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INTRODUCCIÓN A LA ESTÉTICA CONTEMPORÁNEA

2004

INTRODUCCIÓN A LA ESTÉTICA CONTEMPORÁNEA

Cayetano Aranda Torres

Almería, 2004

Introducción a la estética contemporánea


© del texto: Cayetano Aranda Torres
© de la edición: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Almería.
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Almería, 2004.
PRÓLOGO: PROPÓSITO Y USO DE ESTA OBRA

La importancia creciente que no sólo en los estudios humanísticos sino también fuera de ellos,
está cobrando la ocupación con los problemas de la estética y la teoría de las artes, está en razón
directa del interés considerable por el papel que desempeña el arte y la experiencia a él vinculada en la
dinámica global de las actuales sociedades finiseculares. El arte ha dejado de ser un simple objeto de
culto, o el símbolo del poder económico, social o político de grupo, estamento o clase social alguna,
para entrar en la esfera del disfrute y deleite de millones de ciudadanos en las sociedades
desarrolladas, y de su posible manipulación y alienación, de tal modo que podemos decir que ha
ingresado en la nómina de los bienes de consumo. Por medio de un fenómeno de inusual importancia,
que ocupó la reflexión de Walter Benjamin, la reproductibilidad técnica de la obra, vivimos un
momento en el que tenemos muy presente el arte en nuestros hogares, en forma de láminas, posters,
libros, discos, videos, nos llega mediante las ondas hercianas, o se cuela en nuestras casas y lugares de
trabajo mediante esa prodigiosa tela de araña que es Internet. Ningún miembro de las sociedades de
este inicio balbuciente de siglo vive ajeno o puede sustraerse a las influencias de manifestaciones
artísticas como el diseño industrial, la confección y difusión de los medios de comunicación, o la
publicidad en sus más variadas apariciones. Los instrumentos, rudimentos técnicos, y nociones
elementales para la creación artesana, cuando no artística, se hallan disponibles en los quioscos de
prensa de nuestras ciudades. Las Escuelas de Artes (antes de Artes y Oficios Artísticos), hoy
reconvertidas en centros de secundaria, y las Facultades de Bellas Artes, se llenan de jóvenes y no tan
jóvenes aspirantes a artistas, que han de sufrir duras y competidas pruebas de selección, una vez
superadas las pruebas de acceso a la universidad.
La estética, que se resuelve en ser la determinación conceptual del arte, es decir, conocer y
explicar la obra de arte y la experiencia que con ella realizamos, se interesa derecha y primariamente
por la importancia del mismo en la vida, a la sazón compleja y alterada del ser humano. Requiere
cierta familiaridad con el hecho artístico pero desde una perspectiva infrecuente. Estamos
acostumbrados a una visión del arte propia de la historiografía artística, a una cierta historia del arte
que en demasiadas ocasiones se limita a una actitud positivista respecto a los caracteres externos de las
obras, que suele llevar aparejada una clasificación llena de tópicos, convencionalismos y lugares
comunes, según épocas, edades, estilos, técnicas y demás aproximaciones extrínsecas a la obra de arte
misma. La estética no busca ordenar, clasificar o secuenciar el arte sino vivirlo, comprenderlo,
interpretarlo y gozarlo, hacer de él una parte integrante e indispensable de nuestras vidas,
dimensionarlo en la experiencia interior de los sujetos cada vez más destituidos en su fantasía por las
instancias sociales, y cada vez más necesitados de ella, y tratar de enaltecerlo como una vía
excepcional de conocimiento conceptual de la criatura humana, de su cultura, y de su devenir
histórico. Mientras la historia del arte nos enseña a mirar, escuchar y captar el arte, la estética nos
invita a meditar sobre el mirar, decir y expresar humanos, esto es, sobre aquel quehacer humano que
iguala a autor y lector como aspectos del mismo acto de creación. El arte no sólo se percibe, también
se crea con la mirada del espectador, y esa mirada configuradora y creadora ella misma, es más
proyectiva que receptiva, y constituye la base de lo que entendemos por experiencia estética, una
forma de conocimiento que se extiende hasta la esfera sentimental.
Un modo plausible de aproximarnos al entendimiento de la estética, tal vez de manera
preliminar y externa, tiene que ver con su constitución como disciplina dentro de los saberes
humanísticos. Esto aconteció a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, con lo que se justifica
entenderla como un saber esencialmente contemporáneo, propio de la sociedad burguesa y de su
dinámica económica, social y política. No quiero decir que la reflexión sobre el arte no haya tenido
una importancia capital tanto en el mundo grecolatino, como en el medieval, o en los comienzos de la
modernidad, sino que la perspectiva que inaugura la estética es un producto de la Ilustración tardía1 y

1
Muy significativo del punto de vista de esta Ilustración tardía parece la posición de Rousseau. En la
Carta a D’Alembert de 1758, y en relación con la conveniencia de fomentar o proscribir espectáculos teatrales, y
con ocasión de un debate sobre la necesidad de crear en Ginebra un teatro de comedia, y de reglamentar ese tipo
sólo cobra cuerpo doctrinal con el idealismo y el romanticismo alemanes de las primeras tres décadas
del ochocientos. Incardinada en las preocupaciones e inquietudes del hombre contemporáneo, la
estética ha transformado la relación de éste con el arte, en el sentido de que ya no se comprende la
experiencia humana global de los dos últimos siglos sin recurrir a la autocomprensión y
autoexposición sistemática de la conciencia humana que ha supuesto el conjunto de las
manifestaciones artísticas de nuestra cultura. ¿Cómo podríamos tener conciencia de nosotros mismos
sin la fotografía, el cine o la televisión, por poner tres ejemplos de artes de reciente irrupción? ¿Qué
sería de nosotros, de nuestro tiempo libre, de nuestras aficiones y hobbies sin la presencia permanente
en ellos de la creatividad y fantasía artísticas? Y, en definitiva, ¿se podría entender la educación, tanto
escolar como familiar y social sin la presencia de la educación artística? No creo equivocarme si
sostengo en este momento que el gran ideal de la estética moderna es un ideal educativo, y que buena
parte de lo original de la estética contemporánea, en relación con la filosofía del arte precedente, es
situar la preocupación y la ocupación del género humano con el arte en la dimensión de lo enseñable y
lo aprendible. Como la antigua matemática (tá mathémata), tomada por los griegos como lo
máximamente escible, hoy no entendemos la educación, a ningún nivel ni desarrollo, sin la presencia
de lo artístico, ni aceptamos socialmente como persona educada a quien carezca de algún
conocimiento o sensibilidad para el arte, y goza de general aprecio y estima el que, por ejemplo,
grandes fortunas logradas con la prosaica y nada poética ocupación de evitarnos subir escaleras,
dediquen cuantiosos recursos económicos a la creación de una excepcional colección de obras arte que
ahora podemos ver en el museo Thyssen de Madrid.
Dice Arthur C. Danto, en el su espléndido libro Después del fin del arte, que el arte
contemporáneo ha supuesto el lugar privilegiado para una experimentación extraordinaria en materia
de pensamiento, mucho mayor que la que pudiera haber alcanzado la imaginación filosófica por sí
misma2. En efecto, el arte contemporáneo parece desafiar todo intento de un entendimiento
categorizador a la manera kantiana, entregándose al libre juego de la imaginación, y buscando dejar al
receptor sin recursos intelectuales para hacerle frente, como ocurre en el caso de lo sublime tal y como
lo conceptúa Kant. En este sentido la presente obra toma partido por dos tesis fundamentales que
configuran un entendimiento determinado y concreto del arte, en consonancia con su matriz romántica.
1. El arte desde el romanticismo hasta nosotros no ha dejado de replantear una estrecha
relación, a modo de recreación imaginativa, de la relación del ser humano con la naturaleza como
clave hermenéutica de la obra artística. Como producto de la ficción la obra aparece queriendo ser la
contrapartida, o el contraefecto, de la dominación de la propia naturaleza por el trabajo productivo y la
técnica deshumanizadora. Promueve una renovada relación de los humanos con el mundo de la
naturaleza, incluida la propia corporalidad, a la que se quiere liberar del constreñimiento de un
prepotente impulso formativo y transformativo.
2. El arte, más acá o más allá de su formulación como ampliación y renovación de las formas
múltiples y plurales de la experiencia humana –arte como conocimiento y experiencia3–, dice relación
con una dimensión veritativa de la vida humana. En este sentido, la noción de verdad, en relación con
la experiencia artística, no determina de antemano qué haya que entenderse por tal, si la verdad del
enunciado o la proposición, o la verdad como descentramiento de los juicios en relación con un modo
de acontecer que descabala nuestra vida corriente. Simplemente digo que, como novedad, como lo
inesperado e insospechado, como experimento y salto originario (Ursprung), el arte nos ofrece un

de representación escénica, dice el filósofo ginebrino: “un espectáculo es una diversión, y, si bien es verdad que
el hombre la necesita, convendrá conmigo al menos en que ésta sólo es permisible si es necesaria: una
distracción inútil es un mal para un ser cuya vida es tan corta y su tiempo tan precioso” (Rousseau: Carta a
D’Alembert, 19). Y más adelante: “No me gusta nada que el corazón sienta la necesidad de vivir apegado en
todo momento al escenario, como si no se encontrara a gusto dentro del cuerpo” (Ibídem 20). Esta diatriba
contra el teatro, que en su diagnóstico prefigura la necesidad contemporánea del arte, es perfectamente
compatible con cifrar en Rousseau, y en especial con La nouvelle Heloise, el comienzo del Romanticismo.
2
Cfr. Danto: Después del fin del arte, 16.
3
Cfr. a este respecto las dos interesantes y muy reveladoras monografías de mi compañero y amigo José
García Leal, Arte y conocimiento, y Arte y experiencia, a las que cabe unir su magnífico ensayo Filosofía del
arte, que constituye por sí solo una excelente introducción a los problemas de la estética contemporánea. Un
panorama menos conceptual, pero más abierto a la multiplicidad de los fenómenos artísticos del siglo XX y de
nuestro proteico presente lo encontrará el lector en el libro de Aumont: La estética hoy.
lugar para una verdad otra, o para otra verdad que la acostumbrada. No es una verdad de
esencialidades, ni de un sustrato más allá de los fenómenos; tal vez sea el continuo y constante
aparecer de estos en su diversidad y fragmentariedad. Pero, sin duda, se trata de un desocultarse de la
realidad en el múltiple juego especular de los reflejos artísticos.
La presente obra estaba pensada inicialmente para los estudiantes de la asignatura “Estética”,
de la Licenciatura de Humanidades, y es fruto de una serie de años dedicados a la docencia de esta
materia en esa carrera. Pero, como la experiencia me ha mostrado que cada vez son más los estudiantes
de otras carreras, fundamentalmente las diferentes diplomaturas de magisterio, y también de la
Licenciatura de Bellas Artes, que se matriculan en “Estética”, este libro ha sido finalmente ideado para
estudiantes universitarios en general, interesados por el arte contemporáneo en cualquiera de sus
manifestaciones, y que quieren experienciar algo más y más fundamental sobre la importancia del arte
en la vida del ser humano. Como asignatura de segundo ciclo presupone una cierta familiaridad y
asiduidad con el arte, al menos desde el punto de vista historiográfico, si no de aficionado o de
coleccionista. La sensibilidad para el arte se forma mediante el creciente conocimiento de su desarrollo
histórico, si bien este conocimiento es siempre fragmentario y restringido al género por el que cada
uno siente especial predilección. Me parece más importante el conocimiento de las obras de arte que el
de su historiografía. En algunas ocasiones he lamentado el modo como se estudia la historia del arte en
nuestras universidades por su enfoque chatamente empírico. Por lo demás, nuestra disciplina no
privilegia ningún género artístico sino que plantea de entrada la posibilidad de reflexionar sobre el
hecho artístico en su generalidad y universalidad, si bien todos los que han dedicado su esfuerzo a la
estética no han dejado de pensar primordialmente en alguna expresión y forma artística, incluso en
determinado (s) autor (es), y tal vez tomando como prototipo de la vivencia artística una determinada
obra.
Lo que pedimos como esfuerzo al alumno que se adentra en esta asignatura es que trate de
pensar el arte en general, o, al menos, la epocal interrelación y mutua conexión recíproca de las artes.
En el mundo contemporáneo es imposible pensar, por ejemplo el cine, sin la literatura y la música, o
sin la fotografía y la escenografía. No hay género, estilo ni artista individual que no haya sido influido
por otros géneros, estilos y experiencias artísticas, cuando no se ha entregado a la practica de varias de
ellas, o no se ha dejado influenciar por experiencias ajenas al propio arte (religiosas, místicas,
toxicológicas, etc). A esta característica de integración de las experiencias y las vivencias artísticas, al
margen de especificaciones, hay que unir otra de particular importancia, y que supone una especial
dificultad para el estudiante. La estética debe a su origen histórico, la época del romanticismo europeo,
el haber nacido íntimamente vinculada a una determinada asunción e interpretación de la pasada
historia del arte, e incluso plantea la continuidad de lo artístico pretérito con el presente. La práctica
concreta de algún arte, y la reflexión sobre esa práctica, no se pueden entender sino en continuidad con
el pasado. Una primera clave para entender el arte y la estética contemporáneos enuncia que nunca
como ahora la práctica artística ha tomado impulso, tema, motivo y justificación en el pasado de la
cultura humana, detalladamente recopilada, registrada, clasificada y expuesta en museos, bibliotecas,
fonotecas, videotecas, etc. Nunca como ahora ha importado tanto la cultura de otros pueblos, el
conocimiento de las tradiciones literarias más remotas, la inspiración de lo primitivo, el simbolismo de
lo arcaico, etc. Ninguna época como la nuestra ha sido tan proclive al sincretismo y la mezcla de
estilos, al acarreo de materiales de diversa procedencia y valor, a la mezcla y al mestizaje de culturas,
cuando no al pastiche de los más variados estilos artísticos. Hasta las dos últimas centurias no era
imaginable el feísmo, el absurdo, el kitsch o la provocación al lector-oyente-espectador, y nunca se
podía imaginar que la libertad que gana el artista a partir del romanticismo haya sido usada para
desafiar nuestra capacidad de comprensión, nuestro aguante y buena fe, y la noción misma de hecho
artístico. A veces nos negamos a ver que lo romántico es algo bien distinto a lo que imaginamos.
Al estudiante de estética también le pedimos paciencia y comprensión para adentrarse en una
meditación que no quiere sólo hacerse cargo de los esfuerzos teóricos por comprender el arte en sí,
sino imbricar en esa comprensión la práctica de los artistas de los dos últimos siglos en relación con el
consumo y disfrute masivos de bienes y productos artísticos. Pido a los estudiantes un momento de
reflexión. Como obra de introducción, la obra que el lector tiene entre sus manos comprende la lectura
y explicación de una serie de textos fundamentales para la estética contemporánea, y unas sugerencias
de lectura para determinadas obras, presentadas casi siempre en forma fragmentaria, que apoyan la
indisoluble unidad de la práctica artística y de la reflexión teórica, en un triple sentido:
1. Los maestros pensadores contemporáneos, casi sin excepción, han ocupado buena parte de
su esfuerzo intelectual en reflexionar sobre la especificidad del objeto artístico, el proceso de creación
y la dimensión sociohistórica del hecho artístico.
2. Prácticamente no ha habido artista ni movimiento artístico de importancia en la modernidad
tardía que no haya dedicado una buena parte de su esfuerzo a la reflexión sobre su propia práctica
estética.
3. No ha existido ningún teórico de la estética que no haya tenido un fuerte vínculo y una
influencia señalada con determinada práctica artística, y viceversa. La relación entre el autor, la obra y
el receptor constituye el eje en torno al cual gira el debate central. Los respectivos papeles no sólo han
entrado en crisis sino que parecen intercambiarse con facilidad.
Las consideraciones anteriores significan que las nociones de artista y pensador han cambiado,
y que ambos han aproximado sus tareas de modo tan singular que no es posible separar la práctica de
las artes de la reflexión sobre el alcance e importancia de estas en la totalidad de la vida humana. Hoy
es muy difícil encasillar a creadores como Schiller, Goethe, Schopenhauer, Byron, etc, dentro de una
sola actividad creativa. Pero tampoco nos sería fácil entender a Van Gogh sin las cartas a su hermano
Theo, o a Dalí sin sus escritos sobre el método paranoico-crítico. En este sentido cabe distinguir esa
reflexión hilvanada al hilo de la creación, casi siempre llena del rigor y de exigencia, del artista y
pensador, de la obsesiva, premeditada y programada presencia de ciertos artistas en los medios de
comunicación, medios que a veces los divinizan y mitifican, sin que en muchas ocasiones sus
manifestaciones añadan nada a su quehacer creador. De esta manera la introducción a la estética se
compone de un conjunto de textos, a los que acompañan sus correspondientes guías de lectura, y un
conjunto de obras o fragmentos de obras acompañados de comentarios que facilitan su comprensión. A
cada texto importante se añade unas sugerencias de actividades para realizar en clase, y sobre las que
versará la evaluación de la docencia. Al final se acompaña una bibliografía que recoge los textos
fundamentales de la estética moderna.
Finalmente, quizá no esté de más señalar someramente las tres experiencias artísticas a las que
esta obra dedica una atención especial. En ellas el arte expresa la complejidad emocional y social del
tiempo presente. Se trata de la literatura, la música y las llamadas artes de la imagen (pintura,
fotografía, cine, etc). Estamos ante tres géneros de amplia y compleja proliferación actual, que han
incorporado como ningún otro a las masas, y cuyo interés para la estética, y para la actividad
económico-empresarial de los países occidentales, tiene una importancia primordial. La literatura,
género tan antiguo como nuestra cultura occidental, y tan representativo de la misma, ha sufrido desde
y por el romanticismo una metamorfosis decisiva, en el sentido de que autor y lector han aproximado
sus funciones, siendo un arte que ha dejado de ser minoritario para pasar a ser objeto de consumo
masivo. La música, que también perdió su aura ligada a la ejecución única e irrepetible por y para una
exigua minoría, representa el caso de pérdida progresiva de su contenido “culto” (en el sentido de alta
cultura, cultura de elites), para adaptarse a los gustos y necesidades formativas, de divertimento y
entretenimiento de los más amplios grupos sociales, a los que sirve como emblema identificatorio. Por
último, las artes que tienen a la imagen, fija o en movimiento, como su objeto de tratamiento, han
irrumpido en la vida de los seres humanos con una capacidad de seducción, y de simbolización de los
procesos económicos, sociales y políticos, que parece que nada hay en nuestras vidas que no esté
signado por el poder de alguna imagen, sea artística o no.
Quien espere de esta introducción un tratamiento sistemático o histórico de los problemas,
autores o grandes movimientos de la estética contemporánea, se verá defraudado en su expectativa.
Simplemente se trata de una serie de calas históricas en el pensamiento contemporáneo acompañadas
de la presentación de determinadas prácticas artísticas, cuyo peso específico en la configuración de
nuestra experiencia diaria está fuera de toda discusión. El hilo conductor no es otro que fijar el sentido
de la experiencia romántica del arte, entender su contenido profundo como práctica artística y como
concepción del mundo, y comprobar como, en un proceso continúo de sucesivas metamorfosis, sigue
impregnando toda la reflexión de los siglos XIX y XX. El orbe de problemas y de vías de solución que
ocuparon al romanticismo (desde Goethe a Schelling) tiene una suerte de permanencia, cuyos hitos
más importantes pueden situarse en los pensadores de la crisis decimonónica (Schopenhauer,
Kierkegaard y, sobre todo, Nietzsche), y en los que surgen de éstos, como nietos de la
Romantikschule, los maestros pensadores de nuestro siglo (Freud, la fenomenología, Heidegger, la
escuela de Frankfurt y Gadamer). Esta somera recolección indica bien a las claras cómo es de todo
punto imposible separar la reflexión sobre los problemas del arte, del conjunto de la reflexión sobre la
experiencia sociopolítica e histórica en general, y como la estética contemporánea no es sino la
versión, lúcida y transparente, de la problemática abisal del hombre actual.
Por otro lado, y complementaria de la anterior reflexión, este libro debe muchas de sus
modestas aportaciones a un diálogo fructífero que su autor ha emprendido con el pensamiento estético
moderno, tanto europeo como español. En lo referido a España, a lo largo de aproximadamente los
últimos treinta años del siglo XX, se ha desarrollado en nuestro país una interesante línea de
pensamiento que quiere pensar los problemas del arte desde una perspectiva rigurosamente moderna.
Este pensamiento español actual, cuya nómina es imposible reproducir aquí por razones obvias4,
presenta una gran originalidad y vigor intelectual, y sólo requiere salir de cierto aislacionismo
monádico, para entrar en un diálogo fructífero sobre los problemas, métodos y resultados de esta
disciplina, para lograr la madurez teórica deseable. A este propósito quieren contribuir los últimos
ejercicios de la parte práctica que representan una modesta selección del actual pensamiento estético
en lengua española.
Por último, unas someras indicaciones sobre el uso de este texto en el aula. Además de
considerar que tiene un carácter didáctico y, por tanto, que requiere para su estudio la colaboración del
profesor, es necesario observar que ella se completa con un conjunto de lecturas, audiciones y
proyecciones, que ha sido imposible incluirlo en él, dado el formato de libro, y que el autor espera
tener disponible, en un espacio de tiempo no excesivamente largo, en formato electrónico, como
prolongación hipertextual del presente volumen. La estética no sólo no está reñida con las nuevas
tecnologías sino que se puede valer provechosamente de ellas. Por otra parte, la naturaleza de esta
Introducción, como work in progress requiere la colaboración de mis amables lectores y alumnos, para
que los posibles errores y deficiencias puedan corregirse en sucesivas ediciones. Vaya desde aquí mi
agradecimiento por cuantas sugerencias y propuestas para su mejora se me hagan llegar por cualquier
procedimiento o vía. También agradezco el estímulo recibido de alumnos de cursos anteriores para
publicar este texto. En la medida en que aspira a convertirse en un manual universitario, el presente
libro se puede considerar como tarea abierta e inconclusa.
El libro que el lector tiene en sus manos es una versión, notablemente ampliada y revisada de
la obra Guía para el estudio de la estética contemporánea, que el autor publicó en 1999, en el Servicio
de Publicaciones de la Universidad de Almería, y que fue nuevamente impresa, con bastantes
modificaciones y mejoras, en el año 2000. La presente versión de aquella obra primeriza ha repasado
la redacción de todos los capítulos, añadiendo un epílogo en el que el autor se define sobre algunos
problemas capitales de la estética contemporánea, y trata de aclarar y aclararse sobre los mismos. La
bibliografía ha sido revisada, completada y puesta al día. Espero que la nueva singladura que esta obra
emprende le sea tan favorable como a la anterior, y ayude a sembrar en las almas de sus lectores la
pasión y el amor por el arte y por la reflexión filosófica a él aparejada.
Enemigo inveterado de las dedicatorias, quiero hacer una excepción en esa ocasión. Mi grato
ánimo no puede enumerar a cuantas personas me han estimulado y ayudado en mi carrera académica,
y lo siguen haciendo. Pero, en todo caso, no puedo olvidar que el principal estímulo de mi vida
intelectual lo constituyen mis hijos Araceli, Helena, Gabriel y la recién llegada Marta, y María, mi
compañera. Vaya desde estas modestas líneas el testimonio de mi inmensa gratitud.

Cayetano Aranda Torres


caranda@ual.es
Almería, de enero a marzo de 2004.

4
No obstante quien observe detalladamente la Bibliografía que se reseña al final de la obra, podrá
observar la atención que se ha prestado a los nombres más relevantes del pensamiento estético español del siglo
recién acabado, y en especial a la última treintena (1970-2000).
INTRODUCCIÓN PARA ENTRAR EN MATERIA

Más allá de lo que sería una larga y prolija justificación de por qué, tal vez por razones de
oportunidad y de coyuntura (kairós), un libro sobre estética pueda o deba comenzar por el período
romántico, en concreto con una fecha civil de nacimiento, 1795, el año de la publicación por Schiller
de las Cartas sobre la educación estética del hombre, sí resulta de algún interés justificar el sentido de
ese inicio, en especial porque, en rigor, sólo puede hablarse del nacimiento formal de esa disciplina
con el final del siglo XVIII, aunque ese nacimiento estuviera precedido de una larga reflexión sobre el
arte y la belleza que arranca con los albores del pensamiento occidental, y que tiene especial
relevancia en la segunda mitad del siglo XVIII. En este sentido puede decirse que la estética
contemporánea representa una cierta visión e interpretación de la anterior filosofía del arte y de la
belleza, y del conjunto de la cultura humana pasada. La estética no sería nada sin la anterior reflexión
filosófica sobre el arte, pero, en la encrucijada del cambio secular, quiso romper con el clasicismo
dieciochesco e irrumpir con nuevos bríos como si se tratara de una refundación.
Con Aristóteles y su Poética estamos en presencia de un pensar maduro y sobrio sobre la
actividad creativa humana. El genérico deseo de saber de la criatura humana, producto de una
extrañeza ante la naturaleza y la sociedad, alcanza de lleno, en el filósofo de Estagira, a la belleza. Ésta
posee cualidades que la hacen atractiva, especialmente su hermosura (kalós), incluso como cualidad
del buen ciudadano (formosus quiere decir rico en formas). Pero además se dan en los seres humanos
unas disposiciones naturales que originan nuestra relación con el arte. Se trata fundamentalmente de la
imitación, la armonía y el ritmo. Valiéndonos de ellos hemos perfeccionado los medios de expresión
artística. El género artístico supremo es, para Aristóteles, la tragedia, que junto con la poesía épica
constituyen las artes en las que se emplea la palabra como instrumento privilegiado. En el género
trágico se lleva a su máxima expresión esas disposiciones humanas. Pues bien, el componente mítico o
fabuloso, que es el relato mismo, y el entramado de los hechos, propios de la literatura trágica, ejercen
sobre nosotros un poder de seducción que equivale a una cierta conducción de nuestra alma por donde
el poeta quiere. El arte se define de este modo como una forma de seducción anímica, un hechizo que
sobre el espectador bien dispuesto ejercen los caracteres anímicos puestos en escena. La poética
aristotélica se convierte de esta manera en una preceptiva del arte trágico, que tiene como modelo la
tragedia ática del siglo V a. C. y, en especial a Sófocles (de la misma manera que Homero es el
indiscutible maestro del género épico). Para que una tragedia cumpla su finalidad y cause los efectos
deseados se requiere que la fábula, mediante la trama o estructuración de los hechos narrados, las
peripecias o sucesos que tienen lugar en el escenario, y el reconocimiento que se produce en la acción
y en el espectador simultáneamente, consigan embelesar y cautivar al público, purgándolo de temores
y miedos, concitando y depurándolos a un tiempo. Este embeleso o arrobamiento que produce la obra
en el espectador constituye la pretensión única del artista: hacer verosímil y creíble lo imposible, la
mentira. La finalidad de toda experiencia artística es hacer creer a su destinatario en hechos que, en el
espacio mágico de la representación, podemos pensar que son verosímiles, y que se deducen de la
necesidad de la historia contada en sí.
Es de todo punto injusto sostener que no hay pensamiento relacionado con el arte en la Edad
Media. Antes bien, no ha habido época en la historia de la cultura de Occidente en la que el problema
del significado del arte no haya estado tan vivo y tan conectado con las inquietudes de los seres
humanos cultos. En especial es de destacar el detallado estudio de la noción de belleza, cuya
determinación conceptual tiene hondas raíces en todo el desarrollo posterior de la reflexión sobre el
arte. Recordemos que para Tomás de Aquino la perfección (perfectio como integritas), la armonía
(proportio como consonantia) y la luminosidad (claritas como splendor) son las tres propiedades
esenciales del concepto de belleza (pulchritudo). De alguna manera aún hoy esas categorías siguen
vivas en nuestra relación con los objetos artísticos.
Con el Renacimiento italiano vuelve el gusto por lo clásico y el culto a la norma, desbordados
en muchos casos por la creatividad del artista, especialmente en el llamado Quatrocento. Se trata de
una época de inspiración humanista y profundamente optimista, en la que el arte viene a ser el intento
de retener todo lo bello que nos proporciona la naturaleza divinizada. Como ejemplo valga el
testimonio de Leonardo, cuando nos dice en sus Cuadernos de notas que nadie debería pasar por esta
vida miserable sin dejar un recuerdo en la memoria de los mortales. El arte representa lo más sublime
de esa memoria porque consiste en la sabia combinación de la inteligencia y los sentidos. El arte
renacentista supone una encarnación sensual y hedonista de la razón humana, que privilegia al ojo
como guía de la reflexión sobre las cosas humanas y divinas. La estética renacentista exalta hasta el
paroxismo la belleza y sensualidad de lo humano-natural como inspirado por divino soplo. El artista
gana la individualidad y el reconocimiento que le fueron negados en el pasado, y se emancipa de las
ligaduras que condicionan su actividad a una finalidad extrínseca, de manera que el arte cobra sentido
como aquello más propio, digno y noble del hacer humano, aquello con lo que más nos asemejamos a
Dios.
Un tercer momento se requiere para entender el surgimiento de la estética ligado al período
romántico. Se trata del arte barroco en el que los románticos van a encontrar otro reflejo antecedente
de su esfuerzo creador. Hacer un diagnóstico rápido de la experiencia barroca significa, de alguna
manera, preconcebir el romanticismo. En el siglo XVII se produce la primera crisis de la sociedad
moderna, no sólo desde el punto de vista económico y social, sino también en términos ideológicos,
políticos y culturales. En el ámbito artístico surge la crisis, que también se puede entender como
profundización y radicalización, del modelo renacentista, bien en el sentido de romper las normas
heredadas, bien en el sentido de excederse en ellas al modo manierista, crear a la maniera de los
grandes artistas del Renacimiento. No hay mejor alusión que el drama, como el género que mejor
define al arte barroco. Drama es la historia de Don Quijote, y dramas las obras teatrales de nuestro
Siglo de Oro. En esta concepción de lo dramático humano hay viaje, aventura, extravío, peregrinaje
desde un punto de partida a otro de llegada y retorno a sí mismo, siempre con un sentido de
purificación, de subida en el grado de conciencia de un problema o una situación, de adquisición de
destreza o experiencia para afrontar la vida de modo distinto. El drama barroco, a diferencia de todas
las formas de pensamiento trágico, escenifica el modo como el sujeto gana su identidad perdida, y lo
hace mediante un rodeo por el mundo externo a su conciencia, por un mundo que le deniega una y otra
vez su ser individual, para finalmente ganar una identidad interna a la propia conciencia. Frente a la
colectividad el sujeto barroco quiere ganar su derecho a ser punto de referencia irreductible sobre el
universo todo. Pertenece al pensamiento dramático, y el período de los siglos XVII al XX lo
ejemplifica en grado sumo, la búsqueda de la genealogía, del origen de cosas y personas, pero como lo
que vuelve, retorna y regresa desde un fondo de desconocimiento u olvido. La búsqueda de quién
somos termina con el descubrimiento de nuestro linaje, o con el encuentro con la suerte, antes díscola
y esquiva, o el reconocimiento de nuestro desconocido destino. Ante la escisión y el desdoblamiento
del mundo cristiano-burgués, tal y como se manifiesta epocalmente, el pensar barroco aporta la
conciencia dramática como medio y aventura, que restaña la herida producida por el orden social
impuesto por el incipiente capitalismo, que nos iguala a todos y nos reduce cruelmente a ser meros
agentes en el mercado de la competencia. El hombre barroco sueña con prodigiosos reconocimientos
de altas dignidades y nobles cunas, de valores caballerescos y amores de bellas damas, etc. En
definitiva el barroco anticipa al romanticismo en el sentido de plantear la felicidad, de buscarla
apasionadamente, y de encontrarla en el arte concebido como plus de goce, como atracción motivada
por una infinita pulsión hacia la belleza, entendida ésta como un modo de representar, figurar y
exponer en el ámbito de lo visible lo absoluto. Para el barroco el tiempo es dramático, y el mejor modo
de conjurar sus catastróficos efectos es representarlo, escenificarlo, teatralizarlo (teatro, ópera,
oratorio).
En la segunda mitad del XVIII, con la Aesthetica (1750-58) de Alexander Baumgarten, y, en
especial, con las Cartas (1795) de Schiller, queda inaugurada nuestra disciplina, llamada en su origen
con un sentido derivado de la voz griega aísthesis, como la teoría de la percepción de los objetos
artísticos y, en especial, la percepción de la belleza. En el primero de estos autores, la estética nace
como teoría de las artes liberales (liberalium artium), como doctrina del conocimiento inferior, como
arte del pensar bello, y como pensar por analogía de la razón (analogi rationis), y se define como
ciencia del conocimiento sensible (scientia cognitionis sensitivae), que no es otra cosa que “la
perfección del conocimiento sensible” (perfectio cognitioneis sensitiva qua talis). Desde este original
punto de vista, comprobamos como los filósofos de la segunda mitad del siglo, en especial los
franceses, ingleses y alemanes, refuerzan sus intentos por acercar al público culto el interés por las
obras de arte, su entendimiento y deleite. Además, una determinada especie de crítica, en el sentido de
discriminación y juicio, forma parte de la disciplina estética; de lo contrario, ésta se convertiría en
mera disputa sobre el gusto o en mero enjuiciamiento de lo pensado, dicho o escrito de manera bella5.
Los objetos artísticos, aún no opuestos a los naturales, son por lo común productos del ingenio, la
industriosidad y la libre creatividad humanas, y priman en la consideración especulativa del arte.
Llama la atención en este período que se califique a la filosofía como la prosa del mundo —el propio
Novalis la entiende en un sentido pragmático y comunicativo—, para oponerla a la poesía tomada
como la verdadera creatividad en el orden ontológico. Para otros el verdadero género literario
romántico es la novela, es decir, el género narrativo. Con el romanticismo se renueva la vieja tesis
platónica del arte como medio para el acceso privilegiado a la verdad. Desde hace bastante tiempo, sin
embargo, no podemos decir que la experiencia estética diga relación esencial a la belleza. Aún con
todo se puede entender que la belleza es el velo que cubre una abismática atracción por algo
inconfesable y oculto, por una dimensión jamás revelada pero que permanece en el fondo como dadora
de sentido a las representaciones artísticas.
Quizá no esté de más plantear de modo preliminar la razón historiográfica de por qué nuestro
comienzo lo hemos establecido en los albores del siglo XIX. Lucien Goldmann ha visto como nadie
que el pensamiento burgués, vinculado a la existencia de la actividad económica, precisamente por ser
el primero en la historia radicalmente profano, se caracteriza por negar todo lo sagrado, ya se trate de
lo sagrado de las religiones trascendentes, ya de lo sagrado hipostasiado como futuro histórico de la
humanidad6. Aquí cabe encontrar una de las principales razones de la aparición de una conciencia
estética. Pero en sus primeras manifestaciones racionalistas, por ejemplo en Descartes o Spinoza, el
pensamiento burgués ignora la existencia del arte o, al menos, le da de lado. No hay, en puridad, una
estética racionalista o empirista, e incluso para el que pasa por ser el fundador de la estética moderna,
Baumgarten, en pleno siglo XVIII, el arte no es más que una forma inferior de conocimiento. Sólo
como consecuencia de la acción política, social, cultural y educativa de la Revolución Francesa, y de
su influencia en toda la Europa de su tiempo, aparece una noción clara y nítida de la importancia
central del arte en la vida del ser humano. Y esta conciencia estética llega en un todo continuo a
nuestros días. El maestro Azorín atribuye el origen del romanticismo entre nosotros a una reacción
contra el imperio de las reglas, cosa muy natural del alma española, y contra la certeza clasiscista en la
norma y en el método, de manera que el nuevo movimiento espiritual que llega a nuestros días se
podría definir como “la valentía del numen”7. Algo de valor, no en el sentido de osadía ni de
temeridad, sino en el de la voluntad de defender las convicciones, y algo de numinoso conserva aún el
arte que hoy seguimos considerando válido. En todo caso, la rebeldía sí parece ser consustancial al arte
que ve nacer la estética contemporánea.
Si, en la actualidad, nos planteamos qué entendemos por estética, encontramos que lo que
unifica los diversos planteamientos es la referencia común a lo que se llama específicamente
“experiencia estética” como constituyente de la experiencia cultural humana. Hospers insiste en que la
estética “se ocupa de analizar los conceptos y de resolver los problemas que se plantean cuando
observamos objetos estéticos”8 como objetos de experiencia, en el bien entendido que lo que acontece
en esa experiencia de los sujetos tiene que ver con las características de lo que llamamos objetos
estéticos. Otros le adjudican la misión no de hablar sobre el arte, sino mostrar y fundamentar la
comprensibilidad del arte9, con lo que seguimos en el campo de la experiencia humana y de algunos
objetos peculiares que llamamos artísticos. Incluso un autor tan reconocido como Eco, al definirla de
modo omniabarcante y omnicomprensivo, por sus objetos, no deja de remitirse al experienciar
determinados tipos o clases de objetos: “Entenderemos, pues, por teoría estética cualquier discurso
que, con algún intento sistemático y poniendo en juego conceptos filosóficos, se ocupe de fenómenos
que atañen a la belleza, al arte y a las condiciones de producción y apreciación de la obra artística, a
las relaciones entre el arte y otras actividades, y entre el arte y la moral, a la función del artista, a las
nociones de agradable, de ornamental, de estilo, a los juicios de gusto así como a la crítica sobre estos
juicios, y a las teorías y a las prácticas de interpretación de textos, verbales o no, es decir, a la cuestión

5
Cfr. Baumgarten: Theorestische Ästhetik, §§ 1-5, pág. 3.
6
Cfr. Goldmann: Para una sociología de la novela, 35.
7
Azorín: Rivas y Larra, 13.
8
Beardsley - Hospers: Estética: historia y fundamentos, 97.
9
Cfr. Gethmann-Siefert: Einführung in die Ästhetik, 18.
hermenéutica”10. Lo decisivo sería aquí el determinar qué identifica a esos objetos que son motivo de
la capacidad y disposición humana a interpretar, a vivir interpretando.
Como vemos todo tiene que ver, de una u otra manera, con el hecho diferencial de un tipo de
experiencia humano-cultural a la que llamamos experiencia estética. En este sentido puede afirmarse
que lo que llamamos arte no son sólo objetos actuales ni objetos con unas características definidas y
concretas, ni comprensibles por analogía con modelos o prototipos. “No hay una obra de arte en sí,
sino la serie de sus usos pasados y la posibilidad de sus usos futuros”11. Nunca como en la época
contemporánea hemos asistido a la convivencia, no siempre pacífica ni exenta de polémica, entre el
culto al arte del pasado y el furor por el arte rigurosamente presente o vanguardista. La hermenéutica
de la obra de arte ha revolucionado nuestra mirada crítica a la tradición artística para hacerla
compatible con un interés básico por la creación más reciente. Así se definiría la situación actual del
arte, como hibridación del gusto clásico con las tendencias de vanguardia. A este respecto, y desde el
punto de vista de la estética filosófica, la historia del arte no es entonces la historia de las obras, sino la
historia de sus interpretaciones, de los usos que de ellas se hacen, historia que ofrece gran interés
desde el punto de vista didáctico. Hoy más que nunca se hace evidente la pretensión romántica de que
el verdadero lector es el autor ampliado y desplegado12. En definitiva es importante subrayar que la
experiencia estética, aquí considerada como el nervio esencial de la estética como saber, dice intima
relación con determinada clase de objetos, que para resumir podemos llamar de naturaleza simbólica,
que son tema de interés, inquietud, curiosidad, afán de conocimiento y, sobre todo, que tienen la virtud
de suscitar interpretaciones diversas y variadas de sí mismos, a las que van unidas interpretaciones del
ser humano, la naturaleza y la sociedad. Este sería el aspecto decisivo: la estética se ocupa de objetos
que sirven para ser interpretados y de lo que se obtiene una determinada autoconcepción humana, de
naturaleza temporal e histórica, sin la que no es posible entender el hecho humano y su devenir
temporal. Sobre la naturaleza de lo simbólico artístico baste por el momento indicar que está basado en
determinados modos de ser del lenguaje humano, en su capacidad creadora de universos de
representación, en sus disposiciones a generar mundos de sentido al margen de las cualidades sensibles
de los objetos. Simbolizar sería, por el momento, generar un universo discursivo junto al uso natural
del lenguaje, humano de tal modo que entre el lenguaje natural y el artístico se da una íntima
interacción y referencia recíproca, que no podemos concebir el uno sin el otro.
El siguiente cuadro sinóptico puede dar una idea de la evolución del saber sobre el arte, visto
en tres cortes básicos, y tomando el tercero como una prolongación, digamos abismática del segundo.

PERÍODO 1 PERIODO 2 PERÍODO 3

ÉPOCA Grecia-1750 1750-1900 1900-1999

¿Qué procesos
PREGUNTA ¿Qué es ¿Cómo es el determinan
lo bello? juicio estético? los valores
estéticos?

CATEGORÍA Lo bello Lo sublime Lo siniestro


ESTÉTICA

CONCEPTO La perfección Lo infinito Lo inconsciente


TEÓRICO

Adaptación del cuadro de la evolución de la estética, según Eugenio Trías13.

10
Eco: Arte y belleza en la estética medieval, 8.
11
Morpurgo Tagliabue: L'esthétique contemporaine, 270.
12
Cfr. Novalis: Die Werke Friedrich von Hardenbergs, II, 470.
13
Cfr. Trías: Lo bello y lo siniestro, 161.
Finalmente no es posible encarar una materia como la estética sin una consideración, siquiera
en apunte, del problema de la identidad humana como problema crucial en la situación actual de la
cultura y la civilización occidental. Sea lo que sea el arte y la estética no cabe la menor duda que ha
contribuido de alguna u otra manera a confeccionar un cierto concepto de identidad humana, hoy
amenazado desde los avatares, paradojas y perplejidades en las que nos sume hablar de temas como la
clonación humana, etc. En este fin de siglo, tras una centuria de pensamiento débil y fragmentario, tras
la carencia de un pensamiento sistemático, subsisten incógnitas como la identidad
femenina/masculina, la racial/nacional, la individual/colectiva, etc. Siempre el problema de la
identidad toma la forma de alternativa, como los casos de herencia/medio, uno/otro, nosotros/ellos,
propio/extraño, etc. El arte está llamado a ser árbitro y participante en la contienda por la identidad.
Este problema tiene en el arte y en la experiencia estética un reducto y refugio de no pequeña
importancia. Los medios de comunicación nos bombardean con imágenes, artísticas o pseudo
artísticas, en las que se quiere afirmar, confirmar o reafirmar determinadas y no causales, sino, antes
bien, muy interesadas atribuciones de identidad, vinculadas a signos, símbolos, iconos, etc. El arte, o
las imágenes e iconos que proceden de él, sus usos sociales en definitiva, se han convertido en un
poderoso medio de persuasión y seducción de las masas, tendente a su franca manipulación, con el
propósito de convertir un instrumento innovador, crítico y revolucionario, en un edulcorado producto
de consumo masivo y de integración social. La identidad humana parece tener hoy más que ver con la
identificación exigida por una iconografía de masas, que con contenidos de conciencia o valores
civilizatorios. El estudio de los principales hitos de la estética contemporánea contribuye, a buen
seguro, a insertar la reflexión estética en la mejor tradición del pensamiento emancipatorio europeo,
hoy seriamente amenazado por el nuevo consevadurismo social, político y cultural. Esta amenaza, si
no pone en riesgo el arte mismo, sí afecta de modo decisivo a su papel humanizador, crítico,
pedagógico y revolucionario, papel que el autor de este libro entiende que constituye una de las más
valiosas y valederas justificaciones de lo artístico, y de su contribución de al problema de la identidad
humana.
Si el arte y la estética no contribuyen a la liberación de las desamparadas masas de la
mundializada sociedad actual, si no renueva su potencial innovador, crítico y revolucionario, terminará
siendo absorbido por la industria como plexo de imágenes disponibles y, en tanto apéndice de ésta,
confirmará la predicción de su muerte, o al menos de su adocenamiento y perversión amanerada, a
manos de los intereses económicos dominantes en la sociedad burguesa. Sólo la pérdida de su
potencial crítico y revolucionario representa la mayor amenaza a la supervivencia de la creatividad
artística y humana en general. Sin un arte verdaderamente nuevo, y unos nuevos modos de relación
con los objetos artísticos, no es posible que las sociedades avancen. Esperemos que en nuestras aulas
se trabaje duro para conservar, mantener y renovar con todo rigor y seriedad la importancia de lo
artístico en la vida de los seres humanos.
PRIMERA PARTE:

LA ESTÉTICA ROMÁNTICA
CAPÍTULO I

SCHILLER Y EL SURGIMIENTO DE LA ESTÉTICA MODERNA

“Die Kunst, o Mensch, hast du allein”14

1. 1. El nacimiento de la estética romántica.

El romanticismo, como período de la vida del espíritu, como filosofía que impregna todo el
vivir y el pensar humano, y como movimiento con el que arranca nuestra contemporaneidad en
materia de arte y estética, puede situarse en las tres primeras décadas del siglo XIX, y se inaugura
como la conciencia lúcida de la crisis total de la humanidad burguesa. Crisis de civilización,
apuesta por el arte como redención, reconciliación de la humanidad escindida y desdoblada en su fuero
interno, y sumida mayoritariamente en profunda abyección material, son las caras de un fenómeno
cuyas consecuencias aún nos afectan, y contribuyen de modo decisivo a entender nuestro presente.
Nada como ese documento excepcional, las Cartas sobre la educación estética del hombre, para
situarnos epocalmente en la reflexión sobre el arte como diagnóstico de la humanidad contemporánea.
Para realizar su proyecto teórico y artístico, Schiller ha partido de la interna contradicción del
concepto de cultura (Kultur), tomada ésta en el sentido de todo aquello con lo que el ser humano se
distingue y diferencia de la naturaleza, de la vida natural. La cultura y sus exigencias generan unos
índices de obligaciones y deberes, y el malestar a ellos aparejado que, más que un instrumento de
liberación, llega a convertirse en opresión y tiranía sobre el propio género humano. Hasta tal punto
que, además de la constricción que ejerce sobre nosotros la naturaleza, nos vemos sometidos a la
coacción de la civilización, que se comporta con nosotros como severo despotismo. El arte y la
reflexión sobre él adquieren ahora un tinte nítido de crítica a la cultura, en tanto sometedora del
individuo, y de exigencia de reconciliación bajo la forma de educación artística. En la medida en que
la cultura es disciplina, y ésta una exigencia de la vida social, la cultura puede llegar a ser una
necesidad que requiere el sacrificio de enormes cantidades de energía física y psíquica, para su
conservación y aumento.
El año 1895, fecha de la publicación por Schiller de las Cartas sobre la educación estética del
ser humano, marca un hito histórico en la cultura europea por cuanto se inaugura un nuevo modo de
comprender el hecho artístico y una nueva sensibilidad para la creatividad artística. Fiel a la época, la
obra se configura como una serie de cartas dirigidas al lector y publicadas en la revista Die Horen (Las
horas) que dirigía el autor de las mismas. El género epistolar, muy frecuentado por nuestro poeta,
representa a la sazón un género creativo, en el que cabe la reflexión teórica, así como la confesión
íntima y todo tipo de experiencias interiores que pugnan por salir al exterior. Nuestro propósito es
repensar a Schiller, hallar el lugar teórico de la experiencia humana en el que sitúa el arte, y tratar de
conocer las condiciones de su apropiación por el mundo contemporáneo15. Nada como la lectura de las
Cartas para encontrar un diagnóstico de su época, que es la nuestra, en materia de misión de la
experiencia estética en la vida humana, no como experiencia única o privilegiada, sino como una
actividad junto a otras de carácter teorético.
La paradoja y la aporía del pensamiento que inicia el romanticismo, y con él la estética
contemporánea, la plantea a las claras la terrible pregunta schilleriana: ¿por qué permanecemos aún en
la barbarie? Tras el triunfo de la razón, que ha erigido victoriosa sus leyes, especialmente en el
dominio de la naturaleza, el ser humano sigue siendo esclavo, en especial de la coacción moral, social
y política. El sapere aude (atrévete a saber), máxima que mejor define el esfuerzo ilustrado, no ha
penetrado en el corazón de los humanos. La sabiduría ha de guerrear aún contra la embotada

14
“El arte, oh ser humano, sólo tu lo posees” (Schiller: Poesía filosófica, pág. XXX).
15
En aspectos muy centrales de esta presentación sigo las muy acertadas sugerencias del profesor
Navarro Cordón, en su muy atinado “Estudio preliminar”, a su edición de las Escritos de estética, de Schiller, en
la que naturalmente están contenidas las Cartas.
sensibilidad a la que debe educar estéticamente. Se trata de plantear abiertamente el fracaso, siempre
relativo, y siempre por ello reiterado, de la realización práctica de los ideales ilustrados, que sólo
tienen vigencia en las mentes de algunos privilegiados, que creen ingenuamente en la realización de la
razón por su propia y sola virtualidad. La ilustración no llega a las masas a las que les da igual, a la
altura de la historia europea en la que nos encontramos, ser dirigidas por un poder despótico, ilustrado,
o ambas cosas a la vez. Para la realización de su proyecto teórico, Schiller va a partir de la
caracterización de la naturaleza humana como impulso (Trieb), de la tripartición de éste en tres, de la
exigencia de la conciliación de los mismos en forma de síntesis entre lo sensible y lo formal, y de la
postulación de un tercer impulso, el de juego (Spiel), cuya finalidad es dar vía libre a la imaginación y
la fantasía. Éstas, que combinan libremente lo percibido por los sentidos y lo puesto por la
subjetividad, son las responsables de la introducción de la belleza como objeto en la vida humana. La
belleza se convierte en un juego consistente en querer pensar el mundo como si no estuviera regido
por las leyes indefectibles del pensamiento formal y conceptual, y como si la forma fuera el producto
no del frío entendimiento, que lo extrae de sí mismo, sino de la fantasía que la elabora con entera
libertad.
La materia de las Cartas es la educación, que es uno de los logros más importante del período
revolucionario que se abre en 178916, entendida como aquello a lo que deben ser sometidos todos los
seres humanos, porque sin ella es imposible que se manifieste la humanidad misma, lo que tienen de
humano los humanos, y de descontar, por así decirlo, el componente animal y de brutalidad que en
ellos se aloja. La educación es libertad a partir de la necesidad natural, es sacar todo lo bueno que los
humanos llevamos dentro, y es formación del ciudadano para vivir en sociedad17. Precisamente el tema
de la libertad es clave para la comprensión de la obra, pues lo que pone en marcha la reflexión de
Schiller es el hecho de que la cultura, en este caso la cultura material, la cultura que nos egresa de la
naturaleza cuando la transformamos, pone en grave riesgo la libertad, que para el poeta de Weimar es
vivida como páthos, es decir como un afecto que todo lo penetra y acomoda a sí. La cultura (Kultur)
nos constriñe, en toda la amplitud de nuestra humanidad, a desarrollar una, única y exclusiva
tendencia, que es el impulso transformador y productivo en detrimento del resto de las actividades
humanas. Como bien dice la Carta VI, los modernos vivimos en una época de profundo
desgarramiento interior, de enorme fragmentación de nuestro ser, y de pérdida generalizada del más
preciado don de la existencia humana, la libertad, por obra de la rudeza mecánica de la vida
productiva. Su crítica, pues la obra schilleriana se mueve en la órbita de una crítica a la sociedad
burguesa y capitalista, se incoa desde la constatación de la perversión, la grosería, la monstruosidad, la
superstición y la incredulidad que podemos ver en nuestra sociedad como el rasgo común y general de
la vida espiritual. La crítica del poeta y pensador se endereza a cuestionar si los valores de la sociedad
productiva y de la competencia económica, social y política han de ser los dominantes en la
convivencia. En su lugar, el arte y la belleza, contenido esencial de la educación del género humano,
han de desempeñar una función principal y decisiva. Desde el primer instante de su reflexión estética,
nuestro autor tiene muy claro que el arte no es una antinaturaleza, ni una artificiosidad ajena el devenir
mismo de lo natural, sino que el arte es concordancia con la libertad que vemos en el poder creativo de
la propia naturaleza, circunstancia que lo convierte en exigencia moral, y que prolonga el
planteamiento kantiano de la Crítica del juicio. En todo el planteamiento de Schiller, y con él en el
origen de la estética contemporánea, se produce un serio intento de escapar a todo subjetivismo, a todo
mero juicio de gusto, entendido como mera vivencia subjetiva de lo bello. Se trata, en definitiva, del
significado ontológico del arte. Con esta indicación, aparentemente abstrusa, extemporánea y fuera del
campo del arte, simplemente queremos apuntar que el arte no es el aroma espiritual del mundo, el halo
celestial o místico de la realidad presente, sino, antes bien, lo que hace de lo real algo verdadero y, en
consecuencia, libre. Arte es la realidad en su valencia de verdad.

16
Conviene no olvidar que dos de las más grandes realizaciones del período napoleónico son la
codificación positiva del derecho, y la creación de la escuela pública, coronada ésta por la institución
universitaria, también de carácter público.
17
Ha sido precisamente Habermas el que ha subrayado el carácter político de la utopía estética
schilleriana: “el arte es el medio en el que el género humano puede formarse para la verdadera libertad política”
(Habermas: El discurso filosófico de la modernidad, pág. 62).
El arte, en consecuencia, redime el mundo de su mera objetividad espacio-temporal, lo
imagina como valor de verdad, que lo trans-muta, trans-figura y trans-forma. Arte es sinónimo de
verdad en el sentido de realidad que se hace valer en su dimensión universal, de vida en el sentido de
realidad plena o llevada a su plenitud. Pero, ojo, se trata de la plenitud sensible, que no deja de ser
accesible a los sentidos, o, dicho de otra manera es lo sensible transformado por la verdad. “Y
justamente porque el arte verdadero quiere ser algo real y objetivo, no puede darse por satisfecho con
la mera apariencia de verdad; erige su edificio ideal sobre la verdad misma, sobre el fundamento firme
y profundo de la naturaleza”18. Dos son las cuestiones que, a propósito del arte, cabe plantear como
dos líneas de fuerza. Por la primera lo estético es “la mostración y aparición de lo que hay, sin interés
ni concepto ni fin alguno previos determinantes”19. Por otro lado, la presencia de lo suprasensible,
tanto en nosotros como fuera de nosotros; “sólo Schiller ha comprendido… la naturaleza ontológica
del arte y la belleza como manifestación misma del ser o la naturaleza”20.
El impulso formal (véase más abajo el cuadro de la teoría de los tres impulsos), cuya actividad
es el pensar y que trabaja con figuras, ha de ser completado con el impulso lúdico que juega para
producir la belleza. Producir belleza, y con ella verdad y libertad, es ahora la tarea de la razón
mediante la producción en el mundo de los fenómenos de objetos bellos para que el sentimiento y el
corazón se vean cumplidos y satisfechos; “no es sólo una metáfora poética, sino una verdad filosófica,
el decir que la belleza es nuestra segunda creadora…, y se parece a nuestra originaria creadora, la
naturaleza”21.
La propuesta que las Cartas formula es que el libre juego de la imaginación, potencia racional
suprema, introduzca la belleza en el mundo de los fenómenos, creando así una realidad viva, como la
obra de arte que es forma y realidad absolutas. La plenitud de la vida humana, cuando ésta juega y se
pone en juego, es la solución para la deformación que acarrea la vida productiva burguesa, y la
garantía de que la humanidad no recaerá en el vicio de anteponer el impulso a transformar la realidad
productivamente a cualquier otra realización de la racionalidad. El ideal de la belleza kantiano, como
aquello que place sin utilidad ni finalidad concreta, como el placer sin interés, se impone ahora como
ideal de formación, como ideal educativo, como plenitud de la vida, como vida buena y felicidad
terrena, como liberación de la coacción social.

IMPULSO OBJETO ACTIVIDAD

Sensible Vida Querer

Formal Figura Pensar

Lúdico Belleza Jugar

La teoría schilleriana de los tres impulsos (Triebe)

La educación estética, propuesta por Schiller, consiste básicamente en la educación de la


sensibilidad, la vida y la voluntad, mediante el pensamiento, para hacerlas hábiles y disponibles para el
juego de la belleza. La teoría de las tres pulsiones o impulsos humanos, con sus respectivos objetos y
actividades es central para la estética de Schiller. Primero porque enlaza con el planteamiento
aristotélico según el cual la belleza no es objeto de contemplación o de intelección, sino más bien
objeto de deseo. En este caso se triplica la naturaleza del impulso y se sintetiza el impulso sensible y el
intelectual en un tercero al que se denomina lúdico, que al tiempo que introduce la libertad, encerrada
anteriormente en las frías leyes del entendimiento, logra su satisfacción en el juego de la belleza.

18
Schiller: “Sobre el uso del coro en la tragedia”, en Escritos sobre estética, pág. 240.
19
Navarro Cordón: “Estudio preliminar”, Schiller: Escritos sobre estética, pág. XXII.
20
Ídem. En este sentido parece muy justa la apreciación de Hegel, cuando habla de Schiller en su
Estética, y define lo bello, según el modo de este autor: “Lo bello es la formación unitaria de lo racional y lo
sensible, y esta formación unitaria expresada como lo verdaderamente real efectivo” (Hegel: Vorlesungen über
Ästhetik, Werke, 13, pág. 91; Lecciones de estética, I, pág. 60).
21
Schiller: Sobre la educación estética del hombre, Carta XXI, Escritos sobre estética, pág. 177.
Jugar, es decir, representar seres y personas sin leyes que los atenacen, sin obligaciones que provienen
de la sensibilidad o el entendimiento, supone la síntesis perfecta entre querer y pensar, la posibilidad
de tener en el pensamiento lo que mi voluntad quiere, o de querer lo que mi pensamiento es incapaz de
representar. Kant había separado diametralmente entendimiento y voluntad, ya que el entendimiento
sólo justifica su actividad si se atiene a leyes, mientras que la voluntad introduce una causación por
libertad, que permite pensar objetos que no son conocidos por las leyes que regulan nuestro
conocimiento matemático y físico natural. Jugar es, pues, para Schiller, un querer pensante que amplia
la vida humana más allá de las leyes científicas y los imperativos morales. Como dice el texto de las
Cartas, “la belleza es el común objeto de ambos impulsos, es decir, del impulso de juego”, que amplía
el campo de la experiencia humana.
El ser humano sólo es verdaderamente tal cuando juega; en ese momento realiza todas sus
potencialidades, sin cortapisas ni restricciones. De ahí que la estética romántica nace cuando,
queriendo restañar la herida que el mundo cristiano-burgués ha infligido al ser humano, con un
dualismo legislativo que lo escinde y separa en dos naturalezas, plantea como alternativa una acción y
realidad bifronte, simbolizada en la Juno Ludovisi, por un lado diosa a la que orar, por otro mujer a la
que amar, por una parte belleza formal e inteligente, por otra belleza sensual y hedonista. Este
carácter ambivalente, diríamos incluso ambiguo de la obra artística del período romántico, y por
extensión moderno, se traspasa a la estética contemporánea como uno de sus rasgos más
característicos22.
La propuesta de Schiller abre el terreno de una reflexión, que llega hasta nosotros, sobre el
papel educativo del arte, como creación y como lectura, que supone una de los proyectos teóricos más
originales del clasicismo y del romanticismo, una utopía de la razón práctica, y un ideal que dirige
toda formatividad humana. El presente libro toma de las Cartas su primitivo impulso, y no es sino un
modesto desarrollo de las ideas schillerianas aplicado a la formación de los docentes de humanidades.
Pues no puede concebirse la educación humanística, ni siquiera la educación general y básica, sin que
el arte desempeñe un papel que nosotros postulamos como fundamental y primario.
Todo este ideal educativo se concentra y resume magistralmente en el análisis de esa figura
viva que es la Juno Ludovisi, que ilustra, como lema y motivo, el esfuerzo híbrido y bifronte de toda la
estética contemporánea, que no renuncia al antiguo ideal platónico de la belleza. De la diosa no se
pueden descontar ni la feminidad ni la divinidad, ni lo carnal ni lo ideal, ni la gracia ni la dignidad. Su
grandeza estriba en reunir, en sintetizar maravillosamente lo que de divino hay en lo humano, y lo que
de humano hay en lo divino. Diosa y mujer, carne y espíritu, sagrada y profana, no pueden separarse
porque en el arte se dan juntos. Ante ella el ser humano juega y es entonces cuando es plenamente
humano, cuando la obra juega con él, cuando el arte es vida y la vida arte. Al contemplarla “nace esa
maravillosa emoción, para la cual el entendimiento carece de conceptos y el lenguaje de palabras”23.
La obra juega con nosotros inspirándonos una suerte de reflexión que nos lleva de aquí para allá, que
nos inspira toda suerte de pensamientos simples y elevados, que nos hace gozar y admirar, desear y
respetar, amar y disfrutar. La estética contemporánea puede ser puesta bajo el amparo y la protección
de esta diosa griega, ambivalente y bicéfala, dual y hermafrodita, divina y humana, como son el arte y
la humanidad de nuestro tiempo.

1. 2. La belleza y lo sublime, ejes del pensar estético de Schiller.

Tiene razón Hegel cuando afirma que la razón del nombre de “estética”, derivado del griego
aísthesis (sensación), tiene su origen en la arraigada creencia dieciochesca de que este saber, como
ciencia de la sensibilidad y lo sensible, considera las obras de arte desde el punto de vista de las

22
Un ejemplo característico y muy ilustrativo lo tenemos en el más tardío nacimiento de la danza como
género romántico. Será a partir de la publicación en Milán por Carlo Blassis de El arte de Terpsícore, en 1820,
cuando las más bellas coreografías, como La sílfide (1832), Giselle (1841), Ondina (1843), o Catalina o la hija
del bandido (1847), representen una forma artística joven y pujante, en la que se aúnan bellas, pero también
desgraciadas, historias de amor. Belleza formal y drama moderno se reúnen para configurar un espectáculo que
place con el sacrificio de la inocencia.
23
Schiller: Escritos sobre estética, pág. 156.
sensaciones que ellas provocan en el sujeto, y, en especial, de la percepción de la belleza. Este sesgo
subjetivista se convierte a la vez en inicio y en principal obstáculo de la estética como ciencia. En
opinión de Hegel, la estética sólo será ciencia cuando seamos capaces de concebirla al margen de los
sentimientos que provoca24. Con Schiller tenemos el primer intento serio de pensar el arte al margen de
la subjetividad del lector25. Esto implica una vocación de situar en primer término del interés de la
estética la objetividad de la obra. La obra se concibe como creación de formas visibles que no están
determinadas por la percepción de los fenómenos externos, sino por la imaginación que crea formas en
el dominio de lo sensible.
Variada han sido las formas de conciencia estética desde que en la prehistoria las sociedades
humanas comenzaron a representar mediante material plástico aspectos de la vida interior, y de la
práctica social de los seres humanos. Como claro antecedente de la estética del clasicismo figura en
primer término la filosofía platónica del arte, que es la primera que ha elevado la belleza al rango de
idea y uno de los ideales supremos, inmediatamente por debajo de la bondad y la justicia. Para Platón
la belleza, a la que se accede desde lo artístico pasando por la belleza anímica hasta llegar a un grado
absoluto de belleza que es el de la idea, se refiere a cierta presencia de lo suprasensible o lo ideal en
las cosas materiales, como una forma de perfección de las mismas. Esta tesis idealista, las cosas son
índices de la presencia de lo intelectual en ellas, en este caso de la belleza, es uno de los puntos de
partida de la estética clasicista. La idea de belleza es una idea epocal común tanto al idealismo como al
romanticismo26. Con él se pretende concebir la unión de lo sensible y lo racional. “Schiller va a
encontrar en lo estético, en lo bello y en lo sublime, a la par e inseparablemente, el lugar matricial y
común para lo metafísico del mundo, para la constitución óntica del ser humano y para el despertar de
su carácter moral. Lo estético muestrase así, pues, como mediación universal y como lazo de
naturaleza y libertad”27. Lo bello, entendido como lo sensible y objetivo, tiene que ver con la libertad
en lo que aparece, en la manifestación sensible de una cosa, que, así obedece a una legalidad
puramente humana.
Por otro lado, el clasicismo de Schiller y de Goethe no se resiste a abandonar el pensamiento
de la belleza, pero dan un paso más, hacia la noción de lo sublime, concepto que tan importante papel
juega en la estética contemporánea. No está de más que ampliemos esta noción de sublime porque es
la que mejor califica las producciones artísticas de la época según la opinión de sus autores, críticos y
tratadistas. Sobre la noción de sublime, conviene decir que, en su acepción corriente –sublime viene de
sub-lime, muy alto–, se refiere a todo lo que está por encima del límite, sea lo que sea lo que
entendamos por éste. Como rasgo de estilo ha estado vinculado a lo vivaz y vehemente, lo que impulsa
y dinamiza al creador en pos de la obra de arte. Para Longino (siglo I) lo sublime es una fuerza que
eleva el alma y conduce al éxtasis, y a una admiración asombrosa por parte del receptor. Se trata de
algo grande pero sin pompa ni estridencia, digamos que sin desproporción ni majestuosidad. Para
Burke (1756) lo sublime caracteriza a las imágenes y sensaciones que causan una fuerte tensión
corporal, un impacto que nos tambalea, frente a la belleza que produce calma y sosiego. Kant radica lo

24
Este dictum hegeliano supone, a mi modo de ver, que buena parte de la estética actual sigue la senda
de un sentimentalismo larvado, que restaura la necesidad de una crítica del mismo como subjetivismo. Sólo a
condición del retorno de la estética a su más rigurosa y estricta perspectiva conceptual, a su redención como
filosofía del arte, se podrá alejar definitivamente el fantasma del subjetivismo. Frente a este subjetivismo
veamos lo que dice Hegel de Schiller: “Muchos, en concreto Schiller, han encontrado en la idea de lo bello
artístico, de la unidad concreta del pensamiento y la representación, el camino para salirse de las abstracciones
del entendimiento separador” (Hegel: Enciclopedia de las ciencias filosóficas, § 55, pág. 159). El pensador
idealista ve en el arte un modo de sintetizar el pensamiento y la sensación, que Kant se había empeñado en
separar.
25
A partir de ahora se entenderá por “lector” y “lectura”, mientras el contexto no indique otra cosa, al
receptor de la obra, es decir, al oyente, espectador, lector, y en general el destinatario de la obra artística, y a la
acción que ejecuta éste. La sugerencia, que procede de la hermenéutica, tiene la ventaja de tomar la lectura como
el modelo de comportamiento del receptor de la obra artística.
26
“La idea que unifica a todas las otras [es] la idea de belleza. El acto supremo de la razón es un acto
estético, y… la verdad y la bondad se ven hermanadas sólo en la belleza” (“Primer programa de un sistema del
idealismo alemán”, en Hegel: Escritos de juventud, pág. 220. Este breve esbozo de sistema es uno de los textos
capitales para entender el fenómeno espiritual del cambio de siglo.
27
Navarro Cordón: “Estudio preliminar”, Schiller: Escritos sobre estética, pág. XXIX.
sublime en nuestra subjetividad, y lo identifica con aquello para lo cual no disponemos ni de idea ni
concepto, porque desborda ampliamente nuestra capacidad subjetiva. Es una situación semejante a
cuando algo nos produce miedo, porque no tenemos una idea clara de qué sea la causa del mismo. En
la estética contemporánea lo sublime hace referencia de modo sintético a lo que nos hace
representarnos una existencia superior a nosotros. Es un valor que nos requiere para que realicemos lo
que, en germen, hay de superior y elevado en nosotros. Souriau lo define como “el modo como los
seres cobran una especie de existencia intensa, inmensa, plena, que ellos justifican por sí mismos en
tanto que son”28. En resumen, lo sublime es un modo originario de ofrecer la perfección29. En el
romanticismo alemán y, más en concreto, en Schiller, lo sublime hace referencia también a ese poder
que tiene la obra de arte de elevarse por encima de su espacio y tiempo, de su textura y circunstancia,
de manera que te puede llevar lejos, a un mundo de inspiración y sentido más elevado. En directa
relación con esto se halla la capacidad de lo sublime para inspirar la creación de una obra de arte;
como si se tratara de un discurso que pide ser complementado por otro u otros de diferente género
artístico. En palabras del propio Schiller: “lo sublime tiene que añadirse a lo bello para hacer de la
educación estética un todo completo”, ya que “sin lo sublime la belleza nos haría olvidar nuestra
dignidad”30.

1. 3. Principales tesis de la estética de Schiller.

1. El pensamiento del arte, es decir, pensar el arte como categoría central de toda actividad
reflexiva e inteligente, y convertir en artístico al pensamiento, representa la alternativa schilleriana
al lastimoso estado de la humanidad burguesa. Con ese pensamiento trataríamos de superar la
dicotomía y el desgarramiento que ha introducido Kant entre el ser humano como fenómeno y el ser
humano como noúmeno, que resume la escisión propia de la humanidad moderna. La experiencia
estética pretende la reconciliación de la razón teórica y la razón práctica.
2. El artista es el mediador entre las exigencias y demandas de la naturaleza y la razón. En este
sentido llega a ser el pedagogo universal del género humano al servicio del ideal de belleza, al que
tiene que hacer «visible». Hacer visible la belleza es ponerla al alcance de todos los seres humanos. La
educación estética, o educación por el arte se convierte en el lema de la estética contemporánea. Sólo
la humanidad educada según criterios de la imaginación artística podrá emanciparse del estado de
desdoblamiento y desgarro que le supone su inmersión en el orden burgués capitalista.
3. El artista como individualidad irreductible, como ser único e irrepetible, como genio
diferenciado de la masa, formada por aquellos que carecen de dotes y talento para el arte, se constituye
en modelo de la humanidad y en paradigma del ser reconciliado consigo mismo. En este sentido el
artista con su obra enseña al género humano el gusto por lo armonioso, por la belleza, a lo que él se ha
consagrado como a un sacerdocio.
4. La obra, en tanto mediación entre la naturaleza sensible y la razón moral, entre el ser y el
deber ser, se convierte en la representación sensible de una idea, o en la destrucción de la materia
mediante la forma. La obra se plantea ante todo como el producto de la vida creativa, y en este sentido
representa la máxima objetividad para los seres humanos, pero también se trata de algo subjetivo; la
obra es síntesis de lo objetivo y lo subjetivo. La obra es subjetividad viviente y vida objetivada.
5. La obra llega a ser, en un sentido eminente, juego, sobre todo porque prevalece realmente
sobre los jugadores, ya se entienda por éstos a los intérpretes (música, artes escénicas), oyentes
(música), lectores (literatura), espectadores (artes plásticas), etc. La obra es siempre más importante
que sus posibles lectores e intérpretes; es juego dramático, trágico, festivo, infantil e inocente, pero
juego al fin que nos embarca y embauca a todos.
6. Para el pensamiento especulativo la obra de arte deviene la tarea y la actividad por
excelencia y suprema, y la belleza su categoría central. Y ello porque la belleza es un regalo de la
naturaleza para aquél que sea digno de recibirlo. La definición de lo bello en Schiller la ha sabido

28
Diccionario Akal de Estética, pág. 1009.
29
Cfr. Ibídem, págs. 1006-1009.
30
Schiller: Escritos sobre estética, págs. 235-236.
expresar muy bien Hegel en su Estética: “Lo bello es la formación unitaria de lo racional y lo sensible,
entendido como lo verdaderamente real-efectivo”.
7. La belleza sigue siendo el ideal y la categoría de la reflexión pensante sobre el arte. Ella es
obra de la contemplación, y con ella penetramos en el mundo de las ideas sin abandonar el mundo
sensible. La belleza se logra mediante una actividad espontánea y permanente sin mezcla de pasividad
ni aburrimiento. La belleza es objeto de goce (Genuss) como autoconsumación, autofinalidad,
ultimidad, placer por y en lo posterior y conclusivo. Pero además, y esto no es lo menos importante, la
belleza se identifica con la libertad suprema y supone la matriz de toda libertad, en especial de la
socio-política.
8. La obra de arte romántica tiene al arte trágico como su máximo exponente, porque en él se
realiza la esencia de lo poético. El sentido del arte trágico es doble: a) La representación de la
naturaleza en su padecer; y b) La exposición de la resistencia moral frente a ese padecimiento. Así la
tragedia es el arte que eleva al individuo al límite de su grandeza moral y de su libertad.

1. 4. Una lectura de la poesía de Schiller.

Ha habido un momento en la historia de la cultura europea en el que arte y poesía han querido
ser el modo como los seres humanos se reconocen como conciencias universales, como género o como
una misma especie. A ese momento de vinculación del arte y la conciencia de género humano lo
denominamos con el nombre de romanticismo, que si bien representa una continuación y culminación
del pensamiento clásico e ilustrado, también representa una profunda inflexión respecto a los ideales
del siglo XVIII. Éste ha ensalzado a hombres y mujeres con la elevada categoría de ciudadanos, con la
dignidad de sujetos de derechos y obligaciones, y con la excelencia de seres perfectibles a partir del
componente animal de nuestra naturaleza. En los últimos años de la centuria dieciochesca y durante el
primer tercio del XIX se incuba en Europa una revolución cultural que, como reflujo y resaca de los
ideales socio-políticos, toma al ser humano como artista y como creador, como lector, intérprete,
oyente o destinatario de la obra artística. El ideal artístico, eminentemente encarnado en la figura del
poeta, pasa a un primer plano de la conciencia culta europea, y ningún pensador o creador deja de
tomar el arte como experimentum crucis de la humanidad, es decir, como el modo de mostrarla en su
plenitud y madurez.
Schiller viene a ser, hoy para nosotros, como ningún otro poeta y pensador, esa figura que
reúne todas las peculiaridades y propiedades de una gran época de la cultura europea. Su obra gira
alrededor de dos grandes líneas o proyectos, que la posteridad se encargará de realizar con mayor o
menor fortuna. Por un lado, concibe y diseña proyectivamente la noción de educación estética del
género humano, educación que sirve como mediación necesaria entre la naturaleza y la pasión, y que
supone la respuesta a una pulsión lúdica insita en nuestra naturaleza. Por otro lado, es el creador, junto
a otras figuras entre las que destaca su amigo y mentor Goethe, de un tipo de escritura poética, que
dando cuerpo a los nuevos ideales culturales, sintetiza las tendencias, corrientes y modos anteriores de
concebir la literatura de creación. En este último sentido, el clasicismo que preludia al romanticismo
no crea nada sino que reinterpreta la herencia cultural europea desde la Grecia clásica, a la vez que
incorpora el gusto por las literaturas orientales, y una nueva sensibilidad para apreciar la cultura
popular. De este modo aparece en su plenitud creadora el carácter sincrético y mestizo de la cultura
postnapoleónica que, en especial en Alemania e Inglaterra, se muestra íntimamente enraizada con los
ideales helénicos. En especial se aprecia y valora el ideal de ser humano como ciudadano de la pólis,
en la que la vida buena y justa van indisolublemente ligadas al ideal de belleza.
El ideal schilleriano de humanidad, que se muestra con claridad meridiana en su
composiciones poéticas, viene dado, en consecuencia, por una síntesis de lo viejo y lo nuevo, de lo
antiguo y lo moderno, de lo oriental y lo occidental, y, en particular, como el esfuerzo de recuperar los
ideales de la bella alma griega, de la armonía entre las pasiones y la racionalidad que se da en la
cultura clásica. Frente al nuevo modo de concebir el mundo y la verdad, propio de la sociedad
burguesa, el ideal de los griegos, visto a la nueva luz moderna, se aleja del cálculo y la exactitud, de la
norma y la medida, y prefiere la gracia y el encanto, el misterio y la plenitud, la belleza y la nobleza,
valores esenciales y propios de lo que deben de ser las experiencias cruciales de los ciudadanos de un
estado justo y bien ordenado. Como bien dice Habermas, “la competencia entre lo nuevo y lo antiguo
ofrece el punto de arranque para un autocercioramiento crítico de la modernidad”31
La gran pregunta que podemos hacernos ante los textos poéticos de Schiller es si tienen cabida
estos ideales clásicos en el despiadado e implacable mundo moderno, y cómo pueden ser leídos como
ideas rectoras de nuestras vidas. Junto a la crítica dirigida a la modernidad, en lo que tiene ésta de
predominio de lo civil y de lo mercantil, del interés y el lucro, de la actividades productivas de la vida
material, y a la cultura como lo que nos forma de modo utilitario y, de modo en exceso pragmático,
nos exilia de la naturaleza, la poética de Schiller es un proyecto, tal vez utópico, de transformación de
lo real por la vía de la de la palabra inspirada. Pero poetizar la realidad no es barnizarla con lustre
superficial, no es decorarla con un maquillaje embellecedor, no es taparla piadosamente con un velo de
perfección, sino algo bien distinto. Se trata de dar entrada, entre las actividades humanas, como la más
venturosa y excelsa, a la actividad poética, a la actividad creativa, no re-productiva, no meramente
imitativa, sino creadora de formas, fermosa por rica en formas, lúdica porque juega con nosotros, e
igualadora porque nos hace ser género y especie humanos. De ahí la dimensión ontológica, a la que
más arriba hemos hecho ilusión. La obra de arte espejea la verdad de lo real, como obra del
pensamiento y la imaginación. Lo creado por hombres y mujeres puede volver a ser poético, aspira a
poseer ese aura que han perdido los artefactos y mercancías de la sociedad fabril, puede volver a
convertirse en el simulacro de lo divino, en fin, puede tener la gracia y la dignidad que los griegos
conferían a su quehacer artístico. En definitiva, el arte alumbra, al modo de descubrimiento y
desvelamiento, un mundo que contiene una resolución y decisión sobre la naturaleza de la verdad.
Desde esta perspectiva, nuestro poeta y pensador aspira a pode re-encatar y re-mitologizar el mundo, a
renovar el sentido de lo sagrado entre la humanidad, a introducir la capacidad para lo secreto y
misterioso, que la tendencia racionalizadora de la sociedad moderna ha pretendido conculcar. No toda
la realidad es transparente y traslúcida, como lo quiere la sociedad del esfuerzo científico y fabril. No
todo puede ser trabajo productivo y embrutecimiento lucrativo en aras de un ideal irrealizable e
inalcanzable. Nuestro autor no cree que haya que derribar la sociedad burguesa, sino sólo hacer que en
ella predomine, como ideal de la humanidad, el ideal artístico, el modo artístico de manifestarse la
realidad en su valor de verdad.
Los dioses de Grecia representa, frente a unos dioses que han huido, llevándose consigo lo
bello, el intento de recuperar la palabra exánime y, con ella, el prototipo y la protoimagen de la
naturaleza divinizada, de la difícil inseparabilidad de lo divino y lo humano, y del noble ascendiente
de las criaturas humanas. Lo que los inmortales tienen de bueno y de malo se lo deben a quien los
engendró poéticamente, a la mente humana que los ideó bellos y felices en un inalcanzable más allá
olímpico. Soñar con volver a esa capacidad para inventar bellas criaturas que nos amparen es volver a
hacer poético nuestro mundo, no en un más allá etéreo, sino en el más acá de la vida realmente vivida.
Volver a la poesía es ver con ojos divinos la naturaleza, y con ojos naturales a lo divino, rescatar lo
natural de su postración como naturaleza sojuzgada y sometida, en una palabra, explotada,
revitalizándola a la vez que re-naturalizamos la vida humana.
En El ideal y la vida se introduce la imagen divina de la humanidad como una sombra que nos
acompaña, a modo de fantasma protector e inspirador, de tal manera que no puede afirmarse que los
inmortales hayan muerto o nos hayan abandonado definitivamente. Su imagen vence en la lucha que la
humanidad libra permanentemente consigo misma, pues recala en la libertad de pensamiento. El
poema termina con un canto enfebrecido a la rebeldía, que procedente de la propia naturaleza triunfa
sobre todo dolor y sufrimiento.
El poder del canto toma a éste como una llamada y una convocatoria para elevar a los
humanos a la máxima dignidad del espíritu, y para abrir la vía de acceso al divino poder de lo humano.
La canción seduce por su encanto, convence por su carácter persuasivo, y logra lo que se propone al
formularse como retorno a lo juvenil y a la inocencia que hay en cada uno de nosotros.
Para comprender La entrada del nuevo siglo sólo se requiere saber y poder retirarse al espacio
silencioso y sagrado del corazón, modelo epocal de la intimidad que quiere ponerse fuera, expresarse,
exteriorizarse en la palabra. La víscera cordial es la metáfora de la libertad que promueve el arte y, en

31
Habermas: El discurso filosófico de la modernidad, pág. 63.
este sentido, el lugar del ideal estético, ideal de belleza que florece en el canto y que invade todos los
ámbitos del vivir humano32.
Finalmente, A la alegría es el poema que, imbuido por juvenil entusiasmo y por renovado
empuje, osa plantear la alegría como el sentimiento más sublime y maravilloso de que dispone la
humanidad. Sólo un poeta como Schiller, inocente e impulsivo, optimista y cordial, podría haber
planteado la alegría como característica esencial del canto, su procedencia de lo divino como don
grato, y su capacidad de hermanar y hermosear a los humanos con un sentimiento tan ligero y limpio.
Un amigo, una mujer, un compañero, cualquier ser humano tiene sentido para compartir la alegría, en
el sentido de un toma y daca de la dadivosa naturaleza. Ésta nos abraza y nosotros la abrazamos
cuando hacemos lo propio con un semejante. En el fondo, la alegría que es amistad, se ejemplifica
como el sentimiento de un omnipotente y todopoderoso padre que nos ama y que pide que lo amemos,
trasunto de los padres de todas las mitologías y religiones habidas hasta el presente. En este poema y,
muy especialmente, en su coro, dirigido a la humanidad tomada como millones, de la que nadie se
escapa y en la que todos estamos incluidos, vemos en acción, en la primitiva forma del lenguaje
poético, esa seña de identidad de todo romanticismo, que es capaz de unir los ideales clásicos de una
humanidad reconciliada, y un medio inocente y hasta superficial como la alegría, que ahora cobra un
papel trascendente. La alegría nos reconcilia porque es esa actitud lúdica y festiva que clausura toda
alienación social, y restaña las heridas que una cultura en exceso pragmática e interesada ha infringido
a la humanidad en el período moderno y con la experiencia burguesa del mundo.

32
Habermas ha visto en Schiller “una resurrección del destruido sentido comunitario” (Ibídem, 64), en
el marco de una comprensión del arte “como encarnación genuina de una razón comunicativa” (Ibídem, 65). Por
lo demás, no es ajeno a esta aparición inaugural del Romanticismo europeo un fuerte sentido de crítica social y
política.
CAPÍTULO II

EL ESPLENDOR DE LA ESTÉTICA ROMÁNTICA.


SENTIMIENTO, FANTASÍA, HUMOR

2. 1. La herencia kantiana.

El comienzo teórico de la estética contemporánea lo encontramos en Kant en la medida en que


este autor se pregunta cuándo llamamos bella a la representación de un objeto, es decir, en qué
condiciones subjetivas es posible el juicio estético. Su respuesta no deja lugar a dudas: cuando provoca
en nosotros una vivificación o estimulación de nuestras facultades anímicas en la forma de un libre
juego entre la fantasía y el entendimiento, es decir, cuando algo nos place sin interés alguno. Este
juego no es intelectual, ni se refiere a ningún tipo de objeto ideal, sino que, por poner un ejemplo, una
simple vajilla que adorna nuestra mesa puede poner en marcha esa actividad lúdica. El objeto
privilegiado para Kant es lo bello en la naturaleza que va a suponer la extensión desde lo bello hasta lo
sublime.
El arte para Kant es la obra del genio, que parece actuar a tergo sobre la naturaleza, como si se
tratara de la acción de una capacidad inconsciente, en el sentido de que el artista desconoce cómo él
mismo realiza la belleza en la obra. De ahí que Dios sea el prototipo del artista. “Apunta (Kant) a un
Dios que no es ya un artesano sino artista, que no es inventor ingenioso, sino genio creador. Un Dios
que es norma y principio, inteligencia arquetípica, de arte y naturaleza. O que sanciona la identidad,
que el romanticismo y Schelling postularán, entre la natural genialidad artística y la artística
genialidad natural. Natura sive Deus sive intellectus (naturaleza, o dios, o la inteligencia). Naturaleza
naturante o, si quiere decirse así, naturaleza creadora. O divinidad trascendente cuya obra de arte
consiste en dejar que la naturaleza actúe según sus propias pautas creadoras, como si fuese un genio
inmanente al devenir finalístico del orden sinfónico que se despliega a través de la evolución misma de
sus especies”33.

2. 2. La poesía y la poética románticas.

La revolución romántica está presidida, ante todo, por una nueva acuñación de los términos
“poesía” y “poética”, que ahora vienen a designar la más digna, maravillosa y sentimental actividad
creadora humana. Toda criatura humana, en la medida en que crea algo, es poeta. Poesía es en
principio actividad creadora en el ámbito de la lengua que es la fantasiosa y la que nos coloca por
encima de la naturaleza. La lengua para los románticos no es sólo natural sino por encima de todo
espiritual. El lenguaje representa esa fuerza humana que duplica espiritualmente el mundo y lo hace a
medida de los seres humanos. Hablar, en este sentido, es poetizar e idealizar. Esto entraña un riesgo
evidente, que se concreta en el misticismo irracionalista en el que caen muchos de los primeros
románticos, entre ellos, F. Schlegel, Schelling, Novalis, que van a ganarse las merecidas iras de Hegel,
cuando les critica que sostengan haber hallado en la naturaleza lo absoluto y en el artista la fuerza
ciega por medio de la cual la naturaleza recrea la belleza. Esta dualidad se concreta en, de por una
parte, los teóricos primeros del romanticismo, cuyos devaneos místicos, conservadores, y alabadores
del gusto tradicional y de la sentimentalidad popular, les hace aparecer como los representantes
culturales de la reacción contrarrevolucionaria y antiprogresista frente a los ideales de la Revolución
Francesa. Por otro lado se encuentran los grandes realizadores artísticos del programa romántico, una
legión de escritores, pintores y músicos fundamentalmente, en el que la obra de arte llega a ser la
expresión de la nueva determinación de síntesis de naturaleza y espíritu, de la lucha entre el

33
Trías: “Estética y teleología en la Crítica del Juicio”; Kant después de Kant, 312.
sentimiento y la razón, entre la convención y la pasión, en fin, de la tensión entre el universalismo de
la razón y el particularismo de la naturaleza humana.

2. 3. Temas de la estética romántica.

La naturaleza, que es el tema principal, la encontramos en el arte primitivo, y especialmente


activa en la mitología. Con el romanticismo se reactiva el pensamiento del mito cobrando una nueva e
interesante actualidad. Respecto al mito y a la mitología el pensar romántico sostiene que no es que el
mito se transforme, ni ahora ni con el clasicismo grecolatino, en representación válida para las
actividades artísticas como la literatura, la pintura, la escultura o la música, etc., sino que la forma
misma del mito es de suyo artística, incluso al margen de la división que introducen las técnicas y los
géneros artísticos. Donde hay mito hay arte puro. Lo mismo podría decirse de lo sagrado, que no
existe la margen de sistemas y formas de representación artísticos del mundo. Lo importante es que el
mundo moderno carece de mitos y el romanticismo se propone darnos una nueva mitología en la que
podamos creer ante el pavoroso espectáculo de la ausencia de lo sagrado y de la finita inmanencia
mundana de la obra de los seres humanos. La mitología romántica no es especialmente creativa, y sus
mitos son de guardarropía y algo ñoños, como viejos juglares o poetas heroicos de dudosa
credibilidad.
Achin von Arnim nos plantea en el texto seleccionado para su lectura la existencia de una
realidad primigenia, algo uno y único originario, de lo que se deriva todo lo demás, y en lo que al arte
bebe como en secreto manantial. El poeta viene a ser investido de un nuevo poder mágico y místico
para devolver a la humanidad la inocencia perdida, la ingenuidad infantil, la credibilidad de lo
primitivo, y todo ello valiéndose del órganon del arte.
Los textos seleccionados de Novalis son de lo más representativo de la inicial teoría estética
romántica, si bien la formulación de la misma es, en este autor, parcial, fragmentaria y, en muchos
casos, oscura e inextricable. Temas como la búsqueda de lo incondicionado, la defensa del artista
como genio, la importancia del chiste o el humor, la diferenciación entre poesía y prosa, el intento de
romantizar el mundo, la muerte como principio romántico, etc., constituyen una muestra de esta
curiosa y extraña simbiosis que supone este fermento inicial de la estética romántica. Novalis, autor
emblemático de un texto de inigualable, extraña y original fuerza poética, Los himnos de la noche, es a
su vez un teórico mediocre, críptico, deliberadamente misterioso y escurridizo que no tiene empacho
en encabezar ideológicamente la reacción antirrevolucionaria34.
De más hondo calado es el fragmento del diario del pintor Friedrich, relativo al ojo espiritual,
que es el ojo de la pintura, ojo que no refleja únicamente el mundo exterior sino también el mundo
interior del artista. El paisaje romántico, un género artístico de considerable originalidad, viene a
representar un modo de ver la relación ser humano/naturaleza que revive una más estrecha hermandad
y conexión entre los mismos, es decir, el modo como la naturaleza deviene interiorizada por la
sensibilidad del artista. Además, se insinúa un panteísmo –todo es dios, dios está en todo–, muy
fructífero en el terreno artístico, que nos ayuda a comprender el magnifico tratamiento del paisaje
romántico, de honda repercusión en el arte de los siglos XIX y XX.
El bello texto de von Kleist es un ejemplo ilustrativo de la interconexión tan profunda entre las
artes que el romanticismo pone en práctica. Un pintor se inspira en la descripción de un paisaje de una
obra literaria y, a la inversa, un escritor compone una brillante página al contemplar, no ya con mirada
crítica, sino poniéndose él mismo dentro del cuadro, que es el modo como se tiene que contemplar el
paisaje romántico, para hallar la inmensa soledad en la que se encuentra el hombre moderno ante el
ingente espectáculo que le proporciona la naturaleza. Ahora la naturaleza no es la cómplice muda de
la técnica explotadora, ni el recatado lugar de sosiego del ser humano, ni tan siquiera el signo de la
infinita sabiduría divina. Antes bien la naturaleza es el trasunto de la propia vida en movimiento, en la
plenitud de su expresividad. El arte quiere captar y guardar el instante en que la naturaleza se torna

34
Textos como el siguiente no dejan lugar a dudas: “La cristiandad tiene que hacerse de nuevo viva y
eficaz y formarse otra vez una iglesia visible sin respetar las fronteras nacionales, que acoja en su seno a todas
las almas sedientas de lo supraterrenal y se haga gustosa mediadora entre el viejo y el nuevo mundo” (Novalis:
La cristiandad o Europa, 105).
creadora a la pupila y la paleta humana. En ese preciso instante se revela la pequeñez de la existencia
del ser humano, su imposibilidad para comprenderla racionalmente, y la necesidad epocal del arte para
renovar la relación con la naturaleza. Un mar embravecido e inatravesable, la inmensidad de un paisaje
marino o costero, una tormenta sobre el mar, son ejemplos de la inmensa/infinita potencia de la
naturaleza frente a la cual el esfuerzo y el denuedo humanos se quedan empequeñecidos. De ahí que
Kleist, ante la marina de Friedrich, piense en la muerte, en la única certeza que se nos anticipa, en la
caediza situación en que nos encontramos en el mundo, como “un centro solitario en el círculo
solitario”.
Los textos que se recogen en el ejercicio nº 4 se proponen son una pequeña muestra de la
inmensa producción romántica de los primeros años del siglo XIX, sobre la importancia del arte en la
vida humana, y la nueva manera de apreciar a aquel en el contexto de una Europa convulsionada por
las importantes consecuencias internacionales, producidas por la extensión de la revolución burguesa
desde Francia al resto del continente. Es difícil poder imaginar el confuso ambiente cultural de la
época, caracterizada por la lucha feroz entre lo viejo y lo nuevo, entre el ansia de cambio, de rebeldía y
revolución de los jóvenes, y el anhelo de conservación de las tradiciones de la vieja sociedad europea.
El romanticismo estético surge en paralelo con esa lucha entre las nuevas ideas y realidades
revolucionarias con la reacción restauradora que se produce en Europa como resistencia a las mismas.
No se nos puede escapar la circunstancia de esta fuerte radicalización política que tendrá lugar en los
primeros treinta años del siglo XIX entre los republicanos, revolucionarios radicales, y los
conservadores restauradores de la monarquía, que pretenden volver a la situación anterior a 1789.
Frente a una imagen o excesivamente conservadora o excesivamente revolucionaria del romanticismo,
en especial, del alemán, hemos de ponderar las luces y las sombras, la ambigüedad e, incluso, la
ambivalencia, del primer romanticismo europeo. No deja de ser un producto híbrido, una síntesis de
elementos heterogéneos, un explosivo cóctel que dará lugar a tendencias y movimientos de lo más
variopinto, todo ello articulado con una época de agitaciones y luchas sociales y políticas.
En este caso vemos como los primeros románticos alemanes, los hermanos August y Wilhelm
Schlegel, Achin von Arnim, Novalis, o Heinrich von Kleist, sólo pretenden romantizar el mundo
mediante la poesía. Romantizar es un grito y una consigna acorde con unos individuos que reclaman
para sí sólo el oficio de la poesía. Ésta no es un invento artificial ni un artificioso recurso literario, sino
que la poesía se halla allí donde la lengua se emplea con poder creador. La lengua es el modo como el
espíritu toma conciencia de sí y se conoce a sí mismo. Todo, en definitiva, esta mediado por el
lenguaje, que es, para los románticos, el instrumento de expresión artística de la interioridad del ser
humano. La poesía como género literario se deriva de lo poético que contiene el lenguaje, que crea la
poesía casi inconscientemente. Hay poesía en el balbuceo del niño, en la rima del escolar, en la
canción popular, en el mito, la mística y la profecía, es decir, ahí donde el hombre emplea el lenguaje
creativamente. Romantizar es llevar lo poético fuera de su lugar tradicional e impregnar al conjunto de
la sociedad con hábitos y costumbres de poetas.
Por esto, como veíamos en Goethe, el romanticismo consagra el gusto por lo oriental, que
representa lo sencillo e ingenuo, lo natural e incontaminado, lo puro y espontáneo, en una palabra, la
poesía en estado esencial. Del mismo modo incoa una búsqueda de una realidad secreta, una realidad
primordial y primigenia, de la que todo brota y parte, y de la que se derivan todas las imágenes de las
cosas y de los objetos artísticos. Cuando más cerca está de ese origen común, de esa desconocida raíz
común, la expresión humana es más poética, y más se aproxima a una veracidad que no tiene parangón
con la verdad de la ciencia. De tal manera que el arte para los románticos es retorno al origen y vuelta
a un estado pretérito de la humanidad.
Los textos recogidos de Novalis representan una de las más altas expresiones de la creatividad
románticas. En un estilo aforístico, voluntariamente oscuro y enigmático, quiso aproximarse a un saber
que concentrara la esencia de lo poético. Poesía es la única verdad, que todo lo penetra y anima, que
encontramos en la naturaleza y en todas partes, porque es la sabiduría que inspira todo proceso
creador. Poético es la síntesis de lugares, de presencias y ausencias, y de tiempos, el pasado con el
futuro en el éxtasis del presente. La poesía, como suprema verdad, caracteriza al genio en su facilidad
para inventar objetos y hacerlos pasar por más reales que los reales. La genialidad es también ese
poder que todo lo disuelve y corroe, y cuya quintaesencia la tenemos en el chiste (Witz), que cancela la
seriedad de la vida y la aparente objetividad de los objetos y sujetos. Lo humorístico representa una
inflexión en la vida seria, una puesta entre paréntesis de todo afán y preocupación humanos, y la
introducción de un destello de imaginación y ocurrencia en el mundo prosaico. La disolución que lleva
a cabo el humor irónico, la parodia de lo real anticipa que la fugacidad y caducidad del presente son la
antesala del porvenir, que es lo que verdaderamente importa. Continuamente los poetas románticos se
proponen diluir la gravedad de la vida corriente y común, la prosa mundana que nos obliga a ser
pragmáticos y utilitarios, para poder sumergirnos en la verdad de la poesía-poema, como el fulgor y el
resplandor que altera lo diario, que transforma lo cotidiano. El humor es, en definitiva, una chispa de
imaginación llevada sobre la vida cotidiana para hacerla más llevadera.
La poesía en su acepción romántica no es tanto el género literario que conocemos como tal
cuanto la presentación y exposición de la interioridad humana, mediante el recurso expresivo de las
palabras, en un medio comunitario e intersubjetivo, una manifestación, en el orden de los fenómenos,
de la energía que cada cual lleva dentro. En este sentido, la poesía es el modo como lo particular,
incluso lo individual, refleja el conjunto de la realidad o lo general o universal, de tal modo que se da
una perfecta armonía entre la parte y el todo. El romanticismo resucita el viejo individualismo burgués
de las garras de las tendencias socializadoras y colectivistas supuestas en el período revolucionario.
Esto quiere decir que, en conjunto, es un intento de rescatar al individuo del marasmo de relaciones
sociales de carácter anónimo en el que se halla inmerso. Para eso es necesario resucitar la furia de la
desaparición, la venganza de lo que está condenado a desaparecer por su caducidad. Novalis es el
poeta de la muerte como principio supremo del romanticismo. Muerte del individuo, muerte de sujeto
como máscara y actor, y muerte de la vida apocada y miserable de los seres humanos que no tienen
una causa poética. La muerte romántica viene a ser un fortalecimiento de la vida soñada, inventada y
recreada por el arte. Es la muerte del héroe que vivo no sirve para nada, mientras que muerto consagra
el ideal por el que ha luchado; pero también es la muerte del burgués, del triunfante miembro de la
sociedad civil a manos del poeta visionario, del enamorado febril que todo lo arrasa con su
desbordante imaginación. Es, en resumen, la muerte imaginada de lo viejo y caduco para que pueda
surgir lo nuevo.
Finalmente una breve mención al ojo del espíritu y a la interrelación de las artes, para
enmarcar someramente los textos de Friedrich y de Von Kleist. El pintor nos habla del ojo espiritual
como el que ve la realidad interiorizada, reflejada en la noche de la subjetividad creadora. El ojo del
espíritu no es el del cuerpo, sino su inversión, el que consigue matizar y artistizar la realidad extra-
artística; es el ojo que pinta como mira y mira como pinta. Pinta la realidad como proceso, la realidad
en movimiento, que describe el mismo estado anímico que el artista. Realidad y ánimo del artista son
figuras en conflicto, entre lo que son y lo que pueden llegar a ser mediante el recurso a lo artístico.
Dios o el artista supremo se encuentran en todo, es presencia absoluta en todo lo creado con su
imaginación.
Por último es interesante reparar que, desde el romanticismo, se evidencia la interrelación de
las artes con una nitidez antes nunca entrevista. La literatura es la prolongación por otros medios,
como lo demuestra el escrito de Von Kleist, de la pintura. En numerosas ocasiones, ésta pinta lo
descrito por un escritor, de tal manera que parece ganar adeptos la tesis que el artista parte de un
estado de ánimo único, de una intuición intelectual, que luego plasma según sus capacidades y
talentos. Las distintas artes se convierten en acicates y estímulos para una creatividad que se plasma en
una superación y desbordamiento de las fronteras entre los géneros artísticos. Poesía y prosa, literatura
y pintura, música y reflexión, se enlazan e interponen unas en el lugar de las otras, y unas junto a las
otras en la obra del mismo artista.

