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Literatura y Democracia
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Mara Negrón
A Claudia Becerra, que ama la literatura y que quiere hacer su concentración, sin pausa y con
brío, en literaturas hispánicas.
—Sin embargo tengo que decírselo: no se trata de heroísmo en este asunto. Se trata de
honestidad. Es una idea que puede hacer a uno reír, pero la única manera de luchar contra
la peste, es la honestidad.
—No sé lo que es en general. Pero en mi caso, yo sé que consiste en hacer mi oficio.” (Albert
Camus, p. 151)
Llevo muchos años escribiendo, leyendo y enseñando eso que en nuestras universidades
llamamos «Literatura». ¿Y valdría la pena a estas alturas volver a hacerse la pregunta del
«qué es la literatura», qué guió la formación de los departamentos de literatura y el
desarrollo de la crítica literaria a partir del siglo XIX? Me he vuelto a hacer esta pregunta en
el contexto convulso que nos ha tocado vivir en la Universidad de Puerto Rico.
Recientemente, se anunció que el Departamento de Estudios Hispánicos está en “pausa”, es
decir, que no se le permitirá matricular estudiantes. Decisión que conllevará, a largo plazo,
de acatarse, su extinción. No destacaré los consabidos argumentos del prestigio que este
Departamento tiene en las personas de algunos de sus profesores del pasado y del
presente. Pero, el Departamento de Estudios Hispánicos fue, antes de ser lo que es hoy, una
escuela normal para la formación de maestros. La Universidad de Puerto Rico comenzó
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desde ese lugar. Esto ha tenido consecuencias en la manera en que posteriormente sus
departamentos y facultades de Humanidades se han organizado. Cierto, con una visión
hispanizante, europeizante, blanca, racista de la cultura puertorriqueña, pero que en su
momento fue determinante en el sentido de colocar el viejo humanismo y la filosofía en el
centro de la universidad. Las universidades en su sentido moderno, desde el siglo XIX, se
han distinguido por otorgar un lugar al pensamiento crítico, y posteriormente científico,
heredero del viejo humanismo. Insisto en señalar estas notas de carácter histórico pues a
veces me da una impresión muy fuerte de que los administradores que toman las
decisiones en la Universidad y en el País carecen de memoria histórica. Si algo debe
distinguir un saber universitario es su carácter testamentario; que en un salón de clases,
todo profesor lo que hace es trasmitir un archivo de conocimientos, a su manera, con sus
acercamientos, pero trasmitirlo con todo el rigor del que es capaz, para que sus estudiantes
a su vez se lo apropien y piensen en un porvenir otro que no se encuentra separado de lo
que hemos sido. Pues el archivo resguarda posibilidades desconocidas en sus adentros.
¿Pero, y qué pasa con los profesores de literatura? ¿Qué hacemos nosotros en los salones
de clase para que nuestros censuradores de turno —ya sean Ana Guadalupe, José Ramón
de la Torre o Luis Fortuño— decidan la extinción paulatina de los espacios dedicados a la
enseñaza de la literatura? Probablemente todo profesor de literatura hace lo que Don
Quijote hace: leer historias fantásticas que pueden sacar a un sujeto de sus cabales y
ponerlo a vivir en un mundo diferente. ¿Será por eso que un departamento de literatura
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puede parecer siempre subversivo? ¿Será por eso que leer literatura asusta a aquellos que
no sueñan que el mundo siempre puede ser otro, gracias a la combinación de la
imaginación y la fantasía? ¡Qué muchos tecnócratas le tienen miedo a los molinos de viento
de un viejo soñador!, constata uno con una sorpresa llena de candor. El poder de la
literatura es comparable a esos molinos de viento que no existen en la llamada realidad.
Ahora bien, esta llamada realidad no puede nunca sacarse del cuerpo la presencia de esos
otros mundos. La literatura me parece que, entre otras cosas, nos enseña que el mundo
siempre puede ser otro, y que basta con soñarlo, imaginarlo y escribirlo para que comience
de cierta forma a existir. La censura siempre empieza por ahí, por la literatura, que no es
otra cosa más que un acto de palabra, una forma de decir.
Una obra literaria es un acto singular. ¿Cómo la deconstrucción entiende esta singularidad?
