El lenguaje paceño es el más chistoso que conozco. Tal vez porque a
pesar de que es mío, no ha dejado de sorprenderme nunca. Siempre encuentro alguna palabra que le escuché decir a mis abuelos, y esa palabra regresa después de años como si fuera algo totalmente nuevo. Por ejemplo, el otro día me acordé de la palabra "tarjar". Siempre le escuchaba decir esta palabra a mi abuelo al hacer las cuentas de la pequeña tienda de barrio que manejaba junto con mi abuela. ("Manejar una tienda", por ejemplo, también me parece una expresión de alta paceñidad.) La cosa es que descubrí que "tarjar" es uno de los bolivianismos que figura en el Diccionario de la Real Academia. Aquí en Bolivia significa tachar, borrar, pero su significado castellano es "señalar en la tarja lo que se va sacando fiado, o lo que se cuenta". Lo cito tal cual. Entonces uno se pregunta, ¿qué miércoles es una tarja? Y resulta que es un montón de cosas: un pieza de cobre, una tablita que sirve de contraseña, un escudo... Aunque lo que nos interesa es "un palo sencillo en el que por medio de muescas se va marcando el importe de las ventas". Lo malo es que con esa definición no logro imaginarme nada que tenga que ver con "tarjar". Así que busco imágenes de tarja, y me aparece una vampiresa voluptuosa que se nota que también es cantante. Miles de fotos de ella y ninguna de la tarja que me interesa. Bajo y bajo, pido más y más imágenes, pero sólo aparece esta chica, y algunas de sus amigas seguramente. Como ya me he cansado de verla decido poner otra palabra en el buscador. Pongo la palabra "targe", que es la traducción francesa, pero me sale un escudo. Por fin busco la palabra "muescas" y recién aparece lo que quiero: un palo con rayas. Se trata de un antiquísimo artefacto de cálculo. Es un palo ancho en cuya superficie hay varios grupos de rayas. Cada grupo tiene diferente número de unidades. La tarja que veo, por ejemplo, tiene grupos de 10, de 4 y hasta de 20 rayas. Lo importante es que está claro que servía para calcular. Y por eso mismo vuelvo a mi abuelo tarjando números para hacer las cuentas de su tienda. Lo interesante es que aquí hay una transformación inopinada de la tarja. Porque además imagino a mi abuelo usando su calculadora y a mi abuela tarjando. Y ella tarja, o sea tacha, los números que ya han sido tomados en cuenta en el cálculo. De manera que, a pesar de que las muescas de la tarja y las tachaduras en el cuaderno de mi abuela son rayas horizontales, una no tienen nada detrás mientras la otra anula lo que tiene detrás. Esta traducción de la palabra "tarjar" me deja maravillado y no se me ocurre una explicación. Lo que se me ocurre es inventar una explicación. En primer lugar, es inquietante que, aunque tarjar signifique tachar, yo haya conocido la palabra en una tienda donde mis abuelos hacían cuentas –cosa que relaciona a la palabra con su origen etimológico. Pero, ¿qué ha cambiado? Mientras una sirve para registrar todo lo que se está contando, la otra sirve para desechar lo que ya se ha contado. Sin embargo, recuerdo bien que esa tachadura se mantenía y, si busco en las arcas, se mantiene en los cuadernos de mis abuelos. Aquí dos maneras de hacer cuentas: la primera guarda todo intachable, y la otra deja lo nuevo limpio y tacha lo antiguo, sin por eso significar que deja de guardar las tachaduras. Entonces, ¿qué es eso de guardar las tachaduras? ¿Qué sentido tiene la tachadura en la construcción gramatical paceña? Porque recordemos que el bolivianismo tarjar si bien parece haber tachado completamente su procedencia, la deja adivinar y se la archiva. Pero obviamente se podría decir que todos los lenguajes hacen esto, que esa es la vida del lenguaje, su movimiento y su