2. 4. Goethe y la estética literaria

“Porque la vida es el amor,


y la vida de la vida espíritu”35.

Nada como la poesía de Johann W. Goethe (1749-1832) para apreciar la grandeza y el secreto
de la creatividad, con la que se inicia el arte romántico y, por ende, el arte contemporáneo. No existe
una escritura que sea, al mismo tiempo, creación novedosa, forma antes nunca percibida, novedad

35
Goethe: Elegías romanas, Werke, Hamburger Ausgabe, II, pág. 75; Obras completas, I, pág. XXX.
imaginativa, y lectura, comentario, recreación y puesta al día de una tradición milenaria y
multicultural. El Diván de Occidente y Oriente (DOO) contiene, en buena medida, el secreto del gran
arte goetheano, la paradoja de imitar unos modelos, los poetas persas de los siglos X y XI, y superarlos
en la forma y en la expresión de los sentimientos humanos. Todo arte se revela así como un intento,
logrado o malogrado, de traer a nuestro presente lo ya sido y hasta pasado o anticuado, para que
ilumine nuestro presente, la añoranza de un mundo perdido pero ganado por la poesía, los recuerdos de
lo que ya no es pero que necesitamos evocarlo y que siga siendo por obra de la letra impresa. Goethe
no añora el tiempo pasado como aquel tiempo perfecto, al que le gustaría retornar para ser feliz, sino
que considera que su evocación es la grandeza, la belleza y la vida buena de nuestro presente. Oriente
no es sólo un lugar y un tiempo para el casi imposible retorno a lo que no es ni puede ser, es decir el
amor en la madurez de la vida, sino también una inspiración para la buena vida actual en el Occidente
moderno.
El Oriente de Goethe es puro porque nos ayuda a recuperar lo que parece perdido, lo que un
proceso civilizatorio unilateral parece condenar al olvido. Desde los colores de sedas y tejidos, los
olores de las especias o el café, las fragancias del almizcle y el sándalo, la frescura de los oasis, en fin
todo, en el Oriente, imaginado desde un Occidente grosero y bárbaro, es un rito de sensaciones, de
sensualidad y de placer imaginario. Si somos capaces de situar en ese marco el amor, éste volverá a ser
el poder emotivo que resume y centra nuestra vida. Aún hoy, para nosotros, un simple zoco magrebí
nos evoca y provoca todo aquello que una vez fue la sustancia vivencial de nuestra vida, que hoy
parecer permanecer en vengativo olvido, pero que es objeto de goce sensual. De todos los preciados
bienes que el Oriente del DOO nos ha legado, hay uno supremo y por encima del resto: el poder de la
palabra como instrumento erótico. Para Goethe la palabra, a la que llama verbo, esto es, palabra
creadora y creativa, epifanía divina, es el más preciado tesoro y legado de la tradición que nos viene
del oriente próximo mediante, fundamentalmente, la influencia del Islam. De ahí que el romanticismo
valore y enaltezca la tradición oral, la cultura popular, y todo lo que considera primitivo, original y
pretérito, como fuente y secreto de su inspiración en materia amorosa. La palabra en Oriente es no un
mero recurso comunicativo sino un placer ligado a los sentidos, al arte de la persuasión, la fascinación
y la seducción. Desde este punto de vista, el clasicismo romántico goetheano no es sino una vuelta a
las fuentes de inspiración arcanas, a las tradiciones ágrafas, a las sabidurías populares, a los mitos y
sagas que hunden sus raíces en el pueblo analfabeto. El propio Goethe confiesa en 1820, en una carta
al compositor berlinés Karl Friedrich Zelter, la profunda afinidad que epocalmente le unía a la cultura
oriental: “Esta religión, esta mitología y estas costumbre mahometanas dan pie a una poesía como
conviene a mis años. Resultado incondicional de la inexplicable voluntad de Dios, serena visión de
conjunto de lo mutable, eterno retorno del impulso circular o espiral de la tierra, amor, inclinación,
flotando entre dos mundos, purificando todo lo real, disolviéndose simbólicamente”36. Por lo demás el
romanticismo europeo en su conjunto puede verse también como la elaboración culta y de una
redescubierta tradición popular en materia artística, a la vez que una huída en el espacio y el tiempo, a
la búsqueda de un paraíso terrenal en el que la felicidad se da junto a la creatividad.
Estos versos del Diwan rezuman el aroma de la Arcadia y los pastores ideales, utopía y
ucronía, huida de la civilización y refugio en ninguna parte. ¿Para qué o para quién? Para el poeta, que
vive una especie de exilio interior, de hundimiento creativo y espiritual, que tiende a refugiarse en
paraísos artificiales, y que nos presenta el contraste entre la dura vida del ser humano en la sociedad
burguesa con la idílica del oficio de poeta. En definitiva, estos versos reiteran la pregunta crucial sobre
el oficio y la función poética. Esa es, como venimos viendo, otra característica romántica muy
acusada: el arte se cuestiona a sí mismo y cuestiona el oficio de artista, al mismo tiempo que lo postula
como ideal para la humanidad. Aclarar el oficio de poeta se convierte en Goethe en ocupación
primordial, porque es el modo como se puede ofrecer a los humanos un testimonio de pureza e
integridad. El poeta y el oficio poético se revelan como una suerte de ignorancia y desvarío, pues los
poetas no saben lo que dicen, no tienen palabra ni cumplen lo pactado, profieren sonidos cuyo sentido
no es claro ni nítido; son, en definitiva, unos locos con apariencia de cordura, unos nigromantes con

36
Apud M. Maldonado: “Poesía y poética de Goethe”, en Encuentros con Goethe, pág. 135. El texto
merece, siquiera un pequeño comentario. Nuestro autor, con 71 años, se ha vuelto a enamorar después de
quedarse viudo, en este caso de la atractiva Marianne von Willemer, lo que provoca en el poeta un impulso
profundamente revitalizador.
aspecto de inspirados, unos demonios con halo de santidad. Y en medio del extra-vio poético, el yo
goethiano que se retira a la pureza primigenia del Oriente disfruta del amor, la bebida y las canciones,
que representan una nueva juventud para el anciano escritor.
La imitación del estilo y de los temas de los poeta del clasicismo iraní quiere servir no sólo
para reencontrar al poeta y al ser humano mismo perdido, sino también para postular un arte sencillo y
popular, un arte al alcance de cualquiera. La grandeza del arte goetheano tiene que ver con la
pretensión de encontrar de nuevo a la humanidad tras la herencia de la poesía primitiva, pero una
humanidad que contrasta poderosamente con la que conocemos hoy. El arte se configura así como la
crítica ingenua y sentimental, quizá sin proponérselo, de lo presente y actual, del mundo grotesco y
falsamente pleno que se nos dispensa, por contraste con el mundo del pasado, con el mundo de un
imaginario Oriente, en el que situamos ficticiamente nuestras raíces.
La lira, la canción, el verso, la composición poética se ofrecen ahora como los mejores
consejeros para la criatura humana, desolada y perdida en nuestro actual proceso civilizatorio. El diván
es el dulce y mullido asiento, en el que, entre almohadones, nos encontramos con lo más digno de ser
amado. Pero, en un sentido más originario, también es el supremo consejo de una sabiduría antigua
que a menudo solemos despreciar, pero que contiene algo de lo intemporal que nos llega mediante el
conocimiento de la cultura oriental. Por lo demás, el diván literario es una colección de poesías con las
que Goethe inaugura una tradición que llega hasta nosotros (pensemos en el Diván del Tamarit de
Lorca) en el que poesía y pensamiento, amorosamente ayuntados, se ofrecen al lector como lectura
para los descarriados, para los perdidos que no saben donde encontrarse a sí mismos, para el errabundo
perdido en su propio tiempo al que el arte propone un espacio y un tiempo que propician la felicidad.
El supremo consejo que proporciona la poesía es una llamada a la meditación. Quien aspire a ser sabio
que no se afane noche y día en la sabiduría mundana, utilitaria y pragmática, sino que aplique sus
oídos para aprender a escuchar otra sabiduría más profunda y restringida, más seria e inútil, menos
productiva y necesaria, pero más profunda e indispensable para vivir. La sabiduría propuesta por el
DOO es la sabiduría poética, una nueva forma de habitar la tierra por parte de los humanos, que no
mide ni calcula, sino que medita serenamente las posibilidades de una existencia más auténtica y
adecuada a este pasajero peregrinar de la criatura humana por la tierra.

2. 5. Enrique de Ofterdingen, un prototipo de literatura romántica.

La vida humana hace crisis en la época y el arte románticos. Desde finales del siglo XVIII, el
estremecimiento de la vida social y política europea, la profunda conmoción a que se somete la
sociedad occidental, y la crisis de creencias, ideas y valores, van a precipitar en ese orbe único y
original que es la cultura del romanticismo. Esa vida y su trasunto literario añoran los viejos héroes,
las sagas y mitologías de la Antigüedad, y la tradición legendaria en la que la virtud, el valor y la
fidelidad inspiraban las acciones humanas. Este carácter bifronte del pasado, cuya efectiva realidad
histórica se envuelve con el velo de la tiniebla, para así manipularlo mejor, cuya veracidad es más que
dudosa, y cuya autenticidad deja mucho que desear, se conjuga a la perfección con el hecho de
transmitirse por vía literaria, y con el uso que la incipiente institución escolar, ya con un creciente
componente laico, hace de esa tradición literaria para el aprendizaje de la lectura. Lo que se da a leer a
los futuros ciudadanos que empiezan por ir a la escuela, son las vidas de héroes y heroínas que dan un
valor fuera de lo común a la palabra. Así, por ejemplo, muchos hemos aprendido a leer creyendo que
nuestra realidad como pueblo estaba indisolublemente unida a personajes como el Cid, D. Pelayo o el
conde don Julián.
Enrique de Ofterdingen es un personaje epocal, que se incardina en una tradición, la de los
poetas y juglares medievales, la del guerrero que defiende la fe, y la del enamorado cortés que todo lo
supedita para lograr el amor de su dama, pero no podemos olvidar que se trata de un personaje de
comienzos del siglo XIX. El marco conceptual es simple, pero tal vez el personaje tenga una
complejidad paralela a la vida y los sentimientos de los europeos del momento. Enrique es poeta y
luchador, quiere educarse en las armas y las letras, quiere sobrepujar a sus semejantes en lo más digno
que se conoce, la milicia y la sabiduría poética. ¿Para qué? Por propia dignidad y por amor a la mujer.
Quiere sobreponerse a sus coetáneos en dos ámbitos bien definidos: en la guerra para demostrar su
virtud combativa, valerosa y de arrojo, en definitiva, su virtud caballeresca; en la poesía para
demostrar su excelencia en el amor. Del Enrique ha dicho Hegel que se trata de “un renovado y
temerario intento de presentar (darszustellen) la poesía mediante la vida, la idea de una historia
mística, de un desgarramiento del velo que mantiene, sobre esta tierra, a lo finito en torno a lo infinito,
de una aparición de la divinidad sobre la tierra, de un verdadero mito que se forma aquí en el espíritu
de un hombre singular”37. Esta extraña mezcolanza, propia de la sensibilidad romántica, reúne la
historia con la mística, lo infinito con lo finito, y la necesidad de exponer el mito como el espíritu de
un individuo.
Guerrero y poeta, Enrique pretende volver a levantar un orden (tal vez medieval o
medievalizante) ya pasado, caduco, periclitado, cuanto menos, inactual e intempestivo. ¿Con qué fin?
Para mostrar que la época que le ha tocado vivir, mundo de trazas, artificios y engaños, es una época
enemiga de la poesía y, en consecuencia, de los seres virtuosos. Los tiempos modernos, “malos
tiempos para la lírica”, se presentan como esa fortaleza que aloja al perverso maquinador e intrigante
villano, que no es otro que un curso del mundo que ha desterrado del corazón humano todo
sentimiento noble. Pero, que los tiempos que corren no sean poéticos, no justifica las pretensiones
restauradoras del viejo orden feudal, que el propio Novalis propone en otros lugares de su obra.
El viejo poeta y padre de Matilde, la enamorada de Enrique, el noble rey Klinsohr, representa,
en su elevada condición de padre de adopción y sabio, el mejor consejero para la inepcia del joven
poeta enamorado. La sabiduría de la edad, que con este personaje se reivindica y enaltece, tiene mucho
que ver con la necesidad de legitimación de los regímenes políticos basados en la autoridad de la
tradición. Se trata de un anciano bondadoso y cordial, justo y amante de sus vasallos, padre
providencial y previsor, que aconseja para el bien de sus súbditos. Su consejo no deja lugar a dudas: le
pide al inexperto jovenzuelo que luche por la poesía, que luche con armas de filo y fuego si es preciso,
por la más noble causa que imaginar se puede: el triunfo de la poesía y la poetización del mundo. El
énfasis que el texto pone en la defensa de lo poético por todos los medios, nos pone en la pista de un
sentido aristocrático, de rancia nobleza y arcaico abolengo, que ahora se reivindica en época que
podemos considerar como de “malos tiempos para la lírica”.
La guerra brinda, como obra poética, la ocasión para que contienda la poesía contra la fuerza
del interés y el lucro, lo ideal contra los más bajos impulsos. La vida resulta ser contienda de lo bajo,
abyecto y vil contra lo elevado noble y excelso. Además, la guerra renueva la vida, y consigue que
triunfe la verdad, de manera que se convierte en guerra justa porque un ideal de vida superior se
impone sobre una vida decadente. El acontecimiento bélico pertenece a lo terrible y pavoroso, pues de
la guerra nacerán, según Novalis, nuevos continentes y razas. Se trata en definitiva de una guerra de
religión. Cabe entonces preguntarse: ¿por qué la guerra de religión es la verdadera? Porque la religión,
y en este caso el cristianismo, representa a Europa, y constituye el eje vertebrador de la civilización y
la cultura occidental como las triunfantes de otras culturas inferiores.
La historia de la cristiandad es la historia mitopoética de Europa, la historia de los reyes-
héroes cristianos (Rolland, el Cid, el rey Arturo) como prototipos y modelos del poeta. La narración de
Novalis quiere erigir un nuevo sentido al héroe novelesco como caballero poeta, como el fiel vasallo a
su rey, a su religión y a su dama, como el honrado servidor de una causa justa, como el individuo
capaz de sacrificar hasta su propia vida si la empresa lo requiere.
El segundo fragmento de los recogidos más abajo, plantea una concepción del amor
romántico, derivado de la concepción misma de la poesía, que compendia todos los tópicos del más
rancio y trasnochado lenguaje sentimental, mezcla de fervor religioso, de identificación parental, de
concepción virginal y reaccionaria de la mujer, en fin, de una tópica que quiere ser un modelo
conservador y tradicional para la convulsa Europa de la época. El modelo platónico-cristiano del amor
se ha degradado tanto, ha sufrido una vulgarización tan grosera en Novalis, que hoy lo leemos como
esa sentimentalidad hueca de la que queremos huir al cualquier precio.
Estas figuras, como Enrique de Ofterdingen, que pueblan el universo literario del primer
romanticismo, son contradictorias hasta la raíz, pues significan una crítica franca y abierta a los
peligros de la modernidad burguesa y capitalista, al impulso racionalizador y progresista que pretende
abolir la sociedad feudal, y su cúmulo de privilegios, prebendas y enfeudamientos. Crítica a una

37
Hegel: “Solgers nachgelassene Schriften und Briefwechsel” [“Escritos y correspondencia escogidos
de Solger], en Berliner Schriften, Werke, 11, pág. 215.
modernidad que asume su faz de plebeyismo, de rebelión contra la vieja aristocracia de sangre y
blasón, de denuncia de los viejos ideales estamentales y de los derechos dinásticos. Como un índice de
esa crítica antiburguesa y feudalizante, trufada de ideas conservadoras cuando no reaccionarias, de
intentos de restaurar el viejo orden prerrevolucionario, y de volver a los rancios ideales cristianos,
podemos leer el texto de Novalis, que no es una novela en sentido clásico sino una síntesis entre
narración y defensa de unas determinadas tesis, un relato para aprender la nueva virtud caballeresca
que los tiempos requieren.
CAPÍTULO III

LA ESTÉTICA IDEALISTA: HEGEL Y SCHELLING.


DOS VERSIONES DEL CONCEPTO DE ROMANTICISMO

3. 1. La noción de lo romántico en la estética de Hegel.

Hegel dedicó una buena parte de su actividad docente, al menos desde 1919 hasta 1931
aproximadamente, a impartir lecciones sobre estética. A falta de una edición crítica, los antiguos
apuntes de los cursos impartidos en la Universidad de Berlín se han traducido al español como
Lecciones sobre estética. Lo que en esta breve presentación nos interesa por encima de todo es la
noción de lo romántico en este autor, más allá de lo que puede ser su reflexión sobre el período, el
estilo, o los autores llamados románticos. Pues aquí tenemos una auténtica noción especulativa de lo
romántico como la forma del arte que ha llegado a su cima, como la expresión de la forma por así
decirlo definitiva del modo como concebir el arte. Para Hegel el romanticismo es la forma suprema de
lo artístico, y todo arte debe ser romántico o no será arte, pues no hay un más allá de lo romántico. De
tal modo que al plantearnos la noción especulativa de lo romántico nos planteamos si el arte puede
seguir llamándose como tal después de la experiencia romántica.
Lo primero que llama la atención es la determinación del arte como forma, y lo romántico
como forma artística. Se puede entender por forma la presentación a los sentidos de un contenido
ideal, de manera que hay tres formas fundamentales de arte, la simbólica, en la que el artista trata de
dar forma espiritual a la materia natural sin conseguirlo, la clásica, en la que el contenido espiritual
está limitado por una forma corpórea y externa, y la romántica, en la que la relación del contenido
espiritual se adecua a la forma artística. Lo que distingue a la última, que también lo es en el tiempo,
de las anteriores, es el contenido que la forma romántica presenta/representa ante nuestros ojos y
oídos. El contenido del arte romántico es la interioridad humana que encuentra su adecuada expresión
en esa forma externa a nosotros mismos que es la palabra. El sujeto/artista y el sujeto/lector se unifican
con la obra, y aunque persiste la limitación del carácter representativo, sin embargo forma y contenido
han llegado a la reconciliación o suprema unificación.
Lo romántico presenta ahora la característica distintiva de no necesitar el simbolismo natural,
ni la bella corporalidad, sino sólo la palabra, en este caso la palabra poética, que debemos entender
aquí como el más auténtico y verdadero sistema de exteriorización de la subjetividad del artista.
Cuando éste no precisa el recurso a lo exterior o sensible en general, la piedra, el sonido, el color, etc.,
para expresarse, ha encontrado en la lengua el sistema más perfecto para hacer externo lo interno. Sólo
la obra artística de naturaleza lingüística devuelve al espíritu su dimensión más profunda y verdadera.
Hegel insiste una y otra vez que el verdadero contenido de lo romántico es la interioridad, que ahora es
absoluta en su realización porque, en primer lugar es autónoma y libre, y, en segundo, no necesita
apoyatura sensible-corporal. Lo absoluto que es espíritu se presenta y representa en el elemento de la
lengua, que si bien es sensible porque se percibe como sonido y se lee y contempla como grafía, sin
embargo supone un complejo sistema de signos, referencias, significados y sentidos, aptos todos ellos
para determinar lo absoluto mismo aquí y ahora, para hacerlo sensible. En este momento partimos de
lo absoluto como presente, y el arte tiene que representarlo y exponerlo a los sentidos. Antes el artista
buscaba, casi inconscientemente, lo absoluto y el espíritu en la naturaleza, en la inorgánica y la
orgánica, en la piedra, el animal y el cuerpo humano.
Lo romántico se lee también como la exteriorización de lo divino que está presente en la
criatura humana, la conciencia espiritual de dios en el sujeto que habla, se expresa y se considera a sí
mismo ser humano universal. La inicial determinación de lo romántico la representa la vida de Cristo,
que supone, leída en los términos en que nos la ha trasmitido la Biblia, la primera creación de la
fantasía humana que tiene por finalidad la reconciliación de dios y el hombre. Cristo ha sido una
figura artística, novelesca, en especial para la conciencia cristiana, que lo ve como el primer héroe. La
muerte de dios, en la figura del Cristo crucificado en el Gólgota, supone en segundo término, el
nacimiento de una comunidad espiritual, en la que renace una forma superior de vida reconciliada con
lo divino. Lo espiritual se representa ahora por el arte de manera que lo cristiano es la universalización
de los avatares, aventuras y desventuras humanas. En tercer lugar la comunidad cristiana en el espíritu
da paso a la individualidad que se sabe cierta de sí misma, como individualidad universal determinada.
En este momento decisivo, el individuo hace del arte la expresión de su soberanía que se realiza en
tareas, afanes, proyectos, satisfacciones e insatisfacciones, logros y malogros puramente mundanos.
Este triple pasaje supone una serie de realidades artísticas que Hegel entiende como:
- La desdivinización de la naturaleza. Ésta llega a ser el escenario de fines y empresas
mundanas, sin que en ellas se manifieste lo divino. El individuo toma el mundo y sus afanes en
términos del lenguaje de sus fábulas, de sus gestas. Pero también el arte narra el sometimiento de la
individualidad a instancias superiores a su libre albedrío. Las instancias colectivas, que añaden
elementos de coacción y obligatoriedad, se insertan en la vida del singular, que queda delimitado
como un querer subjetivo que debe encontrar su forma universal.
- El ser humano representa el destino de una revelación religiosa que lo hace una criatura
singular que tiene el privilegio de una conciencia universal de la verdad, como realidad absoluta y,
además, determinada espacio-temporalmente.
- Lo romántico del arte pretende reconciliar la criatura humana con su dimensión divina, para
que la dimensión contingente y finita de su acción quede dotada de sentido, de un sentido universal y
necesario que no obtiene sino a la luz de la revelación.
En definitiva lo romántico concibe la insatisfacción del hombre con el mundo que vive y al
que transforma prácticamente. Lo externo es lo permanentemente insatisfactorio, frente a lo que el
individuo se retrae a la interioridad, al terreno interno del ánimo y el sentimiento. Este contenido de lo
romántico, la esfera sentimental y emotiva, para tratar de superar por esa vía subjetiva, lo que no es
posible por la pesantez y gravedad de la realidad efectiva. En definitiva, lo romántico para Hegel es el
concepto de una imposibilidad, de una limitación, de una posición de derrota y fracaso del
pensamiento, acompañado de un refugio en el fuero interno de la llamada “alma bella”, que se
consuma en formas de hipocondría, de melancolía, como la nostálgica tuberculosis, que al fin y a la
postre en una forma de consunción de la individualidad misma. La intimidad se reconcilia consigo
misma, desde la retirada al fuero interno ante el fracaso de la transformación “revolucionaria” del
mundo efectivo.
La forma propia de lo romántico resulta ser de este modo la lírica. Este rasgo que resulta
elemental a la vez que fundamental, termina siendo el espíritu exhalado por el alma mórbida del
artista, en un postrero gesto extenuante, una exudación que recubre de aroma espiritual un mundo
canalla y exánime. Romántico, por ejemplo, es el caballero de la triste figura, que se aventura por los
caminos y campos de la Mancha castellana, dispuesto a defender las causas perdidas “airado contra el
vicio y enamorado de la virtud”38. Alonso Quijano se ve obligado a echarse al monte porque el curso
del mundo requiere decisiones valerosas. “Mas agora, ya triunfa la pereza de la diligencia, la ociosidad
del trabajo, el vicio de la virtud, la arrogancia de la valentía y la teórica de la práctica de las armas, que
sólo vivieron y resplandecieron en las edades del oro y en los andantes caballeros”39. Su destino no es
otro que esperar paciente y estoicamente que la virtud perseguida aquí y acullá, sea derrotada por la
canalla que es la imagen humana de “todo este mundo es máquinas y trazas, contrarias unas de
otras”40. Ante todo este dispositivo diabólico nuestro caballero exclama con resignación: “Yo no
puedo más”41. Esta si es la más honda lírica que, a juicio de Hegel, han producido las letras hispanas, y
el ejemplo más preclaro de la caballerosidad romántica. El caballero romántico es honrado, fiel y tiene
un alto concepto del honor y del amor a su dama.

38
Cervantes: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, XLVIII, 590.
39
Ibídem, Segunda Parte, I, 661-662.
40
Ibídem, XXIX, 922.
41
Idem.
3. 2. Un ejemplo de la estética hegeliana: la interpretación de la música

Como hemos visto en el apartado anterior, para ciertos autores, centrales en el destino del arte
y la estética europeos, como Goethe o Hegel, la noción de lo romántico va más allá de los efluvios más
o menos inspirados de la primera generación romántica, y se extiende especialmente a todo el arte
cristiano de la modernidad, pero entendiendo éste último de una manera muy peculiar. Un arte en el
que lo humano pasa a ser el centro de atención y referencia de toda creación. En consonancia con sus
postulados teóricos, esta generación, más consecuente según quien esto escribe, proporcionan una
manera de entender el arte europeo, que implica integrarlo en el presente como una manifestación del
espíritu que no solo causó efectos en su época sino que los sigue causando en el presente. Esa
permanente actualidad de la obra, esa posibilidad de nuevas y renovadas re-lecturas, ese mensaje
abierto para cualquier lector, en cualquier época, esa permanente actualidad de lo bello, es también un
rasgo esencial del gran romanticismo europeo. Por lo demás el arte romántico no es demasiado
innovador en la forma, sino que sólo pretende llevar a la perfección los lenguajes artísticos que se han
configurado con el Renacimiento, el Barroco y el Neoclasicismo.
La centralidad de la música para la estética moderna tiene que ver con su carácter de
inasequibilidad a un «significado» al margen del propio hecho sonoro. La música no significa algo que
podamos transcribir en otro medio de expresión distinto al sonido. El secreto de la música no se
desvela en un acto puro de reflexión, su magia sonora no es accesible a otro lenguaje que desde fuera
quisiera imponer su ley y guardar celosamente el secreto de lo que la música quiere decir. Por esto el
hecho sonoro, la música como arte, destituye de su sólida posición de privilegio tanto al autor, como al
ejecutante, y al oyente. Los tres comparten el secreto y ninguno lo tiene en exclusiva.
Al oyente de la música que ahora se llama romántica, desde Palestrina (siglo XVI) hasta
Rossini (siglo XIX), se le exige una actitud acorde con el sentido genérico de la música para el ser
humano. El oyente debe tratar de oír la música presuponiendo que, como expresión de una interioridad
formada y expresiva, ella se dirige a nuestro estado de ánimo musical, un estado interno previo al
lenguaje articulado y al pensamiento racional, de modo que toda la técnica del compositor, el
virtuosismo del interprete, y la atención del oyente tienen en común un estado interior para el que el
sonido armónico es el medio natural de goce y satisfacción de sí mismo. Lo que llamamos el estilo
romántico de música no es otra cosa que la magistral elaboración de esa música interna en forma de
composiciones sometidas a un proceso de elaboración formal muy riguroso y depurado.
Al margen de las denominaciones propias de la historiografía de la música, según la cual sólo
de Rossini (de entre los relacionados) se podría afirmar que se trata de un autor denominado o
encasillado como romántico, nuestro concepto del fenómeno musical se puede ampliar para descubrir
que romántico es una forma de oír, de interpretar, de sentir, de pensar la música. Partimos de definirla
como el arte que lleva a comunicar lo interno. Y lo comunica directamente, no permanece intacto en
la memoria, sino que fluye en su comunicabilidad. El oído no es como la vista, que parece dejar al
objeto subsistir como tal, sino que al percibir el sonido éste se anula y desvanece. La ausencia de
objetividad fija convierte a la música en la comunicación entre subjetividades o, si se quiere, de
psiquismo a psiquismo. De manera que podemos decir que si en el psiquismo se dan representaciones
y afectos o sentimientos, la música se refiere por entero a esta segunda esfera, la del sentimiento que
busca sim-patizar con otro semejante. La música es el sonido de los sentimientos en procura de resonar
y hallar eco en otra esfera sentimental bien dispuesta a la escucha. Cuando Hegel dice que las
interjecciones son el punto de partida de la música42 ha situado a ésta en la dimensión del dolor que se
exuda, del sentimiento profundo que encuentra su expresión y, a la vez, su lenitivo o su forma de
empatía en el medio que suena y resuena. De tal modo que esta aproximación teórica se engarza
perfectamente con la función social de la música, y del arte en general, en la época llamada del
bonapartismo. Es el gran arte popular, la manifestación de la gran cultura de la época, la manera cómo
la burguesía se concibe a sí misma como la clase que puede armonizar y articular todos los intereses
sociales, dejando a la libre iniciativa individual, el sentido de la trayectoria humana en esta tierra. Pero
el individuo, que como oyente ideal se siente formando parte de una comunidad ideal, la que por otra

42
Cfr. Werke, Theorie Werkausgabe, 15, 151; Estética, 655.
parte forma los oyentes de todo espectáculo musical, también sabe que la realidad extra-artística
presenta su aspecto más duro e inhumano e impermeable a todo buen deseo de concordia.

3. 3. La estética del clasicismo musical

El clasicismo musical, inmejorablemente representado por Ludwig van Beethoven (1770-


1827), ha sido el intento más notable y fructífero habido en toda la historia del arte occidental, de crear
un estilo musical que conecte con y llegue a la humanidad en su conjunto. El desafío consistía, como
en toda época que se reclama clásica, en componer una música que plazca universalmente, que sea
oída con deleite por todo ser humano, y que pueda ser objeto de gozo por toda persona que la cultive,
comprenda y ame. El gusto clásico, al que el autor de Bonn contribuye decisivamente, supone conocer
muy bien toda la armonía que, como sabemos, es la técnica de combinar notas vertical y
simultáneamente con la finalidad de crear acordes. Nuestro autor, que pasa por ser el compositor que
ha desarrollado, en número y alcance expresivo mayores, las formas musicales (trío, cuarteto, sonata,
concierto, sinfonía, etc.), basa toda su originalidad en un sentido peculiar, que todos los tratadistas
consideran dramático, de la armonía, con el recurso constante a usar modulaciones no relacionadas
inmediatamente con la tonalidad principal o tónica. Ese especial dramatismo de la música
beethoveniana tiene que ver con su intento de poner en la notación musical los procesos anímicos del
sujeto romántico y, en especial, los conflictos sentimentales y amorosos.
Sea como fuere el sentido técnico del clasicismo beethoveniano, lo que parece claro es que la
perfección lograda por este autor ha servido de modelo para el llamado gusto clásico, como aquel
estilo que place de tal manera que es reconocido universalmente no tan sólo como la cima de un
período o estilo, sino como el modelo a imitar, lo que debe ser aprendido por todo músico profesional,
sea instrumentista, director o profesor de conservatorio, en una palabra lo más digno del legado de la
música occidental y, por lo tanto, lo que debe ser conservado como tesoro y herencia de nuestra
cultura. El modo como nos llega a nosotros el clasicismo de compositores como Beethoven pone de
relieve dos cosas, que la música llamada culta tiene en él a su modelo, y que a costa de repetirlo e
incluirlo en los repertorios nos puede resultar monótono su estilo. Sin embargo, el que se deja
interpelar por estas composiciones encuentra una cantidad tan enorme de matices, de momentos de
intensidad emocional, de situaciones personales perfectamente descritas por la música, que no tiene
por menos que rendirse a la evidencia de que se trata de un momento cumbre de la historia de la
expresión artística por medio del sonido.
Para nosotros, lo más importante es reparar en el hecho de que el clasicismo que representa
Beethoven no es solo una cuestión académica sino de gusto y preferencia de los que escuchan música
culta. Diríamos que nuestro autor ha sabido encontrar una forma de composición para lograr el
objetivo de la música, la expresión de nuestro estado de ánimo mediante los sonidos armónicos. En
este sentido estas obras nos retratan a nosotros mismos, en una pluralidad de estados anímicos, que
van desde la tensión y la irritabilidad, pasando por las distintas emociones, hasta llegar a los grados
más elevados de elevación espiritual. En una palabra, Beethoven supo hacer hablar al sujeto humano
mediante la música, y ese lenguaje aún no se ha superado, o no se ha encontrado otro más universal.
También se puede decir que, a partir de él cada clase social (arte clasista) o cada pueblo (arte
nacionalista) han intentado romper esa koiné que supuso esta forma de clasicismo musical.
Pero, ¿de qué sentimientos hablamos?, ¿qué tipo de subjetividad pone en obra la música
clásica en este momento?, ¿se puede hablar de universalidad del lenguaje musical? Las respuestas a
estos interrogantes son las que tienen que guiar nuestra audición y la posterior interpretación. Ante
todo hay que decir que el sujeto de la música romántica, es un sujeto en conflicto, en profunda y honda
tensión emocional, según la cual todo estado emocional es un equilibrio inestable entre dos tendencias
opuestas y contradictorias que solicitan al individuo para vencerlo. El maestro de Bonn es un ejemplo
él mismo de vida atormentada, de vida en conflicto entre su arte y su incursión social como artista. De
ahí los constantes cambios emocionales que quiere describir Beethoven, como si toda la vida afectiva
humana fuese un proceso en el que se van sucediendo la alegría y la tristeza, la euforia y la melancolía,
la tranquilidad y el arrebato, la excitación y la apatía, el dolor y el bienestar, etc. Todo en el interior
del ser humano parece estar en lucha, en disputa entre los requerimientos del exterior, que van desde
los apacibles estímulos de la naturaleza hasta la fuerza irresistible del amor, y las aspiraciones del
individuo de corresponder y ponerse en consonancia con las demandas externas y sus propias
expectativas y proyectos. El ser humano burgués aspira a ser toda realidad, a tener el mundo como su
mundo, a imponer al curso del mundo la ley del corazón. Pero la realidad externa es dura y correosa,
contradice la ley cordial y quiere imponer su férrea concepción del orden mundano.
El intenso dramatismo de la música del clasicismo tiene que ver con una concepción de la vida
humana, que subyace al hecho sonoro mismo, como una larga lucha para que el individuo llegue a ser
sí mismo, persona en su integridad, humano en el más amplio y grande sentido de la palabra. La
música quiere introducir en la vida de los seres humanos un sentido de lujo y excelencia, un modo de
vivir refinado y suntuoso, un disfrute elevado y espiritual, a la vez que aspira a objetivar el proceso
vital mismo, definido en términos de hallar en la intimidad el fuero y la fuente de toda creatividad y de
todo placer vital que se toma como sensorial y sensual. La música del clasicismo es el lenguaje de la
intimidad que quiere erigirse en fuente y origen de toda verdad humana.

3. 4. Romanticismo y tradición musical

Como hemos visto en el punto anterior, el romanticismo no puede ser comprendido sin
sintonizar con su especial sensibilidad para la música. Epocalmente la música es la diversión y el
entretenimiento no sólo de la antigua nobleza sino también de las nuevas clases burguesas ascendentes
en Europa. Esto quiere decir que el fenómeno musical es una manifestación esencial para la estética
romántica, y que ésta se crea a partir de una concepción del papel central que la música desempeña en
la vida de los seres humanos.
Para los románticos el arte es manifestación externa y sensible de la interioridad humana,
intimidad que consigue mediante él comunicarse y extenderse a cualquier otro sujeto representado
como interioridad. El profundo sentido de la obra de arte, su aspecto de narración dramática en el que
se resuelve la vida humana interior no obsta para que, en lo fundamental, el fenómeno sonoro diga
relación con la parte sensitiva y sensual de nuestra alma, y su función básica sea producir placer
mediante el equilibrio entre los sonidos y nuestro “estado de ánimo musical”. Esta última noción, la de
estado de ánimo musical, que se debe a Schiller, apunta a un entendimiento del sonido rítmico y
armónico, anterior a todo lenguaje articulado, de manera que el psiquismo y, en definitiva, nuestro
conocer y trato con las cosas tiene un estrato, anterior al que resulta de disponer de un lenguaje
articulado, nivel mental que tiene que ver con la percepción del sonido, y que permite la expresión de
los estados más primitivos y, en consecuencia, más cargados de emotividad. El sonido musical es el
medio de que se vale la esfera sentimental para comunicarse sin palabras, aunque las palabras tengan
la capacidad no sólo de referirse a los sonidos, sino de darles un sentido del que carecen de suyo.
Sentado el principio que el romanticismo, como toda concepción del arte en la que prime la
sentimentalidad humana, privilegia los modos primigenios y originales de comunicación del temple
anímico cargado de afectividad, se entiende que haya concebido la música como el protoarte, como la
manifestación artística primaria de la cual se derivan las demás por ampliación y complicación de sus
lenguajes. En este sentido la música es como un modo natural y espontáneo de expresión del
sentimiento. A partir de ese carácter básico de la experiencia musical ligada a la audición de sonidos
armónicos, tenemos que entender que la predisposición humana a ser receptores del sonido causa unos
efectos terapéuticos sobre las alteraciones anímicas. Lo que se llama música como terapia, en el doble
registro del interprete y del oyente, la descubrieron los románticos al ver como la relevancia y
trascendencia que tenía la gran valoración del canto en la liturgia reformada, de lo que constituye un
magnifico ejemplo la cantata de Bach reseñada más abajo. El que los reformadores religiosos
protestantes hubieran concebido la música como parte inseparable de la liturgia, suponía concebir la
vida religiosa en su vertiente de gracia divina y de reconciliación de lo divino con lo humano. No
obstante, la música ya había entrado de pleno derecho en las iglesias cristianas y, por cierto, con gran
esplendor, como lo demuestra la obra de Palestrina, que dramatiza la pasión de Cristo para que el
pueblo la pueda concebir como un acontecimiento del corazón, es decir, de modo cordial y no severo.
Con Händel la orquestación barroca convierte la música que se toca en los templos en música
profana, en el sentido de buscar las armonías que mejor templan el ánimo del oyente, en
acontecimiento sonoro para el divertimento, aunque sea en los templos. Las arias y coros del Mesías
son una buena prueba de ello, y el romanticismo empezó a ver que una pieza musical puede ser
romántica, a pesar de no pertenecer al mundo contemporáneo, con tal de representar la elevación
dramática del ánimo del oyente y de producir en éste un a modo de consuelo y reconciliación, un
lenitivo para el ánimo. Los románticos redescubren a los compositores barrocos, como aquellos que
han conseguido una forma y una fórmula para obtener la perfección, primero de la voz humana, el
instrumento por excelencia, y, después, del resto de los instrumentos, comenzando por los de cuerda,
cuyo temple sintoniza con el alma solitaria. Sea cual sea el tema musical el efecto es templar el ánimo,
descargar las tensiones y lograr un equilibrio anímico que sólo el sonido armónico es capaz de
producir.
Otro ejemplo de esta teoría romántica sobre la música lo tenemos en las obras de Pergolesi, en
la que apreciamos un notable paralelismo entre una pieza “religiosa” como el Stabat Mater y otra
profana como La serva padrona. En ellas la perfección formal y la viveza de la composición dan lugar
a unos sonidos peculiares, pegadizos y muy cantables. La tradición operística, como ópera bufa o
seria, introduce un notable componente divertido y gozoso, de manera que lo que llamamos música
culta o de culto, que viene a ser lo mismo, se transforma en fenómeno musical de masas que gustan de
oír aquello que más agrada. En esta línea podemos oír también las operas de Glück, de Mozart o de
Rossini, que marca con estilos bien diferentes, una transición entre la música encogida y sujeta a
cánones del siglo XVIII, y la libertad romántica característica de Rossini, que inspira el belcantismo,
es decir, someter toda la obra a la ejecución de una serie de piezas, normalmente arias, de las que se
encargaban las ya por entonces famosas sopranos, que imponían su timbre a la hora de la composición.
Una opera de Rossini se convierte no solo en un acto social, del que gustaba mucho, por ejemplo, el
filósofo Hegel, sino en una especie de recital de canciones, unidas por un tenue hilo argumental, para
lucimiento y admiración de tenores y sopranos.

3. 5. La estética de Friedrich Wilhelm Joseph Schelling (1775-1854).

La herencia filosófica que recibe Schelling, filósofo alemán de la llamada corriente idealista,
pero que tendrá mucha influencia en el materialismo contemporáneo, de Kant y Fichte está
constituida por la aspiración, no a buscar los principios de la arquitectura del mundo exterior, sino a
descubrir las formas y funciones de un yo libre, que se reconoce fundamentalmente en los modos
como produce y crea un mundo nuevo a partir del viejo. La época en la que vive se interesa más por
cómo los seres humanos hacen uso de su libertad radical, primordial producto, según la lectura del
pensamiento alemán, de la revolución burguesa, en la ideación de nuevas formas de sensibilidad
creadora (por ejemplo, la música de Beethoven), de nuevas creaciones literarias (Goethe o Schiller), o
de cómo entender la historia y tradición cultural de los pueblos antiguos (Winckelman, Humboldt,
etc.), que por el conocimiento científico y positivo de la naturaleza. El propio Schelling hace una
lectura a modo de resumen, quizá injusto, de la filosofía kantiana, y la reduce al postulado de un dios
moral, que él rechaza abiertamente. “La idea de un dios moral43 no posee, en forma alguna, carácter
estético. Pero, aún digo más, ni siquiera tiene carácter filosófico: no sólo no contiene nada sublime,
sino que no contiene nada en absoluto; tan vacía está como cualquier otra representación
antropomórfica”44. Los pensadores del primer romanticismo no buscan la coherencia racional por
encima de todo, sino una verdad que les sirva a los humanos en su interior, una verdad vecina al
sentimiento. Un dios que me garantiza que obro moralmente en el seno de una sociedad corrupta y
canalla es un consuelo escaso e insuficiente, pero un concepto al fin y a la postre.
La posición teórica de Schelling arranca de la sobrevaloración de la intuición intelectual que
es el órgano encargado en las criaturas humanas de unir lo desunido, lo contrapuesto, como el espíritu
y la naturaleza, el cuerpo y el alma, en una palabra todas las escisiones que torturan el alma romántica.
¿Qué mejor ejemplo que la obra de arte para ver realizado el correlato existente de la intuición
intelectual, que sería el modo de superar esas contraposiciones? En el arte se unifica, redime y

43
Rechazado todo conocimiento racional de dios, Kant lo salva como postulado de la razón práctica a la
hora de garantizar el orden moral del mundo. El hombre no sería moral si no postulara la idea de dios, la libertad
del hombre, y la idea de mundo.
44
Schelling: Cartas sobre dogmatismo y criticismo (1795), pág. 7. Nótese que la fecha de las Cartas
coincide con las programáticas Cartas sobre la educación estética del hombre, de Schiller.
reconcilia todo aquello que la acción humana sobre la naturaleza, y las querellas de la propia
humanidad ha ido degradando y rebajando en su dignidad. El hombre ha perdido con su acción la
unidad con todo el universo que ahora se trata de recuperar. De ahí que para este autor el arte sea el
órganon, el prototipo, el modelo y el método para el pensamiento en su conjunto. “El arte es lo
supremo para el filósofo, porque, por así decirlo, le abre el santuario donde arde en una única llama, en
eterna y originaria unificación, lo que está separado en la naturaleza y en la historia y que ha de
escaparse eternamente en la vida y en el actuar así como en el pensar. La visión que el filósofo se hace
artificialmente de la naturaleza es para el arte la originaria y natural. Lo que llamamos naturaleza es un
poema que yace encerrado en maravillosos caracteres secretos. Pero si se pudiera desvelar el enigma,
reconoceríamos en él la odisea del espíritu que, engañado maravillosamente, huye de sí mismo
mientras se busca”45. Si nos fijamos en estas palabras deduciremos que la obra artística representa la
síntesis de un elemento natural (sonido, color y dibujo, lenguaje natural, material plástica, etc.) con el
más elevado poder del espíritu de animar el elemento natural. De tal manera que entre el elemento
natural del arte, su materia, y la forma artística se da un paralelismo como si fueran las dos caras de
una misma realidad, o dos atributos de la misma sustancia (Spinoza). De ahí que al sistema filosófico
de este autor se le llame filosofía de la identidad. Identidad entre espíritu, arte en este caso, y
naturaleza como modelo a imitar (Vorbild) y fuente primordial (Urquell) del mismo. No se trata de
que el arte imite a la naturaleza, sino que halle en ésta su modelo para corporalizar ante los ojos
humanos su poder creador. Tomando como ejemplo el arte plástico de los griegos, que hicieron surgir
de la naturaleza verdaderos dioses, la misión del artista es contribuir, a pesar y en contra de su
subjetividad, a producir y engendrar una naturaleza idealizada y sublime por encima de la realidad
efectiva. El arte es, de este modo, naturaleza viva y creadora.
Considerada desde su perspectiva más innovadora el análisis schelliniano de la obra de arte
ofrece la peculiaridad de introducir una conceptografía comprensible para nosotros. La reconciliación
del universo consigo mismo, que la obra de arte gana, supone el momento culminante de la existencia
humana, y se produce por una suerte de síntesis entre lo consciente y lo inconsciente. En la actividad
artística tiene que darse la unión de la conciencia del artista con una fuerza inconsciente (buwusstlose
Kraft). El saber de la naturaleza equivale a una ciencia sin conciencia; el arte y el artista son su modo
de expresión. En todo proceso creativo, asegura Schelling, el artista comienza creyendo que crea
libremente, que la materia plástica es permeable y traslúcida a su deseo, que tiene una libertad
incondicionada para crear. Cree poder hacer lo que se propone, o que el lenguaje y la técnica con los
que trabaja no le ofrecen resistencia. Pero a medida que la creación progresa, la materia va
imponiendo su propia ley, le va diciendo o dictando al artista lo que éste puede y debe expresar, hasta
tal punto que se invierten los papeles: el artista termina siendo el instrumento o medio del que se vale
la naturaleza para conseguir su modo de expresión más adecuado. “El carácter fundamental de la obra
es, pues, una infinitud no consciente (síntesis de naturaleza y libertad). El artista parece haber
representado instintivamente en su obra, aparte de lo que ha puesto en ella con evidente intención, algo
así como una infinitud que ningún entendimiento finito es capaz de desarrollar enteramente”46. Este
componente que se hace presente según va desapareciendo el autor es lo no consciente, tomado como
el verdadero productor de efectos estéticos. Pero lo curioso es que los llamados efectos estéticos se
identifican con la infinidad de intenciones que alientan en la obra, y que dan lugar a una
“interpretación infinita”47. Muchos de esos efectos no se deben al artista sino que se hallan
depositados en la obra al margen de la intención del artista. “De la misma manera que toda la creación
es obra de la más elevada exteriorización, así el artista debe, ante todo, renegar de sí mismo, descender
a las singularidades, no escatimar su aislamiento solitario, ni el dolor, incluso el sufrimiento de la
forma. Desde sus primeras obras la naturaleza está plenamente caracterizada; la fuerza del fuego y el
resplandor de la luz se encierran en el duro pedernal, el alma armoniosa del sonido en el denso metal;
incluso en el umbral de la vida y sintiendo ya la firma orgánica, se hunde de nuevo desde la fuerza de
la forma en la fosilización”48

45
Schelling: Sistema del idealismo trascendental (1800), 425. Apunto sólo la sugerente definición del
artista: el que huye de sí mismo mientras se busca.
46
Ibídem 417.
47
Ibídem 417.
48
Schelling: Werke, Dritter Band, pág. 400; La relación de las artes figurativas con la naturaleza, pág.
A partir de las anteriores consideraciones aparece la categoría de lo sublime, que en la estética
de Schelling juega un destacado papel. Para Kant el sentimiento de lo sublime no se encuentra en el
objeto contemplado sino en el sujeto, en la emoción provocada en el sujeto humano ante un objeto que
desborda su capacidad de representar, concebir o imaginar; de ahí que para éste filósofo haya que
buscar la sublimidad en las maravillas o prodigios de la naturaleza. Para Schelling lo sublime en el arte
no llega a suprimir la contradicción entre el sujeto y la obra, pues ésta tiene algo de inabordable, de
incompresible para el lector o el espectador en general. De ahí que lo sublime, como momento de
desbordamiento del espectador por la obra se constituya en el escalón previo de la belleza, que de este
modo llega a ser la característica esencial de la obra de arte. “Lo infinito expresado de modo finito es
la belleza. Por tanto, el carácter fundamental de toda obra de arte... es la belleza, y sin belleza no hay
obra de arte”49. Mientras en lo sublime predomina el elemento no consciente, lo esencial de la belleza
es el equilibrio sintético entre lo consciente y lo no consciente, la solución de un conflicto íntimo
humano y de la naturaleza. Además, el arte, la belleza y su disfrute, se convierten en la mejor
condición para elevarse a un punto de vista científico sobre la naturaleza y la sociedad, especialmente
porque de este modo los hombres y mujeres aprenden a controlar, sopesar y tener en cuenta que en
toda obra humana hay siempre un componente no controlado, una parte de la acción que no podemos
atribuirnos, sino que hay que atribuirla a la responsabilidad de un elemento carente de conciencia, que
constantemente se escapa, aunque tratamos de interpretarlo. “En toda producción, incluso en la más
común y cotidiana, actúa junto con la actividad consciente otra no consciente; pero sólo un producir
cuya condición era una oposición infinita de ambas actividades es estético y posible sólo gracias al
genio”50. La estética del genio continúa, en este autor, la reflexión griega sobre el artista como el ser
poseído por la divinidad como creador inconsciente de la belleza contenida en el arte.
No sería comprensible del todo el sistema de Schelling sin una importante referencia al origen
concreto de la contradicción antes aludida, que de alguna manera viene a restañar y resolver el arte.
Esa escisión es producto de nuestra reflexión sobre el primer acto de conciencia. El pensamiento
reflexivo la introduce para distinguir lo objetivo de lo subjetivo, la naturaleza y el espíritu, y demás
dualidades artificiosas. De tal modo que el arte viene a cerrar esa cicatriz reflexiva, y a sumergirnos en
ese todo indeterminado, primario y original, que podemos suponer que subyace a todo pensar y a todo
actuar reflexivos. Por eso el arte es objeto de una intuición absoluta que no distingue lo subjetivo de lo
objetivo. La actividad racional se centra en la labor de distinguir y desdoblar al ser humano y a sus
actividades en parejas de opuestos y contrarios. El pensamiento en general es una actividad de
desdoblar lo que primitivamente está unido. El arte nace, en todo momento, estimulado por las trágicas
consecuencias de este desdoblamiento, y su esfuerzo consiste, desde el primer momento, en suprimir
el desdoblamiento y la escisión en los que la naturaleza humana está sumida por el hecho mismo del
conocimiento. La facultad poética es la que consigue retrotraernos a esa unidad originaria, a esa
intuición de lo indistinguible. Esa facultad poética está compuesta fundamentalmente por la
imaginación que viene a ser una especie de tendencia a recuperar lo que se ha perdido por la actividad
reflexiva del conocimiento científico. El mundo real surge de la misma oposición de la que surge
también el mundo del arte, pero mientas el primero es pensado de modo particular, singular y discreto,
el arte lo piensa mediante la categoría de totalidad, es decir, el arte nos presenta objetos en un contexto
de totalidad, de copertenencia al resto de lo real, formando parte de su infinitud. La obra de arte
aparece cuando se suprime el muro invisible que separa el mundo real del ideal. Con el arte tenemos la
oportunidad de retrotraernos al punto de partida, que es la absoluta armonía entre lo subjetivo y lo
objetivo, captada mediante una intuición intelectual que no distingue en la obra el sujeto del objeto, la
materia de la forma, el espíritu de la naturaleza.

47. El texto merece un comentario siquiera somero. El arte como creación es un poner lo interior en lo exterior,
ya sea de la naturaleza o del espíritu o de ambos. El artista debe ponerse al servicio de ese poder creador que
detecta en la naturaleza y sacrificarse dolorosamente a sí mismo. ¿Cómo se pone al servicio de la naturaleza?
Aprendiendo de ella los fenómenos expresivos de naturaleza artística, la luz, el color, el sonido, etc. Hasta tal
punto la naturaleza crea, que nos ha dejado a los primitivos organismos extinguidos en forma de fósiles. Éstos,
muy apreciados a principios del siglo XIX, se han considerado como un ejemplo visible del poder creador de la
naturaleza en uso de los materiales pétreos.
49
Schelling: Sistema del idealismotrascendental, pág. 418.
50
Ibídem 422.
Cuando Schelling se ve obligado a presentar un ejemplo de producción humana que represente
ese retorno de la ciencia a la poesía, el filósofo de Suabia no lo duda y contesta que la mitología. De
acuerdo con esto reclama para el arte de su tiempo la tarea de crear, de producir imaginativamente, una
nueva mitología que recupere artísticamente la integridad humana. Esta vuelta al océano en el que han
surgido todos los saberes, que es la poesía, tiene una serie de connotaciones religiosas que merece la
pena considerar brevemente. Lo mitológico es el paso necesario para popularizar de nuevo las
creencias religiosas que la crítica ilustrada había socavado y relativizado. Tras esta concepción
estética, que hace de la mitología el modo de exhibición de las nuevas divinidades, se encubre una
concepción religiosa del mundo, si bien no cristiana, ni siquiera monoteísta, pero sí con iglesia y
sacerdotes que serían los artistas. Así se consigue acercar la religión al pueblo, pues éste sólo puede
entender y amar lo que se le presenta bajo el ropaje de lo extraordinario y fascinante. La formación
artística, el paso de la incultura y rudeza a la formación y educación sólo es posible a través de la
familiaridad con el arte, especialmente con la literatura, que es la única capaz de presentar a los ojos de
todos los seres humanos lo absoluto e incondicionado, que en determinados momentos el pensador
llama los dioses. La mitología es la presentación de estos dioses como criaturas vivientes, para el
deleite, embeleso, fascinación y educación del pueblo. Éste necesita volver a creer en dioses, héroes,
criaturas fantásticas, en productos de la imaginación y demás seres ideales, sin los que la humanidad
no es capaz de hacer algo grande y a la altura de su dignidad.
Por último, y en conexión con el tema de la mitología demandada para el mundo moderno,
tenemos la categoría de la gracia. Como traducción de la Járis griega, la Caris mujer de Vulcano, el
término alemán Anmut, no es sólo gracia como donaire, gentileza o salero, sino que también incluye el
atractivo y el encanto. Para Schelling la gracia realizada es uno de los indicativos de que la obra ha
llegado a la perfección desde el punto de vista de la naturaleza. La gracia es el alma del cuerpo de la
obra artística; es más, en la obra entran en consonancia cuerpo y alma por medio de la gracia, que es la
más acabada y perfecta divinización de la naturaleza. De aquí la concepción schelliniana del alma, que
no es principio de individuación sino lo que les hace elevarse sobre la mismidad, lo que hace al ser
humano capaz de sacrificarse, de amar desinteresadamente, de contemplar lo sublime como la esencia
de las cosas y, en definitiva, lo que otorga el sentido al arte. El alma, en el arte, deja de ocuparse de la
materia, deja de tener trato con ella, y pasa a ocuparse del espíritu, que es la vida misma de las cosas51.

3. 6. El idealismo y la estética del paisaje romántico

No es del todo cierto que el romanticismo no haya tenido eco ni incidencia en todas las artes.
Se suele poner el caso de la escultura como paradigmático de que no hay escultura romántica pero,
cómo puede entenderse la obra de Rodin, por poner un sólo ejemplo, sin la revolución expresiva que
supuso el romanticismo. Sucede que no podemos ver el romanticismo como movimiento que se ajuste
completamente a un período de tiempo, sino que más bien se extiende hasta nuestro siglo, por ejemplo,
con arquitectos como Adolf Loos. Lo que parece evidente es que, en el género pictórico, los paisajistas
románticos crean un estilo cuyas repercusiones no se han dejado de notar hasta el presente. Ellas se
encuentran en la raíz del impresionismo, del expresionismo, del surrealismo y de la pintura abstracta.
Retomando de algún modo la estética barroca, y acusando de frialdad emocional al neoclasicismo
ilustrado, cuyas reglas y normas no trasmiten emoción alguna, los románticos tienen una concepción
dramática, e incluso trágica, de la pintura (véase Goya, Turner, Friedrich, Gericault, David, Delacroix,
etc.). En el caso de los paisajistas, aquí tomados como ejemplo significativo, tienden a interpretar la
naturaleza como animada por profunda inquietud, inestabilidad, y desorden, como le ocurre a la propia
humanidad. El paisaje está vivo en el sentido de que la naturaleza se nos ofrece cambiante y dinámica,
y proporciona al hombre un modelo para entenderse a sí mismo y a la sociedad, como si se tratara de
un proceso variable y continuamente renovado.
Con anterioridad al paisajismo romántico, parece como si los ilustrados hubieran idealizado a
su manera el paisaje. En consonancia con su ideal geométrico, del cálculo y la medida, el ilustrado
busca una tierra cuadriculada, un campo vallado, un terreno provisto de grandes e importantes huellas

51
Cfr. Schelling: Werke, Dritter Band, pág. 408; La relación de las artes figurativas con la naturaleza,
pág. 58.
de la hacendosidad e industriosidad humana, en definitiva, un paisaje con historia. Frente a este afán
de roturar y mensurar el agro, la pintura romántica se esfuerza en devolvernos una relación primigenia
y cosmogónica con la naturaleza; ama lo confuso e indeterminado, prefiere la naturaleza inhóspita y
salvaje que el cómodo espacio de la campiña cultivada. El pintor se encarama en las rocas montañosas,
se pierde en las playas en las que ruge el mar, se engolfa con tormentas, brumas y cielos neblinosos,
para devolvernos una experiencia panteísta, un én kai pán que contrarreste el terrible efecto civilizador
de lo humano sobre su entorno natural.
La reflexión de Carus, por poner el caso de un artista que medita lúcidamente sobre su práctica
artística, está influida por la obra de Friedrich que era el primer pintor verdaderamente dotado que
conoció, y el que más influye en su pintura. La práctica de la pintura tenía para Carus un interés
terapéutico, como ejercicio destinado al placer del ánimo y la distracción del espíritu. En la literatura
de la época romántica, por ejemplo en Goethe, Jean Paul, Tieck y otros, nos encontramos extensas y
detalladas descripciones entusiastas de paisajes, a los que Kant considera sublimes porque el ánimo del
espectador se ve elevado con ellos por encima de sus facultades ordinarias de conocimiento y juicio.
De estos motivos literarios van a salir frecuentemente temas pictóricos, como, a la inversa, de la
contemplación de cuadros salen magnificas e inspiradas caracterizaciones literarias. Ante el paisaje
romántico tenemos la impresión de que la naturaleza desborda nuestra capacidad de concebirla, que
ningún saber positivo puede abarcarla. Acorde con esta idea tenemos la de dotar a la naturaleza de una
capacidad expresiva. La naturaleza habla y el arte imita (¡ojo!, no copia) esa expresividad, la prolonga
en el lenguaje articulado. Lo divino pasa a ser lo natural, y la naturaleza está penetrada por un cierto
hálito místico y religioso, por un toque de misterio y de desconocimiento. Ha dejado de ser el
tranquilo reino de las leyes inmutables, para llegar a ser más bien lo contrario, un escenario en el que
se disputan el protagonismo, de modo antagónico y feroz los distintos elementos y fuerzas en
conflicto. Según Constable la pintura deja de pertenecer a las bellas artes: “La pintura es una ciencia y
debería practicarse como una investigación de las leyes de la naturaleza. ¿Porqué, pues, no puede
considerarse a la pintura de paisaje como una rama de la filosofía de la naturaleza, de la cual las
pinturas no son más que experimentos?” Carus, por su parte, plantea una acción teórica previa al
hecho creativo. “Al conocimiento particular de los hechos de la naturaleza y la clasificación y
explicación de sus datos aislados [debe] preceder una penetración teórica formada por una relación
más general, que es experiencia contemplativa de la unidad de la naturaleza. Esa condición apunta a
que se dé una unidad entre la percepción sensible y la comprensión teórica”. “Por eso Carus habla de
un ideal de visión: «El ojo libre, espiritual, que contempla en relación con la unidad, junto a la
observación fiel, sencilla, ordenada»”. El mismo Alexander von Humboldt abre el cuarto libro de sus
inestimables Cuadros de la naturaleza, de 1808, con la invitación siguiente: “Cuando el hombre
interroga a la naturaleza con su penetrante curiosidad, o mide en su imaginación los vastos espacios de
la creación orgánica, de cuantas emociones experimenta, es la más poderosa y profunda el sentimiento
que le inspira la plenitud de la vida esparcida universalmente. En todas partes y hasta cerca de los
helados polos, resuena el aire con el canto de las aves y el zumbido de los insectos. Respira la vida, no
sólo en las capas inferiores del aire donde flotan densos vapores, sino en las regiones serenas y
etéreas”.

3. 7. El paisajismo romántico

Cuando tratamos de comprender el enorme impacto del romanticismo europeo del primer
tercio del siglo XIX, no se puede dejar de tomar en consideración la importancia del género pictórico,
pues se trata de la más importante manifestación plástica de la época. Ni la escultura, ni la arquitectura
parecen haber abandonado el canon clasicista, y solamente la nueva apreciación del gusto barroco,
denostado en el XVIII, hace que se recreen edificios neobarrocos o que se recupere el gusto decorativo
barroco sobre la base del neoclasicismo.
El caso de la pintura es bien diferente. Es justo corroborar que, sobre el modelo racionalista de
la pintura del paisaje, en el propio siglo XVIII se había producido una evolución expresiva hacia un
mayor realismo y vivacidad de la pintura, como en el caso del pintor francés de origen flamenco
Watteau, y en otros clásicos de los siglos XVII y XVIII, cuyos paisajes muestran que el frío canon
clasicista no suponía creatividad ni emoción algunas. Se imponía modificarlo de acuerdo con el gusto
burgués y con su funcionalidad como elemento decorativo de los salones. En este sentido puede
decirse que la pintura romántica del paisaje entronca con obras como la de Ruysdael, cuyos brumosos
paisajes septentrionales desafían la capacidad contempladora del espectador de la pintura como
género, que no quiere sobresaltos ni estridencias.
La primera generación de los paisajistas románticos va mucho más allá de los paisajistas
precedentes, en el sentido de cargar las tintas en el aspecto psicológico del paisaje, convirtiendo a éste
en un retrato de un yo atormentado y del todo influido por la naturaleza. El artista ante la naturaleza
parece imbuido de un sentimiento metafísico de copertenencia a ella, de tal modo que la naturaleza
termina siendo vista por el celebre ojo del espíritu que, como dice Friedrich, es el ojo que se abre
cuando somos capaces de cerrar los de la cara. De esta manera el color, las líneas, el dibujo pierden sus
límites definidos, y el todo lo penetra todo, de modo que el espectador tiene ante sí una especie de
jeroglífico pintado con colores borrosos, con trazos simples y con una conjunción enigmática de
dibujo y color. Al espectador le asalta una extraña sensación de pertenencia al cuadro y, a su través, a
la naturaleza pintada, a la que se asoma como a través de una ventana a la que estuviera asomado. La
naturaleza aparece como un poder generador de realidad, como la madre que naturaliza todo lo visible.
Como dice Ritter en su magnífico artículo sobre el paisaje, citado en la bibliografía, la pintura
romántica del paisaje nos trae a la presencia la vieja noción griega de theoría como contemplación de
la totalidad de lo visible, de tal manera que convertir la naturaleza en paisaje es producto de una visión
teorética. El peculiar cielo romántico, ejemplificado magistralmente por Turner, representa un kósmos
apenas surgido del káos primigenio, una visión de la totalidad que exhibe la capacidad generadora y
creadora de la phýsis. Lejos del cielo protector el cielo romántico se representa como dador de lo
bueno y lo malo, de la gracia y la desgracia. El paisaje romántico quiere ser toda la naturaleza como
génnesis de todo lo visible, como la instancia que dicta al artista cómo ha de pintar el cuadro. La
copertenencia de cielo y tierra, como si cada uno fuese reflejo plástico del otro, constituye la secreta
aspiración del ser humano romántico que ha perdido para siempre su estar incurso en la naturaleza. El
exilio de la naturaleza aparece reflejado en los intentos como el excursionismo, la andanza, y la actual
tendencia a redescubrir la naturaleza salvaje. A la forzosidad de nuestro desprendimiento de lo natural,
se corresponde la utopía de la representación pictórica de lo perdido, de lo enajenado en las frías leyes
de la ciencia fisico-natural. La naturaleza externa y extraña de las leyes científicas es sustituida por la
intimidad y la gracia de la naturaleza representada en el fuero interno como abrazo y arrullo de la
criatura humana.
El paisajismo romántico, incluso las manifestaciones tardías como la de un Ruiz de la Peña,
tienen como objeto paisajes de un marcado carácter septentrional, brumosos, en plena tormenta, o
azotados por las inclemencias del tiempo. La huella humana, incluso la presencia de figuras humanas,
es mínima, o está minimizada frente al cielo, el sol, la tierra, los ríos o el mar. Los elementos naturales,
siempre en movimiento no alumbran un hábitat cómodo y tranquilo, adecuado al pacifico habitar
humano, sino que apenas iluminan, o lo hacen borrosamente, un horizonte agitado y convulso, que
tiene más que ver con el estado anímico del artista y el espectador, que con la realidad misma. Ésta
aparece in statu nascendi o in fieri, como si asistiéramos a un caos protogénico, a un caos deviniendo
cosmos, a la primitiva agregación de la materia para llegar a ser un todo ordenado y estructurado, a la
lucha de los elementos naturales para lograr conformarse de modo estable.
El espectador reproduce la soledad y la desolación del artista ante una naturaleza a la que
quiere pertenecer por medio de su arte, y la de una intimidad agitada y acosada por enfebrecidas
pasiones. El pintor confía en la naturaleza, y a ella se entrega, pero cuando se encierra en la soledad de
su estudio, le asalta la desolación del naufrago en la sociedad burguesa, en la que no se puede integrar
fácilmente. Cree pertenecer a la naturaleza, estar penetrado de un sentimiento de íntima copertenencia,
pero la sociedad le obliga a renunciar a ella. Esta pintura es como un soplo de aire fresco y limpio que
penetra en la representación plástica con el propósito de atestiguar la copertenencia del arte a la
naturaleza y de ésta al arte, pero reservándole a ella el papel protagonista y activo. En cualquier caso,
se trata de una naturaleza salvaje, no domesticada, que no se deja atrapar por el entendimiento
analítico, que quiere ser espíritu en la forma de ánimo atormentado, de ánimo agitado con los pinceles
en la mano. El paisajismo romántico es materia artizada o arte naturalizado.
Toda actitud romántica ante la naturaleza es, digamos, consecuentemente idealista, en el
sentido de querer imponer a la realidad su concepto, porque lo real es insuficiente o deficitario. En este
sentido, se trata de imponer un concepto pictórico (de tal modo que se podría hablar de la primera
pintura conceptual europea), cuya virtualidad consiste en sobreponer al espectador respecto a la mera
realidad perceptual. Quiere decirle al espectador que lo real esta construido por el mismo a partir de
las sensaciones. El pintor quiere “imponer” a la realidad concreta y pragmática, carente de toda poesía,
su visión personal que, a modo de ensueño, la desfigura e idealiza porque la eleva y la redime por
encima de las impresiones sensibles. El cuadro explora las posibilidades que una visión libre y
creadora de la naturaleza aporta a la capacidad alusiva y poética del ser humano. El espectador se ve
obligado a abandonar el viejo lenguaje de la mímesis representadora, propio del academicismo
normativo, para ingresar, no tanto en la subjetividad atormentada del artista, en sus deseos y anhelos
casi siempre frustrados, cuanto en la visión que proyecta hacia el exterior una intimidad que quiere
crear, que se ve con suficiente capacidad expresiva cuando contempla la plena potencialidad de la
naturaleza en movimiento. No se trata de sustituir la objetividad del espacio de la representación
pictórica clásica —ejemplarmente ejemplificado por la pintura del Renacimiento, con Leonardo da
Vinci a la cabeza, o por la atmósfera creadora de una densidad y espesor ónticos, propia de un
Velázquez—, cuanto de elaborar una imagen artística, poética en suma, como síntesis de impresiones
difusas, tal vez oníricas, procedentes de la observación de la naturaleza en movimiento, y de la fuerza
expresiva de una intimidad agitada por una enorme conmoción emotiva, consecuencia de una
inadaptación del artista tanto a la sociedad como a la propia cultura artística.
La pintura romántica del paisaje configura un emblema y un símbolo de la nueva estética
romántica, por la que la obra no es sólo causa y motivo de contemplación sino origen de una
proyección simpatética que conduce inexorablemente a la meditación sobre la esencia del ser humano
y su encaje, o eventual desajuste, tanto en la esfera de la naturaleza (1), como en la esfera de la
sociedad (2).
Ad 1. La naturaleza ya no es objeto de una disponibilidad ilimitada que la convierte en materia
pasiva de transformación mecánica y técnica, sino, antes al contrario, en fuente de placer y goce como
acogedora de la criatura humana poética.
Ad 2. La sociedad, por su parte, no es sólo el lugar de la jerarquía y los procesos de distinción
y división estamental y clasista, sino que el arte propone un nuevo vínculo entre los eres humanos, que
es el lazo que aferra al creador poético con el espectador creativo. La poesía se convierte en propuesta
de un nuevo vínculo interhumano más laxo y menos coactivo.
En definitiva esta crucial experiencia estética, ejemplifica y compendia, como ningún otro
género, una manera de concebir el arte y la experiencia humana con el mismo, por el que su verdad
recae en la actividad creadora y configuradora de mundos, que llevan a cabo conjuntamente, casi
mancomunadamente, el artista y el espectador. Ambos han de buscar en su interior el significado
profundo de la obra; ambos carecen de un canon, exterior y tercero, en relación con la comunión a la
que llegan, con el que juzgar la obra y fundamentar el consenso necesario en cuestiones artísticas. Por
lo demás, aunque el artista aspira a ser reconocido por la generalidad de la especie humana —a
diferencia del gusto neoclásico reducido al terreno de los sabios o expertos—, sabe bien que su arte es
polémico y conflictivo, que tiene que pugnar contra las inercias artísticas del academicismo
dieciochesco. Aún hoy constatamos ciertas reticencias del espectador ingenuo, o poco avezado en el
arte moderno, que recela del alto valor estético de un Turnes, un Constable o un Friedrich, etc. Ese
espectador no sabe que, desde el comienzo de la centuria decimonónica, el arte es pro-vocación,
llamada a la subjetividad creadora, y co-participación y co-laboración de autor y espectador en la
constitución del sentido de lo artístico. Ese espectador ingenuo no quiere ser activo y creativo; espera
recibir el sentido de la obra ya listo y terminado para su aprecio y disfrute; es vago e indeciso, ignora
que la verdad del arte radica en el acto creador de su contemplación.
Las claves de esta comprensión de las obras del paisajismo romántico hay que buscarlas en
una serie de cuestiones teóricas, de las que pueden ser objetivadas por el momento y, como guía de
interpretación, pueden valer las siguientes:
1. La nueva relación que se pretende establecer con la naturaleza, de marcado carácter
panteísta, presidida en todo momento por el íntimo sentimiento de copertenencia del ser humano a la
misma. La naturaleza, así concebida, se presenta en su aspecto más terrible y agitado, sometida a
permanente cambio y creatividad, agitada por un dinamismo interno que la representa como fiel
imagen del sujeto humano.
2. Tomar como modelo de la creación artística a la propia naturaleza, en tanto esta es
dinamismo, movimiento y transformación permanente. Se quiere captar el instante de algo que cambia
de continuo, al modo como la criatura humana, vista desde la su vida afectiva y sentimental se toma a
sí misma afectada de mórbida mudanza de los ánimos propia del romanticismo estético.
3. En toda la pintura romántica del paisaje se da una marcada vocación de realismo, de
verismo, pero en lo que el mundo tiene de impacto sobre el sujeto, en lo que tiene de intromisión en
nuestra subjetividad, en lo que tiene de fuerza que nos penetra y busca en nosotros mismo su
expresividad, y la logra mediante las propiedades visibles. Pero toda lógica del entendimiento
reflexivo y categorizador acaba destruida ante la mera presencia visible de las cosas.
4. El papel del ser humano en este paisajismo es casi nulo; se limita a ser testigo mudo de lo
que acontece ante sí: la composición y recomposición constante de la belleza en su forma más natural
y más trágico-sombría, incluso amenazante. Nos asomamos al cuadro y ante nosotros una figura mira
en el mismo sentido que nosotros y se muestra insignificante ante el espectáculo que está sucediendo
ante sí.
5. Para estos pintores no hay reglas formales preestablecidas, sino que su paleta se abre a la
libre imaginación para plasmar lo que su ojo espiritual elabora en relación con una realidad que no se
deja captar por una alambicada construcción teórica. El espectador tiene que poner de sí algo, o
mucho, para ser llevado por el cuadro a la contemplación de la realidad; necesita abandonar su lógica
habitual, su modo cotidiano de representar y pensar la naturaleza para construirla a partir de manchas
de color que se invaden e interpenetran unas en otras. Sólo el espíritu es capaz espiritualizar la retina
del pintor y del espectador.

Excurso: El paisajismo romántico y el arte del jardín52

Una consecuencia de ese epocal anhelo humano de protección y amparo por la naturaleza,
propio del Romanticismo europeo, se corrobora con la irrupción del concepto y la práctica del jardín
inglés, que va a revolucionar el moderno arte de la jardinería, y que se convertirá, andado el tiempo y
en cierto modo, en la dimensión pragmática y constructiva del pictórico paisajismo romántico.
Ya en la antigüedad encontramos un antecedente con la noción griega de jardín,
magníficamente descrito en el comienzo del Fedro platónico, y modelo de tantos y tantos jardines
renacentistas, y de tantas y tantas diálogos modernos: un lugar ameno y tranquilo que invita a
relajarse, en el que el tiempo parece detenido, y que propicia la amistad y el diálogo sobre lo más
importante y digno para los seres humanos. Con esta breve y concisa referencia al jardín platónico, se
pretende hacer observar que el motivo del jardín en la historia del pensamiento y la literatura no es
meramente el de un lugar circunstancial o mero marco ornamental y propiciatorio para el pensamiento.
Es algo más, digamos de mayor calado especulativo. Nos referimos a las concretas y significativas
sugerencias de los poetas latinos, —Virgilio en las Georgicas, las Églogas y las Metamorfosis, a lo
largo de toda la obra de Horacio, y en tantos y tantos autores de la antigüedad—, que tienen en común
no sólo el gusto por la descripción de la belleza natural, sino del jardín en especial como lugar
privilegiado en el que la naturaleza y el arte actuan de común acuerdo. En este sentido sólo quiero
insinuar que la tesis de que la naturaleza y el arte se imitan mutuamente, maravillosa herencia de
nuestra tradición grecolatina, permanece impensada en toda su profunda dimensión y densidad para
iluminar el sentido de toda obra artística.
La idea helénica de jardín tiene su continuación en los tratadistas renacentistas del jardín
moderno, que ponen por escrito no sólo sus métodos y consejos para su práctica artística, sino también
su uso como lugar de esparcimiento y de disfrute intelectual. Más tarde, y frente a la concepción
geométrica y ordenada del jardín ilustrado, ejemplificado en el Palacio de Versalles, el jardín

52
Me gustaría poder contextualizar este excurso en una línea de clara reivindicación del arte de la
jardinería como prolongación de una actitud contemplativa y creativa ante el paisaje, y en el marco de la
necesidad no sólo de reivindicar, sino de contribuir a poner en uso y valor el inmenso tesoro jardineril español,
ignorado por una gran parte de nuestros conciudadanos, tarea pendiente para unos gestores integrales de la
cultura, a la que me gustaría que estuvieran llamados los Licenciados en Humanidades.
romántico o jardín inglés, quiere representar, en escala reducida, la naturaleza como paisaje.
El eco de la poesía grecolatina ha llegado con un marcado interés a la literatura y la filosofía
inglesas del siglo XVIII, en especial en autores como Shaftesbury, Pope y Addison. El jardín, topos
natural de la reflexión que gira en torna al amor, representa en la tradición clásica y neoclásica un
lugar especial para goce y disfrute de la alta sociedad europea que ve en él el marco para la actividad
intelectual en contacto y estimulo con la naturaleza. Como lugar el amor el locus amoenus tiene a la
mujer como su secreto más o menos explícito.
En la literatura alemana del período clásico, el Goethezeit, a partir del Viaje a Italia, el jardín
rememora las huellas del pasado en el país en el que no se aprecian aún los signos de la utilización
agronómica de la tierra roturada, que van a producir ese producto híbrido que es el parque ciudadano,
complemento agrícola de una urbanización incipiente y, en demasiadas ocasiones, vergonzante. De
manera que mientras en el parque observa Goethe la reunión de belleza y utilidad, el jardín es solo
bello, no da frutos, es inútil53.
Los originales creadores de la forma de jardinería paisajistica (Chiswick, Castle Howard o
Woburn Farm) se ven profundamente influenciados por la obra del pintor Constable, de manera que
podamos hablar de un motivo pictórico en la concepción romántica del jardín, y de un motivo
jardineril en la pintura. En consecuencia, como lugar de recreo y solaz, el jardín carece de utilidad
práctica; incluso los frutales deben ser usados por razones decorativas o para introducir en la
vegetación mayor variedad de formas y colores. La búsqueda, en un ámbito privado y limitado, de
emociones y sentimientos agradables, de dulzura, alegría, e incluso, porque no decirlo, de cierta
melancolía, se obtiene resumiendo toda la naturaleza en una única vista (a single view), lo que, para
entendernos mejor, diríamos que se trata de hacer de la naturaleza una postal, una pintura en miniatura,
un bello compendio y resumen de una totalidad, pero sin maquillajes ni arreglos que desvirtúen la
belleza natural.
Con el romanticismo se rompe con el versallesco recinto acotado del jardín límpido y
traslúcido que, a diferencia de la naturaleza libre y salvaje, lima la aspereza, la agresividad y hasta el
misterio de aquella, e instaura un orden calmo y urbano, reflejo de la domeñación y el sometimiento de
lo primitivo. El clasicismo ha acotado un terreno para mostrar hasta que punto los humanos podemos
hacer de un seto un conjunto de figuras geométricas, o de un árbol un objeto artificial por obra de una
poda supuestamente artística, como la que a veces se infringe a los salvajes e indomeñables ficus de
nuestras calles y avenidas, por razón, decíamos antes, de la funesta manía del jardinero municipal, de
ser un pelín artista. El clasicismo compone artificialmente, bajo la férrea dictadura de lo geométrico, lo
vegetal con el agua y la escultura. Por el contrario el gusto romántico interviene rompiendo límites y
linderos, desbordando cauces y senderos, amenazando el paseo humano con pequeños obstáculos e
inconvenientes, como si la mano humana no hubiese intervenido, como si la naturaleza misma se
hubiese permitido el capricho de juntar en perfecta armonía especies originarias de distintos hábitats,
crecimientos armoniosos de diferentes individuos, y composición simultánea de variados géneros
vegetales. Y todo el conjunto del jardín invitando a los humanos a inmorar en su seno, a habitarlo sin
destruirlo, a penetrarlo sin desflorarlo, a visitarlo morosamente sin establecerse permanentemente en
él. El ideal de que sea poco visible la mano humana se complementa con el ferviente deseo de que la
naturaleza plazca y sea objeto del goce cuando ella misma dicta cómo debe ser representada, cómo
debe ser reproducida, como debe ser tratada, en definitiva, cuando ella misma es sujeto de su propia
representación jardineril.
La voluntad expresada en el jardín inglés se significa en especial con el intento de hallar la
naturaleza antes del pecado original, y de la maldición que nos obliga a trabajar para ganarnos el pan.
Por todo ello, el jardín como paisaje se convierte en testimonio de que no sólo el uso agrícola

53
Hoy en día, la diferencia entre parque y jardín parece clara. Mientras el primero se sitúa en el interior
de las ciudades, como espacio acotado, planificado y pensado para una utilidad concreta (árboles para sombra,
bancos para descansar, columpios para los niños, etc), pequeño por definición porque parece que se la ha robado
a la voracidad constructiva de los edificadores de viviendas —por llamarlos con un nombre honesto—, el jardín,
normalmente situado en un entorno periurbano, o en pleno medio rural o natural, consigue que perdamos la
sensación de urbanitas para vernos, dentro de un terreno acotado pero de mayor tamaño, en un ambiente
acogedor al tiempo que salvaje.
humaniza el suelo terráqueo. En la actualidad, es una necesidad urgente introducir la variedad
paisajista en nuestro desolado horizonte agrícola y en nuestro paisaje en continuo proceso de
hiperurbanización, y de luchar, con jardines a las afueras de nuestra ciudades, contra la confusión y
horrorosa mezcolanza de lo rural y lo urbano, que se da en las provincias cuya principal fuente de
riqueza es la agricultura. Ni digamos nada de cuando vemos la vivienda del agricultor pegada al
invernadero, como si así se protegieran mutuamente la uno y el otro, o de un paisaje de miles de
hectáreas convertido en mar de plástico.
Hoy día, en el que tanto prolifera el moderno parque urbano, pequeño, limpio y cuidado, que
se ha convertido en la guinda de la fiebre constructiva de la vida en ciudad, entendido como espacio
meramente decorativo, simple zona verde entre el cemento, isla de color que separa grandes moles de
edificios, lamentamos la ausencia de los jardines como lugares de trato humano y conversación, de
esparcimiento y recreo, de conversación amistosa y hasta de ligue. Por el contrario la locura y el
desvarío de la fiebre parquista nos ha proporcionado esa malhadada epidemia de los llamados parques
temáticos, a los que parece que estamos destinados una buena parte de los humanos, cuyos oficios
parecen estar en proceso de extinción, como los dinosaurios de Jurasic Park. Apelemos al buen gusto
y sentido de nuestros urbanistas, políticos y técnicos, para que se restaure y reactualice la antigua idea
de jardín, y nuestras ciudades y su entorno se llenen de esos lugares de meditación en contacto con la
naturaleza.
Se suele citar a Hyde Park en Londres, el Bois de Boulogne en Paris, Central Park en Nueva
York, o el Jardín del Retiro en Madrid, si queremos poner diferentes ejemplos de jardines urbanos,
aunque ninguno de ellos se corresponda exactamente a la idea de jardín inglés. En todos ellos se ha
introducido una neta división entre zona verde y sendas para paseo. Son espacios urbanizados, puestos
al servicio de las más variadas y complejas demandas de los urbanitas, desde el paseo con el carrito del
bebé, hasta los circuitos de footing. A todos sus posible e imaginables usos, siempre crecientes, se ha
subordinado la vegetación. Se han introducido, como no podía ser menos, las flores (por lo de “cómo
un jardín sin flores”), suponiendo que un auténtico jardín requiere del colorido y los olores de las
flores.54. Todo esto está muy bien, pero es imposible el diálogo y la meditación, la paz y el sosiego, el
descanso y la relajación, sometidos al intenso olor del jazminero, el galán de noche o del modesto
rosal, aromas nada despreciables por otra parte y que podemos destinar para otros usos55.

54
A mi entender las flores requieren su espacio específico, como las rosaledas, invernaderos y otros
parques pequeños dedicados a tal finalidad. Cabe recordar que Ortega y Gasset, decía en un artículo de 1908,
que el olfato, que tanto parece gustar a ciertos degustadores del reino vegetal, “hace dobles los jardines,
suscitando, junto al jardín de flores, un jardín de aromas” (Ortega y Gasset: Obras completas, 1, pág. 431).
55
A continuación indico algunos de los ejemplos más destacados de los jardines españoles de
inspiración romántica, al objeto de que el lector pueda, si tiene la ocasión, visitarlos y comprobar, sobre el
terreno, cuanto de fantasía y creatividad tienen estas obras de arte, en el que el trabajo con los elementos
naturales, tratando de adaptarlos a un medio concreto, y combinarlos para que parezca espontáneo, supone una
verdadera obra de arte viva. Un magnífico ejemplo de jardinería romántica lo tenemos muy cerca de nosotros, en
el Jardín de la Concepción, a las afueras de Málaga, verdadera maravilla del arte de introducir el paisaje, como
contemplación total de la naturaleza, en el limitado ámbito de una finca del extrarradio urbano. Su peculiaridad
consiste en ser capaz de sumergirnos en un entorno natural, aislados de la ciudad, mediante un conjunto de
árboles y arbustos autóctonos y aclimatados, que proporcionan una increíble sensación de abrigo y protección,
ofreciendo al visitante un grado de fresca humedad, de recreo visual con la gran variedad de especies, de
diferentes formas y arborescencias, y de un conjunto armónico en el que nada parece desentonar, o parecer
espectacularmente exótico o llamativo. Todo un placer para el amante del arte de la jardinería botánica. Entre los
municipios de Oronoz y Oyeregui, en la Comunidad Foral de Navarra, se encuentra el Jardín del Señorío de
Bértiz, que es un ejemplo un espacio natural de bosque atlántico muy bien conservado; como jardín botánico
presenta, un buen número de especies exóticas, buscadas adrede para sorprender a cualquier amigo de los
árboles, y para destacar las refinadas aficiones botánicas de sus antiguos propietarios. Es un buen ejemplo de
jardín romántico en el que un caprichoso celo por la sorpresa y la rareza ha focalizado la atención, dejando
apenas espacio en el que no se note la mano humana y el interés por llamar la atención. El palacio del siglo
XVIII, restaurado al gusto modernista, añade un elemento de atildada distinción y de falsa originalidad, a un
espacio conformado por un afán de esnobismo. El Romeral de San Marcos (Segovia) es un jardín de autor, obra
de Leandro Silva (1930-2000) que responde, en principio, a la intencionalidad de un arquitecto y paisajista.
Según el concepto de Silva, el jardín debe exaltar los sentidos, y no ser del todo transparente a la mirada
humana, esto es, debe mantener algún rincón o alguna perspectiva por descubrir. El visitante tiene la sensación,
quizá ilusoria, pero no menos ilusionante, de que el paisaje se le manifiesta a él como individuo singularizado,
de manera especial y diferenciada, y que cada mirada configura una realidad natural diferente. Silva se permite
el lujo de introducir rincones secretos, queriendo preservar su obra de la intrusiva mirada de los extraños, de
manera que el jardín sea reserva de sentido para la intimidad del propietario. El aterrazamiento en tres niveles
evoca los jardines hispano-árabes, a las orillas del Eresma.
CAPÍTULO IV

CRISIS Y RENOVACIÓN DE LA ESTÉTICA ROMÁNTICA:


LA VOLUNTAD CREADORA DEL INDIVIDUO

“Porque romanticismo es intelectualismo y fervor”56.

