ésta consiga dividir a las clases
medias.

Esto no significa necesariamente que las clases medias deban coincidir mayoritariamente en
el apoyo a un gobierno, partido o coalición, sino simplemente que sus principales opciones

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electorales y partidarias compartan suficientes elementos en común en lo referente al
modelo de sociedad como para que las diferencias no pongan en cuestión los consensos
básicos de la comunidad política.

Casos extremos: Venezuela, Brasil y Bolivia

En Venezuela, aunque las cifras sean polémicas, el fuerte dinamismo económico que se
produjo entre 2004 y 2008, sumado a las políticas sociales (las ‗misiones‘), parece haber
conducido a una fuerte reducción de la pobreza y de la extrema pobreza: el número de
hogares pobres había bajado al 31,60% en el primer semestre de 2009 frente al 49,99% del
primer semestre del año 1999, y la pobreza extrema había pasado del 19,86% al 8,70%
durante el mismo periodo, según cifras del Instituto Nacional de Estadística (Hidalgo, 2010).

Sin embargo, la estructura social no parece haber cambiado sustancialmente entre 1998 y
2007, según los estudios de Datanálisis citados por el mismo autor. El estrato C (clase
media) habría pasado del 18 al 18,3%, y la caída en más de cinco puntos del estrato D
(clase baja, 33,6% en 2007) se vería compensada por el incremento del estrato E (45,7% en
2007). Dentro del estrato C las mejoras salariales en el sector público habrían beneficiado al
subgrupo C-, en el que se incluirían funcionarios y fuerzas armadas, y especialmente a los
altos cuadros y empresarios vinculados al gobierno.

Se ha argumentado (Rodríguez, 2008) que la política social de Chávez era muy poco
eficiente en su relación entre gasto y resultados, y es indudable que la alta inflación y la
mala gestión de servicios públicos e infraestructuras perjudican sobre todo a las rentas más
bajas, pero aun así llama la atención la inmovilidad de la estructura social y el deterioro que
revela el crecimiento del estrato E, según estas fuentes, sin que se perciba la emergencia de
nuevas clases medias bajas.

El cuadro en Brasil es muy distinto. Entre 2004 y 2007, a consecuencia de la expansión


económica y de las políticas públicas, la ‗clase C‘ pasó del 39,85% al 47,6:

no sólo hubo una significativa expansión de la capa media baja, como en Recife y
Salvador, capitales de estados en los cuales hay gran incidencia de pobreza. En las
capitales más importantes del país, desde el punto de vista político – Rio de Janeiro,
São Paulo y Belo Horizonte – la ‗Clase C‘ ya es mayoría de la población […] Entre
2007 y 2008 hubo un desplazamiento de alrededor del 30% de los brasileños de la
clase D a la clase C (Tavares y Nunes, 2010).
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Ese crecimiento del estrato medio en términos de ingreso explica el clima general de euforia
que existe en la opinión pública brasileña y el fuerte apoyo a Lula, cuya gestión se identifica
no sólo con las políticas de redistribución (las transferencias directas a las familias) sino con
la buena marcha de la economía, aunque ésta sea en buena parte atribuible al contexto
económico global: virtù e fortuna.

La clase C no sólo apoya a Lula (en 2008 un 63,5% consideraba su gestión buena o muy
buena), sino que muestra un alto nivel de identificación partidista a favor especialmente del
PT: El 47,4 % de sus miembros declaran preferencia por algún partido, y casi la mitad de
ellos se identifican con el Partido de los Trabajadores. Por otro lado la clase C muestra
actitudes democráticas pese al obvio descrédito del legislativo y de la ‗clase política‘. Esto
parece indicar que son decisivos para ellos lo que podemos llamar los resultados de la
democracia, incluyendo no sólo su ascenso social sino también —y quizá sobre todo— las
expectativas positivas sobre el futuro a partir de su muy positiva experiencia de años
pasados.

Ahora bien, quizá tan importante como el apoyo de la clase media emergente (clase C) a los
gobiernos del PT es el hecho de que la clase media ganadora (moderna y globalizada), que
probablemente apoya más a otros partidos y en particular el PSDB, no pone en cuestión el
modelo de crecimiento de los gobiernos de Lula, aunque pueda tener serias diferencias
políticas con el PT. Este podría ser un caso ejemplar de consenso básico sobre el modelo
de sociedad que abarcaría a las principales opciones políticas —un cambio sustancial
respecto a los años de Collor de Melo—, consenso que se extendería a las clases medias
más allá de las diferencias partidarias.

