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Los cuentos de Santa antes de desaparecer para siempre

Volumen I.
Pura Pravda

*concepto de ilustración de tapa*

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Así que ya saben (?)
Índice

Positive Stress…………………………………………………………..………..………… 4
Melquíades……………………………………………….…………..………....…………. 9
Bubblegum Supraphisyc’s Climax…………………………………………….………... 12
Vecinas bailando……………………………………………………………………..…... 17
(Interludio) Legui…………………………………………………………………………20
Te extraño, Victoria Conti…………………….…………………………….……...…… 21

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Positive Stress
A Paula
Paja. Si cierro los ojos y no miro nada, entonces parece que desaparece. Mentira. Solo
pervive en la acción de la no acción. Si corro despacio es como si no me diera cuenta de que
puedo correr un poco, aunque sea un poco, más rápido. Siento el viento apenas y con eso me
basta. En este caso es lo mismo. Si muevo un papel, si muevo una pesa. Ahora, nada depende
de mí.

La torta más rica es la que se come en el desayuno que prosigue al derrotado


cumpleaños. Las grasas y azúcares se saturan y condensan, dispuestas a destrozar mi antaño
sano cuerpo. Gracias. Muchas gracias por destruirme, oh, fosfolípidos.

Si pienso en grande, mi forma de vivir no llega a buen puerto. Miro a mi profesora.


Me devuelve sus ojos verdes, acaramelados de amor y de rabia. La noche anterior, juntas en
un cine indeterminado, lo besé sin ganas. Desde entonces, no me habla y no le hablo. Que se
joda. A veces miro su cara de feta de queso y pienso “kjajaja ke le pasabaaa” mientras suspiro.
En medio del beso asqueroso que nos dimos, le dio un ataque de tristeza y me abrazó fuerte.
Yo no quiero tus abrazos, vieja papuda, yo quiero irme a mi casa y olvidarte. Me pagaste todo,
gracias. No, tengo sueño. No puedo ir a tu casa esta vez.

Ayer me encontré a mi hermana sentada en el balcón de la vereda. Me bailaba con sus


manos penetrantes, pensé “ojalá nunca muera”. Es decir, no me la imagino de vieja. Sé
perfectamente que ella va a seguir para siempre así: jovialmente eterna. Mentira. Ella estaba
triste y hermosa, que es algo así como la resignación de la vejez. La perdí no sé cuándo.
Cuando nació, probablemente. La alcé en mis brazos, mis pequeños brazos y su cabeza abrazó
el piso. Se abrió la cabeza en dos y le salía un líquido transparente del cerebro, como un
manantial de esperma cromado de sujeto vasectomizado, como noté de más grande. Como
mis fluidos vaginales. Algo así. Junté las partes de mi hermana como pude y las puse en su
lugar, más o menos. Después la pegué con cinta. Los bracitos estaban bien. Sus manos están
bien. Su tristeza se ve inestable, dos frentes cruzados en el climograma del amor que le tengo.
Necesito ver qué pasa.

— ¿Qué mierda te pasa?

— Un chico. Siempre un chico.

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— La vida es corta, hacete torta. ¿Qué hizo éste?

— Lo de siempre. Vienen y me cuentan sus mambos. A los minutos estoy


amamantándolos en donde sea que estemos.

— Pobres :/ ...Pero no deberían ser tan mameros. Algo tiene que calmarlos.

— Sí, hay algo que los calma…

Miró hacia abajo, a los cordones de la vereda de sus zapatillas.

— Las personas son horribles.

— Yo también.

— Vos no sos una persona. Sos un ángel.

— Sí, claro.

El sol nos pegaba despacio, las dos estábamos en una vereda corrupta de pureza. Es
decir, su rostro triste y tanto sol eran más hermosos de lo que podía soportar. El aspecto de
suburbio yankee del lugar le daba una onda todavía más diáfana, más límpida, más nature
glam.

— Vayámonos de acá.

— No. Estoy esperando a Sebastián.

— ¿El chico?

— El chico.

— Lo voy a esperar con mi bate de bésibol.

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— No tenés un bate de bésibol.

— Puedo robar uno.

— No vuelvas a la cárcel, ey. Hacé el esfuerzo.

— No es mi culpa. Además ya hice amigues allá.

— Vamos a casa mejor.

Esperamos a que venga el chico atrás de un arbusto. Yo sostenía mi bate firme, con
ambas manos. No me iba a tomar por sorpresa y yo sí a él.

— Todos los fenómenos de la naturaleza se manifiestan hoy más hermosos que nunca.
La mañana de esta batalla será la última en la que nos veremos. La inigualable caricia
que el sol nos percibe hoy arrastra nuestra voluntad de no decirnos adiós. Adiós para
siempre — me gritó mi hermana al oído.

— ¡La profe que me chapé el otro día está caminando frente a nosotras! — le contesté.
Para qué.

— ¡Yo también me la chapé! ¡Me invitó a salir re lindo! ¡Hola, Mar!

— ¡Hola! — dijo ella muy alegre — Decile a tu hermana que esta noche le hablo.

— ¡Sí! ¡Qué lindo verte hoy!

— Lo mismo digo, bellísima… ¡Ups, Sebastián!

— A mí no me chapes, odio a los sifílicos.

— Pero si siempre me cuid… ¡Sí!, digo ¡No!

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Le pegué un batazo directo en su teñido de rubio rostro. Las escamas saltaron.

— ¡Cosa e’ mandinga! — dijo él consumiéndose en llamas.

— Esa soy yo — dije con mi voz duplicada, como Björk en Biophilia.

Mi hermana se quedó callada. Sus piernas temblaban y su respiración cesó por un


momento. Ella no tenía la costumbre de lidiar con las cosas que existen al borde del mundo.
Así como yo progresiva y prudentemente me fui alejando del centro del mundo, ella de golpe
se acostó con la amante de su hermana. Burra, fuiste demasiado rápido. Desde que le abrí la
cabeza, creí haberle curado sin querer el gen de la indiferencia que me generan las cosas con
coherencia estética. El autismo que tengo para con ellas. Ella sólo dio un paso y quiso volver.
No, hermana, no. Ciertos pasos no admiten retroceso. Es como cuando hacés fideos. Si los
ponés al sol, no se secan. Este mundo, el mundo real, sin recortes formales, no admite ciclos
ni sistemas. Sólo una brumosa linealidad en la que un punto vibra. Un punto vibra. Animate
a ser un punto y no una persona, así es como vivo yo, que no tengo la cabeza abierta. Es
estúpida, pobre.

Esa noche púrpura, fuimos a comer algo a una pizzería. Ella seguía algo pálida, pero
ya estaba mejor. Yo le palmeaba la espalda cada tanto. “Todo está bien”, le decía. “Él está
bien”, aunque la verdad no podría importarme menos, ni siquiera para saberlo. Comimos pizza
y bebimos vino suave en abundancia. Yo no podía ser más feliz. Tenía una hermana, y estaba
pasándola bien con ella. La brisa bailaba con nosotros en la calle. La oscuridad amarilla de los
faroles nos impedía vernos realmente, pero nosotras nos palpábamos y escuchábamos, como
topos recién nacidos. Sin pelo. Con la sangre ácida. Bailábamos con la música de los árboles
arañando la ciudad sincera.

Al llegar a casa, nos desvestimos, sudadas y agotadas de tanto andar y golpear, y nos
perdimos entre las sábanas. Su cuerpo me dio paz. Pero en medio de la noche recordé las horas
en las que mi hermana se la pasó encerrada en sí misma como nunca vi a nadie. Parecía una
tumba rubia y caminante. Me preguntó sobre mis menesteres del colegio de hoy y no supe qué
responderle. A ella nunca le había interesado eso. Pero intuí por dónde iban sus pensamientos.
Su conciencia no estaba tranquila y quería redimirse. Yo me encargué de llenarla de pizza y
moscato. Supongo que la recuperé. Mañana será otro día, pensaba.

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Paja. Un día como cualquiera se asomó y a mí me dolía la cabeza. Si me miento a mí
misma puedo hacer como que las horas pasan, pero el momento es quieto. Mi maestra hace
una huelga de no descansar, e insiste en enseñarme cosas que ya sé.

Miro hacia el costado. Tiene razón. Es usted. Usted ha colisionado el mundo contra
Andrómeda. Mis amigos gritan consignas intergalácticas revolucionarias. Anarquistas de
salón. Por lo menos sus panfletos le dan un toque de vida a este colegio. El grupo de Los
Camaradas Pistoleros era lo más pintoresco que tenemos, y eso que su radio de acción está
casi restringido a sus cuatro pupitres. Al salir a los patios o los pasillos o las galerías, todos
los alumnos nos esquivamos las miradas. Nadie habla. Cada uno por su lado, apoyados en
árboles, paredes, columnas, o sentados en bancos y siempre esquivando la luz del sol, piensa
melancólicamente pero no tanto como para compartir con los demás los bites de su pobre
mente enferma de presuntuosidad. Cada tanto hay brotes de euforia por parte de chicos que
vienen de otras escuelas o de los que entran a primer año, pero en unos días aprenden a
sosegarse y divertirse en sus aulas o en sus mentes, como todos nosotros.

Viene una chica nueva hacia mí, sé que se llama Rocío y entró este año, y que es muy
bonita. Es una de las chicas más lindas que vi nunca, en realidad. Debe ser mentira que viene
a hablarme a mí. Esto me salvaría por fin del terrible tedio que me golpea y me golpea y me
golpea cada día. Lo de ayer fue una terrible excepción, ojalá mi cotidianeidad estuviera
constituida de amorfosidades como esas. Más bien pasan quincenalmente.

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Melquíades
A Martín

Me desperté porque mi hermano lloraba. El chico no, el grande. El grandote. A


regañadientes abrí los ojos y me di vuelta hacia su cama, mientras pensaba en palmearle la
espalda y decirle que todo iba a estar bien, pero él se levantó de la cama y empezó a caminar
hasta el pasillo, casi sin lloro, pero vi sus lagrimotas caerse una a una marcando su huella
como migas de pan. Los únicos ruidos que había en todo el pueblo eran sus pasos de T-Rex
y su respiración de conejo nacido recién nacido en agosto.

