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Sobre el valor de las palabras

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Mara Negrón March 4,


2011

Me encamino por senderos imprecisos hacia una gigantesca escena de teatro; la del
mundo, aquella que nadie como Shakespeare supo traducir en palabras. El mundo es un
teatro y cada hombre representa su papel. Atrapados, pues, vivimos en la representación
de la representación, que no es otra cosa que el mundo del comercio de las ideas, de las
palabras y de los espíritus. Sumidos estamos en eso que solemos llamar la realidad, en
virtud del poder de las palabras. Crear mundos… de eso sabe la literatura y por supuesto el
teatro; lugar en el que todos somos mercaderes porque formamos parte de una red de
intercambios con el otro, pero en
particular por medio de ese gran otro,
que es el lenguaje.

Una de las escenas que más me


conmueven del vasto teatro
shakespeareano se encuentra en El
mercader de Venecia. Habla un personaje
femenino, travestido de hombre. Habla
Portia en el momento crucial de la obra,
cuando hay que decidir entre cortar una
libra de carne del cuerpo de Antonio, el
mercader, para honrar el trato firmado, o
pedirle a su enemigo acérrimo, Shylock, el
judío, que le perdone. En ese preciso
momento, la palabra de una mujer,
camuflada con el vestido y la sabiduría de
un abogado letrado, invoca algo
insustancial: «mercy». En boca pues de
una mujer algo que el lenguaje y la letra
de la ley no contienen; nos da a pensar la
obra. Algo desborda lo escrito, el cuerpo de la ley, y que no obstante se dice y se nombra.
Para poder definirlo, hay que describirlo. Aunque no se ve, parece ser un atuendo del
soberano, y mejor aún de la justicia soberana. Portia le explica al judío.

(¿Por qué Shakespeare le pide al judío lo que nunca nadie se ha planteado dar al judío? Es
una larga historia, o si queremos, la historia misma de Occidente).

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Pero escuchemos las palabras de Portia que, ante los ojos de todos, es un hombre llamado
Balthazar. «Mercy» es pues la palabra de una mujer, la palabra de una mujer que interpreta
la justicia, y a través de ella se nos explica a nosotros, todas y todos los espectadores de ese
gran teatro, qué es lo que se juega en la escena de la justicia. No perdamos de vista que de
lo que se trata en esta escena sublime, –no hay escena más sublime que la de la justicia,
como lo saben todos los condenados de la tierra– es de aquello que “sazona la justicia”:
«mercy seasons justice», dice Portia-Balthazar. Habremos entendido que estamos tratando
de definir algo que está más allá del derecho. La justicia no es justicia si no viene
acompañada de eso que esa mujer travestida en hombre llama: «mercy». La escena se abre
y entra Portia. La escena por supuesto ocurrió hace cinco siglos, pero no pierde su
pertinencia. Esta escena ocurre todos los días, es tan cotidiana en nuestros medios
noticiosos, en nuestra Legislatura, en nuestros desacreditados tribunales, en la calle donde
la gente es maltratada por pedir «justicia» o más aún «mercy». Cada vez que entra una voz
pidiendo algún derecho, derecho a trabajar, derecho a estudiar, derecho a una educación
pública de excelencia, derecho a vivir en paz y a pensar diferente, en realidad está pidiendo
aquello que hace posible lo imposible: la justicia, y en ella aquello que desborda el cuerpo
de lo escrito, por lo que el reclamo siempre, en nombre de la letra escrita, es declarado
ilegal. Portia no invoca la ley. Pues ella sabe que la ley prohíbe, propone límites y concede
compensaciones. Eso es lo que pasa al final de la obra de Shakespeare. No. Portia invoca
pues eso… «mercy». Escuchémosla:

The quality of mercy is not strain’d

It droppeth as the gentle rain from heaven

Upon the place beneath. It is twice blest:

It blesseth him that gives and him that takes.

‘Tis mightiest in the mightiest, it becomes

The throned monarch better than his crown.

His scepter shows the force of temporal power,

The attribute to awe and majesty,

Wherein doth sit the dread and fear of kings;

But mercy is above this sceptred sway,

It is enthroned in the hearts of kings,

It is an attribute to God himself;

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And earthly power doth then show likest God’s

When mercy seasons justice.