En el caso venezolano, en contraste, según datos de 2009 sólo un 20% del estrato medio
apoyaba a Chávez, mientras que un 40% se declaraba opositor y otro 40% ‗neutral‘, lo que
resulta más llamativo teniendo en cuenta que al comienzo del gobierno de Chávez éste
contaba con una alta popularidad entre la clase media (91,4% en 1999). El análisis de
Hidalgo (2010) muestra cómo las actuaciones de Chávez en el período posterior a 2001 han
llevado a sectores mayoritarios de la clase media tradicional a sentir que el gobierno ha
puesto cerco a su estilo de vida, algo que evidentemente no ha sucedido en Brasil.

Pero existe otra diferencia que desde el punto de vista comparativo tiene también
relevancia: en Venezuela el estrato medio no ha crecido por ascenso social desde el estrato
bajo. Chávez mantiene su apoyo en los sectores populares, pero bajo su gobierno no se ha
expandido la clase media. La desconfianza u hostilidad de la clase media ‗acosada‘ no tiene
el posible contrapeso de una nueva clase media baja emergente.

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Se podría pensar entonces que la aparición de una nueva clase media emergente desde las
capas ‗populares‘ podría ser un factor clave no sólo para la gobernabilidad, sino para el
apoyo a las instituciones democráticas, a juzgar por el caso brasileño. Pero puede darse el
caso de que la divisoria étnica dentro de las clases medias se transforme en una división
política, y este habría sido el caso de Bolivia desde la victoria electoral de Evo Morales (Del
Campo, 2010). Mientras que la clase media blanca se sentiría amenazada por la progresiva
captura de las instituciones políticas por el MAS, la emergente clase media ‗chola‘ se
identificaría con el proyecto de Morales.

Esto implica que la polarización política de las clases medias no depende sólo de la política
económica, o de que las expectativas económicas sean positivas para el conjunto de estas
clases medias. El propio proyecto político del gobierno puede ser un factor de división de las
clases medias, según las líneas más generales de división de la sociedad en función de una
lógica de polarización. El problema en el caso boliviano no es que el gobierno ponga en
peligro el estatus y los ingresos de las clases medias ‗criollas‘, sino que el discurso etnicista,
de reivindicación de los indígenas tradicionalmente marginados, y la estrategia de captura
de las instituciones por el oficialismo, divide a la sociedad, y por tanto también a las clases
medias, según líneas étnicas, cholos y mestizos frente a criollos y mestizos asimilados.

Expectativas negativas y estilos de gobierno

Es importante recordar el fuerte apoyo inicial recibido por Chávez en la clase media. La
quiebra de los partidos políticos y la desafección ante la política tradicional han sido el caldo
de cultivo del que han surgido desde 1998 nuevos estilos de liderazgo caracterizables como
populistas y plebiscitarios, y de ese clima de opinión han participado quizá de forma especial
las clases medias.

¿Cuándo se produce el distanciamiento de las clases medias de los nuevos gobernantes?


La clave podrían ser simplemente los resultados económicos, cuando éstos defraudan las
expectativas de los estratos medios. La mayor disponibilidad de crédito, o el consumo
subsidiado, podrían ser insuficientes si la presión inflacionaria o las intervenciones del
gobierno en la vida económica y social se perciben como amenazas a un ‗estilo de vida‘
que, más allá del nivel de ingreso y consumo, definiría la identidad de la clase media.

Dentro de ese estilo de vida podría incluirse el respeto a los valores de la democracia liberal.
La revuelta contra Lucio Gutiérrez en Ecuador en 2005 fue una respuesta al claro intento del

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gobierno de manipular el poder judicial para cumplir los pactos de Gutiérrez con el ex
presidente Abdalá Bucaram. Igualmente se podría considerar que la oposición de las clases
medias de Buenos Aires a los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner es en buena medida
consecuencia de la forma de gobernar de éstos, y de su permanente intento de controlar al
legislativo, pese a que en los comienzos de su gobierno Kirchner había dado pasos creíbles
y positivos para restaurar la autonomía del poder judicial.