La casa de mi abuela tiene dos habitaciones, un pasillo, y un techo bajo. A pesar de


eso, porque está llena de espejos que duplican los vértices, parece la casa más amplia del
mundo. Yo me perdí muchas veces en esta casa, y mi hermano estaba perdido en el espejo
del fondo del pasillo. Usaba su dedo para rozar el marco marrón claro como un azteca al
bosque para sembrar algo para comer ese mismo mediodía. Le rocé suavemente el hombro.

— Marcos ¿Estás bien?


— Mghñf… no quiero verlo más…
— ¿Te peleaste con alguien? ¿Cuándo?
—  No quiero verte más — dijo mientras acercaba más su cara al espejo y miraba fijo
hacia su propio reflejo, hasta estar tan cerca que seguramente no podía ver nada. Era
el amanecer y la casa se aclaraba lentamente. Temí que se diera la cabeza contra el
espejo, y lo abracé intentando no invadir su territorio. Él me fue invitando de a poco,
y ya no. Yo esperaba a que me diera la señal que me dejara aferrarme a él y no soltarlo
hasta entender qué mierda le pasaba. Su cuello estaba pálido y el resto de su cuerpo,
como si se hubiera quemado con el sol. Coloradísimo. Parecía que no me hablaba a
mí.

No sé si ya conté que intentó arrancarme los ojos. Cuando lo abracé, empezó a


caminar desde el fondo del pasillo hasta la cocina-comedor, y yo lo seguí. Cuando
llegábamos, puso lentamente sus manos en mi cara y sus dedos en punta alrededor de las
órbitas de cada globo. Con la izquierda intentó pincharlo, y con la derecha, tomarlos y
sacarlos. Yo di un paso hacia atrás que no aflojó la presión que aún era pequeña pero iba en
aumento, y corrí hacia un costado, o más bien me tiré hacia el televisor y me golpeé la cabeza.

Conclusión: mi hermano está demente.

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Me levanté y vi que se hacía un café. Rondaba entre nosotros un silencio muy dulce,
remediado por el canto de los pajaritos que recién se levantaban, no como nosotros.

— ¿Cómo estás? — me dijo él.


— Bien, me golpeé la cabeza. ¿Vos estás bien?
—  No estoy bien. No me siento bien. No estoy bien y no me siento bien.

Caminé hacia él y lo abracé de nuevo. Él lloraba contenidamente. Le palmeé la


espalda y le dije que íbamos a un hospital.

Salimos al frente de casa. Le abrí la puerta de atrás de su auto y tomé el volante. Su


murmullo seguía caminando, lo vi por el espejo, sus ojos, los ojos del balbuceo apuntaban a
mi arteria carótida, sus dientes. Me vi sangrando, me toqué. Empecé a desmayarme. No
entendía. La ventana a mi derecha estaba roja, pensé que limpiarlo iba a ser un engorro.

— ¿Querés perro?—me dijo él, sosteniendo a un cocker spaniel. ¿Cuándo subió un


cocker spaniel al auto y por qué lo mordió así?

Era invierno y había nevado un poco días atrás. Pensé en lo lejos que estábamos de la
calidez de las playas, aunque en realidad yo nunca había ido a una. Salimos del pueblo y
pronto llegamos a la ciudad, al este. El hospital público estaba cerrado otra vez, así que
tuvimos que ir a lo de un conocido que es psicólogo, que es lo más potable que se me ocurría,
a falta de plata para ir a un centro de salud privado.

Apenas le conté del caso, él sentó a Marcos en el diván y sacó un péndulo. Empecé a
tener un sentimiento de sorpresa al notar la sangre fría con la que manejábamos el asunto de
mi hermano, aún con la ropa todavía ensangrentada por el mordisco que le dio al cocker. La
pregunta es: ¿por qué no me siento alarmado?

— Estrés. El estrés hace estas cosas. Quedate tranquilo, Fabi, todo va a andar, todo va a
andar…

Mi hermano entró en trance y empezó a balbucear cosas, algo de un algodón indio o


chino, y muchas manualidades que enumeraba como en un rezo. Entonces noté que las cosas
que enlistaba cumplían un ciclo, y mi amigo anotó los elementos uno debajo del otro. Las
primeras letras de cada palabra formaban en conjunto un

MELQUIADES

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“¿Melquíades?”, pregunté yo en voz alta, y mi hermano se vio afectado con espasmos
violentos. Arrancó a hacer pucheros y las lágrimas salieron de a poco. Finalmente, un débil
y agudísimo gemido se escuchó desde el diván.

— Tenemos que averiguar quién es.

Logramos que Marcos nos ponga la clave de su celular, y así empezamos a stalkear
sus contactos de todas las cuentas abiertas en ese aparato. Desde Facebook hasta Wikipedia,
pasando por su historial y sus llamadas. No dimos con la clave. Buscamos “m…” y Google
predijo “....elquíades”. Pasamos varias páginas de resultados ofrecidos hasta que
encontramos uno que había sido visitado previamente. Me desperté en una playa tan calurosa
como pedregosa y desierta, con mi amigo al lado y mi hermano tirándole piedras a un
cocotero cercano. Entre yo y el mar, una montaña sanguinolenta de perros muertos con
cascotes arrojados a su alrededor. Preferí no preguntar nada. Miré a mi amigo psicólogo, y
me dijo “Champignon, probablemént” antes de escupir sangre por última vez.

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Bubblegum Supraphisyc’s Climax
A mamá, papá, y mi hermanito
Tardamos en llegar a la pista de carreras porque en la propia entrada al zoológico
había una multitud bailando cuarteto con algarabía. Justamente, “Algarabía”, de la Mona
Giménez, era la canción que sonaba. Mi novia Luciana me habría mirado cómplice: yo
aprendí esa canción para ella. Cuando por fin logramos entrar, un guía comenzó a insistir en
explicarnos los cambios históricos del rubro de la exposición de animales. Desde el
Rinoceronte de Durero del Renacimiento hasta las carreras de especímenes hipertrofiados del
hoy, en unos auténticos (bah, no tanto, porque estaban constituidos por una pista central y
tribunas de madera al aire libre, careciendo de cualquier edificación acorde a los
divertimentos de la antigua cultura latina) coliseos romanos.

Nos acomodamos en la tabla más baja a la izquierda del espacio por el cual se
ingresaba a las gradas. No teníamos ganas de caminar y si estábamos ahí era porque papá
había heredado el carnet vitalicio que mi abuelo se tramitó mes y medio antes de morir. Había
que usarlo al menos una vez, para honrar la voluntad de mi difunto ancestro. Mi hermanito
cumplía nueve años la semana entrante, así que aprovechamos para darle ese regalo. Él estaba
muy entusiasmado, hablaba y hablaba y hablaba y hablaba, se reía, hasta que mi padre, el
otro entusiasmado, lo mandaba a calmarse un rato. Una enorme jaula cuadrada nos separaba
de la pista. Los barrotes eran tan gruesos como una cartulina brillante. La mayoría de los
circuitos tenían forma ovalada, como las carreras Nascar de autos, pero esta tenía forma de
ocho (8), con la cual muchos animales se desorientaban. No exagero si digo que los que
íbamos a ver eran los mejores competidores del mundo.

Mi papá y mi hermanito jugaban con sus manos a un juego que no entendí si era de
luchita o de cantar y chocar las manos, como el mari-mari-po-po o el choco-choco-la-la,
etcétera. Supongo que era una mezcla de ambos mundos. No pude evitar pensar en el juego
de los primates y su función en la curva de supervivencia. Las imágenes de NatGeo y mis
familiares se superpusieron como los fotogramas de transición de una película. Mi mamá y
yo, mientras tanto, mirábamos en silencio a cada persona que pasaba, pasándonos el mate
sobre nuestras rodillas. Era nuestro ritual secreto para destapar la bombilla, el pasárnoslo
mutuamente al ras de nuestras piernas. Ella a mí, y yo a ella. Ya nadie nos preguntaba por
qué lo hacíamos, simplemente lo asumían el propósito, que era obvio.

— Cómo opera la naturaleza humana ¿no?—dijo mi mamá.


— Veo—. Los dos observábamos lo mismo.

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Sonó un disparo y la carrera empezó. Un caballo orgulloso, un mono tremendo teñido
con los colores del espectro lumínico, una tortuga propulsada a los pedos, un perro salchicha
de gravitación acelerada, un delfín rosa amazónico desacatado con piernas fisicocultúricas,
una nutria gansada y otros animales más que desconozco o eran irreconocibles. El pecarí
amistoso que había recorrido despacio la pista para que los concursantes memoricen el
trazado fue pisoteado sin consuelo por los mismos, en rabioso desplazamiento. Papá nos
llamó para que vayamos más arriba en las tribunas. No habíamos prestado atención a que la
zona de carreras abarcaba una zona más amplia de la que yo, al menos, consideraba, y que
para disfrutar del espectáculo había que tener una visión menos cerrada por la horizontalidad
de nuestro punto de mira. Mientras subía, miré a mi padre, delante de mí, y en el cielo a los
helicópteros de varias cadenas televisivas operando. No me agaché a tiempo, y me comí una
guirnalda. Soy demasiado alto pero mamá, a pesar de ser demasiado baja, al instante me la
sacó suavemente de la boca. Muy suavemente, porque sus manos tenían mi edad.

