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Sobre El Valor de Las Palabras
Sobre El Valor de Las Palabras
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Me encamino por senderos imprecisos hacia una gigantesca escena de teatro; la del
mundo, aquella que nadie como Shakespeare supo traducir en palabras. El mundo es un
teatro y cada hombre representa su papel. Atrapados, pues, vivimos en la representación
de la representación, que no es otra cosa que el mundo del comercio de las ideas, de las
palabras y de los espíritus. Sumidos estamos en eso que solemos llamar la realidad, en
virtud del poder de las palabras. Crear mundos… de eso sabe la literatura y por supuesto el
teatro; lugar en el que todos somos mercaderes porque formamos parte de una red de
intercambios con el otro, pero en
particular por medio de ese gran otro,
que es el lenguaje.
(¿Por qué Shakespeare le pide al judío lo que nunca nadie se ha planteado dar al judío? Es
una larga historia, o si queremos, la historia misma de Occidente).
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Pero escuchemos las palabras de Portia que, ante los ojos de todos, es un hombre llamado
Balthazar. «Mercy» es pues la palabra de una mujer, la palabra de una mujer que interpreta
la justicia, y a través de ella se nos explica a nosotros, todas y todos los espectadores de ese
gran teatro, qué es lo que se juega en la escena de la justicia. No perdamos de vista que de
lo que se trata en esta escena sublime, –no hay escena más sublime que la de la justicia,
como lo saben todos los condenados de la tierra– es de aquello que “sazona la justicia”:
«mercy seasons justice», dice Portia-Balthazar. Habremos entendido que estamos tratando
de definir algo que está más allá del derecho. La justicia no es justicia si no viene
acompañada de eso que esa mujer travestida en hombre llama: «mercy». La escena se abre
y entra Portia. La escena por supuesto ocurrió hace cinco siglos, pero no pierde su
pertinencia. Esta escena ocurre todos los días, es tan cotidiana en nuestros medios
noticiosos, en nuestra Legislatura, en nuestros desacreditados tribunales, en la calle donde
la gente es maltratada por pedir «justicia» o más aún «mercy». Cada vez que entra una voz
pidiendo algún derecho, derecho a trabajar, derecho a estudiar, derecho a una educación
pública de excelencia, derecho a vivir en paz y a pensar diferente, en realidad está pidiendo
aquello que hace posible lo imposible: la justicia, y en ella aquello que desborda el cuerpo
de lo escrito, por lo que el reclamo siempre, en nombre de la letra escrita, es declarado
ilegal. Portia no invoca la ley. Pues ella sabe que la ley prohíbe, propone límites y concede
compensaciones. Eso es lo que pasa al final de la obra de Shakespeare. No. Portia invoca
pues eso… «mercy». Escuchémosla:
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And earthly power doth then show likest God’s
Cuando digo y repito que, tantas veces, durante meses, he escuchado gente pidiendo eso…
justicia, «mercy», «corazón»…, nunca he visto entrar en escena, en la escena política de
nuestra maltrecha hasta los huesos democracia, un solo político que luzca como atuendo
eso que Portia llama «mercy». Para los que leemos mucha literatura, las escenas siempre
están plagadas de fantasmas, de estructuras libidinales que se pasean sin escuchar ni mirar
su inconsciente.
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Recreo ahora el teatro fantasmáticamente, el teatro de nuestra realidad, que se encuentra
plagado de eso… de políticos que se visten de políticos y que confunden el vestido con la
cosa como aquel que confunde las palabras con las cosas. Los escuchamos y vemos
armados de un discurso espiritualista, del tipo, no muy original, «crisis de valores». Esa fue
la expresión que usara el señor Gobernador, Luis A. Fortuño, para explicar el incremento en
las cifras del crimen y asesinatos del país. ¿Qué debemos entender cuando se atribuye tal
incremento a «la crisis de valores», deslizándonos así del discurso –también muy trillado– de
la crisis económica a la crisis moral? No me interesa apuntar ni volver a señalar que «los
valores» parecen ser el baluarte espiritual de las derechas conservadoras que
inmediatamente nos quieren enviar a la iglesia para hacer recular el mal en el mundo.