Pero también se podría pensar que no es sólo la forma sino el estilo y el discurso de los
gobiernos ‗plebiscitarios‘ lo que provoca el rechazo de las clases medias. Estas tenderían a
rechazar a los gobiernos ´plebeyos‘, desde sus mayores niveles de educación e información
política, por las mismas razones que llevarían a los sectores populares a identificarse con
ellos. El problema de este tipo de razonamiento es que no explicaría la aceptación que
encontró Menem entre las clases medias durante los años buenos de la convertibilidad, ya
que ni el discurso ni el estilo menemista eran precisamente ilustrados.

Se puede pensar entonces que son las actuaciones de los gobiernos, y especialmente las
económicas, las que determinan la respuesta de las clases medias. El proyecto de ley de
educación de Chávez provocó una movilización de las clases medias en 2001 porque éstas
interpretaron la ley como una amenaza a la educación privada que consideran garantía de
reproducción de su posición social (Hidalgo, 2010).

¿Por qué se producen también enfrentamientos cuando ni el estatus ni el nivel de ingresos


de las clases medias están en peligro? Es fácil entender la oposición de las clases medias
rurales argentinas a la elevación de las retenciones, pero no es tan obvia la razón de la
oposición a los Kirchner en Buenos Aires capital. Una posible explicación, más allá de los
valores democráticos o del rechazo al discurso plebeyo del poder, serían la inflación y su
manipulación por el INDEC, que perjudican a las clases medias como consumidores y como
ahorradores y pensionistas.

Pero hay otra hipótesis que puede tener más alcance: las expectativas negativas a partir de
experiencias anteriores. En Argentina existe el lugar común de que los momentos dulces de
la economía vienen siempre seguidos de nuevas crisis, como sucedió con el derrumbe de la
convertibilidad. Estas expectativas negativas crecen, en buena lógica, cuanto mayor es la
percepción de un manejo heterodoxo de la economía que se entiende puede abocar a una
nueva crisis.

A pesar de la coyuntura económica favorable y de políticas destinadas a neutralizar


los efectos de la inflación sobre el bolsillo de las clases medias de las grandes

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ciudades, en las elecciones presidenciales de octubre de 2007 éstas se mostraron
reacias a votar por Cristina Kirchner y prefirieron hacerlo por una oposición
fragmentada e incapaz de convertirse en alternativa al oficialismo. La demanda de
transparencia en la gestión pública, los escándalos de corrupción, la frustrada
modernización política, la manipulación de las estadísticas oficiales y la precariedad
de un tipo de crecimiento más orientado a construir el poder personal que a sentar
las bases de un desarrollo sostenido, militaron en contra de la fórmula oficialista (De
Riz, 2010; el subrayado es mío).

En este sentido la clase media se distingue de las clases populares por poseer un proyecto
de futuro que va más allá de la supervivencia y del consumo inmediato. Aspira a prolongar
su estatus, su nivel social, para ella y para sus hijos, y esa continuidad puede verse en
riesgo, incluso si el presente económico es favorable, por políticas que provoquen
desequilibrios, o puedan provocarlos, en un futuro próximo. La memoria viva de crisis que
han amenazado seriamente su posición social, y no sólo sus ingresos, puede ser así el
factor decisivo para explicar la desconfianza de las clases medias hacia un gobierno o sus
enfrentamientos con él.

Ahora bien, como ha demostrado la arrolladora victoria obtenida por Cristina Fernández de
Krichner en 2011, la desconfianza de las clases medias urbanas ante una determinada
forma de gobernar es insuficiente para provocar un cambio de gobierno si la economía sigue
un curso favorable y una oposición desunida no logra presentar una alternativa creíble. El
alto número de personas que hacían una valoración media del gobierno en 2008 (un 40% de
los entrevistados) dejaban margen para esta formación de una mayoría favorable.

Cierres y privilegios

El temor a los riesgos futuros puede ser también la explicación del inmovilismo de las clases
medias tradicionales en situaciones sociales que parecen exigir un cambio radical de
políticas públicas. Este temor puede venir de experiencias anteriores o de un sentimiento de
fragilidad a causa de la excesiva distancia que separa a la clase media de las clases
populares y de las pocas posibilidades de ascenso de éstas, especialmente si las
expectativas económicas del país son reducidas o bajas.