La tortuga era básicamente un cohete a metano. Avanzó con la aceleración más alta
de los concursantes, pero antes de cada curva debía frenar y redireccionarse. Eso les daba
tiempo a los demás para alcanzarla; el mono era un chimpancé que saltaba y corría muy
rápido, nada especial; el delfín era unas piernas de maratonista con espiráculo. Cada tanto
parecía que se olvidaba de respirar, pero daba pelea y estaba entre los primeros. El perro
salchicha levitaba con una vibración que me generaba algo raro en la entrepierna. Miré a
mamá: ella también estaba incómoda. Eso me tranquilizó un poco, por un momento había
creído en algún peligro que me afectara solamente a mí, y no me gusta tener que explicar mis
síntomas en soledad, y sólo a partir de mi experiencia. Los animales que no entendía reptaban,
volaban, o se comían a otros, pero eso sólo los hacía más lentos. Los que tenían
predominancia de cuerpos de predadores iban últimos. Era bastante obvio el sesgo evolutivo
de la carrera.

Empezó a soplar un viento fuerte que trajo una polvareda infernal. Faltaban sólo cinco
vueltas para que termine la carrera. Los animales seguían corriendo tan brutales como
siempre, y de a poco sentí el olor de la tormenta. Padre nos dijo uno a uno que nos íbamos,
antes de que nos agarre el temporal evidente. Bajamos costosamente, un gordo metalero quiso
pegarle a mi hermanito por alguna razón, pero le tiré una mirada que lo hizo arrugar. Una
ráfaga le metió los pelos en la lengua y seguí mi camino hacia el suelo. Un guía comenzó a
explicarle a papá que los animales una cosa, y fue rechazado. Dio un rodeo extraño, como
esquivando a su víctima, y encaró a mamá para explicarle lo mismo. Al fin y al cabo
parecíamos dos familias distintas. Mamá y yo éramos muy símiles, y papá y mi hermanito
estaban solos.

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Cuando cruzamos la puerta del zoológico, se oyó el primer trueno, y como si fuera un
disparo de largada, oímos a todas las personas salir disparadas desde las ya lejanas gradas.
Todos corrían pero sus pasos resonaban no con la brutalidad de los animales que mi mente
había empezado a olvidar, sino con la desesperación de los turistas cuando pasa algo malo.
Mi mamá y yo nos miramos y subimos al auto.
— Salimos a tiempo— dijo ella.

Habíamos alquilado una casa de veraneo en el pueblo de al lado. Mientras mamá


manejaba, papá y yo no decíamos nada. Él se ponía nervioso con los comentarios de mi
hermanito sobre cualquier cosa, que no había desarrollado la capacidad de abstracción
suficiente para dimensionar lo que había pasado. Yo pensaba en Luciana. Ya todo había
pasado y apenas habíamos pasado por una insinuación de peligro. La tormenta y la noche
estaban llegando cuando llegamos a casa.

Después de la comida, papá nos llamó a su habitación, en el piso de arriba, para hablar.
Mamá estaba sentada a su lado, toda blanca, con su pelo negro yendo en curva desde su nuca
hasta su pecho. Papá nos dijo que este viaje no había tenido el propósito de pasear y recordar
al abuelo. Mi hermanito preguntó si lo de mañana era mentira. Papá dijo que en realidad sí
vinimos a pasear, pero también a otra cosa. Mamá puso su mano sobre la de él. Habló.
— Papá y yo nos vamos a separar.

Era bastante esperable. Luciana se iba a desilusionar. Ella pensaba que las relaciones
de los hijos son análogas a las de sus padres, y como los míos seguían juntos, ella tenía
esperanza de que lo nuestro durara para siempre. Sus papás estaban separados y esto, al
recordarle el dolor de su pasado, probablemente le provea un duro golpe. Mi hermanito
empezó a agitarse un poco, parecía que no sabía si tenía que llorar o no. Al final sonrió y
abrió la boca para hablar, pero un trueno tapó su voz. Unos segundos después se cortó la luz.
La luz de la luna se filtró por entre las nubes de tormenta por última vez antes de que otro
trueno anunciara el inicio de la lluvia a metralla, el viento supersónico y los rayos
bombarderos.
Mi hermanito se largó a llorar y papá y mamá se posicionaron para consolarlo, así
que yo tuve que ir a buscar las velas, en la planta baja. La escalera de madera se sentía distinta
cuando no podía verla. Agradecí estar de zapatillas y pantalón largo, cosa que me protegía
de los golpes en el dedo meñique del pie y del frío, respectivamente. Encontré las velas pero
me entretuve mirando por la ventana. Los relámpagos iluminaron el cielo por un instante en
el que pude distinguir a varios techos siendo llevados por el viento, otros objetos que no supe

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identificar, y una pelota de rugby surcando el firmamento a increíble altura. Imaginé a un
rugbier tirándosela a la tormenta, al grito de “¡¡¡trolo de mierdaaa!!!”. El pequeño y solitario
frutal del medio del patio estaba partido al medio, como si lo hubiera descuajeringado un
rayo, pero no se veían rastros de quemaduras ni se había escuchado una explosión tan cercana.
Pero estaba todo tan oscuro que no me lo pregunté demasiado. Preferí abandonar mi
curiosidad y enfilar hacia el primer piso.

Me paré frente a la puerta de la habitación con las velas sin encender, dije “Ya llegué”,
abrí la puerta, y cuando iba a entrar, un relámpago iluminó la pieza, que aparecía vacía. La
ventana estaba abierta de par en par, por eso el relámpago pudo alumbrar todo. Caminé hacia
el interior, pensando que me habían hecho una broma, pero le pisé el pie a mi hermanito.
Solamente el pie. Otro relámpago, y pude figurarme de que aquello que yo creí que eran
sombras sobre las paredes, era algo más espeso y orgánico. Su disposición en el cuarto era la
que tiene el agua cuando revientan un globo lleno de ella. Una hidrodinámica despiadada.

Bajé a la sala principal para buscar sus cuerpos. Evidentemente, se los habían llevado
por la ventana. Recordé a los animales. Probablemente una de esas mezclas de león, chita y
puma estaban detrás de todo esto. Fui a buscar un cuchillo a la cocina porque era lo único
que podía hacer.

Siempre fantaseé con luchar como un héroe con tan sólo un cuchillo, mi arma
predilecta y la que me parece más noble de todas. Al que tenía en mis manos le saqué todo
el filo que pude con la afiladora de la cocina hasta que escuché el ruido. No eran pasos, era
un chimpancé multicolor que se presentaba en mi sala. Vi sus manos manchadas, pero aún
no podía saber si había sido él. Sabrá Dios a cuántas personas mataron estos bichos en su
paso hacia la casa que alquilábamos. Confié demasiado en la respuesta de contención que la
civilización supuestamente le daría a ese ataque. Estas bestias nunca serían declaradas
culpables, nadie las enjuiciaría y seguirían guiando la mirada de todos. Pero al menos uno de
ellos no lo haría. Tomé mi cuchillo al revés que como para cortar, para clavar. El cuerpo del
chimpancé empezó a temblar, su respiración tranquila, su mirada seria parecía a punto de
decir algo. Su masa corporal crecía. Sospeché que cuando hacía eso de duplicar su masa no
podía moverse. Ahí tenía mi punto a favor. Sin pensarlo, le clavé el cuchillo en el cuello. Un
brote de sangre. Sus ojos enloquecían, pero mi víctima estaba inmóvil. Sin embargo pensé
en escapar. Pensé. Salir afuera. El instinto me lo decía. Mi cuerpo se movió pero no para
aumentar mis músculos, sino para que no sean destrozados por un primate arcoíris. Sólo
quedaba correr y esperar que el mono muera desangrado.

El mono me vio salir y reventó la pared con su enorme cuerpo para perseguirme. Miré
hacia adelante y corrí, sus pasos retumbaban en el suelo y podía notar cómo su ritmo
aumentaba, explosión. Me di vuelta, la carrera había cesado. Un rayo dio de lleno en el

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cuchillo, y le voló la enorme cabeza al mono. Ahora qué quedaba. Tomé otro cuchillo, uno
bastante menos maniobrable que el primero, un abrigo, y me senté en la escalera. La lluvia
seguía y seguía. Empecé a escuchar algún que otro disparo, algún que otro rugido. Todos
cerca de casa. El ruido constante, el cansancio y la oscuridad de a poco apagaron mi
conciencia.

Era de día. Unos colmillos rodeaban mi cabeza, y apuñalé con mi cuchillo al interior
de su boca. “Tranquilo, tranquilo, ¡ea, ea! ja ja ja”, escuché. Caí desmayado pero me dieron
licor en la boca. Un tipo vestido de guardaparque llevaba un rifle en la mano y me contó que
se había cargado a seis de los animales, y su compañero a siete. “Cabrón. Pero tú has
destripado a uno solo con tus propias manos, por lo que vi ahí afuera. Te mereces el premio
ganador”. Su mirada se volvió triste. “Has pasado por mucho para una noche. Salgamos de
aquí”. Pero yo quise ver una vez más la pieza de mis papás.

El pie de mi hermanito. La mano de mi padre. Debajo de la cama, muchos órganos


reunidos. Empecé a revisar los muebles. Cajones, nada. Cómoda, nada. Armario, un bulto
abajo. Mamá, o parte de ella. ¡No, no, estaba entera! ¡Mamá estaba entera! Y todavía lo está,
acá a mi lado. Si mi papá murió, mamá y él no se separaron y mamá es viuda. Luciana se va
a poner contenta. Antes de irme para siempre de ahí, me pareció ver en el guardabosque un
reflejo multicolor. Sentí que no quería ver nunca más nada de lo que haya visto antes, a
excepción de Luciana y mi madre. ¡No volver a hablar mi idioma ni pisar mis lugares! Sentí
una rabia inmensa por todo lo otro que me rodeara. ¿Sentí una joven mano que acariciaba mi
hombro?

— ¿Rodrigo, vamos a casa?


— Sí. Por favor.