Con frecuencia Derrida ha hablado de la firma y de la inscripción idiomática. Un escritor es
aquel que de alguna forma descubre, escucha en una lengua posibilidades poéticas que
nadie había percibido. Por eso un acto literario, una obra es irreproducible. No hay dos
Kafka en el mundo ni dos Joyce ni dos Dante. Cada cual a su manera reinventó su lengua
haciendo uso de ese mismo idioma que todos hablamos. Un texto literario es por lo tanto
siempre idiomático, monolingüe, sólo habla su lengua. El lector se da a la tarea de descifrar
el acontecimiento que se produce en una lengua y que consiste en condensar de la forma
más profunda el máximo de un pensamiento filosófico en la musicalidad poética de una
lengua. En los departamentos de literatura estudiamos pues el acontecimiento singular: un
solo Shakespeare, un solo Dante, un solo Cervantes, una sola Lispector. Un hecho no
obstante repetible en su trazo. Pues podemos releer miles de veces esas obras y cada vez
producir un acontecimiento de lectura novedoso. ¿Qué hacemos entonces en los cursos de
literatura, además de estudiar las conformaciones del canon, su historia, su filología?
Estudiamos precisamente la imperiosa necesidad que ha movido a los humanos a escribirse
poéticamente, – y no hay sociedad ni grupo que de una manera o de otra no haya forjado su
historia en un relato mítico -, esa interacción del sujeto con la lengua, con la necesidad de
darle cuerpo y existencia a su mundo onírico. Estudiamos pues la formación de ese cuerpo
subjetivo singular que es cada ser humano en interacción con la lengua, las convenciones,
la cultura, las cuales le prestan a ese ser único sus formas generales para expresar sus
afectos.
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El escritor francés Maurice Blanchot en su
libro de Kafka a Kafka se interroga sobre la
comparación que hiciera la conocida
crítica Marthe Robert del Castillo de Kafka,
con la Odisea de Homero, pero sobre
todo, con el Don Quijote de Cervantes.
Blanchot se queda un poco perplejo, pero
con toda su candidez inquisitiva trata de
entender cómo se puede sostener tal
comparación. En el caso de la Odisea,
podemos entender que el personaje de K.
“regresa”. Por lo tanto, reconocemos la
estructura del regreso a la casa que el
relato homérico escribiera en nuestra memoria literaria. ¿Pero qué tiene que ver Don
Quijote con la historia de este agrimensor que llega al pueblo donde supuestamente ha sido
contratado para descubrir que nadie lo había llamado, que el pueblo no necesita
agrimensores, y que el conde que le envió la carta no es alcanzable? Nos cuenta Kafka,
como sabemos, la historia de la burocracia y del capitalismo del siglo XX. Pero nos dice
Blanchot que la exégesis moderna, la crítica moderna comienza con Don Quijote. El lector es
una suerte de Don Quijote que decide no sostener más la distancia entre la ficción de lo que
lee, y entonces sale a concretarla, a darle rienda suelta a su imaginación y a suprimir la
distancia que lo separa de sus sueños. ¿Pero Cervantes, él, mientras tanto, permanece
encerrado, escribiendo las historias que su caballero andante le cuenta? En un espacio
cerrado, Cervantes, su cuerpo poseído por el caballero de la triste figura y su muy concreto
Sancho Panza, no puede no escribir, para exorcizarse. Blanchot nos dice entonces que esa
manera de poner en escena la distancia entre ficción y lectura inicia el comentario, su
necesidad. En otras palabras, Cervantes anuncia la crítica literaria moderna. Con el Quijote
habría comenzado esta demanda de un texto que pide ser comentado al señalar el lugar de
su separación y de su silencio. Cervantes nos pide ser recibido, el Quijote quiere que lo
hablen. Tal sería una singularidad de la literatura. Don Quijote sería ya un comentarista de
su propio hacer y de lo que la literatura hace, a la vez que una memoria de la literatura que
lo precede. Si bien El castillo no es lo mismo, pues su relato no guarda coincidencias con el
de Cervantes, entiende Blanchot, no obstante, que la novela de Kafka repite justamente la
necesidad del comentario, cada escena siendo una exégesis de sí misma, ya que la tarea
que se habría impuesto Kafka es «comprender y clasificar los monstruosos archivos de la
cultura occidental» (Blanchot). Así, la enseñanza de la literatura y del oficio crítico tienen que
ver tanto con la experiencia de recibir al otro, de ser hospitalario con el decir, el deseo y el
amor del otro, como con la memoria.
¿Mientras tanto, qué puedo hacer? Mi oficio, con toda honestidad: enseñar literatura.
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