4. 1. Las transformaciones del mito de Prometeo

Hemos visto, desde el inicio del movimiento romántico europeo, con Goethe y Schiller, que la
presencia de los ideales de la cultura grecolatina, tomados como aspiración y cultivo de la belleza, es
una constante en obras tanto de creación como de crítica literaria, en una dimensión en la que lo
creativo es recreación y relectura de lo antiguo. El culto a la poesía amorosa y sentimental, la
aspiración a recuperar de nuevo la hermosa mitología de los griegos, y el permanente reclamo perlado
de añoranza, propia de la vieja heroicidad de los personajes homéricos, constituyen los principales
síntomas de ese Sehnsucht (anhelo) propio de toda forma de clasicismo. El romanticismo re-crea los
viejos mitos porque la secularización acelerada y la desdeificación de la sociedad europea parece
exigir un nuevo Olimpo, un nuevo cielo estrellado y nimbado por nuevas divinidades espirituales. Se
trata de una sociedad que se hace a sí misma, que todo lo paganiza y convierte en laico, de manera que
también los héroes del pasado se ven sometidos a nueva revisión y reinterpretación. En este contexto
cobre vida, a comienzos del XIX, la figura de Prometeo. En la mitología griega, Prometeo es un titán,
hijo de Japeto y Clímene, a quien se atribuye el haber modelado al ser humano con arcilla, y el haberle
proporcionado técnicas, artes y saberes entre los que destacan el uso del fuego, que tradicionalmente
estaba reservado a Zeus, el padre de los dioses. Por este motivo, fue condenado a un castigo eterno
consistente en que un águila, en otras versiones, un buitre, le devoraba las entrañas durante el día,
entrañas que se reproducían durante la noche. Se dice que Heracles llegó a liberarlo57.
¿Por qué es Prometeo el héroe romántico por excelencia? ¿Qué tipo de relectura se produce
desde el alborear del siglo XIX de este sin par mito griego, que condiciona nuestra visión del héroe del
Cáucaso? En definitiva, ¿qué tiene Prometeo de héroe moderno, si hay lugar para la heroicidad en
nuestro mundo? Lo que tiene de moderno Prometeo es la rebeldía, figura que inventa la modernidad y
con la que leemos e interpretamos la tradición clásica. Debemos preguntarnos por la esencia de la
rebeldía, de nuestro más propio ser rebelde.
En principio el rebelde no está conforme con el mundo que le rodea; ha establecido una
incompatibilidad entre su fuero interno y la ley por la que se rige el mundo y todos los demás seres
humanos. El rebelde no necesita ni busca compañía ni solidaridad; más bien le parece ideal ser la
única criatura sobre toda la tierra que discrepa de todo y de todos. Lo que pone en marcha el

56
Thomas Mann: Richard Wagner y la música, 49.
57
El referente común del Prometeo romántico es el Prometeo encadenado, obra atribuida a Esquilo, en
la que el trágico griego nos presenta la obstinación rebelde del héroe contra Zeus, el padre de todos los dioses.
Las fuerzas que lo encadenan a la roca del Cáucaso quieren que pague su delito —la filantropía— y que aprenda
a respetar la autoridad del dios de dioses. Indirectamente nuestro héroe denuncia la tiranía de Zeus, como único
ser libre en el mundo. Pero, sobre todas las cosas importantes que ha regalado a los seres humanos, el poeta
insiste en una característica esencial, a mi modo de ver, de su protagonista, que es la locuacidad y la osadía de su
lenguaje (Cfr. Esquilo: Tragedias completas, págs. 433-486, especialmente pág. 444), lenguaje que, por cierto,
es un regalo del titán a los mortales. A éstos los ha convertido, de tiernos niños en seres racionales,
entregándoles, entre otros, el invento de los números, “y la ley de la escritura, recuerdo de las cosas, e
instrumento que a las Musas dio origen” (Ibídem, pág. 457). El carácter terapéutico y salvífico del saber
comunicado por el héroe es, según el texto esquileo que homenajea a la memoria, la razón fundamental de su
culpa y de su consecuente castigo.
mecanismo de la rebelión es casi siempre la autoridad que hace visible el poder coaccionante de lo
establecido. Pero el rebelde suele ser joven, y por eso se enfrenta a su papel en la familia y en la
sociedad y, en consecuencia, no acepta ni la autoridad paterna, primera rebelión, ni la social, segunda
rebelión. De tal manera que, convertido en el síntoma de la nueva sociedad patriarcal, de la rebelión
contra el padre y del rechazo de la ley social, Prometeo se convierte en emblema de nuestra cultura
como ese continuum que atraviesa el destino europeo de los griegos hasta nosotros.
Nuestro viejo-nuevo héroe puede ser comparado, en un principio, con Adán fuera del paraíso,
puesto que uno y otro han querido robar la sabiduría (ciencia del bien y del mal en el caso de Adán
Cadmón, y ciencia y técnica en el caso del griego) a los dioses en provecho de la humanidad. Pero
mientras en el Cadmón el castigo es el exilio del idílico paraíso, y la pena que supone el alejamiento
de su padre dios, en el caso de Prometeo la punición supone un castigo eterno, como si la ofensa y el
delito no tuvieran redención. El romanticismo, salvo en el caso de Schelley, retoma esa idea del
pecado sin redención, del ser caído que no se levantara jamás, del mito de Sísifo, condenado a empujar
una roca hasta la cima de un monte para que luego ésta rodara hasta el valle y la tarea se reiniciase
infinitamente. El romanticismo quiere ver la condición humana como ese exilio del paraíso, como esa
caída de la que es imposible recuperarse, como ese pecado que crea un estigma hasta la muerte.
La rebelión del Prometeo romántico, según los tres diferentes textos que leemos a
continuación, tiene que ver con el héroe caucásico, encadenado a la roca de por vida, la de sufridor
eterno, la del recluso sin culpa. La rebeldía romántica caracteriza al resistente que vive con honor y
honra antes que inclinar la cabeza y reconocer el crimen no cometido, o la acción cometida que no se
considera criminal. El rebelde no es culpable de ser joven ni de que la sociedad de gerontes no
entienda esa condición. Es inocente de su fuerza, energía e ímpetu juvenil que le lleva a estar en
desacuerdo con todo lo que viene de fuera, en definitiva lo que no se sujeta a la ley del corazón. No es
culpable del encadenamiento de la criatura humana a una roca de la que jamás podrá librarse. La
adopción de este héroe por los románticos tiene que ver con su gusto por la condición doliente de la
humanidad, el puro sufrimiento por el hecho de ser humano, el dolor infinito por la inocencia misma,
la finitud radical enfrentada a la omnipotencia de los dioses.
Pero no se calla, no aguanta en silencio, sino que se alza, levanta airado su rostro y protesta
con el canto, con la palabra poética, que resulta ser la palabra más efectiva y más hacedera. Dice a
Zeus: no me rendiré, jamás conseguirás que te adore y te respete. A la blasfemia une su carácter de
theomachos, de loco negador de dios. Parece que el romanticismo europeo ha detenido la historia en el
momento en que la protesta del héroe parece que tiene sentido ante su dolor infinito. Se impugna la
dura soledad del dios aislado, ensombrecido en su olimpo, frente al héroe del hogar. Incluso en la
cabaña, a la que hace alusión Goethe se descubre un motivo antifeudal, frente al noble palacio de
Zeus. “El desamparo y el abandono determinaron su situación, pero al mismo tiempo fueron causa de
su autosuficiencia y del descubrimiento de su fuerza creadora”58. Correlativamente con este
descubrimiento, hay que apuntar que esa fuerza creadora es la que caracteriza al artista y al poeta que,
con su obra envía un mensaje emancipador y liberador a la humanidad. El héroe artista sólo reconoce
su propia capacidad de engendrar, de crear belleza para el provecho de la humanidad, de reivindicar la
tierra como verdadero mundo humano, sin la intromisión de los dioses en la vida humana. En todos los
textos el héroe es un ser humano en el mundo, situado y posicionado frente a los dioses, que aspira a
convertirse en una nueva deidad en un mundo hecho a la medida de los seres humanos.
En este contexto del héroe poeta, y en el marco genérico de la conversión en personaje
literario, Goethe nos presenta a Prometeo como descreído, irrespetuoso, descarado, insultante,
enrabietado, protestón y altivo59. Schelley nos lo pinta hábil, pragmático, sagaz, listo, productivo,

58
M. Maldonado: “Poesía y poética de Goethe”, en Encuentros con Goethe, pág. 125.
59
El propio Goethe alude, en su autobiografía, a Prometeo con los siguientes términos: “La fábula de
Prometeo cobró vida en mí. De las antiguas vestiduras del titán me corté un traje a mi gusto y comencé sin
pensarlo más a escribir una obra en la que ser representaba la desavenencia en que Prometeo vino a encontrarse
respecto de Zeus y a los nuevos dioses, al formar hombres por su propia mano, verse agraciado por el favor de
Minerva y fundar una tercera dinastía. A esta extraña composición pertenece como monólogo aquel poema, que
ha llegado a ser tan significativo en la literatura alemana, porque, por causa suya, Lessing se declaró en contra
de Jacobi en puntos importantes del pensamiento y la percepción. Sirvió de detonante para una explosión que
descubrió y llevó a discusión las más secretas relaciones de hombres honorables, relaciones que, ignoradas por
engañador, artificioso, fabricante, ingenuo y trabajador. Por último, Marx nos ofrece una imagen de
luchador, combatiente, comunero, guerrillero, soldado, revolucionario y defensor de la causa de la
humanidad. Las tres versiones parecen apoyarse unas en otras, de tal manera que vamos ganando en
caracteres porque a los unos se les suman los otros. En definitiva, comprobamos que ninguna época de
la cultura europea ha dejado de tener su panteón, sus santos y altares, y el romanticismo no puede
soportar la vida sin dioses o, al menos, sin héroes. Por esto, con el romanticismo se incuba un nuevo
mesianismo, un pensamiento iluminado que versa sobre el poder de la rebeldía y los rebeldes. Todos
los revolucionarios del XIX han bebido en las fuentes de los poetas románticos y han tomado a
Prometeo, como dice Marx, como el principal santo y mártir del calendario de la revolución.
Probablemente, la revolución ha sacrificado a sus héroes en el mismo altar que sacrificó a los dioses, a
los reyes, a los padres y a los maestros pensadores.

4. 2. La estética de Arthur Schopenhauer.

El pensamiento estético de Schopenhauer (1788-1860) está estrechamente vinculado a su


pensamiento filosófico y a su pesimismo antropológico. La tesis fundamental que da vida a su sistema
afirma que el ser humano es en esencia el sujeto esclavo de la voluntad, a la que trata de oponerse la
inteligencia con la representación, los conceptos y las ideas. “Todo querer nace de una necesidad, por
consiguiente, de una carencia, y, por lo tanto de un sufrimiento. La satisfacción pone fin a éste, pero
para un deseo que resulta satisfecho hay por lo menos diez que no lo son. Además, los apetitos duran
largo tiempo, las exigencias son infinitas y su satisfacción es corta y escasa. A veces la satisfacción
definitiva es sólo aparente. El deseo colmado deja su puesto a otro nuevo, aquél es un error conocido y
éste un error desconocido. Ningún objeto de la voluntad puede dar lugar a una satisfacción duradera,
sino que se parece a la limosna que se arroja al mendigo, que sólo sirve para prolongar sus
tormentos”60. El sujeto de la voluntad está condenado a un sufrimiento eterno. Ya la simple
contemplación de la naturaleza libera el conocimiento de su servidumbre a la voluntad. La naturaleza
proporciona al hombre momentos fugaces de goce estético61. “El conocimiento filosófico debe
fundarse en la voluntad sin pretender conocerla por las causas. Para que el proceso se cumpla sin
contradicción brutal hay que buscar la voluntad pura que, lejos de expansionarse ciegamente en el
mundo, se orientaría hacia su vida interior «independiente de todo fin voluntario”62;”tal saber de la
voluntad se expresa en el arte. Así la metafísica de lo bello es vislumbrada en el interior de la
metafísica de la naturaleza. El arte es la voluntad reencontrada”63. “El arte, obra del genio, reproduce
las ideas eternas concebidas por la pura contemplación, lo esencial y permanente de los fenómenos de
este mundo, y según la materia de que se valga se trata de arte plástico, poesía o música. Su origen es
el conocimiento de las ideas, y su finalidad la comunicación de ese conocimiento”64. La belleza es el
correlato de nuestra contemplación estética; ella nos hace objetivos a nosotros mismos. Se puede
definir el arte como la consideración de las cosas independientemente del “principio de razón
suficiente” (PRS), que es el principio en el que se basa todo conocimiento objetivo, y el fundamento
de toda experiencia y de la ciencia. Con el PRS desaparece la cosa particular y el individuo, y sólo
queda la idea y el sujeto puro de conocimiento; “la llamada a la filosofía no pasa por la dialéctica sino
por el corazón... El instrumento verdadero del pensamiento es la imaginación salida del corazón. Sin la
imaginación nada grande puede hacerse”. ”Schopenhauer cree, contra toda filosofía clásica, que es la
razón quien abre la puerta a la loca de la casa: la imaginación... El animal que no conoce sino la
apariencia, no el error, no es capaz de tal revolución. Pues se trata de revolución. Primera y primordial,

ellos mismos, dormitaban en una sociedad por lo demás altamente ilustrada. La brecha que se abrió era tan
violenta que por ella, por incidentes causales, perdimos a uno de nuestros hombres más dignos: a Mendelssohn”
(Poesía y verdad, Werke, X, págs. 48-49; Obras completas, II, pág. 1821. La traducción ha sido modificada).
60
Schopenhauer: El mundo como voluntad y representación (en adelante MVR), § 38, vol. II, 206.
61
Cfr. MVR, § 39, II, 209.
62
MVR, § 27, II, 42-52.
63
Philonenko: Schopenhauer. Una filosofía de la tragedia (1980), 147-148.
64
MVR, § 36, II. 197-198.
la voluntad es la reina de este mundo y el conocimiento debe servirla. La razón humana destrona la
voluntad; no quiere ver ahí más que el instrumento de sus proyectos”65.
Schopenhauer parte del PRS, también llamado «proposición del fundamento», como aquello
que justifica la aceptación de un conocimiento como científico. Es posible formularlo diciendo que
todo efecto tiene su causa, o que nada sucede sin una causa o razón que lo justifique suficientemente.
“Se puede definir al arte como la consideración de las cosas independientemente del principio de
razón, en oposición a aquella otra manera de considerar las cosas, que es la vía de la experiencia y de
la ciencia”66. De este modo el arte se constituye en un tercer modo de conocimiento. “La consideración
que se rige por el PRS es la consideración racional, única que tiene valor y utilidad en la ciencia y en
la vida práctica; la que prescinde del PRS es la manera de ver del genio, única válida y útil en el
arte”67. Sobre la universalidad del PRS y la posible objetividad del arte el planteamiento es el
siguiente. “El PRS es la forma más general del intelecto, y únicamente en éste último, como verdadero
locus mundi, es donde existe el mundo objetivo”68. El arte, como en general todo pensamiento
profundo y original es intuitivo, en el sentido que supone imágenes, esto es, la máxima objetividad
ideal, sin la presencia real de las cosas o, dicho en otros términos, el arte es producto de la imaginación
en tanto facultad de creación de imágenes. El arte es esencial para la formación humana integral
porque suple la imaginación, y facilita su empleo. El artista como genio es simplemente el que siempre
ve lo general en lo particular, en tanto el hombre común ve en lo particular sólo lo particular. Esto
último no es sino una acepción de la vieja doctrina platónica de las ideas.
“La figura y la expresión humanas son el objeto más importante de las artes plásticas, así
como las acciones del hombre el más alto objeto de la poesía”. “Schopenhauer recoge extensamente su
teoría del cuerpo como objeto inmediato que anuncia a Bergson, pero se encamina a la idea de que el
cuerpo no es solamente donación de sentido, sino también de realidad. Para entenderlo hay que
convencerse que nuestro cuerpo nos es apropiado, pensado, es también vivido. Vivido, es decir,
querido y querer. Ahí está el gran secreto, el «sésamo» de la metafísica”. “Puede decirse que la
voluntad es el conocimiento a priori del cuerpo, y el cuerpo el conocimiento a posteriori de la
voluntad...; mi cuerpo es la objetividad (Objektivität)”69. “Mi cuerpo me anuncia que es fenómeno de
mi libertad; al mismo tiempo sostiene, con la última energía, que todo pasa por él. Es, pues, mi
limitación ontológica, y es la madre de la necesidad de la filosofía”70. “Conocer como individuo no es
lo mismo que conocer como artista. El individuo está determinado por la relación de su cuerpo con los
otros cuerpos, relación guiada por el interés y cuya orientación consiste en no conocer sino relaciones
capaces de servir a su voluntad. El individuo recorre su destino bajo la ley de hierro del PRS”71.
La genialidad no tiene nada de subjetiva, sino que implica la objetividad máxima, un completo
olvido de la propia persona y sus intereses. El genio es el conocedor intuitivo, el que recurre a la
imaginación, y no es una persona práctica. Genio es un exceso anormal de inteligencia. Genio y
locura se hayan próximos, pero genios hay pocos y locos demasiados. El genio posee, en el más alto
grado la cualidad de conocer las ideas y olvidarse de sí mismo. "El filósofo no es solamente un genio;
es la expresión de una potencia heroica del pensamiento, y los poetas, que no se contradicen nunca,
serán siempre más numerosos”72. Desde esta perspectiva la obra de arte es la comunicación genial de
la intuición (conocimiento inmediato) de la idea. “El artista nos hace ver el mundo con sus ojos". "El
genio sabe concebir las ideas en la brutal realidad de la vida. La metafísica de lo bello constituye,
pues, el fundamento de la filosofía del arte; a través de su obra, por medio de su arte, el genio nos

65
Philonenko, op. cit. 67 y 149.
66
MVR, § 36, vol. II, 198.
67
Ídem.
68
Schopenhauer: Fragmentos sobre historia de la filosofía, 181-182.
69
MVR, § 41, II, 216, y Philonenko, op. cit. 114; cfr. MVR, § 18, II, 12-15; Philonenko, 117; cfr. MVR,
§ 20, II, 17-19.
70
Philonenko, op. cit. 118.
71
Ibídem, 166.
72
Ibídem, 66.
presta en cierto modo sus ojos... Por eso la obra de arte es medicina mentis”73. Desde este punto de
vista está justificado entender que la estética schopenhaueriana es una verdadera metafísica de lo bello.
“¿Qué es, pues, el placer estético? No es otra cosa sino la supresión momentánea de las
insatisfacciones que son una verdadera legión y de los deseos, su temible cohorte. Es la ausencia de
dolor; entendámonos: la indiferencia. Si hay goce es únicamente en la contemplación de la idea en el
silencio de las pasiones. El goce estético se refiere siempre al disfrute, más allá del mero placer, de la
belleza. El conocimiento de lo bello, que es objeto de intuición, es un modo de ser objetivo el ser
humano, en el sentido de que nos olvidamos de nosotros mismos en cuanto individuos, y sólo somos
sujetos sin voluntad de conocimiento y, por otro lado, en el objeto, no vemos la cosa aislada sino su
idea, precisamente porque consideramos el objeto no sometido al PRS, no buscamos la relación del
objeto con cualquier otro, no con nuestra voluntad, sino que nos fijamos en el objeto como modo de
expresión de la idea. El objeto artístico, que hace que contemplemos la idea, tiene como correlato al
sujeto puro de conocimiento, y ambos se hallan sustraídos al PRS. “De aquí que cuando contemplo
un árbol, con ojos de artista, o sea estéticamente, y, por lo tanto, no concibo el árbol, sino su idea, lo
mismo da que se trate de aquel árbol o de otro que hace mil años que existió, lo mismo que es
indiferente que el espectador sea este u otro individuo, habitante en tal región o en tal época. Con el
PRS han desaparecido la cosa particular y el individuo que conoce, y sólo quedan la idea y el sujeto
puro del conocimiento, que juntos constituyen la objetivación propia de la voluntad en aquel grado. La
idea no sólo está emancipada del tiempo, sino también del espacio, pues no es la imagen que se
configura en éste la que me seduce, sino lo que aquella imagen expresa, su sentido real, su esencia
interior, que puede permanecer idéntica a pesar de las mayores diferencias en las relaciones espaciales
de la figura”74. De tal modo que la figura y la expresión humanas son el objeto más importante de las
artes plásticas, y las acciones humanas el más alto objeto de la poesía. No debe supone gran sorpresa
la admiración de Schopenhauer por Calderón.
Para ejemplificar algunos géneros artísticos diremos que la arquitectura hace intuitivas alguna
de aquellas ideas que constituyen los grados más ínfimos de la objetivación de la voluntad: la
pesantez, la solidez, la dureza, etc, en consonancia con el material empleado, para ocupar y hacer
significativo el espacio público. “También las ruinas son bellas” dice Schopenhauer con los
románticos en el MVR, § 43, para significar que la imaginación es capaz de contrarrestar los efectos
demoledores del tiempo. En este contexto lo opuesto a la arquitectura es el drama pues nos da a
conocer las ideas superiores. La jardinería ejemplifica la lucha contra la rebeldía de la naturaleza. La
pintura de lo cotidiano carece de interés. La histórica se caracteriza por su belleza y su gracia.
Representa el carácter del individuo (gesto, actitudes) y nos lleva a la Idea de la humanidad in statu
nascendi. El verdadero objeto del arte es la idea. En consecuencia el arte alegórico es despreciable75.

4. 3. Renovación del romanticismo: Sören Kierkegaard.

A Kierkegaard (1813-1855) va asociada singularmente el haber pensado la noción de


angustia, junto a otras, como representativa del estado existencial del individuo irreductible por
instancias superiores. El autor danés concibe al ser humano como existencia individual. Nada interesa
al filósofo que no se refiera a la existencia del individuo, su experiencia, vivencias y recuerdos76.

73
MVR, § 37, II, 205. Philonenko, 185-186.
74
MVR, § 41, II, 216.
75
Cfr. MVR, II, § 49, pág. 233, in fine. Se salvan de lo alegórico El criticón, Don Quijote (MVR, § 50,
II, 239), y Los viajes de Gulliver.
76
La mejor definición de la experiencia estética la da Kierkegaard en la siguiente sugestiva y bella
alegoría: “Mi pena es mi castillo feudal, instalado en la cima de una montaña, alto como un nido de águilas y
casi perdido entre las nubes. Nadie puede asaltarlo. Desde él emprendo mi vuelo y me dirijo hacia abajo, a la
realidad, donde cojo mi presa. Pero no me quedo allá abajo, sino que retorno con la presa a mi castillo y me
pongo a bordar su imagen en los tapices de todos los salones. Entonces vivo como un muerto. Sumerjo todo lo
que he vivido en el bautismo del olvido, hasta convertirlo en la eternidad del recuerdo. Todo lo temporal y
accidental queda borrado y exterminado. Y a renglón seguido, como un viejo encanecido, me siento a cavilar y
voy explicando las imágenes en voz baja, casi susurrando. Y a mi lado hay un niño sentado que escucha lo que
Cuando el individuo se vuelve para sí, hacia su ámbito íntimo, va a encontrar allí únicamente
voluntad, pasiones, y recuerdos, precisamente lo que le impiden integrarse en un ámbito superior o
comunitario; todo ello ejercido sobre fragmentos de realidad, sobre imágenes diseminadas, sobre
lances y avatares de la vida afectivo-sentimental de la esfera individual. Lo más sorprendente del
planteamiento kierkegaardiano es su radical y profunda negatividad, cualquier forma de acción o
pensamiento del individuo es esencialmente negativa en relación con el otro o lo otro.
Así también el erotismo, que en cada individuo se plantea y presenta en un estadio
diferenciado, que en todo caso es una forma de existencia que escapa a la capacidad conceptual y
unificadora de la razón, termina mostrando su íntimo carácter nadificante. La máxima expresión del
amor inmediato es que amante y amado/a sean nada el uno frente al otro, de tal manera que se puede
considerar absurda la existencia de una relación recíproca. El amor es pura negatividad vivida por el
sujeto como su propia verdad. En definitiva, obtenemos el resultado de la vida interior que se vive
como dolor, pena y frustración. Como complemento de esto, podemos afirmar que, para Kierkegaard,
el arte suscita un placer que no se da en el presente, porque en el presente no hay nada estimulante,
sino que contiene un momento del recuerdo, de manera que llega a la conciencia como una evocación
del pasado, como lo que pasó y nos place recordar. “La sustancia del amor carece de objeto”77, o su
objeto se desvanece cuando se posee. Sería preciso amar a todo el mundo o no amar a nadie. En el
fondo el prójimo es el doble del propio yo, de manera que todo amor conlleva un principio egoísta de
amor a uno mismo.
En su permanente intento de revocar y repudiar lo colectivo y lo social, nuestro autor se vio
abocado a defender formas de rebeldía individual contra la sociedad, como la representada por la
seducción. La forma suprema de la vida erótica es la seducción, y el seductor es el individuo que eleva
a la excelencia su individualidad en asuntos amorosos. Frente a lo que pueden ser las formas
tradicionales del amor cortés y otras variantes del amor intelectual, el filósofo danés osa plantear que
la figura de Don Juan, tal y como es representada en la obra de Mozart Don Giovanni, culmina el
erotismo porque hace de éste algo incomprensible por nuestro entendimiento. El divino burlador, que
seduce y abandona a sus amantes, y lo hace sin tregua y sin descanso, desafía de manera radical, y en
el lenguaje del arte, al pensamiento reflexivo. En el texto del ejercicio nº 10 podemos ver un ejemplo
de todo ello, de un peculiar género biográfico, y de muchos rasgos atribuibles a las primeras vivencias
juveniles del autor, y a sus desgraciados amores, nunca consumados ni correspondidos, por la joven
Regina Olsen. ¿Se puede pensar que la seducción es un sueño juvenil, por el que todos pasamos, y que
nos marca definitivamente? ¿Seguimos pensando, en nuestro fuero interno, que nos gustaría ser
seductores, para vengarnos de pasados sinsabores y desdenes? El tono y el estilo de los textos
kierkegaardiano parecen indicar que se quiere elevar a universal una experiencia epocal y personal,
pero, sin embargo, en la medida en que se acompaña la situación existencial con una lectura de un
personaje romántico, sigue abierto el camino de la reflexión sobre el papel del arte en la vida de los
seres humanos. De ahí a pensar que el seductor sea la representación de la genialidad humana hay, en
todo caso, un trecho difícil de atravesar por el sano entendimiento común, pero fácil para el artista.
La tesis de que las sucesivas crisis de la estética romántica en el siglo XIX no representan sino
una reviviscencia de determinadas tendencias del propio romanticismo, parece estar avalada por el
caso del filósofo danés. Los textos seleccionados para su lectura nos permiten introducirnos en su
pensamiento a partir del sugestivo tema del erotismo musical, ejemplificado en la música de Mozart y,
muy en concreto, en su famosa ópera Don Giovanni, considerada por muchos como su gran creación
operística. Pero, ¿qué interpretación ofrece Kierkegaard de esta obra? Para contestar a este
interrogante es necesario partir del principio de que la idea más abstracta que los seres humanos
podemos imaginar es la de “genialidad erótico-sensual” (en adelante GES), y, en consecuencia, la más
digna de ser representada artísticamente. El único medio que puede expresar esta idea es la música.
Según Kierkegaard la GES es una fuerza interior, impaciente y apasionada, que crea cierto ambiente y
que se desarrolla a través de una serie de momentos temporales. Se trata de una fuerza vital
caracterizada por un movimiento, inquietud y sucesión constantes.

digo, aunque lo cierto es que lo recuerda todo antes de que yo se lo cuente” (Kierkegaard : Obras y papeles.
VIII, Estudios estéticos I, Diapsalmata y El erotismo musical, 100).
77
Adorno: Kierkegaard, 237.
Pero, ¿qué hay en la obra mozartiana que la hace única? La música, como su pariente cercano,
el lenguaje, es un medio de expresión en el que lo sensible, el sonido, queda negado y eliminado,
porque el oído humano espiritualiza de inmediato cuanto percibe. Como la música es una sucesión de
sonidos en el tiempo eso mismo implica que la música sea la negación de lo sensible-espacial. Lo que
da sentido a la sucesión temporal de sonidos es el espíritu humano, y esto vale también para el
lenguaje hablado. El espíritu es aquí el acto de dar sentido a lo inmediato que suena. Y esto inmediato
es lo sensible, en el sentido de lo sensual, la GES que se constituye en el más propio objeto de la
música.
No dejamos de estar ante una reflexión estética consistente en interpretar una obra del pasado,
en este caso Don Giovanni de Mozart, pero lo decisivo es convertir la sensualidad, el erotismo y, en
concreto, la seducción, en el objeto absoluto de la experiencia estética. Don Juan es el genio de la
seducción, y ésta la cumbre del erotismo. Para Kierkegaard la seducción es la cumbre del deseo, y Don
Juan el héroe cuya obsesión es la conquista, que goza en conquistar mujeres, impulsado por un deseo
sano, vanidoso, victorioso, triunfante y demoníaco. En el mito de origen español se encarna una fuerza
de la naturaleza que no se cansa de seducir y seducir (hasta mil tres y sólo en España, según el
recuento de Leporello, el criado en la opera mozartiana). No existe otro mito ni héroe cuya
característica sea la seducción, que representa al amor infiel y sensual. Esta perfidia del amor
momentáneo, que una vez ha conseguido su objetivo lo desprecia, caracteriza un tipo de
individualidad ajena a la reflexión, al amor psíquico, al amor intelectual de raíz platónica. Desear y
desear, y ver derrotadas las resistencias femeninas ante el majestuoso poder del seductor, seducir a
cualquier mujer por el hecho de serlo, triunfar en la lucha de la seducción, éste parecer ser el ideal
estético que nos propone el filósofo danés.
Para Kierkegaard Don Juan seduce porque su poder emana de la sensualidad que el
cristianismo trata en vano de reprimir. Pero además el caballero representa en cierto modo los ideales
juveniles, por los que todos los hombres daríamos lo que fuera para hacerlos realidad. La pasión
seductora, en su irreflexión, supone tratar de pensar con categorías estéticas la vida del individuo
como irreductible a cualquier sistema de pensamiento, a cualquier lógica, a todo sacrificio en beneficio
de la totalidad. El pensamiento estético de Kierkegaard, que él mismo personifica como el eterno
aspirante a seductor y, por ende, el eterno fracasado en asuntos eróticos, representa un eslabón más en
la cadena que supone la permanente crisis de la estética romántica, crisis leída como proceso de
reactualización y recreación de sus fundamentos. Pero al mismo tiempo representa una renovación del
romanticismo como esa tendencia profunda de la historia del pensamiento que introduce el arte y su
experiencia allí donde el conocimiento del mundo es insuficiente o no satisface los anhelos y
aspiraciones del individuo a la felicidad.

4. 4. El erotismo musical

¿Es la seducción la esencia del amor? ¿Son seductor/a y seducido/a las figuras principales de
ese juego amoroso? ¿Es el amante, en último término, seductor, y el amado, seducido? ¿Qué tiene de
artístico la seducción? Estos interrogantes, producto de la imaginación creadora de Sören Kierkegaard,
nos ofrecen la posibilidad de pensar en una de las sugestivas tendencias del romanticismo durante los
siglos XIX y XX. Se trata de una dimensión del arte ligada a la vida del individuo que creer ser él
mismo su propia obra artística. El seductor es el individuo cuya existencia estética, o la esfera estética
de su existencia, se realiza en el ejercicio de su deseo de seducir. Seducir es la obra que tiene su
objeto, inclinar la voluntad de la persona seducida, pero cuya verdadera finalidad es la
autorrepresentación del seductor como artista.
Para el autor danés los individuos no llegan a tener conciencia de sí mismos a través del
conocimiento científico del mundo externo, sino más bien a través de la experiencia del individuo
empujado por su voluntad de amar a otro/a. Los seres humanos, alegres y tristes, eufóricos y
melancólicos, son juguetes de sus pasiones y, en este caso de su deseo de seducir. La seducción no es
sólo doblegar la voluntad ajena con promesas o engaños, ni únicamente hacerse admirar, querer o
particularmente amar intensamente por otra, ni tan solo ejercer sobre alguien una gran atracción.
Mucho más que eso, seducir es amar creativamente, con conciencia de crear algo, a saber, un estado de
conciencia y sentimental superior al inicial en el momento de plantearse la seducción. ¿Quién no ha
sentido la atracción de poner todas sus fuerzas y energías para conseguir el amor de otra persona?
¿Quién no se ha devanado los sesos poniendo todo su sentir y entender para conseguir el amor de otra
persona?
Si es el mito de Don Juan, o la música de Mozart, o la propia experiencia personal de Sören
Kiergegaard, la que se esconde como fuente originaria del primer texto, nunca podemos estar seguros.
Lo que sí recoge el filósofo danés es el poder de seducción de la música mozartiana que nos hace
pensar que todas sus fantásticas historias son posibles. No en vano los humanos tomamos muchas
veces la música como instrumento para expresar nuestro estado de ánimo amoroso. El aprendiz de
seductor se ha identificado hasta tal modo con la figura de Don Giovanni que cada momento musical
de la ópera lo asocia a cada avatar y a cada lance amoroso en procura de la seducción de Regina Olsen.
La música tiene el poder de evocar los momentos de mayor intensidad de la existencia humana, que no
suelen ligarse al descubrimiento de alguna verdad, ni inmanente ni trascendente al mundo, sino a un
estado emocional de gran intensidad vivido en el pasado. La música de Mozart nos hace revivir esa
época de nuestra historia personal en la que el mundo se relativiza a una sola persona, por la que
bebemos los vientos, y con cuya posesión parecemos haber logrado el éxtasis de nuestra existencia
mundana.
Sobre la deliciosa fábula de Inés y el tritón78, quisiera hacer alguna indicación que sitúe esta
reinterpretación de un mito clásico. La fina ironía del filósofo danés se muestra en este cuento
especialmente encantadora. Sigamos al autor en su comentario. En primer lugar nos dice que se ha
tomado la libertad de cambiar un poco al tritón y de mejorar a Inés, pues la historia se podría narrar de
otra manera, tal y como se hace en la nota que figura al final del texto. Para el sentido común la bella
Inés tiene parte importante en que se despierte el deseo del tritón. En definitiva la Inés de la fábula es
como aquellas mujeres modernas, ávidas de lo interesante, y deseosas de ser sorprendidas, como
aquellas mujeres que, llevadas de una gran curiosidad por saber más de los hombres, atraen, a buen
seguro, sobre sí una nube de tritones que las andan rondando. Pues es del todo cierto que a mujeres
como Inés siempre la anda rondando, al menos, un tritón. Los tritones descubren las mujeres como
Inés con los ojos cerrados, y se lanzan sobre ellas como el tiburón sobre su presa. Kierkegaard nos
dice que ni una culturita (la cultura superficial de una chica frívola) puede defender a una joven contra
los seductores. Sólo hay una protección contra la seducción: la inocencia. El seductor no puede con la
inocencia de su víctima. Sea cual sea la solución que la fábula ofrezca, la estética tratará de
comprender y salvar al tritón, porque su figura goza de la simpatía de nuestra existencia como
individuos seductores y seducidos. La estética del seductor es su salvación. La estética es el modo de
salvar y preservar del delirio destructor de la modernidad a esa figura romántica del seductor. Por el
contrario, poco importa que la inocente y frívola Inés termine siendo la víctima del gran seductor.

4. 5. La gran conmoción: Nietzsche.

Más que una presentación del pensamiento de Friedrich Nietzsche (1844-1900), con el que el
lector a buen seguro estará de una u otra manera familiarizado, se pretende un tratamiento sumario de
las implicaciones para el arte y la estética contemporánea de ese escrito único y genial, insólito y
visionario, radical y anticipador que es El nacimiento de la tragedia. El postulado de la duplicidad de
los impulsos estéticos, el apolíneo y el dionisiaco, va ligado a un intento de recuperar para los
modernos el espíritu de la tragedia griega. Al calificar al motivo dionisiaco de onírico, Nietzsche
sugiere que la normatividad griega y, en consecuencia, toda la de ella derivada, obedece a una
perfección ideal, calculada y exacta, que esconde detrás un momento de frenesí, de ebriedad y
descontrol, que ha sido por así decirlo domeñado y desdeñado, casi preterido, desde que Sócrates
inquiría por el qué de las cosas y apelaba a una conciencia moral interna. De las sabias palabras del
maestro cantor Hans Sachs llama la atención la coletilla “de sueños que dicen la verdad”. ¿No será que
hay más de una verdad, que la verdad no es unívoca, y que el arte moderno desafía la visión

78
Comencé a interesarme por la figura mitológica del tritón cuando supe que un conocido empresario y
constructor almeriense, hoy, lamentablemente, a miles de kilómetros de dolorosa distancia, tuvo la curiosa
ocurrencia de denominar a un célebre edificio del actual Paseo Marítimo de Almería, como Edificio los Tritones.
No me cabe la menor duda que RSB, como buen seductor, conocía la fábula clásica del tritón.
tradicional de la verdad? ¿Qué hay en lo dionisíaco que todo lo penetra de frenética ebriedad, que
amenaza el principio de individuación, y que consigue deconstituir la subjetividad como el lugar del
sentido de la experiencia estética?
Es en este sentido de una búsqueda de otra verdad, de lo más allá de la bella apariencia del
soñar despierto del artista apolíneo, que nuestro autor se plantea la tarea de una renovación del
elemento dionisiaco del arte. Este produce una narcosis cuyo primer efecto es la quiebra del principio
de individuación. El artista ve desmoronarse su subjetividad, templo en el que la tradición ha hecho
residir la creatividad, y en ese ritual la naturaleza se reconcilia con su hijo perdido, el ser humano. En
este momento resuena el motivo schilleriano de la escisión, la enajenación del hombre respecto a la
naturaleza, la reconciliación cantada en el poema A la alegría y, por qué no decirlo, el ceremonial
iniciático de la opera wagneriana. El canto y el baile sustituyen a la palabra. La música viene a ser el
resultado del estado emocional previo a la poesía, el estado de indiferenciación, que supone la no
distinción en estética entre sujeto y objeto.
La estética que inaugura Nietzsche no busca una mística e irracional indistinción entre sujeto y
objeto, cuanto un descentramiento del sujeto como fundamentum inconcussum veritatis, como fuente y
fundamento de toda verdad y sentido. El yo que se expresa en el arte no es consciente de qué sujeto se
expresa, del quién de la expresión, si él mismo como individuo, o las fuerzas elementales de la
naturaleza a su través. De manera que la actividad artística y la expresividad de la propia naturaleza se
identifican. Para el pensador nihilista la naturaleza se presenta como fondo primordial, como
experiencia originaria, que consiste en la indiferenciada unidad entre lo humano y el resto de lo
natural. Como consecuencia de la expulsión y del exilio humano fuera de esa unidad primordial, la
criatura se convierte en peregrino errante, en pasajero errabundo que se mueve desde una esfera
simbólica a otra, en un proceso que se ha llamado errancia infinita, porque en el hay mucho de error y
de desvarío, un deambular por el mundo sin patria natal ni posible destino futuro.
Los humanos, como productores de apariencias que llamamos artísticas, y cuya característica
principal es nacer y desaparecer, en el devenir continuo del ciclo del aparecer y el desaparecer. El arte
para Nietzsche se convierte en una sucesión de imágenes, en un juego de reflejos, cada uno de ellos
realidad apariencial, que oculta tanto como vela, que se generan y destruyen de continuo. El arte toma
como modelo la vida misma, tomada ésta como el conjunto de fuerzas que se exteriorizan sin agotarse
en figuras determinadas y plurales. Como tales apareceres las obras son ilusiones, mentiras y engaños
que mantienen la vida en vilo, no como la instancia verdadera ni el referente absoluto, sino lo que no
es o deja de ser en el aparecer constante. Comprender la estética nietzscheana depende de nuestra
capacidad para captar la vida como actividad artística; de aquí que sólo como arte merezca la pena
vivir. Vivir la vida es la actividad de sinergia del yo y la naturaleza, encarnada por las pulsiones
(Triebe) entre las cuales la dionisíaca, el impulso a la embriaguez, a lo onírico como sueño demónico,
en el que somos soñados por la naturaleza, ocupa el lugar de privilegio. “El arte y nada más que el
arte. Él es el gran facilitador de la vida, el gran seductor de la vida, el gran estimulante de la vida”79.
Dos son los asuntos que vertebran y focalizan las ideas estéticas nietzscheanas. El primero
lucha encarnizadamente por eliminar todo contenido intelectual o sentimental del terreno del arte. El
arte no expresa ni ideas ni sentimientos sino fuerzas humanas que luchan por sobrevivir, de tal modo
que no podemos hablar, en el terreno de lo artístico, de contenidos que puedan ser expresados de
diversos modos. En el arte verdadero, esto es, dionisíaco, el contenido y la forma se identifican o, para
ser más exacto, la forma es el contenido, y todo consiste en un juego de formas, en un aparecer
temporal en el que lo informe y caótico adquiere por un momento forma, para luego desvanecerse,
perder la consistencia y permanencia de la forma y retornar, por así decirlo, a lo informe de la unidad
indiferenciada de la que procede genealógicamente la vida humana. El arte es un proceso de retorno
momentáneo a lo informe, a la unidad indiferenciada y originaria, para extraer de allí la forma como
apariencia momentánea, y también el proceso de apagamiento y agotamiento de la forma, que ni dura
ni perdura.
El segundo asunto tiene que ver con la naturaleza esencialmente artística y creadora de la vida
humana, y el placer a ello aparejado. De modo semejante a como el ser humano la búsqueda de lo
provechoso crea la moralidad y el interés, “lo bello y el arte proceden directamente de la producción

79
Nietzsche: Sämtliche Werke, Kristische Studiensausgabe, 13, 521; Estética y teoría de las artes, 76.
del mayor y más diferenciado placer posible”80. Colocado el arte bajo la advocación del principio del
placer, todo parece indicar que el ser humano no pretende conseguir una finalidad racional del arte,
sino antes bien, un trabajo sin esfuerzo, un inocente juego, un placer sensible al margen de su
racionalidad. “Dar rienda suelta (Schweifen) a la fantasía, inventar (Ersinnen) lo imposible, incluso lo
absurdo (Unsinnigen), produce alegría porque es una actividad sin sentido (Sinn) y sin finalidad
(Zweck). Moverse con brazos y piernas es un embrión del impulso artístico (Kunsttriebs). La danza es
movimiento sin finalidad; la huída del aburrimiento es la madre de las artes”81. Como se puede
apreciar, la estética de Nietzsche se mueve enteramente en el ámbito del sentido (Sinn), postulando
una noción de vida como la pluralidad de sentidos, en la que la seriedad da paso a completar el sentido
con el sinsentido. Pero el ejemplo de la danza es, en este contexto, muy ilustrativo, puesto que se trata
de encontrar en el sentido no tanto a partir de la lengua, cuanto a partir de la expresividad del cuerpo
en movimiento, de brazos y piernas, como modo inconsciente de expresión del cuerpo, y como pulsión
artística. La creatividad humana es de naturaleza inconsciente y corporal, y representa la venganza del
cuerpo por haber sido signado por el lenguaje articulado, gramatical y significativo. Danza, música y
expresión corporal se convierten de este modo en protoartes, en índices de la venganza del cuerpo y la
naturaleza frente al espíritu. En definitiva el se define como la alegría anímica de configurar el mundo
para jugar con él, para obtener placer de la forma.
Todo el planteamiento nietzscheano tiene como objetivo desintelectualizar el arte, descargarlo
del platonismo dominante en la cultura occidental judeo-cristiana, paganizarlo y corporalizarlo. De
manera que el arte se hace liviandad, ligereza, sobrevuelo de mariposa sobre las cosas perfilándolas y
contorneándolas, juego banal y sutil que produce ingenua alegría carente de todo componente
cognoscitivo. En algún rincón de su obra nos dice que “tenemos el arte para no perecer (zu Grunde
gehen) en la verdad”82. El arte es la consecuencia y el remedio de la falta de fundamento y de razón
suficiente (Grund) de nuestro mundo. Con la verdad nos desfondaríamos, iríamos de cabeza ante la
falta de suelo y de causa de lo real mismo. La desintelectualización del arte corre paralela con su
inmersión en el río de la vida, en la metafísica de la voluntad humana que prefiere querer la nada, en
este caso, la ficción, el engaño y la mentira, a no querer nada. Nuestra actual creencia en el arte es la
consecuencia tardía de no creer más en la verdad, porque la verdad ya no dispensa vida, porque ella no
nos vale como fundamento seguro de nuestra vida.
Sobre la reivindicación penúltima del carácter festivo y ritual del arte, la concepción del arte
derivada de considerar la superioridad de la sabiduría trágico-dionisíaca sobre el socratismo de raíz
apolínea, la estética nietzscheana se basa en convertir al ser humano en el creador de formas y de
ritmos, en el placer que obtiene de los mismos, y en la posibilidad de, en la época en que los valores de
nuestras cultura entran en una crisis definitiva (nihilismo), sugerir la necesidad humana de reencontrar
lo que previamente hemos depositado en las cosas. Este volver a encontrar lo puesto fuera de nosotros
es el contenido de la suprema sabiduría que nos está dado obtener, y esa sabiduría la encontramos
preparada en el arte, en la obra de arte como acontecimiento de una nueva verdad, de una verdad que
supera la noción tradicional de verdad.

4. 6. El nacimiento de la tragedia, piedra de toque de la estética nietzscheana

La opinión común ve en Friedrich Nietzsche (1844-1900) el filósofo de la voluntad de poder,


del eterno retorno y del superhombre, y olvida muchos aspectos de tan genial pensador. Entre esos
muchos aspectos olvidados, uno de los más importantes es el de ser el iniciador de una comprensión
del arte de la que hoy somos deudores en buena medida. La estética nietzscheana es obra de juventud,
y se encuentra magistralmente expuesta en un libro que es una joya y un prodigio en la historia del
pensamiento. Me refiero a El nacimiento de la tragedia, publicada en 1872, cuyo peso en nuestra
contemporaneidad ha sido tan decisivo como la inmensa ola de influencias que produjo a partir de su
edición. Quien quiera saber algo de lo que ha supuesto de innovador y revolucionario el arte moderno

80
Ibídem, 8, 432; 85.
81
Ibídem, 432; 85-86.
82
Ibídem, 13, 500; 127.
tiene que pasar necesariamente por el esfuerzo de leer y meditar esta obra, pequeña en extensión pero
inmensa en contenido y experiencia.
La obra debe mucho, bendita sea la herencia, al conocimiento filo-lógi-sófi-co del por entonces
catedrático de filología griega de la Universidad de Basilea. En los textos griegos ha aprendido el
joven profesor una sabiduría que ha permanecido solapada, casi oculta, en todo caso postergada y
preterida hasta el siglo XIX. Se trata de la sabiduría de la fatalidad cuyos principales creadores son los
poetas trágicos de la Antigüedad, los Esquilo, Sófocles y Eurípides. El ser humano aparece enfrentado
a su destino y casi enamorado de él por una suerte de amor fati que lo impulsa al abismo sin
resistencia, hasta el punto de que busca autoinmolarse. De este tragicismo griego Nietzsche se queda
con su acepción artística, con la belleza y la grandeza de esa concepción de la vida convertida en obra
de arte, en esa dialéctica de los coros trágicos que le revelan al individuo su ser en forma de necesidad
inexorable.
El filósofo quiere encontrar una nueva fuente de experiencia, para sobre ella montar su
concepción del mundo, pero la experiencia es doble: se llama lo apolíneo y lo dionisíaco. Lucha y
reconciliación, unión y separación, proximidad y lejanía, uno y otro no se dan solos, pero tampoco
armonizan ni se reconcilian con carácter definitivo. Apolo es el dios de la luz, de la claridad, la
legibilidad del mundo y de la razón normativa y canónica. Apolo representa el principio de la forma
que sale de la cabeza del artista, reflexiva y armónica, contenida y recogida, limitada y cerrada en sí
misma. Por el contrario, Dioniso es el dios de la oscuridad, del enigma, la desmesura y la ebriedad. Su
forma es informe, la razón ha dado paso a la pasión, que todo lo penetra y lo hace delirar. Su principio
es la incontinencia y el estado de embriaguez que ablanda todos los miembros y nos hace danzar como
las bacantes.
La escultura, el bello arte canónico de representar la figura humana, hace honor al principio
apolíneo, mientras que la música, que es canto desenfrenado y altisonante, se compadece de lo
dionisíaco. El método nietzscheano es genealógico en el sentido de buscar la génesis psicológica de
los fenómenos artísticos y culturales en general. Las actividades fisiológicas que se corresponden con
lo apolíneo y lo dionisíaco son el sueño y la enajenación. El sueño como fantasía y fantasear diurno,
como sueño despierto, y como forja de la imagen perfecta, que todo lo conjura y salva. Embriaguez
como aflojamiento de los miembros, como posesión a la que abandonarse para que una fuerza ajena
cree y haga por nosotros, y como confusión de todo con todo. La tragedia ática, según Nietzsche, ha
logrado un apareamiento de ambos principios por cuanto se les ve luchando entre sí como razón y
destino, pero se trata de una síntesis que nunca se volverá a conseguir
En definitiva, el arte es el libre juego de las apariencias83 con el que se entretiene la voluntad
humana para no ver la realidad que subyace a esas apariencias. Los términos con los que hay que
contar en el arte es, por un lado, una realidad primigenia, un substrato desconocido para los seres
humanos, y por otro, el libre juego de las apariencias. De tal manera que la actividad artística se
concibe como un hacer inconsciente, como una pérdida de la identidad del sujeto y el objeto artísticos,
si de tales cabe hablar. El texto de Nietzsche señala muy acertadamente que el famoso pricipium
individuationis, que aparentemente garantiza la coherencia, indisolubilidad y la limitación de la
naturaleza humana, acaba erosionado, de manera que el yo es arrastrado por una fuerza externa a sí
mismo que le hace perder la conciencia y, con ella, la certeza del individuo. El arte se exilia
definitivamente de la esfera del conocimiento lógico y del principio de razón suficiente, para
presentarse como locura, sinrazón y desvarío.

83
No hay término más fundamental para la estética de Nietzsche que este de apariencia (Schein). De ella
nos dice el filósofo: “Apariencia, como yo la entiendo, es la única y real-efectiva realidad de las cosas, aquello a
lo que le conviene todos los predicados existentes y cuya mejor manera de ser descrita es relativamente con
todos los predicados, incluidos los opuestos. Con esta palabra no se expresa más que su inaccesibilidad a los
procedimientos y distinciones lógicas: así pues, una «apariencia» comparada con la «verdad lógica», que sólo es
posible en un mundo imaginario. No contrapongo por tanto «apariencia» a «realidad», sino que al contrario
tomo la apariencia como realidad que se opone a la metamorfosis en un «mundo de la verdad imaginario». Un
nombre determinado para esa realidad sería «la voluntad de poder», esto es, designada desde su interior y desde
su naturaleza proteica, inconcebible y líquida” (Nietzsche: Sämtliche Werke. Kritische Studienausgabe, 11, 654;
Estética y teoría de las artes, 160-161.
La estética nietzscheana destaca los estados de éxtasis, de hallarse fuera de sí, de posesión por
un poder ajeno al individuo (nada se dice de la especie), que le asalta cuando establece una comunión
más estrecha con la materia, con el sentimiento y, en general, con los estratos anímicos más profundos,
que subyacen al pensamiento racional y lógico. En un fragmento póstumo, datado en 188884, el genial
pensador alemán atribuye tres funciones al arte, todo lo cual anticipa en buena medida las tendencias
que el arte del siglo XX ha representado:

1. Hacer posible la vida, renovándola y recreándola. Por él la vida no es cansancio y


monotonía, sino creación de formas nuevas, ilusión por las novedades e interés por el
modo de manifestarse imaginativamente la vida humana. Lo nuevo como lo que realmente
merece la pena, y porque el arte es de suyo novedad.
2. Seducirnos para que veamos la vida como digna de ser vivida. Pocas cosas llegan a
seducir, esto es, someter nuestra voluntad, como el arte moderno. Toda forma de seducción
es un abdicar de la soberanía del sujeto para hacer girar todo en torno del arte mismo. El
sujeto se convierte en criatura entregada al arte del artista, que lo seduce y conduce.
3. Servir de estímulo a la vida. No de estímulo intelectual, o estímulo congnoscitivo, sino de
estímulo como aguijón, como droga, como alteración de la vida psíquica. Estímulo para
salir del adormecimiento que una cultura igualitaria promueve. El arte tiene un poder
narcotizante que nunca tuvo anteriormente.
Pero lo más importante de ese texto que comentamos no es lo dicho hasta el momento sino su
explanamiento de la noción de redención (Erlösung) aplicada al arte. El término alude en su origen a
la salvación del pecado, y a la absolución de toda culpa o delito. Aplicado al arte tiene que ver con la
fuerza que la vida opone a toda voluntad de negarla, a toda creencia en un más allá, sea cristiano o
budista, que haga menguar y adelgazar el impulso vital a crecer y reproducirse. En este planteamiento
del arte como redención, tres son igualmente los ámbitos que resultan desatados, desanudados por el
propio arte.

1. Disolución del vínculo que une al que conoce con su conocimiento y su aseguramiento,
para ponerlo en contacto con el carácter terrible y cuestionable de toda existencia humana.
2. Disolución de la cadena del que trabaja y obra en relación con su conocer, para ponerle de
manifiesto el carácter trágico y guerrero que tiene la acción humana vista bajo el prisma de
lo artístico.
3. Absolución de la causa del que padece por causa de la insuficiencia de su conocer o de la
limitación de su obrar, para confrontarlo con un sufrimiento que tiene su faceta creadora
en el terreno de lo artístico.

Finalmente, sólo una pequeña indicación sobre la relación de arte y cultura en Nietzsche. Esta
última viene definida por el dominio del arte sobre la vida85. Sometida por un lado a una voluntad de
adormecimiento, y por otro a la voluntad artística, la vida puede decantarse hacia uno u otro lado,
hacia la decadencia o hacia la euforia. La cultura sólo puede originarse a partir del significado
centralizador de un arte, por ejemplo la tragedia para los griegos, o, simplemente, de una obra, por
ejemplo, los cantares de gesta en el Medioevo. Luego la filosofía y el filósofo, que son el médico y la
medicina de la cultura, preparan el modo como la obra o el género artístico elaboran ese modo de ver
el mundo. Por lo demás llama la atención cómo, en Nietzsche, tanto el arte como la filosofía se
convierten en sabiduría trágica, en asunción del destino como aquello que se repite eternamente y de
lo que no podemos escapar. El arte como manifestación de una vida renovada y como modo de
redención del ser humano, es lo único que hace llevadera y soportable la vida sobre la tierra.

4. 7. El papel de la música de Richard Wagner en la estética del ochocientos

84
Cfr. Nietzsche: Ibídem, 13, 521; 76.
85
Cfr. Ibídem, 7, 513;173.
“Wagner, considerado como potencia artística, es algo casi
único, probablemente el más grande talento de toda la
historia del arte”86.

Poder decir algo que sirva de introducción, y de sugerencia para el comentario, a la audición
de la producción operística wagneriana, entraña un doble riesgo, el de la mitificación y el de la
desmitificación de un arte que ha marcado una época, y que aún hoy sigue teniendo una profundísima
influencia en todo lo que la música como espectáculo y rito. ¿Cómo entender si no el fenómeno de
masas en el que hoy se centra mayoritariamente el arte de Euterpe? Por eso se impone un tono
mesurado, crítico y alejado de la grandilocuencia con la que habitualmente se habla de la música de
Richard Wagner, sin olvidar que todo oyente, en especial el estético, escucha a Wagner
necesariamente en la distancia. Sobre todo es preciso entender el cierto rechazo que se produce en
ciertos ámbitos del pensamiento contemporáneo, de la música wagneriana, por considerarla como
prototipo de un germanismo muy vinculado a tentaciones autoritarias. Nada más lejos de la realidad.
“El arte de Wagner es la exposición y la autocrítica más sensacionales del carácter alemán que pueda
imaginarse; está concebido para hacer interesante el germanismo incluso a los ojos de un asno de
extranjero, y la apasionada contemplación de este arte es también apasionada contemplación de ese
pangermanismo que él ilumina y glorifica; …a él no puede invocarle ningún espíritu nostálgico del
pasado, ya sea piadoso o brutal, sino únicamente aquellos que miran hacia el futuro”87. Al margen de
cierto exceso laudatorio de las palabras de Thomas Mann, sí podemos decir que una obra nunca se
encuentra libre de impulsar consecuencias nocivas y hasta nefastas.
Lo primero que hay que constatar es la profunda influencia que sobre el arte wagneriano
ejerce la metafísica de Schopenhauer, que parece encontrar su expresión artística adecuada en las
operas del genial compositor. “Probablemente, en toda la historia del espíritu, nunca la necesidad del
hombre agobiado, del artista que busca apoyo, justificación y enseñanza por el pensamiento, ha
recibido satisfacción tan espléndida como la que a Wagner deparó Schopenhauer”88. La filosofía de la
voluntad, del querer incondicionado fue el fundamento sobre el que trató de edificar su concepción
artística. De este modo obtenemos una concepción reactualizada de las tesis románticas. El concepto
de romanticismo sigue siendo el más válido para explicar la esencia del arte wagneriano, que no es
otra cosa que un serio intento de hacer popular la vieja noción romántica de obra de arte. “Sólo el
romanticismo hace posible esa «óptica doble» de la que habla Nietzsche al referirse al Wagner, que
abarca lo más tosco y lo más fino... También el arte grande puede conjugar lo infantil con lo elevado;
pero la unión de las virtudes del mundo legendario con lo rudo y llano, el tino para dar un aire real y
«popular» a lo sublime y espiritual presentándolo como orgía de los sentidos, la capacidad para
disimular el elemento grotesco de la consagración y la magia campanilleante de la transubstanciación,
para conjugar arte y religión en una ópera de atrevido erotismo, y abrir en medio de Europa un impío
santuario artístico, «Lourdes» teatral y cueva milagrosa para un mundo en sus postrimerías, beato y
blando, esto sólo puede ser romántico, en la esfera artística clásica y humanística realmente noble
resulta inconcebible”89.
Por lo demás se impone decir que, por expresa voluntad del compositor, sus obras pueden ser
consideradas serios intentos de producir la obra de arte total, es decir la síntesis de lo poético literario,
el texto dramático, la música, en justa correspondencia con la altura del tema tratado, la representación
escénica con grandes recursos dramáticos, la danza como complemento de la canto y la dramatización,
los efectos especiales escénicos, etc. En sus obras no sólo se recogen maravillosas leyendas sobre el
triunfo de la bondad, la verdad y la justicia, sino que se da vida a personajes de la mitología normanda,
vikinga o celta que pretende hacer descender al pueblo alemán de la estirpe del dios Odín, o bien se
hace renacer al nuevo héroe para la leyenda del Grial, el joven Parsifal. Pero Wagner, en lugar de
recurrir a la tragedia, según el modelo griego, en el que el eterno retorno de lo mismo impide una

86
Mann: Richard Wagner y la música, 63.
87
Ibídem 119 y 122.
88
Ibídem, 97
89
Ibídem, 103.
reconciliación del ser humano ni con la naturaleza ni con la sociedad, nos propone un nuevo mito
reconciliatorio, el mito del héroe que es capaz de romper con el pasado y de inaugurar, incluso con su
inmolación, la vía de un futuro reconciliado de los seres humanos. Lo que hace superior y eleva a
Wagner por encima de todas las obras musicales anteriores es esa extraña mezcla de psicología y mito.
“Wagner como maestro del mito, descubridor del mito para la ópera, redentor de la ópera por el
mito..., nadie como él posee esa afinidad anímica con ese mundo de la imagen y el pensamiento, como
única es también su facultad para conjurar e infundir nueva vida al mito: él se descubrió a sí mismo
cuando pasó de la ópera histórica al mito y al escucharle se diría que la música no puede tener más
finalidad que la de servir al mito”90.
Con su “drama mesiánico” la opera wagneriana “aspira a conmovernos con la oscuridad
absoluta en la que debe fraguarse la luz absoluta”91. En respuesta a la demanda de una nueva
mitología, formulada por el primer romanticismo, el mago Wagner nos hace ver lo invisible, para que
lo obedezcamos. El nuevo Mesías, o el Mesías con nuevo ropaje (Gewand), tienen que volver a hacer
visible al dios cristiano, porque todo arte sublime tiene a Cristo mismo como su modelo, y su
cometido es volver a hacerlo visible92. Sobre este supuesto no es difícil imaginar a la opera wagneriana
como claro antecedente de los actuales espectáculos de masas, previamente adoctrinadas de que su
identidad se halla en los signos externos que denotan la pertenencia a un grupo minoritario dentro del
complejo entramado social. Pero lo más importante es la aspiración a elaborar un lenguaje universal
para el arte, una comprensibilidad genérica, una capacidad infinita de llegar al espectador. Va a ser el
amor el tema dominante en el conjunto de las operas de nuestro autor. Pero un amor que todo lo
destruye y todo lo supera. “El amor representa, sencillamente, la voluntad de vivir, que no acaba en la
muerte, sino que se libera de las ataduras condicionantes de la individuación... Sólo en lo filosófico y
especulativo predomina el mito erótico a expensar del componente histórico y humano. Por él se
excluyen cielo e infierno. No existe cristiandad, que sería el componente histórico ambiental. No
existe religión alguna. No existe Dios: nadie lo nombra ni invoca. Hay exclusivamente filosofía
erótica, metafísica atea, mito cosmogónico en el que el tema del deseo crea el mundo”93.
Tampoco conviene olvidar que Wagner, de profundas convicciones nacionalistas, en el marco
de una Alemania que aún no se había convertido en un estado unificado, ni siquiera en lo que hoy
entenderíamos por una nación, y socialistas hasta el punto de unir el ideal de reunificación alemán con
el triunfo de la revolución proletaria, pretendía convertirse en el artista de la Alemania unificada y
progresista, aunque este sueño fue poco a poco olvidado. En definitiva, Wagner compuso una música
destinada a la burguesía nacionalista que añoraba de un pasado glorioso, que sirviera para hacer
realidad sus deseos de independencia. Sus composiciones, que para sus adictos es la música en su
máximo esplendor y en su más perfecto acabamiento, representan, vista desde sus antecedentes
históricos, una prueba más del triunfo, quizá ya tardío e a destiempo, de los ideales románticos en el
género dramático musical. En su famosa “Llamada a los alemanes” el Nietzsche de 1873 no solo llama
a Wagner “firme e inquieto luchador” sino que lo honra con el valioso mérito de haber llevado, con su
obra de arte de Bayreuth, el espíritu alemán a su más elevada forma y a una consumación
verdaderamente victoriosa94. En definitiva, el arte de Wagner presenta un asombroso paralelismo con
la política de Bismarck, por cuanto en ambos se dan “esa conjunción de grandeza y refinamiento,
ingenio y sublime perversidad, populismo y endiablada sofisticación... (Wagner y Bismarck)... “los
dos llevaron a la cúspide la hegemonía del espíritu alemán en la época romántica”95.

90
Ibídem, 75.
91
Argullol: El fin del mundo como obra de arte, 96.
92
Argullol atribuye a la estética wagneriana la virtud de anticiparse a la sensibilidad moderna, puesta
bajo el dominio de la simulación (Cfr. Argullol, op. cit. 89-103).
93
Mann: Richard Wagner y la música, 102.
94
Nietzsche: “Mahnruf an die Deutschen”, Sämtliche Werke. Kritische Studienausgabe, 1, 893-7. A
partir de esta inicial toma de partido por Wagner la actitud de Nietzsche se irá distanciando hasta llegar a un
auténtico repudio de la obra wagneriana por considerarla como populista, y acusarla de hacer demasiadas
concesiones a un imaginario espíritu alemán. Los gustos de Nietzsche evolucionaron hacia un estilo más clásico.
95
Mann: Richard Wagner y la música, 55.
Lo que parece evidente para cualquier oyente actual de su música es que su audición requiere
unas condiciones excepcionales no al alcance de muchos. A la dificultad del idioma y de la exagerada
duración de sus obras hay que unir la mística del wagnerismo al uso. Tampoco es cosa de
escandalizarse cuando la inmensa mayoría de la música moderna requiere de los mismos o parecidos
requisitos. Para empezar Wagner tiene su santuario, el Teatro del Festival de la Ópera, hecho construir
por Luis II, a iniciativa del propio compositor, en Bayreuth, una pequeña ciudad alemana de la región
de Baviera. Todos los veranos los fieles seguidores de Wagner o, al menos, los que se pueden permitir
el lujo de asistir a estos elitistas festivales, pueden ver y oír las grandes obras en el recinto idóneo que
el artista ideó96. En principio esto puede parecer muy elitista pero todo es elitista cuando está
reservado para unos pocos.
Al modo como los catecúmenos se dirigen a la celebración de los misterios, en Bayreuth y
cada mes de agosto, los mitómanos de Wagner participan devotamente en la renovación del rito, y se
alimentan en el festín de los iniciados. Esto es una insinuación para indicar cómo debemos ponernos a
la escucha, también en nuestros hogares o en cualquier lugar, y prepararnos para, por ejemplo, las más
de cuatro horas del Parsifal, o para las más de tres y media de Las valquirias, etc. En definitiva
Wagner no es entendible sin la complicidad del oyente bien dispuesto hacia una música inactual
aunque bellísima. Como ninguna, la obra de Wagner necesita de su destinatario para que éste sea
transportado a un mundo ideal, a un ámbito alejado de su vivir cotidiano, poblado de héroes y de
malvados, de heroínas que se sacrifican en aras de un destino glorioso, y de presencias sobrenaturales.
No podemos ignorar que este exquisito gusto por la música de minorías, ha tenido un trascendental
destino en nuestra cultura, en la que asistimos impávidos al triunfo de géneros musicales minoritarios,
confeccionados y reproducidos sólo para adeptos, en el ambiente y con la parafernalia que requiere el
llamado “estilo” del artista de turno. Con la exageración del caso, y salvando las distancias, podemos
comparar los festivales de Bayreuth con el espárrago rock.
El arte para Wagner es la expresión de la inteligencia al servicio del sentimiento. En este
sentido, todo lo que se sale del lenguaje común, del escenario cotidiano de nuestro impoético vivir,
sirve a la perfección para sumir al oyente en el embeleso y el rapto que requiere esta música. El poeta-
músico quiere comunicarse con el público mediante una co-acción ejercida sobre el sentimiento, y sólo
una música con vocación de absolutez puede, más allá de la emoción, conmocionar al oyente en la
forma más completa y convincente.
La obra de arte total (Gesamtkunstwerk) es, en palabras del propio creador, “la realización del
pensamiento en la sensibilidad”97, la presentación en material sensible de una idea largamente querida
por la filosofía, la conjunción y armonía entre lo bueno, lo bello y lo justo. Además de una nueva
acepción del precepto hegeliano de expresar lo absoluto en lo sensible, la frase quiere decir que la
única manera de persuadir a disposición del arte es la sensibilidad y la sensualidad, puertas de la
emotividad, en un sentido amplio, y siempre como la vía real hacia el sentimiento. Esta tesis ilustra el
modo exacto como el posromanticismo renuncia expresamente a la racionalidad como apelativo
común a toda la humanidad. Todo ahora es sensibilidad, recuerdo de lo sentido con anterioridad,
presentimiento y sentimiento, en comunión directa entre el artista y su público por medio de la obra,
para sumergirnos en fenómenos maravillosos que, yendo más allá de la vida común, nos hacen

96
En los festivales de Bayreuth, entre el 25 de julio y el 28 de agosto de cada año, se representan
exclusivamente óperas de Wagner. El Festspielhaus, lugar donde se llevan a cabo estas representaciones, fue
concebido con el propósito de contar con un lugar donde el compositor pudiera celebrar un festival de sus óperas
durante varias noches sucesivas, poniendo así de manifiesto todo su potencial lírico-dramático, libre de la
influencia del teatro de repertorio. Cada uno de los aspectos del teatro fue diseñado de modo que hiciera resaltar
la acústica y concentrara la atención del público en la representación y no en el acontecimiento social. Hoy,
muchos aseguran que se consigue justo lo contrario. Sus características más significativas son la forma en
anfiteatro del auditorio y la invisibilidad de la orquesta, oculta en un foso delante del escenario. Con el paso de
los años se han añadido y reformado algunos aspectos del teatro, sobre todo del aforo que en la actualidad tiene
capacidad para unas 2.000 personas. En el primer festival, inaugurado el 13 de agosto de 1876 con una
representación de El oro del Rin, que contó con la presencia del emperador alemán Guillermo I, se representó
tres veces la tetralogía de El anillo del nibelungo. Aunque constituyó un éxito de público, el teatro no pudo
utilizarse de nuevo por problemas financieros hasta el estreno de Parsifal, que tuvo lugar en 1882, año que
marcó el inicio del uso regular de este espacio de culto para la escenificación de las obras de Wagner.
97
Wagner: La poesía y la música en el drama del futuro, 99.
presentir un futuro idílico de la humanidad actualmente caída en la postración. La música evade al
oyente de su presente y lo hace soñar en un futuro mejor. El problema esté en que cada oyente, o
grupo de oyentes, piensa en el futuro de modo diferente, siguiendo las pautas de la realidad social en la
que vive. Se trata de la nueva función que la estética del ochocientos atribuye a la mitología. “El mito
es para Wagner el lenguaje del pueblo que aún conserva las facultades creativas y poéticas, por eso él
lo ama y se le entrega plenamente como artista. El mito es para él sencillez, naturalidad, nobleza,
pureza..., en suma, todo lo que él llama «puramente humano» y que, al mismo tiempo, es lo único
musical. Mito y música, eso es el drama, esto es el arte en sí, porque sólo lo puramente humano le
parece viable artísticamente”98. Pero lo más original del músico que se idolatra en Bayreuth es que no
conformándose con la forma de leyenda con la que le venía legado el material argumental de su obra,
quiere convertirlas en mito primigenio, en el mito fundante de una comunidad que, a partir de ahora,
deberá adorar a sus héroes del drama musical, a sus héroes surgidos de las bambalinas. Para que la
mitología musical pueda convertirse en mitología del mundo vivido, se requiere una comunión
sentimental entre la escena y el espectador, harto infrecuente en el último cuarto del siglo XIX, pero
muy frecuente en el nuestro. La operación que lleva a cabo Wagner es convertir a la música en mito.
“No sólo música mítica: el mito de la música en sí lo pondría él, el músico poeta, una filosofía mítica y
un poema de la creación de la música, su síntesis en un denso mundo de símbolos surgido del trítono
en mi bemol mayor de la profunda corriente del Rin”99. Como en todo gran creador, y él lo es en
relación con la primera crisis del mundo contemporáneo, crisis que alumbra lo que llamamos nuestra
modernidad estética, lo que se produce es una cosmogonía, un cosmos musical, como orden y armonía
de todo lo creado, que tiene vida propia, y que convierte al mundo en espectáculo, a los seres humanos
en espectadores y partícipes de la obra que sucede en el escenario. El arte deviene espectáculo, que
aspira a gozar del favor de las masas, de la preferencia del público, de la simpatía de muchos. La
perfección a la que aspira el arte desde sus inicios se viste ahora del ropaje de lo espectacular, de lo
que inunda nuestros sentidos, exigiendo un sentido superior a lo meramente visible o audible. El
paroxismo que se alcanza con la representación de los dramas wagnerianos, induce a pensar que el
arte, en lo sucesivo, va a requerir de una entrega sin límites de sus destinatarios, que ya no son
precisos meros espectadores ni sesudos y severos críticos, sino fans entregados desde el comienzo a la
magia que se pone en escena, masas de consumidores del producto cultural que cumple una función
vital en la trayectoria de sus destinatarios. El arte wagneriano anticipa los happenings, las
perfomances, y todas las formas de puesta en escena que recurre a cualquier efecto para lograr el
propósito de dejar sin aliento y anonadado al espectador.
En definitiva, el espectador wagneriano quiere que se le anticipe el futuro o, al menos, soñarlo,
imaginarlo, presentirlo. El futuro de una nación postrada y que quiere ser un destino común y grande.
El propio compositor nos dice que la misión del artista, puesta en marcha con la desesperación del
estadista, el desánimo del político, la impotencia del socialista para luchar contra sistemas estériles, e
incluso con la mera interpretación del filósofo, tiene como objetivo configurar un mundo todavía sin
formación, y gozar de antemano de un mundo no nacido todavía. El artista como creador nato sólo
quiere alumbrar, que nazca algo, y en ese afán busca incesantemente la comunicación con personas
solitarias pero bienaventuradas, individuos capaces de escuchar con él la fuente de la vida nueva,
audición compartida que llevará a una comunicación más profunda y verdadera, establecida ahora no a
partir únicamente del entendimiento sino del ánimo y el corazón. El énfasis se pone en el carácter
ritual y cúltico de la música como manifestación artística.
En definitiva la obra de arte total, la ópera wagneriana, debe producir, de acuerdo con la
voluntad del autor, una confluencia de los presentimientos ansiados por el creador, con una vida futura
que quiere renovarse al tiempo que acaba con lo viejo. “El productor de la futura obra de arte no es
otra persona que el artista de la actualidad que presiente esta vida del porvenir y ansía hallarse
comprendido en ella. Quien alimenta en sí, con las facultades más suyas, esta ansia, vive ya ahora
una vida mejor. Esto, empero, lo puede hacer una sola persona: el artista”100. De este modo el arte,
para Wagner, se convierte en la representación consciente de una necesidad de ser que es la vida

98
Ibídem, 137.
99
Ibídem, 146.
100
Ibídem, 154.
en sí. Así el arte se corresponde con la realidad y es representación de la verdad en el ámbito de la
creatividad sensible.

4. 8. La obra de arte total

La principal dificultad de la música wagneriana para un oyente no alemán se halla en el hecho


de que ella está pensada para representar el complejo fenómeno de hacer composible la esencia de la
cultura alemana posromántica, a la vez que una de las mayores críticas a lo alemán mismo. El gran
escritor Thomas Mann califica la obra de Wagner como “una revelación eruptiva del ser alemán”101,
en el sentido de que a la grandeza de las tradiciones y del modo de ser de ese pueblo, que se ensalzan y
elogian hasta el paroxismo, se une una profunda crítica al filisteísmo, en el sentido de pequeñez
humana y moral, de su presente histórico. Es como si al ser alemán le hubiera salido un grano en
sálvese la parte. Sus dramas musicales quieren ser el revulsivo para un pueblo grande que se encuentra
adormecido, aletargado, cultural y políticamente.
Para Wagner el renacimiento que propone y espera desde el punto de vista cultural ha de
enraizarse en la creencia en la antigua mitología normanda y en la nobleza de espíritu medieval,
mientras que la revolución política le vincula a la consolidación de un único estado alemán, que eleve
al pueblo a la dignidad que la ha sido reservada por poetas y pensadores desde Lutero. De ahí que
quizá carezcamos de la complicidad que el compositor alemán exija para poder oír su música,
complicidad para lograr que la música revolucione la vida del oyente, que ha de tornarse “estético”,
esto es, dispuesto a ser coparticipe de la belleza de una forma de arte que resume y compendia todas
las manifestaciones artísticas conocidas hasta el presente.
Estos tres fragmentos wagnerianos, que pertenecen a obras diferentes, quieren representar tres
momentos del complejo proceso por el que el “oyente estético” se ve introducido en ese ceremonial
iniciático en el que la música lo requiere lentamente para que ponga de su parte una actitud receptiva.
En tres momentos diferenciados de las obras a las que pertenecen estos fragmentos inducen al oyente a
dar crédito a la narración mítica que acontece ante sus atónitos ojos y oídos.
La melodía de Tannhäuser nos lleva de la mano a un bello mundo fantástico que presagia el
triunfo eterno del amor, incluso ante la muerte o más allá de ella. La cabalgata de Las walkirias
representa el desaforado esfuerzo del héroe/heroína que no entrega la victoria sin lucha ni se rinde
nunca. Glorificar un querer desmesurado es la condición para el triunfo épico de la verdad y el amor
(como en el caso de Odiseo). La muerte de Isolda, de Tristán e Isolda, no sólo es la expresión dolorosa
del duelo heroico por la desaparición de la mejor, sino que formalmente se constituye en la máxima
expresión de la perfecta síntesis entre la voz humana y el sonido orquestal que, al tiempo que
privilegia el sonido de las cuerdas vocales, dramatiza la prueba de que la experiencia estética supone el
triunfo postrero de lo efímero y perecedero sobre la destrucción y la muerte.
Si la música de Wagner exige y requiere un “oyente estético”, es decir, un oyente crédulo y
dispuesto a hacer revivir viejas sagas y mitos épicos, nuestra época, como ninguna, mitómana y
mitopoiética, está capacitada para seguir gozando de este esfuerzo decimonónico para proporcionar a
la exánime sociedad burguesa los héroes que un trabajo mecánico, la burocratización de la vida
pública, y unas fuerzas económicas enemigas de la cultura, les han negado. De nuevo resuena la divisa
del primer romanticismo: necesitamos una nueva mitología. Pero aquí se trata de una mitología de
cartón piedra, de unos héroes hueros y huecos, de un tiempo mítico que no es creíble de suyo. Lo que
ha cambiado es la disposición del espectador-oyente de la ópera wagneriana que, como colegialas,
añoran nuevos héroes, aunque tengan los pies de barro. Cuando el público de la Festspielhaus de
Bayreuth se sienta en las butacas de madera en una calurosa tarde del verano continental alemán, sin
aire acondicionado, para escuchar y ver una obra de cuatro horas, vemos como el fenómeno del arte
como celebración e iniciación, como fiesta y happening, como liturgia y perfomance, como
congregación y rito, como convocatoria y marketing, se inicia de alguna manera con Wagner y llega,
con variantes y transformaciones, hasta nosotros. El enamoramiento que los wagnerianos, confesos o
no, tienen respecto del artista alemán, proviene de la creencia de que la música puede salvarnos de este

101
Mann: Confesiones de un apolítico, 97.
proceloso valle o mar de lágrimas. Esta creencia arraiga en el oyente estético que encuentra en la
música del artista alemán la ocasión para confesar que es posible la redención humana por el arte.
SEGUNDA PARTE

LA ESTÉTICA DEL SIGLO XX


CAPÍTULO V

LA ESTÉTICA ESPAÑOLA ENTRE DOS SIGLOS

5. 1. Francisco Giner de los Ríos y la educación artística en España

Toda persona que pretenda ejercer de educador en nuestra sociedad debe de pasar, como
ejercicio obligatorio, por la lectura de Francisco Giner de los Ríos (1839-1915), pensador, pedagogo,
jurista, historiador, y un montón de cosas más, cuando España era un país pobre, inculto e ineducado.
Pero la principal tarea que cabe endosar en el haber de este ilustre filósofo es haber fundado la
Institución Libre de Enseñanza (ILE), que data de 1876, y que es el dignísimo precedente de todo
cuanto de bueno se ha hecho, en materia educativa, en España. Giner no es un revolucionario sino un
liberal reformista con ideas sociales. Esto ya es decir mucho en la España decimonónica en la que casi
nadie quería oír hablar de reformas, ni tampoco apostar por la educación como remedio de los males
de la patria. Nuestro autor, imbuido por las ideas de la filosofía alemana, especialmente de Krause
(1781-1832), compartía con el filósofo alemán el ideal de armonía moral de los seres humanos, de
tolerancia y de progreso científico. Su verdadero maestro y mentor fue Julián Sanz del Río (1814-
1869) que formado en Alemania representó en España un intento de modernización del pensamiento
filosófico opuesto al tradicional, monopolizado por la Iglesia Católica. Este situarse frente a los ideales
pedagógicos e ideológicos eclesiásticos, que imperaban desde la escuela infantil hasta la universidad,
fue lo que caracterizó desde su fundación a la ILE. D. Francisco, como lo llamaban los que lo
conocieron, era de la opinión que el atraso histórico de España se debía a su atraso cultural y
educacional. Las clases pudientes no compartían la idea de que la cultura y el saber es más portentoso
tesoro que pueden tener en un estado moderno, y persistían con tenacidad en su política de mantener al
pueblo sumido en la pobreza económica y educacional. Giner creyó firmemente en que el cambio
social y la modernización de España se podrían lograr mediante la extensión de la escuela laica,
patrocinada por el estado, y por la introducción de nuevos métodos pedagógicos.
Los nuevos planteamientos pedagógicos surgidos en el siglo XIX tienen mucho que ver con la
obra de Johann Heinrich Pestalozzi (1746-1827), pedagogo suizo, cuyo proyecto teórico trataba en
todo momento de armonizar la naturaleza humana, pensada como la pensaban los ilustrados, con la
moralidad que era la forma como la humanidad sobrepasa la mera animalidad. No son ajenas a este
pensador las ideas de compaginar el estudio y el trabajo manual, la educación compartida de niños y
niñas, la no distinción ni diferencia, y mucho menos la exclusión, entre los alumnos por su origen
social, y otras muchas ideas que hoy nos resultan obvias en educación. El bueno de Giner quiso aplicar
en la ILE las ideas de Pestalozzi, Fröbel y Key, a la desolada España. En sus escritos y en su práctica
docente aparecen la disciplina basada en el trabajo y el respeto, y no en la coacción o el miedo al
profesor, la importancia de la educación física, antes nunca destacada, los trabajos manuales en la
escuela, que se consideraban serviles, y las excursiones y juegos como complementos pedagógicos
ideales.
En este contexto es en el que se inserta la noción de educación artística, que Giner no se
inventa, pero que si la matiza y modaliza pensando en aplicarla a nuestro pueblo. Hasta él, leer,
escribir y las cuatro reglas eran la base de toda educación, y la mayoría de los que iban a la escuela no
pasaban de ahí. Por eso sonaba a disparate y estrambote sostener que la educación para y por el arte es
una de las bases fundamentales de toda educación. Que al niño en la escuela, al adolescente en el
instituto y al joven en la universidad hay que educarlo, sea cual sea su nivel de especialización, sobre
la base de una capacidad para percibir, captar, comprender y producir los objetos artísticos.
De esta manera el dibujo, que cualquier parvulista actual valora adecuadamente, tiene que ser
la base de esa educación artística. A él le deben seguir la educación del gusto artístico, del sentimiento
estético, de la capacidad de apreciar el arte, y un sinfín de objetivos que deben ser logrados a lo largo
de todo el curso del período formativo de la persona. Frente a la cultura que Giner consideraba
embrutecedora, toros, taberna y cartas para las clases humildes, sostiene el ilustre pedagogo que hay
que cambiar los hábitos de los españoles en materia de ocio y tiempo libre. En su lugar se proponen,
empezando por su práctica en la escuela, las excursiones al campo y a lugares pintorescos, puesto que
al ejercicio físico unimos el interés cultural, la visita a museos, que una vez que se empiezan terminan
interesando a mucha gente, y la práctica de juegos y deportes, que también llegan a ilusionar a quien
los desarrollan.
Pero en lo que Giner de los Ríos pone especial énfasis es en el tema del patrimonio artístico y
en su mal uso y aprovechamiento. Al paso de denunciar su abandono y la falta de interés de los
poderes, tanto públicos como privados, en su conservación, nuestro querido filósofo plantea que a la
necesidad de mantener y conservar nuestro inmenso y maravilloso patrimonio, hay que unir un uso
didáctico del mismo (tema del ejercicio nº 14), de tal manera que museos y colecciones de arte pasen
a ser patrimonio del pueblo que los visite, conozca y aprecie. A los museos habría que añadir
monumentos públicos, como el enorme patrimonio artístico en manos de la Iglesia, que debería serle
confiscado en el caso de no hacer buen uso de él, los yacimientos arqueológicos, hasta hace poco en
manos de saqueadores, filibusteros, cuatreros y forajidos que han engrosado colecciones privadas en
detrimento de nosotros y de las generaciones venideras, y tantos y tantos ejemplos que constituyen el
tesoro artístico de un pueblo.
Giner representa la conciencia lúcida y sabia, de que no es posible dar la espalda a la tradición,
unida a la propuesta de reformar la educación para hacerla más apropiada a la sensibilidad de hombres
y mujeres de nuestro tiempo. En este sentido no solo se exalta la educación artística por sí misma, sino
que se la coloca en el lugar más alto como fundamento de toda educación, cultura y formación. En
nuestro país, y en cuestiones de formación artística general, es decir, la que es exigible para cualquier
alumno en los niveles que hoy llamamos obligatorios, es muy frecuente pensar que todo se ha
inventado recientemente. Como muestra del importantísimo papel que otorgaban los miembros de la
Institución Libre de Enseñanza, cuya influencia ha llegado de modo importante hasta la Guerra Civil,
y después hasta la democracia, baste una pequeña muestra de que también en España las mentes más
lúcidas han incorporado desde finales del siglo pasado lo mejor del pensamiento europeo, no sólo en
materia de educación artística sino también en el tema de la conservación del patrimonio cultural.
Pero esa matizada incorporación de las tendencias y tradiciones europeas no ha estado reñida
con un desvelo extraordinario por la recuperación, conservación y transmisión de nuestro patrimonio
cultural. De ahí que no tenga por qué existir contradicción entre el dejarse influir por la cultura foránea
y el interés por nuestro acervo común. Si reparamos en la caracterización gineriana de la universidad
española rápidamente apreciaremos cómo se parece a la nuestra. 1. Se trata de una universidad que da
la espalda a la escuela primaria y a la educación secundaria. 2. Es un organismo con un sobrepeso de
las funciones administrativas. El profesorado y el alumnado tienden a cumplir y nada más. 3. En la
universidad no hay convergencia sino atomización de las actividades. 4. La masa estudiantil es
indiferente y carece de motivación e interés. 5. La acción directa de la universidad fuera de sus aulas
es casi nula y apenas tiene proyección social. 6. La actividad investigadora es átona y carece de eco
externo. 7. La formación del profesorado universitario es escasa y deficiente en especial en el ámbito
pedagógico. 8. Se hacen demasiados exámenes y en la mayoría se recurre al memorismo para aprender
la lección, y se les da demasiada importancia a los exámenes. 9. El profesorado, en general, y
atendiendo al tiempo empleado en su formación y en el salario de otras ramas productivas, está más
pagado. 10. También en general se aprecia en la universidad española falta de disciplina, tanto de
autodisciplina como de autoexigencia en lo que se hace por parte de profesores y estudiantes.
No es preciso ser muy sagaz para caer en la cuenta de la tremenda actualidad que tienen las
palabras de Giner, en la universidad española de la LOU, en la que a veces se cambian las estructuras
pero permanecen inalterables los malos hábitos y los vicios ancestrales, como los denunciados en el
texto que sigue.
5. 2. La generación del noventayocho

5. 3. La obra de Ortega y Gasset en el ámbito de la estética.

Una de las influencias decisivas en Ortega la supuso la obra de Paul Natorp (1854-1924), filósofo
neokantiano, cuyo interés por los temas de estética en relación con la pedagogía social está
directamente vinculada la formación estética del pueblo, en la línea de las originales ideas de Schiller.
Natorp apuntaba en su Curso de pedagogía social (1905-1913) se mantiene la tesis de que el mundo
del arte produce una verdadera clase de conocimiento. Al ser independiente de las leyes del
entendimiento y la voluntad, la creación artística dispone de la materia del uno y la otra y las utiliza
como juego. Este juego tiene que ver con el sentimiento puro que trasciende a los individuos, de
manera que la obra de arte es objeto de un entender sentimental, que no es mera pasividad ante el
objeto, sino también, y muy principalmente, acción sobre el mundo y las cosas. Según el pensador
neokantiano el arte se funda en el juego infantil, que es impulsado por la libre creatividad e inventiva
del infante que preludia formas de creatividad que llevan siempre aparejadas cierto grado de
sentimiento afectivo102

102
En relación con Paul Natorp, puede leerse su Curso de pedagogía social, en especial, las págs. 115-
116.
CAPÍTULO VI

LA APORTACIÓN DEL PSICOANÁLISIS A LA ESTÉTICA:


LA NOVELA PERSONAL DEL NEURÓTICO

6. 1. El psicoanálisis y el arte.

Para entender el planteamiento de Sigmund Freud (1856-1939) desde su origen y en su


aplicación a la obra de arte, tenemos que vernos a nosotros mismos como constituidos por un afán
insaciable de placer, por una tendencia a no negarnos ninguna satisfacción, y también abocados a tener
que renunciar a la satisfacción, quizá a lo que más nos gustaba, a lo que nos proporcionaba un placer
más intenso. Pensar al ser humano como constituido e inscrito por y en el deseo es el germen del
pensamiento freudiano. Pues bien, el deseo sexual es el sustituto de aquel desear sin freno y sin ley
que nos impulsaba en la niñez a desear lo prohibido, a forjarnos ilusiones en algo interdicto, a poner
nuestro anhelo en lo imposible de lograr. Nuestros actuales objetos de deseo, entre los que los objetos
artísticos se encuentran incluidos, son un producto postrero de aquel primordial objeto que fue
proscrito y prohibido, y que jamás nos ha sido dado desear al llegar a adultos. Las imágenes de las
personas que amamos tapan, velan, ocultan el verdadero deseo que, como digo, es de naturaleza
inconsciente, y jamás podrá llegar a sernos visible. El objeto, la imagen artística tiene igualmente la
característica de ser objeto de deseo para el artista y para el destinatario del arte. En ella algo se oculta,
algo se vela, y nuestra tarea como filósofos es de desvelarlo.
El psicoanálisis aplicado al mundo del arte y el artista tiene como secreta aspiración hacer
consciente y sabido lo inconsciente, posición ésta que representa un cierto grado de heterodoxia, pues
de suyo lo in-consciente es lo que jamás podrá llegar al mundo de la conciencia. La curiosidad por los
objetos artísticos tiene que ver con el hecho de que en ellos trabaja y se juega el destino lo que no
puede ser sabido pero que despierta nuestro deseo. De ahí el deseo de saber, la curiosidad, el afán de
entender, cuando tratamos con esos extraños artefactos en los que vemos latir la vida, que son las
obras de arte. Son como fetiches mágicos, dotados de unas propiedades mágicas que les conferimos
nosotros mismos. A fuerza de desear un objeto indeseable, hemos configurado a los subrogados del
no-objeto con las características del objeto desaparecido, del objeto perdido, que los hacen
especialmente apetecibles.
La concepción dinámica y genética de la sexualidad humana puede expresarse de otro modo,
quizá más sencillo. Los seres humanos estamos sometidos a pulsiones que proceden de nuestro
interior y cuyo objeto cambia con el tiempo. La pulsión, que nada tiene que ver con el instinto animal,
pues éste tiene el objeto preconcebido y se orienta directa y frontalmente al objeto en el que halla su
satisfacción, y aquella es un ansia con objetos cambiantes, después de muchos avatares, entre los
cuales el más importante es que se dirige originariamente al sujeto mismo del impulso, esto es, la
pulsión es originalmente narcisista, y de hacerlo después hacia las cosas, termina pretendiendo lograr
su satisfacción en y con otro sujeto. La pulsión humana no es deseo de objeto u objetos, sino deseo de
sí mismo y deseo del otro. El artista no es sino el gran narcisista que encuentra en la obra la realización
de la libido o energía sexual bajo los dictados de un gran otro que lo tortura y mortifica. La obra como
cosa u objeto es el fetiche que simboliza las propiedades transferidas desde el otro prohibido y el otro
represor. El arte es como el despojo en el que el hambriento encuentra algo para saciar su ansiedad,
pero que, en definitiva, no sirve sino para acrecentarla, aumentarla, y generar nuevas angustias.
El impulso es reconocido desde antiguo como el origen del saber; su dinamismo transita desde
la cosa hasta el otro o los otros humanos. Ya Aristóteles ha entronizado en nuestra naturaleza el
impulso a saber como lo más originario y constitutivo. Para Freud lo que nos impulsa al saber es
vernos constituidos como materia y objeto de un deseo. Dicho en otros términos, nuestro querer sólo
alcanza satisfacción cuando quiere otro querer, o bien en la forma de querer lo que el otro quiere,
siendo tan tornadizo como el deseo ajeno, tan voluble como el capricho de la niñez; o bien, el hacer
que el otro me quiera a mí o que quiera lo que yo quiero, esto es, a mí. La conciencia como conciencia
de sí mismo se resuelve en la propiedad (lo que el otro / los otros quieren), y en egoísmo (quererme a
mí mismo y que me quieran). Llama la atención cómo desde el deseo sexual podemos aterrizar en el
sistema social de la propiedad y el egoísmo. Esto, que en principio se llama narcisismo, luego se
transforma en interés social pero, en cierto modo, nunca nos abandona.
La única pero mayor dificultad de esta posición que aquí se defiende deriva de entender el
psiquismo humano como un sistema en conflicto y no, como pretenden otros, como sistema en
equilibrio. Si nos encontramos a disgusto, o tristes o simplemente mal, es porque se da la tendencia a
encontrarse a disgusto, tristes o enfermos, tendencia que puede ser derrotada momentáneamente, pero
que nunca desaparece del todo, porque la mente humana es un sistema de equilibrio muy inestable,
continuamente amenazado por tendencias contrarias, por pulsiones que incluso son destructivas para el
propio yo. En la elección que hacemos de la persona con la que queremos estar, o del objeto artístico
que nos place, se produce un fenómeno curioso. Elegimos a nuestras parejas en función de lo que nos
parece atractivo y nos llama la atención. La obra de arte nos gusta porque nos place, porque la
queremos para nosotros, porque quisiéramos incorporarla a nosotros mismos. Pero la imagen de lo que
amamos, como imagen deseada y placentera, sirve también para obturar, para velar otra u otras
imágenes que pugnan por llegar a nuestra conciencia, y que inútilmente tratamos de sustituirlas por las
personas amadas, o por las imágenes artísticas (pensemos en el cine, el starsystem, o en el
enamoramiento de los/las jóvenes ídolos).
Cuando un contenido de nuestra conciencia posee una connotación afectiva, y casi todos, por
no decir todos lo tienen, hemos de pensar que tiene un carácter de fantasía, de objeto fantaseado, de
alucinación que hemos forjado para evitar que aparezca otra imagen o idea que ha sido reprimida y
que quiere salir a la superficie, como uno de esos balones de aire que no se dejan sumergir en el agua y
que, o bien lo lastramos al fondo de la piscina, o bien nos ponemos encima para impedir que flote. De
aquí se deriva una importante consecuencia para la psicología del arte. El papel del sistema
percepción/conciencia en la forja del objeto de nuestro interés es muy considerable, de manera que
somos activos, en el sentido de que sacamos de nuestra memoria huellas mnémicas, restos de antiguas
percepciones, o fragmentos de las mismas, para constituir imaginariamente la imagen artística. El
objeto artístico percibido es una construcción que debe más a nuestra subjetividad que a la
información retiniana, en especial en lo que tiene de placentero, es decir en su aspecto mágico-mítico.
Se trata de un objeto que queremos in-corporar a nuestro yo, que queremos carnalizarlo para que
forme parte de nosotros mismos, que casi queremos deglutirlo, asimilarlo en nuestro interior.
Por otra parte, la creación artística presenta una similitud muy grande con el juego infantil.
Los jóvenes y los menos jóvenes somos como los niños, que escapamos y nos evadimos de la realidad,
muchas veces insoportable, con fantasías, y obtenemos placer en esas fantasías. Las fantasías son
como los juguetes, algo indispensable para obtener placer imaginativo, que es el placer de la imagen y
el placer imaginario. La insatisfacción de lo que se desea inconscientemente, de lo que se desea sin
que acceda a la conciencia, y con aquello que queremos pero que nos sabemos lo que es (de ahí que
sea frecuente no saber lo que se quiere, o sólo saber lo que no se quiere), nos lleva a entrar en contacto
con subrogados, con sucedáneos, que son con lo que nos conformamos cuando no tenemos el original.
Las imágenes, procedentes de cualquier sistema reproductor, artístico o no, vienen a ser copias o
imitaciones de una original, que nos fue negado de una vez y para siempre, pero que retorna como
simulacro. De la misma manera, lo que parece ser un listado de nuestras conquistas, desde una a mil
tres (cifra que se atribuye a Don Giovanni, el personaje de la ópera de Mozart), es la misma repetida
o, para ser más exactos, figuras que inútilmente tratan de sustituir a la primera negada. Y hay lista
porque todos sus miembros son subrogados, falsas copias, que jamás pueden sustituir a la original,
porque son tan sustituibles como caedizas.
Y ¿de qué se trata cuando hablamos de la protoimagen, o el objeto primordial negado a toda
criatura humana? Pues simplemente de nuestra madre, de la real o de la imaginada, de la que nos parió
o de la adoptada, de la que nos amamantó o de la que nos sigue amamantado, pero siempre de una
figura femenina. Siempre, en algún rincón, está la dama, nos confiesa el propio Freud. Cuando en un
momento tenemos ante los ojos a una persona a la que queremos, se produce simultáneamente el
recuerdo de una vivencia infantil satisfactoria, y una anticipación del futuro al que imaginamos tan
feliz como lo fue ese momento infantil. Este es otro de los misterios o propiedades misteriosas del
deseo humano, del deseo sexual. El pasado, el presente y el futuro aparecen engarzados por el hilo del
deseo que los atraviesa. La satisfacción ligada a la obra de arte también consigue enlazar tres
momentos decisivos en la vida, el pasado como ilusión y satisfacción imaginaria, el presente como
signo o evocación de un posible bienestar, y el futuro como esperanza de reconciliación y redención
con nosotros mismos, como idealizado estado idílico.
Imaginar una situación poética o narrativa, pintar, novelar o representar artísticamente una
realidad se resuelve en querer restaurar y hacer que vuelva una imaginaria felicidad perdida; es como
soñar despierto con que es posible ser feliz, con la expectativa de la felicidad futura a imagen de la
pasada. Pero el deseo del artista, como el del lector, dado su carácter pulsional, resbala y se desliza
sobre todo posible objeto. Los amantes del arte, los que gozamos con la representación artística,
practicamos un juego “infantil” consistente en hacer desaparecer algo para que aparezca de nuevo.
Anulamos lo real presente para que aparezca lo real como ilusión y engaño. El niño que tira el juguete
para que sus padres se lo vuelvan a dar, o el que se esconde tras un trapo para jugar a aparecer y
desaparecer una y otra vez, es la imagen más expresiva del artista y del receptor del arte, que
continuamente descalifican y recalifican sus objetos, los desprecian y los adoran, los odian y los aman,
están y no están presentes. El objeto artístico puede ser materia de desecho, excremento y chatarra,
pero la mirada del espectador puede recuperarlo en su esplendor y brillo. Cuando Andy Warhol
recupera la falsa estética de los productos del supermercado, como un bote de sopa o un paquete de
abrillantador, asistimos a esa doble perspectiva que el psicoanálisis ha introducido en la consideración
sobre el arte, por un lado el consumo y destrucción de la realidad inmediata, que no es sino un resto
excrementicio de lo real, y por otro, nuestro deseo que se pone en juego a partir del resplandor que el
objeto produce, como engaño y falsedad.
La experiencia estética es, como la sexual, repetitiva, machacona e insaciable, genera locura y
desvarío. Renuncia a lo que adora y se mata por lo que un segundo después desprecia. Idolatra el
oropel y el falso brillo de las cosas, y se lamenta de su caducidad e inconsistencia. Es una extraña
mezcla de agrado y desagrado, de placer y dolor, de euforia y melancolía, de satisfacción y de hartura.
Quizá la causa de todo pueda ser la incapacidad radical de amar otra cosa que a nosotros mismos. La
imposibilidad de una relación perfecta y completa entre el artista, su obra y el destinatario de la
misma, puede originarse en que nuestro principal fracaso ha sido el de no ser capaz, o el tener que
renunciar a ese narcisismo primario, a estar enamorado de uno mismo, y cuando nos encaminamos
hacia los demás, la herida narcisista se reabre, vuelve a sangrar, y nos recuerda que jamás nadie nos
podrá querer como una vez nos quisieron a nosotros y nos quisimos nosotros.
En definitiva puede resumirse como absolutamente crucial la aportación del psicoanálisis para
la estética, sobre todo porque explica la génesis neurótica de la obra de arte y la personalidad
psicopática tanto del artista como del lector. Hasta sus más encendidos críticos, por ejemplo Lucien
Goldmann, reconocen a Freud el haber descubierto que la relación humana con el mundo natural y
social exige como complemento una satisfacción imaginativa, que puede tener las formas más
diversas, entre ellas la experiencia y con otras obras artísticas, desde la doble perspectiva del creador y
del receptor de la obra, perspectivas que ahora, en su mutuo acercamiento, resultan mucho más
comprensibles103. Lo que podemos llamar la novela personal del neurótico no sólo es la fuente de toda
satisfacción pulsional y de toda creatividad artística, sino que, también, en la medida que nos
acompaña personalmente hasta el final de nuestra existencia, hace de cada ser humano un creador
potencial y un disfrutador de satisfacciones imaginarias relacionadas con la obra de arte.