interminable traducción. Me interesa sólo recalcar que las palabras misteriosas de nuestra tradición boliviana, y particularmente de la paceña, tienen un origen sumamente enrevesado y que es justo en ese ch´enko en el que vive y se reproduce el espíritu de nuestra lengua. Las palabras que llegan a esta ciudad son casi siempre lejanas y nacen de una reducción o un malentendido. Otra vez, se podría decir lo mismo de todas lenguas. Lo importante es entender qué clase de reducciones hacemos nosotros y qué tipo de cosas entendemos al escuchar ciertas palabras. Y si podemos ver eso en una sola palabra, imagínense lo que vemos en cuatrocientas páginas llenas de las imágenes que pueblan el imaginario de la ciudad de La Paz. Nada mejor para inquirir sobre este tema que recordar al escritor paceño Ismael Sotomayor, de quien Saenz (amigo íntimo) bebió toda la riqueza del lenguaje paceño. El libro se llama Añejerías paceñas. En sus páginas convergen episodios históricos de tradición oral o documentación escrita, relatos que detallan las costumbres de determinadas zonas y tiempos de La Paz, leyendas fantasmagóricas que contaban las abuelas, y hasta el detalle más o menos minucioso de la variaciones que han sufrido los símbolos paceños. Mis favoritos obviamente son los cuentos de fantasmas. Uno de ellos, por ejemplo, es el Fantasma de Jaén, que además todos conocemos aunque sea de oídas y nos imaginamos algún misterio oculto en la calle Jaén. Resulta que esto ha sido escrito por Ismael Sotomayor en sus Añejerías. Y de manera muy distinta a cómo lo imaginamos, por cierto. (Lectura: 281 - 252)
En el cuento se hace referencia a muchas de las historias que
circulaban sobre el fantasma de la calle Jaén y cómo se fue corriendo la voz. Pero al final te cuenta que sólo era un joven que había decidido burlarse con sus amigos de todos los crédulos. Y esta idea de fantasma es muy parecida a la que teníamos cuando jugábamos de niños a ser fantasmas. ¿Y acaso ése no es precisamente el fantasma? El niño que se disfraza de fantasma. Es interesante que la historia que ahora conocemos de la calle Jaén no sea ésta que Ismael Sotomayor ha escrito, sino una variante de las muchas otras, en las que realmente hay un fantasma, una especie de aparición maléfica que sólo se cura con la cruz verde. En otra añejería llamada "Almas en pena" (298 - 267) se relata la vida de una mujer virtuosa que recibe a las almas en pena del Purgatorio y les da pan, dinero o lo que pidiesen, siempre y cuando sean almas penitentes virtuosas. También nos cuenta que cada noche una decena de almas penitentes se acercaban a la ventana de la matrona, le decían: "Me urge para mañana una comunión y una misa", o "Mamita requiero de una limosma" o "Mamita solicito un vestido". Además cada alma tenía su turno. Obviamente llegó cierto momento en que la pobre señora ya no podía atender tantas almas. Así que llegó a un acuerdo con la reverenda madre del monasterio del Carmen, a quienes mandaba cuando no podía cumplirle el deseo a las almas. Aunque las almas se iban renegando, porque la preferían a ella, dice Ismael que nunca hubo verdadero descontento. Los fantasmas paceños de Ismael Sotomayor son más humanos mientras más sobrenaturales; ya sea la señora compasiva o el joven chistoso. En este caso lo sobrenatural es un gesto, no un ser. En el caso del joven el gesto de la broma, y en el otro el gesto de la humildad. Y en ambos casos el trato con los fantasmas hace reír y no hace asustar. En otras palabras, aquí los fantasmas son más acciones humanas que verdades sobrehumanas. Los fantasmas hacen y deshacen como si no hicieran nada y ahí está su diferencia con respecto a otros fantasmas, ajenos a la pluma de Ismael Sotomayor.