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Vecinas bailando
A ix
Sus pelos con coletas se alzaban detrás de su rostro como el glorioso sol imperial
japonés. Ella era Amaterasu, y yo, Ame-no-Uzume bailando desnuda para que todos se rieran
de mí tan fuerte que ella quisiera salir de su cueva para ver cuál era la causa de tanto alboroto.
Aquella Navidad lo estaba intentando de nuevo. Toda la casa estaba a oscuras, excepto el
comedor. Los regalos ya habían sido dispuestos bajo el árbol del patio, pero tuvimos que
meterlos dentro porque un gato intentó llevarse un paquetito. “Quizás esté entrenado”, dijo
Frida, la hija menor. Yo le tiré mi propia chancleta, dándole justo en la nuca. “Ese gato no
volverá a causar problemas por un tiempo”, declaró Tamara, la dueña de la casa. Era el mismo
que le robó la mamadera a mi hijo fallecido años atrás. La recuperé pero tuve que tirarla
pronto, yo quería regalarla pero nadie aceptó la mamadera de un muerto. De donde vengo lo
harían gustosos, allá la espiritualidad es cosa de gente que no sabe cómo estar triste.

Yo estaba en esa casa cantándoles a mis vecinas con una guitarra y tres acordes de
cuando un policía quiso robarme la falda que había comprado momentos antes, cuando yo
vivía del otro lado del mar.

— Oye, ¿te imaginas a ese oficial intentando ponerse la falda? Madre mía— dijo Tamara,
y una risa como de chancho salió de ella como el vapor de una olla tapada.
— Ah, perdón—seguí cantando—, falda le decimos a de carne un pedazo.
— ¿Y por qué quiso robarte algo como eso?— dejé la guitarra y de cantar.
— Dijo que era el precio por vivir ahí en paz, y que agradezca que sólo me sacó la carne
y no mi carne.
— Ay, Dios, qué horror, madre mía, madre mía.
— No te preocupes, no se hubiera atrevido a hacerlo.
— No me importa. Tú aquí sabes que tienes todo sin pedir nada ¿vale? Oficial. Ya le voy
a dar, oficial…

Les cuatro niñes y yo mirábamos con vislumbrado respeto a Tamara, la matrona de


casa, y no era para menos. Si yo pudiera poner en palabras las cosas como lo hacía ella, todo
me resultaría más fácil. Ella era como un rompehielos, nada la detenía, ni siquiera los Estados
y los ejércitos, quizás sus principales enemigos, y los que más se ensañaban con ella. Los de
todo el mundo, y de eso hay muchas historias que Tamara contaba cada tanto. Esta Navidad
no fue la excepción. El relato de esa noche terminó a las cuatro de la madrugada con los
detalles de su escape del franquismo a bordo de una motocicleta de fabricación nazi hacia el
exilio en Florencia, Italia, donde se hizo pasar por sordomuda algún tiempo por no saber el
idioma.

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— Fui maestra de sordos y de ciegos—decía a veces cuando se presentaba con alguien
de gran fama o dinero, porque algo en ella hacía que constantemente conociera
personas nuevas. Tenía gravedad propia. Pero yo no sabía si se refería a su estadía en
Florencia o a alguna otra historia. A veces me preguntaba seriamente si eran ciertas,
pero eran tantas que no podían ser de mentira. Alguien que no vivió todo eso no pudo
haberlo inventado.

Aquella noche, después de la historia, les niñes se fueron a dormir en fila hasta que
solo quedamos Tamara y yo. Yo nada más quería ver a su hija de sangre (los demás eran
adoptados y niños, ella era adulta), pero no sabía si iba a abrirme. Tamara hacía mucho
tiempo que ya no sabía qué hacer, y se encargaba de les pequeñes. Yo la suplía casi siempre
en el cuidado de la mayor. Cuando se acordaba de ella miraba hacia su puerta en silencio. En
esos momentos, su cara gritaba. Odiaba verla.

Fui hasta su puerta y me encontré frente a un edificio de departamentos en México


D.F. Acababa de asumir el cabecita de algodón y la violencia todavía no daba señales de
disminuir. El sol de primavera se limitaba a alumbrar la mañana congelada. Damiana me
esperaba arriba con el desayuno preparado y el almuerzo sin pensar. No había ascensor, así
que tuve que subir las escaleras con el corazón en la mano. Faltaban cinco pisos para llegar
a lo de Dami y estar a salvo.

Todo ahí estaba sucio, pero no tan sucio para poder quejarme. Apenas un “esto está
un poquitín (pero un poquitín, eh) sucio ¿no?”. “No, la verdad que no. No está nada sucio”.
“Ah, bueno”. Y seguí caminando, escalón a escalón. Tardaría cincuenta años en llegar arriba.
Damiana abrió la puerta justo cuando estaba por golpearla.

— ¿Cómo estás?—vio mi sonrisa de admiración—Es mi nuevo talento: abrir antes de


que llamen. Pero cualquier día le abro a un ratero y ¡ay de mí!

Yo la admiraba por cada cosa que hacía o decía, supongo era algo parecido a
enamorarse. Todo en ella me hacía reír, menos su tristeza. Pero al mismo tiempo siempre
estaba alegre y eso complicaba bastante las cosas. Ese día, por ejemplo, tenía una botella de
vino en cada mano y empezamos a jugar a mezclarlos y mezclarlos con otras cosas mientras
ella ponía su música favorita. Ella me dijo “no te tienes que ir hasta probar el Damian Express
Glamour” y lo pronunciaba todo así como que no se sabía si intentaba imitar a un francés, a
un inglés o a un gitano imitando a los otros dos. Ahora yo tengo un amigo gitano, eso último
me habría divertido a la vez que ofendido. Después de eso me dijo: “Esta vez no compraste
algo para mí. Hoy no has venido de visita. ¿Qué es lo que quieres, wey? ¿Sacarme de aquí?
No me interesa, ya te lo dije el primer día. Te lo voy a dejar claro, porque estoy de muy buen
humor y no quiero dejar de estarlo: Damiana está muy bien, gracias por preguntar. Le

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agradecería que no vuelva a hacerlo. ¿Está bien por usted? Por mí también”. Y sonrió,
acusándome. Los músculos de su cara temblaron un poquito.

Yo me senté en silencio en una silla. Nunca me sentaba en una silla, nadie las usaba,
en realidad, ni siquiera Damiana ni las personas que la visitaban por primera vez. Las
cicatrices del uso sólo se acumularon en el sillón que estaba cerca de la ventana.
— Así que insistes, eh.
Dejó el vino sobre la mesada.
— Me veo con más gente que tú, más personas vienen a verme en una noche de las que
tú ves en una semana. ¿Para qué me vienes a interrumpir la fiesta?
— ¿Por qué a la noche?
— A eso dímelo tú, que eres la experta aquí. La que todo lo ve y todo lo sabe.
— Es porque la oscuridad oculta tus putas lágrimas. Por eso es. ¿O no?
— ¡No! ¡Para nada! ¿Ves que no sabes nada? ¡Cualquier cosa dices!
— ¿Sabes por qué vienen todos a visitarte? Para vigilar que no te tires por esa ventana.
Por eso vengo yo también hoy de tarde. Mariana no pudo venir hoy, así que la
reemplazo. Tenemos un grupo de WhatsApp para organizar cada visita de mierda a
tu casa, organizamos turnos y vacaciones, costos de pasaje, etcétera. Nadie aprobó
que viniera a decirte esto, pero es que ya estoy cansada, soy la que menos ha venido
pero la que más ganas puso en reclutar gente de todo tipo para que venga contigo a
pasar el rato. Todo hasta que te decidas a salir, pinche bruta.

Ella me miró, desarrollando un análisis completo. Apoyada contra la mesada, agarró


con fuerza el cuello de una de las botellas de vino. Sus ojos alternaban entre apuntarme a mí
o a la botella. Yo seguía sentada, y miré mis manos.
— Vete. Sólo pinches vete.
No quería irme.
— Adelante, go out.

Sus labios repitieron “go out”, y eso fue lo último que vi de ella. Esa puerta no volvió
a abrirse para nadie más. Por eso, en esa Navidad apagada, abrí suavemente esa otra puerta
después de escuchar un resignado “¿Si te dejo entrar vas a dejar de cantar?”.

— Puedo ser muy silenciosa.


— Sólo te conozco haciendo puro alboroto.
— Vamos a jugar jueguitos en la computadora hasta que se alce el sol por atrás de tu
pelo despeinado.

18
(Interludio) Legui
A Legui
Grabo esto para que no se te olvide. Espero que entiendas cada palabra de esto que te
voy a explicar, porque vas a ver que todo tiene sentido y que yo no tengo la culpa.
El primer día que te vi tenías una coleta mal arreglada. Te lo dije, y nos sentamos
juntos. Ambos éramos primerizos en esto de hacer amigos, y no sabíamos bien como empezar.
Y sólo empezamos.
Después, nos dimos cuenta de que compartíamos algunas cosas, o el hecho de querer
compartir cosas nos hacía mirar las mismas o capaz que no nunca nos entendimos bien y por
eso pareció que fuimos tan amigos. No me gusta especular, a vos te gusta especular y eso me
hace especular a mí porque tengo que tratar de no quedarme atrás, un poco estoy enojado con
vos por eso, a veces, ahora no, pero igual no importa.
Te hacés mucho la cabeza. Yo a Lola la conocí por privado, apenas la metieron en el
grupo del curso me llamó sin querer. Yo dije “esta es la mía” y le saqué toda la charla que
pude. Vos sabías eso, yo te lo dije. Después te olvidaste, en todo caso. Cuando vos me dijiste
que Lola te tiró un palo yo no lo entendí, siempre fui torpe. Torpe. Y entonces las vi a ustedes
sentándose juntas y me di cuenta de que no había lugar para mí. No quise hablarte nunca más.
Por eso no fui a buscarte cuando pasó eso. Primero, que yo no tenía idea, me llamaste
pero cómo iba a saber que era algo tan importante. Segundo: ehh, ¿de verdad no tenés a
alguien más a quien pedirle ayuda? Bueno, Lola obviamente que no, pero alguien más tiene
que haber. Hasta yo tengo a alguien más. Yo siempre me imaginé defendiéndote y cuidándote,
pero justo ahora estoy enojado con vos. Tuvimos mala suerte.

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Te extraño, Victoria Conti
Bueno, a la Vicki Conti, de quien algún día voy a poder presumir que conozco.