6. 2. La novela familiar del neurótico

Un texto como “El poeta y el fantasear” no puede ser leído y entendido sin evaluar
conjuntamente la aportación del descubrimiento de lo inconsciente a nuestra comprensión del hecho
artístico, y la aportación del arte a la exploración de lo inconsciente mismo. A la hora de evaluar la
importancia del psicoanálisis al estudio y comprensión del arte no podemos olvidar aquellas palabras
de Freud referidas a que ninguna aportación teórica, por importante que pueda ser, nos puede explicar

103
Cfr. Goldman: Para una sociología de la novela, y sobre Goldman, Molina García: El marxismo
como tragedia. El profesor Molina estudia el componente “trágico” del pensamiento marxista a la luz de la
epistemología genética, esto es, el estudio de lo imaginario social, y su función dialéctica sobre los agentes
sociales, en los que cabe situar todo acción creativa.
totalmente la satisfacción y el gozo humanos ante el hecho artístico. El placer del arte y con el arte ha
sido, para el fundador de la escuela psicoanalítica, el punto de partida y de llegada cuando de arte se
trata. ¿Por qué y de qué obtiene placer la criatura humana en su trato con la obra de arte? ¿Qué
psicología, en el sentido de vida anímica, caracteriza al artista en relación con el resto de los humanos?
El presente texto también se plantea inicialmente por el origen de la conmoción y la emoción que tan
intensamente sentimos ante la obra de arte. Por un lado cabe pensar que en todo ser humano se oculta
un poeta, y que debe existir una actividad afín al poetizar en aquellos que jamás han compuesto ni
creado nada. El correlato del poetizar, que en el presente texto hay que tomarlo en el sentido de
actividad creadora o de la fantasía, hay que atribuirlo al juego infantil, y a su resto en la edad adulta
que es el fantasear. Sobre el juego infantil es importante observar la seriedad con la que el infante se lo
toma, y su carácter de antítesis de la realidad en su gravedad y efectividad.
El individuo adulto fantasea por la imposibilidad de mantener por mucho tiempo la seriedad y
el carácter coactivo de la realidad de la vida seria. El fantasear (Phantasieren) es el juego despierto del
adulto consistente en forjar imágenes agradables, en las que se ve con poder o amado por una bella
mujer, o realizando cualquier fantasía. Freud repara en el hecho de que nos avergonzamos de nuestras
fantasías y que difícilmente somos capaces de reconocerlas. Sólo los enfermos nerviosos, bajo
determinadas circunstancias, son capaces de contar al terapeuta sus secretas fantasías, en la confianza
de que esa narración tendrá efectos terapéuticos. De esta circunstancia de la clínica de los neuróticos
extrae el psicoanalista vienés la convicción de que el fantaseo es un síntoma de insatisfacción, y que
tiene que ver con deseos eróticos o de poder. De manera que el héroe y ser persona amada son los dos
grandes territorios de la fantasía diurna.
Otra aportación decisiva del texto a la concepción de la estética la constituye la distinción de
los tres tiempos del fantasear, que ofrece tres pautas de comprensión de la creatividad artística. Una
impresión actual (presente) nos lleva, en un movimiento de captación hacia atrás, a una vivencia de
nuestra vida temprana (pasado) en la que el deseo resultaba satisfecho, creando una expectativa que en
un tiempo por venir (futuro) ese deseo suscitado por la impresión actual podrá ser satisfecho del
mismo modo que lo fue en nuestra infancia. La satisfacción resulta ser alucinatoria y sólo con
imágenes forjadas por nuestra propia mente es posible esa realización de deseos.
De todo este análisis del fantasear extrae Freud una importante conclusión. Si los enfermos
mentales enferman por la incapacidad vivir con sus recuerdos, o de sobrellevarlos, la multiplicación y
exacerbación del fantasear es el síntoma claro de la caída en la neurosis, definida como el sobrepeso y
la sobredimensión de la realidad psíquica frente a la vida real que sucede en la exterioridad del sujeto,
o en la psicosis que acontece cuando el mundo externo rige la mente humana sin que el sujeto suponga
una barrera para esa intromisión del mundo exterior en el yo. La conclusión que cabe extraer para la
estética es clara: autores y creadores de obras de arte son enfermos mentales que gozan con sus
síntomas neuróticos, o que se defienden de recaer en la psicosis con sus fantasías artísticas. Nuestro
autor, que tiene fundamentalmente en la mente el caso de los escritores y literatos desde el
romanticismo, encuentra en la literatura la quintaesencia de la obra de arte, que consiste en forjar un
personaje o representación heroica, con la que autor y lector terminan identificándose. Con las
aventuras y avatares del héroe el yo, tanto de uno como de otro, terminan conjurando el peligro y la
amenaza con las que viven. De ahí el carácter emblemático de la frase “Nada puede pasarme” para
plantear el deseo de invulnerabilidad que tenemos los que escribimos y leemos, que lo hacemos para
que nuestro yo escape de los reales peligros que lo amenazan.
Todo en el arte está polarizado en tendencias amigas y antagónicas del yo, cuyo naufragio se
insinúa con frecuencia pero jamás se alcanza. En consecuencia, podemos intuir que, en la vida del
neurótico dotado para la creatividad artística, las impresiones de la vida diaria, dotadas de una fuerte
investidura (Besetzung) afectiva (amadas u odiadas) llevan necesariamente al recuerdo de una vivencia
anterior, casi siempre infantil, en la que estaba en juego la satisfacción de un deseo oculto o
insatisfecho, recuerdo que plantea la necesidad de crear una ficción (Dichtung) que condense ambas
situaciones, la del recuerdo infantil y la de la satisfacción alucinatoria del deseo. Lo decisivo es la
noción de satisfacción del deseo mediante la ficción, el elemento poético o creativo del arte, cuya
textura y materialidad tiene que ver con deseos reprimidos e inconscientes de nuestra infancia, que nos
acompañan siempre. La conexión de la obra con el lector tiene que ver con la comunidad que cabe
reconocer entre los dos elementos de toda ficción artística, el elemento del pasado, algo infantil e
ingenuo, y una alusión a circunstancias actuales que compartimos, como lectores con el autor, como
autores con el lector. El destinatario de la obra artística es el incauto al que el autor dirige su fantasía y
que es víctima de la capacidad de unir lo heteróclito y disperso que se halla en la obra y en sus propios
recuerdos, en su presente y en el pasado que le evoca y al que lo retrotrae la obra. Esta conjunción de
tiempos tiene su correlato en la condensación de significado de las palabras que componen la obra de
arte literaria.
Los humanos buscamos con ahínco encontrarnos con posibilidades de satisfacer
alucinatoriamente nuestros más íntimos deseos y esperanzas. Freud también apunta en una dirección
de interés para los estudiantes de humanidades, pues aporta la observación según la cual la literatura
extrae sus materiales del acervo popular, constituido por fábulas, mitos y leyendas. La esencia de estos
últimos son imágenes de la psicología de los pueblos, de manera que podríamos hablar de “fantasías
desiderativas de naciones enteras”, de “sueños seculares de la primitiva humanidad”, con lo que se
abre un inmenso campo de estudio para conocer la relación entre la imaginación del poeta y la
imaginación popular transmitida por vía oral.
En definitiva, el texto freudiano, que nos plantea múltiples vías de entendimiento de la obra de
arte y de la psicología del artista, se concentra en fundar el placer estético en la satisfacción de los
deseos inconscientes que la obra nos procura. Esta satisfacción es llamada “placer preliminar” que
consigue eliminar las tensiones que la vida despierta y consciente crea en nuestro psiquismo atenido
en todo momento al principio de realidad, en detrimento del principio del placer. La mitigación de los
deseos insatisfechos, bajo cuyo yugo el artista vive atormentado, representa la mayor virtualidad de la
obra que se entrega como algo carente de valor y mérito, pero que el destinatario la inviste de poderes
extraordinarios, en relación con su condición de criatura deseante e insatisfecha.
Freud creía que la psicocrítica de base analítica podría convertirse en el saber que explanara
todo el ámbito de la crítica literaria y la ciencia de la literatura, lo que supondría introducir en la
metodología de las ciencias humanas el principio de la prevalencia de lo inconsciente a la hora de
encontrar la génesis de los fenómenos artísticos. El planteamiento freudiano, así como su radical
descubrimiento del papel de lo inconsciente en la vida psíquica, sigue teniendo la vigencia derivada de
la relación entre la mente creadora y la mente neurótica. En la medida que nuestra época sigue siendo
caracterizada por un esencial neuroticismo, esto es, por un predominio aplastante de nuestra vida y
nuestros fantasmas psíquicos, la actualidad del psicoanálisis es enorme. Es muy probable que
sobreviva a los feroces ataques que la psicología de inspiración conductista, y de pretendida base
científica, le ha dirigido desde Skinner, y le seguirá dirigiendo, puesto que el descubrimiento freudiano
tiene como supuesto y terapia el que los pacientes no dejan de hablar, y no se les puede impedir que lo
hagan.
CAPÍTULO VII

LA ESTÉTICA FENOMENOLÓGICA:
PERCEPCIÓN CORPORAL Y OBRA DE ARTE

7. 1. Presentación.

Pensamos que, en un curso de introducción a la estética moderna, la mejor manera de iniciarse


en la estética fenomenológica es vérselas con un texto de Merleau-Ponty, aunque pueda parecer una
osadía, máxime cuando lo dicho versa sobre un pintor que, como Paul Cézanne, ha hecho correr ríos
de tinta y provoca controversias muy encendidas sobre la interpretación de su obra. Sin embargo,
quizá no sea una vía indirecta la de plantear el problema de la percepción del mundo externo,
problema base de la fenomenología de Husserl, hablando de la peculiar forma de percibir y pintar del
genial pintor francés. Digamos, para entendernos, que la fenomenología del hecho artístico tiene
mucho que ver con la percepción del mundo, suponiendo que entre el arte y el no arte hay una
correspondencia. Este capítulo quiere situarse a medio camino entre la obra del genial pintor y su
aproximación filosófica por Merleau-Ponty.
En todo caso si cupiera decir aún algo sobre el pintor de Aix-en-Provence, habría que señalar
que con él el arte moderno llega a una experiencia extrema y límite, hasta un punto en el que la pintura
no ha podido ir más lejos. Con todo, esa experiencia artística que está depositada en la inmensa
producción del pintor, responde toda ella a lo experimentado por una individualidad como su
manifestación única y necesaria. De la singular experiencia contenida en su obra nace su fuerte
atractivo. No es un pintor por el que se pueda pasar de largo, verlo con o junto a otros, estudiarlo como
uno más del programa, o situarlo en la historia del arte entre otros. Cézanne es un capítulo aparte,
porque el espectador se ve retenido en la fuerza de sus cuadros, en la originalidad de sus colores, en su
modo de con-figurar la realidad. En él la realidad ha llegado a estar tan cosificada que ha dejado de
tener utilidad o finalidad fuera de su ser pintada. Lo pintado se ha hecho cosa, ha dejado de ser fruta o
botella, persona o montaña, para ser simple cosa. Pero se trata de cosas cuya presencia las hace
indestructibles, cuyo espesor y densidad es mayor que lo que encontramos fuera del cuadro. Lo
pintado tiene mayor densidad y espesor que lo real. Ésta es una de las claves para entender la obra de
nuestro autor, y con ella la pintura moderna: el cuadro, como ventana heurística, nos hace descubrir
una dimensión de la realidad que no proporciona la retina; añade, por así decirlo, nuevos datos a los
datos de la percepción.
El esforzado trabajo de Cézanne tiene que ver con una dimensión de la percepción del mundo
físico, con “la fuente impalpable de las sensaciones”, en palabras de J. Gasquet en su libro sobre el
pintor. El propósito de su personalísima manera de pintar es poder hacer de la realidad una cosa-
cuadro, para convertirla en indestructible, no pasajera, eterna, compacta, impenetrable. Supo purificar
las cosas a base de difuminar los contornos, de conseguir unas transiciones de color de acuerdo a las
que nunca se sabe cuando termina la cosa y cuando empieza el fondo. Es como una especie de
“objetividad ilimitada”, de la que nos habla Rilke104, la que convierte a los retratos en algo inhóspito,
raro, chocante, primitivos y enloquecidos, burdos y profundos.
Con el mismo estupor y la misma inquietud nos volvemos a plantear la pregunta que
obsesionó al pintor: ¿cómo distinguir en las cosas su color y su dibujo? No hay distinción posible sino
compactación, transiciones de dibujo y color para atestiguar la pertenencia de las cosas y las personas
al entorno físico, al medio ambiente en el que son pintadas por el artista. Nuestro autor no personaliza
sino cosifica, hace cosas pictóricas que no son traslúcidas y transparentes sino opacas, con la opacidad
de una percepción saturada, que abre paso al hacer de nuestra inteligencia, para que ésta complete el
cuadro.

104
Rilke: Cartas sobre Cézanne, 51.
Para Cézanne no hay objeto artístico diferenciado. Alguien puede pensar que sus temas son
horribles y hasta repugnantes, pero de lo que se trata es más bien de ver las cosas con el ojo de las
cosas mismas, de convertir el ojo del pintor en el ojo de la cosa. La cosa ve, nos ve, y quiere ser
pintada. Le dice al pintor cómo ha de pintarla. Le habla al artista dirigiéndose a su visión. Nunca
puede hablarse como en Cézanne de un arte sensible, corporal, de la implicación de mi cuerpo que está
asociado a otros cuerpos, de una mirada sobre las cosas que deja hablar a las cosas mismas, sin
imponerle de antemano lo que ellas deban decir. Los interrogantes básicos y esenciales los ha
formulado el propio Merleau-Ponty en otro lugar: “¿qué es esta ciencia secreta que tiene y que busca
el pintor?, ¿qué es la dimensión conforme a la cual Van Gogh quiere ir «más lejos»?, ¿qué es eso
fundamental de la pintura y quizá de toda cultura?”105.
El pintor pinta con su cuerpo pues, en principio, ni su alma ni su espíritu pintan, y lo hace con
su visión y sus manos que manejan pinceles. Pintar es un modo de abrirse al mundo y apropiárselo
de modo parecido al que maneja un instrumento para hacer más visible o más transparente la
realidad externa. Puede decirse también que pintar es el producto maduro y en sazón de la visión.
Cuando la visión ha experimentado con lo visto de manera intensiva y suficiente, madura hasta el
punto de pensar, como su consecuencia natural, en recrear la realidad. La realidad de la pintura es una
realidad recreada por la visión que no se conforma con ver sino que interpreta, transforma, crea, y, sin
embargo, no deja de producir realidad visible. Así la inteligencia es visual y la visión inteligente.
Para Merleau-Ponty el misterio y el secreto de la pintura tiene que ver con que las cosas y mi
cuerpo están hechos con la misma tela y con una hechura idéntica. Lo que veo, y lo que ve de modo
privilegiado el pintor, es la naturaleza misma, de tal modo que es comprensible la frase atribuida a
Cézanne de que “la naturaleza está en el interior”. Si las cosas tienen cualidades, luz, color,
profundidad, es porque nuestro cuerpo es capaz de interpretarlas. Las cosas se encarnan en mí, y nunca
puedo decir donde está el cuadro que miro, si en el exterior o dentro de mí. La fenomenología, que
describe las cosas como contenidos de la conciencia humana, no sólo descubre los puros contenidos
ideacionales en los que se resuelven las cosas, sino, dando un paso más, descubre cómo las cosas
cobran realidad porque se encarnan en nuestros sentidos. Lo imaginario es el modo de ser en
verdad de lo real, el modo en que lo real se corporaliza, y toma sentido en sí mismo y para nosotros.
La pintura proporciona una presencia de las cosas en nuestra sensibilidad y, por ende, en nuestro
cuerpo que nos transforma a su vez en cosa, en carne semejante al mundo externo. Llega un momento
que no se sabe bien quien pinta y quien es pintado. En definitiva Cézanne piensa en pintura.

7. 2. Otros aspectos de la estética fenomenológica106.

Varios son los asuntos sobre los que la estética de raíz fenomenológica se ha pronunciado con
ricas sugerencias y aportaciones muy pegadas a la práctica artística y a la psicología del receptor de la
obra. En primer término esta su concepción de la creatividad como disposición y actitud natural. El
crear viene a ser una faceta semejante al conocer, una vocación propia del ser humano. Percibimos el
mundo lo decimos, nos apoderamos de él para humanizarlo, lo elaboramos en forma de nuevos objetos
que son en él como nuevas luces. Según esta visión, crear es la forma plena del hacer, un hacer que
revela a la naturaleza, por medio de la humana capacidad, como creadora de nueva naturaleza. Por
seguir con Cézanne, la naturaleza crea valiéndose del pintor otra naturaleza, más verdadera que la
anterior, una naturaleza que representa el lenguaje del cuerpo animado del pintor. El creador no lo es
antes de crear, no expresa una personalidad, modo de ser, carácter o psicología antes de crear, como si
lo expresado en la obra existiera antes de su acción. Al crear, se crea a sí mismo con sus manos;
cuando impone, mediante una técnica artística, el sello humano a una materia, se marca él mismo con
ese sello, se hace verdaderamente hombre. El artista disciplina y da forma a su cuerpo mediante el
lenguaje artístico que es, ante todo, un modo expresivo de la corporalidad. Por ello, Alain sitúa la
danza como el primer escalón de las artes. Parece resonar aquí, aunque Alain lo negara, un eco de
Nietzsche: la bella apariencia del danzante dionisiaco es la verdad del ser humano; el arte viene a ser

105
Merleau-Ponty: El ojo y el espíritu, 13.
106
En este apartado seguimos a Dufrenne: Corrientes de la investigación en las ciencias sociales. 3.
Arte y Estética. Derecho, 280-458.
ese juego serio por el que el hombre se afirma ya como superhombre, por el que se libera aceptando
las reglas que él mismo se da, y por eso la obra de arte es siempre susceptible de un análisis formal.
Dado que el arte es una ocupación extraordinaria se puede analizar con medios extraordinarios.
Un segundo orden de problemas, ligados a la creatividad, lo representa el significado del arte
para el yo, sus vivencias y afectos. El arte, tanto desde el punto de vista del creador como del receptor,
parece exigir como gesto preliminar un cierto repliegue afectivo, una mirada sobre nuestras vivencias,
nuestra historia vital, y sobre nuestra energía psíquica que se vuelca simultáneamente hacia el interior
y hacia el exterior. Como dice Mauron: “Se precisa una mirada ciega, sensibles a todos los matices y
presencias de la noche”107
En un intento de unir el análisis fenomenológico y la psicología profunda Kaufmann recoge a
su modo el tema de la creación como regresión a lo originario. Tanto en Kaufmann como en Lacan el
psicoanálisis se afilia a toda una escuela de pensamiento cuyo resorte es una meditación de la ausencia
(o del disfraz, o de la diferencia). El psicoanálisis aporta agua a este molino en la medida en que
descubre que el niño hace el aprendizaje de la exterioridad mediante la carencia, cuando el seno, el
«objeto bueno» del goce, se sustrae y sólo se convertirá verdaderamente en objeto haciéndose «objeto
malo»: el otro sólo es otro en cuanto ausente. Y, al mismo tiempo, el otro es la incomprensible
autoridad del padre y, a través de él, de la cultura. De ahí la idea de que el deseo no podrá jamás
satisfacerse, aunque la necesidad se remedie y la pulsión se relaje; y esto, porque su objeto se le
escapa, siendo otro y no complementario del objeto de la necesidad, y porque el Otro impone al yo el
régimen de la prohibición. La alteridad, por tanto, es pensada, al mismo tiempo a partir de una
carencia del objeto perdido y de la coerción ejercida por la autoridad del padre, del lenguaje o de la
ley.
Para esta visión lo que instaura el reino de lo imaginario es, en la psique, la operación del
deseo que se realiza mediante el fantasma. El hombre se hace creador precisamente porque lo real no
es para él algo obvio, porque es capaz de asombrarse, porque es sensible a lo que Char llama
prodigiosa cuestión, la maravilla del aparecer. El mundo no es, para el creador, espectáculo mantenido
a distancia, dominado, humanizado; en lo constituido el creador presiente un constituyente que no es
él, al que él pertenece, la potencia de la sustancia en el modo; en la profundidad del horizonte un
fondo; en lo visible, un invisible que es su fuente. No un dios escondido, sino la inagotable realidad de
lo real, previamente a toda conciencia. Pero el prodigio es que estas tinieblas se iluminen, que el ser
llegue a aparecer, que una luz natural) el hombre), en una fulguración renovada sin cesar, haga surgir
lo visible. El creador es el hombre que rehúsa la apariencia para ir a buscar el momento de la
aparición, para convertir la epifanía de lo sensible en hierofanía. Así, la pintura nos lleva hoy al origen
de la mirada, a ese punto donde aún no cabe decir: ¡visto! La música, al origen de la audición; la
poesía, al origen de la palabra: «deconstruyendo» la prosa que consagra la prosa del mundo, devuelve
al nombre su parentesco natural con aquello que nombra, devuelve el lenguaje a su naturaleza, a la
naturaleza.
Dicho de otro modo, el creador es el hombre que, evadiéndose de la seguridad de la
representación, vuelve a la presencia, en proximidad a lo originario, donde el hombre y el mundo no se
hallan aún separados, para dejarse inspirar por esta familiaridad y, a la vez, para decirla a su modo,
para decir la creación. Creación de la obra de arte, en estas obras reflexivas que conocemos hoy, que
son poesía de la poesía o construcción «abismal». Pero también creación del mundo, de ese mundo
que surge en el poema mediante el poema... La obra de arte hace ver el nacimiento de un mundo
nuevo, de lo real penetrado de lo superreal. No hay que excluir, pues, el sentido fuerte del verbo crear.
Gracias al hombre se realiza el fiat lux, aunque no por su iniciativa, aunque el hombre esté guiado por
su naturaleza. Pues el hombre es creador cuando reconoce su condición de criatura, digamos de modo
finito, de hijo de la tierra: cuando se llega a los parajes de su nacimiento y trata de decir o de mostrar,
no lo que de él nace (el mundo que él ordena), sino aquello de donde él nace (el fondo inagotable).
Por su parte el pensador suizo Jean Starobinski, muy influido por la fenomenología y el
psicoanálisis sostiene que el texto, tal como se abre a la lectura, induce una ceremonia del deseo, una
irrupción de imágenes, un trabajo obligado del pensamiento y la imaginación. La reflexión psicológica
recaerá esta vez, no sobre un hipotético autor, sino sobre el conjunto de los fenómenos cuyo teatro será

107
Mauron: Des métaphores obsédantes au mythe personnel. Introduction à la psychocritique, 65.
el propio lector en la recepción del texto. Claro que nunca estaremos seguros de que esta recepción sea
pura y no se mezclen elementos proyectados, provenientes de la subjetividad del lector. Éste sólo
puede percibir los valores del texto prestándoles su atención y sus propias energías afectivas. El arte
viene a ofrecer al sujeto una morada en este punto ambiguo donde lo real y lo imaginario no se
encuentran disociados, donde el aparecer no es reducido para ser domesticado, donde el lenguaje
muerde aún en las cosas, donde la naturaleza misma es signo. Y acaso nos invita a no olvidar esta
morada, a no soltar la presa para quedarnos con la sombra: a no sustituir lo superreal por lo real, la
naturaleza naturante por la naturaleza naturada. En todo caso, ¿con qué derecho podemos afirmar que
el arte significa la muerte del hombre? El arte nos hace asistir a su nacimiento; con él, el hombre
renace al mundo y a sí mismo. En este sentido el arte es humanista; y el humanismo de hoy podría ser
una meditación del nacimiento y la individuación, de la invención del hombre por el hombre.

7. 3. La pintura de Van Gogh

La obra pictórica de Vincent Van Gogh (1853-1890) goza de una popularidad y un


reconocimiento como la de ningún otro artista moderno. Su vida, su lucha continua por lograr un estilo
expresivo propio y original, las nulas concesiones que hizo al gusto, la moda, las convenciones, la
crítica o el público de su época, su radical inconformismo y rebeldía, le granjearon el pasar casi
desapercibido a lo largo de su trayectoria vital, para después lograr, después de la muerte, un
reconocimiento universal como el pintor que mejor expresa la sensibilidad total de un período de la
historia de Europa. Su vida fue un completo fracaso e infortunio, una continua errancia y extravío,
nada humano le fue favorable, pero hizo de su trabajo la más delicada y exquisita muestra del arte.
Más allá del encasillamiento como artista postimpresionista, su modo de pintar configura un
estilo propio, definidor de la modernidad artística, y que resume como ninguno todo el esfuerzo del
arte desde el romanticismo para configurarse como la expresión más lograda de la existencia humana.
Su obra introduce por primera vez la subjetividad del artista como principal elemento creador, una
retina peculiar, un tratamiento del dibujo y el color que son una prolongación del cuerpo del que pinta.
Sus texturas son del todo terrenales y su visión deforma la realidad para darnos una versión más
auténtica y verdadera de la misma, una especie de hiper-realidad que da densidad y profundidad a las
cosas y personas.
El pintor logra que sus cuadros, que no tienen por objeto lo extraordinario e inhabitual, sino un
instante eternamente repetido, creen una realidad completamente artística, completamente pictórica.
¿De dónde proceden estas imágenes, que parecen consagrar la eternidad del instante? Todo parece
indicar que el artista padece obsesión por lo cotidiano, que no soporta la realidad banal que le rodea, a
menos que pueda ser traspasada al cuadro y convertida en arte. La obsesión por lo cotidiano, la
insoportabilidad de lo que nos rodea, la falta de adecuación del mundo a los deseos de cada uno, el
carácter opaco de las cosas, y la inhumanidad del mundo, se convierten de este modo en el objeto
artístico privilegiado. Van Gogh prefiera la realidad pictórica a la real. Pero la pintura no es el
producto de un ideal artístico previo que toma de aquí o de allá sus objetos. En el holandés no hay
escuela, academia o forma de pintar previa que busca los objetos más idóneos. Por el contrario, es la
realidad la que dicta como debe ser pintada. En su pintura el boceto o el croquis que preceden al
cuadro contienen ya conceptualmente el original tratamiento artístico de la realidad.
Estamos en presencia de un arte que busca conscientemente transformar la realidad
pictóricamente, que eleva el mundo y los seres humanos a la categoría de belleza y fuerza expresivas,
que entronca lo que pinta con la materia bruta de lo que está hecho, con la tierra en la que se asiente,
con las raíces que lo nutren, con el mundo que lo sustenta y acoge. La vida de los seres humanos sobre
la tierra queda atestiguada porque el cuadro está hecho con elementos como la vida humana y la tierra
en su íntima copertenencia. En numerosos lugares de las Cartas a Théo expresa el artista que su labor
es un eco de lo que la ha impresionado con fuerza y energía; “veo en mi obra un eco de lo que me ha
impresionado, veo que la naturaleza me ha contado algo, me ha hablado, y que yo lo he anotado en
taquigrafía. Y en este apunte taquigráfico puede haber palabras indescifrables –faltas o lagunas–, y, sin
embargo, queda algo de lo que el bosque o la playa o la figura han dicho”108. De tal modo es esto así

108
Van Gogh: Cartas a Théo, 85.
que podemos afirmar que el protagonismo del arte sigue, como desde el romanticismo, en el ámbito de
la naturaleza. “El sentimiento y el amor de la naturaleza encuentran tarde o temprano un eco en
aquellos que se interesan por el arte. El pintor debe sumergirse completamente en la naturaleza y
utilizar toda su inteligencia, poner todo su sentimiento en su obra, para que ella se vuelva
comprensible para los otros”109. El arte no es un problema de escuelas, o de preceptivas, técnicas o
estilos, sino de contacto íntimo y profundo con la naturaleza para que éste le dicte al artista cómo debe
ser representada.
Un hecho destaca poderosamente para nuestra mirada hermenéutica. No es otro que el
importante papel creativo y estético de la luz meridional en sus más variadas facetas. La luz de
pueblos y campiñas, la luz de los cielos abrasadores, la luz que se refleja en el rostro de los personajes,
y hasta la luz del maravilloso cielo estrellado del paisaje nocturno. Luego, los campos y sus
campesinos, las gentes atareadas de los pueblos, el esfuerzo y las faenas humanas, las estrellas que
tachonan el firmamento, tienen la textura de una experiencia cercana. Nosotros mismos, que habitamos
un sur al que no se le pueden poner barreras ni fronteras, estamos especialmente capacitados para
entender el arte de Van Gogh. Desde su origen nórdico y septentrional, es preciso emigrar al
Mediterráneo para ser conscientes de que aquí la relación de la humanidad de la naturaleza es
diferente, como podemos apreciar desde el inicio de la sabiduría occidental, en los textos de los
presocráticos. Allí vemos como la naturaleza (phýsis) absorbe la mirada humana, hasta el punto de
constituirse en norma y modelo de lo que puede ser pensado. Pues bien, el arte de Van Gogh no
consiste sino en una atención continua y persistente, que incluye la desatención para con el resto de las
cosas, a la naturaleza, porque cuanto más se la observa más surge y nace (phýo) su aspecto pictórico.
La pintura se torna la génesis visual de la realidad, su aspecto visible creado por el ser humano.
El problema y la experiencia estéticos que nos brinda el pintor es todo un desafío a nuestra
sensibilidad. Radica en ver si somos capaces de recobrar una experiencia con la naturaleza como un
todo en proceso de formación, como un volcán que desborda su fuerza y reconfigura el paisaje de
nuevo. Los seres que pueblan los cuadros del pintor de Groot-Zundert parecen que sólo quieren
atestiguar que no se han exiliado de la tierra, que no han dimitido del deseo de vivir, que perseveran en
su esfuerzo por pertenecer a la tierra. De nuevo el arte moderno, como ya vimos con el paisaje
romántico, sirve para atestiguar que hay algo impensado en el corazón de las relaciones entre los
humanos y la naturaleza, que no todo está dicho con la disposición técnico-científica de las cosas, y
con los resultados de una mirada que todo lo calcula y mide.
Hay que entenderlo frente a la subjetividad del artista y frente a la subjetividad el espectador.
La única perspectiva de Van Gogh es la perspectiva de los objetos pintados y su expresividad, resuelta
en una objetividad que nos aterroriza pues lleva aparejada la pérdida de nuestra subjetividad
autosuficiente, el creer que disponemos de la realidad efectiva y la verdad de las cosas, y, en
consecuencia, estar dispuestos a aceptar por un momento que la verdad está en la pintura. Son tan
expresivos sus objetos y personajes, el mundo, en definitiva, que como universo pictórico nos
proporciona el pintor que apenas si el espectador tiene algo que decir, que todo lo dice el cuadro. Lo
real se ahonda en una dimensión veritativa que las cosas que percibimos por los sentidos no tienen, al
margen de las cosas pintadas. A través de su poética pictórica conocemos la realidad en una dimensión
de arcano, inhabitual y misteriosa. La objetividad reflejada en el cuadro atestigua el mundo en su
dureza, estabilidad, impenetrabilidad, indestructibilidad, en fin, en su estancia mundana atestiguando
lo permanente a través del cambio. Si bien se trata de un mundo que ha pasado, que ha sido en otro
tiempo, que no volverá, que, en cierto sentido, pertenece al pasado y al recuerdo, que se sitúa en la
provincia y ahí atestigua su vida, no obstante se trata de un mundo permanente y estable, de un mundo
en su plenitud y completud. La experiencia depositada en los cuadros del genial pintor nos es a duras
penas asequible, por la saturación de imágenes que han sustituido, a la manera de fetiches icónicos, la
autenticidad de lo pintado por nuestro artista.
Queda algo impensado en el corazón de las cosas y los seres que pinta Van Gogh. Esa cosa
impensada, quizá inconcebible por horrorosa y siniestra, por amenazante y desasosegante, está
representada en los cuadros con toda su familiaridad, con toda su naturalidad, con la máxima entraña
humana, de tal modo que nos estremecemos ante las imágenes. Esta sensación de plenitud, y de
inquietud, que ellas nos proporcionan, convierten a este arte en una explosión de emotividad en el

109
Ibídem, 76-77.
contemplador, en una inmensa irrupción de lo íntimo humano que se equipara con lo íntimo de las
cosas y los paisajes. El arte del genial holandés no conduce a la materia prima con la que estamos
hechos, al anonimato de la relación con el paisaje, y al esplendor de la realidad que, por ser pintada, es
más verdadera que la que le sirve de referencia.
Para ver con sentido una obra del genial pintor holandés es preciso hacer hincapié en el
tratamiento de los objetos y personas por medio del dibujo y el color. ¿Cómo entender su obra como
un más allá del impresionismo, focalizando el arte en lo más arraigado y entrañable de la experiencia
humana? ¿Qué ojos, o qué mirada, son necesarios para poder apreciar esa densidad ontológica de la
pintura de Van Gogh? ¿Qué dimensión de lo real es accesible sólo a la pintura de aquél que dice pintar
como le dicta la propia realidad? ¿Qué procesos mentales condicionan la percepción para poder
reproducir artísticamente la realidad proporcionándole una dimensión de verdad? Tenemos pendiente
promover una nueva dimensión de la estética de Van Gogh, desde el análisis de la percepción
distorsionada de la realidad, implícita en el cuadro, que supone dar más hondura a la realidad. Como si
pintar fuese descubrir nuevos detalles y dimensiones, desconocidos a primera vista, pero tan reales o
más de los que habitualmente impresionan nuestra retina. Esta dimensión de la apreciación del arte del
pintor de Ámsterdam abona la tesis del arte como conocimiento, tesis tantas veces vilipendiada por
cierto pensamiento posmoderno, pero insita en la más genuina tradición clásica. Arte más bien como
reconocimiento, como un volvernos a conocer nosotros mismos en la dimensión oculta de lo pictórico,
en los colores tantas veces olvidados o difuminados por la falsa estética de la mercancía. Esta
dimensión veritativa que, a ojos de Heidegger, le hacen decir que las botas del campesino, son más
verdaderas, porque en ellas se encuentra depositada una experiencia inasequible a la razón técnica y
pragmática, porque en ellas se abre para nosotros un sentido de las cosas oculto a nuestra común
mirada, y a la más avezada del científico. Una apertura que hace a las cosas ser no en sentido lógico o
utilitario sino entrañable, ameno, cordial. ¡Cuánto de un mundo ya perdido, pero íntimo y personal, se
esboza en la pintura! En definitiva se trata de un realismo que expresa la infinitud y riqueza de lo
pintado, y la pobreza y miseria de la realidad no artística. Para finalizar no me resisto a consignar las
palabras del poeta y crítico Hugo von Hofmannsthal al ver la obra del genial pintor: “Me sentí como
asaltado por el milagro increíble de su fuerte y violenta existencia… Cada árbol, cada franja de tierra
amarilla o verduzca, cada seto vivo, cada camino excavado en la colina pedregosa, la jarra de estaño,
la escudilla en la tierra, la mesa, la butaca rústica, era un ser recién nacido que se alza ante mí, saliendo
del espantoso caos de la no-vida, del abismo del no-ser, y yo sentía, no, yo sabía que cada una de estas
criaturas había nacido de una duda horrible que desesperaba del mundo entero, que su existencia era
testigo eterno del odioso abismo de la nada… Yo sentía por doquier el alma de aquél que había hecho
todo eso, que por esta visión se daba una respuesta para liberarse del espanto mortal de una duda
espantosa” (Carta de 26 de mayo de 1901, recogida en Escritos en prosa).

7. 4. La pintura d Cézanne

Nadie puede dudar que el acercamiento de Maurice Merleau-Ponty (1908-1961) a los


problemas de la estética sea una aproximación teoricista o despegada de la práctica artística. El trabajo
sobre Paul Cézanne (1839-1906) supone un ensayo total en el que se mezcla la psicobiografía, la
crítica artística, referencias a la historia de la pintura, pero, sobre todo, un serio intento de describir,
reducido a fenómenos de conciencia, la creatividad artística, en este caso de la pintura, desde la acción
de la materia en el alma y el cuerpo del pintor, y desde la acción del alma encarnada del pintor sobre la
materia. Se ha llegado a hablar de sinergia como el proceso de influencia mutua y recíproca de la
materia y el cuerpo animado. Esto presupone que, con anterioridad al conocimiento, hay un sujeto que
está volcado al mundo. La percepción es la operación que establece la relación primaria de los seres
humanos con el mundo, pero no se trata de un ejercicio perceptivo en el que de las cosas procedan las
percepciones, recogidas fielmente por una mente especular, sino que la percepción es un proceso
bidireccional, de las cosas al sujeto perceptivo y del sujeto perceptivo a las cosas. Frente a la clásica
fundamentación cartesiana del sujeto en el ego cogito, en el pensamiento que se piensa a sí mismo
como el fundamento indubitable de la verdad, Merleau-Ponty quiere afincar el “yo percibo”, pero en
un sentido existencial, mundanal y carnal, que es lo que lo hace atractivo a nuestra consideración.
Mientras el pensar, modo cartesiano es absoluto e incondicionado, el percibir, tal y como lo
considera la fenomenología, coloca al sujeto en lo indeterminado, lo ambiguo y lo condicionado por
cada situación. Es célebre el ejemplo del cubo de seis caras, y mejor si cada es de un color diferente.
No puedo captar las seis caras a la vez; el cubo de alguna manera es invisible pues jamás puede ofrecer
a la mirada humana las seis caras. Me indica que mi percepción es frontal y que del mismo modo
como existen las cosas a mis espaldas, existe unas caras invisibles del cubo que sólo se ven cuando le
doy la vuelta. El cubo es cuerpo como lo soy yo, su presencia en mí es una presencia carnal, pues
depende de mi cuerpo animado. El cuerpo no es un objeto sino la condición de posibilidad de que se
den para mí las cosas del mundo. Las cosas las percibo corporalizadas, pero no como cuerpos fríos e
inertes, no como los cuerpos que estudia la Física, sino como cuerpos encarnados. Esto es el secreto de
la pintura de Cézanne, el que sus objetos, sus casas y árboles, sus retratos, sus cosas cotidianas y
comunes, están pintadas con la mano que las está sintetizando con la percepción deformada y carnal.
La corporalidad pintada es la corporalidad animada por una conciencia intencional que se realiza en la
percepción del objeto natural y en la transformación del mismo en objeto pictórico. El mundo es
evidente, en la pintura del maestro francés, porque es expresivo, habla, dice cómo quiere ser pintado.
El secreto de la pintura de Paul Cézanne no es otro que haber llevado al lienzo los objetos
humanizados, tal y como los percibe un ser humano con una percepción previsiblemente alterada por
un modo de ver que difumina los contornos de las cosas, que emplea procedimientos de transición
entre los colores para hacer que los objetos sobre la mesa pertenezcan a la mesa, ésta a la habitación, y
el conjunto al habitar humano. El pintor humaniza el mundo porque adapta lo visible a una percepción
ambigua y difusa, que confunde los contornos y borra los límites. Nunca sabemos donde acaba la cosa
y donde empieza el cielo que la ampara, rodea, protege y confunde con ella. Cielo, tierra, agua, seres
naturales, seres humanos, todo forma una rapsodia de percepciones que armonizan entre sí siguiendo
una ley inexorable de la pintura: lo pintado dice más que lo real, contiene un plus de significación, un
excedente de sentido, en lo que se debate la humanidad del hecho artístico. El arte añade a la realidad
y a la vida lo que éstas, en su inmediatez y urgencia no tienen, una dimensión veritativa, de verdad
humana, que tiene que ver con la hermandad profunda y radical de la criatura humana y el mundo. El
arte no es un lujo o una distracción a modo de escapada de la seriedad y gravedad de la vida activa y
productiva. Al contrario, es la otra dimensión de la relación del ser humano con el mundo, en su doble
faceta de mundo natural y mundo social. El arte redescubre la naturaleza, pues ésta se pinta a sí misma
y se retrata tal y como quiere en el cuadro, y replantea la relación intersubjetiva, por cuanto la
fundamenta en un ir más allá, en un sobrepujar y sobrepasar lo meramente dado, lo que permanece sin
crítica y preservado de todo cuestionamiento, para ofrecernos una nueva cara de la realidad haciéndose
a sí misma.
CAPÍTULO VIII

EL PENSAMIENTO ESTÉTICO DE HEIDEGGER:


EL SENTIDO CREADOR DE LA PALABRA ORIGINARIA

“... redimir las cosas de la mera objetividad”110.

8. 1. Presentación.

“A la esencia del poeta que es en verdad poeta en la época de la noche del


mundo, pertenece el que desde la indigencia del tiempo, se cuestionen
poéticamente la propia poesía y el oficio de poeta. De ahí que 'los poetas en
tiempo indigente' deban poetizar propiamente la esencia de la poesía”111.

“Así podría ser que nuestro vivir impoético, su incapacidad para tomar
medida, viniese de un (¿raro?) exceso del medir y contar niveladores”112.

8. 1. 1. El fundamento moderno de la consideración del arte en el horizonte de la estética.

Un rasgo distintivo de nuestro auto-des-conocimiento como hijos de la modernidad, lo


constituye ignorar el específico fundamento metafísico de lo moderno. En tanto éste domina y
predomina en las manifestaciones de la era, entendida ésta como el tiempo notable en el que comienza
un nuevo orden de cosas, se precisa su dilucidación previa para ver luego las implicaciones de su
aplicación al caso del arte. Cinco son las manifestaciones esenciales de la era moderna en las que
impera aquel fundamento constituido por, “una determinada aprehensión de lo existente y una
determinada aprehensión de la verdad”113. Estas manifestaciones son:

1. La ciencia natural matemática.


2. La técnica maquinista como quintaesencia de la práctica.
3. El arte situado en el horizonte de la estética.
4. La cultura como consumación del hacer humano.
5. La desedificación.

Ad.1. La ciencia moderna no es la mera prolongación de la episteme griega ni de la scientia


latina, sino de un modo totalmente nuevo de matematización del universo tomado éste como conjunto
de procesos naturales, determinados previamente como magnitudes de movimiento espacio-
temporales. La exactitud del conocer científico deriva del rigor de lo matemático; con ello el
movimiento es objeto de la Física sólo en lo que tiene de mensurable y calculable. Pero la ciencia es
también investigación entendida como realización de un proyecto previo; “... la ciencia de la
naturaleza no se convierte en investigación mediante el experimento, sino al contrario, el experimento
es posible allí donde el conocimiento de la naturaleza se ha convertido en investigación”114. El

110
Holzwege, 304.
111
Heidegger, Ibídem, 268.
112
Heidegger: Vorträge und Aufsätze, Pfullingen, Neske, 1954, 1977.
113
Heidegger, Holzwege, 73.
114
Ibídem, 78.
progreso de la investigación-comprobación-verificación depende de la especialización que no es
consecuencia sino condición previa a toda investigación. En fin, la ciencia moderna es empresa-
negocio, y el investigador no deja de ser un mero técnico o funcionario a sueldo.
Ad 2. La técnica maquinista no es una “mera aplicación a la práctica de la moderna ciencia
natural matemática”115 sino mucho más. “La técnica maquinista es en sí misma una transformación
original de la práctica de modo que ésta exige la aplicación de la ciencia natural matemática”116. La
interacción instrumental a la que se reduce la tecnología acaba siendo el modelo de la relación de los
hombres entre sí y con el medio natural, y hoy la tecnología se nos aparece como esencial a nuestro
vivir e irrenunciable, aún a pesar de que obstaculice toda otra posible interacción simbólica.
Ad 3. En la era moderna del arte se coloca en el horizonte de la estética. Desde la in-exactitud
de todo conocimiento que no sea científico-natural, es decir, espiritual, el arte llega a ser no tanto un
conocer más o menos riguroso, sino más bien un vivenciar. Lo artístico es objeto de vivencia y
expresa determinado acaecer de la vida humana. Tanto el artista como el lector-observador-intérprete
vivencian y experiencian a su modo algo llamado obra de arte. Sobre esto volveremos más adelante.
La estética se resuelve por su parte en el seno del conjunto de referencias que se establecen entre el
sujeto y el objeto, la ubicación de ambos polos, y la posible sub-versión preservadora de tal relación.
Ad 4. El hacer humano se consuma en la modernidad como cultura (colere, Kultur). Ella
resulta del cultivo y realización de elevados valores presupuestados a la humanidad que se toma a su
vez como compendio a esos bienes. “En la esencia de la cultura se contiene que semejante cultivo
crezca y así devenga política cultural”117, y ello hasta el extremo del actual carácter empresarial-
negociante de la cultura y el subsiguiente proceso de funcionarización del artista que deviene
empleado.
Ad 5. La desdeificación no es burdo ateísmo sino algo mucho más complejo. “Desdeificación
es el doble proceso que por un lado se cristianice la imagen del mundo en la medida en que el
fundamento del mundo se pone como lo infinito, lo incondicionado, lo absoluto, y por otro, el
cristianismo re-interpreta su cristiandad como visión del mundo (Weltanschauung), la visión cristiana
del mundo, y así se hace adecuado a la modernidad”118. El cristianismo llevaba en su germen esa
desdeificación con la concepción agustiniana de lo religioso como “vivencia” interior y no como
referencia a Dios y los dioses. Los dioses modernos, los nuevos dioses, son inmanentes al macro y
micro-cosmos, al universo y al individuo.
¿Cuál es pues el fundamento metafísico de estos cinco fenómenos que vertebran lo moderno?
La concepción de lo existente como lo objetivo re-presentable y de la verdad como la certeza del re-
presentar. “En la metafísica de Descartes se determina por vez primera lo existente como objetividad
del representar humano y la verdad como certeza del representar... Toda la metafísica moderna,
Nietzsche incluido, se mantiene en la interpretación que se abre paso a partir de Descartes, del ente y
la verdad”119. El correlato de la objetividad del existente representado es el sujeto, subiectum; de ahí
que caractericemos la modernidad como la era del subjetivismo y el individualismo pero también es
cierto que nunca antes se concibió un objetivismo comparable a la modernidad, al menos en el terreno
del conocimiento de la naturaleza. De ahí que el subjetivismo moderno no sea mera arbitrariedad y lo
esencial consista en la necesaria correlación entre el subjetivismo y el objetivismo. El que el hombre
devenga sujeto puede también leerse como la liberación de anteriores ataduras para otorgar todo valor
y validez permanente al sujeto como fundamento de lo existente en su verdad. Calificamos con
Heidegger a la modernidad como la era de la imagen del mundo porque el mundo llega a ser
concebido como imagen y a ésta como todo aquello que es colocado por el ser humano representador
y productor. En la medida que el representar se asegura por la calculabilidad, la toma y conquista del
mundo como imagen se desliza hacia la imagen como producto, como obra constructiva. Las obras de
la modernidad son el producto del arriesgado volcarse de la voluntad del sujeto, voluntad siempre
representadora, en la objetividad. En este preciso y peculiar sentido la obra de la modernidad es mera

115
Ibídem, 73.
116
Idem.
117
Ibídem, 74.
118
Ídem.
119
Ibídem, 85.
re-presentación del mundo (economía, estética, religiosa, teatral, política, etc.). Y sin embargo en la
coseidad de las cosas hay un ámbito de lo cuestionable y más en concreto cuando la cosa es obra de
arte, y especialmente cuando la obra se ocupa con el lenguaje, cuando en la obra lo no-dicho del
lenguaje inquieta tanto como lo dicho, cuando la expresividad objetiva deja fuera a lo in-expreso.

8. 1. 2. La obra de arte como acontecer de la verdad.

La manifestación esencial de la modernidad que es el proceso por el que el arte se hace entrar
en el horizonte y ámbito de la estética, dice relación, como hemos visto, al llegar a ser la obra de arte
objeto de vivencia, no de culto ni homenaje, ni representativa de un valor ajeno a ella misma. En
consecuencia el arte empieza a hacerse valer como expresión de la vida del hombre. Pero ¿qué
relación guarda el vivenciar con la obra, y qué es lo específico de la obra de arte moderno en cuanto
obra?
La meditación pensante sobre el arte debe girar, esencialmente, en torno a dos cuestiones:
1. La hermenéutica del carácter de obra de la obra de arte en su especificidad frente a otros
modos de objetividad.
2. La esencial relación entre el arte y la verdad, entendiendo a aquel como acontecimiento de
ésta.
El cuestionamiento, por ejemplo, del carácter cósico según el concepto tradicional de cosa, de
la obra de arte, nos proporciona, a la vez, el hilo conductor de la crítica a las formas habituales de
aproximación al arte y a la estética. Veámoslo.
¿Qué puede entenderse por cosa a la vista de la posibilidad de poder decir que la obra de arte
es una cosa? Originariamente la cosa es la síntesis de sustancia y accidentes; en este sentido la
estructura de la cosa se corresponde con la estructura de la predicación que tenemos en proposiciones
o frases corrientes de sujeto y predicado. En segundo lugar, se ha entendido como cosa la unidad de la
multiplicidad de los datos proporcionados por los sentidos, o cierta unidad extramental correlacionada
con la multiplicidad sintética de mi percepción. Por último, para concebir que sea una cosa, se ha
ensayado el modelo basado en la estructuración de lo real en materia y forma, que representa el modo
habitual de representarse la naturaleza cósica de las cosas, ya sean naturales o artificiales. “La
diferencia entre materia (Stoff) y forma (Form), en sus más diversas variedades, es el esquema
conceptual, en general, para toda teoría del arte y estética”.120 La insuficiencia de esta triple acepción
corriente de lo cósico para aproximarse al fenómeno del arte nos lleva a plantearnos la especificidad
del arte como obra, como producto de un hacer esencialmente diferente a otras formas de actividad
humana.
Aquí se sitúa la segunda dimensión referida a la relación entre el arte y la verdad. Hablar de
que en la obra de arte acontece la verdad es, en primer lugar, rechazar por vago el entendimiento del
arte como forma de conocimiento, porque la obra de arte combinaría, al menos, un querer (o
voluntad), un acontecimiento y una práctica de origen artesanal. La posible objeción que relaciona el
arte con la belleza, o no puede concebir adecuadamente qué entienda por belleza. Desde el punto de
vista de la correlación entre arte y verdad, la belleza es un modo como la verdad se hace esencial en la
obra de arte como descubrimiento, como desocultamiento a partir de lo plástico.
Cuando se dice que la verdad acontece en el arte, semejante noción de acontecer no tiene si no
un sentido temporal e histórico de cuya destrucción y descomposición la obra es en algún sentido,
crónica y testimonio. La obra pertenece a un pasado que no volverá y como lo sido se nos contrapone
en el dominio de la transmisión y la conservación. En consecuencia, que debamos entender por verdad
estará, en principio, restringido al mundo histórico y no al mundo del conocimiento o las ideas.
Pero la peculiar especificidad de la obra de arte como lugar en el que se instala la verdad es la
del conflicto entre la tierra y el mundo. La obra es apertura de la verdad no sólo porque establece e
instaura un mundo de sentido y significación, un modo de ordenar la totalidad de lo existente. Mundo
es algo más auténtico de lo que captamos y percibimos. Mundo nunca es un objeto que esté ante
nosotros o que pueda ser contemplado, si no antes bien, lo in-objetivo a lo que estamos subordinados,

120
Ibídem, 11.
como el no-ser que soporta y fundamenta el ser, como la subordinación al nacimiento y a la muerte.
Pero del mismo modo que la obra establece un mundo, también produce y crea la tierra. Si llamamos
mundo a lo que declara explícitamente la obra en sus posibles y múltiples interpretaciones, la tierra en
la obra será su permanente reserva de significaciones que ulteriormente, pero nunca con carácter
definitivo, podrán hacerse explícitas a modo de desocultamiento. “La obra, dice Heidegger, expone y
manifiesta un mundo y al propio tiempo pro-duce (pro-pone, ante-pone) la tierra y la presenta
precisamente como aquello que se retrae y se cierra, esto es, como reserva”.121 La verdad se instala en
la obra de una manera doble; por un lado, iluminando un mundo diferente al mundo de la ciencia o al
mundo de la técnica, o al mundo de las creencias y los dioses, pero también el arte encubre su origen
tectónico, oculta la tierra como origen y depósito de toda significación. La tierra es la que contiene la
resistencia de la obra al esfuerzo humano por crearla, o por contemplarla, o por entenderla.
Otra aportación esencial a esta consideración del arte vendría dada por la relación entre
conservación y veri-ficación de la obra misma. La verificación que cada uno lleva a cabo de la obra es
un acontecer de la verdad y su propio devenir. Por ello se puede decir que todo arte es poesía, en el
sentido de palabra esencial y originaria. La poesía en sentido genérico, es el lenguaje que funda la
verdad y en la cual los límites de la subjetividad y la objetividad del arte se difuminan y pierden. El
arte, en este sentido, es fundación y fundamento de la historia, en el sentido de donación
fundamentación y principio del hacer humano. El arte fundamenta la historia de los pueblos y sin él no
habría historia en el sentido fuerte del término.

8. 1. 3. Lo poético como obra de arte.

Si hubiera una consideración genérica que pudiera ser universalmente aceptada, y que a la vez
nos sirviera para aproximarnos a la esencia al poetizar como obra de arte, no sería otra que la que
afirma que “la poesía crea sus obras en el dominio del lenguaje y a partir de la materia de éste”122. Por
otro lado, y por lo que tiene de “decir” el poetizar, de él se opina que es una actividad del todo punto
inocua, in-operante, in-efectiva. Quien eso sostiene desconoce, por lo pronto, los efectos que produce
la lengua, su peligroso juego, su arriesgada causa. Hölderlin nos ha enseñado que el lenguaje, y
especialmente la lengua poética es la más peligrosa de las ocupaciones; por ella el hombre atestigua su
pertenencia a la tierra y, aceptando que sólo donde hay lenguaje podemos hablar de mundo, la poesía
establece un mundo, fundamenta su historia y ofrece la garantía de que el hombre pueda ser en cuanto
histórico. Si el rasgo esencial del lenguaje es ser diálogo, la historia, producto de cierto poético habitar
humano que se atestigua a sí mismo, es también en su fundamento dia-lógica.
Otro de los ángulos de la llamada “cuaternidad” (Geviert), (tierra, cielo, mortales e
inmortales), los dioses inmortales, aparecen en el diálogo ayudando a configurar el mundo. “Desde
que el lenguaje tiene lugar propiamente como diálogo, los dioses llegan a ser palabra y tiene lugar un
mundo...; en el nombrar los dioses y en el hacerse palabra el mundo consiste el auténtico diálogo que
somos nosotros mismos”123. La palabra y especialmente la poética, hace devenir lo sagrado, lo
convierte en acontecimiento. De lo sagrado puede decirse que esencia la naturaleza de le que los
pueblos extraen lo divino que se resuelve en una determinada y específica lectura de la naturaleza, más
antigua que los tiempos y por encima de los dioses.
“Pero lo que permanece lo fundan los poetas”. Esta frase del poema “Recuerdo” (Andenken)
de Hölderlin puede introducirnos en lo más esencial del poetizar. “Poesía es fundación de la palabra y
en la palabra”124. Poesía es palabra originaria, apertura y de-signación de sentido, y logos original. No
es decir arbitrario o caprichoso sino de-nominación por la que se ilumina todo aquello que luego
mencionamos y tratamos en el lenguaje cotidiano. Sería como el lenguaje prístino de los pueblos. Pero
el verso también dice “lo que permanece”. ¿Cabría entender por tal lo ya siempre existente? En

121
Vattimo: Introducción a Heidegger, 108.
122
Heidegger: Interpretaciones sobre la poesía de Hölderlin, 56. Sobre Hölderlin se puede leer con
provecho la presentación a la selección de sus poemas que he realizado en mi libro Lecciones de hermenéutica
filosófica.
123
Ibídem, 60.
124
Ibídem, 61.
absoluto. Lo que permanece no es sólo la facticidad de lo existente si no todo lo contrario. Lo
permanente viene a ser la condición previa, el acontecimiento anterior, la iluminación y apertura de
sentido que hace posible que lo que es sea. La poesía es condición ontológica de la existencia de las
cosas tal y como son en su efectividad. “El ser debe quedar abierto para que aparezca lo que es... Pero
el que esto permanezca está confiado al cuidado y servicio de los que poetizan”125. La poesía funda
desde antiguo lo que permanece que es el ser. Por lo tanto ni bien cultural, ni una acepción del hecho
literario o de la escritura, ni tampoco mera expresión de alma cultural alguna, espíritu, o interioridad,
si no más bien verdadero “fundamento sustentador de la historia”126.
Pero aún hay otro lema decisivo a dilucidar: “poéticamente habita el hombre en esta tierra”.
Aquí Hölderlin está poniendo a disposición del pensar el modo poético de habitar el hombre la tierra.
“El habitar fundante es el habitar original de los hijos de la tierra que al mismo tiempo son los hijos
del cielo. Esos son los poetas”127. El habitar poético, opuesto al constructivo-arquitectónico, constituye
la esencia de lo por-pensar, de la tarea abierta y pendiente en nuestra era impoética. Por un lado la
modalidad del poetizar pasa por alto las formas del producir y de la efectividad de lo útil calculable,
por otro se remonta al carácter constructivo del habitar humano, la Tierra. Aquí otra vez nos las vemos
con el lenguaje. Éste vertebra el habitar originario, anterior al plan y a la ejecución, y se constituye
como interpelación y requerimiento. El lenguaje requiere al hombre originalmente para que recuerde
que el hablar y el decir son el construir más originario e irrenunciable del que disponemos, a partir del
cual se establecen otras formas de construcción. “Pues propiamente es el lenguaje el que habla (spritch
die Sprache). El hombre habla sólo y en la medida que co-responde al lenguaje, en tanto atiende (oye)
su requerimiento”128. El decir que habla en la poesía, lo que nos dice la palabra poética, no es algo
contingente sino referido al constructivo habitar la tierra.
Dos son los modos esenciales del construir en los que se resuelve el habitar la tierra. Uno, el
constituido por el cultivar y cuidar (colere, cultura), y por el construir instrumentos para erigir todo
tipo de obras. Dos, al que el primero está subordinado por constituir su fundamento, que es el construir
de la poesía. ¿En qué sentido puede decirse que la poesía sea constructiva? Para dar respuesta a esa
pregunta debemos retrotraernos a algo tan sencillo como el medir, el tomar medida a las cosas y a los
dioses. Medimos la Tierra y nos medimos con los dioses. “La medición no mide sólo la tierra, gé, y no
es por tanto mera geometría. Pero tampoco mide de suyo el cielo, ouranós. La medición no es una
ciencia”.129 El medir referido estima el "entre" del cielo y la tierra. Es el medir que tiene su propio
métron y que se concentra en la métrica. El poetizar también es un medir en el sentido de la
identificación del medidor y lo medido. La métrica del poeta es el habitar poético lo que la
agrimensura y la arquitectura al habitar constructivo. Poetizar no es construir en el sentido
rudimentario y utilitario, sino en uno mucho más original; “el poetizar es el construir inicial en el
sentido del medir peculiar a la dimensión del habitar”.130
En resumen, la lección de Hölderlin nos enseña la originalidad del enunciado poético, la
disolución en el poema de las palabras y giros habituales. El poeta, “no acepta nada como dado, no
parte de nada positivo; que la naturaleza y el arte, tal y como los ha conocido y los ve, no hablan antes
de que haya para él un lenguaje”131. Por otro lado, el poeta del poeta, ante la desdeificación,
experimenta “la emergente carencia de dios de la modernidad”132, como acontecimiento que aviene,
como revelación que desoculta y encubre a un tiempo el ser. Ese manifestar poético que descubre y
oculta nunca será un representar cosas si no más bien un construir que conforma y configura, una
concentración en el modo de habitar la tierra de una criatura ya poética en su esencia, criatura la
humana caracterizada por comprender el ser (ontología). De éste sólo decir que lejos de ser entendido

125
Ídem.
126
Ibídem, 62.
127
Ibídem, 158.
128
Heidegger: Vorträge und Aufsätze, 184.
129
Ibídem, 189.
130
Ibídem, 196.
131
Hölderlin. “Sobre el modo de proceder del espíritu poético”, Ensayos, 77.
132
Pöggeler. El camino del pensar de Martin Heidegger, 233.
bajo las categorías clásicas de sujeto y objeto, podamos tomarlo como un horizonte significativo
sometido a una radical historicidad.

8. 1. 4. Poetizar y pensar.

Hölderlin nos ofrece el modelo de una poética que nos da a/que/y por pensar. Especialmente
nos da a pensar la verdad como avenimiento de lo invisible en lo visible, como signo que señala lo
invisible que acontece en la escritura. La estética contemporánea gana con él la idea de que toda labor
artística supone siempre una nostalgia de algo perdido, un anclaje en el pasado, una faena utópica de
recuperar la vecindad y proximidad de lo entrañable y patrio. El artista se pone en marcha cuando cree
haber perdido sus raíces, cuando falla a sus pies todo lo sólido y esencial de la vida humana, cuando
toda experiencia conduce al desarraigo y la marginación de la sociedad.
De este modo arte y artista ganan una radical apatricidad, un cosmopolitismo desfondante, un
llegar a la conciencia de todos a partir de lo que no tenemos, de lo que nos falta, de la profunda
orfandad del ser humano en relación con la naturaleza y la sociedad. De aquí la sensación de
marginalidad que acompaña a la independencia del artista, el pesado lastre y la dura contrapartida que
paga por su presunta libertad e independencia. El desarraigo y la bohemia, la exploración de los bajos
fondos, la inserción con los desposeídos, el estar abierto a todo tipo de experiencias, son algunas de las
características que esta modernidad inacabada y frustrante nos proporciona a partir de Hölderlin.

8. 2. La lectura heideggeriana de Hölderlin.

“...das Wesen der Kunst dieses: das Sich-ins-Werk-Setzen der Wahrheit des Seiendes”.
“...la esencia del arte: el poner-se-en-obra la verdad de lo-que-es”.

Como con tantos autores, obras y trabajos de la filosofía contemporánea presentar y elaborar
la aporética del escrito de Heidegger parece una faena utópica, cuando no imposible. Estas pocas
indicaciones dejarán a buen seguro muchos cabos sueltos que espero que ulteriores lecturas del
pensador de Todnauberg puedan aclarar. Incluso después de haber reducido el texto a los pasajes que
considero esenciales, subsisten problemas terminológicos (para los que habría que consultar el texto
alemán), conceptuales (falta de precisión en el propio Heidegger que a veces se abandona a
reminiscencias etimológicas en lugar de precisar un concepto), y, por último, problemas que pueden
llamarse experienciales, relativos tanto a las obra de arte concreta que Heidegger tiene ante sí, cuanto
al modo de considerarlas, tal vez alejado de nuestra actual cultura y sensibilidad estéticas.
El tratado no constituye ni siquiera una estética in nuce, sino una consideración pensante de la
obra de arte, en especial de su origen, con la intención expresa de evitar el atropello de las
interpretaciones habituales, en otras palabras, prescindiendo de cualquier teoría filosófica, de la que el
autor nos invita a despojarnos. Surge aquí los primeros interrogantes que plantea el texto: ¿es posible
la consideración del arte al margen de cualquier teoría filosófica? ¿Es lo especulativo una
intromisión inaceptable en el terreno del arte? ¿A qué teoría se alude cuando Heidegger dice que lo
filosófico no nos ofrece la verdad de la obra de arte? Sin duda a la de Hegel, según la cual la verdad
del arte no es el modo absoluto de la verdad y, en consecuencia, el arte es algo que permanece ligado
al pasado. Ésta es la gran interlocutora de Heidegger, la posición que afirma que, por recurrir al
elemento de la representación espacio-temporal, el arte no alcanza la verdad del concepto, esto es, una
verdad que no necesita la materia plástica, incluso la más sutil de ellas, la palabra, para concebir la
realidad. En una palabra, mientras para Hegel el arte ha dejado de ser lo que satisface la necesidad
espiritual de su época, para Heidegger el arte es (vuelve a ser, aunque ahora de modo diferente) el
lugar de la manifestación de la verdad. He aquí el nervio central que dificulta lectura del texto.
Heidegger nos propone interpretar el arte dentro del horizonte de la interrogación por el ser, por la
verdad del ser. Este punto de partida nos lleva a entender el arte como un modo distinguido en el que
acontece la verdad del ser como desocultamiento y descubrimiento de lo-que-es.
En un primer momento mi propuesta de lectura sugiere dejar en suspenso ese marco global de
referencia del escrito, para ampliar la discusión, sin prejuicio de que se pueda retomar al final del
debate, y centrarnos en el proceso de análisis de la obra de arte misma, en su hermenéutica, teniendo a
la vista los ejemplos a los que el texto alude y que provienen de lo que el autor llama el gran arte.
Ante el cuadro de las botas campesinas de Van Gogh se produce un desplazamiento de nuestro
lugar habitual de trato y consideración con y de las cosas. Frente a él no hablamos nosotros sino esos
objetos usados y gastados. Nuestras representaciones corrientes de qué sean y para qué sirvan un par
de botas dejan su lugar a la verdad de las mismas, a un proceso de representación pictórica que ahonda
en la esencia de esa realidad banal. En la obra se pone de manifiesto lo que en verdad son los zapatos;
en ella se desoculta o, si se quiere, se revela su ser. El desocultamiento de su ser, que tiene lugar en la
pintura, es la verdad de la cosa, en este caso, del par de zapatos. Lo que opera en el cuadro, lo que
causa el efecto que nosotros llamamos estético, es, de este modo, para Heidegger, la verdad de la cosa
que ha entrado en la obra, se ha puesto en ella para revelar algo que no se halla en la cosa no pintada.
La obra es siempre más verdadera que la cosa, porque la sitúa en un mundo de pensamiento en el que
no cabe situar la realidad natural.
Mi propuesta de lectura plantea la conveniencia de considerar esta operatividad de la verdad
en la obra como doble desplazamiento, de la cosa-referente del cuadro a la cosa pintada, y del
espectador con sus expectativas y experiencia previa de lo que son unas botas, al espectador que
experimenta y se fascina con el hecho artístico. Heidegger toma la obra de arte como lo que focaliza,
por así decirlo, en otra escena, al menos en otro locus, la índole de las cosas diarias y del espectador.
El arte proporciona estabilidad a lo que aparece en el cuadro, permanencia a lo aparente de su
figuración. Entiendo, y no sé si estoy en lo cierto, que más que una concepción energética-temporal de
la verdad, como lo que opera tras el artista y hace que la obra cause efecto, en Heidegger opera una
concepción espacial-topológica de la misma. No estamos en presencia de una sinergia, de la que
hablábamos al referirnos a la interpretación de Cézanne por Merlau-Ponty, de lo originario que, modo
schelliniano, opera a tergo del hacer artístico, y logra una síntesis de lo consciente buscado por el
artista y de lo inconsciente que pone la naturaleza expresiva. Se trata de la verdad como lo que
descentra lo real-efectivo y hace que lo consideremos a la luz de otro sistema de señales, de otro tópos,
del lugar que acoge sentido de las cosas, de la instancia que como gramática oculta, o reordenación de
los signos, revela la esencia de lo que habitualmente permanece velado. Nos encontramos ante la
verdad como transferencia, como traslado, como desplazamiento, que nos sirve para entender el
proceder del artista como aquél que traduce las cosas a un lenguaje, el artístico, en el que ellas se
ahondan y profundizar, en definitiva, se abisman en su infinitud, y dan la espalda a su caediza
cotidianidad.
Otra cuestión para el diálogo hace referencia a la peculiar concepción heideggeriana del
espacio, del que la obra de arte hace tema133. Del espacio de la verdad, que la obra abre, se dice que es
resultado de despejar un lugar para que se exprese y oculte al mismo tiempo un acontecimiento. El
espacio de la representación pictórica hace habitable un lugar para el ser humano; en él se esencia la
espacialidad como el locus de la habitación, no modo de posesión y dominio del espacio que le
impone una razón ajena, sino más bien una corporalización de los lugares en que es posible el habitar
humano. En este momento me viene a la memoria la conocida habitación de Van Gogh en Arlés, como
espacio pictórico que expone una originalísima habitabilidad, definida no por el sujeto sino por los
objetos y su materia. De ahí que la topología heideggeriana sea una topología del vacío (die Leere),
del no ser en el que se engendra y de donde surge todo lo-que-es, del espacio de la representación
plástica. Del vacío nos dice: “El vacío no es nada. Tampoco es una falta. En la corporalización plástica
el vacío juega en la forma del instituir que busca y abre los lugares”134. Pues bien, a este vacío creador,
llevado a la plástica del cuadro, que planifica el lugar y los lugares en el que es posible el habitar

133
A este respecto son interesantes dos conferencias de Heidegger: “Die Kunst und der Raum” [El arte
y el espacio] de 1969, y “Die Herkunft der Kunst und die Bestimmung des Denkens” [El origen del arte y la
determinación del pensar] de 1967. En especial la primera en la que se sostiene que el espacio artístico es un
modo de despejar y roturar el terreno salvaje que permite el establecimiento y el habitar del ser humano.
134
Heidegger: “Die Kunst und der Raum”. No me resisto a recoger dos ¿definiciones? de las artes
plásticas contenidas en este artículo. 1. “Un llevar a la obra los lugares, y con estos un inaugurar pensamientos
de un posible habitar del ser humano, de un posible permanecer de las cosas que rodean y conciernen a las artes
plásticas”. 2. “La corporalización de la verdad del ser en la obra que instaura sus lugares”.
humano es a lo que se refiere Heidegger, en mi modesta opinión, con su noción de verdad.
En segundo lugar parece interesante plantear la lectura heideggeriana de la obra de arte como
un mundo abierto, el mundo que abre el ser de lo-que-es. Este segundo rasgo supone reiterar la
pregunta sobre la verdad que acontece (ereignet) en la obra de arte. ¿Qué es el ponerse la verdad
dentro de la obra? Sin duda alguna no es la re-vivencia del mundo al que pertenecieron las obras hoy
consagradas, como lo pretende el historicismo; ese mundo ya se ha des-compuesto. Además el
acontecer de la verdad en la obra es visible (pag. 34). El ejemplo de referencia no es otro que el templo
de Poseidón (en realidad está dedicado a Hera) en Paestum, que por cierto no se alza en medio de un
escarpado valle rocoso. En el templo, cuyo amplio peristilo da la impresión de espacio abierto, se hace
presente dios en el despliegue y la falta de límites del recinto sagrado. El modo del surgimiento del
templo sobre el paisaje, que se alza en un escarpado valle rocoso, evoca la noción griega de phýsis
como iluminación de la tierra, tomada ésta como lugar de la morada del ser humano. Templo, phýsis y
tierra acogen y albergan a los humanos. El templo proporciona, en su acepción veritativa, un aspecto a
las cosas y una visión de los seres humanos. En la obra las cosas y el propio ser humano son vistos
como el dios mismo; por su parte éste se hace presente y se esencia en ellos.
A continuación el texto nos aclara el sentido y el modo de ser vista la verdad en la obra. Se
trata de un destello que resplandece, de un plus de significado, tal vez de goce estético, que se
desprende deslumbrador (¿a modo de aura?), de la propia obra. El mundo que la obra de arte ha
abierto supone un cierto brillo aurático que deja inerme al espectador con su radiante permanencia. La
obra instaura (auf-stellt) un mundo, es decir, lo saca de lo indiferenciado y tenebroso, de lo informe de
la materia plástica primitiva, y lo eleva y erige al reunir lo diseminado y desperdigado, en este caso, la
piedra, los dioses y los humanos. Ordena una referencia que impera y domina entre los elementos
originarios. La piedra ya está consagrada y glorifica al dios, el dios se manifiesta en la piedra, y los
humanos se toman a sí mismos como la divinizada esencia de la naturaleza. La obra instaura y hace
mundo en el sentido de lo in-objetivable a lo que estamos sometidos, y del que forman parte
nacimiento y muerte, y todo aquello que nos sobreviene por nuestro natural desprendimiento del ser, al
que el traductor del texto, quizá con mejor criterio, llama arrobamiento. Por ello las grandes decisiones
de nuestra historia nos resultan ajenas e incluso extrañas. Aquí vuelve a aparecer esa instancia,
esencial para la vida humana, ajena a su conciencia pero presente y actuante en las grandes decisiones,
a lo que me atrevería a llamar el tópos de la verdad.
En tercer lugar hay otro rasgo que se hace visible en la obra a partir de lo que más destaca y
sobresale en ella. Se trata del material con el que la obra está confeccionada, que no sólo no
desaparece sino que está puesto y erigido en lo abierto del mundo que la obra inaugura. La materia
irrumpe desde su indeterminado y oscuro fondo para salir fuera, a ordenar la tierra. Esta dialéctica de
mundo y tierra puede ser también otra dimensión productiva de acercamiento al tratado. El arte
permite a la tierra ser tierra, esto es, permite que en ella inmore la criatura humana, le permite expresar
su destino que consiste en pasar de su amorfismo a su expresión como componente material del arte.
Mundo sería un orden de la tierra, en el que el cálculo y la medida, la disposiciones técnicas y el
conocimiento cierto han ahogado todo surgimiento creador y todo nuevo aparecer no previsto. El
artista conecta con la tierra, con su capacidad genésica, y consigue alumbrar una nueva realidad, no
prevista por el hasta entonces mundo, como suma de todas las realidades, atribuyendo su creación al
poder terráqueo de autoalumbramiento. De ahí que la tierra se denomine claro, lugar iluminado en
medio del oscurecimiento general que predomina en lo-que-es. Lo que existe oculta y disimula ese
espacio iluminado, ejemplificado por la obra de arte, que nos hace olvidar lo real cotidiano. Entiendo
que ese componente alucinatorio y deslumbrador de la imagen artística representa la mejor manera de
entender esa lucha entre el mundo de lo ordenado, y la tierra como capacidad imaginativa de hacer
surgir la forma del material. Para finalizar este aspecto, quiero indicar que la mención del texto a la
unitotalidad, ver lo uno en el todo y viceversa, es una excelente vía para aclarar este punto por su
resonancias emanantistas, monistas y panteístas.
En cuarto y último lugar tenemos los dos interrogantes finales, que se abren en la página 49
del texto, uno que inquiere por la verdad, y el otro que pregunta en qué medida hay arte. En
correspondencia con el sentido griego de la techné, del saber hacer, se plantea lo artístico como
producir un aspecto o visión, antes nunca vistos, de algo, sacándolo del ocultamiento en el que lo
mantiene las representaciones habituales de la cosa en cuestión. Arte es producir un parecer nuevo y
llevarlo a la permanencia de su presencia en la materia plástica. Pero, ¿por qué una y otra vez la
verdad aparece como el gran secreto de la creación artística? El pensamiento heideggeriano explicita
que la verdad funciona como el ámbito de lo encubierto, de lo no desocultado, y desde ese fondo
emerge cuando el artista crea la forma, como un nuevo aparecer de la cosa. Crear sería, a esta luz, un
acto tético, en el que se pone algo y se inviste algo como otra cosa. Al hilo de lo anterior creo
interesante reseñar, como posible objeto de debate, los modos esenciales en los que la verdad se erige
abriendo algo. Se mencionan los siguientes:
1. El ponerse en obra.
2. El hecho constituyente de un estado.
3. Lo-que-es-más de lo-que-es.
4. El sacrificio esencial.
5. El preguntar del pensador.

En todas estas circunstancias, además de romper con la lógica del representar natural, se toma
una decisión sobre lo no decidido, se plantea la necesidad vital de hacer frente a lo inconmensurable,
de renunciar a todo lo cómodamente poseído, y de reabrir un espacio para que la nueva representación
emerja diáfana.
La producción artística consiste, por otra parte, en la fijación de la verdad en la figura
(Gestalt). Ésta, que no es otra cosa que un entramado de rasgos esenciales de las cosas, se piensa como
composición (Ge-stell) o dispositivo situado en el espacio y el tiempo. Ligada a esta consideración se
halla la concepción del arte como poesía y de la obra como poema. “Todo arte es esencialmente
poema”. A este respecto, Heidegger, que toma como modelo a los poetas esenciales, a los poetas que
poetizan el oficio de poeta, como Hölderlin y Rilke, encuentra un magnifico ejemplo en la poesía que
se resuelve en renombrar lo-que-es desde una nueva experiencia de y con las mismas cosas. En el
poema la realidad se transforma desde la dureza e inexpresividad de las palabras gastadas hasta la
iluminación del acto de afirmación de ella misma a través de las nuevas palabras que al tiempo que la
nombran la hacen revivir. También el poema abre un espacio en medio del cual las cosas brillan y
resuenan. Nuestro autor duda que sea posible explicar la poesía por la imaginación y la capacidad de
forjar imágenes originales del mundo y, en consecuencia, en ella se produce una revelación de las
cosas que se le manifiestan a una luz como nunca lo hicieron.
Como sabemos, la lectura heideggeriana de la poesía se basa en su peculiar forma de entender
el lenguaje, no como mero sistema de signos comunicativos, sino como iluminación de lo-que-es a
partir del ser, de tal manera que el lenguaje es, al menos originariamente, creativo en la misma medida
que designativo. Teniendo en cuenta que el verbo “dichten”, de donde proviene la palabra “Dichtung”
(poesía) significa condensar, reunir significados heteróclitos, el arte es poesía como el modo de
instituir la verdad, y esto en tres sentidos, como donación, como fundamentación, y como comienzo.
Estos tres efectos poético-artísticos tienen que ver con lo que llamamos la realidad no-poética o extra-
artística a la que se quiere destituir. El primero hace que la seguridad se descomponga y se abra el
mundo de lo inquietante y amenazante. El arte funda porque crea lo nuevo inasequible e inasimilable
por lo que tenemos a la mano o está disponible ya para nosotros. Es donación porque sin pedirlo se
nos concede como algo nuevo, agradable y desconocido hasta el presente. Y, por fin, es inicio en el
sentido de comienzo no mediado, de salto sobre o más allá de la mediación y de la medida. Se trata de
un inicio que ya alberga en su seno el final, recordando el aforismo griego tematizado en “La sentencia
de Anaximandro” (1946). No hay en este inicio repristinación sino salto hacia delante que inaugura un
nuevo sentido de las cosas, dejando atrás lo tenido por valido y aceptado. Por último cabe decir que el
acontecer del arte supone que la historia recibe el impulso que le acarrea un nuevo comienzo, como el
que denota todo arte nuevo en relación con el tiempo histórico en que aparece.
CAPÍTULO IX

LA ESCUELA DE FRANKFURT:
ESTÉTICA Y VANGUARDIA

9. 1. El arte en el contexto de una teoría crítica de la sociedad.

El pensamiento estético de la llamada “Escuela de Frankfurt”, de la que forman parte filósofos


tan importantes para el siglo recientemente concluido como Adorno, Horkheimer, Marcuse y, el más
conocido de los actuales, Jürgen Habermas, se inscribe en el contexto de la elaboración de una teoría
crítica de la sociedad que recupere los ideales emancipatorios y utópicos de la modernidad y, en
especial, del pensamiento marxista. En este sentido el proyecto de la teoría crítica se inicia, valga la
redundancia, con la crítica de un concepto de ilustración que se remonta a la Odisea homérica y llega a
nuestros días. La ilustración, según los filósofos frankfurtianos, consistiría en el proceso permanente
de transformación productiva de la naturaleza valiéndose de una noción instrumental de razón. La
razón instrumental es aquel uso de la razón que se propone finalidades concretas y realizable de
acuerdo con un proyecto y entendimiento previo de qué sea la humanidad y hacia donde se encamina.
Razón instrumental es un obrar, planificado y calculado, con respecto a fines pragmáticos y hacia
metas posibles y probables de alcanzar.
Para los frankfurtianos se trata de pensar la aporía consistente en que, por un lado no hay
libertad social sin ilustración, y por otro la ilustración lleva en sí un germen autoritario, de obediencia
a la autoridad del saber/poder, y de negación de la libertad y la democracia. Ilustrados no podemos ser
todos, los hay más ilustrados que otros, y en la sociedad del conocimiento se precisa de determinada
ingeniería social que tenga un papel directivo para alcanzar una utopía racional. Las masas educadas y
satisfechas son víctimas propiciatorias del despotismo. El mismo impulso que lleva al ser humano a
liberarse del miedo, a ser señor de sí mismo, a dominar técnicamente la naturaleza, lo puede llevar a
derrocar la imaginación mediante la ciencia, la técnica y los directivos de las empresas en estrecha
alianza con los políticos. La ciencia, transformada en técnica maquinista e informática, no sólo
amenaza al arte sino al ser humano mismo. En consecuencia el arte reclama para sí una dignidad
absoluta como heredero del aura o espiritualización de la realidad que ha tenido desde Altamira al
Gugenheim, como medio a favor de la emancipación total del género humano. Contra el aura, como
contra cualquier resto mítico arremete la actitud ilustrada que todo lo quiere racionalizar y someter a
estricta legalidad. Frente a la tendencia que todo lo racionaliza y lo somete a normas y a un proceso de
ordenada previsión, el arte y los artistas creadores se distinguen por saltarse normas y convenciones,
por romper con las tradiciones, e inventar nuevas formas de ver y pensar la realidad.
En justa correspondencia con lo anterior va a producirse dos tendencias sucesivas y
contrapuestas en la historia del arte, una innovadora y creativa, que rompe con lo establecido, que
elabora sus propias normas y criterios, que da la espalda a la tradición y se plantea como crítica de lo
existente, y la otra que acepta convenciones y modelos establecidos, que reinterpreta el pasado y adula
el gusto del público, y que tiene vocación de llegar a las masas aún a riesgo de rebajar al mínimo los
niveles de calidad del producto artístico. A la primera el siglo XX la llamó arte de vanguardia, y a la
segunda arte de consumo masivo; la una crea e innova, la otra reproduce y se atiene al gusto del
público; la una rompe con lo establecido, mientras la otra integra el arte en los hábitos de consumo de
las grandes masas.
Pero además el arte hoy es un sistema. Si pensamos en el cine, la radio, la prensa y la
televisión, como vehículos de consumo masivo y planetario, vemos con claridad que el mercado y su
tendencia monopolística ha penetrado a la experiencia estética proporcionándole un subrogado de
dudosa calidad. Adorno y Horkheimer son contundentes al respecto: “la técnica de la industria cultural
ha llevado a la estandarización y producción en serie y ha sacrificado aquello por lo cual la lógica de
la obra se diferenciaba de la lógica del sistema social”135. Así podemos comprobar la importancia del
arte nuevo, del arte de vanguardia, para la Escuela de Frankfurt, como el agente fundamental que
cuestiona el sistema social, a la vez que se constituye en el resto o fragmento inasimilable por aquel, y
en la expresión liberadora para el individuo preso de la alienación (pérdida de la libertad) social.
Según un conocido aforismo de Adorno, no guía el conocimiento otra luz que la que ilumina
el mundo procedente de la redención (Erlösung). El arte inventa perspectivas en las que el mundo se
desplaza, se extraña a sí mismo, se agrieta y llena de agujeros, se deforma y trastorna, hasta el punto
que resulta imposible reconocer lo existente porque su deformado espejo artístico nos revela su verdad
que es caducidad y desaparición. En consecuencia, el arte, que ha tomado su ejemplo de la idea de
reconciliación del cielo con la tierra, de lo divino con lo humano, tiene como función de liberar el
mundo humano, del dolor y el sufrimiento, de la injusticia y la desesperanza, de lo malo y perverso del
proceso histórico. Como dice Wellmer, “la experiencia estética es la visión de un mundo a la luz de la
redención…, no puede desprenderse de la ilusión de que lo absoluto esté presente”136. Por otro lado el
objeto estético es esa suerte de cosa no idéntica a sí misma ni a las demás, es ese objeto inefable y
único que sólo encontramos en los productos artísticos de las vanguardias del siglo XX. El arte
moderno no es un mero paseo que merodea por lo otro, por lo no captado racionalmente por el
concepto, sino algo más. Él explora la posibilidad de nuevas formas de objetividad social no alienante,
de objetividad liberadora y emancipadora.
El arte no ha sido ni puede ser asimilable por los poderes cuya lógica reproduce fielmente la
del capitalismo, en la medida que éste atrofia la imaginación y la espontaneidad de todo lector estético.
De ahí que en buena parte del arte actual predomine la imitación, la copia de sí mismo, el arreglo, la
adaptación de obras clásicas, la fusión, el kitsch, el pastiche, la repetición del molde de éxito, etc.
Parece que los artistas y la industria que los sustenta hayan olvidado la noción de estilo como
coherencia puramente estética, para entregarse a elaborar un producto que se exclusivamente vendible
pues se adapte perfectamente a las necesidades, previamente manipuladas, del público consumidor.
Cuando el artista se plantea el estilo, como sería el caso de Picasso, Schönberg o Berg, éste toma la
forma de ruptura del principio de identidad, entre la forma y el fondo, entre la materia y la forma, entre
lo social y lo artístico. De tal modo que estilo pasa a ser, para el arte crítico y de vanguardia, sinónimo
de impulso a trascender la realidad, a la discrepancia con las formas y modelos tradicionales, a la
novedad rompedora para expresar las tendencias básicas de un mundo en continuo cambio y
remodelación.

9. 2. El arte como crítica de la sociedad y compromiso político.

El pensamiento estético de la Escuela de Frankfurt apuesta decididamente por una práctica


artística comprometida con el tiempo y la circunstancia histórica, de tal modo que prefiere a Greta
Garbo sobre Mickey Rooney, a Betty Boop sobe el pato Donald, y a Alban Berg sobre Igor
Stravinsky. Porque los primeros representan un arte al servicio de las masas para alienarlas, mientras
los segundos llevan la promesa de felicidad trascendiendo este mundo corrompido. No podemos dejar
de contextuar esta irrupción del arte vanguardista, en permanente lucha contra el gusto adocenado del
público, en la profunda lucha ideológica y política que tiene lugar en Europa y América, durante las
primeras décadas de la pasada centuria, por razón de los acontecimientos históricos que han
convulsionado al mundo (auge y caída de los totalitarismos, guerras mundiales, colonización de los
mercados y explotación por las grandes multinacionales de la riquezas de los países del tercer mundo,
etc.).
El arte burgués pago su independencia de la práctica material con el costo de su
inaccesibilidad para las clases populares. El reto presente es hacer un arte de vanguardia que se dirige
expresamente a aquellos que la miseria y la opresión quieren dejar permanentemente en la ignorancia
y en la brutalidad de la pseudo experiencia estética. El gran arte, desde la música hasta los dibujos
animados, muestra el triunfo de la fantasía sobre el frío racionalismo del arte industrial y programado.
Un arte meramente divertido, que no da que pensar, es un arte conformista, consumista y manipulador.