(The Merchant of Venice, IV, i, Portia)

¿Qué cualidades le atribuye Portia-


Balthazar a eso que llama «mercy»?
Siendo muy renacentistas vamos del
cielo a la tierra. Cierto. Pero ese no es
el único trayecto de esa lluvia que cae,
que no es forzada… que, en otras
palabras, se da. El trayecto que me
interesa es el que lleva al corazón,
como aquel órgano con músculos,
lugar tangible en el cuerpo a donde
hay que ir a buscar lo justo: «It is
enthroned in the hearts of kings». Yo
traduciría, si tuviera que traducir
«mercy», por «corazón». En el corazón,
dice Portia, dice Shakespeare, en
medio de un juicio que convoca a toda
fotografía de Duane Michals
la ciudad de Venecia, pues opone a los
hombres de negocios de la ciudad que
representan precisamente el mercantilismo. Entre mercantilismo y cristianismo se debate el
teatro shakespeareano. Al corazón entonces hay que ir a buscar aquello que sazona la
justicia. El cetro o la macana son la representación temporal de la fuerza. Esa, a todas luces,
para Portia no tiene ninguna grandeza. El cetro lo puede tener cualquiera, cualquiera puede
vestirse de rey, cualquiera puede vestirse de abogado, cualquiera puede vestirse de oveja…
En ello consiste el teatro, en el poder del vestido y de la representación que le es
concomitante. Aunque como saben los buenos actores, no basta con vestirse. No obstante,
Portia invoca y dibuja con su descripción algo sin lo cual la representación del poder y de la
administración de la justicia no son. Es decir, Portia apunta a los límites de la representación,
al déficit del que confunde el vestido con el cuerpo del rey.

Cuando digo y repito que, tantas veces, durante meses, he escuchado gente pidiendo eso…
justicia, «mercy», «corazón»…, nunca he visto entrar en escena, en la escena política de
nuestra maltrecha hasta los huesos democracia, un solo político que luzca como atuendo
eso que Portia llama «mercy». Para los que leemos mucha literatura, las escenas siempre
están plagadas de fantasmas, de estructuras libidinales que se pasean sin escuchar ni mirar
su inconsciente.

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Recreo ahora el teatro fantasmáticamente, el teatro de nuestra realidad, que se encuentra
plagado de eso… de políticos que se visten de políticos y que confunden el vestido con la
cosa como aquel que confunde las palabras con las cosas. Los escuchamos y vemos
armados de un discurso espiritualista, del tipo, no muy original, «crisis de valores». Esa fue
la expresión que usara el señor Gobernador, Luis A. Fortuño, para explicar el incremento en
las cifras del crimen y asesinatos del país. ¿Qué debemos entender cuando se atribuye tal
incremento a «la crisis de valores», deslizándonos así del discurso –también muy trillado– de
la crisis económica a la crisis moral? No me interesa apuntar ni volver a señalar que «los
valores» parecen ser el baluarte espiritual de las derechas conservadoras que
inmediatamente nos quieren enviar a la iglesia para hacer recular el mal en el mundo.
Aunque algo de eso sugiere Luis A. Fortuño al hablar de «valores». Alguien que no parece
poseer eso que adorna el cetro, o la macana, «mercy», pero que de momento delega todas
sus obligaciones de gobernador, entre ellas la de la seguridad de la población, a los
«valores». A partir de ahí, se dice el que escucha, la tarea se presenta como insalvable, ¿pues
quien puede meterse en el terreno de los «valores morales» de cada cual? ¿Cómo se hace
para tener «valores»? ¿Cómo y cuándo una persona pierde eso que él llama «valores»? ¿Hay
algún culpable de eso? ¿Adonde podemos ir a reclamar «valores? ¿En qué bolsa de «valores»
venden esos «valores» que permitirían que ese perdido y excluido de la sociedad que es el
que delinque pueda adquirirlos? ¿A qué precio? ¿Cuánto valen los «valores»? Y es que todo
tiene un precio en el mercado de los negocios humanos. ¿A ver, señor Gobernador, nos
puede decir cuánto está dispuesto a pagar su gobierno para que la gente pueda tener
acceso a mejores servicios de salud, a mejor educación (PÚBLICA), a un tratamiento más
humano de la delincuencia, de la criminalidad y de las drogas? Que quede claro, con los
valores no se nace, los valores se aprenden, señor Gobernador.