Rocío salió del pasillo y entró en la nieve. Todo era blanco bajo el cielo nocturno. Era
invierno y los alumnos todavía debían formarse en el patio, de cara a la bandera semicongelada,
con los cuellos florecidos de escarcha y las piernas heladas detrás de las polleras.

Esto es un esquema muy básico. Todas las mañanas el esquema cambiaba de a poco,
evolucionando hacia el verano desde el cual algunos no iban a estar ahí nunca, nunca más.
Pero por ahora había que cantar Aurora hasta que la bandera toque el tope del mástil.

Cantaron dos veces antes de que terminaran de izar. Re lentos.

Rocío dudaba. Había llegado a principios de ese año a la ciudad, pero desde entonces
casi no había hablado. No lograba recordar ni siquiera qué la había tenido tan ocupada como
para no haber tenido una conversación decente, pero suponía, simplemente, que no se había
dado la posibilidad.

Se palmeó la falda y esperó sin sentir nada a su alrededor hasta que empezaron a
chocarla quienes volvían al aula. Ella los siguió sin hacer ruido. Pero su alrededor, pocas
conversaciones ocultaban su silencio. El invierno enfriaba los ánimos de todos, e incluso los
más enérgicos de la escuela, los de los primeros años, se limitaban a intercambiar figuritas por
ahí y pelearse en voz baja.

En el aula imperaba la vibración del tubo fluorescente. Rocío miró a su alrededor. Se


había aprendido los nombres de todos sus compañeros, a fuerza de escuchar las
conversaciones de los demás. A su derecha, Matías jugaba con su celular a un jueguito de
boxeo; a su izquierda, Lara chupaba un chupetín mientras escuchaba música y miraba
fijamente el pizarrón. Al lado de la chica del chupetín, Joel jugaba perezosamente a que dos
lápices bicolores peleaban entre sí. Parecía perder el verde y violeta, pero el rojo y naranja
evidentemente no era el favorito del chico. La resurrección heroica del primer lápiz sacó una
sonrisa tanto a quien observaba la pelea como a quien la creaba; más allá, dos chicas
conversaban, Mariela y Clara. Nada más. Rocío quería saber qué hacían los demás pero su

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invisibilidad social no llegaba a cubrirla hasta el extremo de darse vuelta para mirar con
atención a cada compañero. Se dedicó a escuchar la clase.

El viento empezó a correr. Era frío y entraba suavemente por las ventanas entreabiertas.
Después, conmovía el interior de las mangas de las camperas de Rocío.

La ciudad no era una mala ciudad, pero pecaba de vacía. Comparada con aquella en la
que siempre veía personas caminando por todas partes, la nueva no le daba suficiente
información a su cerebro. Necesitaba distraerse con algo, pero no tenía nada en qué
pensar. Hablar con alguien. Siempre alejaba ese pensamiento hacia zonas estériles de su
mente, como desiertos de arena roja en los que no creciera nada. Si no hubiera nadie en esta
ciudad-pueblo ¿Quién sería elegido para presenciar el silencio? No habría gran diferencia,
puesto que el silencio ya estaba presente en esa aula y en cada árbol y cada automóvil de esos
cuantos kilómetros cuadrados. Si alguien le hablara, sentiría una molestia infinita.

II

Correr. Nadar. Ver a Camila. Sobre todo correr, se mentía a sí mismo y su mente
imaginaba paseos en globo y misiones de rescate a su amada de las manos de quién sabe quién.
La furia lo tomaba de repente, mientras caminaba e intentaba imaginar a quien le haría daño
a ella. Al que se atreviera, a ese, iba a matarlo.

Camila tenía la piel como crema, mientras él vestía la caoba azulada fruto del calor de
su interior y el frío que tenía en la piel.

Algún día ella iba a saber que él la amaba. Cuando el verano estuviera en su punto
justo, cuando la fogata del campamento esté al dente, cuando el cielo negro refleje toda la luz
de la tierra, cuando la sal no tenga sabor alguno comparada con el sabor de los aromas que
traería el viento en sus palos de madera. La mesa ardiente, el pan almizclado, la correa de la
virgen ante la carpa, ante los peces del río gris. No sería un secreto porque ellos dos lo sabrían.

— Es cuestión de dar y recibir, el boxeo. Eso me dijo mi hermano—decía ella antes


de la clase. Estaban en la cancha de básquet, donde estaba fresquito.
— No sabía que hacía boxeo.

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— Empezó hace unos días pero ya se cree el rey del mambo. Encima en dos semanas
tiene una pelea ¿querés que vayamos a verlo?
— Lo van a cagar a piñas como pocas veces vi.
— Ey, solamente yo puedo burlarme de mi hermano—dijo, e hizo un silencio
significativo.
— Es joda. Tengo que reírme con alguien de cómo lo hacen mierda.

Solían charlar cerca de la cocina por si tenían hambre. Nicolás pensó en lo afortunado
que había sido de haber repetido de año. Pudo haberla conocido a ella. Recordó, mientras
subía las escaleras que daban a la cocina, su primera conversación, en el primer recreo del año,
sobre que a él le dolía la espalda y por qué, y que gracias a su problema su respiración iba de
mal en peor. En la hora siguiente ella se sentó junto a él y se pasó la hora dándole todo tipo
de consejos para el beneficio de su amada columna. Él se olvidó de todos excepto de aquel en
el que ella lo invitaba efusivamente a empezar natación con ella, que era veterana pero no le
importaría dejar la competición por él, que de todas formas iba a hacerlo.

— Sé lo que pensás. No te sientas culpable, imbécil.

¿Qué galletitas le gustarán a Cami? Ella amaba lo dulce como nada, pero odiaba las
harinas, pero si algo sabía Nicolás era que siempre había una excepción para ella. A la cocinera
le encantaba dejar galletitas para los que quisieran en la alacena, la variedad era casi
abrumadora. Nicolás abrió las puertas de una en una, buscando en su memoria los indicios
que lo guíen a la galletita indicada. Las pepas con chocolate eran demasiado blandas,
necesitaba algo más crujiente; las de café tampoco, demasiado pretenciosas; Camila le
recordaba a las frolitas de batata: honestamente dulce. Vamos por esas.

III

Joel partió hacia la casa de Lara. Su nena lo esperaba impaciente, sedienta de lo que
sólo él podía darle. ¡Hola, mi amor, hagamos el amor hasta no poder decir basta! Salieron en
la moto de él hacia el telo más cercano. Las luces brillaban y todo estaba perfectamente limpio.
Rebotando un poco en ella, la cama les ofrecía un asiento del día largo. El colegio los cansaba
y no conocían mejor forma de sacarse el estrés de encima. Tampoco la buscaban.

— Quiero que sigamos así para siempre — le dijo Joel, abrazándola acostados.
— No podemos. Ya se nos acaba el turno.

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Decir que los echaron es exagerado, pero el empleado les avisó que se les terminaba
el tiempo de manera poco agradable. Si Joel fuera mayor, lo denunciaría.

Lara le había prometido a Joel llevarlo a un lugar fantástico en no sé dónde. Ahora le


tocaba a ella manejar la moto. Recién duchada, el viento la hacía temblar pero no le importó
demasiado. Fueron hacia el centro de la ciudad. Allá, en la plaza central, los esperaba Mariela,
con una canastita de mimbre sostenida con las yemas de los dedos de las dos manos y una
sonrisa de olor a flores en el rostro, y un vestido celeste y blanco que al cielo no envidiaba
dulzura. Una pantomima de Hola ejercieron sus labios finos, embriagados de algo símil y
disímil al vino.

— ¿El amor tocó a tu ventana, oh, bella? — saludó Lara bajándose de la moto.


— Fui a un picnic al parque municipal. Había música y juegos, y comí torta con aquel
hombre que te dije.
— ¿No estarás demasiado enganchada con ese tipo, Mari? Tenés que tener cuidado.
Si algo saben hacer los cuarentones, es mentir.

Joel se acomodaba el pelo chamuscado de frío. Su cerebro le ardía.

— ¿Vamos? — dijo.

Caminaron hasta perderse. Dieron varias vueltas a una cuadra hasta que el lugar que
buscaban apareció. Entraron sin apuro, pero sólo Lara sabía lo que había después de la puerta.

Puedo crear la energía y mover los papeles. A veces, cuando estoy aburrido, me siento en mi
ventana a ver el mundo desde abajo. El mundo del cielo. Como si yo no fuera suficiente. Hay
alguien más en este recinto que emana una más silenciosa pero ciega de su poder luz. Antes
de que esto termine, yo voy a averiguar quién de ustedes es. Mientras tanto, voy a hacerlos
partícipes de mi juego.

Entonces una noche vas a estar solo, y vas a querer hundirte. El aire va a tener olor a viejo
muerto hace dos años y mis manos no van a tocarte. Mentira. O quizás, sólo quizás, y quizás
un poco. Esos días no podrás moverte, ni hablar ni mirar hacia arriba. Ni pedir ayuda ni
evitar beber mi orina.

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Era una especie de sala del club deportivo disfrazada con gradas de teatro. No era un
mal lugar para comer choripanes, pero sí para escuchar a un tipo alto, flaco, de camisa blanca
y enorme pañuelo negro al cuello al estilo francés (supongamos) vociferar giladas. La luz
entró en penumbra cuando el actor empezó a soltar su voz. No era buena, pero intentaba serlo
y eso un poco lo compensaba.

Lara, Joel y Mariela se ubicaron en una punta superior de las gradas. Los primeros dos
se abrazaron y Mariela desvió la mirada. Una corriente de aire le enfrió el pecho. Si tan sólo
percibieran su minúsculo azote, ella sería tan feliz. Pensar en la idea la tranquilizó.

A su lado, alguien la miraba tiernamente. No había nadie. Mariela pensó que estaba
cansada.

Después, los tres fueron a comer frente a un parque que daba a las únicas cosas
interesantes de su intento de ciudad: el club, las pizzerías, el cine, la sala a la que fueron. Joel
no sabía que ese lugar existía.