135
Horkheimer-Adorno: Dialéctica de la ilustración, 166.
136
Wellmer: “La unidad no coactiva de lo múltiple”, Teoría crítica y estética, págs. 24-25.
Los frankfurtianos dan juego de nuevo a un arte puro, representado por obras que niegan el carácter de
mercancía de la sociedad, por el hecho de seguir su propia ley. La libertad que el artista debe ganar
para sí hoy es la libertad respecto al mercado y su férrea dictadura, es la rebelión respecto a la moda y
las modas. El arte de hoy debe ser inútil para los fines que establece el mercado, y útil para la toma de
conciencia de las masas que aprendan a separar los intereses mercantiles de los fines propiamente
humanos que la razón quiere y puede introducir en el curso de las cosas.
Si tomáramos por ejemplo la música, que es la experiencia estética favorita de Adorno, nos
daríamos cuenta, según este autor, que tanto temática como técnicamente cabe hablar de música
reaccionaria y música progresista. En una sociedad planificada y dirigida como la actual, la creatividad
artística adolece de libertad y espontaneidad. Los poderosos brazos del mercado, de la conversión de
toda actividad en merchandishing, y de la necesidad de alimentar de continuo la industria de la cultura,
han dado como resultado una atrofia de la creación. La música, que representa a un tiempo una
necesidad pulsional de expresión de la interioridad humana, y el sosiego de las tensiones de la vida
moderna, ha sido sometida a un complejo proceso de planificación ordenada de su composición,
grabación, promoción, difusión y manipuladoras listas de popularidad. Sabemos de antemano de los
gustos musicales del público masificado, porque previamente han sido manipulados para que lo que
produce la industria musical se venda. ¿Qué compositor o intérprete puede hoy vivir y crear al margen
de la poderosa industria del disco, y de las empresas que promueven y organizan los recitales y las
actuaciones en directo?
El problema de la música ligera o moderna no es otro que, puesto que va destinada
fundamentalmente al consumo, el entretenimiento, el encanto y el placer que promete los concede
siempre de modo limitado, provisional y efímero. Cualquiera que sea el estilo que escojamos, la
popularidad es evanescente y lo que hoy nos gusta, nos emociona y hasta nos apasiona, tiene que dejar
de hacerlo en poco tiempo, para ser sustituido por una novedad o un éxito en cualquier hit parade.
Sean cuarenta o cien, las canciones de éxito se renuevan casi semanalmente, y no hay fans que sea fiel
a su artista, o a una obra, más allá de un breve espacio de tiempo. La música moderna es caduca antes
de ser compuesta porque en su proceso de vida se ha pensado para que dure poco, para ser consumida
y desechada casi simultáneamente, sin ninguna finalidad estética que transcienda el uso y el consumo
directos. Para Adorno este fenómeno de la música de consumo masivo e inmediato es un fenómeno
muy importante porque afecta a la vida social de los seres humanos en las sociedades industriales. Los
sujetos ya no somos productores de riqueza, sino destinatarios de un consumo que contribuye a
distraernos, a evitar que pensemos, a uniformizar ideológicamente y políticamente a toda la sociedad,
cuyo rasgo más destacado es la ausencia de opinión entre los jóvenes sobre temas y asuntos de interés
colectivo.
En efecto, Adorno piensa que el auge de la música de consumo para entretenimiento masivo se
corresponde con un cierto enmudecimiento contemporáneo del ser humano, de la insuficiencia del
lenguaje común para entendernos, de una segura incomunicación humana, de nuestra incapacidad para
el diálogo. “Ella [la música de entretenimiento] habita las grietas del silencio que se abren entre los
seres humanos, asediados por el miedo, la angustia, el ajetreo y la docilidad sin protesta”137. No es que
la música moderna haya ocupado el puesto de la voz de los jóvenes, sino algo más terrible. Si nadie es
ya capaz de hablar, mucho menos lo es de escuchar. La música moderna es el sonido y el ruido para
los que no hablan ni tienen opinión. Cuando el éxito se vincula al mercado, el oyente,
extraordinariamente bien dispuesto para todo tipo de novedades y éxitos momentáneos, se convierte en
el comprador que todo lo acepta. Ese conformismo se traspasa al terreno social y político, y crea una
especie de desinterés y desidia por las cosas que importan verdaderamente a todos. Si alguna vez
fueron rebeldes y críticos, los grupos y solistas modernos, terminan renunciando a ese impulso
inconformista y anticomercial para entregarse sin reservas en manos del éxito.
El cambio en la función social de la música, que se convierte en objeto de consumo y goce
estético masivos, afecta a toda la música, y la industria discográfica y el showbussines son capaces de
vender a von Karajan después de muerto y cuando sus grabaciones tienen ya más de treinta años por
término medio, venderlo como si fuera un éxito del momento. Por su parte cualquier lugar y función

137
Adorno: “Sobre el carácter fetichista de la música y la regresión del oído”, en Disonancias. Música
en el mundo dirigido, 19. Quien duda de que esta frase podía andando el tiempo ser la letra de una moderna
canción al estilo de Bob Dylan o Pathy Smith.
pueden ser adheridas a la música, sea clásico o moderna, y ella funciona en los oficios litúrgicos,
banquetes de boda, o maquillando la falsa estética del supermercado. La música en su conjunto resulta
ser un manantial siempre renovado para hallar sonidos con los que tapar nuestra indiferencia y nuestra
pasividad ante los retos y problemas que tiene planteados actualmente la humanidad.
Lo preocupante para Adorno de la música ligera es su despreocupada simplicidad, su
machacón tachan-tachín, sus estribillos repetitivos, sus letras carentes de cualquier valor literario, la
grosería de sus campañas promocionales, el intento de hacerla pasar por cultura, y el insufrible sistema
de llenarte el oído con el tintineo para que acabes tarareando el número uno del top. De esta manera se
puede llegar a pensar que su consumo está en abierta contradicción con los intereses objetivos de sus
destinatarios que, manipulados y sin ser consultados, son sometidos a simples consumidores de un
producto desechable, efímero y perecedero. ¿Qué imagen quieren que se tenga de la juventud los que
lo controlan todo?

9. 3. La estética adorniana de la música: Mahler.

9. 4. La segunda escuela vienesa.

La llamada “segunda escuela vienesa” está formada, entre otros, por los músicos Alban Berg,
Arnold Schönberg y Anton von Webern. Por lo que a éstos ser refiere se trata de los tres discípulos de
Gustav Mahler que, con su música moderna y vanguardista, quisieron revolucionar el panorama de la
música culta europea de la primera mitad del siglo XX. Ninguno de ellos hizo la menor concesión a
los gustos del público y la crítica especializada. Todos detestaban la carcundia vienesa, esa bonita
sociedad burguesa que puebla la Musikvereinsaal (la sala de conciertos de la Sociedad Musical, desde
la que dan los conciertos de año nuevo), sede de la Orquesta Filarmónica de Viena, el Theater an der
Wien (construido en 1788), el Teatro de Ópera, y la Volksoper (Ópera popular). Su música es
decididamente provocadora, desafiante y antiburguesa, un grito de desesperación ante tanto programa
de repertorio y ante tanto sueño vienés al estilo de la emperatriz Elisabeth (Sissi).
La vocación de este estilo de música culta es decididamente futurista; se trata de una apuesta
por el futuro, sin tener ni noción de cómo evolucionará el gusto del público en el futuro. Qué duda
cabe que los gustos del público no han acompañado a estos compositores, pero su esfuerzo es
encomiable, y una selecta minoría de melómanos, hartos de las obras comerciales, se deleitan con estas
extrañas composiciones, con sus óperas difícilmente representables, con este estilo tan extemporáneo y
vanguardista, que indica bien a las claras la intención rompedora de el arte de vanguardia del siglo
XX. La vocación de estos músicos apuesta por la innovación, por ofrecer nuevas insinuaciones
temáticas, nuevas formas de presentaciones temáticas que, apenas se insinúan, se desvanecen y
desaparecen sin desarrollos largos, sin variaciones, sin exprimir sus posibilidades de desarrollo. Es una
música que súbitamente llega y del mismo modo se va, que apenas deja huella en el oído, que no
pretende convertirse en estribillo repetitivo y machacón, que sólo aspira a llenar con su sonido la
fugacidad del tiempo de la escucha. Fugacidad y caducidad de las formas musicales, hermosas o
“fermosas”, como dice Adorno, de la enorme riqueza de las formas musicales, pero que están
condenadas a desaparecer en el mismo instante en que alcanzan esa cima de su exposición.
Las obras de estos tres compositores tienen en común la voluntad de situar la escucha fuera de
los cauces y expectativas habituales del oyente. La sorpresa, unida a un enorme grado de extrañeza,
producida en el oyente atento, conduce a una experiencia desasosegante, obsesiva por carecer de un
punto fijo, de un lugar común desde el que poder entender, de criterios de comprensión, de cánones o
normas para poder decidir si nos gusta o no. Es una música que deja mudos, que parece que no puede
ser juzgada desde nuestra anterior experiencia auditiva, que requiere un esfuerzo por nuestra parte para
ser capaces de ver su oculta belleza, de experimentar una experiencia seria y profunda en relación con
la sensibilidad y gusto de su época. Como todo arte vanguardista la relación del sonido con su
contexto, no ya histórico o ideológico, sino, fundamentalmente, artístico, lo pone el oyente. Éste
establece el vínculo con los perdedores, como dice Adorno; éste la considera humanista porque
defiende la causa de los que nunca han asistido, encopetados, a una audición en una sala de conciertos
burguesa. Nosotros simplemente tenemos que, dejando los prejuicios aparte, aunque sea
provisionalmente, hemos de entregarnos a la audición, pensando que un compositor serio, trabajador,
que nunca hizo concesiones ni al público, los empresarios, ni a la industria de la música, nos ha legado
estas obras como expresión de una sensibilidad artística compleja y complicada.
Música para un tiempo de crisis, de profundo cuestionamiento de los valores vigentes, de
radical nihilidad de la cultura europea y occidental, de puesta en solfa de todas las normas y cánones
aceptados en relación con el arte en general y con la música en particular, las composiciones de
Shönberg, Berg y Webern quieren ser, al menos, testigos y testimonios, de la pluralidad y el
pluralismo estético del pasado siglo XX, de que en aquel siglo no todo fue pachanga y
neorromanticismo, que hubo una música seria aunque parezca incomprensible.

9. 5. La obra de Alban Berg.

La apuesta de la Escuela de Frankfurt por el arte de vanguardia ha sido tan radical y


contundente que no cabe la menor duda que, sin su defensa y continua reivindicación, buena parte de
la música de la llamada escuela de Mahler carecería hoy de la consideración que ciertos círculos
intelectuales europeos y americanos le deparan. La EF no sólo apostó por un pensamiento crítico y
comprometido, desde el punto de vista social, a lo largo de la primera mitad del siglo pasado, hasta
llegar a ser los padres putativos de la generación del 68, a la que pertenece quien esto escribe, sino que
se planteo una labor de crítica cultural referida fundamentalmente al arte de vanguardia. El ensayo
“Tono” pertenece a una serie que Theodor Wiesengrund Adorno (1903-1969) dedicó al compositor
Alban Berg (1885-1935), que había sido su maestro, dado que Adorno era compositor e
instrumentista, aunque de escaso relieve. La audición de cualquier pieza de Berg, si la comparamos
con cualquier otra del repertorio clásico, pienso por un momento en la Frühlingssehnsucht (Nostalgia
de primavera) del Canto del cisne de Franz Schubert, da la impresión de que el compositor del siglo
XX ha querido situarse a miles de años luz respecto al del XIX, de tal manera que música clásica de
vanguardia es una apuesta decidida por cambiar radicalmente el gusto musical del clasicismo.
¿Cuál es la intención de Adorno cuando escribe “Tono”? Sencillamente demostrar que incluso
técnicamente la música estridente y chirriante del compositor vienés es superior a los compositores
coetáneos que pasan por vanguardistas y avanzados, como Stravinsky, Bartok o Hindemith. Su
perspectiva es la del musicólogo que, armado de buenos conocimientos técnicos de la materia sonora
se enfrenta fría y desapasionadamente a la obra de un compositor difícil y complicado, por su escritura
musical y por sus ideas sobre la naturaleza y la función de la música en la sociedad contemporánea.
Tomando como referente la famosa Sinfonía de los adioses, de Haydn, Adorno ve a Berg como el
músico de la desaparición y el adiós a la vida, como si la vida tuviera que ser despedida por falta de
valor, de capacidad de crecer, aumentar y ser capaz de generar más vida. Es como si la vida, tomada
musicalmente, se hubiera agotado en sus posibilidades. Se habla de “complicidad con la muerte” y de
“amable urbanidad con el propio extinguirse” en el sentido de que el arte de Berg representa una
crónica de un mundo que desaparece, que ha entrado en una era convulsa y agitada, a la que
corresponde una música que no puede expresar la alegría y el placer de vivir, como ocurre en la época
del primer clasicismo vienés.
La interpretación adorniana refleja como el compositor extrae sus sonidos de ese magma
indiferenciado en el que están los sonidos antes de que se descubra la armonía, de esas sonoridades
siderales que de modo innombrable rodean el hecho de la música, que constituyen su base y su origen,
pero que a duras penas pueden aparecer en la obra de un compositor. Las disonancias que caracterizan
al discípulo de Mahler tienen que ver con su reiterada voluntad de no edificar sus obras sobre base
sólida alguna; no hay temas recurrentes, ni variaciones sobre el mismo tema, ni descanso para la
escucha del oyente que pueda, en algún momento, sentirse aliviado porque reconozca, entre tanta
tensión y extrañeza, algún tema musical conocido, alguna influencia que suena ya oída.
Frente al carácter afirmativo de la música y, en general, de la cultura tradicional humanística,
vemos, por primera vez, como se impone un arte negativo, nihilista, que se expande por doquier sin un
punto de referencia fijo, donde se produce un continuo tránsito en las formas musicales. Se trata de
una composición múltiple, sin predominio de un tema sobre los demás, que no da descanso al oyente
para que se relaje y disfrute, sino que lo tensiona continuamente para que quede exhausto después de
la audición. La tendencia a la desaparición, de la que habla una y otra vez Adorno, ilustra bien a las
claras la voluntad expresiva de no configurar un estilo propio, un modo acabado y completo de hacer
música, un mundo de ideas estética cerrado y vuelto sobre sí mismo. No es una música que aspire a
permanecer en el oído del oyente, a fijarse en su memoria, a obsesionarle con su sonoridad; con su
insistencia en lo que suena extraño al oído humano Berg se ha puesto al servicio de la única causa que
puede defenderse en esta época, la causa de los perdedores que, según Adorno, es la figura del
humanismo del compositor. Precisamente el que no haya habido música más humana que la de Berg,
es lo que la aleja de nuestra sensibilidad, de nuestros adormecidos oídos, de nuestras pobres
entendederas, de nuestro manido y sobado gusto musical.
CAPÍTULO X:

ESTÉTICA Y HERMENÉUTICA:
EL ARTE DE INTERPRETAR LA OBRA DE ARTE

10. 1. El arte como juego, símbolo y fiesta.

Valga como mínima presentación de este tema el resumen de las principales tesis que formula
la hermenéutica en relación con la estética, contenidas en el escrito de Gadamer La actualidad de lo
bello, cuya lectura recomendamos muy vivamente desde estas páginas.
La comprensión de lo que es el arte en la actualidad representa una tarea de primera magnitud
para el pensamiento. La pregunta puede ser formulada así: ¿qué tiene que ver el arte y la experiencia
estética actual con el pasado? Pensar y repensar el pasado de la historia de la filosofía es una tarea
irrenunciable para cualquier planteamiento teórico que se precie. Todo depende de cómo concebimos
el pasado. Desde el punto de vista del arte, el pasado se puede definir como la espiritualidad de
nuestros sentidos, que determina de antemano nuestra visión y experiencia del arte. Nuestra mirada no
es inocente ni incontaminada sino que está condicionada por el conjunto de nuestra experiencia
personal y la totalidad de la experiencia artística de la humanidad, digamos, desde Altamira al
Guggenheim. En este sentido la hermenéutica se plantea si realmente ha habido una importante
evolución en la función social del arte, y si las formas artísticas han cambiado como para que un
primitivo no pudiera reconocer el arte abstracto. No se trata tanto de sostener que no hay nada nuevo
en el terreno del arte, cuanto plantear que nuestra comprensión del fenómeno artístico actual depende
en buena medida de nuestra interpretación de la historia del arte, y viceversa.
Los medios conceptuales de la estética filosófica son, según la hermenéutica gadameriana son
tres: 1. El concepto de juego. 2. El concepto de símbolo. 3. El concepto de fiesta. Estos tres conceptos
constituyen la base antropológica del arte: el ser humano como ser lúdico, simbólico y festivo. Esas
tres actividades son la raíz de todo arte y de toda apreciación y gusto artísticos, y el arte compendia y
resume esos tres modos de actuar del ser humano. Por lo demás, esas tres categorías abren un inmenso
orbe de posibilidades de entender la historia del arte en su complejidad e interrelación de géneros.
Ad 1. Lo bello goza del reconocimiento y aprobación general, El fundamento de esta
universalidad consiste en representar el recuerdo de un mundo verdadero, síntesis de lo real y lo ideal.
Esta dialéctica de elementos sensibles e intelectuales viene dada por el carácter vital de la obra. No
hay arte ni cultura sin juego. Éste consiste en la actividad de ponerse el ser humano en juego, de jugar
consigo mismo, con lo que es, lo que representa y lo que quiere ser. Pero verdaderamente jugamos
cuando somos jugados por el juego. El arte es un juego que nos juega a los hombres, en tanto el
lector, oyente, espectador, actor, etc., forman parte de la obra y están implicados en ella. El arte
experimental de nuestro siglo necesita para lograr sus perfomances, que el público receptor desempeñe
un papel activo en la ex-posición de la obra artística. Lo que podamos entender por obra de arte cuenta
con y no se entiende sin quienes la recrean de cualquier modo. Pero, ¿qué pone el lector, oyente,
espectador, etc.? No solo sus expectativas previas, su experiencia anterior en relación con el arte, sino
también una serie de disposiciones a ser receptor de la obra y a integrarla en su subjetividad, para que
allí sirva de mecanismo de defensa, y como elemento constitutivo del sujeto que se constituye,
representa y gana autonomía (Selbständigkeit), autoafirmación (Selbstbehauptung), y
autoconservación (Selbsterhaltung). En definitiva, la obra es para el destinatario un juguete que le
sirve para divertirse y para encontrarse a sí mismo en una actividad ajena a la seriedad de la vida
laboral y societaria.
Ad 2. Como símbolo la obra sería el fragmento que completa algo. Lo que falta para entender
algo, en este caso, el fragmento que nos hace entender la criatura humana. El símbolo se añade a la
cosa simbolizada para completarla y lograr un mejor entendimiento y funcionalidad de la cosa misma.
El arte es simbólico porque representa algo, descubre algo, se añade como lujo y abundancia, y forma
parte de un todo que queda oculto. A falta de la totalidad el destinatario se reconoce e identifica a sí
mismo en la obra de arte. El símbolo remite a otra cosa. ¿A qué remite el arte? A la verdad o a nada.
Para la hermenéutica el contenido veritativo de la experiencia estética es innegable pues produce en el
lector un efecto de cambio y metamorfosis interna desde el estado de la prelectura a la lectura que
interpreta. De ahí que la obra sea el símbolo a descifrar, tomando símbolo en el sentido del disco de
cerámica que los antiguos griegos partían y se repartían las mitades. Luego al cabo del tiempo, el
juntar los trozos servía para identificar a los compañeros, camaradas o amigos que una vez fueron uno
y que las circunstancias de la vida separaron. Esa es la imagen que mejor se adapta a la relación entre
el lector y la obra, la de las dos mitades complementarias que por separado no tienen sentido. El arte
como símbolo es un trozo de realidad que quiere sustituir a toda la realidad para que nos sea más
llevadera nuestra relación con la naturaleza y la sociedad.
Ad 3. Como la fiesta el arte es comunidad, celebración, actores y público, algo donde
participan todos salvo los que voluntariamente se excluyen. Es lo contrario del trabajo, la fecha que se
festeja con el cese de la actividad productiva, con la pausa del trabajo y del esfuerzo productivo.
Llamamos sosas a las personas que no saben divertirse, que no le dan importancia a la diversión. En
este sentido el arte tiene solemnidad y requiere celebración, y un sentido comunitario, para dar sentido
a lo extraordinario, o incluso para que acontezca esto último. Que existen muchas comprensiones de la
actividad artística como happening, y como fiesta creativa nadie lo pone en duda, pero el sentido que
le da la hermenéutica es algo distinto. Se trata de que la relación entre el público destinatario de la
obra y la obra misma es la de una celebración festiva, en el sentido de que el tiempo que le dedicamos
al arte es el momento de la antigua celebración sagrada, el tiempo del ocio productivo, aparentemente
no tomado en serio, pero de vital importancia para la criatura humana. Así la experiencia con el arte es
uno de los signos más evidentes de la evolución del género, del proceso de antropomorfización, en el
sentido de que sólo la criatura humana evolucionada dedica cada vez más tiempo a la experiencia con
el arte.

10. 2. ¿Fin del arte?

Ha sido Hegel el que ha visto en el arte la presencia viva y activa del pasado, vinculando
nuestra experiencia artística a la presencia de algo en la obra que es ajeno al material del que se
compone, y también un método para educarnos en la memoria (Mnemosýne) de lo pasado que todavía
se incorpora a nosotros mismos. El artista actual tiene, sea cual sea el arte que practique, que luchar
contra una manera habitual de percibir las cosas que embota toda sensibilidad para los objetos
artísticos. En este sentido el artista introduce en el tratamiento corriente de los objetos un punto de
vista intelectual, que no es puramente ideal, sino que esta mezclado con el concepto que de la
humanidad tiene el artista en cada momento de la historia. Se puede decir que nuestra sensibilidad está
educada por la experiencia perceptiva anterior, para percibir lo ya conocido, o lo que se apoya en
nociones ya asimiladas, y poco dispuesta, o reacia, o predispuesta en contra de toda experiencia nueva,
o que no pueda integrar en la experiencia previa. De ahí que el arte tenga que ser necesariamente ex-
céntrico, novedoso, sorprendente, y que sea muy difícil entender el arte nuevo o creativo. Lo que se
descentra en nuestras vivencias artísticas es un universo plástico, de figuras, colores y formas, de
armonías y sonoridades, de imágenes y personajes. Si no tenemos algún conocimiento previo a la obra
nos será muy difícil poderla integrar en nuestro universo perceptivo. Comprendemos el arte, según la
hermenéutica, por sinonimia con la experiencia previa y por anticipación, a veces prejuiciosa, del
sentido de la obra.
Una obra actual sólo es efectiva, es decir, sólo produce efectos estéticos, si lleva hasta el límite
la excentricidad, y la originalidad, lo novedoso respecto a nuestras expectativas previas. Dicho de
modo brutal: una obra de arte no sería tal sin algo incomprensible de entrada, que se resiste a nuestras
entendederas, pero que nos da que y a pensar. Porque nuestra existencia está fragmentada, y la obra es
un fragmento de una existencia ajena, a veces dolorosa, a veces gozosa, fragmentación que caracteriza
todo y cualquier presente en el que se presenta y expone la obra artística. La obra se contrapone y es
contradictoria con nuestro universo perceptual, con la experiencia cotidiana del mundo, y nos plantea
un misterio que, a modo de desafío, nos invita a resolverlo integrando en nuestra experiencia anterior
una nueva que completa la anterior y la prolonga.
Las teorías del fin del arte se basan en que éste habría llegado al límite de sus capacidades
expresivas, que habría explorado la totalidad de sus lenguajes, que se habría perdido la distinción entre
arte y no arte, y entre artista y ser humano en general. O bien todo es arte, en el sentido de que
cualquier objeto o producto de la imaginación humana puede pasar como arte, o bien nada es arte
porque todo objeto artístico ha perdido todas las características que anteriormente lo caracterizaban.
Para el pensamiento hermenéutico no hay tal fin del arte en tanto nuestra existencia sea fragmentada,
vivamos en la escisión y desgarramiento, de los que nos hablaba Schiller en las Cartas sobre la
educación estética del ser humano, y mientras por esa razón, el arte nos dé que pensar. Esto lleva a
pensar que el arte tiene como finalidad provocar y desafiar nuestra capacidad comprensiva, y aumentar
nuestra experiencia anterior. Porque el arte es el contrapunto y la contraimagen de nuestra existencia
social en un mundo cruel, despiadado y que carece de estímulos artísticos, porque carece de suyo de
sentimientos nobles y elevados. El arte se incoa desde el dramatismo del vivir humano, desde la
desgracia y la infelicidad, desde la falta de conformidad entre el orden de las cosas mundano y los
deseos y proyectos de la propia criatura humana. Mientras exista la desdicha y la infelicidad humanas
habrá arte, porque éste tiene que ver con un estado lamentable de la humanidad, en la que ésta no ha
encontrado la solución definitiva a las contradicciones provocadas por el orden burgués, para el que el
interés y el lucro se encuentran por encima del libre desarrollo humano.
El arte como consuelo o lenitivo ante el desconsolado orden brutal de las cosas expresa
fielmente ese mínimo punto de acuerdo que une hoy a la inmensa mayoría de los creadores. Nuestro
mundo, como el del Quijote sigue siendo canalla, y sigue necesitando de la contraimagen que le ofrece
el arte como ejercicio de imaginación, consistente en pensar el mundo de otra manera. Pero sería un
error creer que lo artístico sólo es la contraimagen de lo real-efectivo, sin que en el orden de la
experiencia estética no haya ni un gramo de transformación de lo que nos rodea. En este sentido el arte
no ha renunciado a los ideales emancipadores propios de la modernidad, aunque en la actualidad las
grandes manifestaciones artísticas de masas parezcan ser lo contrario. El arte no ha muerto si es capaz
de reformular nuevas formas de pensamiento utópico, y de pergeñar proyectivamente formas de vida
buena en el seno de una convivencia cada vez más justa.
La hermenéutica de la obra de arte plantea que el arte lejos de haber muerto sigue ofreciendo
la muestra de un quehacer que contribuye a la toma de conciencia y a la pacificación de la vida
humana. Simplemente porque desde el romanticismo y su hipervaloración de la experiencia estética, la
obra de arte sigue siendo lo que da a y que pensar, y lo nos incita a pensar el mundo de otra manera,
imbuido de ideales artísticos. Nunca como hasta ahora el arte ha sido más popular, y en el hogar de
millones de personas se encuentran colecciones de novelas y libros de arte, discos de música de todas
las épocas y estilos y un sinfín de objetos que proceden de la libre actividad creadora. Esta
popularización y democratización del arte, vinculada a la reproductibilidad técnica del mismo, ha
llevado a una familiarización con la experiencia artística cuyos frutos van en paralelo con la
proliferación de la educación artística que han emprendido todos los programas de los distintos
currículos de la enseñanza primaria, secundaria y universitaria. La hermenéutica sostiene que el arte
popularizado no hace que la obra pierda el aura de lo maravilloso, y sin embargo aumenta las opciones
de posibilidad para que los seres humanos tengan una relación positiva, creativa con el legado de la
tradición cultural, para que esta germine en nuestra imaginación y produzca nuevos productos
artísticos.
El campo privilegiado de aplicación cultural de la hermenéutica lo constituye la literatura a la
que ha venido a constituirse como un poderoso auxiliar. La hermenéutica de la obra literaria ha
desarrollado el campo de la llamada estética de la recepción, que estudia el efecto de la obra sobre el
lector, y cómo se incorpora este efecto a la obra misma en forma de historia de los efectos. De esta
manera la obra literaria se ha aproximado a la obra de pensamiento mostrándose una hermandad en
toda producción creativa e imaginativa. El rendimiento más importante de la hermenéutica literaria ha
sido la noción de copertenencia de autor y lector a la obra misma, de tal modo que puede decirse que
el lector forma parte de la obra misma como si ésta fuera un fenómeno de su propia vida, como si la
obra se integrara en su propia experiencia vivida.
10. 3. La poesía como interiorización de la realidad en Rilke.

“Porque lo bello no es nada más


que el comienzo de lo terrible138.

Quien quiera conocer ese pequeño átomo de poesía que contiene nuestro tiempo, si puede
hablarse de que el actual curso del mundo tenga algo de poético, que como gramo de locura y desvarío
nos acosa y amenaza, deberá recalar en la obra de Reiner Maria Rilke (1875-1926), autor cuya
principal virtud es la de expresar las paradojas y dolencias que aquejan el alma malherida de los seres
humanos de nuestra época. No se trata del poeta al uso, componedor de versos, versificador con mayor
o menos acierto formal, lírico de más o menos calado anímico, como tampoco es el prototipo de
criatura que haya compartido con sus coetáneos rasgos de vida en común. Casi podemos decir que
estamos ante una personalidad en la que la escritura y la humanidad se reinventan, ante un destino
literario y humano como no lo ha habido hasta el momento. Como si el crisol en el que se funde la
materia con la que se hacen los individuos de este raro género que es el humano, contuviera en este
caso otros componentes, otros metales para conseguir una nueva aleación. De manera que estamos
ante un individuo y una obra irrepetible, originales, casi únicos y, desde luego, muy siglo XX, para
usar la expresión consagrada por Ortega y Gasset para definir sus ideas.
Autor de obras tan singulares y hermosas como Epistolario español, Cartas a un joven poeta,
o Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, imprescindibles para cualquier lector que quiera conocer la
creación literaria y las ideas estéticas del siglo XX, es sobre todo su obra poética la que le ha acarreado
mayor éxito y gloria literaria. En especial, dos pequeñas obras, Elegías de Duino y Los sonetos a
Orfeo, que han traspasado las barreras naturales de la poesía para convertirse en una especie de
devocionario o libro de cabecera de la poesía que se constituye en metáfora y símbolo de una época de
penuria humana. Si hablamos de poesía del conocimiento, hay que tomar a este poeta esencial como
un modelo en lo referido a sondear la intimidad del ser humano, esa intimidad irreductible, no por rica
y dotada, sino como lugar de apartamiento y retiro. En Rilke la esfera de lo íntimo no se identifica con
la plétora de facultades y de sentidos, no es la plenitud de lo humano, sino más bien el reducto o lugar
de retirada de la criatura amenaza y, sin embargo, compelida y abierta a la exterioridad. Ésta se
configura como una suerte de intemperie desapacible y amenaza inminente que conmina a la expresión
y, con ello, se constituye en peligro para nosotros mismos. El riesgo de acabar frenéticamente con
aquel in interiore homine de San Agustín, supone acabar con lo único que nos ha quedado tras una
devastación tan avasalladora como la sufrida por la humanidad en el época moderna.
La importancia de Rilke no radica sólo en su entendimiento y práctica de la poesía, sino en su
visión del arte y el artista, es decir, en sus ideas estéticas. En primer término conviene observar que al
poeta de Praga lo leamos como un crítico de la modernidad, como el descubridor de la farsa que lo
moderno representa, como responsable de la pérdida de la intimidad en provecho de la extimidad. La
primera constatación es que estamos solos, o que la modernidad nos ha dejado aislados. Sus palabras
no dejan lugar a duda: “estamos solos con lo extraño, que ha entrado en nosotros; porque se nos ha
quitado por un instante todo lo familiar y acostumbrado”139. De tal manera que el ámbito íntimo es el
único mundo para lo humano; sólo en lo interno hay mundo porque, como dice la VII Elegía, lo
externo se desvanece. El arte tiene al ensimismamiento como retiro y fuente, como recogimiento y
fuerza, como secreto y recurso. Pero, ¿qué es ese recinto de la interioridad humana? Sencillamente un
sentido dentro de un oscuro enigma140. No se trata de un poeta existencial avant la lettre, sino el que
lamenta la pavorosa reducción de la realidad humana a huella y rastro, a oscuro signo y difícil
recuerdo, a mera señas difusas y borradas por un proceso civilizador que todo lo arrastra.

138
Rilke: Elegías de Duino, I, 61.
139
Rilke: Teoría poética, 60.
140
Cfr. Ibídem, 30.
El proyecto vital y estético del poeta checo lleva aparejado admitir la existencia humana con
sus limitaciones tan ampliamente como se posible. Hemos de dar cabida en ella hasta lo inaudito.
“Esta es, en el fondo, la única valentía que se nos exige: ser animosos ante lo más extraño, prodigioso
e inexplicable que nos pueda salir al encuentro”141. Se trata de un mensaje de esperanza en la
capacidad de la poesía para transformar el mundo, para cambiar su aspecto y entidad. Únicamente se
trata de convertir lo difícil y extraño en lo familiar y fiel. No es una lucha contra nosotros mismos, no
tenemos nuestro enemigo dentro de nosotros. El combate se establece contra un mundo impoético,
contra la brutalidad y la violencia, a favor de lo inocente y desvalido. Este mantenerse y permanecer
en lo difícil, supremo consejo para toda alma en formación, hace posible que el mundo tenga solución
en el seno amoroso de la poesía que todo lo transforma y revoluciona. El arte conlleva y porta una
circunstancia previa, en la que el artista y el destinatario de la obra se hallan en peligro, en el momento
agónico de la enfermedad del alma, en una conciencia lúcida del límite, en la situación sabida de no
poder ir más allá, de no poder atravesar la frontera cerrada. Ante un realismo mal entendido Cézanne
ha sabido ir más allá, hasta la objetividad infinita, encontrar una materialidad pictórica que hace los
objetos pintados más reales que los ajenos al cuadro o extraartísticos142. El lenguaje del arte tiene la
voluntad de convertirse en un grado superior de objetividad en relación con las cosas del mundo
cotidiano. Lo artístico es más vivo, vital y verdadero que lo no artístico. Asistimos a una verdadera
ontología de la obra de arte, según la cual ésta se convierte en la verdad de lo real, su sentido,
pregnancia y ejecutividad. El arte transforma el mundo en esplendor, en fulgencia y patencia de lo
verdadero, en idealidad que todo lo penetra y a cuya luz todo se transforma y esencializa. El modo de
penetrar el arte en el mundo, irradiándolo e iluminándolo, impide que “al objeto le falte tiempo para
acordarse de su fealdad e infamia”143. El arte queda definido así como una suerte de imposibilidad,
porque requiere crear lo nuevo, que es lo extremo y lo imposible en relación con la realidad no
artística.
En definitiva, Rilke quiere atisbar la posibilidad de que los ojos de la criatura se vuelva a lo
abierto, a lo pleno, no a los simulacros y sucedáneos, sino a una realidad completa que desvela nuestra
mirada cuando es invertida y coaccionada para que mire a lo inhabitual e inhóspito, a lo
inacostumbrado y terrible, a la falta y la carencia. En el fondo estamos ante las mismas preocupaciones
que constatábamos en la poética de Schiller, tomada como la reacción contra la cultura formativa y
conformativa, que nos deniega la posibilidad de jugar y de reírnos de las frías leyes del entendimiento
y de la pulsión formal. Hay mucho en estos versos de re-nacimiento, de intentar volver a repristinar a
la criatura humana, volverla coactivamente a la fuente de su recuerdo, para que pueda llegar a ser
expresión de lo que la historia humana deniega y reprime. Todo en Rilke es aliento de nueva vida,
desde el dolor y la desesperación de lo muerto que hay en nosotros, desde la nihilidad que nos corroe
por dentro y nos lleva a ser emigrantes en esta tierra, criaturas desarraigadas, sin patria, ni ley, ni
bandera, solamente sobrevivientes de la infernal corriente que todo lo arrastra y aniquila. Se trate, en
fin, de reconvertir la insuficiencia de la mala realidad, la limitación fáctica de lo externo, por la
verdadera que es vida, reflexión y concepto.

141
Ibídem, 61.
142
Cfr. Rilke: Cartas sobre Cézanne, 50-51.
143
Rilke: Teoría poética, 101.
CAPÍTULO XI

LA ESTÉTICA DEL CINE:


LA CORPORALIZACIÓN DE LA FANTASÍA

“Lo que busco en mis películas, lo que quiero conseguir, es penetrar hasta los
pensamientos profundos de mis actores, a través de sus expresiones más
sutiles. Pues son esas expresiones las que desvelan el carácter de los
personajes, sus sentimientos inconscientes, los secretos que reposan en la
profundidad de su alma” (Carl T. Dreyer).

“El cine critica a la vida” (Paul Valéry).

“El drama cinematográfico posee, por decirlo asía, un grano más apretado
que los dramas de la vida real, ocurre en un mundo más exacto que el mundo
real. Pero, en fin, es mediante la percepción como podemos comprender la
significación del film: el film no se piensa, se percibe” (Maurice Merleau-
Ponty).

11. 1. El cine como arte del siglo XX

Cuando, en un libro consagrado a la estética contemporánea se incluye un capítulo dedicado al


cine como arte, y dentro de lo reducido de su espacio, aún parece obligado justificar la naturaleza
creativa y artística de este medio expresivo. Siendo junto a la música rock o moderna el espectáculo
más masivo y presente en la vida de los seres humanos del siglo XX y de los inicios del XXI, muchos
son los que ponen en duda su carácter artístico. Para unos el cine es una industria de entretenimiento, y
eso mismo le niega la condición de arte, y para otros la baja calidad y la comercialidad de la mayoría
de los productos que se exhiben hoy en día en las pantallas les induce a pensar que, si alguna vez lo
fue, hoy ha dejado de serlo. Como si el cine como arte fuese algo definitivamente pasado.
Afortunadamente la inmensa mayoría de las personas con sensibilidad y gusto artísticos no dudamos
que tanto el cine, como la fotografía, el vídeo, y todas las técnicas que trabajan con la imagen, fija,
móvil o animada, constituyen un medio más con el que puede ejercerse el talento para el arte, tanto
ayer, hoy como mañana. Cualquier medio técnico puede producir un resultado artístico, y no hay
medios que gocen de privilegio por encima de otros.
Las películas pueden ser obras de arte o no, con independencia de su modo de producción, su
coste, el sistema económico en el que han sido producidas, los actores y actrices que en ellas trabajan,
la opinión de la crítica especializada, la programación de las distribuidoras y salas, las campañas
publicitarias que nos acosan para que las veamos, la acogida que le dispensa determinado público o
una época determinada, etc. Se pude dar la paradoja de encontrar arte dentro de una película cuya
calidad sea escasa, en forma de fotografía, banda sonora, interpretación, vestuario, atrezzo, etc. Por
ejemplo, Vittorio Storaro, director de fotografía y colaborador de Carlos Saura en varios de sus filmes,
como Flamenco (1995), realiza un trabajo de tan alto calado estético, que puede ser enjuiciado y
valorado al margen de la calidad de la película en la que colabora. Lo mismo podría decirse del trabajo
de decorador, del encargado del vestuario, del guionista, o de cualquiera de los creadores que
intervienen en el hecho fílmico. Muchos mitómanos del cine sólo atienden a un elemento de las
películas (la música de Sacco y Vanzetti, o a un actor o actriz como Greta Garbo o Gregory Peck), para
valorar el cine como arte, sosteniendo que detrás de cualquier manifestación artística hemos de hallar
la huella de un obrar individual. Así, sólo el cine de autor gozaría del beneplácito de los cinéfilos
exigentes. Pero, en general, domina la opinión entre los expertos que el arte cinematográfico es el
producto de un hacer plural, que permite tanto una apreciación de conjunto, como un análisis de sus
componentes que gozan de cierta autonomía.
El criterio de clasificación como clásicas que merecen algunas películas, muy discutible por
otra parte, así como el permanente estudio y análisis que de ellas se hace, dando lugar a una larguísima
literatura, parecería suficiente para unirnos aquí a la opinión según la cual, desde la década de los años
veinte de este siglo, el cine ha entrado por derecho propio en la categoría de arte, pero de arte que ha
revolucionado la estética y el modo de percibir y enjuiciar al hecho artístico en general. El clasicismo
cinematográfico no es sino el resultado de constatar que la inmensa mayoría de los recursos expresivos
de este arte se descubrieron muy pronto, y que luego la industria los ha mejorado o perfeccionado.
También se produce un cierto fetichismo de los “entendidos” con películas como La diligencia, o
Casablanca, con actores como James Steward, o Ava Gardner, que hacen que las sucesivas
promociones de espectadores descubran el gusto por el cine de antes, en detrimento del cine de rabiosa
actualidad y salvajemente publicitado. En cualquier caso puede ser útil recoger la opinión común de
que de las cuatro etapas en las que convencionalmente se divide la historia del cine (1ª. 1900-1915, 2ª.
1915-1940, 3ª. 1940-1965, y 4ª. Desde 1965 hasta hoy) la menos creativa es la última, que es la
nuestra.
La primera supone el esfuerzo pionero para combinar sabiamente el reportaje y la diversión,
para crear la expectativa de la ilusión y la fantasía animada, y para popularizar un modo de expresión
que se convierte en la crónica del presente, del tiempo que vive el espectador. Recordamos a los
primeros espectadores del cinematógrafo embobados por la magia que se desarrolla en la pantalla,
magia que ya no aprecia ni un niño de tres años.
El segundo período asiste a la consolidación de una técnica cinematográfica, basada en el
montaje como medio de convertir el relato cinematográfico en una realidad sintética, condensada y
sincopada, de tal manera que pueda decirse de él que posee inteligibilidad universal, que puede ser
entendido por cualquier tipo de público, en especial si pensamos en el cine mudo o sin diálogos, en el
que las imágenes y la música se bastan a sí mismas para comunicar los contenidos de forma efectiva.
Hoy los fallos de montaje de muchos productos actuales nos hacen sentir vergüenza ajena.
El tercer período es el de la máxima creatividad artística, pues los realizadores cuentan con
una gran libertad expresiva, sin las presiones ni ataduras de la censura ni de los intereses de la gran
industria cinematográfica. Aparece el ensayismo cinematográfico, que no es mero tanteo sino la
consciente introducción en el séptimo arte de la reflexión y la visión personal del mundo, de la
conciencia crítica respecto al período histórico que le ha tocado vivir, de los que intervienen en el
rodaje. El cine añade a la seducción de la imagen anterior, la fascinación de la palabra de un arte que
toma una deriva intelectual sin olvidar su visualidad. Se abandona la linealidad de la trama, la
simpleza psicológica de los personajes, y la economía de medios expresivos, para enzarzarse en
complejidades barrocas, en motivaciones profundas y en rupturas varias del tiempo narrativo. Hoy día
parece que los espectadores abominan del cine intelectual o de ideas, y se desea acción, pura acción.
En la cuarta y, por el momento, definitiva etapa, el cine de autor se sustituye por el cine de
productor, por el cine de alto presupuesto, de consumo masivo y de absoluto predominio de los efectos
especiales, con los que se reduce al espectador a un infantilismo conformista y acrítico. Por otra parte,
los nacidos después de 1965 no tienen por qué haber visto los clásicos del cine, de tal manera que
pareciera que el cine no tiene historia sino presente, que el cine clásico no es sino una prehistoria,
rudimentaria, precaria e insegura, de los “mitos” del cine de nuestro tiempo. Por suerte el espectador,
sobre todo el estético, mira el cine como si lo viera a través de un tubo cilíndrico en el que lo actual se
contempla en progresión de lo lejano. Esto quiere decir, que ninguna de las cuatro etapas
convencionales en las que dividimos, para mejor entendernos, la historia, se han cancelado o
caducado, y aún es posible ver hoy ejemplos de todas y cada una de ellas, tal vez como un presagio de
la necesaria evolución del arte cinematográfico hacia nuevas metas expresivas.
11. 2. La fotografía en movimiento

Para empezar por algún lugar común podemos hacerlo por la fotografía que entendemos como
progenitora del cine. Desde el comienzo de este medio expresivo fue evidente que su función no se
limitaba a reproducir fiel y realistamente la realidad externa a la cámara. La fotografía, como antes lo
hizo la pintura recrea y profundiza la realidad en aspectos que nuestra retina no percibe o deja
desapercibidos. Descubre aspectos llamativos o sorprendentes de lo real, instantes maravillosos,
momentos significativos, que el ojo humano deja desapercibidos La clave, tanto de la pintura, como de
la fotografía e del cine, es la atmósfera. No sólo el encuadre o la distancia sino, sobretodo, las diversas
maneras de manejar el obturador, y las distintas técnicas de revelado, dan al artista, no al que hace
fotos y las positiva en el supermercado, una amplia libertad expresiva por el que los objetos se
contemplan desde la subjetividad, casi diríamos, de la carnalidad del espectador. Es absurdo plantear,
como lo hacen muchas personas ingenuas, aunque de buena fe, que haya una imagen retiniana, común
a todos los seres humanos, que nos sirva para comparar la mayor o menor fidelidad de una imagen
artística a la realidad. De nuestros propios retratos apreciamos lo ideal que la cámara ha sabido captar.
Antes la pintura y ahora la fotografía dejan bien sentado que sólo hay imágenes, las retinianas
y las otras, pero en todo caso imágenes, visiones parciales y subjetivas, mediadas por la experiencia de
los sujetos, del modo como se nos aparece el mundo. La técnica de las lentes, ya se trate de un
microscopio, un telescopio o una cámara negra, sólo son prolongaciones e instrumentos de nuestra
retina, que también se someten a los mismos condicionamientos que ella. Pues bien, si nos fijamos
atentamente, la fotografía ha presentado siempre un aire extraño y misterioso, una imagen aurática,
hasta el punto de que siempre hay en ella un momento de indecisión, de no identificación de la cosa
representada, de no reconocerse en la foto, un ¿qué es esto? o ¿quién es este? Ese halo de misterio y de
ficción de la fotografía es el primer recurso del cine para llevarnos a la idea de la dualidad del medio,
lo que vemos en el pantalla sería una imagen fiel de la realidad, en el sentido de que algo tiene que
corresponder en el orden extra-fílmico, pero también es ficción, falsedad y engaño. Podría ser
explicado por el hecho de que el espectador, tanto de una fotografía como de una película visiona la o
las imágenes un tiempo después de su registro, y todo se derive de la no identificación con las
imágenes del pasado, como si quisiéramos ser un continuo y renovado presente eterno, y la foto nos
devuelve a nuestro pasado. Es una mentira hecha pasar por verdad para divertimento y
entretenimiento. Es manipulación y montaje de imágenes para hacer pasar por verídico lo que es pura
mentira fictiva, lo que no es sino mágica ilusión.
Para muchos tratadistas de la estética cinematográfica, como Bazin y Kracauer144, la tendencia
natural del cine es el realismo, en el sentido de atestiguar y testimoniar la existencia de la realidad, o
bien en el de descubrir aspectos implícitos en ella no visibles a primera vista. El cine es una especie de
voyeur que en un caso “saca a la superficie la verdad íntima de lo real” (Bazin), y en otro “devuelve
sencillamente la realidad de los hechos” (Kracauer). De tal manera que podía decirse que el buen cine
es necesariamente, de una u otra manera, más realista que el malo, pero el realismo no es el único
criterio de la calidad cinematográfica. Realismo en cine no es simplismo ni reduccionismo, ni tampoco
ingenuidad e infantilismo tonto; realismo quiere decir pluralidad de significados, multisignificatividad,
proporcionar un plus de significado al relato, no para que sea más creíble, sino para que sea más
sugestivo y provocador, a la vez que verosímil. Roland Barthes lo ha expresado diciendo que el cine se
identifica con la técnica del sentido suspendido, que supone desembarazarse de todos los sentidos
parásitos, para depurar la narración hasta lo esencial, que es lo que resulta más significativo para el
lector-espectador, y es la que causa mayores efectos estéticos.

11. 3. Una metáfora de la realidad

Como continuación de la perspectiva anterior podemos situar la tesis que ve en el cine el


reflejo, más o menos fiel o deformado, de la realidad. El desplazamiento metafórico que en él se
produce, en el espacio y en el tiempo, pone en la pista que este arte funciona como una narración. La
cámara cuenta una historia, algo que pasa fuera de ella y que registra con pretensiones de veracidad.
En este sentido cabe precisar que todo realismo tiende a minusvalorar que la cámara por sí sola no
refleja nada, y que los factores técnicos, profesionales, económicos e ideológicos pesan demasiado en
la creación de una realidad ilusoria como el cinema. La cinematografía es el arte de lo imaginario y
está poblado de muchas más cosas de las que hay a nuestro alrededor. Tiene que ver con la
subjetividad tanto del creador como del espectador, pero de la subjetividad presionada por una pulsión
que recibe su complemento de los sueños despiertos y de la fantasmagoría obsesionante. Metáfora es
un desplazamiento sutil e inapreciable que consigue parecer hablar de lo real cuando se habla de lo

144
Cfr. Bazin: ¿Qué es el cine?, y Kracauer: Teoría del cine.
imaginario, de la fantasía, de la ficción. Metáfora es desplazamiento y condensación de la realidad
visible.
El cine se ha constituido en género artístico con paisajes encantados en un mundo de fábula,
con héroes y heroínas, con proezas y hazañas muy improbables aunque verosímiles, recurriendo
constantemente a la complicidad del espectador que quiere ser seducido. En un mundo de limitada
vida social, constreñido de múltiples maneras, en el que los seres humanos somos piezas de un
poderoso engranaje económico y social, en el que la comunicación y el entendimiento humanos esta
minorados, la película te introduce por un rato en un universo que nada tiene que ver con el que te
rodea. El cine es surrealista145 en el sentido en que pone en juego sueños que son metáforas de la
realidad y que vienen a ser la otra cara placentera del mundo; “es capaz de unir lugares lejanos, de
mezclar el ayer con el mañana, de acercar lo minúsculo a lo gigantesco, de superponer lo conocido a lo
desconocido, de transformar lo previsto en insólito, creando, además, un universo con el que nos
identificamos sin esfuerzo”146. Es realista porque lo que cuenta le da un toque de verosimilitud y
credibilidad, porque de lo contrario el espectador dice que es demasiado increíble, y es hiperrealista en
el sentido de que la ficción supera a la realidad y se convierte como en su parábola ficcional.
Como su fundamento fotográfico el cine debe toda su efectividad de la implicación del
espectador. Lo que vemos en la imagen visual es lo que ponemos en ella y ella misma nos devuelve.
La metáfora opera en nuestra mente y es producto de ella. En la sala, frente a la pantalla, se produce un
secuestro del mundo real, y una inmersión en un mundo alucinante que nos fascina y embelesa. Da lo
mismo que suframos o que nos riamos, que nos identifiquemos con el bueno o con el malo, que nos
enamoremos de la chica o que odiemos al villano, lo importante es que nos dejemos arrastrar, seducir
y fascinar por unas imágenes en movimiento proyectadas sobre una pantalla blanca. El sujeto que ve la
película tiene poco que ver con el que en la vida diaria tiene sus preocupaciones y anhelos, sus
ocupaciones y fines, pero aquella es la contraimagen de éstos. Hay quien ha llegado a hablar de
secuestro del espectador durante el tiempo que dura la proyección porque quien lo secuestra lo tiene en
sus manos, lo manipula y le hace pensar y sentir como quiere. Muchos de estos aspectos pasan
desapercibidos al espectador corriente, pero es natural que se planteen cuando se habla del cine como
arte. Se suele decir que en una butaca todos los espectadores, el honrado ciudadano y el delincuente
habitual son lo mismo: ingenuas criaturas seducidas por la magia de las imágenes.
El arte cinematográfico viene a ser la trampa del doble, del doble de uno mismo que cada uno
ve encarnado, de modo subjetivado, en la pantalla de proyección. Creando otros yoes se compensa la
miseria real del yo, la vida anodina del espectador anónimo. De ahí que Morin sostenga que el cine
nos fotografía a nosotros mismos, lo que pensamos, lo que deseamos, lo que hacemos, lo bueno y lo
malo, lo hermoso y lo feo, lo noble y lo vil, todo está compendiado y en lucha en las artes de la
imagen. Por otro lado el cine no podría existir sino en una sociedad del anonimato y la anomia.

11. 4. De las técnicas al cine de autor

El cine no es la mera duplicación del mundo sino que su lenguaje se basa en la síntesis de
muchas cosas. Los mecanismos básicos de su peculiar forma de contar las cosas son la condensación y
el desplazamiento. En los personajes y aventuras que aparecen en pantalla se condensan muchos
rasgos y disposiciones humanos, a la vez que se sitúan desplazados fuera del espacio y el tiempo
cotidianos. Dado que la imagen es un análogon simbólico de lo real, se trata de saber qué poder de
significación posee para que nos cautive de la manera que lo hace. Mitry, en su magnífico tratado
sobre el cine147, nos sugiere la duplicidad intrínseca de la imagen, que por un lado es como lo que
vemos a través de una ventana (imagen ventana), pero por otro es la representación que acontece en un
cuadro o marco (imagen marco). La paradoja consiste en creer que el cine es como la ventana de

145
Este puede ser un buen momento para indicar que las categorías con las que frecuentemente
dividimos el cine (como realista, surrealista, hiperrealista, etc.) no tienen demasiado sentido para clasificar
películas y autores, pero tal vez sí para entender el fenómeno del cine y toda y cada una de las obras que
pertenecen a esta género artístico.
146
Casetti: Teorías del cine, 57.
147
Cfr. Mitry: Estética y psicología del cine.
nuestra casa, por la que vemos lo que pasa en la calle, pero en el fondo lo que sucede es una
representación, una ilusión pictórica, una escena encerrada por un marco, una ficción que no se
corresponde fielmente con lo real. Aquí ha de encontrarse uno de los más grandes secretos del cine, la
confusión buscada y premeditada entre el universo de la representación cognoscitiva del mundo
(Vorstellung), y la presentación-exposición (Darstellung) figurativa e imaginativa de la realidad. Las
imágenes cinematográficas son distintas del mundo, pero operan como sustituto, emblema,
representante, símbolo, metáfora de lo real.
Si pensamos en las técnicas narrativas del cinematógrafo veremos con absoluta claridad que el
travelling, el plano-secuencia, los encuadres maravillosos de los grandes filmes, introducen en el
género unos recursos cada vez más artificiosos e irreales. El modo de realización de las películas tiene
mucho que ver con la situación del espectador ante la pantalla. Imaginemos la situación prototípica del
espectador en la sala de proyección. La sala oscura representa la extrema concentración visual (el
simple ruido del inoportuno comedor de pipas nos desconcentra y molesta). Las butacas en las que nos
sentamos nos sitúan en un estado de submotricidad (no aguantamos al que se está continuamente
moviendo en su asiento). La pantalla reclama nuestra atención de tal manera que, salvo que la película
sea un tostón, no somos capaces de perder un detalle (a veces miramos sin pestañear, y si nos hablan
no oímos). Todo ello ha llevado a muchos teóricos a plantear que esa duplicación maravillosa del
mundo a la que llamamos cine, no tiene sentido sin esa “manipulación”, sin duda ideológica, que se
lleva a cabo con el espectador. Nunca como ante la pantalla parece que retornemos a la infancia, que
nos traten como niños, que nos cuenten cuentos, que nos los creamos, y que soñemos y soñemos cada
vez más con un mundo ideal poblado de seres imaginarios. De hecho Lenin, el gran teórico y dirigente
de la revolución soviética de 1917, consideró al cinematógrafo como el arte de la revolución
proletaria, el arte que serviría para que las grandes masas de obreros y campesinos tomaran conciencia
de su situación de explotación y de la necesidad de la revolución económica, social y política.
Finalmente un pequeño apunte sobre el placer del cine. Los estudiosos del género dicen que es
de dos clases: placer escópico ligado a la presencia de un objeto como fuente de excitación, y placer
narcisista ligado a la presencia de un objeto como fuente de identificación. En el cine clásico,
curiosamente, el espectador elige al héroe como objeto de identificación y a la heroína como objeto de
goce. Este esquema parece dominar en el género de aventuras, donde la chica mona siempre es un
poquitín boba y es la responsable de meter en apuros al muchachillo. Resulta curioso y muy
significativo que el que mira, actúa y elige es el hombre, y la que se exhibe, está quieta, y hace de
estímulo y reclamo es la mujer. El espectador, hombre o mujer, para conseguir lo que desea tiene que
identificarse con el protagonista, ha de masculinizarse, si ha de ser seducido por el arte. De tal modo
que podemos decir que ese esquema machista del placer que produce el cine ha supuesto una
apoyatura para su papel de dominación ideológica y de monopolización de la cultura de masas. El cine
clásico y el moderno se han constituido como géneros con este y otros muchos presupuestos
psicológicos e ideológicos, que no lo hacen neutro sino beligerante dentro de la industria cultural y de
los conflictos de todo tipo que anidan en nuestra sociedad.

“He estado en el Paris de Francia y en el Paris de la Paramount. El


de la Paramount es mejor” (Ernst Lubitsch).

11. 5. El cine de Hitchcock.

A la hora de presentar el cine de Hitchcock es necesario aludir a la relación conceptual que


guarda con las teorías del psicoanálisis freudiano. Por lo tanto damos por supuesto que el lector
conoce lo dicho más arriba en relación con la aportación del psicoanálisis a la estética contemporánea,
y también lo planteado en la presentación del ejercicio anterior. Parece a todas luces oportuno que el
cine de Hitchcock se pueda relacionar con el psicoanálisis y con la importancia de su teoría y práctica
con la estética contemporánea. No tanto por el hecho de que en el cine del autor inglés, luego
nacionalizado norteamericano, nos encontremos continuas referencias al propio psicoanálisis, muchas
en plan jocoso, como en el caso de Recuerda, o con magníficas imágenes de decorados del surrealista
y siempre obsesionado por las teorías freudianas Dalí, sino por algo más radical e importante para el
cine como arte.
En efecto, cuando el cine se plantea como el relato de personajes que viven obsesionados por
los recuerdos del pasado, paralizados por imágenes maternas, imposibilitados para realizar las tareas
más simples de la vida normal, o que confunden permanentemente el presente con el pasado, y esa
temática se narra con la originalidad y frescura de imágenes como lo hace nuestro autor, este arte ha
dado un paso decisivo para el conocimiento del ser humano de nuestro siglo.
Hay quien afirma que la genialidad de Hitchcock para retratar a la sociedad contemporánea no
tiene nada que ver con sus temas y personajes sino más bien con su técnica cinematográfica. Sin
embargo, su original manejo del plano subjetivo, que nos lleva a detalles insignificantes de la realidad
o de sus personajes, no podría ser entendida sin la referencia al psiquismo obsesionado y al cuerpo
fragmentado, que es el recurso de la mente trastornada para representar la totalidad de la realidad del
objeto deseado. Su modo de contar las historias, plagado de retornos al pasado, de confusión del
tiempo narrativo, de olvidos decisivos, de anticipaciones obsesionantes de lo que va a suceder, no son
mera casualidad ni hallazgo fortuito. El tiempo hitchcockiano es una dimensión y una categoría
totalmente distendida, casi elástica, pero siempre con la noción de que el instante que el espectador
revive en la pantalla está tensionado hacia el pasado y el futuro. Esa tensión es la propia del neurótico
que atraviesa sus películas, casi siempre en forma de personaje masculino que, sin quererlo, se ve
envuelto en una trama de la que no podrá salir sino con grandes dificultades y penalidades. A veces
parece que su temática tiene que ver con la mente perversa y retorcida de determinados personajes
muy representativos de la maldad y la fatalidad humanas. En muchos casos lo que sucede en la mente
de los protagonistas no responde a la interacción con otros personajes cuanto de la elaboración
secundaria de quien no puede dejar de pensar en sí mismo como víctima de alguna conjura o como
inocente conducido a un destino inexorablemente destructivo.
Pero lo más llamativo de esas tramas neurotizantes y morbosas, que constituyen la filmografía
del genial director de cine, es el contexto en el que se sitúa. La mayoría de las películas de este autor
suceden en ambientes burgueses donde todo es lujo, bienestar y confort. Magnificas mansiones,
lujosos apartamentos de soltero, profesiones liberales con éxito, en definitiva, la bonita y encantadora
sociedad burguesa. En ese marco idílico y de felicidad asegurada, surgen como huésped inquietante,
como vértigo amenazador, un problema en forma de conducta incomprensible, de hecho brutal, de
trasgresión de lo establecido, y eso viene a dar al traste con la paz y alegría que reina en la vida de los
personajes. Incluso en Psycho (Psicosis) la vida del personaje protagonizado por Anthony Perkins
parece tranquila y sosegada, enferma pero sofronizada, hasta que aparece la inquietante presencia de la
secretaria ladrona, que le hace recordar la omnipotente presencia de su madre, y su interdicción de
salir con mujeres, porque a los ojos de muchas madres las mujeres que quieren a sus hijos son unas
pérfidas pécoras que no desean su bien sino su perdición. El personaje protagonista ha interiorizado
esa autoridad materna que lo tortura, y lo obliga a hacer acciones que nade ve bien.
Si observamos la producción de nuestro director, sus dos primeras y poco conocidas películas,
El jardín de la alegría, (1925) y El enemigo de las rubias (1926), muestran su obsesión por la mujer a
la que retrata tan bella como misteriosa. Las mujeres de Hitchcock, casi siempre rubias y guapísimas,
sólo importan como fuente de conflictos y problemas para los hombres. Por lo demás, sus primeros
éxitos los realiza y obtiene en el Reino Unido, y ahí ya tenemos al gran maestro del llamado suspense
con títulos tan característicos como Los 39 escalones (1935) y Alarma en el expreso (1939). En 1939
se trasladó a Estados Unidos, y allí entra a trabajar con, mejor sería decir para, David J. Schelnick,
todopoderoso magnate de la industria cinematográfica, y dirige películas tan famosas como Rebeca
(1940), La sombra de una duda (1943), Encadenados (1946), La soga (1948), Extraños en un tren
(1951), Yo confieso (1952), La ventana indiscreta (1954), Crimen perfecto (1954), El hombre que
sabía demasiado (1955), Falso culpable (1957), De entre los muertos (Vértigo) (1958), Con la muerte
en los talones (1959), Psicosis (1960), Los pájaros (1963), Marnie la ladrona, y otras.
Cuando para referirse a su estética cinematográfica se recurre al conocido tópico de “thriller
psicológico”, se quiere encasillar su arte en un nombre que despierta el interés del público sin que
llegue a significar demasiado. Más bien nos encontramos ante un buceo en la personalidad neurótica
de nuestro tiempo, narrado con una riqueza imaginativa prodigiosa, que interesa al espectador por la
capacidad de este para identificarse con los personajes de ficción. Hasta tal punto están retratados los
humanos del siglo XX que la actualidad del cine de Hitchcock tiene que ver con la cada vez más
profunda actividad neurótica que nos caracteriza. Neurosis como pérdida de la realidad y su sentido, y
como sustitución de lo real por lo psíquico. Los rendimientos de nuestro psiquismo se han extendido
más allá de sus primitivas funciones y han ido a crear un mundo ficcional, enteramente falso pero
confortable y hermoso.
No ha habido una cinematografía tan personal y de autor como esta, que ha sufrido numerosas
deformaciones y maltinterpretaciones, al objeto de que pierda su carácter crítico y disolvente respecto
a la sociedad burguesa, de cuyas trazas el cine de Hitchcock es una metáfora y una fantasía. Por eso no
hay nada de psicológico en este cine, si entendemos por psicológico lo que corresponde a cierta
sabiduría al uso para fines industriales de manipulación mercantil. Si por psicología entendemos el
conocimiento en profundidad de la mente humana, de sus motivaciones y aspiraciones inconfesables,
de sus deseos no confesados, de sus secretos más íntimos jamás contados, el cine del genial inglés
contiene más psicología que mil manuales de psicología conductista. Pero no se amolda a convertirse
en objeto de consumo, ni por la industria y la mercadería cinematográfica, ni por los historiadores del
género, ni por los filósofos y estetas que quieren domesticar este cine para uso reglado y adormecedor.
Poco importa que este director fuese un burgués mujeriego y misógino, que le gustara terriblemente el
dinero y la fama, que se amoldara y plegara a todo tipo de censuras e intervenciones de Schelnick. Lo
importante es que su producción artística representa como ninguna otra las paradojas y perplejidades
de la humanidad del pasado siglo XX, humanidad que resulta más fácil de comprender viendo Vértigo
que leyendo muchos de los libros que sobre la historia de esa centuria se han escrito y se van a seguir
escribiendo para desesperación de todos.
CAPÍTULO XII:
TENDENCIAS DE LA ESTÉTICA ACTUAL

12. 1. La actualidad del romanticismo.

El romanticismo no ha muerto, sólo se ha transformado. Con este lema, muchos de los


estudiosos actuales de la estética quieren encontrar en la experiencia estética romántica el prototipo del
arte moderno, el canon para interpretar la historia del arte en los siglos XIX y XX, y, sobre todo, el
modo de definir la esencia de la modernidad como un acontecimiento histórico aún no aclarado del
todo. De entrada el texto plantea que si se ha de hablar de la posible actualidad del romanticismo, esto
supone que la noción de romanticismo no deber ser tomada como una categoría cerrada, a veces
opuesta a ilustración, o a clasicismo, y, otras veces, identificada sin más con la filosofía idealista. Hoy
es preciso aquilatar y acuñar un nuevo concepto de romanticismo, menos ligado a su origen histórico,
y más abierto a las metamorfosis de la poética y la estética del primer romanticismo europeo. El texto
de Argullol ofrece tres hipótesis sobre la consideración del romanticismo desde nuestro punto de vista,
y cuatro síntomas que ratifican dichas hipótesis.
La primera hipótesis enuncia que la sensibilidad romántica, como asfixia ante la propia época,
exaltación del sujeto y desconfianza de las opciones colectivas, es un producto del malestar y la
tragedia de la civilización europea, en su vertiente industrial, que sacrifica al individuo en aras de fines
que lo superan y rebasan. La segunda plantea que es característica esencial del romanticismo una
concepción trágica de la existencia del ser humano como individuo llamado a desaparecer en la
vorágine de la maquinaria social instaurada por la burguesía europea. La existencia humana es trágica
porque no encuentra su incardinación en el todo social, porque la infernal traza de la sociedad de la
competencia no cuenta con el individuo, y menos con el que se cree único y/o genial. La tercera
enuncia al romanticismo como el modo que resume, desde el punto de vista artístico, las tendencias y
contradicciones de la modernidad; en este sentido el romanticismo se resuelve en un conjunto de
dudas, una serie de interrogantes y un cuestionamiento radical y profundo de la vida humana en la
tierra.
Los cuatro síntomas que acercan la sensibilidad y la concepción de la existencia humana a
nuestro presente serían, siempre según Argullol, los siguientes. En primer lugar la nostalgia. Nostalgia
por un tiempo pasado, por la incapacidad para recuperarlo dado la disonancia del mundo respecto a
todo ideal de vida buena y justa, y respecto a todo ideal de belleza. La belleza en este sentido es lo
definitivamente perdido, lo sido que conduce al ser humano a un debatirse interno a la búsqueda de
razones convincentes para vivir. Ese debate desemboca en nostalgia, que no es autocomplacencia sino
angustia, desesperación ante la vanidad de la cultura y la nihilidad a la que conduce la civilización. En
segundo lugar tenemos el malestar por la pérdida del sagrado vínculo con la naturaleza. Ella representa
lo perdido, el reino del que hemos sido expulsados, la patria de la que estamos exiliados, el terruño
que nos vio nacer y al que es imposible regresar, en fin, la matriz de la que un violento desgarramiento
nos ha separado para siempre. La primera aspiración del romanticismo desde Schiller, encontrar una
mediación entre ser humano y naturaleza expresa justamente que el modo de ser romántico nunca
hallará consuelo, nunca se verá redimido de su falta, nunca logrará su propósito de reintegrarse al seno
de la naturaleza. En tercer lugar, la existencia romántica cree en la razón pero desconfía secretamente
de ella, no se fía que pueda ser la que proporcione la felicidad, se angustia ante la comprobación de las
múltiples limitaciones de la razón para cambiar el mundo y a los seres humanos.
El romántico no es irracional, no ha sustituido la fe en la razón por el culto a la sinrazón;
simplemente abriga la secreta duda de su inefectividad para consolar el radical desconsuelo y orfandad
de la criatura humana. Cree que el haber abandonado una vez el abrigo seguro de la madre naturaleza
constituye el gran pecado de la humanidad, pecado irreparable, herida no restañable, litigio en el que
no cabe la reconciliación ni la posible redención. En definitiva, se ha desvanecido la fe ciega y la
confianza sin reservas que el hombre ilustrado del siglo XVIII tiene en la espontánea difusión de la
racionalidad y en su postrero triunfo sobre la sinrazón y el desvarío. Por fin, en cuarto lugar, el artista
que representa la quintaesencia de la humanidad dolorida y quejosa, relativiza en torno de sí cuanto se
le enfrenta, y alza su voz, su actividad creativa, como la única respuesta válida y verdadera ante la
heteronimia social que prolifera. El arte y el artista se reconocen clara y abiertamente como artificio y
engaño, como ficción y no verdad, como invención y mentira, como seducción y embaucamiento. Lo
artístico se convierte de este modo en al juego de la mentira social, en la complicidad entre artista y
público receptor para soportar la dura vida social, en el engaño consentido y consentidor de todas las
debilidades humanas, para extraer placer de ellas. En el contexto de un continuo cuestionarse a sí
mismo la vida artística se consume en la búsqueda incesante de nuevas formas de ficción, de
imaginación creadora, de ensueño con pretensiones de veracidad, para poder establece un lazo secreto,
un inconfesable adaggio entre artista y lector, para que entrambos pueda existir esa ficción social, a
menudo mera impostura, que desde el romanticismo llamamos arte. Ficción sin la que no es
concebible la vida, o sin la que ésta carece de todo interés para los seres humanos.

12. 2. Nuevas categorías estéticas.

¿Debe la estética y sus categorías concebir el arte realmente existente, o sigue guardando
todavía la capacidad de ir por delante de la creación artística? ¿Podemos seguir concibiendo la
estética, tal y como lo hacía el idealismo y el romanticismo, como una teoría que no tenía que ser
derivada de la práctica artística, o, por el contrario no es sino una consecuencia de lo que los artistas
en cada momento definen como arte? La respuesta a estas interrogantes, teniendo en cuenta que
existen muchas voces que cuestionan la viabilidad de la estética como mínimamente capaz de sugerir
algo nuevo en materia artística, es muy importante para el futuro de la disciplina que estudiamos. Los
que pensamos que la estética no inventa nada pero redescubre mucho de lo ya existente como práctica
artística, creemos que es muy amplio el campo que investiga lo que el arte tiene que ofrecer a la
desorientada criatura humana de nuestro tiempo.
Eugenio Trías piensa que desde el romanticismo se ha abierto un territorio aún no explorado
por la reflexión estética, que sigue siendo el secreto bien guardado en el que se enraíza todo arte. Se
trata de lo siniestro, como la entraña en la que se gesta todo esfuerzo artístico, pero que al tiempo
permanece oculta tras la bella forma. Lo siniestro como categoría psicológica y como experiencia
crucial para el arte y la literatura, fue explorado de manera esencia por Freud en un artículo del mismo
título publicado en 1919, y supone una referencia constante y obligada para el buen entendimiento del
artículo que sigue148. La referencia a la estética desde el romanticismo como el juego infinito de las
formas que tapan, a modo del velo de Isis, aquello de donde surge la propia experiencia humana,
incluida la experiencia estética, ese núcleo vital de lo humano, lleva a Trías a pensar que la belleza ha
dejado de estar a la base de los procesos que determinan los valores estéticos. En su lugar aparece lo
siniestro como categoría estética que corresponde al predominio del concepto de lo inconsciente,
entendido como determinante de los procesos creativo y reproductivo en materia artística. Lo
inconsciente, descubierto y explorado por Freud, cobra ahora nueva actualidad por efecto de los
valores negativos, del horror, el terror y la angustia que el arte ha puesto en obra durante el período de
1900 a 2000. Nihilismo consumado, agotamiento de los valores del humanismo clásico-renacentista,
abocamiento hacia el desastre de la civilización tecnológica, etc., son los síntomas más claros de este
corazón siniestro de la experiencia estética actual.
Reparando en el arte de masas, en especial el cine, Trías reflexiona sobre esa materia, que
considera de desecho o excremental, que en muchos casos se apropia de la experiencia estética, y
parece constituir su esencia contemporánea. Esa posible que se trate de una operación en la que se
conjura el peligro de que toda cultura y formación, incluida la alta cultura burguesa, se convierta en
basura, en desperdicio, en inmundicia y porquería, cosa que desafía a una estética tradicional basada
en lo bello como hermosura (pulchrum), cuyo índice apuntaba a lo bello como bueno. Hoy el arte
parece haber perdido todo sentido moral, y se complace en presentarnos lo que tradicionalmente se
encontraba alejado de esa mágica y nunca existente conjunción de lo bueno, lo bello y lo justo. Hasta

148
El artículo de Freud se encuentra en el volumen VII de la edición castellana del maestro vienés. Una
versión del mismo, con una guía de lectura, puede encontrarse en mi libro Filosofía y literatura. Un encuentro
moderno.
tal punto esto es así que la estética dominante en muchos grupos musicales, géneros artísticos y
realizaciones prácticas o puestas en escena, son francamente desagradables, cuando no estrambóticas o
repugnantes. Si esto es provocación o un nueva manera de crear, estaría por ver.

12. 3. Estética y arte actual.

Parece una tarea imposible, si no extravagante, hacerse cargo, desde el punto de vista
conceptual, de la experiencia del arte del siglo XX. Es como si la realidad y la práctica artística se
resistieran a ser entendidas racionalmente, esto es, sometidas siquiera a clasificación, ordenación o
jerarquización. Dino Formaggio quiere sacar las consecuencias que para la consideración pensante del
arte tiene las prácticas artísticas de la pasada centuria y, en ese sentido busca, aspectos y síntomas
decisivos. El primer y más significativo síntoma lo encuentra en la amalgama, llevada a cabo por el
grupo de arquitectos alemanes de la primera mitad del siglo, denominado la Bauhaus, que aproxima
arte e industria, para introducir en la arquitectura un racionalismo hasta el momento inexistente en ese
género artístico. En esa misma línea, el diseño industrial, que ha buscado introducir en la producción
de objetos en serie evocaciones artísticas, también parece colaborar a acercar el arte a los procesos de
trabajo y de distribución de la riqueza por la vía del consumo. La reproductibilidad técnica de la obra
de arte ha acabado con su rareza, con el aura o encantamiento que antaño suponía saber que todo lo
que hacía un artista es pieza única. Ahora todo se copia y reproduce, todo se comercializa y vende, no
hay nada en los museos que no podamos tener en el salón de nuestra casa, aunque su aspecto o
formato hayan sufrido modificaciones.
El arte del siglo que acaba de concluir parecía consumar la tendencia a difundir y popularizar
sus objetos, que a lo largo del siglo XIX habían entrado en un férreo circuito de la privatización, goce
y lucro de unos pocos. La fotografía, con su ideal de reproducción fiel y exacta de la realidad en un
soporte barato y accesible a cualquiera, abre paso a un arte revolucionario, a una politización del arte
que tuvo consecuencias muy importantes en la vida y la historia reciente de nuestro planeta. El
triángulo infernal formado por la fotografía, el cine y la televisión, tomados éstos no ya como medios
artísticos, sino como modo de reproducción instantánea de la realidad, que lo mismo te dan la imagen
de un niño muerto en una guerra del Tercer Mundo, como de la modelo del Wonderbra, sin apenas
distinguir contenidos, y con la complicidad del espectador que termina por convencerse que las
imágenes, en su calidad de simulacros, son sólo eso, imágenes, ese triángulo parece que ha
revolucionado completamente la noción de lo artístico. Formaggio cree que su efecto más nocivo tiene
que ver con las transformaciones, que llama genéticas, de la sensibilidad. Su embotamiento,
insensibilidad, saturación, sobrestimulación, etc, hacen de la capacidad humana para recibir
información del exterior un órgano manipulado, planificado y prostituido.
El síntoma más preocupante de la conversión del arte en algo manipulable y manipulado por la
industria y el comercio, que se deriva de su reproductibilidad técnico-maquinista, no es otro que la
manipulación social y política de las masas sujeto pasivo de consumo de la industria del arte y la
cultura. Como digno continuador de una teoría crítica de la sociedad, el artículo del teórico italiano,
arremete frontalmente contra las consecuencias que lleva aparejado el consumo por las masas de
objetos artísticos, y resitúa a la ciencia y la psicología, a la mercadotecnia y el marchandising en el
lugar de cómplices necesarios de este gigantesco proceso de alienación de las masas, que se resuelve
en una pérdida efectiva de la libertad social de los seres humanos. El arte de la publicidad y las ventas
lo invade todo hasta la suprema función de elegir a nuestros representantes y gobernantes.
Finalmente, otro síntoma preocupante de las profundísimas transformaciones que ha sufrido el
mundo del arte lo tenemos en el surgimiento, desarrollo y proliferación de lo kitsch, entendido como el
estilo de aquellas obras producto de la espontaneidad del individuo que se cree artista porque adula el
gusto de determinado público, inculto en materia artística, cuyo valor estético es nulo por su mezcla de
estilos, por ser un pastiche, por incumplir las mínimas reglas de composición plástica, etc149. Lo kitsch,

149
El más reciente ejemplo de lo kitsch, como prototipo del más gusto y del estilo pastiche, en este caso
unido a lo cateto y soez, lo tenemos en al imagen de una virgen, colocada en una pequeña hornacina, horadada
en la interesante pared lateral de la iglesia de San Sebastián, en la esquina formada por la calle Alcalde Muñoz y
la plaza de San Sebastián, de la ciudad de Almería. Espero que alguna vez, el o los responsables de semejante
que en español sería algo equivalente a lo cutre, representa la consentida manera de dar a las masas
fetiches, esto es, objetos pretendidamente artísticos, para su uso y consumo, con el propósito de salvar
el expediente de encargar a un artista que, en uso de su libertad, cree el objeto que, a su criterio y
responsabilidad, debe ocupar el espacio que lo requiere. Siempre hubo este tipo de arte, recordemos
los velos que tapaban las desnudeces, consideradas impúdicas en un tiempo, de los frescos de la
Capilla Sixtina, pintados por Miguel Ángel. Pero, hoy en día lo cutre y el mal gusto proliferan y
ocupan, tramposa e impunemente, el lugar del arte.
El texto de Formaggio termina formulando una tesis fuerte: el arte es, hoy más que nunca,
política, política cultural y ministerial, política empresarial, política económica, y, también, política
municipal, familiar, individual. Responsabilidad de todos es que el arte recupere su antiguo cuño
revolucionario y crítico, ajeno a toda manipulación, adormecimiento y adoctrinamiento de las masas.

12. 4. La estética, hoy.

Si quisiéramos pensar el estado y la situación presentes de la estética como disciplina y como


saber, tendríamos que plantearnos que, en este incierto comienzo de siglo, todo conocimiento humano,
a excepción de la ciencia y la tecnología, está sometido por principio a un cuestionamiento profundo.
La crisis de las ciencias humanas, crisis de fundamentos y crisis de paradigmas, afecta por igual a
todas ellas y, con más razón a los saberes reflexivos como la estética. Ésta parece haber llegado, como
plantea de entrada el texto de José Jiménez, a un envejecimiento prematuro, en especial por el hecho
de la dificultad de someter al orden del concepto la compleja y complicada experiencia de la
humanidad con los fenómenos artísticos.
Con Baudelaire el arte parece haber entrado en una encrucijada, caracterizada por la pérdida
del sentido no sólo del arte y los artista, sino de nuestra existencia, y también del mundo que nos
rodea. Unas y otros se han vuelto pequeños y miserables, insoportables e inhabitables, rudos y crueles,
insensatos y terribles. El arte moderno, en la acepción que el poeta francés inaugura, relata la identidad
amenazada o la perdida del ser humano moderno, una vez que los dioses han muerto y a nosotros nos
cuesta mucho trabajo desentrañar nuestro incierto y oscuro destino. Pérdida de todo amparo divino y
autonomía de lo humano son las dos caras del mismo fenómeno que nos tiene atormentados y
perplejos, sin saber qué camino tomar ni donde encontrar la salida a esta encrucijada en la que están
sumidos los saberes humanísticos. Esa mezcla de perplejidad y tedio del arte y los artistas
postbaudelerianos llega a nuestro presente manifestando las más variadas formas de incredulidad,
desconfianza o simplemente descrédito de las masas respecto a los productos más creativos que llevan
el cuño de lo artístico.
Fragmentación y parcelación por un lado, y pluralidad y diversidad por otro, de los fenómenos
culturales y artísticos parecen ser las grandes categorías que no sólo impiden cualquier sistematicidad
de nuestro pensamiento, sino también, y lo que es más grave, la impotencia de la razón para concebir
los fenómenos del espíritu. No hay una renuncia expresa al poder conceptual de la razón, una y otra
vez desafiado desde la creatividad artística, sino una grandísima dificultad para captar la universalidad
en el juego infinito de la unidad y pluralidad, de la identidad y la diversidad. El gran desafío para la
estética es, por un lado, releer las teorías del pasado (siglos XIX y XX) con un espíritu crítico y
renovado, para ver si son capaces de dar respuesta a los desafíos artísticos de nuestra época. De este
modo podríamos decir que el arte y la estética actuales son las consecuencias de lo pensado desde el
romanticismo. Pero, por otro, se impone plantear nuevas constelaciones teóricas que, más que esbozos
de sistema, sea planteamientos abiertos, work in progress, dispuestos a asumir dentro del campo del
arte lo que parece estar muy alejado de él, desde la perspectiva normativa y clasicista.
Lejos del “viejo dictado idealista y metafísico de lo bello”, inermes ante la desprotección de la
vieja metafísica, la estética hoy se debe plantear, según Jiménez, llevar hasta sus últimas
consecuencias el principio ilustrado de la autonomía de lo humano, que sin recaer en una anquilosada
noción de esencia humana, pueda hacer compatible esa autonomía con la pluralidad, la multiplicidad y
la diversidad de los fenómenos, todo lo cual hace posible la estética como utopía antropológica. Este
planteamiento ilustrado, de entrada, se convierte a la vez, en el flanco más débil y atacable de lo

atropello a la sensibilidad, no artística, sino humana, liberen al hermoso muro de la iglesia de semejante ultraje.
planteado por el catedrático de estética. Todo esto tiene una serie de consecuencias metodológicas
importantes, a las que vamos a aludir, siquiera brevemente.
La primera es asumir en plenitud “el carácter antropológico de la dimensión estética”, lo cual
plantea desafíos y retos de envergadura. A su vez, el primero de ellos implica incluir en la dimensión
estética esferas y experiencias que anteriormente se excluían por considerarlas “menos nobles”. Si el
arte es, de modo genérico, ilustración, se impone analizar qué tipo de ilustración va aparejada en cada
una de las nuevas prácticas artísticas, desde, pongamos la música de Pink Floid al cine gore. Toda
práctica artística tiene, en principio, una función de aclarar el pensamiento y las categorías con las que
pensamos la naturaleza, la sociedad y a nosotros mismos.
Este planteamiento lleva aparejado una labor de “salir a las calles del mundo”, la renuncia a
las pretensiones de un academicismo que a nada conduce, para enfrentarse con la experiencia concreta
de los seres humanos con el arte y las artes. Así, el diseño industrial, la creación asistida por medios
informáticos, las nuevas investigaciones y logros de la artesanía y, en general, el arte de difusión
masiva y el arte experimental, han de ser tomados en consideración en el marco de lo que será la
nueva estética. Se impone una reformulación de la imagen de lo humano definida por los productos de
la creatividad y la inventiva, medida por las nuevas formas de relaciones sociales con los productos
artísticos, por los nuevos usos de los espacios tradicionales como los museos, por la apertura de
nuevos espacios de representación artística, etc.
En la medida en que la estética proporciona una imagen del ser humano, el reto de la nueva estética es
renovar en profundidad esas imágenes, que a modo de iconos, puedan vehicular la función social del
arte, siempre dentro de un marco conceptual que toma a las ideas estéticas como ideas emancipatorias,
como ideas utópicas en curso de ejecución. Aquí tenemos la clave de muchos de los nuevos
planteamientos de la estética más renovadora: ver si somos capaces de integrar ese conjunto de
prácticas artísticas heterogéneas y heteróclitas en un pensamiento cuya función social contribuya a
conseguir los viejos ideales emancipatorios, de cuño y base fundamentalmente política. Si es
impensable suponer que el progreso civilizatorio y cultural, que se inicia en los griegos, se ha
detenido, si sigue habiendo evolución en todos los terrenos de la actividad humana, lo que ha realizado
el arte en los últimos ciento cincuenta años tiene forzosamente que contribuir a ensanchar nuestra
conciencia para lograr las metas y fines que la humanidad se ha propuesto, y cuya definitiva solución
nos parece tan alejada.

12. 5. Arte y artes.

Hemos visto a lo largo y ancho de esta introducción a los problemas del arte contemporáneo,
que la peculiaridad de la estética, como saber y ámbito de reflexión sobre los fenómenos artísticos y
sobre determinadas experiencias humanas, se vincula necesariamente a su capacidad para definir que
es el arte como concepto filosófico, esto es, a la posibilidad de hacer del arte un concepto universal
comprensible por todo ser racional. El progreso habido durante los dos siglos que preceden al recién
estrenado, en el ámbito de la historia de las diversas artes, se debe en buena medida a que, desde el
romanticismo, los artistas, formando parte de su autoconciencia como creadores, han hecho operativa
una noción unificada de arte. Pintura, música o literatura forman parte, desde la práctica de los artistas
románticos, de un único lenguaje, el del sentimiento y la interioridad humana, que hacen posible la
expresión de la misma idea con diferenciados lenguajes expresivos y diferentes géneros artísticos.
Pero este presupuesto que atraviesa en profundidad las prácticas artísticas, el de que en el fondo el arte
es uno y las artes son variantes de la misma concepción de la creatividad, no ha llegado a ser
formulado de manera suficientemente comprensible, al menos para la mayoría de las personas cultas,
entre ellas, muchos de los estudiantes de estética.
A partir de esas premisas el artículo de Felix de Azúa plantea que a partir de la concepción
wagneriana de la Gesamtkunstwek (obra de arte total) fue declaradamente explícito que el anhelo que
latía en el corazón romántico era imitar a la naturaleza creando un simulacro artístico de la misma, que
el secreto más o menos explícito del arte moderno era romper con los moldes de los géneros
específicos y los lenguajes particulares, para intentar una obra que llegue al entendimiento común de
cualquier ser humano. Con este intento, de algún modo fallido, de restaurar la plenitud de la Idea
platónica, la definición unitaria del arte quedó relegada hasta que las vanguardias del siglo XX
decidieron reabrir el tema cuestionando la supuesta demarcación de los géneros artísticos. De esta
manera comprobamos que, siquiera a modo de tentación, de desafío o de ideal, la pretensión de definir
el arte por la práctica de las artes no ha dejado de estar presente en la historia de la cultura europea,
para terminar con la paradójica postura, difícilmente comprensible, de plantear que arte es todo
aquello que sale de las manos de un artista.
El autor del texto plantea las paradojas de una y otra postura, es decir, de la postura
teleológica, según la cual la finalidad de las artes es acercarse lo más posible a la esencia del arte, que
sería la que ilumina, jerarquiza y da criterio para enjuiciar las obras concretas, que en ningún caso se
identifican con la esencia suprema. En estos términos parece que el arte como idea suprema está
dejando paulatinamente de ejercer esa función que, en principio, parece que pudiera tener. Por otra
parte la postura que niega que exista algo a lo que podemos denominar unívocamente arte, se ve
abocada a ampliar el sentido de la palabra arte hasta las prácticas de brujería y nigromancia, de
peluquería y maquillaje, de diseño, arreglo y embellecimiento, y de todo aquello que tenga algo que
ver con la visualidad, el aspecto o la apariencia de las cosas. Por otro lado, esto parece comparecer y
colaborar con y como el intento de reducir el mundo y nuestra experiencia sobre él a mera imagen
visual.
Si es cierto que las artes se han librado de la tutela filosófica, y su práctica espontánea va a
invadir nuestras calles y hogares, debemos reflexionar sobre las consecuencias de la heterogeneidad y
pluralidad de las sedicentes prácticas artísticas. Como en todo fenómeno de un pensar finito que se
ocupa de finitudes, hemos de dejar abierto una puerta confiando al acaso de un suceder futuro, de lo
que parece que aún está por ver. En el terreno artístico nada hay definitivo, y lo que sea el arte y las
artes del futuro está aún por concebir.

12. 6. Entre lo poético y lo filosófico.