Para comenzar hay que distinguir los casos en que las clases medias son minoritarias en un
contexto de altos niveles de pobreza: ése sería el caso en Centroamérica de Nicaragua,

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Honduras y Guatemala. Es probable que el temor a los cambios sea mayor cuanto más
reducidos son los grupos medios, que pueden sentirse amenazados en su estatus y en su
nivel de ingresos por cualquier política pública o medida fiscal de finalidad redistributiva, no
digamos ya por una transformación radical del orden social.

Si los sectores medios se sienten más próximos a la clase alta en sus intereses, sólo un
serio conflicto dentro de ésta o con ésta podrá llevarles mayoritariamente a la oposición.
Esto es lo que sucedió en Nicaragua cuando el asesinato de Pedro Joaquín Chamorro por
Somoza en 1978 llevó al lado de la insurgencia sandinista a amplios sectores de las clases
medias y altas no dependientes directamente del régimen y que se sintieron amenazadas
por la actuación del cleptócrata. Y esto es lo que puede estar sucediendo ahora con la
creciente deriva del segundo gobierno de Daniel Ortega hacia la alegalidad.

Por otro lado, junto al peso relativo de la clase media en la estructura social, es necesario
distinguir entre ganadores y perdedores de las transformaciones económicas de los años
noventa. Los trabajadores del sector público y pequeños propietarios que trabajan para el
mercado interno, no competitivos, tenderán a oponerse a las reformas liberalizadoras de la
economía, que privilegian al sector privado competitivo. En cambio, las clases medias
insertas en este sector ‗moderno‘, como trabajadores cualificados, directivos o profesionales
cuya clientela procede del mismo, favorecerán los cambios liberalizadores pero pueden
oponerse a las políticas públicas o medidas fiscales de redistribución.

El panorama de las clases medias en Costa Rica (Rojas Bolaños, 2010), el país en el que
éstas alcanzaron mayor importancia en la segunda mitad del siglo pasado dentro de la
región centroamericana, apunta a esta escisión de las clases medias entre ganadores y
perdedores:

las transformaciones en curso han desencadenado un proceso de fragmentación de


los sectores medios […] Ha habido sectores medios ‗ganadores‘, normalmente
asociados al mercado, y sectores medios ‗perdedores‘, normalmente asociados al
Estado. Pero, por otro lado, la fragmentación es fruto de la imposición de dinámicas
de individualización, inducidas por el riesgo que resulta de la volatilidad de los
mercados globales. Son, justamente, los sectores medios los más afectados por este
fenómeno del riesgo ya que las élites tienen recursos suficientes para afrontar la
globalización y su incertidumbre (Mora Salas y Pérez Sáinz, 2009, cit. por Rojas
Bolaños).

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Pero a la vez la clase alta se habría distanciado de la clase media alta (ganadores), y la
distancia de las clases medias respecto a los estratos inferiores habría aumentado. Según
otro análisis (Vega, 2007), las clases medias altas se habrían ‗elitizado‘, y, aunque las
clases medias tradicionales podrían haber crecido, su percepción sería la opuesta, la de un
decrecimiento y una crisis reforzada por el sentimiento de inseguridad (pública). Una de las
consecuencias podría ser la erosión del voto de clase media a los partidos tradionales (PLN
y PUSC).

La situación en México se complica adicionalmente por el efecto acumulativo de las crisis


financieras identificadas como ‗maldición del sexenio‘, y en particular con los desastrosos
finales de los períodos de gobierno de José López Portillo y Carlos Salinas de Gortari. El
coste de estas crisis, y de las reformas efectuadas por Salinas, parece haber creado
expectativas muy negativas en las clases medias ante posibles cambios sustanciales en las
políticas públicas, a la vez que apostaban claramente por la democratización, no sólo por
convicción sino también para reducir la discrecionalidad de los gobiernos.

Al cabo de este período de reformas, la concentración del ingreso es mayor, la


estructura social ha ganado en rigidez, y se mantiene la desigualdad. En este
contexto, y contrariamente a lo que pudiera esperarse en condiciones económicas
tan adversas, las clases medias no sólo no se redujeron, sino que se consolidaron y
afianzaron su capacidad de influencia […] La democratización fue impulsada por una
alianza entre clases medias y elites políticas, que logró desmantelar la hegemonía
del PRI. Una vez alcanzados los cambios políticos, esta alianza se mantuvo aunque
variaron los objetivos: la estabilidad y la continuidad se impusieron como prioridad de
este acuerdo (Loaeza, 2010).