Después de comer, Mariela subió al auto de su novio. La nubecita de polvo que levantó
de la calle asfaltada le recordó a Matías y a Lara a una película vieja.

IV

— Mi tía me dijo si quería venir con ella— respondí a su repentino “y vos qué hacés acá”.
— La encontré cuando venía para acá así que le dije que venga por cualquier cosa.
Mientras más seamos, mejor ¿no?
— Puede ser. En fin, Nicolás desapareció y yo no sé si estoy loca o qué.
— ¿Pero cómo fue?

Estábamos sentadas frente al portón del club, mi tía de ropa de entrecasa y pantuflas, yo
con el uniforme del colegio y Camila con su ropa deportiva. Yo era la más relajada de las tres.
La tía intentaba abrazar infructuosamente a su protégé, que la rechazaba pacientemente.

— Estaba hablando con Nicolás en la cancha de básquet antes de ir a entrenar, y él en un


momento sube a la cocina, que queda en un cuarto en un piso de arriba, para tomar

24
agua. Yo lo esperé abajo porque él no iba a tardar nada, pero pasaron cinco minutos y
no volvía. Entonces subí yo también para ver qué estaba haciendo, y no estaba.

Matías entró al baño ya desnudo porque sabía que nadie lo iba a ver. Eso le daba una
tranquilidad pero también un sentimiento ronrónico. Miró el espejo y notó que estaba solo.
Sumergió sus pies en la bañera y observó la pared que tenía delante. No había otro jabón
excepto el blanco de lavar ropa y granos de hermana. Pensando en los efectos que dejaría
sobre su película piel, salió a buscar su jabón especial, dejando un rastro de agua.

Volvió al baño y una gorra roja como una rosa estaba depositada en el centro del baño.
Matías pensó en los gérmenes, y con pasos elevados inmersó sus pies, su cuerpo y su cara en
la bañera llena de ambigüedad térmica y líquida.

La relajación le inundó la cara y la nariz. Dolor. Un rato de espirar fuerte lo esperaba


y al levantarse del agua notó una línea negra suspendida al costado de su cuerpo.

Yohana es como las palomas: fea y caga en todos lados. Usa pañales porque tiene
problemas de esfínteres que le causó una mala praxis. Su pelo asemeja alambres de bosque
quemado. El carácter escéptico de todos al verla (o sea, dudar entre saludarla amistosamente
o esquivarla y olvidarse de ella lo antes posible, o sea, no saber si tenerle lástima o asco) hace
que ya nadie quiera enfrentarse a su presencia. Su madre me contaba todo esto y más mientras
me cebaba mates. No era que le pareciera jocoso, interesante, o acusatorio hablar así de su
hija. Ella me pedía ayuda desesperadamente. Quizás lo hacía con todo el mundo, pero su casa
oscura sólo olía a ella. Yo era extranjera en la soledad de una mujer perdida.

Yohana me contó que vio a un chico correr desnudo por el bosquecito del Parque
Sarmiento a las once de la noche. Corría y gesticulaba con la boca, como si estuviera gritando,
pero no hacía ningún ruido. Si no lo hubiera visto de casualidad, no lo habría detectado.
Después se perdió entre los árboles y el aire negro. Ella lo siguió desde el camino alrededor
del parque dispuesta a encontrarlo más adelante.

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Dio una vuelta entera contra la vereda del club primero y después por el Banco y la
Pizzería, hasta que se encontró frente a la zona de los juegos. A un costado, cerca de las vías
del trencito, había un puesto de panchos desde el cual se escuchaba un golpeteo metálico.
Yohana, siempre desde lejos y al borde del parque, caminó hasta tener a la vista al
chico sentado en cuclillas levantando y bajando arrítmicamente una manivela del puestito. Su
piel blanca reflejaba la poca luz que se insinuaba. Ella notó que conocía al chico. Iba a la
iglesia con su familia. Y ella, que cantaba las canciones sacras, lo veía en primera fila cada
tanto. La primera fila es para las personas que creen que no pecan y se sientan a ver a Dios a
la cara, o para las que quieren contarle todas sus culpas a Dios. “Pero él a veces me miraba”.

Ella pensó que no era peligroso y se acercó a él, pero en el parque ya no había más que
el ruido de un último chasquido metálico.

VI

Al final, llamamos a la policía.

— Mi amor, no se pudo haber ido tan lejos, pero alguien debió haberla visto.
— Ya robé las dos llaves, hasta que nosotros no querramos, la biblioteca no abre.

Tuvimos que abrir más pronto de lo que esperábamos. Mientras tanto, estuvimos
abrazados sin decir nada. En la sala conectada a la de los estantes era en donde todo había
pasado. La policía nos miró de arriba abajo, pero al final nos ignoraron. Tomaron muestras de
polvo, uno de ellos se acercó hacia mí. “¿Qué pasa?”, le dije, pero él sólo movió su cepillo
sobre la superficie del estante en el que yo estaba apoyada hasta que tuve que correrme.
Después de un rato, el obeso que parecía dirigir todo nos miró suavemente y nos hizo una seña
para que nos fuésemos de ahí. Hizo una mueca con los bigotes, siempre mirando hacia sus
compañeros.

Les habíamos todo lo que sabíamos por teléfono y tuvimos poco más para agregar. La
que se puso histérica cuando le tomaron declaración fue la directora, ella alzaba los brazos y
levantaba la voz hasta niveles inimaginables. Esta escena fue en el medio del patio central, así
que de a poco bastantes de ellos se enteraron de que una chica escapó del colegio. Un chico
de primer año vino corriendo a preguntarnos.

26
— ¿Quién se escapó?— estaba agitado y sonreía.
— Nadie se escapó, andate.

Creo que le caía un moco transparente.

Después los policías se fueron, dejando todo en su lugar y sin decirnos nada, ni decirle
nada a nadie. Se fueron callados, como vinieron. Hice las cuentas, estuvieron veinticinco
minutos. Tienen la discreción a su favor.

Al final del día, una chica se acercó a nosotros cuando salimos del colegio y me agarró
firme el brazo. Sus ojos tenían un brillo enfermizo.

— Quién desapareció.
— Mariela.
— Cómo fue— pronunciaba cada oración mirándome fijo a los ojos y dándome un leve
tirón de la manga cada vez.
— Ella estaba con nosotros en la biblioteca, fue a buscar algo a la sala de al lado. Ella
hablaba, siempre habla muy alto, y de repente no la escuchamos más, todo era silencio,
nada más.

Su mirada estaba inmersa en mí, y poco después se perdió. Podía sentir su fiebre, el
cuerpo de esa chica estaba agotado. Yo no era capaz de entender.

— Creo que sé lo que pasa. Si recordás algo más, decímelo, por favor. Gracias.

Apretó mis brazos con sus manos y se fue. No me dejó su número de contacto, Joel
dijo que íbamos a poder encontrarla si vamos al mismo colegio. Yo dije ojalá.

VII

Despeinado

El parque abría a las tres. Mía y Paloma venían conmigo en bicicleta, pero como la
mía se pinchó, terminamos yendo a pie, volando. Llegamos media hora después de lo que
planeábamos, pero no pensamos mucho en ello. El tiempo no estaba perdido. Al rato de estar

27
comiendo, vimos a David desde lejos, andando en círculos con su cuerpito encorvado y
delgadísimo. Yo ya no sabía cómo hacer que coma más. Ahí recordamos que lo habíamos
invitado. “¡Ey!”, lo llamamos, pero no se dio por aludido. Al final paramos y nos quedamos
sentadas esperando que él nos viera.
Llevaba una remera color coral de los Beatles y un pantalón holgado azul de nylon.
Y alpargatas. No veíamos mucho más, yo y mis amigas necesitábamos anteojos, creo.
Unos minutos después llegó dando un rodeo por la mitad del parque. Deberíamos
haberlo ido a buscar, pero yo sé que a él le gustaba eso y que era lo que quería lograr. Somos
amigos desde hace demasiado tiempo.

— Este es mi amigo David. David, Mía, David, Paloma.


— Em, ¿Amigos?—susurró él. Lo ignoré y todavía deseo que las chicas no lo hayan
escuchado sacar a relucir su pelotudez tan rápido.
— A David también le gusta Slowdive— les dije.
— Es lo único que sabés que me gusta…
— No te gustan un montón de cosas— le susurré—Hacé como si, porfa.
— ¿Qué otras bandas te gustan, Davi?—preguntó Paloma.
— Em, The Pastels. Mi canción favorita es “I'm Alright with You”.
— Palo me mostró esa cuando lo dejó el novio, jaja, ¡pero es re depre!. ¿No te hace
mal escuchar eso?
— Por algo la escucha, dejalo—dijo Paloma.
— Claro, porque las personas como yo escuchamos música depresiva ¿no?—su voz
subió y bajó como un tobogán. Se notaba que quería gritar y no le salía la voz.
También empezó a hacer pucheros— Como si estuviera mal serlo, como si
estuviera mal ser como yo… como si… ¡pelotudas…!—y corrió la mirada para un
costado.

Mía me miró, se paró y se fue. Justo antes de darnos la espalda me hizo un “chau”
despacito con la mano. Me tiró una sonrisa de medio segundo y se fue. Paloma lo pensó un
poco más, pero se levantó mientras se daba vuelta para alcanzar a Mía. “Esperá que te alcanzo”,
dijo, y se fue sin saludar. Me dejaron el mate, je.

Ahora digo “je” pero entonces no sabía qué sentir. David había tocado fondo, estaba
realmente tonto, estúpido.

— ¿En serio te gusta esa canción?

28
— No —me miró a los ojos y me sonrió con todo el amor del mundo —Odio la música.

Se acostó en mi falda y empezó a jugar con sus manos. Un poco yo me sentía su mamá.
La suya estaba sola y nunca estaba en casa, entonces yo siempre iba a estar con él. Me gustaba
eso, yo amo a David. Pero es un pelotudo, o era un pelotudo, y no sabía qué hacer con él. No
podía hacerlo cambiar, simplemente no podía. No podía hacer otra cosa que dejarlo descansar
en mi falda.