En el ámbito de la estética académica están quienes creen, entre ellos y modestamente el autor
del presente libro, que la escritura, entendida como la capacidad expresiva del grafo para signar,
designar, simbolizar, etc las cosas y las personas, es el modelo de toda consideración reflexiva del arte.
Esto supone que la literatura, como género modelo y prototipo de toda creatividad humana, y tomada
en su significado más genérica y totalizadora, es el arte, en el sentido griego de techné, es decir, de
saber hacer, al que vuelven y en el que se resuelven todas las manifestaciones artísticas. No hay
posible estética, o ésta se vuelve un laberinto aporético, sin una exploración del territorio que
comparten la filosofía y la literatura150. Ésta, que no es otra cosa que el saber ligado a la escritura y a la
lectura, está presente en el bisonte de Altamira, el la marca que el cazador prehistórico hace en el árbol
para dejar la huella simbólica de la pieza abatida, en las primitivas incisiones que los primitivos hacen
en las vasijas de barro para evitar su desnudez, en fin, en todas las obras de la cultura y la
industriosidad humanas. Trazo, huella y escritura es el rasgo más propiamente humano de la
humanidad histórica y aún hoy vivimos las consecuencias de la superioridad de lo escrito sobre
cualquiera otra forma de invención.
En el contexto de la prevalencia del lenguaje creativo e imaginativo, que preside toda
inscripción mediante signos, hay que situar este trabajo de Diego Romero de Solís. El texto quiere
poner en obra actual, y ofrecerla a la meditación del lector actualizada, la tradición de la sabiduría
trágica que Nietzsche extrajo de su lectura de los griegos. Viendo que la creatividad sólo se incoa
desde las experiencias vitales extremas, como el dolor, la angustia, el desamparo, etc, la modernidad
estética, singularmente representada por Baudelaire y Nietzsche, ha propuesto una auténtica inversión
de nuestro modo de entender y apreciar el arte, de tal modo que se abona la tesis que sólo como obra

150
A una exploración, siquiera preliminar y propedéutica de las relaciones entre la filosofía y la
literatura, he dedicado, como fruto de mi experiencia como docente de una asignatura de igual nombre, mi libro
Filosofía y literatura. Un encuentro moderno. En él realizo un recorrido por algunas de las prácticas teóricas y
creativas más significativas de las dos últimas centurias, tratando de explorar si aún queda un territorio virgen en
ese ámbito de lo especulativo literario que afecta de modo esencial a la autoconciencia del ser humano
contemporáneo. Recomiendo la lectura de esa obra para toda aquella persona que quiera aventurarse en ese
proceloso pero interesante océano.
de arte tiene sentido la vida. Leer esa equivalencia prestándole nuestro aliento y soplo vital es una
tarea de muy alto valor y dignidad.
El lenguaje privilegiado que enraíza en la nihilidad de la cultura moderna, y en la falta de
valor y fuerza creadora de los viejos ideales estéticos, es el discurso de la poesía. Ésta, construyendo
su obra sobre las ruinas de un lenguaje manido y deteriorado, parece dotar de sentido y significado
nuevos a las palabras que emplea. Es el arte que construye sus artificios ex novo y sobre el lenguaje
común humano. Con este uso de la poesía como lenguaje esencial entronca el ensueño o la ensoñación
como fuente de los temas, y como descubridora de los ocultos deseos que laten en la literatura. Sueño
y fantasía, deseos disfrazados de esperanzas, anhelos y aspiraciones, se constituyen así en el nuevo
material que la sabiduría trágico-poética nos propone.
Afincando y defendiendo la naturaleza reflexiva de la consideración estética de la obra de arte,
lo poético se plantea ahora como ese espacio de lo no dicho, de lo no escuchado hasta ahora, de lo
oculto tras lo proferido públicamente. Retomando una práctica del pensar como escucha de lo dicho en
la poesía, la estética actual quiere colaborar a renovar los modelos de pensamiento y de interpretación
de la obra de arte. Más allá de la imposibilidad proclamada de tratar de hacer de la poesía un medio
especial o privilegiado de conocimiento, el texto plantea el desafío de hacer de la creatividad poética
un índice de descubrimiento de una realidad humana profunda, que sólo aflora a la superficie del
fenómeno a condición de negar su origen y su capacidad para transformar el mundo.
Pero lo más sorprendente del texto que sigue es su empeño de plantear la cuestión de la
sabiduría del alma trágica desde la perspectiva erótica, quizá desde el amor fati, o amor al destino, que
es la forma más sublime del amor humano, como bien ha subrayado Nietzsche, para el cual amar la
nada es mejor que no amar nada. El Eros, para Romero de Solís, es un sí afirmativo a la vida, es el lujo
del artificio innecesario y lujoso, la excelencia de lo que se consigue sin ningún interés espurio, el
esfuerzo de autoexigencia para ser más y llegar más allá, el deseo de estar por encima y lejos de los
que se conforman con una igualdad teórica, en fin, la autoexigencia consigo mismos de los mejores
que no lo son por pisar la cabeza del resto, sino por una voluntad incesante de mejora y de sobrepujar
por encima de lo que somos y hemos sido. En definitiva, estamos ante la reivindicación de un saber
que se plantea la vida como exuberancia y lujo, que nos hace mejores y excelentes, en el sentido
griego de la areté, de la virtud cívica que exige más y más a los que están capacitados para desarrollar
algo con lo que nuestra propia naturaleza nos ha dotado, y que un desarrollo embrutecedor de otras
facultades amenaza con atrofiar: el pensamiento como reflexión, como crítica y como aspiración a lo
mejor. Si todavía es posible seguir explorando el territorio entre lo poético y lo filosófico, si aún hay
algo que decir en ese informe entre dos aguas, si es posible un retorno al lugar en el que se acuñan una
y otra vez las palabras, demos un lugar postrero en nuestra meditación sobre el arte a este intento de
pensar la esencia de lo poético desde la esencia del pensar, y la esencia del pensamiento desde la
entraña misma de la poesía.
EPÍLOGO:

¿QUÉ ES EL ARTE?
UNA PERSPECTIVA FILOSÓFICA

Al concluir el primer recorrido que esta Introducción ha realizado por los hitos más destacados
del pensamiento estético contemporáneo, por los autores principales, a juicio de quien suscribe, que
desde el romanticismo han reflexionado sobre el arte, y a falta de emprender el segundo, por una
selección de obras representativas de otras tantas prácticas artísticas significativas de nuestra
modernidad estética, tal vez sea conveniente y oportuno añadir algunas breves consideraciones, a
modo de conclusiones provisionales, sobre qué sea esta materia llamada estética, desde la perspectiva
rigurosa de los saberes universitarios.
Si la filosofía tiene que ver con el mundo del arte deberá mostrar esa virtualidad ensayando
una definición de estética que incluya la de arte y la englobe como tarea del pensamiento. Así, siendo
el arte una tarea del pensamiento, quedará demostrado su afinidad y parentesco con la especulación
filosófica. Esta a modo de definición quiere conjugar cinco exigencias fundamentales.
1. Delimitar qué es el arte y la experiencia artística más allá de los diferenciados géneros
artísticos, ensayando una definición interdisciplinar.
2. Descubrir y manifestar la concreta e íntima relación entre actividad reflexiva y creatividad
artística (poíesis) en el ser humano.
3. Diferenciar la actividad artística de otras actividades humanas, en especial en el ámbito del
hacer práctico.
4. Aproximar de modo concreto las experiencias creativas, receptivas fruitivas en relación con
la obra de arte.
5. Conjugar los múltiples sentidos de la experiencia estética a lo largo de sus avatares
históricos y en relación con otras formas de cultura.
Este modesto ensayo de definición del arte quiere servir a los estudiantes de propedéutica al
tratamiento concreto de la estética desde la experiencia artística contemporánea, a la vez que clarifica
conclusivamente el objeto de la estética como disciplina universitaria. Ella no se resuelve, en ningún
caso, a la historia de las ideas estética, ni a las diversas concepciones del arte y las artes, ni a la teoría y
método de las artes. La estética conjuga un conjunto de factores, muy complejo, que la convierten en
un saber interdisciplinar y de difícil catalogación en el conjunto de los saberes.
Nada mejor para nuestro propósito que partir de un pensamiento según el cual el arte puede ser
considerado como el lugar intermedio, a la vez del punto de conexión, entre dos tendencias y esfuerzos
diferentes. Por un lado el impulso humano a conocer y dominar, de múltiples modos, la realidad
valiéndose de todas las habilidades y facultades, técnicas e intelectivas, de que dispone la criatura
humana. El segundo impulso, que viene a salir al encuentro del primero, consiste en la tendencia de la
propia realidad a mostrarse más complicada y perfecta, a exhibirse de modo lujoso y superfluo, como
el plumaje del pavo real151, que entraña un acontecer extraordinario en el suceder espontáneo y
cotidiano de la realidad natural. Pues bien, a partir de esa convergencia del deseo humano y la
tendencia del resto de la naturaleza, nace una compulsión a representar la realidad de manera artística.
El arte nace por un impulso humano que obedece a una llamada de la naturaleza; ambos piden a gritos
la trans-formación de lo natural en lo artístico, de lo inmediato en lo mediado, de lo espontáneo y
natural en lo artificioso y elaborado. Pero, ¿dónde se halla el secreto de esta comunidad de tensiones
que han llevado a la especie humana al arte? Sin duda la primera expresión de lo artístico en nosotros

151
No se me escapa el valor y la importancia biológicos de las ceremonias de cortejo en los animales, de
manera que, stricto sensu, nada hay de superfluo e innecesario, en la naturaleza. Pero apreciar y valorar estas
exhibiciones sensoriales y este plus de sentido es una característica de nuestra especie, quizá por estar dotada de
un lenguaje articulado y expresivo que le permite formular con matices esa riqueza sensitiva y sensorial.
y, en consecuencia, el origen y fundamento de toda actividad artística es el lenguaje humano, que es el
primer érgon y la primera enérgeia artísticos. Hasta tal punto es así que me atrevo a decir que el arte
es en esencia lenguaje, que toda actividad artística se basa en alguna forma o uso del lenguaje, y que el
lenguaje, natural o formalizado, es el secreto de toda obra artística. Sólo analizando determinadas
características del lenguaje natural humano podemos ponernos en camino de averiguar qué es una
obra, cómo se crea, y qué sentido tiene la obra artística en la vida de los seres humanos, históricamente
considerados.
Llama la atención que, entre la variada y muy importante atención del pensamiento
contemporáneo a la naturaleza lingüística de la experiencia humana del mundo, no se haya puesto
demasiado énfasis en explanar las relaciones entre lenguaje y creatividad. Sólo a partir de la reflexión
de Hegel sobre el lenguaje y su virtualidad, tal y como la expone a lo largo de su Fenomenología del
espíritu, es posible entrever la importancia y la fundamentalidad del lenguaje para la constitución y
funciones de la experiencia humana.
La estética, como disciplina filosófica, tiene en común con la propia filosofía, que siempre
llega tarde, cuando, como dice Hegel, la realidad se ha consumado, y una reflexión crítica sobre la
misma sólo aspira a fijar su génesis y a concebir su realidad efectiva. Sin embargo, en ambos casos, se
trata de un ejercicio del pensamiento que tiene carácter inevitable e ineludible. Porque cuando la
existencia humana se torna difícil y problemática, el pensar serio y riguroso es la única alternativa a la
indefensión y la miseria espiritual de nuestras sociedades. Si en algo podemos estar de acuerdo es en
que la estética, como reflexión sobre la experiencia artística humana, conlleva una promesa, sino de
felicidad, sí, al menos, de vida buena. La experiencia humana con los objetos llamados artísticos, bien
en la forma de educación para las artes, bien en forma de fruición de bienes culturales (patrimonio,
arte de masas, medios de entretenimiento colectivo como la música, el cine o la televisión), cumple
una misión histórica en varios respectos sociales.
El arte contribuye decisivamente a la pacificación de la convulsa existencia social, objetiva
cierta promesa de bienestar, y hace viable cierta pulsión erótico-lúdico-creativa frente a la mostrenca
pulsión tanática insita en el desenfrenado desarrollo capitalista. Todas las utopías modernas llevan
aparejadas un componente que consiste en la potenciación de la relación del ser humano con los
objetos artísticos, bien en la forma de fomento de la creatividad, o de mayor y mejor acceso de los
mismos.
El homo faber viene, de este modo, a ser completado por el homo ludens, de tal modo que la
dimensión laboral, que la modernidad ha potenciado hasta hacer de ella objeto de culto religioso,
tiende a ser rectificada por otras prácticas humanas no tan uniformizadoras ni alienantes. El trabajo, en
su forma asalariada, está dejando de ser el eje de la vida societaria, o al menos de la relación humana
gratificante. Por contra, las actividades relacionadas con el ocio y el tiempo libre forman parte esencial
de la conciencia social de los seres humanos. Esto no obsta para que el arte, de principio a fin, esté,
como todo producto social, sometido férreamente a las leyes económicas de la producción de bienes y
servicios. Es más, la tendencia a la mercantilización de los productos artísticos se ha acrecentado hasta
extremos inimaginables hace cien años, por poner un ejemplo.
No obstante lo anterior, el arte no es ya el complemento deformado o la contraimagen del
trabajo productivo, sino la acción humanizadora y antropógena por excelencia desde el punto de vista
ontogenético, la práctica liberadora y consciente, y la actividad donde se cultiva y se da culto a la
creatividad y la imaginación. La estética ha descubierto la cada vez más acuciante necesidad para
nuestros contemporáneos de vivir rodeados y en interacción con obras de arte, de protegerse con obras
de arte de la intemperie vital en la que estamos sumidos, de donde se extraen muchos de los sentidos
que venimos dando a nuestro impoético vivir, de tal modo que no hay ni puede haber autocomprensión
del mundo actual sin recurrir a la comprensión que proviene de la reflexión estética.
Sin más preámbulos he aquí una definición del arte que trata de estar acorde con lo que
venimos diciendo: El arte es una práctica social, basada en raíces antropológicas muy profundas,
cuya esencia consiste en un uso determinado de algún tipo de lenguaje, sea natural o artificial,
que se manifiesta en una multiplicidad de habilidades, géneros y técnicas, todos ellos sometidos a
las leyes propias de la producción económica de cada época o momento histórico, cuya principal
virtualidad es producir placer a su autor y su destinatario, que tiene carácter acumulativo en el
seno de la cultura humana, y que es la fuente de una actividad reflexiva y meditativa que lleva al
ser humano a pensar en su propia realidad como individuo y en las finalidades que, como ser
social, tiene planteadas o pueda plantearse.
Una introducción sumaria, pero de carácter universitario, a los problemas de la estética, como
la que el lector tiene en sus manos, debe velar por no separarlos de la práctica creativa y receptora del
arte. Cuando se procura tomar a éste globalmente, y no desde el sesgo de una practica artística
determinada, se evidencia muchas dificultadas aparejadas a nuestro saber. Como primera consecuencia
de la definición anterior, la pregunta que le surge a la estética es si podemos seguir hablando de arte
con mayúsculas, de una relación del ser humano con objetos que pertenecen todos ellos a un mismo
tipo de saber hacer (téchne) que sean conceptuadles bajo la categoría de lo artístico. Hablar de estética
supone sostener que los muchos conocimientos, sentimientos y emociones que nos suscitan los
diversificados resultados de la práctica del arte en nuestro tiempo, tienen algo en común sea cual sea el
tipo de actividad que desarrollamos.
Más allá del fácil recurso a la imaginación y la creatividad, o al conocimiento del mundo en
forma de exploración y experimentación, es posible hablar de la actual necesidad humana de, para
emplear los términos de Ortega y Gasset, ensimismamiento y alteración. La creación y la recepción de
la obra requieren un apartamiento del orden de preocupaciones y ocupaciones habituales, un dejar
entre paréntesis normas, valores y prioridades que observamos cotidianamente, para sumergirnos en
una relación con las cosas y las personas de carácter extraordinaria, inhabitual y fictiva, lujosa, como
diría el maestro madrileño. Esa actividad supone dejar de ser uno mismo y alterarse en otredad
esencial, en cosa, acción o personaje que, de entrada, es extraño y cuestiona la consistencia y
permanencia de nuestro yo. Nuestra subjetividad resulta transformada cuando, al retirarse del tráfago
ordinario para ensimismarse en la lectura, la contemplación o la escucha, llega a alterarse y vivir lo
ajeno al yo como si fuera propio del yo.
Entiendo que la estética no busca sino ahondar en la necesidad de lo humano de vivir la
alteridad para construir, siquiera provisionalmente y sin apenas nada que decir, una mismidad que nos
permita seguir viviendo y no dimitir del deseo. De ahí que este libro de estética ha presupuesto que
toda experiencia con el arte no es reductible al ámbito de la vida consciente, y que mucho de lo que
sucede entre nosotros y el arte sucede en un ámbito de realidad que pone en marcha nuestras
facultades y capacidades subjetivas, pero siempre desbordándolas y superándolas, de tal modo que el
arte obedece a un impulso insito en lo real para llegar a ser lo otro de lo que es, a un impulso que
introduce en la informe materia la bella forma artística como remedio y consuelo ante nuestro
dramático modo de vivir. Precisamente por el énfasis puesto tradicionalmente en la belleza como
categoría suprema de toda estética filosófica, asistimos atónitos a una descalificación de la belleza
paralela al cansancio del deseo de perfección, y a una irrupción frenética de la novedad con su falsa
apariencia de belleza y verdad, diríamos, a la novedad como no verdad. El frenesí de las vanguardias
parece que insinúa un hastío de la vida, un vivir desmadejado, la amenaza de una nada anuladora, que
ha echado por tierra no ya la norma clásica y la seguridad del método, cuanto la mera y simple
capacidad para distinguir el arte de otras actividades humanas no artísticas. La poderosa industria de la
cultura, y las inconfesables veleidades de todo tipo de poder social para manipular el arte, han
contribuido como nadie a extender como la peste el lema de que todo es o puede ser arte, desde la
telebasura hasta los videojuegos. Pero lo incuestionable es que todo lo que pasa por arte tiene, en su
origen y propósito, un rasgo capital de actividad creadora y fantástica.
Pero el arte es hoy algo que está tan prendado y urdido de y con la vida misma, que hasta los
sucesos neoyorquinos del 11 de setiembre de 2001 han sido tratados de pensar, por el profesor José
Luís Pinillos Diez, desde una categoría de la estética kantiana, la categoría de lo sublime. Lo sublime,
como aquello que desborda nuestra capacidad subjetiva de concebir un fenómeno, está presente ya en
la naturaleza en forma de fenómeno geológico (una inmensa geoda, un macizo montañoso como el
Himalaya), geográfico (la inmensidad de un paisaje desértico o la magnificencia de las cataratas del
Niágara), o simplemente atmosférico (la conmoción del trueno después del rayo, o la impresión que
causa una tormenta), invade también la vida social de los seres humanos. Cuando vemos precipitarse
al suelo y convertirse en escombros esa babélicas construcciones, símbolos del desafío humano a las
leyes de la prudencia, la gravedad y el equilibrio, y a la naturaleza (no olvidemos que la economía no
es sino el reto y el envite que de continuo planteamos a la naturaleza), hemos de reconocer que hay
algo impensado e impensable en la existencia humana. Lo sublime, por inconcebible, indica el
despropósito y el absurdo de cierto modo humano de habitar la tierra, que se olvida de que ésta no se
deja someter, de que hay algo en su ser, algo que habla a voces, que nos dice que renunciemos a la
loca carrera del progreso infinito y de la transformación de la tierra en forma de explotación
exhaustiva de sus recursos y riquezas.
El arte, por el contrario, con su hundimiento primitivo e infantil en la materia plástica, con su
trato con las rudimentarias técnicas de expresión, es el único recurso que nos queda a los humanos
para encontrar, no nuestra esencia perdida en el cuño tecnológico de la civilización industrial y
planetaria, sino la raíz consoladora de nuestra inerme finitud y caducidad, el cobijo protector de la
tormenta de estímulos que nos bombardea, el seno acogedor en el que tomar fuerza para la lucha
cotidiana para responder a las exigencias sociales, el cielo amparador bajo el que sentirnos a cubierto y
hasta avergonzados de los efectos de un proceso de civilización que no conduce a ninguna parte. El
arte no es un objetivo a largo plazo, no es una actividad infinita cuyo futuro es ilimitado, no es la
promesa de un progreso que nunca se detiene. Antes bien, es una realidad y una práctica cargadas de
materialidad y finitud, de radicación en la tierra y en lo entrañable, de ejercicio de la memoria que nos
constituye mucho más y mucho antes que nuestro presente (in)consciente.
El arte es el único humanismo posible de nuestro tiempo, el único valor que no ha dejado de
apostar por lo humano sin apostillas, sin maquillajes ni mascaradas. El mero hecho de abrir un libro y
comenzar a leer, pongamos una novela, es uno de los pocos hechos mágicos de nuestra existencia que,
por poco dinero, nos sumerge en la experiencia más conmovedora y trascendente de las que le son
dadas a la criatura humana. Ante tanto pavor, angustia, dolor y mortificación como nos rodea, el único
acto humanizador, placentero y gozoso es, sin duda de ningún género, la experiencia estética, que con
el simple limitarse a ver nos dispensa la más grata de las ocupaciones, y la forma más enriquecedora
de emplear nuestro tiempo. Nada hay mejor que nuestra humana preocupación con los objetos
artísticos, y el empleo del nuestro tiempo en su cultivo, conservación y disfrute. Por lo demás sólo la
educación artística, y todo lo que ella lleva consigo, puede conseguir en nuestro tiempo que sigan
vivos los ideales emancipatorios y utópicos de la cultura moderna que sigue siendo, como dice
Habermas, un proyecto inacabado e incompleto.
El actual sesgo de la civilización tecnológica se caracteriza por la capacidad de ofrecernos una
inmensa cantidad de simulacros y trazas, de las que es su más conspicuo ejemplo esa tela de araña que
conocemos con el nombre de Internet, que prometen proporcionarnos todo lo que la ciencia y la
tecnología nos habían denegado: un saber que lleva aparejado la felicidad. Por su parte, el arte,
vinculado fácticamente a los medio de comunicación y a los medios telemáticos de transmisión de la
información, plantea, entre otros, los siguientes desafíos y retos que se abren para la estética como
problemas sin solución definitiva, y que desafían a las modernas técnicas de transmisión del saber
algunos retos de consecuencias imprevisibles.

1. El descrédito de las viejas categorías de entender y enjuiciar el arte, como son la de


belleza, materia y forma, entre otras. El arte actual, al menos el del último siglo pasado, ha
realizado una revolución expresiva que deja sin efecto la belleza y la capacidad humana
para la misma. O, por poner otro ejemplo, hace de la forma la materia y el contenido del
arte y, a la inversa, reivindica la materia como forma absoluta.
2. Hoy no puede ser pensable la actividad artística, creativa o receptiva, sin el recurso a la
reflexión, es decir, al pensamiento abstracto y a la capacidad de elevarse a lo universal y
necesario a partir de lo particular y contingente. El arte quiere decir algo, su expresividad
es incontenible, pero no encuentra interlocutores válidos en los uniformizados y
enloquecidos ciudadanos de la sociedades postindustriales.
3. La irrupción del arte de masas, de nuevos medios y canales expresivos, del
desbordamiento de los géneros artísticos tradicionales, de la prolongación del universo de
la obra por otros medios, de las nuevas formas de exposición, presentación y realización
(perfomance) de las obras, plantean la cuestión del fin del arte, en el sentido de la
conclusión de un período determinado de la historia del arte.
4. La misma socialización y politización del arte, en muchos casos como instrumento
manipulador y distorsionador del modo de vida social y de la percepción del mundo, que
resultan deformados y desfigurados en beneficio de los grandes intereses materiales y
económicos, requiere una nueva definición del papel social del arte.
5. Es urgente, a la altura de los tiempos que corren, una nueva definición del arte y del
discurso que lo prolonga, sea crítico o teórico, para evitar el desdibujamiento y la pérdida
de la identidad de la acción del espíritu humano. Con esto quiero decir que los fines y
metas de todo discurso racional moderno, incluido el estético, no son otros que fines y
metas emancipatorios, utópicos, de la razón al servicio de los fines últimos de la
humanidad en su conjunto.

Hoy más que nunca se impone y es necesaria, en el marco de una toma de conciencia de
nuestra situación y de los problemas derivados del sesgo de la civilización humana a nivel planetario,
una reflexión seria y rigurosa, formal y comprometida, radical y fundamentada, sobre los problemas
derivados del arte en su incorporación en la sociedad actual. Esa reflexión presenta, como lo ha hecho
la estética desde sus orígenes románticos, si no griegos, una realidad bifronte; por un lado mira a la
práctica y las prácticas artísticas, del pasado y el presente, y la trata de comprender y clasificar. Por
otro, quiere introducir en el terreno de la práctica del arte, los fines esenciales de la racionalidad
entendida como proyecto moderno de carácter emancipador y utópico. Desde este último punto de
vista, la estética actual pretende tender un puente entre las nuevas formas de experimentar en el terreno
artístico, con el proyecto moderno de hacer de la educación estética el eje de la educación integral del
ser humano, preparándolo para un mundo en continua transformación y revolución y, sobre todo, para
el diseño arquitectónico de una sociedad más justa e igualitaria a nivel mundial.
El arte está llamado a ser la avanzadilla de la cultura universal y cosmopolita del género
humano, de la cultura que trata de suprimir barreras nacionales y políticas, que se inscribe en un
diálogo entre culturas, que inspira una formación y educación multicultural, que integra y no separa
todas las manifestaciones del espíritu, medidas con el criterio de hacernos crecer en nuestro nivel de
comprensión de la realidad, y en nuestra capacidad de revolucionar un mundo revolucionado. Comos
siempre, el arte aspira a ser remedio de todos los males y promesa infinita de bienestar material y
espiritual.
Desde hace algún tiempo, casi coincidiendo con el momento en el que el arte se convierte en
cuestión esencial y básica para la filosofía, prácticamente ninguna obra se deja incluir en una
conceptografía histórica ni conceptual, ni siquiera racionalizar formal o materialmente. Ningún
sistema estético, ni sistema de ideas puede hacerse cargo de la obra informal, abstracta, no figurativa, o
simplemente aconceptual, porque el objeto artístico se ha metamorfoseado hasta extremos
inimaginables.
Con total lucidez, tanto Danto como Goodman han planteado las cuestiones centrales del arte
actual. ¿Qué hace “artística” a una obra de arte? ¿Dónde esta el arte de la obra de arte? ¿Cuándo hay
arte? ¿Cómo dar cuenta de la esencia del arte moderno? ¿Qué diferencia al arte del resto de los
productos del hacer humano? Si ninguna estética puede dar cuenta de la obra moderna, es preciso que
la propia obra proporcione a su destinatario las pautas y criterios de su comprensión, y la definición de
arte implícita o explícita en ella. Cada obra debe reunir y conjugar su lenguaje con su
comprensibilidad como objeto artístico. Desde luego, el componente artístico de la obra tiene que
diferenciarla de los demás objetos, y no sólo por un pronunciamento más o menos explícito de su
autor, del crítico o del mercado del arte. La designación de la obra por el artista no basta para que ella
produzca una experiencia estética generalizada. Es preciso que la obra proporciones normas objetivas,
u objetivables para la comunidad que gira en torno al arte, de tal modo que pueda llegarse a un cierto
consenso, a una definición, siquiera provisional, de por qué una obra forma parte del arte. Puesto que
ni la materia, ni la forma, ni el estilo, ni el lenguaje del arte actual, lo definen como tal, en relación con
las definiciones habidas hasta ahora, se impone la necesidad de elaborar una teoría que, partiendo de
las obras mismas, y sin afán de generalizar o hallar leyes generales o universales, permita el
entendimiento de las obras desde ellas mismas.
Cada obra se convierte de este modo en un universo de significación que se va acrecentando e
implementando según aumenta la relación con los destinatarios. La estética se convierte así en una
work in progress, la necesaria y progresiva teorización de las complejas relaciones de determinados
objetos con el ser humano, en el contexto de su socialidad, su vida política, y de la aspiración de aquél
a una vida buena. Sólo en el territorio del arte podemos hoy esperar un atisbo de un pensamiento y una
vida alternativos al actual estado de postración y abatimiento de la humanidad por lo que se refiere al
ámbito de los valores del espíritu. Sólo el arte y la reflexión filosófica aneja a él, puede dispensarnos
las bases de un pensar futuro, que revolucione en un sentido radical y complejo el entramado de
relaciones alienantes en las que estamos sumidos en este alborear del siglo XXI, que dé nuevos
contenidos a nuestra libertad, y que permita confiar en nuestra capacidad para diseñar y proyectar un
futuro más adecuado a los valores humanistas de la cultura occidental, y a los ideales emancipatorios
propios de la modernidad.
EJERCICIOS PRÁCTICOS152

152
La necesidad de no aumentar en demasía la extensión del presente texto me ha hecho renunciar a
anotar determinados textos de los ejercicios que siguen. Si el lector desea disponer de ellos y es tan amable de
solicitármelos, vía correo electrónico (E-mail: caranda@ual.es), tendré el gusto de enviarle los archivos, en
formato Word, con los ejercicios anotados que no figuran en la presente edición del libro.
Ejercicio nº 1: Textos poéticos de Schiller.

Schiller: Poesía153.

Los dioses de Grecia.

Cuando el velo encantado de la poesía154


aún envolvía graciosamente a la verdad155,
por medio de la creación se desbordaba la plenitud de la vida
y sentía lo que nunca había sentido.
Se concedió a la naturaleza una nobleza sublime156
para estrecharla en el corazón del amor,
todo ofrecía a la mirada iniciada,
todo, la huella de un dios (15).

Bello mundo, ¿dónde estás? ¡Retorna,


propicia edad florida de la naturaleza!
Ah, sólo en el país encantado de la canción (Lieder)157
habita aún tu fabulosa huella.
El campo despoblado se entristece,
ninguna divinidad se muestra a mi mirada,
ah, de aquella imagen cálida de la vida
sólo quedan las sombras (21).

Inconsciente de las alegrías que ella regala,


nunca entusiasmada ante su majestad,
sin cuidado del espíritu que ella conduce,
nunca dichosa por mi felicidad,
indiferente incluso ante la gloria de los artistas,
igual que la muerta oscilación del reloj de péndulo,

153
Los números entre paréntesis remiten a las páginas del libro de Schiller, Poesía filosófica, traducción
no demasiado fiel a la literalidad del original alemán, que por momentos falsea su sentido, pero que es de
utilidad para el lector que se inicie en Schiller. La traducción la he modificado en algún término que me ha
parecido más acorde con el original alemán.
154
El velo que cubre la realidad con encanto y encantamiento es un símil epocal para referirse al arte
mismo. También se plantea como vestidura o veladura (Gewand), que tapa sus defectos y realza sus virtudes.
También, y por su parte, los dioses necesitan un nuevo ropaje que los haga de nuevo interesantes a los ojos de
los humanos.
155
La verdad, envuelta con un velo poético, llena de encanto y gracia, es el valor supremo en la
concepción schilleriana de la obra de arte literaria. Aquí se insinúa una crítica a la concepción seca y árida de la
verdad, representada por las ciencias de la naturaleza y por el clasicismo ilustrado. El encanto y la gracia van
unidad a cierta ingenuidad y a una sentimentalidad descaradamente blanda e inocente.
156
Conceder a la naturaleza una nobleza sublime es el mayor don posible que se le puede otorgar. Lo
sublime es para Kant, y su sentido parecer ser el mismo en el presente texto, el momento en el que la naturaleza
muestra su máximo esplendor y potencia, de manera que parece sobrepasar no sólo nuestra capacidad para
concebirla, sino incluso nuestra capacidad para percibirla. Un paisaje del Himalaya, las cataratas de Iguazú, o un
vendaval, serían ejemplos de la sublimidad artística que apreciamos en la naturaleza. Los fenómenos de esta
índole van a ser los favoritos de los pintores del paisajismo romántico.
157
El Lieder es un género musical muy apreciado por el clasicismo alemán. En realidad se trata de una
breve canción de amor que trata de expresar en unas pocas estrofas un sentimiento profundo en relación con un
objeto privilegiado. Aquí Schiller quiere hacer de la canción la forma de encantamiento y de perfeccionamiento
del mundo a través de los más nobles sentimientos humanos. Esta pequeña y sencilla obra de arte muestra la
universal capacidad humana para crear y para disfrutar de la belleza.
obedece servilmente a la ley de la gravedad
la desdivinizada naturaleza (21).

El ideal y la vida.

Juvenil, libre de huellas terrenales,


en el resplandor de la consumación
planea la imagen divina de la humanidad,
como los silenciosos fantasmas de la vida
caminan esplendorosas junto a la corriente estigia,
así estaban en la celeste campiña,
los inmortales antes de descender
al triste sarcófago.
Cuando en la vida aún oscila la balanza de la lucha
aparece aquí la victoria. (65).
Mas escapada de los límites de los sentidos
al seno de la libertad de pensamiento,
y huirá la aparición del miedo,
y se cubrirá el abismo eterno;
acoged a la divinidad en vuestras voluntades
y ella descenderá de su trono mundano.
Las severas cadenas de la ley sólo atan
al esclavo de los sentidos que la rechaza,
con la resistencia del ser humano desaparece
también la majestad de dios. (69).

Cuando os asedie el padecer de la humanidad,


cuando Laocoonte se defienda de las serpientes
con un dolor indecible,
¡que el ser humano se rebele!
¡Golpee con su queja la bóveda del cielo
y rómpase vuestro corazón sensiblero!
Triunfe la terrible voz de la naturaleza,
palidezcan las mejillas alegres
y se rinda a la sagrada simpatía
lo inmortal que hay en vosotros. (69-71).

El poder del canto158

Como cuando un atroz destino


irrumpe misteriosamente
en el espacio de la alegría
como un espíritu
con pasos de gigante.

Así se desprende el hombre de la carga mundana,


cuando suena la llamada del canto,
para elevarse a la dignidad del espíritu
y acceder al poder divino;
ahora el ser humano pertenece a los dioses supremos,
nada terreno se le puede acercar,

158
El canto (Gesang) está emparentado con la saga (Sage), que es lo dicho en la tradición y destinado a
los supervivientes de la misma. Sobre este sentido de lo dicho como objeto de escucha para el pensamiento he
tratado en otra parte. Cfr. Aranda Torres: “Heidegger: el pensar como escucha de lo dicho”, Cuadernos
andaluces de psicoanálisis, nº 6, Junio de 1991, págs. 37-43.
todo otro poder debe aplacarse,
y ningún destino le asalta,
desaparecen todas las arrugas de la preocupación
mientras gobierna el encanto de la canción.

Y como tras una nostalgia desesperada,


tras el amargo dolor de una separación,
con ardientes lágrimas de arrepentimiento
se arroja un niño al corazón de su madre,
así devuelve el canto al fugitivo,
desde las extrañas costumbres de un país extranjero
al refugio de su juventud,
a la felicidad pura de la inocencia,
a los brazos fieles de la naturaleza
para calentarse de las frías reglas. (87).

La entrada del nuevo siglo159.

Debes huir del apremio de la vida


al espacio silencioso y sagrado del corazón.
La libertad sólo existe en el dominio del sueño,
y lo bello sólo florece en el canto.

Prólogo a Wallenstein (1796)160.

“Seguimos siendo los antiguos, que antes que vosotros,


con cálido ímpetu y celo nos formamos” (541).

“quien de su época lo mejor llevó a cabo,


para todas las épocas vivió” (542).

“Y ahora del siglo en este final grave,


en que poesía se vuelve incluso lo real,
en que vemos potentes caracteres
por un objeto importante luchar
y por los grandes fines humanos,
por el dominio y la libertad...,
también el arte debe en su escena de sombras
intentar un vuelo superior;
sí, eso debe si no ha de avergonzarse ante la escena de la vida” (542-543).

“Grave es la vida, ¡pero alegre el arte!” (544)161.

159
Con el romanticismo se abre el tema del fin/comienzo de siglo. La conciencia europea ha sido
conmocionada al menos en tres períodos de tiempo, correspondientes aproximadamente al cambio de los tres
últimos siglos. No se trata de un planteamiento apocalíptico o de insinuar el fin de la civilización, sino de pensar
que el nuevo siglo no ha de traernos nada esencialmente nuevo, sino algo más de lo mismo, para lo que tenemos
que estar preparados ante el apremio de la vida, y dispuestos a ensanchar nuestro corazón para que en él habite
el sentimiento ilusionado de la libertad, y el ánimo dispuesto para el arte y la belleza. Los nuevos tiempos, a los
ojos de Schiller, se caracterizan por un esfuerzo de formación educativa en materia de sensibilidad artística, para
combatir la barbarie de un proceso civilizador en el que dominan las antinomias de la razón.
160
Los números entre paréntesis, de este prólogo, corresponden a Schiller, Teatro completo, 541-544.
Esta edición, meritoria y pionera en las letras hispánicas, no resulta del todo recomendable , pues la traducción
no responde a los estándares actuales de rigor y precisión respecto a la literalidad del texto original alemán.
161
Este verso, muy en la línea y sensibilidad de la estética romántica escenifica la pulsión de juego que
representa el quehacer artístico. Introducir la alegría viene exigido por la gravedad de la vida, que se debe a los
A la alegría162.

¡Oh amigos, dejemos ese sonido!


Hagamos oír cantos más gratos
y llenos de alegría.

Alegría, la más bella chispa de los dioses,


hija del Elíseo,
penetramos, ebrios de fuego,
en tu sagrado templo celestial.
Tu encanto mágico vuelve a unir,
lo que la moda divide,
todos los humanos serán hermanos,
allí donde se demoren tus ligeras alas.

Si has alcanzado el gran logro,


de ser amigo de un amigo,
y conseguido una mujer cariñosa,
¡unámonos con su júbilo!
¡Sí al que sólo a un alma llama suya,
en el ámbito de la tierra!
Y al que nunca llegó,
salga a hurtadillas de este vínculo.

Alegría beben todos los seres


en las entrañas de la naturaleza,
todos los buenos, todos los malvados
siguen su huella de rosas.
Nos da besos y racimos,
un amigo que se prueba en la muerte,
la sensualidad la dará a los gusanos,
y el querubín se presenta ante dios.

Alegres como soles volando


a través del cielo, según un magnifico plan,
andad, hermanos, vuestra senda,
alegres como un héroe tras la victoria.

Coro163

requerimientos y demandas que la sociedad hace al individuo aislado en su suerte. La alegría juega con la
gravedad y la pesantez de la vida activa, y con todo lo bello como resultado de introducir la forma en lo real
cotidiano.
162
Esta es la celebérrima composición de Schiller, conocida en todo el mundo, porque su coro fue
utilizado por Beethoven como epílogo coral a su Sinfonía nº 9 en re menor “Coral”, y, con posterioridad, a
infinitas versiones de letra y música, pero siempre con un sentido festivo y ensalzador de la alegría como el
sentimiento más propio de la humanidad. La alegría es un sentimiento que todo lo penetra, desde los vegetales a
los humanos, que todo lo contagia, y que todo lo espiritualiza y lo hace artístico. La alegría, que responde al
impulso de juego, es, al mismo tiempo, el origen y la consecuencia de lo poético y lo artístico, de modo que se
trata del sentimiento más universal que podamos concebir. Además, de todas estas consideraciones, no está de
más hacer referencia al hecho de la polémica suscitada, desde entonces, sobre si Beethoven, culminó con una
apoyatura lírica, su gigantesco esfuerzo de música instrumental o absoluta.
163
Lo expresado por este coro parece proporcionar una de las claves del sentido de todo el pensamiento
poético de Schiller y, por ende, de todo el himno. Se trata de un poema o canto coral a la alegría, en el que lo
¡Abrazaos, millones!
¡Ese beso del mundo entero!
Hermano, sobre el cielo estrellado
debe habitar un padre amoroso.

Coro

¿Os derrumbáis, millones?


¿Presientes tú, mundo, al creador?
Búscalo sobre el cielo estrellado,
él debe habitar sobre las estrellas.

Cuestiones:

1. ¿Qué sentido tiene el anhelo de la naturaleza griega y de sus dioses, y el deseo de que retorne un
mundo ya pasado, en la poesía de Schiller?
2. ¿Qué tipo de ideales son objeto de canto y qué deseo alberga la voz del poeta en sus versos?
3. ¿Qué papel desempeña, en la poesía de Schiller, sentimientos como la alegría, la simpatía, la
amistad, la fraternidad?
4. ¿Quién parece ser el destinatario o a quién apuntan estas composiciones poéticas? ¿Qué sentido
epocal tienen palabras como “genero humano”, “humanidad” o “millones”?

más importante son los muchos destinatarios del mismo, la humanidad como el destino de la poesía que debe
transformar (en el sentido de cambiar de forma) la propia humanidad. La alegría no es ese estrecho y burdo
sentimiento privado, de contento y felicidad, de momentáneo bienestar o placidez, de superficial bienestar
anímico. Alegría es más bien un estado universal de dicha que, o afecta al género humano en su conjunto o, de
lo contrario, se empaña y empequeñece porque al no ser de todos, no lo puede ser de nadie. De ahí que ella se
convierta, en el texto del poeta y en su uso como letra del movimiento de la sinfonía de Beethoven, en uno de los
afectos más humanos por cuanto tiende al contagio, a la emoción compartida, a sentir lo mismo el yo y el tú, y
de ahí al nosotros, que es el verdadero sujeto del arte para Schiller. La propia naturaleza nos induce a pensar que
todo lo creado y lo producido por el ser humano no puede tener otro sentido que la unión sentimental de todo y
de todos en un sentir que es común y que a todos nos hace iguales. La alegría, podría identificarse, leída
epocalmente, en el sentimiento que corresponde al “uno y todo” (én kai pán) con el que clásicos y románticos
expresaban su íntima copertenencia a la naturaleza.
Ejercicio nº 2: Schiller y la educación estética

Cartas sobre la educación estética del ser humano (Selección)164

CARTA V

La cultura, lejos de ponernos en libertad, desarrolla, con cada fuerza que en nosotros forma,
una nueva exigencia; los lazos de la constricción física nos oprimen cada vez más amenazadores; el
miedo de perder apaga el ardiente deseo de mejorar, y la máxima de la obediencia pasiva se convierte
en suprema sabiduría de la vida. Así vemos el espíritu de nuestro tiempo oscilar entre la perversión y
la grosería, la monstruosidad y la mera naturaleza, la superstición y la incredulidad moral; sólo el
equilibrio del mal suele a veces imponerle un límite.

CARTA VIII

¿Ha de retirarse, pues, del campo la filosofía desalentada y desesperanzada? Mientras el


dominio de las formas se extiende en todas las direcciones, ¿ha de ser ese bien, el más preciado de los
bienes, víctima del azar amorfo? ¿Ha de durar eternamente el conflicto de las fuerzas ciegas en el
mundo político? ¿La ley social ha de ceder siempre la victoria a su enemigo, el egoísmo?
No. Ciertamente, la razón no va a trabar inmediato combate con ese poder brutal, insensible a
sus armas; como el hijo de Saturno, en la Ilíada, no descenderá a la tenebrosa escena para luchar en
ella. Pero de entre los combatientes elegirá uno, el más digno; le impondrá los divinos arreos, como
Zeus a su vástago, y con su fuerza misteriosa provocará la magna decisión.
La razón ha llevado a cabo su cometido cuando ha descubierto y afirmado la ley. Cumplirla es
cosa de la esforzada voluntad y del sentimiento vivo. Si la verdad ha de salir victoriosa en su lucha
contra las fuerzas extrañas, debe, ante todo, convertirse en una fuerza y suscitar un impulso que la
represente en el reino de los fenómenos; que los impulsos son las únicas fuerzas motrices del mundo
sensible. Si hasta ahora se ha manifestado tan escasa la fuerza victoriosa de la verdad, no es porque el
entendimiento no haya sabido descubrirla, sino porque el corazón ha sido sordo a su voz y el impulso
remiso a trabajar por ella.
Pero ¿cómo es que, a pesar de las luminarias que encienden la filosofía y la experiencia,
dominan aún en todas partes los prejuicios y están sumidos los ingenios en la oscuridad? Nuestra
época es ilustrada; es decir, han sido hallados y públicamente expuestos los conocimientos suficientes
para permitirnos rectificar al menos nuestros principios prácticos. El espíritu de la libre investigación
ha puesto en fuga los conceptos fantásticos que durante largo tiempo obstruían el camino de la verdad,
y ha socavado los cimientos sobre que edificaron su trono el fanatismo y el engaño. La razón se ha
purificado deshaciendo las ilusiones de los sentidos y destruyendo el imperio de una sofística astuta.
La filosofía misma, que empezó por persuadirnos de abandonar la naturaleza, nos incita, en tono fuerte
y apremiante, a volver a su regazo. ¿Por qué, pues, permanecemos en la barbarie?
Ya que no en las cosas, debe de haber en los ánimos de los hombres algo que entorpece la
recepción de la verdad, por muy claramente que brille; algo que se opone a la aprehensión de la
verdad, por muy vivamente que convenza. Un antiguo sabio lo ha sentido y expresado en los
siguientes términos, henchidos de significación: sapere aude [atrévete a saber].
Atrévete a ser sabio. Es menester energía del ánimo para dominar los obstáculos que al saber
oponen la indolencia de la naturaleza y la cobardía del corazón. No sin sentido refiere el viejo mito
cómo la diosa de la sabiduría salió armada y equipada de la cabeza de Júpiter; que ya su primera
empresa es guerrera. En su nacimiento ha de sostener un encarnecido combate con los sentidos, que se
resisten a turbar el dulce sosiego en que viven. La lucha con la necesidad quebranta y rinde a la mayor

164
Seguimos la edición de la obra contenida en Schiller: Escritos sobre estética.
parte de los hombres, y los deja incapaces de afrontar una nueva y más dura pelea con el error.
Satisfechos de eludir el amargo esfuerzo del pensamiento, gustan los más de abandonar a otros la tarea
de administrar sus conceptos; y, cuando sucede que en sus ánimos se agitan exigencias de más alta
espiritualidad, acuden con ardiente fe a las fórmulas que el estado o el cuerpo de los sacerdotes tienen
preparadas para tales casos. Estos desventurados merecen nuestra compasión. Pero caiga nuestro más
justo desprecio sobre aquellos otros que, libres por su buena estrella del yugo de las necesidades,
acomódanse a él por propia decisión. Prefieren el dudoso brillo de los conceptos confusos, en que la
sensibilidad se agudiza y la fantasía a placer se forja amenas y cómodas figuras, a los puros rayos de la
verdad, que aniquilan el deleitoso aparato de la ficción y del ensueño. Sobre esas engañosas ilusiones,
que el ataque certero del conocimiento pone en fuga, han construido el edificio de su felicidad; ¿van a
comprar tan cara una verdad, que comienza por privarles de cuanto ellos aprecian y estiman? Debieran
ser ya sabios para amar la sabiduría. Ésta es una verdad que fue sentida hondamente por el que dio
nombre a la filosofía.
Así pues, la ilustración del entendimiento no merece respeto sino en cuanto se refleja en el
carácter. Pero esto no basta; en cierto modo, la ilustración ha de proceder también del carácter, porque
el camino que conduce al intelecto ha de abrirlo el corazón. Educar la facultad sensible es, por tanto, la
más urgente necesidad de nuestro tiempo, no sólo porque es un medio de hacer eficaces en la vida los
progresos del saber, sino porque contribuye a la mejora del conocimiento mismo.

CARTA XV

Voy acercándome al término a que quería conduciros por tan árido sendero. Permitidme que
sigamos un corto trecho de camino, y se abrirá una amplia perspectiva, un alegre panorama, que nos
recompensará quizá del esfuerzo realizado.
El objeto del impulso sensible, expresado en un concepto universal, es la vida en su más
amplio sentido, concepto que significa todo ser material y toda presencia inmediata en los sentidos. El
objeto del impulso formal, expresado en un concepto universal, es la figura, tanto en su sentido
impropio como en el propio, concepto que comprende dentro de sí todas las propiedades formales de
las cosas y todas las referencias de las mismas a la facultad de pensar. El objeto del impulso de juego,
representado en un esquema universal, podrá, pues, llamarse figura viva, concepto que sirve para
indicar todas las propiedades estéticas de los fenómenos, y, en una palabra, lo que en su más amplio
sentido se llama belleza.
Con esta explicación si explicación es la belleza no se extiende a toda la esfera de lo vivo ni
se incluye solamente en ella. Un bloque de mármol, aunque sin vida, puede llegar a ser, en manos del
arquitecto o del escultor, una figura viva; un hombre, aunque vive y posee una figura, no es, sin
embargo, por ello figura viva. Para serlo hace falta que su figura sea vida y su vida figura. Mientras
estamos pensando en su figura, ésta carece de vida, es una mera abstracción; mientras sentimos su
vida, carece ésta de forma, es una mera impresión. Sólo cuando su forma vive en nuestra sensación,
cuando su vida adquiere forma en nuestro entendimiento, entonces es figura viva. Y éste será el caso,
siempre que lo juzguemos como bello.
Mas, porque hayamos podido indicar los elementos que en su unificación producen la belleza,
no por eso hemos explicado la génesis de la belleza; para ello fuera necesario comprender aquella
unificación misma, la cual es para nosotros impenetrable, como en general toda acción recíproca entre
lo finito y lo infinito. Por motivos trascendentales plantea la razón la exigencia siguiente: debe haber
una comunidad entre el impulso formal y el material, es decir, un impulso de juego, porque sólo la
unidad de la realidad con la forma, de la contingencia con la necesidad, de la pasividad con la libertad,
lleva a su perfección el concepto del hombre. Y la razón tiene que plantear esa exigencia, porque, por
esencia, tiende a lo perfecto y a suprimir todas las limitaciones, y toda actividad exclusiva de uno u
otro impulso dejaría imperfecta la naturaleza humana, siendo fundamento para una limitación. Por
tanto, tan pronto como la razón proclama que debe existir una humanidad, ha proclamado al mismo
tiempo la ley de que debe haber una belleza. La experiencia puede contestar a nuestra pregunta de si
hay belleza, y, cuando nos haya instruido sobre ese punto, sabremos entonces si hay humanidad. Mas
cómo puede haber belleza, cómo sea posible una humanidad, esto ni la razón ni la experiencia pueden
enseñárnoslo.
El hombre, lo sabemos, no es ni materia exclusivamente ni espíritu exclusivamente. La
belleza, pues, como consumación de su humanidad, no puede ser exclusivamente mera vida, como lo
han afirmado penetrantes observadores, demasiado atentos al testimonio de la experiencia, y como el
gusto de la época quisiera; ni tampoco puede ser exclusivamente mera figura, como han juzgado
filósofos especulativos, harto alejados de la experiencia y artistas aficionados a filosofar, pero
demasiado dóciles a las necesidades del arte. La belleza es el común objeto de ambos impulsos, es
decir, del impulso de juego. El uso justifica completamente este nombre, pues suele aplicar la palabra
«juego» a todo aquello que no es contingente ni subjetiva ni objetivamente, y, sin embargo, tampoco
constriñe y obliga ni exterior ni interiormente. Como el ánimo, en la intuición de lo bello, se encuentra
en un feliz término medio entre la ley y la menesterosidad, por eso mismo, al participar de ambas, se
substrae a la coacción de una y de otra. Las exigencias del impulso material, como del impulso formal,
son muy serias, porque en el conocimiento refiérese el uno a la realidad efectiva y el otro a la
necesidad de las cosas, y en la acción busca el uno la conservación de la vida y el otro la defensa de la
dignidad, esto es, ambos la verdad y la perfección. Pero, cuando vida y dignidad se reúnen y mezclan,
ya la vida se hace indiferente; cuando el deber coincide con la inclinación, ya no constriñe; cuando la
realidad efectiva de las cosas, la verdad material, viene al encuentro de la verdad formal, de la ley de
necesidad, acógela el ánimo con libre reposo; cuando la intuición inmediata acompaña a la
abstracción, ya el ánimo no siente la tensión del esfuerzo abstractivo. En una palabra: cuando lo
efectivo entra en comunión con las ideas, pierde su seriedad, pues se torna pequeño; cuando lo
necesario se junta con las sensaciones, abandona su seriedad, porque se torna ligero.
Pero me figuro que ya habréis pensado hace tiempo en objetarme: ¿No se rebaja lo bello al
convertirse en mero juego? ¿No se empareja con los frívolos objetos que vienen recibiendo ese
nombre? ¿No contradice al concepto racional y a la dignidad de la belleza, digna de ser considerada
como instrumento de la cultura, el limitarla a un mero juego? ¿Y no contradice al concepto empírico
del juego compatible con la exclusión de todo buen gusto, el limitarlo a la belleza?
Pero ¿qué sentido puede tener hablar de mero juego, cuando ya sabemos que, de todos los
estados del hombre, es precisamente el juego y sólo el juego el que realiza íntegramente lo humano y
despliega a un tiempo mismo su doble naturaleza? Lo que, en vuestra representación del asunto,
llamáis vos limitación, llamo yo, en la mía, sostenida por pruebas, extensión. Yo diría, pues, más bien
lo contrario: en lo agradable, en lo bueno, en lo perfecto, encuentra el hombre tan sólo seriedad; pero
en la belleza halla juego. Claro es que no debemos pensar en los juegos corrientes de la vida real, los
cuales, por lo común, se refieren a objetos muy materiales; pero también buscaremos vanamente en la
vida real la belleza de que aquí se trata. La belleza que se da realmente en la vida real es la que
corresponde a ese impulso de juego que hallamos por lo general en la vida real; pero el ideal de la
belleza, que la razón construye, exige un impulso ideal de juego, que, en todos sus juegos, debe el
hombre tener muy presente.
No corremos gran peligro de error si, para indagar cuál sea el ideal de la belleza de un hombre,
estudiamos por qué medios satisface su impulso de juego. Los pueblos de Grecia hallaban el mayor
regocijo en los juegos olímpicos, en las luchas incruentas de la fuerza, de la destreza, de la velocidad,
en la noble competencia del espíritu. En cambio, el pueblo romano gozaba viendo derribado al
gladiador o a su adversario de Libia exhalar el postrer suspiro. Bastan esos rasgos para que
comprendamos por qué las figuras ideales de una Venus, una Juno, un Apolo se alzaron no en Roma,
sino en Grecia. La razón, empero, pronúnciase y dice: lo bello no debe ser mera vida ni mera figura,
sino figura viva; es decir, belleza, dictando al hombre la doble ley de formalidad absoluta y de la
realidad absoluta. Por lo cual plantea la exigencia siguiente: el hombre, con la belleza, no debe hacer
más que jugar, y el hombre no debe jugar nada más que con la belleza.
Porque, digámoslo de una vez: sólo juega el hombre cuando es hombre en el pleno sentido de
la palabra, y sólo es plenamente hombre cuando juega. Esta afirmación, que acaso en este momento
parezca paradoja, recibirá una significación grande y profunda cuando seamos llegados al punto de
aplicarla a la doble seriedad del deber y del destino; servirá de cimiento, yo os lo prometo, al edificio
todo del arte estético y del, más difícil aún, arte de la vida. Y, si esa afirmación resulta inesperada, es
en la ciencia solamente; porque en el arte hace largo tiempo que vive y tiene eficacia; hállase en el
fondo del sentimiento estético de los griegos, nuestros grandes maestros de arte. Pero los griegos
transpusieron al Olimpo lo que debió realizarse en la tierra. Guiados por la verdad de aquel aserto,
alejaron de la frente de los dioses bienaventurados no sólo el trabajo y las serias cavilaciones que
surcan de arrugas las mejillas de los mortales, sino el frívolo placer que pulimenta la faz, privándola de
sentido; también libraron a esos eternos satisfechos de las cadenas que imponen los fines, los deberes,
los cuidados; y fueron el ocio y la indiferencia, la envidiable suerte de la estirpe divina, nombre
humano que designa el ser libérrimo y sublime. Tanto la coacción material de las leyes naturales como
la coacción espiritual de la ley moral vinieron a perderse en su elevado concepto de necesidad, que
comprendía a ambos mundos; y de la unidad de esas dos necesidades surgía para ellos la verdadera
libertad. Animados por este espíritu, borraron en el rostro de su ideal todos los rasgos de la inclinación
y todo rastro de voluntad, o, mejor dicho, hiciéronlos imperceptibles, porque supieron juntarlos en la
más íntima unión. No es gracia, ni es tampoco dignidad, lo que expresa para nosotros la faz magnífica
de la Juno Ludovisi; no es ninguna de las dos cosas, porque son las dos a la vez. La diosa reclama
nuestra oración, pero la mujer divina enciende nuestro amor. Deshechos nos entregamos al encanto
celestial, y aterrados retrocedemos ante la celestial suficiencia. La figura toda descansa y mora en sí
misma; es una creación íntegramente cerrada; como si estuviera allende el espacio, sin entrega, sin
resistencia; no hay en ella una fuerza en lucha con otras fuerzas; no hay una brecha por donde pueda
irrumpir la temporalidad. Indefectiblemente presos y atraídos, pero al mismo tiempo mantenidos de
continuo a distancia, nos encontramos a la vez en el estado de la máxima paz y en el del máximo
movimiento. Y nace esa maravillosa emoción, para la cual carece el entendimiento de conceptos y el
lenguaje de palabras.

Cuestiones:

1. Hacer un resumen breve del sentido que tiene el concepto de “belleza” como “figura viva” en el
texto de las Cartas sobre la educación estética del hombre de Schiller.
2. ¿Hay un más allá de la belleza en el texto de las Cartas?
3. ¿Qué sentido tiene para nosotros la educación artística en los distintos niveles del proceso educativo
de nuestro país?
4. ¿Cómo evalúa cada uno la formación recibida en materia artística? ¿Cuándo hemos oído hablar de
arte por vez primera en nuestras vidas, y qué lugar ocupa en nuestro vivir cotidiano?
Ejercicio nº 3: La poética del amor en Goethe

Texto: Del Diván de Occidente y Oriente (1819):

HÉGIRA165

Allí, en aquella pureza,


donde aún impera el derecho,
en la original hondura
de la raza humana, quiero
mi ser abismar; allí
donde aún los hombres del cielo
reciben la alta doctrina
dicha en lenguaje terreno,
y aún no se rompen la crisma
como nosotros hacemos.

Donde aún honran a los padres


y a extraños servir se niegan;
allí ser feliz yo quiero,
de mi juventud frenando
la desbocada carrera;
amplia la fe, el pensamiento
estrecho; que le verbo fue
tan importante en Oriente
por su limpia nitidez.

Quiero alternar con pastores


y de los frescos oasis
disfrutar la grata sombra
cuando en ellos hace alto
la caravana sudorosa;
traficar en ricos chales,
en café de fuerte aroma
y en el almizcle preciado
por su fragancia famosa,
y hollar todos los senderos,
del desierto a la ciudad,
de la ciudad al desierto.

LIBRO DE HAFIZ

165
La hégira designa originariamente el viaje de Mahoma de La Meca a Medina, del 622, y la fecha de
comienzo de la era musulmana. Literalmente es huída y, simbólica y poéticamente representa en Goethe la
tendencia a quitarse de en medio literalmente, cuando los acontecimientos sociales o políticos ponían en peligro
su estabilidad emocional y creadora. Ya nuestro autor calificó de hégira su viaja a Italia de 1786 y, con ocasión
del desencadenamiento de las guerras napoleónicas, entre 1806 y 1814, su yo poético se retira del mundanal
ruido. En su obra Diarios y anales, confirma esta tendencia a la huída en 1813: “En cuanto en el mundo político
aparecía cualquier amenaza ingente, me lanzaba obsesivamente a lo más alejado de aquello” (Werke, HA, X,
pág. 513; Obras completas, III, pág. XXX).
La palabra sea la esposa,
y el espíritu el esposo;
aquel que Hafiz conoce
sabe de estos desposorios.
ENDECHA

¿Es que el poeta con quien anda


sabe, él que siempre delirando
va por el mundo sin que él mismo
en su interior pueda ver claro?

Ignora él mismo lo que dice,


no cumple nunca lo tratado.

ILIMITADO166

No puede terminar, es tu grandeza,


no poder empezar, es tu destino.
Cual la celeste bóveda, tu verso
gira y gira y es siempre un verso mismo,
en que no se percibe claramente
cuales sean su final ni su principio,
y lo que va en el medio es evidente
que es igual a su término y su inicio.

IMITACIÓN167

En tu lírico estilo espero


a mí mismo encontrarme;
y para mi fruición será
también el imitarte;
hallaré lo primero yo el sentido;
las palabras después no han de faltarme.
Varios serán los sones de mi lira,
nuevo será el sentido
del vocablo, que acaso se repita;
¡haré por emularte a ti, que todos
sus dones te concedió la poesía!

...la chispa que de tu verso brota


un corazón germánico de nuevo fuego anima,
que potente se lanza y todo lo devora.

166
En la poesía oriental encuentra Goethe el texto infinito, que puede ser prolongado por otros medios
artísticos, con otras palabras, con otros sentidos sobrevenidos, que proceden de otros corazones con otros
sentimientos. Por otro lado, la estructura circular de la poesía persa, que Goethe conoció a través de la obra del
poeta Mohammad Shems al Din (1326-1390), más conocido como Hafiz, del que leyó en 1814 la traducción
alemana de sus poesías completas, que con el nombre de Diwan, había realizado el orientalista vienés Joseph
von Hammer-Purgstall, es una característica que el poeta de Frankfurt incorpora a su lírica, y que ha pasado a
buena parte del pensamiento poético contemporáneo.
167
Estamos ante un punto caliente en la doctrina artística del clasicismo. La imitación (Nachahmung),
pieza central de la teoría estética aristotélica, se reinterpreta aquí como una renovación del sentido de las
palabras, que tiene su punto de inflexión en el “corazón germánico”, que anima un nuevo fuego que todo lo
devora. El sentimiento íntimo, la cordialidad poética se descubren aquí como el secreto de la mímesis estética del
clasicismo goetheano. Reiteramos lo dicho en otra ocasión, el texto imitado no es modelo sino prototipo para
que el poeta pueda crear algo nuevo, algo dotado de un nuevo impulso interior.
GUIÑO168

¡La palabra es un abanico!,


y por entre sus varillas
unos ojos maliciosos,
bellos, de mujer, nos miran.
El abanico es tan sólo un velo amable
que el rostro en verdad esconde,
mas la muchacha no se esconde;
que si nos vela su cara,
nos muestra lo más bello que posee,
sus ojos que miran a los ojos.

A HAFIZ

...su aliento es cual la brisa


que de Oriente sopla grata.

...y así tu canción nos lleva,


encantada caravana,
gozosa, a través de esta
vida tan dulce y amarga.

LIBRO DE LAS CONSIDERACIONES

Oye este consejo que te da la lira,


que te será útil si bien lo meditas169.

¿Qué dice la lira deseáis saber?


Pues oíd, que suena harto clara, a fe.

Después de afanarte
de noche y de día
por hacerte sabio,
a otra puerta aplica
tus oídos y aprende
cómo escuchar debe
quien a sabio aspira.

LIBRO DE LAS SENTENCIAS

Confiesa que de Oriente los poetas


son, sin duda, más grandes que los nuestros;
tan solo en una cosa les ganamos:

168
Para muchos estudiosos el poema “Guiño” encierra lo esencial de la sabiduría poética goethiana. La
palabra poética es comparada con un abanico, que si bien vela el rostro de la amada, no encubre lo esencial que
es la mirada. En la sensualidad de la mujer que se oculta parcialmente con el abanico encontramos una
dimensión trascendente del amor por cuanto lo que no puede evitarse es la mirada que interioriza a la amada, y
con ella al poeta mismo, pues este se descubre como mirado, puesto de manifiesto en su deseo interno. Cfr. M.
Maldonado: “Poesía y poética de Goethe”, en Encuentros con Goethe, págs. 117-138.
169
Lo que el poeta dice es de utilidad con tal de que sea meditado. Estos versos son un claro ejemplo de
esa síntesis, que Goethe ejerce a la perfección entre creatividad de la palabra poética y reflexión pensante sobre
la misma. El que quiera ser sabio debe aspirar a una sola cosa, escuchar.
en odiar mortalmente al compañero.

Espléndido es el Oriente;
remonta el Mediterráneo;
quien a Hafiz no comprenda,
Calderón dejará helado170.

LIBRO DE ZULEIKA

En sueños me figuraba
yo que la luna veía;
pero luego, al despertar,
por Oriente el sol salía.

¡Mi amor vivo mantiene


el dulce poetizar!
¡Que tras el leve velo
resalta la verdad!

Bello de ver es en verdad el mundo,


y aún más bello ese mundo del poeta,
en el que las claras luces siempre irradian
de día y de noche, en la campiña amena,
de mil vivos colores esmaltada,
ya refulgente, ya su vivo brillo
con el gris suavizado de la plata.

DEL LEGADO

Quien a sí mismo se conoce y cala


en los otros también,
que Oriente y Occidente se han unido,
aquí echará de ver.
Entre dos universos,
nuestra alma
se debe columpiar;
y si entre Oriente y Occidente gira,
botín incomparable logrará.

Notas y disertaciones:

Quien la poesía quiera entender,


a su cuna debe ir;
quien al poeta entender quiera
debe ir a su país171.
¡Todo tiene su tiempo!... He aquí una sentencia cuya importancia aprendemos a apreciar más y
más a lo largo de la vida; según ella, hay tiempo de callar, tiempo de hablar, y a esto último decídese
esta vez el poeta.

170
Aquí nos encontramos con una aportación hermenéutica a la lectura de un autor muy querido en el
clasicismo y romanticismo alemanes. Calderón de la Barca, cuya clave hay que encontrarla en la inspiración
oriental, del concepto de honor, lealtad y amor que han introducido los árabes en la cultura europea.
171
Este exilio, que en este caso es interior, pues Goethe no salió de Europa, representa el más elaborado
ideal del clasicismo, la renovación del caudal lírico del poeta que bebe en las fuentes de la poesía no
contaminada por el proceso civilizador moderno.
Pues en un tiempo en que tantas cosas del Oriente pasan a nuestra lengua fielmente vertidas, es
de suponer se estime algo meritorio el que también nosotros, por nuestra parte, tratemos de orientar la
atención hacia esas regiones del mundo de donde nos viene a través de milenios tanto de grande, bello
y bueno, y de donde cada día debemos esperar más.
La poesía ingenua es de todos los pueblos la primera y la que sirve de base a cuantas luego la
siguen; cuanto más lozana, cuanto más natural, tanto más felices las épocas que detrás de ellas vienen.
Si volvemos ahora la vista a un pueblo pacífico, civilizado, los persas, debemos remontarnos,
ya que su poesía es la que realmente constituye el objeto del presente trabajo, a los tiempos más
remotos, para buscar en ellos la clave que nos haga comprensible los modernos.

Del Fausto:

“Los doctos en palabras no reconocen el valor de la palabra”172.

“¡Ahora percibo que para el ser humano nada hay perfecto! Con esta delicia que me acerca más y más
a los dioses me diste un compañero de viaje del que no puedo desprenderme, cuando frío, insolente e
indiferente me rebaja ante mí mismo, y aniquila tus dones con el hálito de una palabra. Atiza en mi
pecho un fuego salvaje para que me ocupe de aquella bella imagen, así me tambaleo del deseo
(Begierde) al goce (Genuss), y en el goce me consumo de deseo”173.

Cuestiones:

1. ¿Qué características presenta Oriente para Goethe?


2. ¿Qué añora el poeta de esa tierra mítica a la que llama Oriente?
3. ¿Qué sentido tiene en literatura el retorno a lo originario?
4. ¿Cómo se articula en los textos de Goethe los ideales estéticos con la crítica al orden de la sociedad
moderna?
5 (Opcional) ¿Se encuentra alguna relación entre los textos de Goethe y las Cartas de Schiller?
6 (Opcional). ¿Se conoce algún otro Diván? ¿Puede establecerse similitudes y diferencias entre
ambos?

172
Goethe, Werke, I, 346. Aquí se produce un ataque frontal a la vieja retórica, como la fría técnica de
combinar palabras bellas pero sin sentido. Los doctos en palabras serían la antítesis del poeta, que es pobre en
palabras pero rico en hechos, en sentidos.
173
Goethe: Werke, VI, 123-124; Obras, 157.
Ejercicio nº 4: Textos de estética romántica

Textos: De Fragmentos para una teoría romántica del arte, y de El entusiasmo y la quietud.

1. August Wilhelm y Friedrich Schlegel: fragmentos de su pensamiento estético

“El medio de la poesía es, empero, cabalmente el mismo por cuyo medio logra el espíritu humano el
conocimiento y se apodera, combinándolas y expresándolas, de sus ideas: la lengua. Tampoco está,
por tanto, ligada a los objetos, sino que se crea los suyos propios; es la más extensa de todas las artes,
y, por así decirlo, el espíritu universal presente en todas ellas. En las representaciones del resto de las
artes se denomina poético a aquello que nos eleva por encima de la realidad habitual, colocándonos en
el mundo de la fantasía; poesía designa, en este sentido, ante todo la inventiva artística, el acto
maravilloso por el que esta enriquece la naturaleza; como el mismo nombre indica: creación y
producción verdaderas. Toda representación material externa va precedida de otra interna en el espíritu
del artista, a la cual se incorpora siempre el lenguaje como mediador de la conciencia, y puede decirse,
por ende, que aquella proviene en todo momento del seno de la poesía. La lengua no es producto
alguno de la naturaleza, sino impronta del espíritu humano, que coloca en ella el origen y la afinidad
de sus figuraciones y todo el mecanismo de sus operaciones. En la poesía, por tanto, se forma una vez
más lo ya formado; y la ductilidad de su organismo es tan ilimitada como la capacidad del espíritu de
regresar a sí mismo por medio de reflexiones elevadas cada vez a mayor potencia. No es, pues, de
extrañar que la presentación de la naturaleza humana pueda espiritualizarse y glorificarse más en la
poesía que en el resto de las artes, y que sepa esta encontrar una vía de acceso a las misteriosas
regiones de lo místico. No tiene ante sí meramente el universo corpóreo perceptible, sino todas las
formaciones artísticas; muy especialmente se atrae todo lo que es poesía de nuevo a su naturaleza, que
se transforma por ello en un bello caos, del que el amor y el odio o, en otras palabras, el entusiasmo, el
sentimiento poderoso y dominante de antipatía y simpatía, extrae y segrega nuevas creaciones
armónicas. Se ha tenido por incomprensible y sumamente chocante que se haya hablado de poesía de
la poesía, y, no obstante, es muy fácil que, para aquel que tiene en efecto un concepto del organismo
interno de la existencia espiritual, la misma actividad por la que en un primer momento se consuma
algo poético, vuelva a su vez a consagrarse a su resultado. Sin temor a la exageración puede decirse
que, en sentido estricto, toda poesía es poesía de la poesía, pues da por presupuesto el lenguaje, cuya
invención corresponde a la fábrica poética, que es en sí un poema siempre en devenir, en
transformación, nunca acabado, del género humano a todo. Aun más: en las épocas mas tempranas de
la cultura se dio a luz una visión poética del mundo en la que domina la fantasía, nacida en la lengua y
hacia afuera de la lengua, e igualmente necesaria y fortuita como ella. Es la mitología. Es ésta, por así
decirlo, la potencia más elevada de la primera representación de la naturaleza llevada a efecto por
medio del lenguaje; y la poesía libre autoconsciente que sigue edificando sobre su base, para la que el
mito vuelve a convertirse en material que poetiza, que utiliza poéticamente, se halla, en consecuencia,
en un escalón superior...; y, del mismo modo que es lo original remoto, el arte primigenio y madre de
las otras artes, la poesía es también la perfección última de la humanidad, el océano en el que todo
desemboca de nuevo, por mucho que haya podido alejarse de él, o recibido en a su periplo las más
diversas configuraciones. Inspira ya el primer balbuceo del niño y, todavía más allá de la más alta
especulación del filósofo, permite configurar visiones proféticas que otra vez vuelven a hechizar el
espíritu en medio de la vida, justo allí donde él se había despojado de toda vida para contemplarse a sí
mismo. Ella es, a sí pues, la cima de toda ciencia, la lectora, la interprete de aquella revelación
celestial, una lengua de los dioses, como en razón la denominaron los antiguos. Precisamente porque
la poesía es lo más presente en todo, lo que todo lo penetra, la comprendemos con mayor dificultad, de
manera semejante a como no percibimos de especial modo el aire que respiramos y en que
vivimos”174.

174
A. W. Schlegel: Fragmentos para una teoría romántica del arte (en adelante FTRA), 121-123.
“Es en Oriente donde debemos buscar la quintaesencia de lo romántico” (F. Schlegel).

2. Achin von Arnim (1781-1831): Prefacio a Los guardianes de la corona.

“Siempre hubo una realidad secreta en el universo, más preciosa y más profunda, más rica en
sabiduría y en júbilo que todo lo que tanto ruido ha provocado en la historia. Está demasiado cerca de
lo más hondo del hombre para que los contemporáneos puedan percibirlo claramente; pero la historia,
en su suprema verdad, ofrece a la posteridad imágenes humanas cargadas de signos. Así como huellas
de dedos en la dura roca dan a la población la idea de un extraño pasado, estos signos en la historia
hacen comparecer ante nuestro ojo interior, en relámpagos aislados que jamás iluminan el horizonte
entero, la obra olvidada de los espíritus que antaño llevaron en la tierra una existencia humana.
Este conocimiento, cuando es comunicable, lo llamamos poesía; nace del espíritu y de la
verdad, surge del pasado y el presente. No podría decirse si hay en ella más materia adquirida o
espíritu que viene a animarla; el poeta parece más pobre, o más rico, de lo que es, si se le considera
según uno solo de sus puntos de vista. Una razón equivocada puede acusarle de mentira en su suprema
veracidad; sabemos lo que es para nosotros, y que la mentira es un hermoso deber del poeta.
Semejantes al júbilo de la primavera, los poetas no son en absoluto una historia de la tierra;
son un recuerdo de aquellos que se despertaron en el espíritu de los sueños que los habían traído aquí
abajo; un hilo conductor concedido por el santo Amor a los habitantes de la tierra cuyo sueño se agita.
Las obras poéticas no son verdaderas, de esa verdad que esperamos de la historia y que exigimos a
nuestros semejantes en nuestras relaciones humanas; no serían lo que buscamos, lo que nos busca, si
pudieran pertenecer por entero a la tierra. Ya que toda obra poética devuelve al seno de la comunidad
eterna aquel mundo que, al volverse terrestre, se había alejado de ella”175.

3. Novalis (1772-1801).

“La poesía es lo absolutamente real. Tal es el núcleo de mi filosofía. Cuanto más poético más
verdadero”.

Granos de polen (1797-1798)176.

1. “Buscamos en todas partes lo incondicionado (Unbedingte) y sólo encontramos cosas”.

16. “En ningún otro lugar, sino en nosotros, se encuentra la eternidad con sus mundos, el pasado y el
porvenir. El mundo exterior es el mundo de las sombras, proyecta sus sombras en el imperio de la
luz”.

21. “Genio es la facultad de tratar tanto objetos inventados como objetos reales, y de tratar objetos
inventados como objetos reales” (FTRA, 49).

40. “En almas serenas no existe el chiste (Witz177). El chiste manifiesta un equilibrio perturbado; es la
consecuencia del trastorno y al tiempo el mediador de su aparición. La pasión posee el chiste más

175
El entusiasmo y la quietud. Antología del romanticismo alemán, 219-220.
176
El significativo título , “granos de polen”, de estos aforismos, de los que se cuentan en el haber de
Novalis unos miles, aluden al carácter germinal de los mismos que encierran una obra de arte completa y total.
La variedad temática es inmensa y en muchos de ellos es muy difícil descifrar su sentido.
177
La palabra alemana “Witz” significa broma, chiste, ironía, humor. Se trata de una experiencia central
en todo el romanticismo, hasta el punto de que sin humor no se puede entender la obra artística, ni desde el
punto de vista del autor ni del lector.
agudo, el estado de disolución de todas las relaciones, la desesperación o la muerte espiritual son las
formas más espantosas del chiste”(FTRA, 50-51).

109. “Nada más poético que recordar y presentir o imaginar el futuro. Las figuraciones del pasado nos
impulsan hacia la muerte y la extinción; las figuraciones del futuro nos impulsan a vivificar, resumir, a
la actividad asimiladora. De ahí que todo recuerdo sea triste y todo presentimiento alegre... El presente
común une pasado y futuro mediante la limitación... Existe, no obstante, un presente espiritual que
identifica ambos por medio de la disolución, y tal mezcla es el elemento, la atmósfera del poeta”
(FTRA, 50-51).

El borrador general (1798-1799).

342. FILOSOFÍA. “La filosofía es la prosa”. “...en la lejanía todo se convierte en poesía-poema”. “Lo
útil es prosaico per se”(FTRA, 70).

382. (TEORÍA DEL ARTE) “El álgebra es la poesía” (FTRA, 71).

Poeticismos (1798).

69. “Lo bello es lo visible kat' exojén”.

105. “El mundo ha de ser romantizado... En cuanto doy un sentido elevado a lo vulgar, un porte
misterioso a lo habitual, la dignidad de lo desconocido a lo conocido, una apariencia infinita a lo
finito, lo romantizo”.

133. “La verdad de la naturaleza puede persuadir sólo en tanto se convierte en verdad de la maravilla”
(FTRA, 109).

Fragmentos y estudios II (1800).

337. “Poesía es presentación del ánimo )del mundo interior en su conjunto. Es ya su medio, las
palabras aluden a él, puesto que son la manifestación exterior de aquel imperio interior de la energía”
(FTRA, 115).

Fragmentos logológicos (1798).

31. “Por medio de una relación original con el conjunto restante realza la poesía todo elemento
particular )y del mismo modo que la filosofía prepara el mundo a una influencia eficaz de las ideas
sólo a partir de su legislación, la poesía es, digamos, la llave de la filosofía, su finalidad y significado;
pues la poesía forma la sociedad bella, la familia cósmica, la bella economía doméstica del universo.
Si la filosofía, por medio del sistema y el estado, refuerza las energías del individuo junto a
las de la humanidad y el cosmos, y convierte el conjunto en órgano del individuo y el individuo en
órgano del conjunto, lo mismo ocurre con la poesía en relación con la vida. El individuo vive en el
conjunto y el conjunto en el individuo. Por medio de la poesía surge la mayor simpatía y la
coactividad más intensa, la comunidad íntima de lo finito y lo infinito” (FTRA, 136).

Fragmentos y estudios I. (1799).


30. “La muerte es el principio romántico de nuestra vida. La muerte es la vida z. Mediante la muerte
se fortalece la vida” (FTRA, 162).

4. Caspar David Friedrich (1774-1840): Fragmentos del «Diario».

“Cierra tu ojo físico, con el fin de ver ante todo tu cuadro con el ojo del espíritu. Luego,
conduce a la luz del día lo que has visto en tu noche, con el fin de que su acción se ejerza a su vez
sobre otros seres, del exterior hacia el interior.
El pintor no debe pintar únicamente lo que ve ante él, sino lo que ve en él. Si no ve nada en él,
que renuncia a pintar lo que ve fuera. De lo contrario, sus cuadros se parecerán a los biombos tras los
cuales no podemos encontrar mas que la enfermedad o la muerte.
Dios está en todas partes, en el más pequeño grano de arena; quise representarlo un día
también en el cañizal”178

5. Henrich von Kleist (1777-1811): Impresiones ante una marina de Friedrich179.

“En la infinita soledad de la playa, bajo un cielo turbio, qué delicia contemplar un desierto de
agua sin límites. No obstante, ese estado supone el haber ido hasta allí y tener que volver, supone el
deseo de atravesar este piélago y la imposibilidad de hacerlo; supone la carencia de todo ante la vida y
percibir, sin embargo, la voz de esta vida en el fragor de las olas, el soplo del aire, el paso de las
nubes, los solitarios graznidos de los pájaros. Supone una exigencia impuesta por el corazón y un
desgarro, por así decirlo, producido por la naturaleza. Pero eso es imposible ante un cuadro, y lo que
habría tenido que encontrar en el cuadro mismo no lo encontré mas que entre el cuadro y yo; o sea,
una exigencia que mi corazón dirigía al cuadro y un desgarro que el cuadro producía en mí; de este
modo, yo mismo pasé a ser el capuchino, el cuadro pasó a ser la playa; pero la extensión que debía
contemplar, el mar, faltaba por completo. Nada en el mundo puede ser más triste y más molesto que
esa situación: un único destello de vida en el extenso reino de la muerte, un centro solitario en el
círculo solitario. El cuadro descansa allí, con sus dos o tres objetos misteriosos, como en el
Apocalipsis, como si el mismo cuadro tuviera los nocturnales pensamientos de Young180 y, como por
su uniformidad y su ilimitada profundidad nada constituye un primer plano, si no su propio marco,
parece que, al mirarlo, le hayan cortado a uno los párpados. Sin embargo, el pintor, indudablemente,
ha iniciado un nuevo camino en su arte; y estoy convencido de que podría representarse, con ese
espíritu, una milla cuadrada de arena con un zarzal de retama, de la que emprendiera el vuelo una
corneja, y de que esa imagen produciría un efecto realmente digno de Ossian181 o de Kosegarten. Sí, si
se pintara ese paisaje con su propia materia, con su propia agua, así se podría, creo, inducir a los
zorros y lobos a aullar: lo cual es sin duda el mayor elogio que pueda hacerse a este tipo de cuadro
paisajista. Pero mis propias impresiones ante este hermoso cuadro son demasiado confusas; he aquí
por qué me propuse, antes de atreverme a expresarlas por entero, escuchar las opiniones de todos
aquellos que pasan diariamente ante él”182.

Cuestiones:

1. Comentar alguno de los textos anteriormente citados, y relacionarlos con alguna práctica artística.

178
El entusiasmo y la quietud. Antología del romanticismo alemán, 312.
179
El cuadro al que se refiere Kleist es el célebre Monje a la orilla del mar, expuesto por Friedrich en
1810.
180
Edward Young (1683-1765), poeta británico; su poema The complaint, or night thoughts (1745)
influyó en el posterior movimiento romántico.
181
Bardo legendario y guerrero gaélico, pretendidamente descubierto y editado por J. Macpherson
(1736-1796).
182
El entusiasmo y la quietud. Antología del romanticismo alemán, 240-241.
2. Ensayar brevemente comprender y expresar con los propios términos la noción romántica de
“poesía”.
3. ¿Es la poesía, como pensaban los románticos, una dotación natural de toda alma humana?
4. ¿Cabría pensar que todos los seres humanos estamos igualmente dotados para las actividades
artísticas?
Ejercicio nº 5: La estética del clasicismo musical

Guía de audición

Proponemos la audición de una pieza sencilla del artista: la Sonata nº 23 en fa menor op. 57,
Appassionata, de 1804. Se trata de una obra que ha pasado a la historia de la música como un ejemplo
de perfección técnica, como una pieza ejecutada para demostrar que un interprete ha logrado un alto
nivel artístico como pianista. Estamos ante una composición para piano solo, en la que el autor
desarrolla un tema de poderosa fuerza expresiva y sentimental. La obra permite al intérprete plasmar
su propia personalidad en la ejecución. En ella se distinguen formalmente tres movimientos:
Primer movimiento (allegro assai). Se trata de un movimiento dramático y agitado. El
misterioso y amenazador primer tema contiene la célula germinadora del movimiento. El segundo
tema deriva y a la vez se opone al primero; son como dos aspectos contrastantes de la misma
personalidad. En el largo y poderoso fragmento central se enfrentan ambos temas. La conclusión es
breve y potente. El dualismo temático es un ejemplo del diálogo interno que el autor quiere llevar al
pentagrama. Es el momento de máximo impulso y expresividad. El sentimiento y la pasión se expresan
con arrolladora agitación.
Segundo movimiento (andante con moto). Serena el espíritu a modo de una plegaria
consoladora que surge de la desolación. Formado por un tema y diversas variaciones, concluye con la
vuelta al tema. Acaba como sin quererlo para dar paso inmediato al tercer movimiento. La solemnidad,
seriedad y profundidad del motivo nos lleva a pensar en un proceso interior de reflexión como retirada
y ahondamiento en la intimidad expresiva del artista. Estamos ante el momento reflexivo y meditativo,
de intimamiento y profundización, del sonido a la búsqueda de una intima y secreta armonía.
Tercer movimiento (allegro ma non troppo). Renace la violencia como un moto perpetuo. En
el segundo tema se producen contrastes coloristas y acordes violentos a modo de una música obsesiva.
Todo indica la sacudida emocional del mundo externo y de sus conflictos, para que el artista nos
ofrezca la cima de su creatividad. El profundo dramatismo y seriedad que contagia toda la obra no está
exenta en este último movimiento de cierto optimismo en el poder transformador de la música. En fin,
es el momento de apoteosis y de triunfo de la intimidad expresiva.
Esta composición musical destaca por las posibilidades expresivas que otorga al piano, que es
tratado como una auténtica orquesta o conjunto de instrumentos. Pero si vamos derechamente a la
audición nos encontraremos que la expresión musical sirve al compositor para poner en notas
musicales todo un estado anímico fuertemente agitado por una fuerza emocional cuyo origen se halla
en la tierra. Con frecuencia se habla del demonio y de lo sobrenatural para referirse a la temática de la
obra. En cualquier caso se trata de la expresión de un alma que siente profundamente, quizá
desgarrada por lo extraño e impenetrable de las fuerzas del mundo, y que transcribe al pentagrama el
proceso de su interior en la forma de tres momentos sucesivos que desarrollan uno tras otro el proceso
anímico. No se trata de la tranquila expresión de un estado pacífico y aquietado sino, antes al
contrario, de un arrebato en el que el sujeto se siente tomado por un profundo afecto y emoción, y da
rienda suelta a su libre expresión artística. La estructura dramática de la obra no implica ninguna
concesión al pesimismo o la desesperación sino, por el contrario, remite a las posibilidades
transformadoras de la realidad que este género artístico demuestra en la obra de Beethoven. La música,
como expresión artística de la vida humana, cobra en el genial compositor una dimensión original
consistente en narrar el proceso íntimo de un ser sensible, que aspira a comunicarse con el resto de la
humanidad, y empatizar con ella tratando de describir musicalmente una peripecia sentimental de
carácter universal.

Ejercicio: Presentar y comentar brevemente una pieza del romanticismo musical de una extensión no
superior a media hora. Puede tratarse de un movimiento de una sinfonía o concierto, o de una sonata,
cuarteto, trío, etc. La extensión del ejercicio estará proporcionada al hecho de que el texto se elaborará
con la pretensión de servir como presentación de la obra, o invitación a su audición, o, sencillamente,
como un comentario resultado de escuchar la pieza. Dado que el estilo del clasicismo destaca por su
dramatismo, de manera que toda obra parece relatar una historia, o un suceso desarrollado en el
tiempo, en el que la coloración sentimental es muy acusada, el texto del ejercicio debe presentar el
aspecto de una narración en el que se describa un proceso de tipo sentimental o afectivo. En general
deberá contestar a la pregunta de ¿qué acontece en la vida de la persona, tal y como lo describe la
música?
Ejercicio nº 6: Novalis: Enrique de Ofterdingen

Texto:

“– Yo no sé –dijo Klingsohr [anciano poeta y padre de Matilde, amada de Enrique]– por qué
consideramos poesía al hecho de que se tome a la naturaleza por poeta. Porque ella no lo es siempre.
Con la naturaleza ocurre como con los seres humanos: su esencia está dividida y en ella se encuentra
una interna contradicción, en su seno la sorda apetencia (Begierde), la insensibilidad y la inercia
estúpidas libran una conflicto sin tregua con la poesía. Sería un tema hermoso para un poema la gran
lucha que tienen entablada estos dos mundos. Como la mayoría de los seres humanos, algunos países y
algunas épocas –y no pocos, precisamente– parecen estar bajo el imperio de esta enemiga de la
poesía; en otros, en cambio, ésta se encuentra como en su propia patria y se hace visible en todas
partes. Para un historiador las épocas en que se libra esta batalla son extraordinariamente interesantes
y su exposición es una tarea fascinante y llena de enseñanzas. Generalmente son las épocas en que
nacen los poetas. Para esta enemiga no hay nada más desagradable que el hecho de que ella misma,
frente a la poesía, se convierta en una persona poética, y no es raro que en el calor de la lucha cambie
sus armas con ella y sea herida gravemente por sus propios dardos, llenos de perfidia; por el contrario,
en cambio, las heridas que la poesía recibe de sus propias armas se curan fácilmente y la hacen todavía
más fuerte y atractiva.
– A mí la guerra, en cuanto tal –dijo Enrique–, me parece una obra poética. La gente cree que
debe batirse por un miserable puñado de tierra y no se da cuenta de que lo que la mueve es el espíritu
romántico; lo que persigue, aun sin saberlo, es la aniquilación de sus propios instintos bajos y
mezquinos. Todos empuñan las armas por la causa de la poesía, y los dos ejércitos siguen, sin verla, a
una bandera invisible.
– En la guerra –contestó Klingsohr– se ponen en movimiento los líquidos seminales. Nuevos
continentes deben surgir, nuevas razas deben nacer de esta gran agitación. La verdadera guerra es la
guerra de religión: es una guerra que se encamina directamente a la destrucción total, y en ella el
delirio del ser humano aparece en su figura plena. Muchas guerras, de un modo especial las que se
originan por odios nacionales, pertenecen a esta clase, y son auténticos poemas. En ellas los
verdaderos héroes se encuentran como en casa; ellos son la más noble réplica del poeta, que no son
otra cosa que las fuerzas del mundo penetradas involuntariamente por la poesía. Un poeta que fuera al
mismo tiempo un héroe sería ya un enviado de Dios; sin embargo, nuestra poesía no es capaz de
presentarnos una figura como ésta”183.

***

“– La poesía no es nada especial –dijo Enrique–. Es el modo de actuar propio del espíritu
humano. ¿No es verdad que en cada momento está el ser humano anhelando y haciendo poesía?
Matilde entró en la habitación en el momento en que Enrique decía:
– El amor, pongamos por caso. En ninguna parte como aquí se revela la necesidad de la poesía
para la permanencia de la humanidad. El amor es mudo, sólo la poesía puede hablar por él. O, si
quieres, el amor no es otra cosa que la forma suprema de poesía natural…
– Pero el padre del amor eres tú –le dijo Enrique, abrazando a Matilde, y los dos jóvenes
besaron la mano de Klingsohr.
Éste les abrazó a los dos y salió.
– Amada Matilde –dijo Enrique, después de un largo beso–, me parece un sueño que seas mía;
pero lo que todavía me parece más extraordinario es que no lo hayas sido siempre.

183
Novalis: Dichtungen und Fragmente, 97-98; Enrique de Ofterdingen, capítulo VIII, págs. 197-199.
La traducción ha sido modificada para adaptarla mejor a la literalidad del texto original.
– Me parece –dijo Matilde– que te conozco desde tiempo inmemorial.
– ¿Es posible que me ames?
–Yo no sé lo que es amor, pero lo que sí puedo decirte es que para mí es como si antes no
hubiera vivido, como si mi vida empezara ahora, y que es tan grande lo que siento que ahora mismo
quisiera morir por ti.
–Matilde, ahora sí que siento lo que es ser inmortal.
–Enrique, eres infinitamente bueno, por ti habla un espíritu señorial. Yo no soy más que una
pobre e insignificante muchacha.
–Cómo me estás avergonzando; todo lo que soy lo soy por ti; sin ti yo no sería nada. ¿Qué es
un espíritu sin cielo?, y tu eres el cielo que me sostiene y da vida.
–Qué criatura tan dichosa sería yo si tú fueras fiel como mi padre. Mi madre murió al poco de
nacer yo, y él todavía la llora casi todos los días.
–No lo merezco, pero quisiera ser más feliz que él.
–Quisiera vivir mucho tiempo a tu lado, amado Enrique. Estoy segura de que tú me vas a hacer
mejor.
–Ah, Matilde, ni la misma muerte nos separará.
–No, Enrique, donde yo esté, allí estarás tú.
–Sí, donde tú estés, Matilde, estaré yo eternamente
–No comprendo lo que pueda ser la eternidad, pero diría que la eternidad debe de ser lo que
siento cuando pienso en ti.
–Sí, Matilde, somos eternos porque nos amamos.
–No te puedes figurar, Enrique, con qué fervor esta mañana, al llegar a casa, me he arrodillado
ante la imagen de nuestra Madre que está en los Cielos, y con qué indecible devoción le he rezado.
Creí que iba a disolverme en lágrimas. Me parecía que me estaba sonriendo. Ahora sí que se lo que es
gratitud.
–Oh, amada, el cielo te ha entregado a mí para que yo te venere. Te adoro. Tú eres la santa que
lleva mis deseos a Dios, la santa por la cual Dios se me revela y me da a conocer la plenitud de su
amor. ¿Qué es la religión sino un entendimiento sin límites, una unión eterna de corazones que se
aman? ¿No es verdad que donde dos están unidos allí está Él? Tú eres el aire del cual viviré yo
eternamente. Mi pecho no cesará nunca de aspirar este aire. Tú eres la magnificencia divina, la vida
eterna cubierta con el más dulce y hermoso velo.”184.

Cuestiones:

1ª ¿Cómo entender el conflicto en el seno de la naturaleza, del que nos habla Novalis?
2ª ¿Qué opinión merece la relación entre la poesía, el poeta y las épocas llamadas “enemigas de la
poesía”?
3ª ¿Cómo es posible entender la guerra como obra poética?
4ª ¿Cómo define Novalis el espíritu romántico en relación con la guerra?
5ª Comentar la relación del poeta romántico con la figura del héroe.
6ª (Opcional) Apuntar otros aspectos del texto que llamen la atención en relación con la estética
romántica (Cfr. capítulos I y II de esta obra).

184
Ibídem, 100-101; 202-204.
Ejercicio nº 7: La estética romántica de la música

Audiciones:

1. PALESTRINA (1525-1594): Stabat Mater.


2. BACH (1685-1750): Cantata “Wachtet auf, ruft uns die Stimme” (Despertad, nos llama la voz),
BWV, 140.
3. HÄNDEL: (1685-1759): El Mesías, primera parte, 12. “For unto us a Child is born”.
4. PERGOLESI (1710-1736): Stabat Mater, La serva padrona, pistas 3 (4.08) y 5 (3.27).
5. GLUCK (1714-1787): Ifigenia en Aulide (fragmentos)
6. HAYDN: (1732-1809): Cuarteto nº 62 en do mayor (op. 76, nº 3), Emperador, 2º movimiento,
Poco adagio: cantabile.
7. MOZART (1756-1791): La flauta mágica, “Aria de la reina de la noche”
8. ROSSINI (1792-1868): Elisabetta, regina d’Inghilterra, Obertura.

Guía de audición de cada pieza

1. No es fácil pensar que una música religiosa, que toma por objeto el dolor de María ante el hijo
crucificado, pueda tener a la vez un carácter de lenitivo, consuelo y alivio del fuerte estado emocional
y de agitación anímica que ha tomado como motivo. Estamos tan acostumbrados a pensar que los
géneros son compartimentos estancos, con características formales y emocionales definidas, que casi
es una herejía sostener que el Stabat Mater de Palestrina nos suena divertido, alegre y encantador.
Pero, si por un momento hiciéramos el esfuerzo, si pudiéramos escucharlo de esa manera,
descubriríamos, con los románticos y Hegel, que el sentido fundamental de la música es el disfrute y el
goce humanos, la diversión aún en el dolor, y que el arte viene a ser el elemento reconciliador de las
fuertes pasiones y emociones humanas, el modo de conjurar los peligros y las tensiones a los que
estamos sometidos. Música es sentimiento y emoción que se expresan y que se reciben.

2. Las Cantatas de Bach pertenecen a un género musical que el genial músico de Leipzig llevó a su
perfección. Se dividen en sagradas (para ejecutar durante el culto luterano) y profanas (fuera del
ámbito de la liturgia). Las sagradas son piezas de entre 15 y 25 minutos de duración, de claro
contenido religioso en lo referente a las letras, que forman parte de la liturgia cristiana.
Originariamente el órgano es el único instrumento que acompañaba al solista y al coro. Luego se
fueron añadiendo instrumentos hasta formar una pequeña orquesta. La genialidad de Bach consiste en
armonizar maravillosamente la voz humana con los instrumentos que pueden sonar en una iglesia, para
producir piezas de enorme calidad musical, más allá de su función litúrgica. Ésta cantata, famosa
donde las haya, toma como motivos textos bíblicos del Cantar de los cantares, que anuncian la venida
del Mesías. Pero el amor de Jesucristo es presentado como el amor cortés, pues su prometida es el
alma del creyente, a la que se llama “virgen sabia”. El conjunto de la cantata, compuesta de siete
números (coro-recitativo-aria-coral-recitativo-aria-coral) constituye un ejemplo magnífico de la
música religiosa puesta al servicio del placer auditivo de carácter mundano.

3. La historia de la música culta ha estado ligada, en buena medida y durante un largo período de
tiempo, a la religión cristiana que vio en ella un medio extraordinario para darle al culto una
dimensión artística que de por sí no tiene. La simbiosis de música y de culto religioso cristiano ha
dado como resultado magnificas obras entre las cuales El Mesías de Händel es una de las más
conocidas. La obra, de profundo dramatismo en su libreto, sorprende por una concepción melódica
que en nada evoca el espíritu de la tragedia, y si la perfección formal y estilística de la música para ser
cantada.
4. Más allá de su corta existencia y de su prematura muerte, que parece presagiar las de los posteriores
artistas románticos, la obra musical de Pergolesi tiene el suficiente atractivo para que sea más
apreciada entre el público culto. No deja de llamar la atención que la música que, como es bien sabido,
ha sido uno de los temas predilectos para la atención sospechosa del celo religioso, se emancipa aquí
del tono marcadamente sepulcral, propio de sacristía y catacumba, para convertirse en la expresión
más sensual y gozosa del sonido instrumental. La paradoja consiste en si es posible que la música
religiosa, el Stabat Mater, puede sonar como una música divertida, que entretiene y hace gozar al
oyente, sin perder un ápice de su contenido litúrgico. No se trata de hallar paralelismo con el Goospel,
o con los espirituales negros, o con la actual música de iglesia, en la que se puede pone letra de
contenido religioso hasta al castizo Porompompero, sino de marcar un punto de inflexión, la música
del siglo XVIII, como el momento en que se antepone el sentido sensual, al que luego nos referiremos,
a toda temática religiosa. Entre el Stabat Mater y la Serva padrona se registra un paralelismo y
consonancia que nos lleva a pensar que la emancipación de la música respecto al culto religioso es un
hecho cantado.

5. La obra musical más importante de Glück está vinculada a la recreación operística de temas de la
mitología grecolatina. Ésta ha sido, tradicionalmente un recurso artístico que ha proporcionado en
sucesivas metamorfosis estéticas, grandes logros en diferentes modos expresivos. Pero ¿cómo suenan
estos héroes míticos en Glück? ¿Cómo oír hoy a Orfeo, Eurídice y demás personajes de la ópera
barroca? Este es el mejor ejemplo de que los héroes suenan en cada época al modo como se compone
la música del momento, y sus pasiones y sentimientos son más del siglo XVIII que de una imaginaria,
y muy problemática antigüedad clásica. Pero en este caso, las tragedias antiguas están tamizadas por
una música de gran perfección formal que busca los sonidos más agradables para el oído humano.