Aunque algo de eso sugiere Luis A. Fortuño al hablar de «valores». Alguien que no parece
poseer eso que adorna el cetro, o la macana, «mercy», pero que de momento delega todas
sus obligaciones de gobernador, entre ellas la de la seguridad de la población, a los
«valores». A partir de ahí, se dice el que escucha, la tarea se presenta como insalvable, ¿pues
quien puede meterse en el terreno de los «valores morales» de cada cual? ¿Cómo se hace
para tener «valores»? ¿Cómo y cuándo una persona pierde eso que él llama «valores»? ¿Hay
algún culpable de eso? ¿Adonde podemos ir a reclamar «valores? ¿En qué bolsa de «valores»
venden esos «valores» que permitirían que ese perdido y excluido de la sociedad que es el
que delinque pueda adquirirlos? ¿A qué precio? ¿Cuánto valen los «valores»? Y es que todo
tiene un precio en el mercado de los negocios humanos. ¿A ver, señor Gobernador, nos
puede decir cuánto está dispuesto a pagar su gobierno para que la gente pueda tener
acceso a mejores servicios de salud, a mejor educación (PÚBLICA), a un tratamiento más
humano de la delincuencia, de la criminalidad y de las drogas? Que quede claro, con los
valores no se nace, los valores se aprenden, señor Gobernador.
En 1939, el poeta simbolista francés Paul Valéry escribió una conferencia que tituló La
libertad del espíritu. Una reflexión que le da continuidad a otros textos publicados muy
temprano como La crisis del espíritu (1918), y que tan hermosamente analiza Jacques
Derrida en Espectros de Marx. En 1939, como en 1918, Valéry sostiene que toda crisis
económica es ante todo una crisis del espíritu. En el contexto convulso de la Segunda
Guerra Mundial, prolonga ese argumento pero lo complica cuando se da a la tarea de
definir el espíritu como espíritu de la libertad. Su ensayo es una radiografía de la merma de
la actividad del espíritu. La fragilidad del espíritu se debe a su necesidad de libertad, un
ejercicio que Valéry no adscribe al lenguaje del derecho. La libertad, que requiere de
libertad política, «es difícilmente compatible con la idea de orden; y a veces con la idea de
justicia», dice él. ¿Por qué? El espíritu necesita libertad para pensar, pero depende de un
movimiento negativo que provoca desorden y desorganización. En ese movimiento
negativo radica su fuerza y su fragilidad. ¿Pero, qué es el espíritu? El espíritu es un valor.
Con el propósito de deshacerse de una concepción espiritualizante del «espíritu», Valéry
recurre a una retórica económica anotando de paso la coincidencia entre el valor y los
valores, el hecho de que nos valemos de la misma palabra para nombrar tanto el valor
material como el valor espiritual. ¿Se trata de una casualidad, o debemos interpretar lo que
la lengua dice y hace? Valéry no escribe pensando en el valor del espíritu, sino en el «valor
espíritu»: «Así pues dije «valor» y dije que hay un valor llamado «espíritu», como hay un
valor petróleo, trigo u oro. Dije valor, porque hay evaluación, juicio de importancia y hay
también discusión sobre el precio que se está dispuesto a pagar por este valor: el espíritu.»
Precisa:
No crean que me complazco aquí en realizar una simple comparación, más o menos
poética y que, de la idea de la economía material, paso por simples artificios retóricos a la
economía espiritual o intelectual. En realidad, si quisiéramos reflexionar sería todo lo
contrario. Es el espíritu el que ha comenzado, y no podría ser de otro modo.
Necesariamente es el comercio de los espíritus el primer comercio del mundo, el primero, el
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que ha comenzado, el que necesariamente es el inicial, pues antes de trocar las cosas, es
necesario que se troquen los signos, y por consiguiente es necesario que se instituyan los
signos.
No hay mercado, no hay intercambio sin lenguaje; el primer instrumento de todo tráfico es
el lenguaje, se puede decir aquí dándole un sentido convenientemente alterado) el célebre
enunciado: Al comienzo fue el Verbo. Fue necesario que el Verbo precediera al acto mismo
del comercio. (La libertad del espíritu , Paul Valéry, 1939)
¿Con qué pues tiene que ver «la crisis de valores»? ¿Habré seguido aquí un trayecto que por
ciertas vías subversivas va del oído al corazón, para decir que la diferencia la hace el oído-
corazón? Los poetas saben mucho de eso, y algunos han dicho que la poesía mora en la
memoria del corazón. Vamos así del oído al corazón o del corazón a la memoria.
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