— ¿Qué vamos a hacer el año que viene?— le pregunté. Yo terminaba la secundaria y


me mudaba a Córdoba, con mi papá. Él iba a estar solo y nunca hablamos sobre qué
iba a pasar con nosotros.
— Yo voy a empezar quinto año.
— ¿No te vas a cambiar de colegio?
— Sí, no pierdo nada. Gano ser ignorado por todos.
— Ese colegio está orientado a lo que te gusta, seguro hacés amigos piolas.
— Pero vos no sabés lo que me gusta y yo no quiero tener amigos, no me interesan los
amigos.
— Está bien, hacé lo que quieras. ¿Me vas a venir a visitar por lo menos?
— No creo. Capaz que mi mamá vaya a verlos.
— Entonces vení con ella.

Él siguió jugando con sus manos, mis piernas se entumecieron pero esa era la última
vez que iba a tenerlo conmigo. De todas formas, esto es cuestionable, porque, si soy honesta,
en realidad él no estaba ahí.

— Mirá si te va a gustar The Pastels.

VIII

Un compañero me contó una historia hace un tiempo: Yo estaba con otros amigos a
la salida de gimnasia. Nosotros estábamos tomando una birra en el kiosco que está a la
esquina de las canchas del colegio, y pasó un pibe que yo no conocía pero se notaba que era
puto y mis compañeros se pusieron a gritarle una banda de cosas, tipo que se lo iban a coger
y qué se yo, un montón de cosas así. Él no les dio bola y siguió caminando, entonces ellos,
que estaban sentados en el suelo, se pararon y lo rodearon. No, no eran tantos, cuatro o cinco.
Cinco, porque el Nico no había repetido todavía y me acuerdo que… en fin, ellos lo

29
empujaban y él seguía caminando como si nada, y como que los otros se hartaron de seguirlo
pero le siguieron gritando cosas. Yo pensaba que él se iba a ir, pero como a la media cuadra
se dio vuelta e hizo una pose como la de la grulla pero con los brazos como rezando. “¡Nos
hace magia negra!” gritaban mis compañeros. “Traeme el culo que te hago yo un hechizo”
y así. Ellos se cagaban de risa pero al día siguiente no fueron al colegio y desde entonces no
supe nada de ellos, no es joda. Yo creo que zafé porque en un momento lo defendí un poco al
chico y no le dije nada. Yo les pregunté a mis amigos y a sus amigos si sabían algo de ellos
pero nadie me dijo nada o que ni idea. Nadie se preocupó por ellos. Y yo no tengo idea de
qué les pasó.

Clara se lo contó a Rocío. La encontró al llegar al aula, (solo estaba ella), que la miró
con ojos de pez asustado. Clara se sintió como si recién despertara. Con razón no vio a nadie
en ningún lado ¿por qué dejaron el colegio abierto? Tenía pelos rubios en la boca y un mechón
no le dejó ver a quien tenía enfrente.

— ¿Por qué estás acá? Ya no hay clases.


— No tenía quien me avisara. ¿Y vos qué hacés acá?
— ¿Estás al tanto de lo que pasa?
— No estoy segura.
— Cómo puede ser que no te hayas enterado.
— En realidad soy la única que no calla sobre eso.
— Nadie habló una palabra del tema. La policía casi que ni siquiera tomó declaraciones.
¿Somos las únicas que están en esto?.
— Yo presencié todo.

No había nadie más en el colegio, así que se volvieron a la casa de Rocío juntas. Tenían
que intercambiar impresiones. En cuanto su madre las vio, las invitó a pasar de inmediato. Se
sentaron en el living en torno a una mesa redonda de mantel cuadrado, las cortinas beige teñían
la luz del sol de invierno, elongando sus rayos y partiéndolos. La mamá les trajo galletitas de
café y café con leche. “En esta casa somos amantes del café, como ves”, le dijo a Clara con
una gran sonrisa.

— Recapitulemos. Tres chicos desaparecieron de la nada…—empezó Clara.


— Once. Once, tres de nuestro curso, pero ocho más que casi nadie notó.
— ¿Cómo que nadie los notó?
— Hay personas a las que nadie les presta atención. Como yo.

30
— A vos te vi. Te veo.
— Y te ven a vos, porque vos vivís entre ambos mundos, como Jano. Sos como un
comodín social.

Rocío hablaba como si no dijera nada en serio. Pero el hecho de que tuviera la mirada
bajada hacia la mesa, escrutando fijamente como si evaluara todas las posibilidades que
aparecieran frente a ella como si pudiera elegirlas con un simple toque contrastaba con el tono
a veces casi jocoso de su voz. Ésa era la chica que no hablaba literalmente nunca.

— Desaparecieron personas que nadie tenía en cuenta ¿no? ¿y sus familias?


— Hicieron sus denuncias, pero nadie puede hacer nada. En el peor caso todavía nadie
reclamó por una nena sin papás. Cuando la policía vino al colegio por Mariela no
pudieron elaborar ninguna explicación lógica para que desapareciera en un margen
horario de dos minutos, en el medio del recreo (o sea que estaba lleno de gente/testigos
si se la llevaban o escapaba). No había cuerpos ni huellas. Así que tomaron unas
declaraciones de rutina y cerraron el caso. Todos se resignaron o ignoraron el tema.
— ¿Cómo sabés que lo cerraron?
— Lo murmuró el gordo cuando se iba. No es como si nunca se hubiera negado a tomar
una denuncia. Hay algunas que todo comisario ignora. Por otro lado, tu historia me da
un sospechoso, gracias. ¿Tenés sus datos?
— Puedo conseguirlos.
— En ese caso es mejor que lo haga yo, por favor no te metas en eso, puede ser peligroso.
El Gran Problema es que no hay forma de probar su culpabilidad.
— ¿Y qué se te ocurre?
— Convencerlo de que pare. Según tu amigo, él se mete con los que se meten con él,
entonces podemos estar bastante seguras de que no nos va a hacer nada hasta que
podamos hablarle, a menos que vos le hayas hecho algo, en ese caso estás perdida.
— Claro, entonces simplemente vamos, le decimos que deje de matar gente y nos
volvemos a casa.
— Es que nunca pensé en qué hacía con la gente que desaparece. Se me hace irreal que
los mate. Pensé mucho en esto y no se me ocurre ninguna idea mejor —en ese
momento me miró directamente a los ojos.
— Es que es irreal que haga que los trague la tierra en primer lugar.
— Vos conociste a testigos de lo que pasó ¿qué hace que no les creas?
— La fe en la ciencia, quizás, o algo así.
— La ciencia que te ayudó a mejorar ¿no? Está bien.
— ¿Y vos cómo sabés eso?

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Se encogió de hombros.

— Pura intuición. Es todo lo que tengo— dijo con la sonrisa de su madre.

IX

No te conozco, solamente sé tu nombre. Oh, gracias por destaparme la boca, ¿me vas
a desatar? No. ¿Y los demás? ¿Quiénes, ellos? Sí, ellos. No vas a decirme qué les hiciste.
Mmm nop. Actuás como un matón porque querés esconder que estás totalmente perdido, te
entiendo. Te aseguro que yo también me sentí así, puedo ayudarte. ¡Ay! Eso dolió. Te lo
merecés. ¿Sabés cuántas…cuántas personas me dijeron que me entendían? ¿Catorce? Nunca
perdí la cuenta. Con vos, quince. ¿Ves? Yo sé lo que es pasar por todo esto. ¿Podrías prender
la luz? No soy tan estúpido. ¿Qué tiene? Estoy atada, al fin y al cabo. Podrías adivinar dónde
estamos. Es en algún lugar que conozco entonces. Estamos en la escuela ¿no? Al menos no
me llevaste a tu casa, pero seguís sin ser muy agudo. Igual, a dónde puede ir un pobre chico
de dieciséis años tan dañado y tan solo ¿no? Callate. Es metáfora. ¿Qué cosa es metáfora?
Lo que vos hacés. Es lo mismo que sentís que te hacen. Qué básico, tenía la ilusión de
encontrarme con alguien con un pensamiento más interesante. Hasta podrías haberme
gustado. No me gustan las chicas. Ya sé, tené en cuenta que yo te encontré y no vos a mí. Mi
amiga me contó de vos, jaja, ¿en serio le preguntaste justo a mi mejor amiga? Y claro, si
quería verte. Ella fue mi carnada y vos picaste. ¿Y para qué querías eso? Creo que no
entendés lo que puedo hacer. Sólo quería hablar con vos un minuto, para que sepas que no
estás solo. ¿Decís eso para que te desate? Porque no voy a hacerlo. Pero si yo quise que me
ataras, nabolandia. ¿La mordaza de vuelta? Ey, noafkblmdra gracias de nuevo por sacarme
ese trapo de la boca. ¿Cuánto tardaste en encontrarme? Una hora, más o menos, si contamos
desde el punto en el que salí de la casa de mi amiga. Un mes, si contamos desde que empezaste.
Probablemente haya habido casos anteriores, pero teniendo en cuenta el poco alcance de tu
red social, habrán sido más para practicar que para otra cosa ¿o me equivoco? Ese
vocabulario es demasiado avanzado para vos. ¿Esa amiga de la que venís es la que te enseñó
esa palabra? N-no. ¡Uy! ¡Y yo que pensé que mi trabajo había terminado! Qué raro, te
quedaste callada, por fin. Es un poco tarde para cuidarla. Deberías haberlo pensado antes,
jiji. Con ella ya decidí qué hacer. ¿Traerla para acá? ¿No se te hace incómodo traer y llevar
gente todo el tiempo? Deshacerse de un cuerpo cada tres días, no es tarea nada fácil. Pero
vos no te das cuenta de lo que hago, nena. Yo ni los secuestré ni los desaparecí y nunca tuve
que buscar un lugar adonde llevar a nadie. Yo los deshice. Mirá, como aire. Ya tuve lo que
quise de vos, ahora puedo hacerte lo que quiera. O deshacerte, jaja. Mirá, tocá acá. ¿Sentís
mi cicatriz? Ellos se lo merecían. Se lo buscaron. El primero en desaparecer fui yo. Después

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de prepararme taaaanto tiempo, pude enfrentarlos. Los esperé en sus momentos más
indefensos, cuando menos estén en guardia. Cuando estuvieran más felices y enamorados y
qué sé yo. Hice el conjuro y se volvieron nada, como me hicieron a mí. Yo ya tenía resuelto
esto y vos no tenías que meterte. ¿Por qué te metiste? Yo no te odio, pero no te puedo soltar.
Algo vas a hacer, se te nota en la cara. Si te digo que no voy a seguir, ¿me creerías? Apuesto
a que no. Está bien, ya escuché suficiente. Tocá mi cara. Bajá. Bajá más. Dale. ¿Sentís lo que
tengo? Hace mucho que perdí la esperanza de encontrar a un igual. Tengo una propuesta
para hacerte, así arreglamos todo esto. Es imposible. Dejame decirte un par de cosas,
Imposible...