6. Suele decirse que si hubiera que reconocer un maestro indiscutible del clasicismo musical ese sería
Haydn, por su talento compositivo para, sobre todo, la música orquestal. El cuarteto, que es como una
sinfonía en pequeño, es convertido en un género supremo, y en este autor está lleno de una perfección
formal y técnica, que parece que ha contribuido como ninguna otra aportación a la formación de lo que
se llama el estilo clásico. Todos los tratadistas lo referencian como el creador de un estilo comedido,
sobrio, elegante, no dado a concesiones al oyente, pero sin embargo que embarca a éste en un universo
sonoro muy peculiar. Su profundidad parece exenta de todo dramatismo y los temas se resuelven con
maestría para deleite del oyente.

7. Parece que nada puede decirse de esta conocidísima y popularísima aria que tanto suena y que tanto
gusta a los melómanos. Los que escuchan La flauta mágica de Mozart, como una serie de números
musicales encadenados, sienten una extraña predilección por esta pieza. Lo primero que destaca es
cómo el autor, particularmente enamorado de la voz de soprano, quizá por estarlo de las sopranos de la
época, ha tratado de sacar el máximo partido a esa tesitura. Y sin embargo la música suena sencilla y
divertida, casi un entretenimiento superficial. Y, sin embargo, la obra en conjunto constituye un
alegato ilustrado en favor del amor, la libertad, la amistad, y en contra de la opresión y la tiranía, y el
poder de la superstición y la ignorancia.

8. La obra musical de Rossini se corresponde, en su época, con lo que hoy podíamos calificar de
música rompedora, que rompe los moldes y los cánones establecidos, y que parece rebajar el noble
arte de la composición a una frívola y superficial música para divertir y entretener al público. Si
cupiera hablar de un sentido ligero y superficial de la música romántica, que gusta tanto entonces
como ahora por sus componentes sociales, éste podía venir representado por Gioachino-Antonio
Rossini. Iniciador del llamado “belcantismo”, las grandes divas se matan por interpretar sus óperas.
Todos sus temas, desde los más serios a los más intrascendentes parecen estar sometidos a una ley
armónica que deleita al oído humano, a un tratamiento que evite la profundidad para buscar la bella
sonoridad, para que todo suene bien y agrade al oyente sin prejuicios. Heredero de Mozart, parece el
continuador de la gracia y elegancia de Pergolesi.
Cuestiones

1. ¿Describir auditivamente lo que se oye en cada una de estas piezas musicales? ¿Qué instrumentos
predominan o son los protagonistas de las piezas?
2. ¿Cómo se relaciona la melodía con la denominación y el carácter que el título proporciona?
3. ¿Cómo se relacionan el lugar y el tiempo en el que sonaban originalmente estas composiciones con
nuestro tiempo?
4. ¿Podemos entender la evolución del concepto de música popular desde el clasicismo hasta nosotros?
Ejercicio nº 8: Tres visiones de Prometeo

Textos:

Goethe: Prometeo (1774).

¡Cubre Zeus tu cielo


con vapores de nubes!
¡ Y semejante al niño
que cardos gusta de descabezar,
ejercita en los roble y las alturas de las montañas!
Pero tienes que dejarme la tierra,
y mi cabaña que tú no has construido,
y mi hogar del que envidias su lumbre.

Nada más pobre bajo el sol conozco


que vosotros, dioses.
Apenas si lográis, desventurados,
con el vaho de las víctimas y preces,
algún pábulo dar a vuestra olímpica,
mayestática andorga,
y de fijo que el hambre os acabara,
si no fuera infinita la caterva
de esos locos, pueriles pedigüeños
que nunca pierden la esperanza.

Cuando yo un niño era,


que nada sabía,
al sol alzaba mis errados ojos,
cual si orejas tuviera para oír
mi angustioso lamento,
y un corazón tuviere, como el mío,
para sentir piedad de quien le implora.
¿Y quién contra la turba de insolentes
titanes me ayudó?
¿Quién de la muerte me salvó y de
dura servidumbre afrentosa?
¿No fuiste tú, y solo tú, corazón mío,
que en sacras llamas ardes,
quién todo me lo hizo?
Y, sin embargo, iluso, penetrado
de juvenil fervor, agradecido,
todo lo atribuías a aquel que duerme
allí arriba con torpe cabeceo.

¿Yo honrarte a ti? ¿Por qué?


¿Del agobiado
aliviaste la carga?
¿El llanto, acaso,
enjugaste del triste?
¿A mí no me forjaron todo un hombre, en el yunque,
el tiempo omnipotente
y el hado sempiterno,
que mis señores son, como lo son tuyos?
¿Acaso imaginaste en tu delirio
que iba yo a odiar la vida
y al desierto retraerme
por haberse frustrado
algunos de mis sueños que florecían?

Pues no; que aquí me tienes y hombres hago


según mi propia imagen;
un género de hombres iguales a mí,
para padecer y llorar,
para gozar y alegrarse,
y para no respetarte,
¡Cómo yo!

SHELLEY, P. B. (1792-1822): Prometeo desencadenado (1820).

“Al hombre dio el lenguaje; el lenguaje creó


el pensamiento, que es la medida del mundo;
y la ciencia golpeó los tronos de la tierra
y el cielo, que, agitados, no cayeron: la mente
armoniosa se alzó en canto omniprofético:
la música elevó el alma que escuchaba
hasta caminar, libre de cuidado mortal,
divina, por las claras ondas de dulces sones;
y las manos humanas imitaron primero,
y luego se burlaron, con modelados miembros
más bellos que los propios, de la figura humana,
hasta que el mármol se hizo divino: y contemplando,
las madres el amor bebieron que los hombres
encuentran reflejado en su raza, y perecen.
Dijo el poder oculto de hierbas y de fuentes,
y así la enfermedad bebió y durmió. La muerte
como el sueño creció. Él enseñó las órbitas,
tejidas y enredadas, de los astros errantes,
y cómo cambia el sol de morada, y qué hechizo
secreto hace cambiar a la pálida luna,
cuando no mira su ancho ojo, escondida, al mar:
él enseñó a regir, como vida en los miembros,
los carros del Océano, con alas de tormenta,
y el celta conoció al indio. Hubo ciudades
entonces; por sus níveas columnas discurrieron
tibios vientos, y el éter en el azul fulgió.
Y se vio el mar azul y los cerros con frondas.
Todo eso, para alivio de su destino, dio
al hombre Prometeo; por eso está colgado,
desgastado en destino de dolor: más ¿quién llueve
el mal, esa incurable plaga, que, en tanto el hombre
mira su creación como un dios, y la ve
gloriosa, hacia adelante la impulsa, como resto
de su propio querer, escarnio de la tierra,
el proscrito, el dejado en soledad? No Júpiter:
cuando aún su ceño hacía temblar al cielo, mientras
su adversario, en cadenas férreas le maldecía,
él temblaba, lo mismo que un esclavo. Declara
¿quién es su señor? Él, ¿es también un esclavo?”
MARX: Diferencia entre la filosofía de la naturaleza según Demócrito y Epicuro (1841).

“Dice David Hume que «es una injuria a la filosofía, cuya soberanía debería ser reverenciada
por todos y en todo, forzarla a que, con cualquier ocasión, tenga que defenderse a causa de sus
consecuencias, y justificarse ante toda arte y ciencia que tropiece con ella; es como si a un rey se le
acusara del delito de alta traición contra sus propios súbditos».
Empero, la filosofía, mientras una gota de sangre haga latir su corazón absolutamente libre y
dominador del mundo, increpará con Epicuro a sus adversarios: «No es impío aquel que desprecia a
los dioses del vulgo, sino quien se adhiere a la idea que la multitud se forma de los dioses». La
filosofía no oculta la profesión de fe de Prometeo: «En una palabra ¡odio a todos los dioses!» Esta es
la confesión de la filosofía, su propia sentencia ante y contra todos los dioses, celestiales y terrestres
que no reconocen a la autoconciencia humana como la divinidad suprema. Nada debe permanecer
junto a ella. Y a los despreciables individuos que se regocijan de que, en apariencia, la situación civil
de la filosofía ha empeorado, ésta, a su vez, le responde lo que Prometeo a Hermes, servidor de los
dioses: «Has de saber que yo no cambiaría / mi miserable suerte por tu servidumbre./ Prefiero seguir
en la roca encadenado / antes que ser el criado fiel de Zeus». En el calendario filosófico Prometeo
ocupa el lugar más distinguido entre los santos y los mártires”

Cuestiones:

1. ¿Qué características presentan las anteriores visiones de Prometeo?


2. ¿En qué se diferencian y en qué se parecen las tres interpretaciones de la figura del titán griego?
3. ¿Se conocen otros mitos contemporáneos similares, u otras versiones contemporáneas del mito de
Prometeo?
Ejercicio nº 9: El paisajismo romántico

Ejercicio

A la vista de lo dicho en la presentación sobre la pintura romántica y, en especial, sobre el paisajismo,


seleccionar un cuadro de entre los siguientes autores: Caspar David Friedrich (1774-1840), Carl
Gustav Carus (1789-1869), Joseph Mallord William Turner (1775-1851)185, o John Constable (1776-
1837), y contestar a las siguientes preguntas, siempre referidas a la obra seleccionada. La obra elegida
tiene que estar correctamente identificada (título, año de composición, y lugar donde se encuentra
expuesta). Puede servir cualquier otra obra de los mencionados autores, u otra de la misma época o
estilo, siempre que se la identifique correctamente.

Obras recomendadas:

Turner: La tempestad.
Turner: El castillo de Norham.
Turner: Muelle de Calais: llegada de un carguero inglés.
Palmer: Vista de Tívoli.
Constable: La catedral de Salisbury.
Friedrich: La catedral en las montañas.
Díaz de la Peña: Paisaje.

Cuestiones

1. ¿Qué diferencias se encuentran entre el tratamiento romántico del paisaje y cualquier otro conocido?
Si pensamos en el paisaje del Renacimiento, el Barroco, o del siglo XVIII, ¿se puede hablar de
características comunes, frente al paisaje del Romanticismo?
2. ¿Cómo se concibe la naturaleza en el paisajismo romántico?

185
Según Eugenio D’Ors, en un ejemplo de genial pensamiento visual, de intentar pensar y expresar la
pura visualidad, que Turner es pariente de Kalidsa o de Wagner, “los cielos, las nubes, las aguas o las selvas
hablan en ellos directamente sin humano procurador” (D’Ors: El valle de Josafar, pag. 99). Para continuar en
esa línea dorsiana, diré que esos artistas hablan de genealogía, del origen cosmogónico de todo lo existente.
Pero, mientras en Turner, ese origen se basa en una determinada concepción de la naturaleza como unidad
originaria, como ausencia de determinación o fundamento último, como inexplicable sólo como objeto o sujeto,
de ahí que tanto el cuadro como el espectador sen, a la vez, sujeto y objeto de contemplación y experiencia
estéticas, en la mitología wagneriana, como veremos en su momento, la confusión ser humano-ser divino, en la
figura concreta del héroe o la heroína, introduce un misticismo propio de una época en la que la desdeificación
general diviniza la obra de arte, y la lleva a ocupar el lugar de las antiguas imágenes religiosas, objeto de culto y
veneración. Frente a la imaginería wagneriana, la de los pintores románticos sólo quiere cambiar nuestra imagen
de la naturaleza y, en consecuencia, nuestra relación, hasta el momento sólo transformadora, con la madre
primordial. La pintura de Turner nos introduce en una manera activa y productiva de contemplar la naturaleza,
en la medida en que el sujeto introduce en el cuadro su propia visión de sí mismo como acción, como hecho. No
se da en el arte romántico del paisaje, contra lo que pudiera parecer, una voluntad de velamiento, de
ocultamiento o disfrazamiento de la realidad, de tal modo que la faena del espectador consista en desvelar la
visualidad velada del cuadro, para acceder a una su-puesta realidad esencial. Antes bien, la realidad es lo que
aparece, la brumosa y neblinosa realidad del paisaje, en cuyo aparecer viene a desaparecer su forma instantánea
y momentánea. El cuadro en materia en movimiento, natura naturans y no sólo natura naturata. La aparición es
desaparición de lo efímero y puntual. Todo aparecer es desaparecer del instante y el momento, del hic et nunc,
del carácter puntual como se nos d la materia instantánea de la percepción sensible.
3. ¿Cómo se situaría el ser humano dentro del cuadro? Si uno estuviera ante un paisaje así, ¿qué
sentiríamos o pensaríamos?
4 ¿En qué medida este original tratamiento del paisaje anticipa otros desarrollos pictóricos posteriores?
¿Encuentras fácilmente reconocibles los “ismos” de los siglos XIX y XX? ¿Hay algún “ismo” que
podamos identificar particularmente como antecedente de esta pintura romántica del paisaje?

Friedrich: El caminate ante el mar de niebla (1818)


Friedrich: La cruz en la montaña (1907)

Friedrich: Monje a la orilla del mar (1808-1810)


Friedrich: Amanecer en el Riesengebirge (1810-1811)

Friedrich: Mujer ante el sol poniente (1818)


Ejercicio nº 10: El erotismo musical

Textos

Sören Kierkegaard: “El erotismo musical”186.

“El objeto principal de este trabajo es mostrar la significación del erotismo musical y
asimismo destacar también los diversos estadios que tienen de común el ser erótico-inmediatos y
esencialmente musicales. Todo lo que diga sobre este tema se lo debo única y exclusivamente a
Mozart. Y si algunos de mis lectores se muestran tan amables conmigo que acepten como buenas las
explicaciones siguientes, pero abrigando la duda de que no tienen nada que ver con la música de
Mozart considerada en sí misma, sino que más bien soy yo el que las relaciona con ella y se las
adscribe, quiero que sepan que en esa música radica no sólo una pequeña parte de lo que yo acierte a
decir, sino infinitamente mucho más. Y les puedo asegurar que cabalmente es esta convicción la que
me proporciona la audacia necesaria para aventurarme en este ensayo que sólo pretende aclarar
algunos aspectos particulares de la música mozartiana. Porque, sin poderlo evitar, uno siempre
experimenta los más varios sentimientos, mezclados de un cierto temor, cuando se dispone a
comprender nada menos que aquello que ha amado con una exaltación juvenil y lo ha admirado con un
entusiasmo peculiar de la juventud, aquello que nunca dejó de mantener en lo más hondo de nuestra
alma una estrecha relación, muy misteriosa y enigmática, con lo que se ocultaba en el propio corazón.
¡Ah!, que tenga que presentarse ante el pensamiento, como lo hace ahora, todo lo que uno ha ido
conociendo paso a paso y a trozos, como el pájaro que agarra una a una, separándolas, las ramitas del
arbusto y se siente más feliz con cada una de ellas que con el resto de todas las cosas mundanas. ¡Ah!,
que tenga que presentarse ante el pensamiento todo lo que los oídos enamorados captaron en la
soledad, lejos del ruido mundanal y completamente desapercibidos en su escondrijo secretísimo; todo
lo que los oídos ávidos, jamás satisfechos, devoraron; todo lo que los oídos avaros, nunca confiados,
acapararon para sí; todo aquello cuyo eco, aun el más débil, nunca consiguió burlar la atención
insomne de nuestros oídos vigilantes. ¡Ah!, y que tenga que presentarse al pensamiento aquello que se
ha vivido durante el día y revivido por las noches, aquello que no nos permitió conciliar el sueño y nos
lo llenó de inquietud, aquello que se soñó durmiendo y una vez levantados lo seguimos soñando
despiertos, y que algunas veces, a mitad de la noche, nos hizo saltar de la cama por miedo a olvidarlo
si continuábamos tumbados, aquello que nos fue revelado en los instantes más emocionantes de
nuestra vida y que siempre lo tuvimos, como se hace con las labores femeninas, al alcance de nuestra
mano, aquello que le acompañaba a uno en las claras noches de plenilunio, en los bosques solitarios a
la orilla del lago, en las calles sigilosas de la ciudad, a media noche y al rayar el alba, aquello que
viajaba con nosotros sobre la misma silla de nuestro caballo, que nos hacía compañía cuando íbamos
en coche, que ocupaba todas las habitaciones de nuestra casa y tuvo nuestro mismo cuarto como
testigo, aquello, en fin, que llenó de resonancias nuestros oídos y los penetrales187 del alma, y ésta lo
envolvió en sus más finos encajes. Sí, todo este entresijo de recuerdos se eleva por última vez sobre el
mar de la memoria, del mismo modo que en los cuentos antiguos las misteriosas ninfas, vestidas de
algas, emergían desde el fondo de los mares. Mi alma está triste y mi corazón enternecido. Pues esto es
algo así como decir adiós a todas esas cosas y separarse de ellas para no encontrarlas ya nunca más, ni
en el tiempo ni en la eternidad. Es como si uno hubiese sido infiel y faltado a la palabra dada. Le
parece a uno que se ha dejado de ser el mismo de antes, que ya no se es ni tan joven ni tan niño. Se
siente miedo por la propia suerte, como si se fuera a perder irremediablemente lo que nos trajo tanta
felicidad y alegría y riqueza. Y uno también tiene miedo por todo lo que es objeto de su amor, teme

186
En Los estadios eróticos inmediatos o el erotismo musical; Kierkegaard: Obras y papeles, VIII, 125-
127.
187
Penetral: Habitación o parte más retirada de una casa o de otra cosa (María Moliner: Diccionario de
uso del español, 2, 693).
que éste sufrirá lo suyo después de tal transformación y que ya no será quizá tan perfecto, ni podrá
responder a satisfacción a las muchas preguntas que se le hagan. ¡Ay, en este caso, todo se habrá
perdido y el encanto desaparecido! ¡Todo habrá muerto para siempre! Mi alma, en cambio, no conoce
ningún temor en lo que atañe a la misma música de Mozart, pues tengo en ella una confianza ilimitada.
Puedo decir, por una parte, que lo que de ella he comprendido hasta la fecha es poquísimo y que
todavía queda, envuelto en sombras de presentimientos, mucho por saber. Y, por otra parte, tengo el
convencimiento de que si alguna vez llegase a comprender del todo a Mozart, sería precisamente
entonces cuando me iba a resultar absolutamente incomprensible”.

2. El cuento de Inés y el tritón188.

“El tritón es un seductor que emerge desde su escondite del fondo del abismo y, lleno de salvaje deseo,
se apodera de la inocente flor que, en la plenitud de su gentileza, se encontraba en la orilla –su
soñadora cabeza inclinada escuchando el murmurar de las olas– y la despedaza. Así han narrado
siempre los poetas esta historia. Pero introduzcamos nosotros algunos cambios: el tritón no es un
seductor; se ha dirigido a Inés a continuación, usando de palabras tan bellas como lisonjeras y hábiles,
ha despertado en la muchacha sentimientos dormidos hasta entonces; ella cree haber encontrado en el
tritón lo que su mirada buscaba debajo de las olas. Quiere entonces irse con él. El tritón la levanta en
sus brazos. Inés rodea con los suyos su cuello: se abandona confiada, con toda su alma, a la que sabe
más fuerte que ella; el tritón entra con su carga en el agua, y ya se inclina sobre su superficie para
lanzarse a las profundidades con su botín... Inés le mira una vez más a sus ojos, sin temor, sin
vacilación, sin orgullo por su dicha, sin la embriaguez del deseo, con absoluta fe, con toda la humildad
de la más humilde de las flores, como ella se sabe; con la más generosa de las confianzas le entrega
todo su destino en esa mirada. Y ¡oh maravilla! El mar deja de bramar, su indómita voz enmudece, el
frenesí de la naturaleza, a quien el tritón debe su fuerza, le abandona de golpe, y la calma más
completa se apodera de todo el ambiente... Inés continúa mirándole del mismo modo. Y el tritón
comprende que no puede hacer frente al poder de la inocencia; su elemento le ha traicionado: no puede
seducir a Inés; y la devuelve al mundo dejándola donde la encontró, y le dice que sólo había
pretendido mostrarle la belleza del mar en calma: Inés le cree. Después da la vuelta y regresa solo; el
mar muge de nuevo, pero más salvajemente muge la desesperación en el pecho del tritón. Puede
seducir a Inés, puede seducir a cien jóvenes como ella y embelesar a cualquier muchacha que se
proponga. Pero Inés ha vencido, y el tritón la ha perdido para siempre, y sólo como presa podría ser
suya: él no puede pertenecer fielmente a una muchacha, pues no es más que un tritón”189.

188
Kierkegaard: Temor y temblor, 173-174.
189
El propio Kierkegaard introduce dos líneas más abajo la siguiente nota: “También se podría tratar de
otro modo esta leyenda. El tritón no quiere seducir a Inés, aun cuando ha seducido anteriormente a muchas. Ya
no es un tritón, o si se quiere es un pobre tritón que desde hace mucho pasa todo el tiempo en el fondo del mar,
lamentándose. Sin embargo sabe (como bien nos dice la leyenda) que le puede redimir el amor de una joven
inocente. Pero el tiene mala conciencia en relación a las muchachas y no se atreve a acercarse a ellas. Entonces
ve a Inés. Muchas veces la ha espiado escondido en los cañaverales, mientras ella camina orilla arriba, orilla
abajo. Su belleza, su reposado entretenerse consigo misma, lo fascina, pero en su alma prevalece la melancolía y
ninguna pasión violenta se agita en ella. Y cuando el tritón funde sus suspiros con los suspiros del cañaveral,
alerta ella su oído hacia allí, y silenciosa, se sume en ensueños, más deliciosa que cualquier otra mujer y sin
embargo bella como un ángel redentor, que infunde confianza al tritón. El tritón cobra ánimos, se acerca a Inés,
obtiene su amor y espera su redención. Pero Inés no era una muchacha sosegada; le agradaba el rugir del mar y
si le gustaba tanto el suspirar melancólico de las olas en la orilla era porque dentro de ella resonaba con más
fuerza. Ella quisiera partir, desaparecer, precipitarse violentamente en lo infinito con ese tritón a quien ama...
Entonces provoca al tritón: desdeña su mansedumbre y así despierta su orgullo. Y el mar ruge y las olas se
tornan espuma: el tritón abraza a Inés y se sumerge con ella en las profundidades. Nunca se había sentido tan
salvaje, tan lleno de deseo, porque había esperado su salvación de esta joven. Muy pronto se harta de Inés, cuyo
cadáver, sin embargo, no apareció por ninguna parte: se había convertido en una sirena que atraía a los hombre
con sus cantos” (Ibídem, 174). Las variantes propuestas de la fábula y otras que el propio Kierkegaard aduce,
enriquece la pluralidad significativa de la misma.
Cuestiones

1. ¿Pueden leerse los textos con referencia a hechos vividos por el lector?
2. ¿Cómo relaciona el texto la música con los estados anímicos donde el erotismo es el componente
principal?
3. ¿Qué entiende el texto por “erotismo musical” y que papel juega la seducción en el mismo?
4. ¿Qué tipo de personalidad, como amante, cabe presuponer en el autor de estas consideraciones?
5. ¿Que te evoca la fábula de Inés y el tritón ? ¿Has sido alguna vez Inés o tritón? ¿Conoces a alguna
Inés o algún Tritón?
6. ¿Qué diferencias significativas se aprecian en las tres versiones de la fábula?
Ejercicio nº 11: El pensamiento estético de Nietzsche

Texto: Nietzsche: El nacimiento de la tragedia (1872) [Selección].

1.

Mucho es lo que habremos ganado para la ciencia estética cuando hayamos llegado no sólo a
la intelección lógica, sino a la seguridad inmediata de la intuición de que el desarrollo del arte está
ligado a la duplicidad de lo apolíneo y lo dionisíaco: de modo similar a como la generación depende
de la dualidad de los sexos, entre los cuales la lucha es constante y la reconciliación se efectúa sólo
periódicamente. Esos nombres se los tomamos en préstamo a los griegos, los cuales hacen perceptible
al hombre inteligente las profundas doctrinas secretas de su visión del arte, no, ciertamente, con
conceptos, sino con las figuras incisivamente claras del mundo de sus dioses. Con sus dos divinidades
artísticas, Apolo y Dioniso, se enlaza nuestro conocimiento de que en el mundo griego subsiste una
antítesis enorme, en cuanto origen y metas, entre el arte del escultor, arte apolíneo, y el arte no
escultórico de la música, que es el arte de Dioniso: esos dos impulsos tan diferentes marchan uno al
lado de otro, casi siempre en abierta discordia entre sí y excitándose mutuamente a dar a luz frutos
nuevos y cada vez más vigorosos, para perpetuar en ellos la lucha de aquella antítesis, sobre la cual
sólo en apariencia tiende un puente la común palabra «arte»: hasta que, finalmente, por un milagroso
acto metafísico de la «voluntad» helénica, se muestran apareados entre sí, y en ese apareamiento
acaban engendrando la obra de arte a la vez dionisíaca y apolínea de la tragedia ática.
Para poner más a nuestro alcance esos dos impulsos imaginémonoslos, por el momento, como
los mundos artísticos separados del sueño y de la embriaguez; entre los cuales fenómenos fisiológicos
puede advertirse una antítesis correspondiente a la que se da entre lo apolíneo y lo dionisíaco. En el
sueño fue donde, según Lucrecio, por vez primera se presentaron ante las almas de los hombres las
espléndidas figuras de los dioses, en el sueño era donde el gran escultor veía la fascinante estructura
corporal de seres sobrehumanos, y el poeta helénico, interrogado acerca de los secretos de la
procreación poética, habría mencionado asimismo el sueño y habría dado una instrucción similar a la
que da Hans Sachs en Los maestros cantores190:

Amigo mío, esa es precisamente la obra del poeta,


el interpretar y observar sus sueños.
Creedme, la ilusión más verdadera del hombre
se le manifiesta en el sueño:
todo arte poético y toda poesía
no es más que interpretación de sueños que dicen la verdad191.

La bella apariencia de los mundos oníricos, en cuya producción cada hombre es artista
completo, es el presupuesto de todo arte figurativo, más aún, también, como veremos, de una mitad
importante de la poesía. Gozamos en la comprensión inmediata de la figura, todas las formas nos
hablan, no existe nada ni indiferente ni innecesario. En la vida suprema de esa realidad onírica

190
Nietzsche se refiere a la opera de Wagner Los maestros cantores de Nuremberg que fue estrenada en
Munich en 1868, es decir, cuatro años antes de este escrito.
191
Creo que esta frase “todo arte poético y toda poesía, no es más que interpretación de sueños que
dicen la verdad” (all’ Dichtkunst und Poëterei / ist nichts als Wahrtraum-Deuterei), que literalmente diría: “todo
arte poético y todo poetizar, no es mas que interpretar sueños de verdad”, encierra todo un programa que afecta
tanto al psicoanálisis freudiano como a la hermenéutica gadameriana. Y todo tiene que ver, a mi modo de ver,
con la expresión “sueños de verdad” y su poder semántico. Porque Wahrtraum no es sólo el soñar con la verdad,
sino también el soñar de verdad, en el sentido de que en el sueño está la verdad, porque él nos pone en contacto
con un estrato profundo y originario de la verdad, aquel momento inicial de la confusión entre lo objetivo y lo
subjetivo, la embriaguez del sujeto y el objeto indiferenciados.
tenemos, sin embargo, el sentimiento traslúcido de su apariencia: al menos ésta es mi experiencia, en
favor de cuya reiteración, más aún, normalidad, yo podría aducir varios testimonios y las
declaraciones de los poetas. El hombre filosófico tiene incluso el presentimiento de que también por
debajo de esta realidad en que nosotros vivimos y somos yace oculta una realidad del todo distinta,
esto es, que también aquella es una apariencia: y Schopenhauer llega a decir que el signo distintivo de
la aptitud filosófica es ese don gracias al cual los seres humanos y todas las cosas se nos presentan a
veces como meros fantasmas o imágenes oníricas. La relación que el filósofo mantiene con la realidad
de la existencia es la que el hombre sensible al arte mantiene con la realidad del sueño; la contempla
con minuciosidad y con gusto: pues de esas imágenes saca él su interpretación de la vida, mediante
esos sucesos se ejercita para la vida. Y no son sólo acaso las imágenes agradables y amistosas las que
él experimenta en sí con aquella inteligibilidad total: también las cosas serias, oscuras, tristes,
tenebrosas, los obstáculos súbitos, las bromas del azar, las esperas medrosas, en suma, toda la «divina
comedia» de la vida, con su Inferno, desfila ante él, no sólo como un juego de sombras (pues también
él vive y sufre en esas escenas) y, sin embargo, sin aquella fugaz sensación de apariencia; y tal vez
más de uno recuerde, como yo, haberse gritado a veces en los peligros y horrores del sueño,
animándose a sí mismo, y con éxito: «¡Es un sueño! ¡Quiero seguir soñando!» Así me lo han contado
también personas que fueron capaces de prolongar durante tres o más noches consecutivas la
causalidad de uno y el mismo sueño: hechos éstos que dan claramente testimonio de que nuestro ser
más íntimo, el substrato común de todos nosotros, experimente el sueño en sí con profundo placer y
con alegre necesidad.
Esta alegre necesidad propia de la experiencia onírica fue expresada asimismo por los griegos
en su Apolo: Apolo, en cuanto dios de todas las fuerzas figurativas, es a la vez el dios vaticinador. Él,
que es, según su raíz, «el resplandeciente», la divinidad de la luz, domina también la bella apariencia
del mundo interno de la fantasía. La verdad superior, la perfección propia de estos estados, que
contrasta con la sólo fragmentariamente inteligible realidad diurna, y además la profunda conciencia
de que en el dormir y el soñar la naturaleza produce unos efectos salvadores y auxiliadores, todo eso
es a la vez el analogon simbólico de la capacidad vaticinadora y, en general, de las artes, que son las
que hacen posible y digna de vivirse la vida. Pero esa delicada línea que a la imagen onírica no le es
lícito sobrepasar para no producir un efecto patológico, ya que, en caso contrario, la apariencia nos
engañaría presentándose como burda realidad, no es lícito que falte tampoco en la imagen de Apolo;
esa mesurada limitación, ese estar libre de las emociones más salvajes, ese sabio sosiego del dios-
escultor. Su ojo tiene que ser «solar», en conformidad con su origen; aún cuando esté encolerizado y
mire con malhumor, se halla bañado en la solemnidad de la bella apariencia. Y así podría aplicarse a
Apolo, en un sentido excéntrico, lo que Schopenhauer dice del hombre cogido en el velo de Maya. El
mundo como voluntad y representación, I, pág. 416 [Libro IV, § 63]: “Como sobre el mar
embravecido, que, ilimitado por todos lados, levanta y abate rugiendo montañas de olas, un navegante
está en una barca, confiando en la débil embarcación; así está tranquilo, en medio de un mundo de
tormentos, el hombre individual, apoyado y confiado en el principium individuationis [principio de
individuación]”. Más aún, de Apolo habría que decir que en él han alcanzado su expresión más
sublime la confianza inconcusa en ese principium y el tranquilo estar allí de quien se halla cogido en
él, e incluso se podría designar a Apolo como la magnífica imagen divina del principium
individuationis, por cuyos gestos y miradas nos hablan todo el placer y sabiduría de la «apariencia»,
junto con su belleza.
En ese mismo pasaje nos ha descrito Schopenhauer el enorme espanto que se apodera del ser
humano cuando a éste lo dejan súbitamente perplejo las formas de conocimiento de la apariencia, por
parecer que el principio de razón sufre, en algunas de sus configuraciones, una excepción. Si a ese
punto le añadimos el éxtasis delicioso que, cuando se produce esa misma infracción del principium
individuationis, asciende desde el fondo más íntimo del ser humano, y aun de la misma naturaleza,
habremos echado una mirada a la esencia de lo dionisíaco, a lo cual la analogía de la embriaguez es la
que más lo aproxima a nosotros. Bien por el influjo de la bebida narcótica, de la que todos los hombres
y pueblos originarios hablan con himnos, bien con la aproximación poderosa de la primavera, que
impregna placenteramente la naturaleza toda, despiértanse aquellas emociones dionisíacas en cuya
intensificación lo subjetivo desaparece hasta llegar al completo olvido de sí. También en la Edad
Media alemana iban rodando de un lugar para otro, cantando y bailando bajo el influjo de esa misma
violencia dionisíaca, muchedumbres cada vez mayores: en esos danzantes de San Juan y San Vito
reconocemos nosotros los coros báquicos de los griegos, con su prehistoria en Asia Menor, que se
remontan hasta Babilonia y hasta los saces orgiásticos. Hay hombres que, por falta de experiencia o
por embotamiento de espíritu, se apartan de esos fenómenos como de «enfermedades populares»,
burlándose de ellos o lamentándose, apoyados en el sentimiento de su propia salud: los pobres no
sospechan, desde luego, qué color cadavérico y qué aire fantasmal ostenta precisamente esa «salud»
suya cuando a su lado pasa rugiendo la vida ardiente de los entusiastas dionisíacos.
Bajo la magia de lo dionisíaco no sólo se renueva la alianza entre los seres humanos: también
la naturaleza enajenada, hostil o subyugada celebra su fiesta de reconciliación con su hijo perdido, el
hombre. De manera espontánea ofrece la tierra sus dones, y pacíficamente se acercan los animales
rapaces de las rocas y del desierto. De flores y guirnaldas está recubierto el carro de Dioniso: bajo su
yugo avanzan la pantera y el tigre. Transfórmese el himno A la alegría de Beethoven en una pintura y
no se quede nadie rezagado con la imaginación cuando los millones se postran estremecidos en el
polvo: así será posible aproximarse a lo dionisíaco. Ahora el esclavo es hombre libre, ahora quedan
rotas las rígidas, hostiles delimitaciones que la necesidad, la arbitrariedad o la «moda insolente» han
establecido entre los hombres. Ahora, en el evangelio de la armonía universal, cada uno se siente no
sólo reunido, reconciliado, fundido con su prójimo, sino uno con él, cual si el velo de Maya estuviera
desgarrado y ahora sólo ondease de un lado para otro, en jirones, ante lo misterioso uno primordial.
Cantando y bailando manifiéstase el ser humano como miembro de una comunidad superior: ha
desaprendido a andar y a hablar y está en camino de echar a volar por los aires bailando. Por sus
gestos habla la transformación mágica. Al igual que ahora los animales hablan y la tierra da leche y
miel, también en él resuena algo sobrenatural: se siente dios, él mismo camina ahora tan estático y
erguido como en sueños veía caminar a los dioses. El ser humano no es ya un artista, se ha convertido
en una obra de arte: para suprema satisfacción deleitable de lo uno primordial, la potencia artística de
la naturaleza entera se revela aquí bajo los estremecimientos de la embriaguez. El barro más noble, el
mármol más precioso son aquí amasados y tallados, el ser humano, y a los golpes de cincel del artista
dionisíaco de los mundos resuena la llamada de los misterios eleusinos: «¿Os postráis, millones?
¿Presientes tú al creador, oh mundo?».

5.

Acerca del proceso del poetizar Schiller nos ha dado luz mediante una observación psicológica
que a él mismo le resulta inexplicable, pero que, sin embargo, no parece dudosa; Schiller confiesa en
efecto, que lo que él tenía ante sí y en sí como estado preparatorio previo al acto de poetizar no era una
serie de imágenes, con unos pensamientos ordenados de manera casual, sino más bien un estado de
ánimo musical («El sentimiento carece en mí, al principio, de un objeto determinado y claro; éste no
se forma hasta más tarde. Precede un cierto estado de ánimo musical, y a éste sigue después en mí la
idea poética» [Carta de Schiller a Goethe de 18 de Marzo de 1796]). Si ahora añadimos a esto el
fenómeno más importante de toda la lírica antigua, la unión, más aún, identidad del lírico con el
músico, considerada en todas partes como natural, frente a la cual nuestra lírica moderna aparece como
la estatua sin cabeza de un dios), podremos ahora, sobre la base de nuestra metafísica estética antes
expuesta, explicarnos al lírico de la siguiente manera. Ante todo, como artista dionisíaco él se ha
identificado plenamente con lo uno primordial, con su dolor y su contradicción, y produce una réplica
de ese uno primordial en forma de música, aun cuando, por otro lado, ésta ha sido llamada con todo
derecho una repetición del mundo y un segundo vaciado del mismo; después esa música se le hace
visible de nuevo, bajo el efecto apolíneo del sueño, como en una imagen onírica simbólica. Aquel
reflejo a-conceptual y a-figurativo del dolor primordial en la música, con su redención en la
apariencia, engendra ahora un segundo reflejo, en forma de símbolo o ejemplificación individual. Ya
en el proceso dionisíaco el artista ha abandonado su subjetividad: la imagen que su unidad con el
corazón del mundo le muestra ahora es una escena onírica, que hace sensibles aquella contradicción y
aquel dolor primordiales junto con el placer primordial propio de la apariencia. El «yo» del lírico
resuena, pues, desde el abismo del ser; su «subjetividad», en el sentido de los líricos modernos, es pura
imaginación. Cuando Arquíloco, el primer lírico de los griegos, proclama su furioso amor y a la vez su
desprecio por las hijas de Licambes, no es su pasión la que baila ante nosotros en un torbellino
orgiástico: a quien vemos es a Dioniso y a las ménades, a quien vemos es al embriagado entusiasta
Arquíloco echado a dormir )tal como Eurípides nos describe el dormir en Las bacantes, un dormir en
una elevada pradera de montaña, al sol del mediodía): y ahora Apolo se le acerca y le toca con el
laurel. La transformación mágica dionisíaco-musical del dormido lanza ahora a su alrededor, por así
decirlo, chispas-imágenes, poesías líricas, que, en su despliegue supremo, se llaman tragedias y
ditirambos dramáticos.
Nosotros afirmamos, antes bien, que esa antítesis por la que todavía Schopenhauer se guía
para dividir las artes, como si fuera una pauta de fijar valores, la antítesis de lo subjetivo y de lo
objetivo, es improcedente en estética, pues el sujeto, el individuo que quiere y que fomenta sus
finalidades egoístas, puede ser pensado únicamente como adversario, no como origen del arte. Pero en
la medida que el sujeto es artista, está redimido ya de su voluntad individual y se ha convertido, por
así decirlo, en un medium a través del cual el único sujeto verdaderamente existente festeja su
redención en la apariencia. Pues tiene que quedar claro sobre todo, para humillación y exaltación
nuestras, que la comedia entera del arte no es representada en modo alguno para nosotros, con la
finalidad tal vez de mejorarnos y formarnos, más aún, que tampoco somos nosotros los auténticos
creadores de ese mundo del arte: lo que sí nos es lícito suponer de nosotros mismos es que para el
verdadero creador de ese mundo somos imágenes y proyecciones artísticas, y que nuestra suprema
dignidad la tenemos en significar obras de arte )pues sólo como fenómeno estético están eternamente
justificados la existencia y el mundo: )mientras que, ciertamente, nuestra conciencia acerca de ese
significado nuestro apenas es distinta de la que unos guerreros pintados sobre un lienzo tienen de la
batalla representada en el mismo. Por tanto, todo nuestro saber artístico es en el fondo un saber
completamente ilusorio, dado que, en cuanto poseedores de él, no estamos unificados ni identificados
con aquel ser que, por ser creador y espectador único de aquella comedia del arte, se procura un goce
eterno a sí mismo. El genio sabe algo acerca de la esencia eterna del arte tan sólo en la medida en que,
en su acto de procreación artística, se fusiona con aquel artista primordial del mundo; pues cuando se
halla en aquel estado es, de manera maravillosa, igual que la desazonante imagen del cuento, que
puede dar la vuelta a los ojos y mirarse a sí misma; ahora él es a la vez sujeto y objeto, a la vez poeta,
actor y espectador.
6.

Recordaré aquí un conocido fenómeno de nuestros días, que a nuestra estética le parece
escandaloso. Una y otra vez experimentamos cómo una sinfonía de Beethoven obliga a cada uno de
los oyentes a hablar sobre ella con imágenes, si bien la combinación de los diversos mundos de
imágenes engendrados por una pieza musical ofrece un aspecto fantasmagórico y multicolor, más aún,
contradictorio: ejercitar su pobre ingenio sobre tales combinaciones y pasar por alto el fenómeno que
verdaderamente merece ser explicado es algo muy propio del carácter de una estética.
Todo este análisis se atiene al hecho de que, así como la lírica depende del espíritu de la
música, así la música misma, en su completa soberanía, no necesita ni de la imagen, ni del concepto,
sino que únicamente los soporta a su lado. La poesía del lírico no puede expresar nada que no esté ya,
con máxima generalidad y vigencia universal, en la música, la cual es la que ha forzado al lírico a
emplear un lenguaje figurado. Con el lenguaje es imposible alcanzar de modo exhaustivo el
simbolismo universal de la música, precisamente porque éste se refiere de manera simbólica a la
contradicción primordial y al dolor primordial existentes en el corazón de lo uno primordial, y, por
tanto, simboliza una esfera que está por encima y antes de toda apariencia. Comparada con ella, toda
apariencia es, antes bien, sólo símbolo; por ello el lenguaje, en cuanto órgano y símbolo de las
apariencias, nunca ni en ningún lugar puede extraverter (nach Aussen kehren) la interioridad más
honda de la música, sino que, tan pronto como se lanza a imitar a ésta, queda siempre en un contacto
externo con ella, mientras que su sentido más profundo no nos lo puede acercar ni un solo paso, aun
con toda la elocuencia lírica.

8.

Tanto el sátiro como el idílico pastor de nuestra época moderna son, ambos, productos
nacidos de un anhelo orientado hacia lo originario y natural; ¡mas con qué firme e intrépida garra asía
el griego a su hombre de los bosques, y de qué avergonzada y débil manera juguetea el hombre
moderno con la imagen lisonjera de un pastor delicado, blando, que toca la flauta! Una naturaleza no
trabajada aún por ningún conocimiento, en la que todavía no han sido forjados los cerrojos de la
cultura ) eso es lo que el griego veía en su sátiro, el cual, por ello, no coincidía aún, para él, con el
mono. Al contrario: era la imagen primordial del ser humano, la expresión de sus emociones más altas
y fuertes, en cuanto era el entusiasta exaltado al que extasía la proximidad del dios, el camarada que
comparte el sufrimiento, en el que se repite el sufrimiento del dios, el anunciador de una sabiduría que
habla desde lo más hondo del pecho de la naturaleza, el símbolo de la omnipotencia sexual de la
naturaleza, que el griego está acostumbrado a contemplar con respetuoso estupor. El sátiro era algo
sublime y divino: eso tenía que parecerle especialmente a la mirada del hombre dionisíaco, vidriada
por el dolor. A él le habría ofendido el pastor acicalado, ficticio: con sublime satisfacción demorábase
sus ojos en los trazos grandiosos de la naturaleza, no atrofiados ni cubiertos por velo alguno; aquí la
ilusión de la cultura había sido borrada de la imagen primordial del ser humano, aquí se desvelaba el
hombre verdadero, el sátiro barbudo, que dirige gritos de júbilo a su dios. Ante él, el hombre
civilizado se reducía a una caricatura mentirosa. También en lo que respecta a estos comienzos del arte
trágico tiene razón Schiller: el coro es un muro vivo erigido contra la realidad asaltante, porque él (el
coro de sátiros) refleja la existencia de una manera más veraz, más real, más completa que el hombre
civilizado, que comúnmente se considera a sí mismo como la única realidad. La esfera de la poesía no
se encuentra fuera del mundo, cual fantasmagórica posibilidad de un cerebro de poeta: ella quiere ser
cabalmente lo contrario, la no aderezada expresión de la verdad, y justo por ello tiene que arrojar fuera
de sí el mendaz atavío de aquella presunta realidad del hombre civilizado. El contraste entre esta
auténtica verdad natural y la mentira civilizada que se comporta como si ella fuese la única realidad es
un contraste similar al que se da entre el núcleo eterno de las cosas, la cosa en sí, y el mundo
apariencial en su conjunto: y de igual modo que con su consuelo metafísico la tragedia señala hacia la
vida eterna del aquel núcleo de la existencia, en medio de la constante desaparición de las apariencias,
así el simbolismo del coro satírico expresa ya en un símbolo aquella relación primordial que existe
entre la cosa en sí y la apariencia. Aquel idílico pastor del hombre moderno es tan sólo un remedo de
la suma de ilusiones culturales que éste considera como naturaleza: el griego dionisíaco quiere la
verdad y la naturaleza en su fuerza máxima) se ve a sí mismo transformado mágicamente en sátiro.
Dada nuestra visión erudita de los procesos artísticos elementales, ese fenómeno artístico
primordial del que aquí hablamos para explicar el coro trágico resulta casi escandaloso: mientras que
no puede haber cosa más cierta que esta, que el poeta es poeta porque se ve rodeado de figuras que
viven y actúan ante él y en cuya esencia más íntima el penetra con su mirada. Por una peculiar
debilidad de la inteligencia moderna, nosotros nos inclinamos a representarnos el fenómeno estético
primordial de una forma demasiado complicada y abstracta. Para el poeta auténtico la metáfora no es
una figura retórica, sino una imagen sucedánea que flota realmente ante él, en lugar de un concepto.
Para él el carácter no es un todo compuesto de rasgos aislados y recogidos de diversos sitios, sino un
personaje insistentemente vivo ante sus ojos, y que se distingue de la visión análoga del pintor tan sólo
porque continúa viviendo y actuando de modo permanente... Sobre la poesía nosotros hablamos de
modo tan abstracto porque todos nosotros solemos ser malos poetas. En el fondo el fenómeno estético
es sencillo; para ser poeta basta con tener la capacidad de estar viendo constantemente un juego
viviente y de vivir rodeado de continuo por muchedumbres de espíritus; para ser dramaturgo basta con
sentir el impulso de transformarse a sí mismo y de hablar por boca de otros cuerpos y otras almas
(Ibídem 80-83).

F. Nietzsche: “El drama musical griego” (1870).

“Y aquí está la cuna del drama. Pues su comienzo no consiste en que alguien se disfrace y quiera
producir un engaño en otro: no, antes bien, en que el hombre esté fuera de sí y se crea a sí mismo
transformado y hechizado. En el estado del «hallarse fuera de sí», en el éxtasis, ya no es menester dar
mas que un sólo paso: no retornamos a nosotros mismos, sino que ingresamos en otro ser, de tal modo
que nos portamos como seres transformados mágicamente. De aquí procede, en última instancia, el
profundo estupor ante el espectáculo del drama: vacila el sueño, la creencia en la indisolubilidad y
fijeza del individuo”.
Cuestiones:

1. Comentar en líneas generales las ideas de mayor impacto del texto de Nietzsche.
2. ¿Qué opinión tenemos sobre la danza como arte?
3. ¿Hay algo en ella de posesión, que nos permita decir que el danzante esté poseído por fuerza
exterior?
4. ¿Qué ideas fundamentales plantea el texto sobre los conceptos de lo apolíneo y lo dionisíaco?
Ejercicio nº 12: La música de Wagner

Sobre Tannhäuser (1845):

La obra recrea la vida de un poeta y trovador medieval, Tannhäuser, que canta al amor en su
doble versión, la que le inspira su sensual y carnal amada Venus, y la que se deriva de su amor por la
pura e ideal Elisabeth. Su conciencia se debate entre ambas amadas, entre la libertad y la pasión del
amor venusino, y la espiritualidad de Elisabeth. Ésta muere presa de la desesperación aguardando a su
amado que está con su rival. Cuando encuentra muerta a la mujer pura, el trovador se abandona a la
muerte y encuentra la salvación en ésta al tiempo que olvida la fascinación por el amor carnal. El
prólogo convoca a una ceremonia y prepara a los asistentes a un convite nupcial. Sabia mezcla de lo
profano y lo sacro, de amor carnal y espiritual, y de vida y muerte, presenta un ritmo solemne y
vertiginoso a un tiempo.

Sobre Tristán e Isolda (1865):

La historia narra la venganza de Tristán, sobrino y vasallo del rey Marke, después de que este
es asesinado por el héroe irlandés Morod. Nuestro héroe mata a Morod pero es herido por la espada
envenenada de éste. El veneno ha sido mezclado por Isolda, la prometida de Morod, y sólo ella sabe el
antídoto contra el mismo. Tristán se dirige a Irlanda para ser curado por la novia de su enemigo, pero
ésta lo reconoce por una hendidura en su espada. Cuando Isolda quiere vengarse mira a los ojos de
Tristán y su odio se convierte en amor. Isolda cura a su amado y además lo deja ir. Luego es
pretendida y se casa con el rey Marke, sin olvidar su amor por Tristán, amor acrecentado por un filtro
de amor que lo consuma. Los amantes no pueden lograr la cima de su amor, y terminan muriendo,
primero Tristán y luego Isolda ante la imposibilidad de ser felices.

Sobre El anillo del Nibelungo:

La obra se compone de un prólogo y tres jornadas:

1. Prólogo: El oro del Rin (1869)


2. Segunda jornada: La valquiria (1870).
3. Tercera jornada: Sigfrido (1976).
4. Cuarta jornada: El ocaso de los ídolos (1876).

Ad. 1. Las hijas del Rin, dios de la mitología germana, custodian el oro sagrado que el río alberga.
Alberich las pretende pero lo rechazan y ridiculizan. Airado roba el oro que una vez fundido puede
convertirse en un anillo de poderes mágicos. Por otro lado el dios Wotan había cortado una rama de
fresno para tener sabiduría y poder infinitos. Elaboró con la rama una lanza en la que grabó leyes y
contratos encargándose personalmente de hacerlos respetar. Wotan construyó con los gigantes el
legendario castillo de Walhalla y les prometió a éstos a Freia, el secreto de la eterna juventud, como
salario. Para no renunciar a Freia tuvo que ofrecerles el oro y el anillo. Se trataba de robar con astucia
y violencia el tesoro de Alberich. Finalmente se decide poner en un platillo de la balanza el oro y el
otro a Freia. Wotan no sólo pierde a Freia sino también el oro. La obra termina con la procesión de los
dioses a través del arco iris y el lamento de las hijas del Rin por la perdida del oro.

Ad. 2. Wotan sólo confía en que solo un héroe libre le devolverá a las hijas del Rin. Bajo la forma de
hombre lobo, engendra el linaje de los volsungos, al que pertenecen Sigmundo y Siglinda. Al volver
de una cacería, Sigmundo y su padre Volsi, encuentra que han incendiado su cabaña del bosque y
secuestrado a Siglinda para obligarla a casarse con Hundig, miembro de un clan enemigo. En la boda
aparece un forastero que no es otro que el padre de la novia (Volsi-Wotan), que clava una espada
(Nothung) en el tronco de un fresno, de manera que nadie ha conseguido arrancarla desde entonces. La
casualidad lleva a Sigmundo a la casa de Hunding. Los gemelos se enamoran y reconocen y
Sigmundo, arrancada la espada Nothung del tronco del fresno, y en la pelea con Hunding, dado que
Wotan se pone al lado del amor legítimo y frente al incestuoso, hace que ambos combatientes mueran,
y que Siglinda huya pero ya embarazada de su hermano.

Ad. 3. En el bosque Siglinda da a luz a su hijo Sigfrido muriendo en el parto. El héroe recibe en
herencia los trozos de la espada Nothung. Ya en plena adolescencia es partícipe del secreto del tesoro
del Rin, de la espada y del yelmo de la invisibilidad. Sigfrido parte a la búsqueda de Brunilda, que fue
quien salvó a su madre, y se enamora de ella. Sobre el joven héroe pesa el destino de hacer pagar a
Wotan sus acciones desafiando de este modo al miedo.

Ad 4. Sigfrido abandona a Brunilda y se va a la búsqueda de nuevas proezas. En la corte de Gunther,


la princesa Gutruna quiere desposar a Sigfrido para lo cual le da el bebedizo del olvido. El héroe
desposee a Brunilda del anillo y es muerto por Hagen, preso del odio contra Sigfrido. Brunilda
reconoce toda la verdad, construye la pira en la que ha de ser incinerado el nibelungo y se arroja ella
misma al fuego. El fuego que consume a los amantes destruye al Walhalla con todos los dioses. El Rin
se desborda y las hijas del río consiguen rescatar el anillo del cuerpo de Sigfrido y arrastrar a las
profundidades al perverso Hagen.

Audiciones: Richard Wagner:

1. Prefacio a Tannhäuser.
2. ¡Hojotoho! ¡Hojotoho! (Cabalgata de las valquirias), acto tercero de Las valquirias.
3. Muerte de Isolda (Mild und leise wie er lächelt), acto tercero, escena tercera de Tristán e Isolda.

Cuestiones

1. ¿Cómo interpretar la seriedad, solemnidad y hasta la grandilocuencia con la que suena esta música?
2. ¿Qué puede tener de innovador respecto al estilo clásico si no nos ponemos en situación, o nos
predisponemos a darle un sentido externo al propio hecho musical?
3. ¿Qué impresión nos producen hoy en día los héroes escénicos, los que dependen de un escenario y
un público para lograr la comunicación con el oyente espectador?
4. ¿Que diferencias son apreciables entre los distintos tipos de espectáculos artísticos de masas?
5. ¿En qué condiciones de audición puede hoy sonar una ópera wagneriana?
Ejercicio nº 13: D. Francisco Giner de los Ríos
y la educación artística en España

Texto: Francisco Giner de los Ríos: “Sobre la educación artística de nuestro pueblo” (1887) 192.

“Uno de los rasgos más salientes de la reforma que hoy experimenta la educación en todas
partes es el desarrollo del elemento artístico. Poco a poco, en todas las naciones ha ido tomando la
enseñanza del dibujo una extensión tal, que ha acabado por incluirse, en la mayoría de ellas, como
rama obligatoria en la instrucción primaria. Las escuelas de artes decorativas y aplicadas a la industria,
emulando el ejemplo de la organizada en Kensington (Londres) por el Departamento de Ciencia y
Arte, van creándose en todas las grandes capitales, sobre todo al lado de los museos, cuyas colecciones
influyen tanto de esta suerte193.
Pero aun dejando aparte estas aplicaciones para mejorar nuestra industria, hay una esfera más
llana y general: la de la educación del gusto. No hace mucho que en Manchester llamaba la atención
un profesor ilustre sobre el valor que para la cultura de la gran masa del pueblo tiene la educación del
sentimiento estético; y poco antes, entre nosotros, la señora doña Concepción Arenal, en su admirable
Memoria sobre el empleo del domingo en las prisiones, demostraba de una manera concluyente la
importancia moral que este elemento tiene en relación con las diversiones de los hombres. Las
aficiones, juegos y recreos de éstos representan, con efecto, lo que pudiera llamarse su vida estética, y
dependen por completo del grado de su educación en este orden. Ahora bien: cualquiera puede
comprender la diferencia que hay entre un pueblo cuyos goces y diversiones son, por ejemplo, los
toros, la taberna y los juegos de cartas, y otro donde el gusto por las buenas lecturas, las obras de arte,
las expediciones al campo, los juegos corporales, etc., se halla difundido hasta entre las últimas clases,
como acontece en Francia, y sobre todo en Inglaterra, cuyos museos y cuyos parques apenas pueden
ya en ciertos días contener las muchedumbres que en ellos buscan solaz y esparcimiento.
Es bien sabido que Madrid posee museos del mayor interés, que hoy son verdaderos
cementerios de obras y restos mudos: el Arqueológico, el de Reproducciones, la Armería Real, la
selecta colección de la Academia de San Fernando, la de la Historia, y sobre todos el gran Museo del
Prado, que, no obstante los vacíos que en la serie de sus escuelas ofrece, y que no es fácil que se
corrijan mientras no tenga una organización científica (en vez de la actual, meramente administrativa),
es, sin duda, uno de los más importantes de Europa. Pero las más de estas colecciones, o carecen de
papeletas circunstanciadas que den razón de los objetos, o no tienen catálogos, o los tienen mal
hechos, o los venden a precios enteramente inaccesibles para personas poco acomodadas. Así,
muchísimas veces, es inútil que los profanos en esta clase de estudios busquen en ellos modo de
enterarse de lo que representan los objetos expuestos, y aun siquiera de lo que son en ciertos casos. De
esta suerte, el atractivo de tan útiles tesoros para la mayoría de nuestro pueblo (es decir, para todos
cuantos carecen de estudios previos especiales) es muy escaso, reduciéndose casi tan sólo al estímulo
de una curiosidad superficial, bien pronto satisfecha; y su influjo sobre la instrucción, gustos,
educación y cultura general de esa masa, mucho más escaso aún, desgraciadamente.
Ahora bien: ¿no podría hacerse algo en el sentido de aprovechar mejor nuestros museos? Sin
duda, el mejor medio seria organizar visitas a sus colecciones, dirigidas por personas competentes, que
las explicasen y llamasen la atención sobre sus más interesantes ejemplares: algo análogo a lo que,

192
Obras Completas de Francisco Giner de los Ríos, XII, 57-61.
193
Llama la atención la referencia gineriana a la creación de escuelas de “artes decorativas y aplicadas a
la industria” como apéndice de los museos. Esta idea, puesta en práctica en Inglaterra, y que recoge Giner, es
ilustrativa del carácter pragmático y utilitario que se atribuía al saber en la ILE, muy lejos de la falsa atribución y
acusación de adoctrinamiento antirreligioso, que le ha sido dirigida por el pensamiento conservador, en especial
durante el franquismo, en el que floreció un pedagogismo doctrinario y reaccionario, completamente opuesto al
ideario progresista de los institucionalistas. Por suerte la pedagogía franquista está en pleno declive y hemos
vuelto la vista a la obra de Giner.
para sus alumnos, tiene establecido la Institución Libre de Enseñanza. ¿No seria posible extender este
sistema a otra clase de personas? El Estado cuenta con algunos profesores y empleados inteligentes en
los estudios arqueológicos, que dispensarían un gran servicio a la cultura nacional si tomasen a su
cargo la explicación de nuestras colecciones, popularizando así los conocimientos artísticos y
apresurando el día en que no cause rubor comparar la soledad que, por ejemplo, reina en nuestro
Museo Arqueológico con la muchedumbre que circula en los de Cluny o South-Kensington.
Sin duda, vendrá un diera en que los directores y funcionarios facultativos de estos centros
tendrán anejas a su cargo, con la clasificación y catalogación de los objetos, otras funciones
encaminadas a darlos a conocer, como la publicación de estudios, las lecciones y conferencias, ya de
carácter popular, ya dedicadas a un auditorio más técnico y reducido; y entonces, la gestión superior
de esta clase de instituciones, por lo común confiada a grandes ilustraciones del arte y la literatura
nacionales, lo estará a hombres de ciencia. Pero ¿no se podría comenzar ya a intentar algo de esto,
aunque sea en una esfera muy reducida?”

Cuestiones

1. ¿Tiene algo que ver lo que plantea este ilustre pensador español del siglo XIX con nuestro presente?
2. ¿Serían aplicables las ideas de Giner a la sociedad española de hoy?
3. ¿Cómo se puede plantear en el presente la educación artística desde la enseñanza preescolar hasta la
universitaria?
4. ¿Es posible integrar, en materia de educación artística, nuestra cultura con otras culturas foráneas?
5. ¿Cómo se puede plantear la integración escolar, a todos los niveles, de la cultura de los emigrantes
que acoge nuestra sociedad?
Ejercicio nº 14: El patrimonio artístico en España

¿Qué es el patrimonio artístico?

España, ha sido tradicionalmente un país que, con una gran riqueza cultural y artística, viene
dando la espalda a ese patrimonio. El odio a las piedras, la manía a los monumentos, el asco por los
museos, ha ido parejo por una cultura de toros, fútbol, bar y juegos de cartas, parchís o dominó. La
transmisión y conservación del legado histórico nos era ajena o, cuando menos, banal e intrascendente.
La vieja aristocracia conservadora, la Iglesia tradicional, y la desidia y el desinterés de las capas
adineradas de la sociedad, han dejado nuestros tesoros artísticos en manos de especuladores
particulares, que han llenado los rastrillos, almonedas, tiendas de anticuarios y chamarilerías, de obras
de incalculable valor. Aún recuerdo la historia de un viejo profesor de estética que, durante la
posguerra, se hizo, en el Rastro madrileño y a bajo precio, de una magnifica colección de pintura del
siglo XVII español, y la exponía en su casa muy orgulloso de haber recuperado parte de nuestro
patrimonio, que de otro modo podría haber emigrado fuera de nuestras fronteras. Aquellos Murillos,
Zurbaranes o Grecos habían sido rescatados del expolio y el afán mercantilista, en este caso por un
particular que se complacía con enseñarlos a quien quisiera contemplarlos.
Los estudios humanísticos tienen, como una de sus más poderosas razones de ser, no sólo la
conservación del patrimonio artístico, sino también, lo que es mucho más difícil, tratar de que el
patrimonio sea algo vivo, vivido por los ciudadanos y ciudadanas, por los visitantes, tratando en todo
momento que, desde la escuela, los niños y niñas aprendan a identificarse con él, respetarlo,
implementar su conservación y estudio, y tomarlo como algo propio y característico de su modo de
vida. La estética, en este sentido, no es sólo la teoría del arte, sino el ejercicio de la memoria de un
pueblo sobre su pasado, sobre su herencia cultural, sobre lo trasmitido por las generaciones
precedentes, de manera que no habría experiencia estética sin este primer nivel de trato con aquello
que nos rodea y que nos ha sido legado. Por eso, la conservación y el coleccionismo de antigüedades,
los museos de artes y costumbres populares, la preservación de aperos, instrumentos y maquinaria en
desuso, también deber formar parte de esta preocupación por el patrimonio.
De la misma manera el folklore y las fiestas populares, las tradiciones festivas y las fiestas
religiosas, el carnaval, la semana santa, y todo tipo de celebración patronal y costumbres arraigadas en
el pueblo, deben formar parte del patrimonio cultural, histórico o artístico. Un ejemplo muy
importante lo tenemos en la gastronomía. En cualquier rincón de España, se dan unos usos y hábitos
culinarios muy concretos, peculiares y diferenciales. Hoy, la cocina tradicional se encuentra en declive
por la nefasta influencia de la homogeneización de nuestra alimentación, estimulada y dirigida por
campañas publicitarias para conseguir que todo el planeta como hamburguesas, perritos calientes y
pizzas. Nuestros mayores ven desaparecer ese saber popular ligado a la mayor importancia que los
hábitos de alimentación tenían en la sociedad tradicional. Cuando se llega a un desprecio de la
tradición tan grande como el actual, sólo cabe pensar que alguna vez, con el hartazgo de la comida
basura, estemos en condiciones de recuperar las comidas tradicionales de nuestras madres y abuelas, y
seamos capaces de conservar las viejas recetas como se conserva un monumento, un cuadro o un libro.
Aún es preciso tomar conciencia que el patrimonio artístico va ligado al etnológico, y que el
tratamiento y conservación del patrimonio de una nación o un pueblo no es un hecho aislado, una
intervención afortunada, o una inversión concreta, sino toda una política, que han de llevar a cabo las
instituciones, pero también los ciudadanos, de preocuparnos de no descartar nada de lo heredado sin
plantearnos si puede tener una utilidad, bien para nosotros mismo, bien para nuestros descendientes. El
patrimonio no es un bien privativo nuestro que podemos dilapidar, sino un bien compartido, por
nuestros antepasados y nuestros descendientes.
La idea de que la necesidad de transmisión y conservación del patrimonio va ligada a un cierto
cultivo del mismo, como materia de estudio en los distintos niveles de la enseñanza, desde la primaria
a la universidad, a la integración de los tesoros artísticos en la vida de los ciudadanos para su disfrute,
y a su difusión y restauración si fuera preciso, es fundamental para la formación estética de cualquier
pueblo.
De ahí que el presente ejercicio entiende que el patrimonio histórico, cultural y artístico, que
normalmente van unidos, han de ser entendidos dentro del contexto de una cierta recuperación
hermenéutica de la tradición194. La recuperación hermenéutica de la tradición abre paso a un montón
de ideas y proyectos, que forzosamente tendrán que se acometidos por, entre otros, los licenciados en
Humanidades. Se trata de estudiar el patrimonio de modo integrado como historia, pensamiento, arte,
cultura, tradición y modo o hábitos de vida. Esta apropiación del pasado trata de contrarrestar la
devastadora influencia del falso modernismo, la tendencia española a desechar lo viejo y antiguo, y la
falsa apariencia de que sólo lo nuevo es valioso, útil y nos permite estar y pensar a la altura de las
circunstancias. El patrimonio no es propiedad de los historiadores, ni de los estudiosos de las
manifestaciones artísticas, ni de los antropólogos, ni de los etnólogos, ni de los archiveros o
bibliotecarios, sino que requiere una formación interdisciplinar en materias humanística, que permita
extraer y trasmitir la experiencia viva que se oculta en los bienes patrimoniales, que permita hacer ver
a nuestros escolares, bachilleres y universitarios que no hay identidad colectiva ni personal sin un
determinado conocimiento de lo que se nos destina desde antiguo. Frente a los que hacen oídos sordos
al pasado, a los que consideran viejo y caduco lo antiguo, contra los que se creen que la modernidad es
vivir de espaldas a la tradición, y a pesar del papanatismo del que piensa que estar a la última es el
único modo de vivir intensamente, es preciso que los que estudiamos las humanidades desenterremos
el hacha de guerra y seamos beligerantes con todo intento de vivir de espaldas al pasado. No es, en
modo alguno, posible vivir con intensidad y plenitud en el presente sin tener en cuenta el pasado en
sus múltiples facetas, pasado que retorna con demasiada frecuencia y que a veces se repite cuando los
seres humanos no somos capaces de aprender de nuestros errores.

Contenido del ejercicio

Reseñar y disertar brevemente lo que se conoce del patrimonio artístico de la provincia en la


que se habita, y cómo puede ser usado en la formación de los alumnos de enseñanza secundaria. Como
la estética toma la noción de arte, cuando se habla del patrimonio, en una acepción bastante laxa,
podemos ampliar, en este ejercicio la noción de patrimonio artístico a todo aquello que sea signo de
identidad del territorio que se habita y proceda de la tradición. Puede ser de interés consultar a
nuestros progenitores y ascendientes sobre formas de vida, costumbres o modos tradicionales de vida,
que hoy hayan podido caer en desuso.
Se trata, en definitiva de elaborar una breve y concisa guía del patrimonio histórico y artístico
del pueblo, la ciudad, la región o el país en la que se vive, en la que se pueda incluir también las
actividades culturas más representativas desde el punto de vista popular, como son las fiestas,
costumbres populares, gastronomía, y todo cuanto heredado de la tradición se piense que merece la
pena su conservación y su legado a la posteridad.
Se valorará muy positivamente la originalidad tanto en la información como en el tratamiento
que se puede hacer desde el punto de vista didáctico del patrimonio cultural. De manera que cuanto
más nos alejemos, a la hora de la realización del ejercicio, de los tópicos al uso (por ejemplo, Almería
= Catedral y Alcazaba) mejor será valorado el ejercicio.

194
A este respecto puede consultarse el capítulo 6 de mi libro Lecciones de hermenéutica filosófica.
Ejercicio 15. Interpretación de la pintura de Van Gogh

Sugerencias de cuadros de Van Gogh

1. Dos niñas
2. El doctor Paul Gachet
3. Rosas y anémonas
4. El jardín del doctor Gachet
5. Chaumes de Cordoville en Auvers sur toile
6. La señorita Gachet en su jardín
7. Hospital de San Pablo en Saint-Rémy
8. El mediodía (según Millet)
9. La habitación de Van Gogh en Arlés
10. La iglesia de Auvers-sur-Oise

Cuestiones

1. ¿Qué llama la atención de los temas de la pintura de Van Gogh? ¿Hay homogeneidad entre ellos o
alguna característica común? 2. ¿Que puede decirse del su estilo como dibujante y del uso del color en
los cuadros de este artista? 3. ¿Qué rasgos de las imágenes pictóricas de Van Gogh nos llevan a
experiencias personales? 4. ¿Qué características presenta la representación de la figura humana, tanto
en los retratos como en los paisajes con figura? 5. ¿Qué otros aspectos llaman la atención del mundo
pictórico e ideacional del artista holandés?
Ejercicio 16. El psicoanálisis y la estética

Texto: FREUD: “El poeta y el fantasear” (1907-1908).

“Los legos sentimos desde siempre vivísima curiosidad por saber de dónde el poeta,
personalidad singularísima, extrae sus materiales –en el sentido de la pregunta que aquel cardenal
dirigió a Ariosto–, y cómo logra conmovernos con ellos tan intensamente y despertar en nosotros
emociones de las que acaso no nos juzgábamos capaces. Tal interés se acrecienta aún ante la
circunstancia de que el poeta mismo, cuando le interrogamos, no nos dé información alguna, o al
menos satisfactoria, sin que tampoco le preocupe nuestro saber de que la máxima intelección de las
condiciones de la elección del material poético no habría de contribuir en lo más mínimo, en la esencia
del arte de la figuración poética, a hacernos poetas.
¡Si por lo menos pudiéramos descubrir en nosotros o en nuestros semejantes una actividad afín
en algún modo al poetizar! La investigación de dicha actividad nos permitiría esperar una primera
aclaración de la actividad creadora del poeta. Y realmente, puesto que se da tal visión, los mismos
poetas gustan de aminorar la distancia entre su singularidad y la esencia humana universal; nos
aseguran de continuo que en cada hombre se oculta un poeta y que sólo con el último hombre morirá
el último poeta.
¿No habremos de buscar ya en el niño las primeras huellas de la actuación poética? La
ocupación favorita y más intensa del niño es el juego. Acaso sea lícito afirmar que todo niño que juega
se conduce como un poeta, creándose un mundo propio, o, más exactamente, situando las cosas de su
mundo en un orden nuevo, grato para él. Sería injusto en este caso pensar que no toma en serio ese
mundo: por el contrario, toma muy en serio su juego y dedica en él grandes afectos. La antítesis del
juego no es gravedad, sino la realidad efectiva. El niño distingue muy bien la realidad efectiva y su
juego, a pesar de la investidura afectiva con que lo satura, y gusta de apoyar los objetos y
circunstancias que imagina en objetos tangibles y visibles del mundo real-efectivo. Este apoyo es lo
que aún diferencia el «jugar» infantil del «fantasear».
Ahora bien: el poeta hace lo mismo que el niño que juega: crea un mundo de fantasía que toma
muy en serio, esto es, se siente íntimamente ligado a él aunque sin dejar de diferenciarlo resueltamente
de la realidad efectiva. Y el lenguaje ha fijado esta afinidad entre el juego infantil y la creación
poética, en tanto designa semejantes disposiciones del poeta, que precisan de la imitación de los
objetos concretos, que son capaces de representación (Darstellung), como juegos (Spiele): comedia
(Lustspiel), drama (Trauerspiel), y las personas que los representan como actores (Schauspieler). Pero
de la efectiva irrealidad del mundo poético nacen consecuencias muy importantes para la técnica
artística, pues mucho de lo que, siendo real, no podría procurar goce ninguno puede procurarlo como
juego de la fantasía, y muchas motivaciones penosas en sí mismas pueden convertirse en una fuente de
placer para los oyentes y espectadores del poeta.
La contraposición de la realidad al juego nos descubre todavía otra circunstancia muy
significativa. Cuando el niño se ha hecho adulto y ha dejado de jugar; cuando se ha esforzado
psíquicamente, a través de decenios enteros, en aprehender, con toda la gravedad exigida, las
realidades de la vida, puede llegar un día a una disposición anímica que suprima de nuevo la antítesis
entre el juego y la realidad. El adulto puede evocar con cuanta gravedad se entregaba a sus juegos
infantiles, y comparando ahora sus ocupaciones pretendidamente serias con aquellos juegos pueriles,
rechazar el agobio demasiado intenso de la vida y conquistar el intenso placer del humor.
Así, pues, el individuo en crecimiento cesa de jugar; renuncia aparentemente al placer que
extraía del juego. Pero quienes conocen la vida anímica del hombre saben muy bien que nada le es tan
difícil como la renuncia a un placer que ha saboreado una vez. En realidad, no podemos renunciar a
nada no hacemos más que cambiar unas cosas por otras; lo que parece ser una renuncia es, en realidad,
una sustitución o una subrogación. Así también, cuando el hombre que deja de ser niño cesa de jugar,
no hace más que prescindir de todo apoyo en objetos reales, y en lugar de jugar, fantasea. Hace
castillos en el aire, crea aquello que se denomina sueños diurnos. Creo que la mayoría de los hombres
crea fantasías en algunos períodos de su vida. Esto es un hecho, inadvertido durante mucho tiempo, y
cuyo significado no ha sido apreciado suficientemente.
El fantasear de los hombres es menos fácil de observar que el jugar de los niños. Desde luego,
el niño juega también solo, o forma con otros niños, a fin de jugar, un sistema psíquico cerrado, y aun
cuando no representa el juego para el adulto, tampoco lo oculta ante él. En cambio, el adulto se
avergüenza de sus fantasías y las esconde a los demás; las considera como sus intimidades más propias
y, en rigor, preferiría confesar sus faltas a comunicar sus fantasías. Puede suceder que cada uno se
tenga por el único que construye tales fantasías y no se imagina en absoluto la difusión universal de
creaciones análogas en los demás hombres. Esta conducta diferente del jugador y del fantaseador tiene
su fundamento en la diversidad de los motivos a que respectivamente obedecen tales actividades, que
no son sino continuación una de otra.
El jugar de los niños es regido por sus deseos o, más rigurosamente, por aquel deseo que tanto
coadyuva a su educación: el deseo de ser mayor y adulto. El niño juega siempre a «ser mayor»; imita
en el juego lo que ha llegado a conocer de la vida de los mayores. Pero no tiene razón alguna para
ocultar tal deseo. No así, ciertamente, el adulto; éste sabe que se espera de él que no juegue ni
fantasee, sino que obre en el mundo real-efectivo y, además, entre los deseos que engendran sus
fantasías hay algunos que es necesario ocultar; por eso se avergüenza de sus fantasías como de algo
pueril y no permitido.
Preguntaréis cómo es posible saber tanto de las fantasías de los hombres, cuando ellos las
encubren con gran misterio. Pues bien: es que hay un género de hombres a los que no precisamente un
dios, pero sí una severa diosa –la necesidad–, les impone la misión de decir de qué padecen y de qué
se alegran. Son éstos los enfermos nerviosos, que han de confesar también ineludiblemente sus
fantasías al médico, del que esperan la recuperación por medio del tratamiento psíquico. De esta fuente
procede nuestro mejor conocimiento, que nos ha llevado luego a la conjetura fundamentada, de que
nuestros enfermos no nos comunican cosa distinta de lo que pudiéramos conocer en los sanos.
Veamos ahora algunos de los caracteres del fantasear. Puede afirmarse que el hombre feliz
jamás fantasea, y sí tan sólo el insatisfecho. Los deseos insatisfechos son las fuerzas impulsoras de las
fantasías, y cada fantasía singular es una satisfacción de deseos, una rectificación de la realidad
efectiva insatisfactoria. Los deseos impulsores son distintos, según el sexo, el carácter y las
circunstancias vitales de la personalidad fantaseadora; pero no es difícil agruparlas sin dificultad en
dos direcciones principales. Son deseos o bien ambiciosos, que sirven a la elevación de la
personalidad, o bien deseos eróticos. En la mujer joven dominan casi exclusivamente los deseos
eróticos, pues su ambición es consumida casi siempre por la tendencia al amor; en el hombre joven
actúan intensamente, al lado de los deseos eróticos, los deseos egoístas y ambiciosos. Pero no
queremos acentuar la oposición de ambas direcciones, sino más bien su frecuente unificación; lo
mismo que en muchos cuadros de altar aparece visible en un ángulo el retrato del donante, en la mayor
parte de las fantasías ambiciosas nos es dado descubrir en algún rincón la dama, por la que el sujeto
que fantasea lleva a cabo todas aquellas heroicidades, y a cuyos pies rinde todos sus éxitos. Como ven,
hay aquí motivos suficientemente poderosos de ocultación; a la mujer bien educada no se le reconoce,
en general, más que un mínimo de necesidad erótica, y el hombre joven debe aprender a reprimir el
exceso de egoísmo que el mimo de la infancia le ha infundido para lograr su inclusión en la sociedad,
tan rica en individuos igualmente exigentes.
Los productos de esta actividad fantaseadora, las fantasías singulares, los castillos en el aire o
sueños diurnos, no los debemos representar, en modo alguno, como rígidos e inmutables. Muy al
contrario, se adaptan a las impresiones cambiantes de la vida, se transforman con la inestabilidad de
las situaciones vitales, y reciben de cada nueva impresión eficiente lo que podemos llamar la «marca
del tiempo». La relación de la fantasía con el tiempo es, en general, muy significativa. Puede decirse
que una fantasía flota entre tres tiempos: los tres momentos temporales de nuestro representar. El
trabajo anímico se enlaza a una impresión actual, a una ocasión del presente, susceptible de despertar
uno de los grandes deseos de la persona; desde aquí capta hacia atrás (greift...zurück) el recuerdo de
una vivencia temprana, casi siempre infantil, en la que era satisfecho tal deseo, y crea entonces una
situación referida al futuro que se presenta como satisfacción de dicho deseo, o bien sueño diurno o
fantasía, que lleva ahora de suyo las huellas de su procedencia de la ocasión y del recuerdo. Así, pues,
el pasado, el presente y el futuro aparecen como engarzados en el hilo del deseo, que pasa a través de
ellos.
Un ejemplo cualquiera, el más corriente, bastará para elucidar mi posición. Suponed el caso de
un joven pobre y huérfano al que habéis dado la dirección de un patrono que puede proporcionarle una
colocación. De camino a casa de éste, vuestro recomendado tejerá quizá un ensueño correspondiente a
su situación. El contenido de tal fantasía será acaso el de que obtiene la colocación deseada, complace
en ella a su nuevo jefe, se hace imprescindible en el negocio, es recibido por la familia del patrono, se
casa con su encantadora hija y pasa a ser socio de su suegro y, luego, su sucesor en el negocio. Y con
todo esto el soñador se ha creado una sustitución de lo que antes le obsesionó en su dichosa infancia:
un hogar protector, padres amantes y los primeros objetos de su tierna inclinación. Este sencillo
ejemplo muestra ya cómo el deseo utiliza una ocasión del presente para proyectar, conforme al modelo
del pasado, una imagen del porvenir.
Habría aún mucho que decir sobre las fantasías; pero queremos limitarnos a las sugerencias
más indispensables. La multiplicación y la exacerbación de las fantasías producen las condiciones de
la caída del sujeto en la neurosis o en la psicosis. Las fantasías son también los estadios psíquicos
preliminares de los síntomas patológicos de que nuestros enfermos se quejan. En este punto se
ramifica un amplio camino lateral, que conduce a la patología.
No podemos, en cambio, dejar de mencionar la referencia de las fantasías a los sueños.
Tampoco nuestros sueños nocturnos son cosa distinta de tales fantasías, como lo demuestra
evidentemente la interpretación de los sueños. El lenguaje, con su sabiduría insuperable, ha resuelto
hace ya mucho tiempo la cuestión de la esencia de los sueños, dando también este mismo nombre de
«sueños diurnos» a las creaciones de los que fantasean. El hecho de que, a pesar de esta indicación,
nos sea casi siempre oscuro el sentido de nuestros sueños obedece a la circunstancia de que también
nocturnamente se movilizan en nosotros deseos que nos avergüenzan y que hemos de ocultarnos a
nosotros mismos, habiendo sido por ello reprimidos y arrojados a lo inconsciente. A estos deseos
reprimidos, así como a sus ramificaciones, sólo puede serles permitida una expresión muy deformada.
Una vez alcanzada por el trabajo científico la aclaración de la deformación onírica, no fue difícil
reconocer que los sueños nocturnos son satisfacciones de deseos, al igual de los sueños diurnos, las
fantasías, que tan bien conocemos todos.
¡Pasemos ahora de las fantasías al poeta! ¿Deberemos realmente arriesgarnos en el intento de
comparar al poeta con el hombre «que sueña despierto», y comparar sus creaciones con los sueños
diurnos? Se nos impone, ante todo, una primera diferenciación: hemos de distinguir entre aquellos
poetas que utilizan material ya dado, como los poetas trágicos y épicos de la antigüedad, y aquellos
otros que parecen crearlo libremente. Nos detendremos en estos últimos y elegiremos para nuestra
comparación no precisamente los poetas que más estima la crítica, sino otros más modestos: los
escritores de novelas, cuentos e historias, que encuentran, en cambio, más numerosos y entusiastas
lectores y lectoras. En las creaciones de estos narradores hallamos, ante todo, un rasgo singular: tienen
un héroe que constituye el foco del interés, para quien el poeta intenta por todos los medios conquistar
nuestra simpatía, y al que parece proteger con especial providencia. Cuando al final de un capítulo
novelesco dejamos al héroe inconsciente y sangrando por graves heridas, podemos estar seguros de
que al principio del capítulo siguiente lo encontraremos solícitamente atendido y en vías de
restablecimiento; y si el primer tomo acaba con el naufragio del buque en el que nuestro héroe
navegaba, es indudable que al comienzo del segundo tomo leeremos la historia de su milagroso
salvamento, sin el cual la novela no podría continuar. El sentimiento de seguridad, con el que
acompañamos al protagonista a través de sus peligrosos destinos, es el mismo con el que un héroe real
y verdadero se arroja al agua para salvar a alguien que está en trance de ahogarse, o se expone al fuego
enemigo para asaltar una batería; es aquel sentimiento heroico al cual ha dado acabada expresión uno
de nuestros mejores poetas: «Nada puede pasarme» (Anzengruber)195. Pero, a mi juicio, en este signo
delator de la invulnerabilidad se reconoce sin esfuerzo su majestad el yo, el héroe de todos los sueños
diurnos y de todas las novelas.

195
Palabras del aprendiz de picapedrero en la comedia del escritor y dramaturgo vienés Ludwig
Anzengruber (1839-1889). Se trata de una de las citas preferidas de Freud que también introduce, por ejemplo,
en Actualidades sobre la guerra y la muerte (1915) [Nota del editor alemán]. Como vemos, Freud, lector
impenitente, no tiene reparo en citar a un escritor de tercer fila si se trata de ejemplificar lo sostenido en su
teoría.
Otros rasgos típicos de estas narraciones egocéntricas indican la misma afinidad. El hecho de
que todas las mujeres de la novela se enamoren del héroe no puede apenas tomarse como descripción
de la realidad efectiva, pero sí desde luego comprenderse como componente necesario del sueño
diurno. Y lo mismo cuando las demás personas de la novela se dividen exactamente en buenos y
malos, con renuncia a la variedad observable de los caracteres humanos; los «buenos» son siempre los
que le ayudan, y los «malos», los enemigos y competidores del yo, convertido en héroe.
Ahora bien: no negamos en modo alguno que muchas producciones poéticas se mantienen
muy alejadas del modelo del ingenuo sueño diurno, pero no podemos acallar la conjetura de que
también las desviaciones más extremas podrían ser referidas a tal modelo mediante una serie de
transiciones sin solución alguna de continuidad. Todavía en muchas de las llamadas novelas
psicológicas me ha llamado la atención advertir que sólo una persona, el héroe nuevamente, es
descrita por dentro; el poeta está en su alma y contempla por fuera a los demás personajes. Acaso la
novela psicológica debe, en general, su peculiaridad a la tendencia del poeta moderno a disociar su yo
por medio de la autoobservación en yoes parciales, y personificar en consecuencia en varios héroes las
corrientes conflictivas de su vida anímica. Especialmente contrapuestas al tipo del sueño diurno
parecen estar aquellas novelas que pudiéramos calificar de «excéntricas», en las que la persona
introducida como héroe desempeña el mínimo papel activo, y deja desfilar ante ella como un mero
espectador los hechos y los sufrimientos de los demás. De este género son varias de las últimas
novelas de Zola. Pero he de observar que el análisis psicológico de numerosos individuos no poetas,
desviados en algunos puntos de lo considerado como normal, nos ha dado a conocer variantes
análogas de los sueños diurnos, en las cuales el yo se contenta con el papel de espectador.
Si nuestra comparación del poeta con el soñador diurno y de la creación poética con el sueño
diurno ha de entrañar un valor, tendrá, ante todo, que demostrarse fructífera en algún modo.
Intentaremos aplicar a las obras del poeta nuestra tesis anterior de la referencia de la fantasía a los tres
tiempos, y con el deseo que los recorre, y estudiar con su ayuda las relaciones dadas entre la vida del
poeta y sus creaciones. Por regla general no se sabe con que representaciones de expectativa
(Erwartungvorstellungen) debe uno aproximarse al problema; a menudo se ha representado esta
relación con demasiada simpleza. A partir de la intelección adquirida en el estudio de las fantasías,
esperamos el siguiente estado de cosas: una poderosa vivencia actual despierta en el poeta el recuerdo
de una vivencia anterior, perteneciente casi siempre a su infancia, y de éste parte entonces el deseo,
que se crea su satisfacción en la ficción (Dichtung); ésta misma deja igualmente reconocer elementos
de la ocasión reciente y del antiguo recuerdo196.
La complicación de esta fórmula no debe arredrarnos; sospecho que demostrará en realidad ser
un esquema harto precario; pero de todos modos puede entrañar una primera aproximación al estado
de cosas real, y tras varios ensayos que he llevado a cabo, opino que semejante modo de
consideración de las producciones poéticas no puede ser infructuosa. No debe olvidarse que la
acentuación, quizá extraña, de los recuerdos infantiles en la vida del poeta se deriva en último término
del presupuesto de que la poesía, como el sueño diurno, es la continuación y el sustitutivo de los
antiguos juegos infantiles.
Examinemos ahora de nuevo aquel género de obras poéticas en las que no vemos creaciones
libres, sino reelaboraciones de un material ya dado y conocido. También en ellas le queda al poeta
cierta independencia, que puede manifestarse en la elección del material y en la modificación del
mismo, a veces muy amplia. Ahora bien: todos los materiales dados proceden del acervo popular,
constituido por mitos, leyendas y fábulas. La investigación de estas imágenes (Bildungen) de la
psicología de los pueblos no está, desde luego, descartada; es muy probable que los mitos, por
ejemplo, correspondan a residuos deformados de fantasías desiderativas de naciones enteras, a los
sueños seculares de la humanidad joven.
Se me dirá que he tratado mucho más de las fantasías que del poeta, no obstante haber adscrito
al mismo el primer lugar en el título de mi conferencia. Lo sé, y voy a tratar de disculparlo con una
indicación del estado actual de nuestros conocimientos. No podía ofrecer en este sentido más que

196
Una acepción similar la ha defendido Freud ya en 1898 en una carta a Fliess (de 7 de Julio), incluso
en referencia a la novela de C. F. Meyer Die Hochzeit des Mönchs (Las bodas del monje) [Nota del editor
alemán]. Cfr. Freud: Obras completas, IX, 3606.
ciertas sugerencias y desafíos que del estudio de las fantasías han surgido sobre el problema de la
elección del material poético. El otro problema, el de los medios con los que el poeta consigue las
reacciones emotivas que despiertan sus creaciones, no lo hemos tocado aún. Les podría indicar, al
menos, qué camino lleva desde nuestras dilucidaciones sobre las fantasías a los problemas de los
efectos poéticos.
Recordarán, como dijimos antes, que el soñador diurno oculta cuidadosamente a los demás sus
fantasías porque tiene motivos para avergonzarse de ellas. Añadiré ahora que aunque nos las
comunicase no nos produciría con tal revelación placer ninguno. Tales fantasías, cuando las
experienciamos, nos parecen repelentes, al menos nos dejan completamente fríos. En cambio, cuando
el poeta nos representa sus juegos o nos relata aquello que nos inclinamos a explicar como sus
personales sueños diurnos, sentimos un elevado placer, que afluye seguramente de numerosas fuentes.
Cómo lo consigue el poeta es su más íntimo secreto; en la técnica de la superación de aquella
repugnancia, relacionada indudablemente con los límites que se alzan entre cada yo singular y las
demás, está la verdadera ars poetica. Dos órdenes de medios de esta técnica se nos revelan fácilmente.
El poeta suaviza el carácter egoísta del sueño diurno por medio de modificaciones y ocultaciones, y
nos soborna con el placer puramente formal, o sea estético, que nos ofrece la exposición de sus
fantasías. A tal placer, que nos es ofrecido para facilitar con él la liberación de un placer mayor,
procedente de fuentes psíquicas más hondas, lo designamos con los nombres de prima de atracción o
placer preliminar197. Soy de la opinión que todo el placer estético que el poeta nos procura entraña
este carácter del placer preliminar, y que el peculiar goce de la obra poética procede de la liberación de
tensiones surgidas en nuestra alma. Quizá contribuye no poco a este resultado positivo el hecho de que
el poeta nos pone en situación de gozar en adelante, sin avergonzarnos ni hacernos reproche alguno, de
nuestras propias fantasías. Nos hallaríamos aquí en trance de nuevas investigaciones, tan interesantes
como complejas, pero, al menos por esta vez, también nos encontramos al final de nuestras
explicaciones.”

FREUD: Múltiple interés del psicoanálisis (1913).

El interés del psicoanálisis para la Estética.

El psicoanálisis ha logrado resolver también satisfactoriamente algunos de los problemas


enlazados al arte y al artista. Otros escapan por completo a su influjo. Reconoce también en el
ejercicio del arte una actividad encaminada a la mitigación de deseos insatisfechos, y ello, tanto en el
mismo artista creador como luego en el espectador de la obra de arte. Las fuerzas impulsoras del arte
son aquellos mismos conflictos que conducen a otros individuos a la neurosis y han movido a la
sociedad a la creación de sus instituciones. El problema del origen de la capacidad artística creadora
no toca resolverlo a la Psicología. El artista busca, en primer lugar, su propia liberación, y lo consigue
comunicando su obra a aquellos que sufren la insatisfacción de iguales deseos. Presenta realizadas sus
fantasías; pero si éstas llegaran a constituirse en una obra de arte, es mediante una transformación que
mitiga lo repulsivo de tales deseos, encubre el origen personal de los mismos y ofrece a los demás
atractivas primas de placer, ateniéndose a normas estéticas. Para el psicoanálisis resulta fácil descubrir,
al lado de la parte manifiesta del goce artístico, otra parte latente, mucho más activa, procedente de las
fuentes ocultas de la liberación de las pulsiones. La relación entre las impresiones infantiles y los
destinos del artista y sus obras, como reacciones a tales impulsos, constituye uno de los objetos más
atractivos de la investigación analítica.
Por lo demás, la mayoría de los problemas de la creación y el goce artístico esperan aún ser
objeto de una labor que arroje sobre ellos la luz de los descubrimientos analíticos y les señale su
puesto en el complicado edificio de las compensaciones de los humanos deseos. A título de realidad
convencionalmente reconocida, en la cual, y merced a la ilusión artística, pueden los símbolos y los

197
La teoría del «placer preliminar» y de la «prima de atracción» la ha desarrollado Freud, en referencia
al chiste, en el último apartado del capítulo IV del libro El chiste y su referencia a lo inconsciente (1905). Una
observación sobre lo mismo se encuentra también en el ensayo “Personajes psicopáticos en la escena” [Nota del
editor alemán]. Cfr. Obras completas, III, 1105-1106, y IV, 1272-1276.
productos sustitutivos provocar afectos reales, forma el arte un dominio intermedio entre la realidad,
que nos niega el cumplimiento de nuestros deseos, y el mundo de la fantasía, que nos procura su
satisfacción, un dominio en el que conservan toda su energía las aspiraciones a la omnipotencia de la
humanidad primitiva.”

Cuestiones

1. ¿Qué términos nucleares pueden destacarse tras la lectura de los textos de Freud?
2. ¿Qué puede decirse sobre el carácter neurótico de todo creador y, por extensión de todo lector?
3. ¿Qué mecanismos de tipo psíquico pone en juego el creador para llevar a término su obra?
4. ¿Qué relación podemos establecer entre el fantasear diurno, nuestros deseos más íntimos, y nuestros
intentos de crear algo que de alguna manera los exprese y dé salida?
5. ¿Qué paralelismos establece el texto entre el juego infantil y la imaginación creadora del adulto?
Ejercicio nº 17: El cine de Hitchcock

Ejercicio

Realizar un comentario sobre la película Vértigo (1958) de Alfred Hitchcock en el que se


tengan en cuenta los extremos siguientes: 1. El sentido general de la trama. 2. Análisis de los
principales personajes (sobre todo, Scottie, personaje interpretado por James Steward, y Judy-
Madelaine, personaje interpretado por Kim Novak). 3. Reseña y posible interpretación de las escenas
del film más sorprendentes o extrañas. Los estudiantes que quieran ilustrarse sobre esta obra pueden
leer con provecho la tercera parte, “El abismo que sube y se desborda” del libro Lo bello y lo siniestro,
de E. Trías (págs. 79-121).
Ejercicio nº 18: La estética fenomenológica

Texto: M. Merleau-Ponty: “La duda de Cézanne”198.