¿Valor o valores? He aquí otra palabra de


moneda corriente como «crisis», cuyas
sutilezas se nos escapan en la vorágine de
los periódicos y noticiarios que sólo
conocen el consumo de la noticia y no el
sosiego de la reflexión. ¿Nos podemos
escapar del espacio del valor, del
mercado de los valores, de los materiales
o de los espirituales? Si le creemos a
Marx, quien teorizó las relaciones
económicas y para quien el sujeto se
encuentra fundamentalmente
determinado por el intercambio y la
producción de bienes, si le creemos a
Nietzsche, quien puso al desnudo el
trastoque de valores que el cristianismo fotografía de Chema Madoz

operó en detrimento de la vida plena, si


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le creemos a Freud, quien pensó la psiquis humana como un entramado de energías
pulsionales, es decir, económicas, los humanos somos mercaderes porque estamos
involucrados en una multiplicidad de operaciones de intercambio: intercambio de ideas, de
pasiones, de afectos y de cosas. Todo el tiempo estamos intentado dar y recibir, obtener
algo a cambio, valorando, evaluando, dispuestos a pagar un precio concreto o imaginario
por nuestro deseo. Con Marx aprendimos lo que era la plusvalía, esa producción de una
fuerza apropiable para el usufructo de otro y que ha determinado la historia del trabajo y
del capitalismo. El hombre vende su fuerza de trabajo para producir bienes que adquieren
un valor de cambio en el mercado. El mundo de los objetos, ese que Marx describe y que ve
casi bailar detrás de la mesa del capital, produce a su vez explotación y por lo tanto injusticia
y sufrimiento. Los objetos no sufren, sufrimos nosotros los humanos. He ahí el meollo de
esta escena de teatro donde se enfrentan el valor y los valores. La diferencia siempre la
hace «el corazón», con todas las operaciones de fetiche que el deseo pone en juego.

En 1939, el poeta simbolista francés Paul Valéry escribió una conferencia que tituló La
libertad del espíritu. Una reflexión que le da continuidad a otros textos publicados muy
temprano como La crisis del espíritu (1918), y que tan hermosamente analiza Jacques
Derrida en Espectros de Marx. En 1939, como en 1918, Valéry sostiene que toda crisis
económica es ante todo una crisis del espíritu. En el contexto convulso de la Segunda
Guerra Mundial, prolonga ese argumento pero lo complica cuando se da a la tarea de
definir el espíritu como espíritu de la libertad. Su ensayo es una radiografía de la merma de
la actividad del espíritu. La fragilidad del espíritu se debe a su necesidad de libertad, un
ejercicio que Valéry no adscribe al lenguaje del derecho. La libertad, que requiere de
libertad política, «es difícilmente compatible con la idea de orden; y a veces con la idea de
justicia», dice él. ¿Por qué? El espíritu necesita libertad para pensar, pero depende de un
movimiento negativo que provoca desorden y desorganización. En ese movimiento
negativo radica su fuerza y su fragilidad. ¿Pero, qué es el espíritu? El espíritu es un valor.
Con el propósito de deshacerse de una concepción espiritualizante del «espíritu», Valéry
recurre a una retórica económica anotando de paso la coincidencia entre el valor y los
valores, el hecho de que nos valemos de la misma palabra para nombrar tanto el valor
material como el valor espiritual. ¿Se trata de una casualidad, o debemos interpretar lo que
la lengua dice y hace? Valéry no escribe pensando en el valor del espíritu, sino en el «valor
espíritu»: «Así pues dije «valor» y dije que hay un valor llamado «espíritu», como hay un
valor petróleo, trigo u oro. Dije valor, porque hay evaluación, juicio de importancia y hay
también discusión sobre el precio que se está dispuesto a pagar por este valor: el espíritu.»
Precisa:

No crean que me complazco aquí en realizar una simple comparación, más o menos
poética y que, de la idea de la economía material, paso por simples artificios retóricos a la
economía espiritual o intelectual. En realidad, si quisiéramos reflexionar sería todo lo
contrario. Es el espíritu el que ha comenzado, y no podría ser de otro modo.
Necesariamente es el comercio de los espíritus el primer comercio del mundo, el primero, el
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que ha comenzado, el que necesariamente es el inicial, pues antes de trocar las cosas, es
necesario que se troquen los signos, y por consiguiente es necesario que se instituyan los
signos.

No hay mercado, no hay intercambio sin lenguaje; el primer instrumento de todo tráfico es
el lenguaje, se puede decir aquí dándole un sentido convenientemente alterado) el célebre
enunciado: Al comienzo fue el Verbo. Fue necesario que el Verbo precediera al acto mismo
del comercio. (La libertad del espíritu , Paul Valéry, 1939)

No me propongo entrar en las innumerables minucias argumentativas que tendría que


desplegar aquí para situar en la modernidad el espíritu, la palabra y su legado cristiano.
Tendríamos que comenzar con Descartes y, pasando por Hegel, detenernos en Heidegger.
En el caso de Paul Valéry, el espíritu es de cierta forma cartesiano. Pero no del todo. Ahora
bien, si algo tiene valor a los ojos de Valéry, es la actividad del espíritu, es decir, el lenguaje y
todas sus fabricaciones. El desprecio del espíritu, por el contrario, concurre a la merma de lo
que él llama «el capital de la civilización». El espíritu es el lenguaje. La actividad del espíritu
es un comercio en el sentido de un intercambio en el que hay que realizar operaciones de
valor.

¿Con qué pues tiene que ver «la crisis de valores»? ¿Habré seguido aquí un trayecto que por
ciertas vías subversivas va del oído al corazón, para decir que la diferencia la hace el oído-
corazón? Los poetas saben mucho de eso, y algunos han dicho que la poesía mora en la
memoria del corazón. Vamos así del oído al corazón o del corazón a la memoria.

Sólo quiero solicitar en nuestra


escena la entrada de esa justicia,
aquella que desborda la letra y que
nos paga no sólo una retribución que
es simbólica, sino que también se
hace majestuosa al dar lo que sólo se
puede dar pues no se puede forzar:
«mercy». En un país con un gobierno
que le ha apostado tanto a la
economía en su sentido más chato –
entiéndase el lenguaje de los
presupuestos, de los números y las fotografía de Duane Michals

cifras– como si un presupuesto no


fuera también un texto interpretable,
como si las cifras no fueran maleables y hablaran por sí solas –resulta que el Gobernador
que nos ha convertido en ese otro que es “un bolsillo, en el que él va a poner dinero para
[que] tú lo gastes”,– la retórica de los valores, es decir, ese apelar al espíritu, suena bastante
hueco. Para quien le ha apostado tanto a los números sin el dolor de los cuerpos singulares
«los valores» suenan como monedas falsas.
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Epílogo

Al final, Shylock se niega, por supuesto, a concederle «mercy» a su enemigo. Es su respuesta


a Portia, la cual le ofrece dinero, tres veces de hecho el valor de la deuda. Pero Shylock no lo
quiere. Sólo quiere cortar una libra de carne a su enemigo, sólo ese gesto puede saciar su
deseo de venganza. Durante toda la obra, Shylock es asociado a los bienes materiales, a las
monedas y a la usura. Demonización del judío con la que Shakespeare paga los prejuicios
racistas del público de su época. Le dejo a Shakespeare sus prejuicios, y me detengo en
esto: Shylock ya no quiere ducados, quiere una libra de carne, es decir, una retribución
simbólica: venganza. Y Portia nos propone lo que determina la justicia, lo que hace la
diferencia entre la administración de la justicia y la justicia misma. Todo esto habrá sido un
duelo entre «mercy» y venganza. Suma y resta de la cual derivamos una diferencia: el
espíritu de la justicia.

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