Los rasgos fundamentales del fenómeno podrían ser el aumento de la distancia de las
clases medias en términos de ingreso respecto a las clases altas y el deseo de evitar los
riesgos asociados no sólo a las crisis sino también a las situaciones de incertidumbre
política. Pero, paradójicamente, estos mismos rasgos, que en México explicarían la
renuencia al cambio por parte de las clases medias, podrían explicar su apoyo en Ecuador a
Rafael Correa (Pachano, 2010).

En una situación de inestabilidad política endémica, como la de Ecuador, la búsqueda de


certidumbre podría traducirse en el apoyo a un liderazgo fuerte, si las políticas que éste
propone no son vistas como una clara amenaza para los ingresos y el estatus de las clases
medias. En cambio en México, en una situación de estabilidad política, la insatisfacción con

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el gobierno anterior pesó menos que el temor a la incertidumbre en las elecciones de 2006,
y este temor fue deliberadamente fomentado en las campañas del PAN y del empresariado.

Problemas de representación política

Uno de los problemas evidentes que surgen de esta enumeración de comportamientos


políticos de las clases medias es la ausencia de partidos a través de los cuales se puedan
sentir políticamente representadas. Desde el momento en que las clases medias son más
un conjunto de estratos en términos de ingreso que una clase en el sentido estructural del
término, es decir, desde el momento en que son ocupacionalmente heterogéneas, cabe
pensar que no pueden tener una voz política propia.

Históricamente, sin embargo, es indudable que la UCR argentina o el PLN costarricense


contaron en su momento con el respaldo de sectores importantes de las clases medias. Lo
que ha cambiado es la escisión de las clases medias en ganadores y perdedores con las
reformas de los años noventa. Los ‗nuevos pobres‘ y los sectores de las clases medias que
se sienten amenazados por la liberalización y globalización de la economía difícilmente
pueden coincidir en la definición de sus intereses, y por tanto en sus opciones políticas, con
las capas medias ganadoras.

Pero la experiencia de la Alianza (de la UCR y el Frepaso en Argentina) mostró que no es


imposible la coincidencia en un programa que trate de conciliar la defensa de los sectores
‗perdedores‘ con el bienestar de los ‗ganadores‘. El desastroso final del gobierno de
Fernando de la Rúa vino motivado porque la clave de ese programa —el mantenimiento de
la convertibilidad— resultó inviable, pero debería ser posible definir programas realistas que
aunen los intereses de las distintas clases medias y los de la mayoría social.

Tras la crisis global de 2009 América Latina parece estar en condiciones de afrontar la
tareas histórica de romper la cadena de transmisión histórica de la desigualdad (PNUD,
2010), y no sólo de reducir la pobreza gracias a un contexto global favorable. Existen las
bases para un nuevo consenso político y social sobre la necesidad de conciliar el
crecimiento económico con la cohesión social, y hay un nuevo concepto sobre las tareas del
Estado y las políticas que va más allá del Consenso de Washington y de las ‗reformas de
segunda generación‘.

El problema es que la definición de un programa capaz de agrupar a las clases medias, a


los trabajadores y a los sectores marginados no es una tarea simple. En muy pocos países
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existen fórmulas políticas creíbles que puedan desarrollar un programa socialdemócrata, y la
competencia de las propuestas personalistas y plebiscitarias complica aún más la situación,
aunque sólo sea porque da argumentos a los sectores conservadores para intentar poner de
su lado a las clases medias presentando como una amenaza ‗populista‘ cualquier propuesta
de redistribución y de mayor (y mejor) intervención del Estado (Paramio, 2006).

Parece evidente, sin embargo, que se dan las circunstancias favorables para que una nueva
generación de políticos latinoamericanos trate de presentar a los ciudadanos programas
que, más allá de las etiquetas, busquen el interés general y la creación de una sociedad
cohesionada, una sociedad en la que las clases medias dejen de estar escindidas entre
ganadores y perdedores o amenazadas por la nueva pobreza.

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Referencias

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