Rocío se despertó en su cama cuando su mamá le llevó el desayuno. Le acarició la


frente y dijo que tenía una amiga muy agradable. Rocío preguntó qué amiga. De a poco fue
recordando que después de no definir nada con Clara con respecto a David, habían conversado
sobre cualquier cosa hasta la hora de la cena, cuando se dieron cuenta ella ya estaba avisando
por teléfono a su casa que se quedaba a dormir, y siguieron hablando.

A la mañana siguiente, cuando espabiló y se enderezó para recibir el desayuno de


manos de su madre, vio que ella tenía los ojos rojos. No pensó en nada, su mente estaba
nublada por el sueño y no se le habría ocurrido que, por la madrugada, ella no pudo contener
la emoción de escuchar a su hija reír por primera vez casi desde su primera infancia. No es
mentira que antes era eso mismo lo que la llevaba a llorar a escondidas. Se preguntaba todo el
tiempo si su hija se esforzaba por cambiar. Volviendo a la cocina, después de llevarle el
desayuno a la cama, volvió a romper en un llanto que competía con su risa por el espacio de
su boca, al darse cuenta de que siempre lo había hecho.

— ¿Y Clara?— le preguntó Rocío a su madre un rato después, cuando se levantó de


la cama para ir al baño. Tenía los ojos más rojos que antes.
— Se fue temprano porque la mamá la llamó. Cambiando de tema: así que ella no
sabía que el colegio cerró, pobre. Como vos. Qué suerte tuvieron de encontrarse.
Y pensar que la administración quebró tan de repente. Esa situación se podría haber
remediado.
— No pienses mucho en eso.

Su mamá la miró un momento.

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— ¿Pasa algo?
— No, nada. Estoy bien.
— ¿Te gustó el desayuno?
— Sí. ¿Ma, debería hablarle a Clara?
— Mandale un mensajito, ya te va a contestar cuando pueda.
— ¿Y si no me contesta?
— Ro, ella está esperando tu mensaje. Mandáselo. Se le notaba en la carita cuando te
mandó saludos cuando se fue.

La noche anterior intercambiaron sus teléfonos. Podía mandarle algo en cualquier


momento, pero no sabía qué. Las posibilidades eran infinitas. Días atrás había encontrado un
tema que le resultaba tan familiar como la vida misma. “¿Conocés este tema? Close to you-
The Carpenters”. El mensaje no le llegó. Bueno, ese ser analógico está siempre desconectado,
pensó Rocío. Tomó un vaso de agua de un trago y fue a acostarse de nuevo. No tenía nada
que hacer con su tiempo. Cerró los ojos.

— Ro, despertate.
— ¿Mm? ¿Q’ p’sa?
— Llamó la mamá de Clara. No llegó a su casa.

La policía dijo que ya iban a ver. Rocío sintió a través del teléfono de su madre la voz
del gordo bigotudo hacer temblar la mano que lo sostenía. Treinta segundos después, ambas
estaban saliendo a la calle nublada con sus camperas de lana y nylon. Rocío llevaba una taza
de café humeante en la mano, pensó que podía tener una doble utilidad. La pregunta es adónde
fue. Se subieron al auto y fueron a la casa de Clara.

— Ma.
— ¿Qué?
— ¿Qué dijo la mamá de Clara?
— Que hacía dos horas que debería haber llegado.
— Salió de casa hace seis horas, a las ocho de la mañana. Entonces mintió cuando
dijo que le dijeron que tenía que irse.

O bien podía haberle pasado algo por la calle, como un accidente de tránsito, o algo
mucho peor, o podría ser algo que tuviera que ver con David. ¿Sabe de nosotras? Sabía,
evidentemente, dónde estaban todos los que desapareció antes.

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— Ma, ¿por qué no llevaste a Clara a su casa en el auto?
— Insistió mucho en que no la llevara y al final me puso una cara muy fea, sonrió,
dijo “¡chau!” y se fue.

No hay otra razón para que se haya querido ir sola que ver a David. Estúpida.

Erraron al ir a la escuela, en terrenos baldíos varios, la policía entró a su departamento


en busca de drogas gracias a una atenta denuncia anónima y tampoco, así que las dos fueron
hacia zonas que se repartieron con los familiares de Clara, sin éxito.

Volvieron a casa por la avenida. Rocío seguía buscando, mientras repasaba todos los
casos furiosamente, buscando alguna pista. Hubo un chico que desapareció casi al principio y
no tenía nada que ver con ninguno de los demás. No fue compañero de clase de David ni tuvo
contacto aparente con ellos. Se esfumó en el parque y en el parque tenía que haber algo.
— Ma, bajemos acá.

Caminaron hacia el centro. Los patos habían salido del agua y empezaron a caminar
en círculos en algún lugar de la arena de los juegos.

Caminaron hasta pasar el lago. Se abría un terreno de árboles y barro. El tubo de agua
que alimentaba ese intento de elemento paisajístico venido a menos tenía una fuga.

En el medio de los árboles había tres vagones abandonados de tren, dispuestos


formando un triángulo. Uno blanco, uno negro y uno rojo. Nadie se metía por ahí ni de noche
ni de día. Era el último lugar en el que podía estar Clara, el lugar.

Eligió el rojo, porque era el único limpio. Desde el techo caían hilos de agua como
vertientes de montaña que se llevaron de a poco todo el abandono que reflejaban en su
superficie los otros. Sintió el temblor de algo adentro del vagón.
— Clara, ¿estás ahí?
No hubo respuesta.

— Hay que abrir esto, ma.


— Parece imposible de abrir. ¿Y cómo pensás que puede estar acá?
— Tiene que haber un lugar fácil de romper.

El suelo era de madera. Sólo necesitaban una palanca. Rocío sacó un fierro de un
puesto de panchos cerca de los juegos. En media hora Clara estaba viendo la luz del sol. No
había nadie más que ella adentro del vagón sellado.

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— Hola, ¿cómo están?—dijo, como si hubiera salido a bailar toda la noche y llegara
a su casa a la hora del almuerzo familiar, pero atada y encandilada— Ay, maldita
luz. Gracias por venirme a buscar.
Rocío la miró con odio.

— Nos preocupamos y tu mamá se preocupó. Vamos al auto —ordenó la madre de


Rocío.

A la mañana siguiente, ambas se encontraron en una plaza que había al otro lado de la
ciudad. Ahí, lejos del parque, del colegio y de David, podían respirar más tranquilas.

— Yo no tuve miedo. Ni siquiera cuando me llevó en un instante a aquel lugar sin


puertas un ventanas. Él debe haber hecho algo para que no me asustara.
— ¿Cómo fue que terminaste ahí? No tendrías que haberte ido sin mí.
— Pensé que ya te había metido demasiado en esto. Lo busqué cerca de su casa y lo
encontré comprando en un kiosco de la esquina. Le dije que necesitaba hablar con
él. “¿Hablar de qué?”, me dijo. “De eso que venís haciendo”. Él puso una cara de
horror terrible. Debe haber pensado que tengo su misma clase de poderes o no sé.
Me invitó a su cuarto como si yo fuera estúpida y le dije que sí. Cuando crucé la
puerta para entrar, él me miró fijo y a mi costado. Había una línea negra y de
repente estaba en el vagón con él. Es instantáneo, como un cambio de fotograma.
— Ajá. ¿Ya estabas atada?
— No, él me ató. Supo aprovechar que yo estaba bastante mareada. Conversé o más
bien discutí con él y me dijo que tenía que darle una propuesta mejor a que me
desapareciera.
— ¿Y qué le dijiste?
— Le mostré una pequeña cicatriz que tengo en la panza y le hablé de algunas cosas.
Él tiene una igual.
— ¿Cómo te la hiciste?
— Me la hicieron— sonrió débilmente—. Estoy muy acostumbrada a estar en riesgo
y sola, no tendrías que haberte preocupado.
— Creo que no hacía falta que lo hicieras. Fuiste demasiado amable.

Vieron a David caminando por la vereda enfrente al otro lado de la plaza. Llevaba una
bolsa con dos tiras de pan.
— Entonces ya está. Lo dejamos libre y que haga justicia Magoya.
— Supuestamente, es imposible deshacer lo que David hizo. Si le hacemos algo a él,
perdemos la única esperanza de remediar todo este desastre. Y yo tengo que
ayudarlo, se lo prometí.

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La sonrisa con la que se despidió Clara era solamente suya. Ese adiós suplía al que no
le había dado la mañana anterior. Rocío ya no tenía por qué pensar en ella.

XI
Rocío salió de su auto y entró en la facultad. Todo era verano bajo el cielo diurno.
Tenía que inscribirse por última vez. Habían pasado cinco años y medio desde los eventos de
aquel invierno, y ya casi los había olvidado. Desparramados por toda la recepción, once chicos
conversaban animadamente. Rocío contuvo su sonrisa lo más que pudo.

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