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Rodéanme sólo desdichas: ¿quién podrá contradecirlo? Pero no será como pensáis, no.
Nuevas luchas aguardan a los esposos y no pocos trabajos a los suegros. ¿Crees, acaso, que
yo le habría hablado nunca con tanta dulzura sino por ganar tiempo y vengarme? Me hubiera
callado, absteniéndome de tocar sus manos. Tan grande es su insensatez que, pudiendo
desbaratar sus proyectos, desterrándome de aquí ahora, me ha concedido el plazo de un día,
que bastará para dar muerte a tres enemigos míos: al padre, a la hija y a mi esposo. Aunque
tengo muchos medios de hacerlos morir, no sé. ¡Oh amigas!, cuál emplearé primero: si
incendiaré el palacio nupcial, o si los atravesaré con el afilado acero, entrando ocultamente
en el aposento en que está preparado el nupcial lecho. Sólo un obstáculo me detiene: si al
cumplir mi propósito me prenden, se regocijarán con mi muerte. Lo mejor es matarlos con
veneno, en cuyo arte soy maestra. Sea así; supongamos que ya han parecido: ¿qué ciudad me
acogerá? ¿Quién me dará hospitalidad, y me dejará libre, y me ofrecerá un país seguro y un
albergue que me inspire confianza? No es fácil. Como me queda tan poco tiempo, si encuentro
algún refugio que me tranquilice, cometeré mi crimen dolosa y ocultamente; si la inevitable
fortuna trastorna mi plan, los mataré con mi espada, aunque después muera yo; ellos verán
hasta dónde llega mi audacia. No, por Hécate, deidad a quien rindo especial culto, y cuta
protección he implorado en este trance en el secreto santuario de mi palacio; nadie se reirá
de mis dolores. Amargas y tristes serán las nupcias, amargo el nuevo parentesco, amargo mi
destierro de este país. Ea, pues, Medea; apela a todos tus artificios, delibera y medita, no
vaciles en cometer tu atroz delito; veremos quién es más fuerte. ¿No consideras tu estado?
¿Has nacido de noble padre y desciendes del Sol, y servirás de ludibrio en las bodas de Jasón
y de los hijos de Sísifo? Tú eres sagaz; por naturaleza somos las mujeres las más incapaces de
hacer el bien, pero artífices los más ingeniosos de todo linaje de males.
Con esta conversación transcurrió la velada, y ya habíamos superado incluso la hora bruja
cuando finalmente nos retiramos a descansar. Pero cuando por fin apoyé la cabeza sobre la
almohada, no conseguí conciliar el sueño, tampoco se puede decir que estuviera pensando.
Mi imaginación estaba desbocada. Se apoderó de mí y me guio, trayéndome a la mente una
imagen tras otra con una viveza que superaba los límites del sueño. Aunque tuviera los ojos
cerrados, podía ver con una increíble precisión al pálido estudiante de las pecaminosas artes
junto a la cosa que había ensamblado. Vi el horrible espectro de un hombre extendido, y cómo
después, gracias al funcionamiento de algún poderoso artilugio, mostraba signos de vida y se
agitaba con un movimiento inseguro y vacilante. Debía de ser algo terrorífico, sumamente
terrorífico, que una empresa humana resultara en una burla del magnífico mecanismo del
Creador. El éxito tendría que aterrorizar al artista, que asaltado por el horror, con toda
seguridad se alejaría del odioso producto de su trabajo. Albergaría la esperanza de que,
abandonada a su suerte, la chispa de vida que había encendido se apagara, de que esa cosa
que había sido animada de forma tan imperfecta se convirtiera en materia muerta, y de poder
dormir convencido de que el silencio de la tumba sofocaría para siempre la transitoria
existencia del horrible cadáver del que había esperado que fuera la cuna de una nueva
humanidad. Duerme, pero algo lo despierta, abre los ojos y ahí está el horrible ser, de pie
junto a él, abriendo las cortinas y mirándolo con sus ojos amarillos y acuosos de forma
inquisitiva.
Es verdad; pues reprimamos esta fiera condición, esta furia, esta ambición por si alguna vez
soñamos. Y sí haremos, pues estamos en mundo tan singular, que el vivir sólo es soñar; y la
experiencia me enseña que el hombre que vive sueña lo que es hasta despertar.
Sueña el rey que es rey, y vive con este engaño mandando, disponiendo y gobernando; y este
aplauso que recibe prestado, en el viento escribe, y en cenizas le convierte la muerte
(¡desdicha fuerte!); ¡que hay quien intente reinar, viendo que ha de despertar en el sueño de
la muerte!
Sueña el rico en su riqueza que más cuidados le ofrece; sueña el pobre que padece su miseria
y su pobreza; sueña el que a medrar empieza, sueña el que afana y pretende, sueña el que
agravia y ofende; y en el mundo, en conclusión, todos sueñan lo que son, aunque ninguno lo
entiende. Yo sueño que estoy aquí destas prisiones cargado, y soñé que en otro estado más
lisonjero me vi. ¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una
ficción, y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.
Allá en tiempo de entonces, y en tierras muy remotas, cuando hablaban los brutos su cierta
jerigonza, notó el sabio elefante que entre ellos era moda incurrir en abusos dignos de gran
reforma. Afeárselos quiere, y a este fin los convoca. Hace una reverencia a todos con la
trompa, y empieza a persuadirlos en una arenga docta que para aquel intento estudió de
memoria.
Abominando estuvo por más de un cuarto de hora mil ridículas faltas, mil costumbres viciosas:
la nociva pereza, la afectada bambolla, la arrogante ignorancia, la envidia maliciosa. Gustosos
en extremo, y abriendo tanta boca, sus consejos oían muchos de aquella tropa, el cordero
inocente, la siempre fiel paloma el leal perdiguero, la abeja artificiosa, el caballo obediente,
la hormiga afanadora, el hábil jilguerillo, la simple mariposa. Pero del auditorio
otra porción no corta, ofendida, no pudo sufrir tanta parola.
El tigre, el rapaz lobo, contra el censor se enojan. ¡Qué de injurias vomita la sierpe
venenosa! Murmuran por lo bajo, zumbando en voces roncas, el zángano, la avispa, el tábano
y la mosca. Sálense del concurso por no escuchar sus glorias, el cigarrón dañino la oruga y la
langosta. La garduña se encoge, disimula la zorra, y el insolente mono hace de todos mofa.
Estaba el elefante viéndolo con pachorra, y su razonamiento concluyó en esta forma: «A todos
y a ninguno mis advertencias tocan: quien las siente, se culpa: el que no, que las oiga.»
Quien mis FÁBULAS lea, sepa también que todas hablan a mil naciones, no sólo a la española.
Ni de estos tiempos hablan, porque defectos notan que hubo en el mundo siempre, como los
hay ahora. Y pues no vituperan señaladas personas, quien haga aplicaciones, con su pan se lo
coma.
Ningún particular debe ofenderse de lo que se dice en común.