“Necesitaba cien sesiones de trabajo para un bodegón, ciento cincuenta sesiones de pose para
un retrato. Aquello que llamamos su obra no era para él más que un ensayo y una aproximación a su
pintura. En septiembre de 1906, a los 67 anos de edad, y un mes antes de morir, escribe: «Me
encuentro en tal estado de perturbaciones mentales, en una agitación tan grande que, por un momento,
he temido que mi débil razón no resistiera más... Hoy me parece que me siento un poco mejor y que
veo más clara la orientación de mis estudios. ¿Llegaré a la meta tan buscada y tan largo tiempo
perseguida? Pinto siempre del natural y me parece que hago lentos progresos.» La pintura ha sido su
mundo y su manera de existir. Trabaja solo, sin discípulos, sin admiración por parte de su familia, sin
ser alentado por parte de los jurados. Pinta incluso la tarde del día en que muere su madre. En 1870,
pinta en l’ Estaque mientras los gendarmes le buscan como prófugo. Y sin embargo llega a dudar de su
vocación. Al hacerse viejo, se pregunta si la novedad de su pintura no provendría de un defecto de sus
ojos, si toda su vida no hubiese estado cimentada sobre un accidente de su cuerpo. A este esfuerzo y a
esta duda responden las incertidumbres y las sandeces de sus contemporáneos. «Pintura de
privadero199 borracho», decía un crítico en 1905. Hoy en día, C. Mauclair saca todavía argumentos
contra Cézanne a partir de sus confesiones de impotencia. Durante este tiempo, sus cuadros se han
esparcido por el mundo. ¿Por qué tanta incertidumbre, tanto trabajo, tantos fracasos y, de pronto, el
mayor de los éxitos?
Zola, que era amigo de Cézanne desde la infancia, ha sido el primero en encontrar genio en él,
y el primero en hablar de él como de un «genio abortado». Un espectador de la vida de Cézanne, como
lo era Zola, más atento a su carácter que al sentido de su pintura, bien podía tratarla como una
manifestación enfermiza.
Porque, ya desde 1852, en Aix, en el colegio Bourbon donde acababa de ingresar, Cézanne
inquietaba a sus amigos por sus cóleras y sus depresiones. Siete años más tarde, decidido a ser pintor,
duda de su talento y no se atreve a pedir a su padre, sombrerero y después banquero, que le mande a
París. Las cartas de Zola le reprochan su inestabilidad, su debilidad, su indecisión. Va a París, pero
escribe: «No hice más que cambiar de lugar y el tedio me ha seguido.» No tolera las discusiones,
porque le fatigan y nunca sabe exponer sus razones. El fondo de su carácter es ansioso. Cuando tiene
cuarenta y dos años, piensa que morirá joven y hace su testamento. A los cuarenta y seis, durante seis
meses, experimenta una fogosa pasión, atormentada, extenuante, cuyo desenlace nos es desconocido y
de la cual no hablará jamás. A los cincuenta y uno, se retira a Aix, para encontrar la naturaleza que
mejor conviene a su genio, pero también para volver a su medio infantil, junto a su madre y a su
hermana. A la muerte de su madre, se apoyará en su hijo. «La vida es terrible», decía a menudo. La
religión, que comienza entonces a practicar, comienza para él con el miedo a la vida y el miedo a la
muerte. «Es el miedo –decía a un amigo–; me quedan cuatro días de vida sobre la tierra. ¿Y después?
Creo que sobreviviré y no quiero correr el riesgo de asarme in aeternum.» Aunque enseguida se
profundizó, el motivo inicial de su religión fue la necesidad de fijar su vida y de desentenderse de ella.
Se fue volviendo cada día más tímido, desconfiado y susceptible. Va algunas veces a París, pero, al
encontrarse con amigos, desde lejos les hace signos de que le dejen tranquilo. En 1903, cuando sus
cuadros comienzan a venderse en París dos veces más caros que los de Monet, cuando jóvenes como
Joachim Gasquet y Émile Bernard acuden a verle y a interrogarle, se tranquiliza un poco. Pero las
cóleras persisten. Un niño de Aix le había golpeado sin querer pasando junto a él; desde entonces no
pudo soportar ningún contacto. Un día de su vejez, al verle tropezar, Émile Bernard le sostuvo con su
mano. Cézanne se puso furioso. Mientras subía a su taller se le oía gritar que nadie le pondría «la
mano encima». Fue también a causa de este terror a que nadie se inmiscuyera en su vida por lo que
alejaba de su taller a las mujeres que hubieran podido servirle de modelo, de su vida a los sacerdotes a

198
M. Merleau-Ponty: Sentido y sinsentido (1948), 33-56.
199
Privadero: Pocero, hombre que limpia los pozos negros. (Nota de CAT).
los que llamaba «pringosos», de su espíritu las teorías de Émile Bernard cuando se le hacían
demasiado apremiantes.
Esta pérdida del contacto espontáneo con los hombres, esta impotencia para dominar las
situaciones nuevas, su huida a un mundo de hábitos, a un medio sin problemas, esta oposición tan
rígida entre la teoría y la práctica, entre los contactos humanos y su libertad de solitario, todos estos
síntomas permiten hablar de una constitución enfermiza, y por ejemplo, como se ha hecho con el
Greco, tratarle de esquizoide. La idea de una pintura «del natural» vendría a Cézanne de la misma
debilidad. Su extrema atención a la naturaleza, al color, el carácter inhumano de su pintura (decía que
un rostro debía ser pintado como un objeto), su devoción al mundo visible no serían más que una
huida del mundo humano, la alienación de su humanidad.
Estas conjeturas no facilitan el sentido positivo de la obra, no puede deducirse de ellas, sin
más, que su pintura sea un fenómeno de decadencia, y, como dice Nietzsche, de vida «empobrecida»,
o bien que esta pintura nada tiene que enseñar a un hombre realizado. Seguramente, por haber hecho
demasiado caso a la psicología, en su trato personal con Cézanne, Zola y Émile Bernard han creído en
un fracaso. Es posible que, a causa de sus debilidades nerviosas, Cézanne haya conseguido una forma
de arte válida para todos. Abandonado a sí mismo, ha podido contemplar la naturaleza como sólo un
hombre sabe hacerlo. El sentido de su obra no puede ser determinado por su vida.
Tampoco se le conocería mejor por la historia del arte, es decir, hablando de las influencias (la
de los italianos y de Tintoreto, la de Delacroix, la de Courbet y de los impresionistas); ni por sus
procedimientos pictóricos, ni incluso, por su propio testimonio sobre su pintura.
Sus primeros cuadros, hasta cerca de 1870, son sueños pintados, un Rapto, un Asesinato.
Proceden de los sentimientos y buscan ante todo provocarlos. Se trata casi siempre de cuadros
pintados a grandes trazos y proporcionan la fisonomía moral de los gestos más que su aspecto visible.
A los impresionistas, y en particular a Pisarro debe Cézanne haber concebido enseguida la pintura no
como la encarnación de escenas imaginadas o la proyección de los sueños al exterior, sino como el
estudio preciso de las apariencias, más como un trabajo del natural que como un trabajo de taller, y el
haber abandonado la factura barroca, que busca ante todo captar el movimiento, por los pequeños
toques yuxtapuestos y los trabados pacientes.
Sin embargo, pronto se separó de los impresionistas. El Impresionismo quería dar a través de
la pintura la manera exacta como los objetos chocan con nuestra mirada y atacan nuestros sentidos. Y
así, los representaba en la atmósfera en que nos los ofrece la percepción instantánea, sin contornos
absolutos, ligados entre sí por la luz y el aire. Para obtener esta envoltura luminosa había que excluir
las tierras, los ocres y los negros y no utilizar más que los siete colores del prisma. Para representar el
color de los objetos no bastaba con transportar sobre la tela su tono local, es decir, el color que toman
cuando se los aísla de lo que los rodea, era necesario tener en cuenta los fenómenos de contraste que
en la naturaleza modifican los colores locales. Y aún más, cada color que vemos en la naturaleza
provoca, por una especie de rebote, la visión del color complementario, y estos complementarios se
exaltan. Para obtener en el cuadro, que será visto en la débil iluminación de los apartamentos, el
aspecto mismo de los colores bajo el sol, es necesario poner no solamente un verde, si se trata de
hierba, sino también el rojo complementario que lo hará vibrar. Finalmente, el mismo tono local se ve
descompuesto por los impresionistas. En general, es posible obtener cada color yuxtaponiendo, en
lugar de mezclarlos, los colores que lo componen, lo que proporciona un tono más vibrante. De todos
estos procedimientos resultaba que la tela, que de ninguna manera era comparable punto por punto con
la naturaleza, restituía, por la interacción de unas partes sobre las otras, una verdad general de la
impresión. Pero la pintura de la atmósfera y la división de tonos ahogaban el objeto y hacían
desaparecer su propia corporeidad. La composición de la paleta de Cézanne hace presumir que se
trazaba otros objetivos: en ella encontramos, no los siete colores del prisma, sino dieciocho colores,
seis rojos, cinco amarillos, tres azules, tres verdes, un negro. El uso de los colores cálidos y del negro
muestra que Cézanne quiere representar el objeto, reencontrarlo detrás de la atmósfera. Asimismo
renuncia a la división del tono y la reemplaza por mezclas graduadas, por una escala de matices
cromáticos sobre el objeto, por una modulación coloreada que sigue la forma y la luz recibida. La
supresión de los contornos precisos en ciertos casos, la prioridad del color sobre el dibujo no tienen,
evidentemente, el mismo sentido en Cézanne que en los impresionistas. El objeto ya no está cubierto
de reflejos, perdido en sus relaciones con el aire y los demás objetos, se presenta como sordamente
iluminado desde el interior, la luz emana de él, y el resultado es una impresión de solidez y de
materialidad. Cézanne no renuncia, por lo demás, a hacer vibrar los colores cálidos, obtiene esta
sensación con el empleo del azul.
Podríamos decir entonces que ha buscado un retorno al objeto sin abandonar la estética
impresionista, que toma modelo de la naturaleza. Émile Bernard le recordaba que un cuadro, para los
clásicos, exige circunscripción en los contornos, composición y distribución de las luces. Cézanne
responde: «Ellos hacían un cuadro y nosotros probamos con un pedazo de naturaleza.» Dijo de los
maestros que ellos «reemplazaban la realidad por la imaginación y por la abstracción que la
acompaña», y de la naturaleza que «es preciso doblegarse a esta obra perfecta. Todo nos viene de ella
y por ella existimos, olvidemos el resto». Declara haber querido hacer del Impresionismo «algo sólido
como el arte de los museos». Su pintura seria una paradoja: la búsqueda de la realidad sin abandonar la
sensación, sin tomar otro guía que la naturaleza en su impresión inmediata, sin fijar los contornos, sin
encuadrar el color con el dibujo, sin componer la perspectiva ni el cuadro. Esto es lo que Bernard
llama el suicidio de Cézanne: aspira a la realidad y se prohíbe los medios para alcanzarla. Aquí
radicaría la causa de sus dificultades y también de las deformaciones que aparecen en su obra
principalmente entre 1870 y 1890. Los platos o las copas puestas de perfil sobre una mesa deberían ser
elipses, pero los dos extremos de la elipse son gruesos y dilatados. La mesa de trabajo, en el retrato de
Gustare Geffroy, se extiende hacia la parte baja del cuadro contra las leyes de la perspectiva.
Abandonando el dibujo, Cézanne se habría entregado al caos de las sensaciones. Ya que las
sensaciones harían zozobrar los objetos y sugerirían constantemente ilusiones, como lo hacen a veces
–por ejemplo, la ilusión del movimiento de los objetos cuando balanceamos la cabeza– si el juicio no
reordenara sin cesar las apariencias. Cézanne, dice Bernard, habría sumergido «la pintura en la
ignorancia y su espíritu en las tinieblas».
En realidad, sólo se puede juzgar así su pintura, olvidando la mitad de lo que ha dicho y
cerrando los ojos a lo que ha pintado.
En sus diálogos con Émile Bernard queda claro que Cézanne intenta siempre escapar a las
alternativas preestablecidas que le son presentadas –la de los sentidos o la inteligencia, la del pintor
que ve o del pintor que piensa, la de la naturaleza y la composición, del primitivismo y la tradición.
«Uno debe hacerse su propia óptica –dice–, y entiendo por óptica una visión lógica, es decir, sin nada
de absurdo.» «¿Se trata de nuestra naturaleza?», pregunta Bernard. Cézanne responde: «Se trata de los
dos.» «¿Naturaleza y arte no son diferentes?» «Yo quisiera unirlos. El arte es una percepción personal.
Sitúo esta percepción en la sensación y pido a la inteligencia que la organice en obra». Pero incluso
estas fórmulas conceden demasiada importancia a las nociones ordinarias de «sensibilidad»,
«sensación» o «inteligencia», por lo cual Cézanne no podía persuadir y por lo cual prefería pintar. En
lugar de aplicar a su obra ciertas dicotomías, que por otra parte pertenecen más a las tradiciones de
escuela que a los fundadores –filósofos o pintores– de estas tradiciones, más valdría ser dócil al
sentido propio de su pintura que no es otro que el de ponerlas en cuestión. Cézanne no creyó tener que
escoger entre sensación y pensamiento, ni tampoco entre caos y orden. No ha querido separar las cosas
fijas que aparecen ante nuestra mirada y su manera fugaz de mostrársenos, ha querido pintar la materia
dándose forma a sí misma, el orden que nace de una organización espontánea. No ha marcado ninguna
ruptura entre «los sentidos» y «la inteligencia», sino entre el orden espontáneo de las cosas percibidas
y el orden humano de las ideas y las ciencias. Percibimos cosas, nos entendemos acerca de ellas,
estamos anclados en ellas y es sobre esta piedra angular de «naturaleza» que construimos ciencias.
Este mundo primordial es lo que Cézanne ha querido pintar, y he aquí por qué sus cuadros dan la
impresión de la naturaleza en sus orígenes, mientras que las fotografías de los mismos paisajes
sugieren los trabajos de los hombres, sus comodidades, su presencia inmediata. Cézanne nunca ha
querido «pintar como un primario», sino volver a poner en contacto la inteligencia, las ideas, las
ciencias, la perspectiva, la tradición en contacto con este mundo natural que ellas están destinadas a
comprender, ha querido confrontar con la naturaleza, como él ha dicho, las ciencias «que de ella han
salido».
Las investigaciones de Cézanne en el dominio de la perspectiva descubren por su fidelidad a
los fenómenos aquello que la psicología reciente iba a formular. La perspectiva vivida, la de nuestra
percepción, no es la perspectiva geométrica o fotográfica: en la percepción, los objetos cercanos
parecen más pequeños, los alejados mayores de como lo hacen en una fotografía, tal como sucede en
el cine cuando un tren se acerca y engrandece mucho más rápidamente que un tren real en las mismas
condiciones. Decir que un círculo visto oblicuamente es visto como una elipse, no es otra cosa que
sustituir la percepción efectiva por el esquema de lo que deberíamos ver si fuéramos aparatos
fotográficos: lo que vemos en realidad es una forma que oscila alrededor de la elipse sin ser una elipse.
En un retrato de Mme. Cézanne, el friso de tapicería que aparece a ambos lados del cuerpo no forma
una línea recta: sabido es que si una línea pasa por debajo de una ancha franja de papel, los dos trozos
visibles aparecen dislocados. La mesa de Gustave Geffroy se extiende hacia la parte baja del cuadro,
si, pero cuando nuestra vista recorre una extensa superficie, las imágenes que obtiene sucesivamente
son tomadas desde distintos puntos de vista y la superficie total aparece combada También es verdad
que trasladando sobre la tela estas deformaciones, las congelo, detengo el movimiento espontáneo por
el cual se apiñan unas con otras en la percepción y tienden hacia la perspectiva geométrica. Lo mismo
sucede a propósito de los colores. Una rosa sobre un papel gris colorea el fondo de verde. La pintura
de escuela pinta el fondo de gris, convencida que la rosa, como el objeto real, producirá el efecto de
contraste. La pintura impresionista pone verde en el fondo, para obtener un contraste tan vivo como el
de los objetos en pleno aire. ¿No es esto falsear la relación de los tonos? Lo sería si la cosa se
detuviera aquí. Pero la tarea del pintor trata de conseguir que los demás colores del cuadro
convenientemente modificados priven al verde puesto sobre el fondo de su carácter de color real. De la
misma manera, el genio de Cézanne consigue que las deformaciones de la perspectiva, por la
disposición de conjunto del cuadro, dejen de ser visibles por sí mismas ante una mirada global, y
contribuyan solamente, como ocurre en la visión natural, a dar la impresión de un orden naciente, de
un objeto que ésta apareciendo, que se está aglomerando ante nuestros ojos. Algo similar ocurre con el
contorno de los objetos, que, concebido como una línea que los encierra, no pertenece al mundo
visible sino a la geometría. Si marcamos con un trazo el contorno de una manzana, la convertimos en
una cosa, en tanto que establecemos el límite ideal hacia el cual huyen en profundidad los costados de
la manzana. No señalar ningún contorno sería privar a los objetos de su identidad. Señalar uno sólo,
significaría sacrificar la profundidad, es decir, las dimensiones que nos facilita la cosa, no como
desplegada delante de nosotros, sino de una manera llena de posibilidades reservadas y como una
realidad inagotable. Por esto seguirá Cézanne con una modulación coloreada los volúmenes del objeto
y marcará con trazos azules varios contornos. La mirada, yendo y viniendo de un contorno a otro,
alcanza a ver un contorno naciente de todos ellos tal como ocurre en la percepción. No hay nada
menos arbitrario que estas célebres deformaciones –deformaciones que, por otra parte, Cézanne
abandonará en su último periodo, a partir de 1890, cuando dejará de llenar su tela de colores y dejará
la factura apretada de los bodegones.
El dibujo debe, pues, proceder del color, si queremos que el mundo sea reflejado en todo su
espesor, ya que es una masa sin lagunas, un organismo de colores, a través de los cuales la fuga de la
perspectiva, los contornos, las rectas y las curvas se instalan como líneas de fuerza, la envoltura
espacial se constituye vibrando. «El dibujo y el color ya no son algo distinto; a medida que se va
pintando, se dibuja; cuanto más se armoniza el color, tanto más se va precisando el dibujo... Cuando el
color alcanza su punto de máxima riqueza, la forma se encuentra en su plenitud.» Cézanne no busca
sugerir por el color las sensaciones táctiles que proporcionarían la forma y la profundidad. En la
percepción primordial, estas distinciones del tacto y de la vista son desconocidas. Quien nos enseña a
distinguir nuestros sentidos es la ciencia del cuerpo humano. Lo vivido no lo reencontramos o lo
construimos a partir de los datos de los sentidos, sino que se nos ofrece de golpe como el centro de
donde proceden. Vemos la profundidad, lo aterciopelado, la suavidad, la dureza de los objetos;
Cézanne decía incluso: su olor. Si el pintor quiere expresar el mundo, es necesario que la disposición
de los colores lleve en sí misma este Todo indivisible; si no su pintura será una alusión a las cosas y no
las reflejará en esta unidad imperiosa, con la presencia, con la plenitud insuperable que constituye para
todos nosotros la definición de lo real. Hasta es la causa por la cual cada toque de color dado debe
satisfacer una infinidad de condiciones, por la cual Cézanne meditaba a veces durante una hora antes
de darlo; debe, como dice Bernard, «contender el aire, la luz, el objeto, el plano, el carácter, el dibujo,
el estilo». La expresión de lo que existe es una tarea infinita.
Cézanne no desdeñó, de ninguna manera, la fisonomía de los objetos y de los rostros; lo que
quería era alcanzarla en cuanto emerge del color. Pintar un rostro «como un objeto» no significa
despojarlo de su «pensamiento». «Creo que la pintura lo interpreta –dijo Cézanne–; el pintor no es un
imbécil». Pero esta interpretación no debe ser un pensamiento separado de la visión. «Sí pinto cada
pequeño azul y cada pequeño marrón, le hago mirar tal como él mira... Al diablo si no creen que,
juntando un verde matizado con un rojo, puede entristecerse una boca o hacer sonreír una mejilla». El
espíritu se ve y se lee en las miradas, que no son más que conjuntos coloreados. Los otros espíritus no
se nos ofrecen más que encarnados, adheridos a un rostro y unos gestos. De nada sirve oponer aquí las
distinciones entre alma y cuerpo, entre pensamiento y visión, dado que Cézanne se remonta justamente
hasta la experiencia primordial de la cual proceden estas nociones, experiencia que nos las facilita
como inseparables. El pintor que piensa y que busca la expresión ante todo olvida el misterio,
renovado cada vez que miramos a alguien, de su aparición en la naturaleza. Balzac describe en La
Peau de Chagrin (trad. esp. La piel de zapa) un «mantel blanco como una capa de nieve recién caída v
sobre la cual se elevaban simétricamente los servicios coronados de rubios panecillos». «Toda mi
juventud –decía Cézanne– he querido pintar esto, este mantel de nieve fresca... Ahora sé muy bien que
basta con querer pintar: se elevaban simétricamente los servicios, y: rubios panecillos. Si yo pinto
“coronados”, estoy perdido, ¿comprendéis? Pero si verdaderamente equilibro y matizo mis servicios y
mis panecillos como en la realidad, estad seguros que las coronas, la nieve y toda su vibración
aparecerán».
Vivimos sumergidos en un medio de objetos construidos por los hombres, entre utensilios,
dentro de casas, en calles y ciudades, y la mayoría de las veces no los vemos más que a través de las
acciones humanas de las cuales pueden ser puntos de aplicación. Nos hemos habituado a pensar que
esto es así necesariamente y que es inconmovible. La pintura de Cézanne pone en suspenso estos
hábitos y revela el fondo de naturaleza inhumana en que el hombre se instala. Por esto sus personajes
son extraños y como vistos por un ser de otra especie. La naturaleza en estado puro está despojada de
los atributos que la preparan para ciertas comuniones animistas: el paisaje carece de viento, el agua del
lago de Annecy de movimiento, los objetos son gélidos y balbuceantes como en los orígenes de la
tierra. Se trata de un mundo sin familiaridad, inconfortable, que paraliza toda efusión humana. Si
vamos a ver cuadros de otros pintores después de los de Cézanne, se produce una distensión, de la
misma manera que después de un luto las conversaciones renovadas enmascaran la absoluta novedad y
devuelven su solidez a los vivos. Pero solamente un hombre puede ser capaz de esta visión que va
hasta las raíces, más allá de la humanidad constituida. Todo enseña que los animales no saben mirar,
hundirse en las cosas sin sacar de ellas más que la verdad. Al decir que el pintor de las realidades es un
simio, Émile Bernard dice exactamente lo contrario de lo que es verdad, y comprendemos cómo
Cézanne podía hacer suya la definición clásica del arte: el hombre añadido a la naturaleza.
Su pintura no niega ni la ciencia ni la tradición. En París, Cézanne iba todos los días al
Louvre. Creía que se aprende a pintar, que el estudio geométrico de los planos y de las formas es
necesario. Se documentaba sobre la estructura geológica de los paisajes. Estas relaciones abstractas
iban a operar en la acción del pintor, pero dirigidas al mundo visible. La anatomía y el dibujo están
presentes, cuando da un toque de color, como las reglas del juego en una partida de tenis. Lo que
motiva un gesto del pintor jamás puede ser la sola geometría o la sola perspectiva o las leyes de la
descomposición del color o cualquier conocimiento, sea el que sea. Para todos los gestos que poco a
poco construyen un cuadro no hay más que un sólo motivo, y éste es el paisaje en su plenitud absoluta
–cosa que justamente Cézanne llamaba un «motivo». Comenzaba por descubrir las bases geológicas.
Después dejaba de inquietarse y miraba, con los ojos muy abiertos, dice Mme. Cézanne. «Germinaba
junto con el paisaje. Se trataba, olvidada ya toda ciencia, de alcanzar, por medio de estas ciencias, la
constitución del paisaje como organismo naciente. Era necesario soldar unas con otras todas las vistas
parciales que la mirada iba tomando, reunir lo que se dispersa a causa de la versatilidad de los ojos,
«juntar las manos errantes de la naturaleza», dice Gasquet. «Existe un minuto del mundo que pasa, es
preciso pintarlo en su realidad.» La meditación terminaba de repente. «Ya tengo mi motivo», decía
Cézanne, y explicaba que el paisaje debe ceñirse ni demasiado por arriba ni demasiado por abajo, o
bien mantenerse vivo dentro de una red que no deje escapar nada. Entonces atacaba la tela por todas
partes a la vez, llenaba de manchas coloreadas el primer trazo de carboncillo, el esqueleto geológico.
La imagen se saturaba, se ligaba, se dibujaba, se equilibraba, maduraba conjuntamente. El paisaje,
decía, se piensa dentro de mí y yo soy su conciencia. Nada hay más alejado del naturalismo que esta
ciencia intuitiva. El arte no es ni una imitación ni tampoco una fabricación siguiendo los deseos del
instinto o del buen gusto. Es una operación de expresión. Del mismo modo que la palabra nombra, es
decir, escoge en su naturaleza y sitúa delante de nosotros a título de objeto reconocible aquello que
aparecía confusamente, el pintor, dice Gasquet, «objetiva», «proyecta», «fija». Del mismo modo que
la palabra no se parece a lo que ella designa, la pintura no es un trompe-l'oeil; Cézanne, según sus
propias palabras, «escribe como pintor aquello que todavía no ha sido pintado y lo convierte
absolutamente en pintura». Olvidamos las apariencias viscosas, equívocas, y a través de ellas vamos
directamente a las cosas que nos presentan. El pintor toma y convierte justamente en objeto visible
aquello que sin él quedaría encerrado en la vida aislada de cada conciencia: la vibración de las
apariencias que constituye el origen de las cosas. Para este tipo de pintor, una sola emoción es posible:
la sensación de extrañeza; un sólo lirismo: el de la existencia siempre recomenzada.
Leonardo de Vinci había escogido por divisa el rigor obstinado, todas las artes poéticas
clásicas dicen que la obra es difícil. Las dificultades de Cézanne –como las de Balzac o de Mallarmé–
no son de la misma naturaleza. Balzac imagina, sin duda, según las indicaciones de Delacroix, un
pintor que quiere expresar la vida misma sólo con los colores y guarda escondida su obra maestra.
Cuando Frenhofer muere, sus amigos no encuentran más que un caos de colores, de líneas
ininteligibles, una muralla de pintura. Cézanne se emocionó hasta las lágrimas leyendo Chef-d' oeuvre
inconnu y declaró que Frenhofer era él mismo. El esfuerzo de Balzac, obsesionado también por la
«realización», ayuda a comprender el de Cézanne. En La peau de chagrin habla de «un pensamiento a
expresar», de un «sistema a construir», de una «ciencia a explicar». Pone en boca de Louis Lambert,
uno de los genios malogrados de la Comedia humana: «Me dirijo hacia ciertos descubrimientos; pero
¿qué nombre puedo dar a la potencia que me ata las manos, me cierra la boca y me arrastra en sentido
contrario al de mi vocación?» No basta con decir que Balzac se propuso comprender a la sociedad de
su tiempo. Describir el tipo del viajante de comercio, trazar una «anatomía del cuerpo de catedráticos»
o incluso fundar una sociología no era, en modo alguno, una tarea sobrehumana. Una vez nombradas
las fuerzas visibles, como el dinero y las pasiones, y una vez descrito su funcionamiento manifiesto,
Balzac se pregunta a dónde va todo esto, cuál es su razón de ser, qué quiere decir, por ejemplo, esta
Europa a cuya totalidad de esfuerzos tienden a no sé qué misterio de civilización», qué es lo que
mantiene interiormente al mundo y hace pulular las formas visibles. Para Frenhofer, el sentido de la
pintura es el mismo: «...Una mano no se refiere solamente a un cuerpo, sino que expresa y es la
continuación de un pensamiento que es preciso comprender y traducir... ¡La verdadera lucha está aquí!
Muchos pintores triunfan instintivamente sin conocer este tema del arte. Dibujáis una mujer y sin
embargo no la veis». Es artista quien fija y hace accesible a los más «humanos» de los hombres el
espectáculo del que forman parte sin verlo.
No existe, pues, el llamado arte de adorno. Pueden fabricarse objetos agradables mezclando de
otra manera ideas ya establecidas y presentando formas ya vistas. Esta pintura o esta literatura de
segunda es lo que generalmente se entiende por cultura. El artista, según Balzac o según Cézanne, no
se contenta con ser un animal cultivado; asume la cultura desde su principio y la fundamenta de nuevo,
habla como habló el primer hombre y pinta como si jamás se hubiera pintado. La expresión no puede
ser entonces la traducción de un pensamiento ya claro, puesto que los pensamientos claros son
aquellos que ya han sido dichos por nosotros mismos o por los demás. La «concepción» no puede
preceder a la «ejecución». Antes de la expresión no existe otra cosa que una vaga fiebre, y sólo la obra
realizada y comprendida demostrará que podía encontrarse alguna cosa en vez de nada. Por estar
dirigido a tomar conciencia en el fondo de una experiencia muda y solitaria sobre el cual se cimentan
la cultura y el intercambio de ideas, el artista lanza su obra de la misma manera como un hombre ha
lanzado la primera palabra, sin saber si esta palabra será otra cosa que un grito, si podrá desprenderse
del flujo de vida individual donde nace y presentar, ya sea a esta misma vida en su porvenir, ya sea a
las mónadas que coexisten con ella, ya sea a la comunidad abierta de las mónadas futuras, la existencia
independiente de un sentido identificable. El sentido de lo que va a decir el artista no está en ninguna
parte, ni en las cosas, que todavía no tienen sentido, ni en sí mismo, en su vida informulada. El artista,
desde la razón ya constituida, en la que se encierran los «hombres cultivados», intenta comunicar con
una razón que abrazaría sus propios orígenes. Al Bernard que quería conducirle a la inteligencia
humana, Cézanne responde: «Yo me inclino hacia la inteligencia del Pater Omnipotens». Se inclina,
en todo caso, hacia la idea o el proyecto de un Logos infinito. La incertidumbre y la soledad de
Cézanne no se explican, en lo fundamental, por su constitución nerviosa, sino por la intención de su
obra. La herencia podía haberle dado una gran riqueza de sensaciones, emociones fuertes, un vago
sentimiento de angustia o de misterio que desorganizaran su vida voluntaria y le apartaran de los
hombres; pero estos dones no constituyen una obra más que por el acto de expresión y nada aportan a
las dificultades ni a las virtudes de este acto. Las dificultades de Cézanne son las de la primera palabra.
Se creyó impotente porque no era omnipotente, porque no era Dios y en cambio había querido pintar
el mundo, convertirlo enteramente en espectáculo, hacer ver de qué manera nos toca. Una teoría física
nueva puede demostrarse, ya que la idea o el sentido que encierra queda ligado por medio del cálculo a
ciertas medidas que son ya de dominio común para todos los hombres. Un pintor como Cézanne, un
artista, un filósofo, tienen no sólo que crear y expresar una idea, sino también desvelar las experiencias
que podrán enraizarla en las otras conciencias. Si la obra está lograda, tiene el extraño poder de
enseñarse ella misma. Siguiendo las indicaciones del cuadro o del libro, estableciendo rupturas,
tropezando a uno y otro lado, guiados por la confusa claridad del estilo, el lector o el espectador
acaban por encontrar aquello que ha querido comunicárseles. El pintor sólo ha podido construir una
imagen. Es preciso esperar que esta imagen se anime para los demás. Entonces la obra de arte habrá
juntado estas vidas separadas, ya no existirá solamente en una de ellas como un sueño tenaz o un
delirio persistente, o en el espacio como una tela llena de colores, sino que habitará indivisa en varios
espíritus, presuntivamente en todo espíritu posible, como una adquisición para siempre.
Así los «factores hereditarios», las «influencias» –los accidentes de Cézanne–, son el texto que
la naturaleza y la historia le han dado para que lo descifre. Ellos no proporcionan más que el sentido
literal de su obra. Las creaciones del artista, del mismo modo que, por otra parte, las decisiones libres
del hombre, imponen a estos datos un sentido figurado que no existía antes de ellas. Si nos parece que
la vida de Cézanne llevaba en germen su obra, es porque antes hemos conocido su obra y porque
vemos a través de ésta las circunstancias de su vida, cargándolas de un sentido que tomamos de la
obra. Los datos de Cézanne que enumeramos y de los que hablamos como de condiciones apremiantes,
si tenían que figurar en el tejido de proyectos que él era, no podían hacerlo más que proponiéndose a
él como aquello que tenía que vivir y dejando indeterminada la manera como tenía que vivirlo. Tema
obligado en el momento de la partida, no son, situados en la existencia que los abraza, más que el
monograma y el emblema de una vida que se interpreta a sí misma libremente.
Pero entendamos bien esta libertad. Guardémonos de imaginar cualquier tipo de fuerza
abstracta que superpondría sus efectos a los «datos» de la vida o que introduciría ciertas rupturas en su
desarrollo. Es cierto que la vida no explica la obra, pero también es cierto que vida y obra comunican.
La verdad es que esta obra a realizar exigía esta vida. Desde su inicio, la vida de Cézanne no
encontraba equilibrio más que apoyándose en la obra todavía futura; la vida era el proyecto de la obra
y en ella la obra se anunciaba a través de signos premonitorios que caeríamos en un error si los
tomáramos como causas, pero que hacen de la obra y de la vida una sola aventura. Ya no se trata aquí
de causas ni de efectos, unas y otros se unen en la simultaneidad de un Cézanne eterno que es, a la vez,
fórmula de lo que él ha querido ser y de lo que ha querido hacer. Existe una relación entre la
constitución esquizoide y la obra de Cézanne, porque la obra revela un sentido metafísico de la
enfermedad –la esquizofrenia como reducción del mundo a la totalidad de las apariencias cuajadas y
puesta en cuestión de los valores expresivos–, porque la enfermedad deja de ser un hecho absurdo y un
destino para convertirse en una posibilidad general de la existencia humana cuando esta existencia
afronta con todas sus consecuencias una de sus paradojas –el fenómeno de la expresión– y porque, a
fin de cuentas, dentro de este sentido, es la misma cosa ser Cézanne y ser esquizoide. Resulta
imposible, pues, separar la libertad creadora de los comportamientos menos deliberados que se
insinuaban ya en los primeros gestos de Cézanne niño y en la manera como las cosas le afectaban. El
sentido que Cézanne dará a las cosas en sus pinturas le es ya propuesto a medida que el mundo se le
aparece. Este sentido, Cézanne lo ha liberado, han sido las cosas y los rostros tales como él los veía
que pedían ser pintados así, y Cézanne no ha hecho más que decir lo que ellos querían decir. Pero
entonces, ¿dónde está la libertad? Es verdad, las condiciones de una existencia no pueden determinar
una conciencia más que por medio de una alteración de las razones de ser y de las justificaciones que
la conciencia se proponga, nosotros no podemos ver más que delante nuestro y bajo el aspecto de
finalidades aquello que es nosotros mismos, de suerte que nuestra vida tiene siempre la forma de un
proyecto o de una elección y así se nos aparece como espontánea. Pero decir que nosotros somos de
entrada el objeto de un porvenir, es decir también que nuestro proyecto ha quedado detenido ya con
nuestra primera manera de ser, que la elección ha sido ya realizada con nuestro primer suspiro. Si nada
nos constriñe desde fuera es porque nosotros somos todo nuestro exterior. Este Cézanne eterno que
hemos visto surgir de buen principio, que ha atraído sobre el hombre Cézanne los acontecimientos y
las influencias que se creen exteriores a él y que marcaba todo lo que le ha sucedido, esta actitud hacia
los hombres y hacia el mundo, actitud que no había sido deliberada, libre frente a las causas externas,
¿puede decirse que sea libre frente a sí misma? ¿Acaso la elección no ha sido rechazada de este lado
de la vida y existe elección donde no hay todavía un campo de posibles claramente articulado, sino un
solo probable y como una sola tentación? Si desde mi nacimiento yo soy proyecto, imposible de
distinguir en mí lo dado y lo creado, resulta imposible designar un solo gesto que no sea sino
hereditario o innato y que no sea espontáneo –así como también un solo gesto que sea absolutamente
nuevo en relación con esta manera de estar en el mundo que soy yo desde el principio. Es lo mismo
decir que nuestra vida es toda construida o toda dada. Si existe una verdadera libertad, no puede ser de
otra manera que en el curso de la vida, a través de una superación de nuestra situación de partida, y,
sin embargo, sin que dejemos de ser el mismo –éste es el problema. Dos cosas son ciertas a propósito
de la libertad: que nunca estamos determinados y que a la vez, no cambiamos nunca. Es decir, que,
retrospectivamente, siempre podremos hallar en nuestro pasado el anuncio de lo que hemos sido
después. Es tarea nuestra comprender estas dos cosas a la vez y entender de qué manera la libertad
nace en nosotros sin romper nuestros lazos con el mundo.
Siempre existen lazos, incluso y ante todo cuando rehusamos tal existencia. Valéry ha
descrito, a partir de los cuadros de Vinci, un monstruo de libertad pura, sin queridas, sin acreedor, sin
anécdotas, sin aventuras. Ningún sueño le enmascara las cosas tal como son, ningún sobreentendido
guía sus certidumbres y no lee su destino en alguna imagen favorita como el abismo de Pascal. No, ha
luchado contra los monstruos, ha comprendido sus resortes, los ha desarmado con la atención y los ha
reducido a la condición de cosas conocidas. «Nada más libre, es decir, nada menos humano, que sus
juicios sobre el amor, sobre la muerte. Nos los deja adivinar a través de algunos fragmentos de sus
cuadernos. “El amor en su furor (dice más o menos) es cosa tan fea que la raza humana se extinguiría
–la natura se perderebbe– si aquellos que lo hacen se vieran”. Este desprecio queda acusado por
diversos croquis, ya que el colmo del desprecio hacia ciertas cosas consiste en examinarlas
tranquilamente. Dibuja aquí y allá uniones anatómicas, cortes espantosos en situación de hacer el
amor», es dueño absoluto de sus posibilidades, hace lo que quiere, pasa cuando gusta del conocimiento
a la vida con una elegancia suprema. Nada ha hecho sin saber lo que hacia, y la operación del arte, al
igual que el acto de respirar o de vivir, no va más allá de su conocimiento. Ha hallado la «actitud
central» a partir de la cual es igualmente posible conocer, actuar y crear, puesto que la acción y la
vida, convertidas en ejercicios, no son en absoluto contrarias a la independencia del conocimiento.
Leonardo es una «potencia intelectual», es «el hombre del espíritu».
Observemos mejor. Ninguna revelación existe para Leonardo. Ningún abismo abierto a su
derecha, dice Valéry. Sin duda. Pero en Santa Ana, la Virgen y el Niño existe este manto que dibuja
un buitre y que termina junto al rostro del Niño. Existe este fragmento sobre el vuelo de las aves donde
Leonardo se interrumpe varias veces para seguir un recuerdo de infancia: «Parece como si me hallara
predestinado a ocuparme particularmente del buitre, pues uno de los primeros recuerdos de mi infancia
es el de que, hallándome en la cuna, un buitre se acercó hasta mí, abrió mi boca con su cola y me
golpeó con ella varias veces entre los labios.» De tal manera que esta misma conciencia transparente
tiene su enigma: saber si se trata de un verdadero recuerdo de infancia o de un fantasma de la edad
madura. Esta conciencia no partía de la nada, no se alimentaba tampoco de sí misma. Henos aquí
comprometidos en una historia secreta y en una selva de símbolos. Si Freud quiere descifrar el enigma
a partir de nuestros conocimientos sobre el significado del vuelo de las aves, sobre los fantasmas de
fellatio y su relación con el período de amamantamiento, sin duda protestaremos. Pero es un hecho que
los egipcios hacían del buitre el símbolo de la maternidad, dado que, creían, todos los buitres eran
hembras y eran fecundados por el viento. También es un hecho que los Padres de la Iglesia se servían
de esta leyenda para refutar por medio de la historia natural a aquellos que no querían creer en la
maternidad de una virgen, y, es probable, que, en sus lecturas infinitas, Leonardo haya encontrado esta
leyenda. Hallando en ella el símbolo de su propia suerte.
Leonardo era hijo natural de un rico notario que, en el mismo año de su nacimiento, casó con
la noble Donna Albiera de la cual no tuvo descendencia y que le recogió en su casa cuando cumplió
los cinco años. Sus cuatro primeros años, pues, Leonardo los pasó con su madre, la campesina
abandonada, fue un niño sin padre y aprendió a conocer el mundo que le rodeaba en la sola compañía
de esta madre grande y desgraciada que parecía haberle creado milagrosamente. Si en este momento
recordamos que no se le conoció ninguna amante ni, incluso, ninguna pasión, que fue acusado de
sodomía, pero absuelto, que su diario, mudo en lo referente a otros gastos más costosos, anota con un
detalle meticuloso los costes del entierro de su madre, y también los gastos de ropa y vestidos que hizo
para dos de sus discípulos, no será nada desmedido afirmar que Leonardo no amó más que a una
mujer, su madre, y que este amor no dejó sitio más que para ternuras platónicas dirigidas a los
muchachos que le rodeaban. Durante los cuatro años decisivos de su infancia había establecido un lazo
fundamental al que no tuvo más remedio que renunciar cuando fue llamado al hogar de su padre, lazo
en el que empleó todos sus recursos de amor y todo su poder de abandonarse. Ya no le quedaba más
solución que emplear su sed de vivir en la investigación y en el conocimiento del mundo, y, puesto
que había sido separado, iba a convertirse en esta potencia intelectual, este hombre del espíritu, este
extranjero entre los hombres, este indiferente, incapaz de indignación, de amor o de odio inmediatos,
que dejaba inacabadas sus obras de arte para entregar su tiempo a bizarros experimentos, y en quien
sus contemporáneos presintieron un misterio. Todo sucede como si Leonardo jamás hubiese madurado
del todo, como si todos los lugares de su corazón hubieran sido ocupados de antemano, como si el
espíritu de investigación hubiera sido para él una manera de huir de la vida, como si hubiera empleado
en sus primeros años todo su poder de asentimiento y como si hubiera permanecido hasta el fin fiel a
su infancia. Jugaba como un niño. Vasari cuenta que «confeccionó una pasta de cera, y, mientras se
paseaba, formaba con ella animales muy delicados, huecos y llenos de aire; soplaba en su interior, y
volaban; salía el aire, y volvían a caer al suelo. Habiendo hallado el viñador del Belvedere un lagarto
singular, Leonardo le hizo, con la piel de otros animales de la misma clase, unas alas que llenó de
mercurio, de suerte que temblaban y se movían al moverse el lagarto; luego le pintó ojos, le puso
cuernos y barbas, lo domesticó y lo llevaba en una cajita, asustando con él a sus amigos». Del mismo
modo que su padre le había abandonado, él dejaba sus obras inacabadas. Ignoraba la autoridad, y, en
materia de conocimiento, no se fiaba más que de la naturaleza y de su propio juicio, como sucede a
menudo con aquellos que no han sido educados en la intimidación y el poder protector del padre. O
sea que incluso este puro poder de examen, esta soledad, esta curiosidad que define el espíritu no se
han establecido en Leonardo de Vinci más que en relación con su historia. En el colmo de la libertad;
él es, por esta misma causa, el niño que ha sido, y si está separado de algo es porque está atado a todo
lo demás. Convertirse en pura conciencia es también una manera de tomar posiciones frente al mundo
y frente a los demás, y esta manera Leonardo la ha aprendido asumiendo la situación que le había sido
creada por su nacimiento y por su infancia. No existe ninguna conciencia que no sea conducida por su
compromiso primordial en la vida y por la forma de este compromiso.
Lo que pudiera haber de arbitrario en las explicaciones de Freud no serviría en nada para
desacreditar en este caso la intuición psicoanalítica. Más de una vez, el lector se ha detenido por la
falta de pruebas. ¿Por qué esto sí y aquello no? La cuestión parece imponerse tanto más cuanto Freud
facilita a menudo varias interpretaciones, siendo cada símbolo, según Freud, «predeterminado».
Además está bien claro que una doctrina que hace intervenir la sexualidad en todas partes no podría,
según las reglas de la lógica inductiva, establecer su eficacia en parte alguna, ya que se priva de toda
contraprueba excluyendo de entrada cualquier caso diferencial. Ésta es la manera de triunfar sobre el
psicoanálisis, pero solamente sobre el papel. Ya que las sugerencias del psicoanalista, si bien jamás
pueden ser probadas, tampoco pueden ser eliminadas: ¿Cómo imputar al azar las complejas relaciones
que el psicoanalista descubre entre el niño y el adulto? ¿Cómo negar que el psicoanálisis nos ha
enseñado a apercibir, a lo largo de una vida, ciertos ecos y alusiones, interrupciones y reanudaciones,
un encadenamiento que no osaríamos poner en duda si Freud hubiera construido sobre ella una
correcta teoría? El psicoanálisis no está hecho para darnos, como las ciencias de la naturaleza,
relaciones necesarias de causa a efecto, sino para indicarnos ciertas relaciones de motivación que, por
principio, son simplemente posibles. No es preciso figurarnos el fantasma del buitre en Leonardo, con
el pasado infantil que dicho fantasma recubre, como una fuerza que determinó su porvenir. Es más
bien, como la palabra del augur, un símbolo ambiguo que se aplica de antemano a varias líneas de
sucesos posibles. De una manera más precisa: el nacimiento y el pasado definen para cada vida
categorías o dimensiones fundamentales que no imponen ningún acto en particular, pero que se leen o
se reencuentran en todos. Tanto si Leonardo cede a su infancia como si quiere escapar de ella, no
deberá de ser lo que ha sido. Incluso las decisiones que nos transforman han sido siempre tomadas en
vista de una situación de hecho; una situación de hecho puede muy bien ser aceptada o rehusada, pero
no puede dejar de alimentar nuestro impulso y de ser ella misma, para nosotros, en tanto situación «a
aceptar» o «a rehusar», la encarnación del valor que nosotros le otorgamos. Si el objeto del
psicoanálisis es describir este cambio entre el porvenir y el pasado y mostrar cómo cada vida sueña
tomando como base unos enigmas cuyo sentido final no está escrito de antemano en ninguna parte,
entonces no tenemos que exigirle el rigor inductivo. La ensoñación hermenéutica del psicoanalista,
que multiplica las comunicaciones de nosotros con nosotros mismos, toma la sexualidad como
símbolo de la existencia y la existencia como símbolo de la sexualidad, busca el sentido del porvenir
en el pasado y el sentido del pasado en el porvenir, está, más que una inducción rigurosa, adaptada al
movimiento circular de nuestra vida, que apoya su porvenir en su pasado, su pasado en su porvenir, y
donde todo lo simboliza todo. El psicoanálisis no hace imposible la libertad, nos enseña a concebirla
concretamente, como una creadora reanudación de nosotros mismos, siempre fiel al fin y al cabo a
nosotros mismos.
Es pues verdad, a la vez, que la vida de un autor no nos enseña nada y que, si sabemos leer en
ella, en ella lo encontraremos todo, ya que está abierta sobre la obra De la misma manera que
observamos los movimientos de algún animal desconocido sin comprender la ley que los habita y los
gobierna, así también los testigos de Cézanne no adivinan las transmutaciones que hace sufrir a los
acontecimientos y a las experiencias, no son más que ciegos frente a su significación, frente a este
resplandor venido de ninguna parte que por momentos le envuelve. Pero ni tan sólo él está en el centro
de sí mismo, nueve de cada diez días no ve otra cosa a su alrededor que la miseria de su vida empírica
y de sus ensayos frustrados, restos de una fiesta desconocida. Solo en el mundo, una vez más, sobre
una tela, con los colores, debe realizar su libertad. Y la prueba de su valor debe esperarla de los demás,
de su asentimiento. He aquí por qué interroga este cuadro que nace de sus manos, acecha las miradas
de los otros puestas sobre su tela. He aquí por qué jamás dejó de trabajar. Y es que nunca
abandonamos nuestra vida. No vemos jamás ni la idea ni la libertad cara a cara.”

Cuestiones:

1. Resumir y comentar brevemente el anterior texto de Merleau-Ponty.


2. Ejemplificar lo dicho con la presentación y descripción visual de algún cuadro de Paul Cézanne.
Ejercicio nº 19: Heidegger: arte como verdad en el camino del pensar

El presente ejercicio puede considerarse, en buena medida, una continuación del ejercicio que
en mi libro Lecciones de hermenéutica filosófica he dedicado a la poesía de Hölderlin, poeta que ha
gozado de una consideración muy alta a lo largo de todo el siglo XX. Allí empezamos a
familiarizarnos con el hacer poético de este genio universal de las letras europeas. Vimos que el poeta
alemán tiene la particularidad de plantear en sus composiciones el problema del oficio de poeta en los
tiempos modernos. Lo primero que nos sorprende es la extraordinaria lucidez con la que afinca la
crítica a la modernidad como la época en la que lo humano entra en crisis permanente, y como la
época que conoce la extrema penuria de la humanidad. Este interrogante, ¿para qué poetas en tiempos
indigentes?, tomada en su extrema radicalidad, lo retoma Heidegger llevándola sobre la propia esencia
de la poesía. Pero el planteamiento heideggeriano es más concreto y plausible, puesto que su proyecto
filosófico general consiste en, junto a otros temas interesantes, hacer una genealogía, para proceder a
su deconstrucción, de la noción moderna de sujeto. El sujeto moderno, tomado como fundamentum
inconsussum veritatis, está basado en la certeza apodíctica del ser humano sobre determinados
contenidos ideacionales que poseen la evidencia de principios matemáticos. ¿Es posible cuestionar
este principio, a la vez que plantear un saber más originario de la criatura humana sobre sí mismo?
Este es el desafío de Heidegger, y el texto que sigue es una de sus más importantes contribuciones para
contestar a esa pregunta.

Texto: Heidegger: “Hölderlin y la esencia de la poesía”.

Los cinco lemas

1. Poetizar: esta ocupación, la más inocente de todas. (III, 377.)


2. Para eso se le ha dado al hombre el más peligroso de los bienes, el lenguaje, para que
atestigüe lo que es... (IV, 246.)
3. Mucho ha experimentado el hombre, a muchos de los celestes ha nombrado, desde que
somos una conversación y podemos oír unos de otros. (IV, 343.)
4. Pero lo que permanece, lo fundan los poetas. (IV, 63.)
5. Lleno de mérito, pero poéticamente habita el hombre en esta tierra. (VI, 25.)

¿Por qué se ha elegido la obra de Hölderlin para el intento de mostrar la esencia de la poesía?
¿Por qué no Homero o Sófocles, por qué no Virgilio o Dante, por qué no Shakespeare o Goethe? Pues
también en la obra de estos poetas está realizada la esencia de la poesía, e incluso con más riqueza que
en la creación de Hölderlin, inmadura y bruscamente interrumpida.
Quizá sea así. Sin embargo, se ha elegido a Hölderlin y sólo a él. Pero ¿cabe deducir la esencia
universal de la poesía en la obra de un solo poeta? Lo universal, esto es, lo válido para muchos, sólo
podemos obtenerlo en una consideración comparativa. Para eso se requiere proponer la variedad
mayor posible de poesías y géneros poéticos. Y, en ese sentido, la poesía de Hölderlin es sólo una
entre muchas otras. De ningún modo basta ella sola como medida para la determinación esencial de la
poesía. Así, nuestro propósito ya falla de salida. Ciertamente: mientras entendamos por «esencia de la
poesía» lo que se reúne en un concepto universal, que luego se aplica a cada poesía del mismo modo.
Pero esa entidad universal que vale así para todo lo determinado, siempre es lo indiferente, esa
«esencia» que nunca puede llegar a ser esencial. Pero precisamente lo que buscamos nosotros es
aquello esencial de la esencia que nos obliga a la decisión de si vamos a tomar en serio la poesía en lo
sucesivo, y cómo; si aportaremos por nuestra parte, y cómo, los presupuestos para situarnos en el
ámbito de dominio de la poesía.
No se ha elegido a Hölderlin porque su obra realice, como una más entre otras, la esencia
universal de la poesía, sino sólo porque la poesía de Hölderlin está sustentada por la determinación
poética de poetizar la esencia de la poesía. Hölderlin es para nosotros, en un sentido eminente, el poeta
del poeta. Por eso se sitúa en la decisión.
Sólo que el poetizar sobre el poeta ¿no es el signo de un extraviado espejamiento de sí mismo,
y, a la vez, la confesión de una deficiencia en plenitud de mundo? Poetizar sobre el poeta, ¿no es una
desorbitada exageración, algo tardío, un final?
La respuesta la dará lo siguiente. Cierto es que el camino por el que obtendremos la respuesta
es una salida de emergencia. Aquí no podemos, como se debería, exponer cada una de las poesías de
Hölderlin en un camino completo. En vez de eso consideraremos sólo cinco lemas del poeta sobre la
poesía. La determinada ordenación de esas frases y su conexión interna han de ponernos ante la vista
el ser esencial de la poesía.

En una carta a su madre, de enero de 1799, Hölderlin llama al poetizar «esta ocupación, la más
inocente de todas» (III, 377). ¿Hasta qué punto es la «más inocente»? El poetizar aparece bajo la
forma modesta del juego. Sin limitaciones, inventa su mundo de imágenes y permanece ensimismado
en el reino de lo imaginario. Ese juego escapa así a la seriedad de las decisiones que a cada momento
son debidas, de un modo o de otro. Poetizar, así, es plenamente inocuo. Y a la vez es inoperante; pues
no pasa de ser un mero decir y hablar. Eso no tiene nada de la acción que se inserta inmediatamente en
lo real y lo transforma. La poesía es como un sueño, pero nada de realidad; un juego en palabras, pero
nada de la seriedad de la actuación. La poesía es inocua e inoperante. ¿Qué hay menos peligroso que el
mero lenguaje? Al tomar la poesía por «la más inocente de todas las ocupaciones», no hemos captado
todavía su esencia en absoluto. Pero si se ha señalado por dónde debemos buscar. La poesía crea sus
obras en el dominio del lenguaje y a partir de su «materia». ¿Qué dice Hölderlin sobre el lenguaje?
Oigamos otra frase del poeta.

En un esbozo fragmentario que procede de la misma época (1800) que el citado fragmento de
carta, dice el poeta: “Pero el hombre habita en cabañas y se cubre en recatado ropaje, pues cuanto más
intimo es, / más cuidadoso es también y más guarda el espíritu, como guarda la sacerdotisa la llama
celeste, que es su entendimiento. Y para eso se le ha dado el albedrío / y el poder superior de mandar y
llevar a cabo lo semejante a los dioses, y para eso se le ha dado el más peligroso de los bienes, el
lenguaje, para que creando, destruyendo y sucumbiendo y regresando a la Maestra y Madre que vive
eternamente, atestigüe lo que es: / haber heredado, haber aprendido de ella, lo más divino suyo, el
amor que todo lo sustenta” (IV, 246).
El lenguaje, el campo de «la más inocente de todas las ocupaciones», es «el más peligroso de
los bienes». ¿Cómo se compaginan estas dos cosas? Dejemos a un lado por ahora esta pregunta y
consideremos las tres cuestiones previas: 1: ¿De quién es un bien el lenguaje? ; 2: ¿Hasta qué punto es
el más peligroso de los bienes?; 3: ¿En qué sentido es un bien, en general?
Consideremos ante todo en qué lugar se encuentra esta frase sobre el lenguaje: en el esbozo de
una poesía que va a decir quién es el hombre a diferencia de los demás seres de la naturaleza: se
mencionan las rosas, los cisnes, el ciervo en el bosque (IV, 300 y 385). En el contraste de las plantas
frente al animal empieza el citado fragmento con: «Pero el hombre habita en cabañas».
¿Quién es el hombre? Aquel que ha de atestiguar lo que es. Atestiguar significa, por lo pronto,
una manifestación, pero también significa que lo manifestado esté en la manifestación. El hombre es
aquel que es precisamente en la manifestación de su propia existencia. Esa manifestación aquí no
quiere decir una expresión adventicia y marginal del ser humano, sino que constituye la existencia del
hombre. Pero ¿qué ha de atestiguar el hombre? Su pertenencia a la tierra. Esa pertenencia consiste en
que el hombre es el heredero y el aprendiz en todas las cosas. Pero éstas están en contradicción. A lo
que separa las cosas en contradicción y a la vez las reúne así, Hölderlin lo llama «intimidad». El
testimonio de la pertenencia a esa intimidad tiene lugar tanto mediante la creación de un mundo y su
aparición, cuanto su destrucción y hundimiento. El testimonio de ser hombre, y, con ello, su auténtica
realización, tiene lugar a partir de la libertad de la decisión. Ésta aprehende lo necesario y se sitúa en
el vínculo de una suprema exigencia. El carácter testimonial de la pertenencia a lo que es en su
totalidad, tiene lugar como historia. Pero para que sea posible la historia, es para lo que se le ha dado
el lenguaje al hombre. Es un bien del hombre.
Pero ¿hasta qué punto es el lenguaje «el bien más peligroso»? Es el peligro de todos los
peligros, porque es lo que empieza a crear la posibilidad de un peligro. Peligro es la amenaza del ser
mediante lo que es. Pero, gracias al lenguaje es como el hombre queda en general expuesto a algo
patente, que, en cuanto es, asedia e inflama al hombre en su existencia, y, en cuanto que no es, engaña
y desengaña. El lenguaje es lo que crea el lugar abierto de la amenaza al ser y el extravío y, por tanto,
la posibilidad de pérdida del ser; es decir, el peligro. Pero el lenguaje no es sólo el peligro de los
peligros, sino que alberga en sí mismo para sí mismo, por necesidad, un constante peligro. El lenguaje
ha sido concedido para hacer patente en la obra al ser como tal y custodiarlo. En él puede llegar a ser
palabra tanto lo más puro y lo más escondido, como lo enredado y común. Más aún, la palabra
esencial, para ser entendida y hacerse así posesión común, debe hacerse común. Según eso se dice en
otro fragmento de Hölderlin: «Hablaste a la Divinidad, pero todos vosotros habéis olvidado esto, que
las primicias no pertenecen a los mortales sino a los dioses. El fruto ha de empezar por hacerse más
común, más cotidiano, y entonces pertenecerá a los mortales» (IV, 238). Lo puro y lo común son, del
mismo modo, algo dicho. La palabra como palabra, pues, jamás ofrece la garantía inmediata de que
sea una palabra esencial o una alucinación. Al contrario: una palabra esencial se presenta a menudo, en
su sencillez, como algo inesencial. Y lo que, por otro lado, asume en su ornamento el aspecto de
esencial, es sólo algo añadido o imitado. Así el lenguaje debe situarse constantemente en una
apariencia creada por él mismo, arriesgando así lo más propio suyo, el auténtico decir.
Pero ¿en qué sentido es también eso, lo más peligroso, un «bien» para el hombre? El lenguaje
es su propiedad. Dispone de él con el objetivo de comunicar las experiencias, decisiones y estados de
ánimo. El lenguaje sirve para entenderse. Como instrumento apropiado para ello, es un «bien». Sólo
que el ser del lenguaje no se agota en ser un medio de entendimiento. Con esa determinación no se
toca su auténtico ser, sino que meramente se menciona una consecuencia de su ser. El lenguaje no es
sólo una herramienta que el hombre posee también entre y otras muchas, sino que el lenguaje es lo que
obtiene la posibilidad de estar en medio de lo abierto del ser. Sólo donde hay lenguaje hay mundo,
esto es: la órbita siempre transformada de decisión y trabajo, de acción y responsabilidad, pero
también de arbitrariedad y estrépito, de caída y extravío. Sólo donde se establece mundo hay historia.
El lenguaje es un bien (Gut) en un sentido más original. Pone a bien (steht dafür gut), esto es, ofrece
garantía de que el hombre puede ser en cuanto histórico. El lenguaje no es una herramienta de que se
pueda disponer, sino el fenómeno que dispone de la más alta posibilidad del ser hombre. Esa esencia
del lenguaje es lo que tenemos que haber empezado por asegurarnos para comprender verdaderamente
el ámbito de operación de la poesía y la poesía misma. ¿Cómo tiene lugar el lenguaje? Para encontrar
la respuesta a esa pregunta, consideremos una tercera frase de Hölderlin.

Tropezamos con esta frase dentro de un complicado y amplio esbozo de la poesía incompleta
que empieza «Reconciliador, tú nunca creído...» (IV, 162 55. y 339 ss.). Mucho ha experimentado el
hombre, a muchos de los celestes ha nombrado desde que somos una conversación y podemos oír unos
de otros (V, 343). Destaquemos ante todo en esos versos lo que se refiere inmediatamente a la
conexión hasta aquí considerada: «Desde que somos una conversación... ». Nosotros, los hombres,
somos una conversación. El ser del hombre se funda en el lenguaje, pero éste sólo tiene lugar
propiamente en la conversación. Ésta, sin embargo, no es sólo un modo como se realiza el lenguaje,
sino que sólo como conversación es esencial el lenguaje. Lo que queremos decir, por lo demás, con
«lenguaje», esto es, un repertorio de palabras y reglas de sintaxis, es sólo un primer plano del lenguaje.
Pero ¿a qué se llama una «conversación»? Evidentemente el hablarse uno a otro sobre algo. Así el
hablar da lugar a llegar el uno al otro. Sólo que Hölderlin dice: «Desde que somos una conversación y
podemos oír unos de otros». El poder oír no es en primer lugar una consecuencia del hablarse uno a
otro, sino más bien al revés, el supuesto previo para ello. Sólo que también el poder oír está ya en sí
dirigido a su vez a la posibilidad de la palabra y necesita de ésta. Poder hablar y poder oír son
igualmente originarios. Somos una conversación, y eso quiere decir: nos podemos oír hablar unos a
otros. Somos una conversación, eso significa a la vez siempre: somos una sola conversación. La
unidad de una conversación, sin embargo, consiste en que, en cada caso, en la palabra esencial está
patente lo uno y lo mismo, en lo que nos unificamos, y sobre cuya base estamos unidos, y así somos
nosotros mismos propiamente. La conversación y su unidad sustentan nuestra existencia.
Pero Hölderlin no dice simplemente: somos una conversación; sino: «Desde que somos una
conversación». Donde existe y se ejerce la capacidad humana de hablar, no existe todavía sin más el
resultado esencial del lenguaje: la conversación. ¿Desde cuándo somos una conversación? Para que
haya una conversación, debe permanecer la palabra esencial referida a lo uno y lo mismo. Sin esa
referencia, también y precisamente, es imposible una discusión. Pero lo uno y lo mismo puede sólo ser
patente a la luz de algo que permanece y dura. La constancia y el permanecer, sin embargo, salen a luz
cuando se echan de ver la persistencia y el presente. Pero eso ocurre en el instante en que se abre el
tiempo con sus extensiones. Desde que el hombre se sitúa en la presencia de algo que permanece, es
cuando puede exponerse a lo mudable, a lo que viene y va; pues sólo lo persistente es mudable. Sólo
desde cuando el «tiempo desgarrador» se ha desgarrado en presente, pasado y futuro, se da la
posibilidad de unirse en algo que permanezca. Una conversación somos nosotros desde el tiempo en
que «hay tiempo». Desde que el tiempo se levantó y quedó detenido, es cuando somos históricos.
Ambas cosas –ser una conversación y ser histórico– son igualmente antiguas, se pertenecen
mutuamente y son lo mismo.
Desde que somos una conversación – el hombre ha experimentado mucho y ha nombrado a
muchos de los dioses. Desde que el lenguaje tiene lugar propiamente como conversación, los dioses
llegan a ser palabra y tiene lugar un mundo. Pero, a su vez, es importante ver que la presencia de los
dioses y la aparición del mundo no empiezan por ser una consecuencia del acontecer del lenguaje, sino
que son simultáneos con ello. Y esto hasta el punto de que en el nombrar a los dioses y en el hacerse
palabra el mundo consiste precisamente la auténtica conversación que somos nosotros mismos.
Pero los dioses pueden sólo llegar a ser palabra cuando ellos mismos nos interpelan y nos
ponen bajo su interpelación. La palabra que nombra a los dioses es siempre respuesta a tal
interpelación. Esa respuesta surge en cada ocasión de la responsabilidad de un destino. Al llevar los
dioses nuestra existencia al lenguaje cuando entramos en el ámbito de la decisión de si sentimos a los
dioses o si nos rehusamos a ellos.
A partir de ahí es cuando valoramos plenamente lo que significa «Desde que somos una
conversación». Desde que los dioses nos hacen entrar en la conversación, desde que el tiempo es
tiempo, desde entonces, es una conversación el fundamento de nuestra existencia. La afirmación de
que el lenguaje es el supremo acontecimiento de la existencia humana, obtiene ahí su explicación y
fundamentación.
Pero enseguida se eleva la pregunta: ¿cómo empieza esa conversación que somos nosotros?
¿Quién realiza ese nombrar a los dioses? ¿Quién capta en el tiempo desgarrador algo que permanece y
lo lleva a pararse en palabra? Hölderlin nos lo dice con la segura simplicidad del poeta. Oigamos una
cuarta frase.

Esta frase forma la conclusión de la poesía Recuerdo y dice así: «Pero lo que permanece, lo
fundan los poetas» (IV, 63). Con esta frase se ilumina nuestra pregunta por la esencia de la poesía.
Poesía es fundación por la palabra y en la palabra. ¿Qué es lo que se funda así? Lo que permanece.
Pero ¿puede entonces ser fundado lo que permanece? ¿No es lo ya siempre existente? ¡No!
Precisamente lo que permanece debe ser llevado a la inmovilidad a pesar de lo que lo arrebata: lo
sencillo debe ser arrancado del enredo, la medida debe anteponerse a lo desmesurado. Debe salir a lo
abierto aquello que sustenta y penetra al ser en su totalidad, rigiéndolo. El ser debe quedar abierto para
que aparezca lo que es. Pero precisamente eso que permanece es lo transitorio. «Así es rápidamente /
transitorio todo lo celeste, pero no en vano» (IV, 163 55.). Pero el que esto permanezca, está «confiado
al cuidado y servicio de los que poetizan» (IV, 145). El poeta nombra a los dioses y nombra a todas las
cosas en lo que son. Ese nombrar no consiste en que algo ya conocido antes sea provisto sólo de un
nombre, sino en que al decir el poeta la palabra esencial, mediante esa denominación, lo que es resulta
nombrado como lo que es. Así es conocido como ente. Poesía es auténtica fundación del ser. Lo que
permanece, nunca es, pues, creado a partir de lo transmitido. Lo sencillo no se deja nunca captar
inmediatamente a partir de lo enredado. La medida no reside en lo desmesurado. Nunca hallamos el
fundamento en el abismo. Pero puesto que el ser y la esencia de las cosas nunca se pueden alcanzar y
derivar a partir de lo existente, deben ser creados, establecidos y otorgados libremente. Tal libre
donación es fundación.
Pero al ser nombrados originalmente los dioses y al llegar a la palabra el ser de las cosas para
que las cosas empiecen a iluminarse, al ocurrir eso, la existencia del hombre se sitúa en una firme
relación y se establece sobre un fundamento. El decir del poeta no es fundación sólo en sentido de
libre otorgamiento, sino a la vez en el sentido de la firme fundamentación de la existencia humana en
su fundamento. Si comprendemos esta esencia de la poesía, que es la fundación lingüística del ser,
entonces podemos presentir algo de la verdad de esa frase que dice Hölderlin cuando ya lleva mucho
tiempo arrebatado bajo la protección de la noche de la locura.

Esta quinta frase la encontramos en el poema grande, y a la vez enorme, que empieza:
En amoroso azul florece con el
techo metálico del campanario. (VI, 24, 55).

Ahí dice Hölderlin (v. 32 y ss.): Lleno de mérito, pero poéticamente habita el hombre en esta
tierra.
Lo que realiza y procura el hombre, se consigue y merece por su propia fatiga. Pero –dice
Hölderlin, en dura contraposición a ello– todo eso no toca la esencia de su residir en esta tierra; todo
eso no alcanza al fundamento de la existencia humana. Ésta, en su fundamento, es «poética». La
poesía, sin embargo, la entendemos ahora como el nombrar fundador de los dioses y de la esencia de
las cosas. «Habitar poéticamente» significa: estar en la presencia de los dioses y ser tocado por la
cercanía esencial de las cosas. «Poética» es la existencia en su fundamento – lo que implica al mismo
tiempo: en cuanto fundada (fundamentada) no es ningún mérito, sino un regalo.
La poesía no es sólo un ornamento que acompañe a las cosas, no es sólo una excitación
transitoria, ni aun un calentamiento ni un entretenimiento. La poesía es el fundamento sustentador de
la historia y por tanto tampoco es sólo un fenómeno de la cultura, ni en absoluto la mera «expresión»
de un «alma cultural».
Que nuestra existencia sea en el fondo poética, tampoco puede significar en definitiva que sea
sólo un juego inocuo. Pero ¿no llama el mismo Hölderlin a la poesía, en el primer lema citado, «esta
ocupación, la más inocente de todas»? ¿Cómo se compagina esto con el ser de la poesía ahora
explicado? Con esto volvemos a aquella pregunta que al principio habíamos dejado a un lado. Al
responder ahora a esta pregunta, intentaremos poner la esencia de la poesía y del poeta en una visión
conjunta ante la mirada interior.
Resultaba en primer lugar: el ámbito de operación de la poesía es el lenguaje. La esencia de la
poesía, pues, debe comprenderse a partir de la esencia del lenguaje. Pero a continuación se hizo
evidente: La poesía es el nombrar fundacional del ser y de la esencia de todas las cosas – no un decir
arbitrario, sino aquel por el cual sale a lo abierto por primera vez todo aquello que luego mencionamos
y tratamos en el lenguaje cotidiano. Por eso la poesía nunca toma el lenguaje como una materia prima
preexistente, sino que la poesía misma es lo que posibilita el lenguaje. La poesía es el lenguaje prístino
de un pueblo histórico. Por tanto, recíprocamente, la esencia del lenguaje debe entenderse a partir de la
esencia de la poesía.
El fundamento de la existencia humana es la conversación como auténtico acontecer del
lenguaje. Pero el lenguaje prístino es la poesía como fundación del ser. El lenguaje, sin embargo, es
«el más peligroso de los bienes». Así, la poesía es la obra más peligrosa – y a la vez «la más inocente
de todas las ocupaciones».
De hecho, sólo cuando pensamos a la vez estas dos determinaciones en una sola, es cuando
comprendemos del todo la plena esencia de la poesía.
Pero ¿es entonces la poesía el trabajo más peligroso? En la carta a un amigo, inmediatamente
antes de partir para su último viaje por Francia, Hölderlin escribe: ¡Oh, amigo! El mundo se extiende
más claro ahí ante mí que antaño, y más serio. Me gusta tal como va, me gusta como cuando en verano
«el viejo padre sagrado con mano sosegada lanza rayos de bendición desde nubes rojizas». Pues entre
todo lo que puedo observar de Dios, ese signo es para mí el más elegido. Antes podía yo saltar de
júbilo por una nueva verdad, una mejor perspectiva de lo que está sobre nosotros y en torno de
nosotros; ahora temo, que me pase al final como al viejo Tántalo, que recibió de los dioses más de lo
que podía digerir. (V, 321).
El poeta está expuesto a los rayos del dios. De eso habla aquella poesía que reconocemos
como la más pura poetización de la esencia de la poesía y que empieza: “Como cuando en el día de
fiesta, a ver el campo va un labrador, por la mañana” (IV, 151 ss.). Ahí se dice en la última estrofa:

Pero a nosotros nos toca, bajo las tempestades de Dios,


¡oh, poetas!, permanecer con la cabeza descubierta,
tomar el rayo del Padre, a él mismo, en nuestra propia mano,
y entregar al pueblo, velados
En la canción, los dones celestes.

Y un año después, cuando Hölderlin ha vuelto a casa de su madre tocado por la locura, escribe
a un amigo, sobre el recuerdo de su estancia en Francia: El violento elemento, el fuego del cielo y la
calma de los hombres, su vida en la Naturaleza, y su limitación y contento, me ha impresionado
constantemente, y, como se repite de los héroes, bien puedo decir que me ha herido Apolo (V, 327).
La excesiva claridad ha lanzado al poeta a la oscuridad. ¿Hace falta más testimonio de la
suprema peligrosidad de su «ocupación?” El destino más propio del poeta lo dice todo. Como un
presentimiento de esto suenan las palabras del Empédocles de Hölderlin: Debe partir a tiempo aquel
por quien habla el espíritu (III, 154).
Y sin embargo: la poesía es la «más inocente de todas las ocupaciones». Hölderlin lo escribe
así en su carta, no sólo para dejar en paz a su madre, sino porque sabe que ese lado exterior inocuo
pertenece a la esencia de la poesía tanto como el valle a la montaña; pues ¿cómo se podría realizar y
conservar ese trabajo, el más peligroso, si el poeta no fuera «arrojado al exterior» (Empédocles, III,
191), desde lo habitual del día, y protegido contra esto por la apariencia de inocuidad de su ocupación?
La poesía parece un juego y sin embargo no lo es. El juego, ciertamente, reúne a los hombres,
pero de tal modo que cada cual se olvida de sí mismo precisamente en él. En la poesía, por el
contrario, el hombre se concentra en el fundamento de su existencia. Allí llega al descanso: verdad es
que no al aparente descanso de la inactividad y el vacío del pensamiento sino a ese descanso infinito
en que están en actividad todas las fuerzas y relaciones (1799, III, 368 ss.).
La poesía concita la apariencia de lo irreal y del sueño frente a la realidad captable y pura en
que nos creemos en casa. Y sin embargo, es lo contrario lo que dice el poeta y se propone ser, lo real.
Así lo reconoce la Panthea de Empédocles en su claro saber de amiga (III, 78): Ser él mismo, eso es la
vida y nosotros, los demás, somos el sueño de eso...
Así parece la esencia de la poesía vacilar en la propia apariencia de su lado exterior, y sin
embargo, permanece firme. Pues ella misma, sin embargo, es por esencia fundación: esto es: firme
fundamentación.
Cierto que toda fundación sigue siendo un don libre, y Hölderlin oye decir: «Libres sean,
como golondrinas, los poetas« (IV, 168). Pero esa libertad no es arbitrio sin límite ni deseo caprichoso,
sino suprema necesidad.
La poesía, como fundación del ser, está vinculada de dos maneras. En la mirada hacia esa
íntima ley es donde captamos del todo su esencia.
Poetizar es nombrar originalmente a los dioses. Pero la palabra poética recibe su fuerza
denominadora cuando los dioses mismos nos llevan al lenguaje. ¿Cómo hablan los dioses?
“y señales son
desde antaño el lenguaje de los dioses” (IV, 135).

El decir del poeta es la captación de esas señales, para continuarías haciendo señales a su
pueblo. Esta captación de las señales es una recepción y sin embargo, al mismo tiempo, un nuevo dar;
pues el poeta vislumbra en la «primera señal» también ya lo incompleto y sitúa lo observado
audazmente en su palabra, para decir por adelantado lo que todavía no se ha cumplido. Así

“vuela el espíritu audaz, como águila


en la tormenta, prediciendo sus dioses venideros” (IV, 135).

La fundación del ser está vinculada a las señales de los dioses. Y, a la vez, la palabra poética
es sólo la explicación de la «voz del pueblo». Así llama Hölderlin el decir en que uno cobra memoria
de su pertenencia a lo que es en su totalidad.
Pero esa voz enmudece a menudo y se apaga en sí misma. Tampoco es capaz en absoluto de
decir por sí misma lo auténtico, sino que necesita de aquellos que la interpreten. El poema que lleva el
título de Voz del pueblo nos ha llegado en dos versiones. Sobre todo son distintas las estrofas finales,
pero de tal modo que se completan. En la primera versión la conclusión dice: “Por eso, porque es
piadosa, honro a los celestes por amor a la tranquila voz del pueblo, pero por amor a los dioses y los
hombres, ¡no descanse ella siempre demasiado a gusto! (IV, 141).
Luego, la segunda versión:

“y en verdad
buenas son las leyendas, pues son un recuerdo
hacia lo supremo, pero también eso requiere uno que interprete lo sagrado” (IV, 144).

Así la esencia de la poesía está encajada en las leyes, que se esfuerzan en unirse y en
separarse, de las señales de los dioses y de la voz del pueblo. El poeta mismo está entre ellos, los
dioses, y éste, el pueblo. Es un ser arrojado fuera – afuera, hacia ese en medio, entre los dioses y los
hombres. Pero sólo y ante todo en ese en medio se decide quién es el hombre y dónde asienta su
existencia. «Poéticamente habita el hombre en esta tierra».
Ininterrumpidamente y cada vez más seguro, a partir de la plenitud de las imágenes
apremiantes, y cada vez más sencillo, Hölderlin ha consagrado a ese ámbito intermedio su palabra
poética. Eso nos obliga a decir que él es el poeta del poeta.
¿Querremos decir todavía ahora que Hölderlin se enredó en un vacío y exagerado
espejamiento de sí mismo por falta de plenitud de mundo? ¿O reconoceremos que ese poeta, en el
centro y en la base del ser, trasciende poéticamente el pensar por un rebose de impulso? Para Hölderlin
mismo valen las palabras que él dijo de Edipo en ese tardío poema En amoroso azul florece: “El rey
Edipo quizá tenía un ojo de más. (IV, 26).
Hölderlin poetiza la esencia de la poesía, pero no en sentido de un concepto válido sin tiempo.
Esa esencia de la poesía forma parte de un tiempo determinado. Pero no de tal manera que se
conforme a ese tiempo como ya existente. Sino que en la medida en que Hölderlin funda de nuevo la
esencia de la poesía, determina entonces un tiempo nuevo. Es el tiempo de los dioses huidos y del
Dios que viene. Ese es el tiempo menesteroso porque está en una doble carencia y negación; en el ya-
no de los dioses huidos y en el todavía-no del que viene.
La esencia de la poesía, que funda Hölderlin, es histórica en suprema medida, porque anticipa
un tiempo histórico. Pero como esencia histórica, es la única esencia esencial.
Menesteroso es el tiempo, y por eso extremadamente rico su poeta – tan rico, que muchas
veces, al rememorar lo que ha sido y al presentir lo venidero, querría paralizarse y sólo dormir en ese
aparente vacío. Pero se mantiene en pie en la nada de esa noche. En cuanto que el poeta queda así en
supremo aislamiento en su condición en sí mismo, realiza la verdad, representativamente y por tanto
verdaderamente, para su pueblo. Eso es lo que manifiesta la séptima estrofa de la elegía Pan y vino
(IV, 123 ss.). En ella se ha dicho poéticamente lo que aquí sólo se podía analizar teóricamente: “Pero
¡amigo! llegamos demasiado tarde. Cierto que viven los dioses, pero allá, sobre nuestras cabezas, en
otro mundo. Allá actúan sin fin y parecen cuidarse poco de si vivimos; tanto nos dejan en paz los
celestes. Pues no siempre pudo contenerles una débil vasija; sólo a veces soporta el hombre la plenitud
divina. Sueño de ellos es después la vida. Pero el extravío ayuda, como el sopor, y la necesidad y la
noche fortalecen, hasta que los héroes hayan crecido bastante en cunas broncíneas, y los corazones,
como antaño, sean semejantes en fuerza a los celestes.
Tronando llegan ellos. Mientras tanto a menudo me parece mejor dormir, que estar así sin
compañeros, aguardar así; y qué hacer, mientras tanto, y qué decir, no sé, y ¿para qué poetas en tiempo
menesteroso?
Pero ellos son, dices, como los sagrados sacerdotes del Dios del vino, que pasaban de tierra en
tierra en la noche sagrada.

Cuestiones:

1. ¿Cuáles son las claves de la interpretación que Heidegger hace de la poesía de Hölderlin?
2. ¿Qué conceptos o nociones nucleares articulan todo el texto?
3. ¿Qué sentido creador tiene la palabra originaria?
4. ¿Cuál es el papel de los poetas en tiempos menesterosos?
5. ¿Cómo se define en el texto el oficio de poeta?
Ejercicio nº 20: La música de Mahler

Presentación y guía de audición del Adagio de la Sinfonía nº 10.

La música de Gustav Mahler (1860-1911) requiere determinadas condiciones para que sea
disfrutada por el oyente que quiera extraer de ella sus consecuencias estéticas. Vista en conjunto
podemos afirmar que en ella se dan cita dos movimientos contrapuestos y complementarios. Como
dice Adorno, en su espléndida monografía200, el primero se refiere a una cierta radicalización del
romanticismo que consiste en buscar lo inmediato en la música, es decir, aquello que es capaz de
mitigar el sufrimiento por tanta perdida de la libertad como ha ocasionado la cultura de la sociedad
burguesa. Por otro lazo el arte de Mahler esboza un movimiento hacia la colectividad, hacia aquellos
que no han tenido su música culta, a los desesperanzados a los que se quiere llegar aun sin demasiada
esperanza. La irrupción en su escritura musical de lo intempestivo e inoportuno, de lo que parece venir
de fuera del propio universo sonoro de la música culta es como un soplo de aire fresco que presagia un
tipo de arte nuevo y más auténtico. El propio Adorno lo resume así: “la música mahleriana traza un
electrocardiograma: la historia del corazón que se hace pedazos. Allí donde la música se excede a sí
misma, es expresión de la posibilidad de aquel mundo que niega el mundo, y que para expresar tal
posibilidad faltan las palabras en el lenguaje mundano; esta verdad, la más verdadera de todas, es la
que, por ser la falsedad del mundo, tiene mala reputación”201. Los tranquilos ecos románticos se
rompen con anuncios de que algo va a pasar, con que la música no seguirá por esos cauces y sendas
holladas, sino que se renovará con aire joven y fresco, procedente de la cultura de las clases populares,
sea ésta la de la fanfarria o la del grito estridente de protesta.
“En lugar de un todo cerrado en sí mismo, como yo había soñado, dejo tras de mí una obra
imperfecta e incompleta; así es el destino del hombre. No está a mi alcance lo que mis actividades
puedan aportar a aquellos a quienes estaban destinadas. Pero en un momento como éste, espero que se
me permita decir de mí mismo: mis intenciones fueron honestas y mis ideales elevados. No siempre el
éxito coronó mis esfuerzos. El artista está sometido más que nadie, a la resistencia de la materia, a la
voluptuosidad del destino; pero siempre he entregado todo mi ser a la tarea, sacrificando mi persona al
trabajo y mis gustos al deber. No he tenido nunca cuidados personales y por eso exigí de los demás un
esfuerzo excepcional y sin descanso. En el ardor del combate, en el fuego de la acción, no pudieron
evitarse los errores, los golpes y las heridas. Pero se ha levantado una obra y ello nos hace olvidar
nuestros dolores y fatigas. Esa es la auténtica recompensa, aun a pesar de la falta de todo signo
exterior de éxito”. Estas palabras están sacadas de la carta de despedida de Gustav Mahler a los
miembros de la opera imperial de Viena, en 1907, poco antes de su muerte. Como director de orquesta
había sido un verdadero dictador, imponiendo sus criterios, exigencias y hasta caprichos a todos los
artistas a los que dirigió.
En la carta hay mucho de amargura y pesimismo, que son los mismos que destila el famoso
adagio de una sinfonía que nunca llegó a terminar, y que representaba para su autor el reto
supersticioso de haber superado las nueve sinfonías de Beethoven. Mahler quiso ir más allá de
Beethoven, de sí mismo, de su estilo, y ponerse de nuevo a la vanguardia de la creación musical
europea, vanguardia que representó en sus primeras obras, pero que al final de su vida no era ya
posible que lo hiciera. La obra rezuma nostalgia del pasado, cariño por las cosas del ayer, por la gran
música sinfónica desde Beethoven, pero desde la óptica de un hombre que se siente desfasado,
preterido y anticuado. En el nuevo siglo la música ha tomado otros derroteros, y Mahler, legítimo
heredero de la música sinfónica alemana, sólo puede entonar un canto de despedida, una bella
ceremonia del adiós. Nunca antes se ha oído una pieza musical como el signo más evidente de la
muerte del arte, del acabamiento de las posibilidades expresivas de un género artístico. Es como si el
romanticismo musical, o el romanticismo en general, llevara en su seno el germen de una voluntad de

200
Cfr. Adorno: Mahler. Una fisiognómica musical, págs. 33 y ss.
201
Ibídem, 97.
acabamiento, de finitud, de que no es posible lograr la perfección buscada, de que la cima del arte es
su muerte.
La despedida que representa el adagio de la décima de Mahler está en proporción directa con
la sed de vivir que confiesa el compositor en los últimos años de su vida. Pero de una vida que Mahler
vivió con una obsesión fundamental: la muerte. Si la música era para él un modo de conjurar la
muerte, el adagio es el presagio de que la muerte es inevitable, pero sobre todo la muerte del arte, la
real posibilidad de que el artista agote sus posibilidades expresivas, y que ya no tenga nada que decir,
nada que contar, nada que figurar, sino sólo añorar el pasado, como un tiempo que siempre fue mejor,
porque representa el tiempo de la perfección.
Finalmente llama la atención de esta obra casi póstuma del compositor judío (por esta
condición su música fue proscrita en la Alemania nazi) el que haya representado como ninguna otra el
símbolo distintivo de lo que se llama la cultura de la Viena fin de siglo, en la que hay que situar a
Sigmund Freud, Ludwig Wittgenstein, Karl Kraus, Gustav Klimt, Robert Musil, Franz Kafka, el
llamado Círculo de Viena, etc.; toda una pléyade de artistas, pensadores y creadores, que han dado
testimonio del fin de una cultura, tal vez de una civilización y, para los más apocalípticos, del mundo
o, al menos de la humanidad. En todos ellos se evidencia la extrema lucidez con la que comprenden
que el arte es la crónica de un mundo en decadencia, de un universo que se acaba, y del que sólo puede
ser, a modo de epitafio, el último bello sonido, la penúltima realización, el postrero suspiro de lo que
fue y nunca volverá a ser, la presencia inquietante de lo que se avecina y que, por desconocido, le
resulta amenazador a la conciencia conformista y conservadora. La música de Mahler suena a grande
como la tradición en la que se inscribe y a novedosa y vanguardista como el arte al que alumbra y da
paso, facilitando su creación.

Cuestiones:

1. ¿Qué impresión produce una obra como la presente, que pretende resumir la obra de un genial
compositor?
2. ¿No parece un desafío demasiado grande al oído del sufrido oyente esos tonos agudos y casi
estridentes de los violines, esa violenta irrupción de la percusión?
3. ¿Qué hay de extra-musical en la música de Mahler? ¿Que parece que se ha introducido en la
composición para representar lo que está fuera del gusto clásico?
4. ¿Si lo relacionamos con la música romántica precedente, qué innovaciones ha introducido en sus
composiciones Mahler?
5. ¿En qué sentido puede hablarse de que la música mahleriana representa una época finisecular, en la
que parece que todo lo viejo ha muerto y todo lo joven está por inventar?
Ejercicio nº 21: La Escuela de Frankfurt

Texto: Adorno: “Tono”202

Nos resulta familiar desde la infancia el último movimiento de la Sinfonía de los adioses de
Haydn, ese pasaje en fa sostenido menor en el que cada instrumento se calla o vuelve a hablar después
del otro hasta que finalmente sólo quedan dos violines que apagan la luz. La auténtica intención de la
obra, por encima del fútil pretexto y de esa esfera en la que unas confianzas repugnantes creen percibir
el humor del papá Haydn, es la de componer los adioses, la de conformar la desaparición de la música
y realizar una posibilidad que yacía desde siempre en la fugacidad del propio material sonoro, que iba
a penetrar su misterio. Si echamos una mirada retrospectiva a la obra de Alban Berg, que si siguiera en
vida sobrepasaría los ochenta, parece como si toda su obra quisiera responder a esa destellante
intención de Haydn de transformar la propia música en la imagen de la desaparición y de decirle con
ella adiós a la vida. Complicidad con la muerte, amable urbanidad con el propio extinguirse, son
características de su obra. Sólo el que entiende la música de Alban Berg a partir de estas premisas y no
desde un punto de vista de historia estilística podrá comprenderla verdaderamente. Una de sus
composiciones más maduras y perfectas, la Suite lírica para cuarteto de cuerda, concluye sin haber
concluido, de forma abierta, sin barra de compás final, con un motivo de tercera interpretado por la
viola que, según indica el compositor, puede repetirse varias veces a voluntad del intérprete hasta que
se vuelva completamente inaudible. Este transcurrir mortalmente triste de la música, a la que no se
concede ningún punto final de confirmación, suena como si aquello que en Haydn todavía parecía un
juego firme y seguro se hubiera convertido aquí en la gravedad de una infinitud desconsoladoramente
abierta. Pero, con todo, también queda un amago de aquella esperanza situada por la música, en la
época culminante de Bach, en aquellos corales que acompañan al mortal a través de una puerta que
conduce hacia las tinieblas, unas tinieblas tan espesas que parece como si la luz final tuviera que
encenderse en ellas. Sería necio querer ver en la cita que se encuentra en el Concierto para violín del
coral «Es ist genug», extraída de la cantata O Ewigkeit, du Donnerwort!, una mera intención poética o
incluso una concesión al esquema conciliador. Si Berg se hubiera contentado con eso su tarea hubiera
sido mucho más fácil; no hubiera tenido necesidad de montar un cuerpo extraño en su Finale ni de
dejarlo allí de ese modo tan llamativo, que resulta más chocante que la mayoría de las disonancias. Por
el contrario, en esa cita, cuyo descuido estilístico es seguro no podía escapar a la percepción de la
conciencia diferenciadora de Berg, parece como si el músico se hubiera sentido hastiado de las formas
perfectamente redondeadas y de la inmanencia estética en las que había gastado su vida; como si
hubiera querido llamar directamente por su nombre, impacientemente, en el último minuto, a modo de
protesta contra el arte mismo, aquello innombrado alrededor de lo cual se organizaba su arte. Aquello
que desaparece, aquello que contradice la propia existencia, no es en Berg materia de expresión, no es
objeto alegórico de la música, sino la propia ley bajo la que ésta se pliega. En los compositores
sinfónicos como Berg, los compositores de las grandes formas, se suele alabar su habilidad para
construir sus edificios a base de las más pequeñas piedras, para crearlos casi de la nada. Desde luego,
el carácter cerrado y la obligación de una gran forma residen en esa proporción que exige que nada
singular alcance su propio ser, que no se desgaje independizándose demasiado de la totalidad. No cabe
duda de que, en Berg, la atomización del material y la correspondiente integración están
interrelacionadas. Pero para él, esa atomización tiene otra explicación oculta. Estos motivos mínimos
que los Beckmesser en tiempos de Berg veían como “infusorios”, en realidad no ambicionan en
absoluto imponerse y reunirse en un todo lleno de poder y grandeza. Si nos abismamos en la música
de Berg a veces parece como si su voz nos hablara con un sonido entremezclado de ternura, nihilismo
y confianza en lo perecedero: así es, en realidad todo es nada. Especialmente cuando se la contempla
con ojo analítico, esta música se disgrega como si no tuviera ningún elemento sólido. Desaparece hasta
en su estado de conglomerado aparentemente consolidado y objetivado. Si se le hubiera hecho ver este
detalle a Berg se habría alegrado de ello, a su manera pudorosa, como alguien atrapado en pleno acto
de bondad. La riqueza ramificada y orgánicamente prolífica de muchas de sus composiciones, así

202
Adorno: Alban Berg (1968), 11-17.
como la fuerza disciplinadora que somete a lo difuso, lo diluyente –una fuerza que nos recuerda esos
dibujos infantiles trabajosamente trazados sobre la pizarra–, todo esto resulta ser, contemplado desde
el centro, un simple medio para otorgarle mayor fuerza a la idea de que nada es con ayuda del
contraste con una poderosa presencia musical nacida de la nada y que vuelve a hundirse en la nada. Si
bien esta obra no hace más que llevar hasta una grandeza desmesurada el procedimiento de la Sinfonía
de los adioses, no por ello deja de seguir fielmente una tradición austríaca, la del tono de sumisión
descubierto por Schubert, así como la del tono de entremezclamiento popular, necio-sabio, de
escepticismo y catolicismo, perceptible en el dialecto de Raimundo en el Bauer als Millionar y de
Valentín en el Verschwender. La música de Berg habla en dialecto a pesar de la estricta matización de
su técnica compositiva. La indicación para la ejecución, «vienés», escrita sobre un tema del Concierto
para violín y orquesta, que está lejos de ser un añadido folclórico externo, lo dice todo. Pero es
precisamente a partir de este tema vienés, indolentemente generoso, a partir del que se va
construyendo el tema mortal que se infiltra en el Länder.
En el material musical la nada tiene su equivalente en el pasaje cromático, que precisamente
conduce por encima de la pura nota sin por ello perfilarse melódicamente frente a ella; se queda más
acá, no llega a la plasticidad de los intervalos, por lo que está siempre presta a diluirse en lo amorfo.
Berg es, y en esto tal vez sea el único de los maestros de la nueva música, cromático de pies a cabeza;
la gran mayoría de sus temas tiene como único núcleo pasajes cromáticos y por eso los temas no son
nada apropiados al carácter de afirmación de la música sinfónica tradicional. Se sobreentiende que la
música de Berg, con su extraordinario instinto para la estructuración y articulación, no se agota en la
monotonía de los cromatismos, como acaso la de un Reger. Por el contrario, la altura compositiva de
Berg –tan elevada que aún hoy apenas se percibe– se acredita precisamente en esa estructuración
sintáctica y extremadamente consciente que traspasa todo el movimiento alcanzando hasta el valor de
la última nota sin olvidar nada. Esta música es hermosa en el sentido de la palabra latina formosus,
rico en formas. Su riqueza de formas le presta elocuencia, le otorga su integral analogía lingüística.
Pero Berg dispone de una técnica especial para reconducir a la nada las formas temáticas acuñadas
recurriendo a su propia evolución. Wagner, que fue el primero en componer de modo esencialmente
cromático, determinó la composición como el arte de la transición. Ya en él, o al menos en el Tristán,
estos cromatismos, medio para un pasaje imperceptible, servían para que toda la música se convirtiera
en tránsito, en paso, en autotrascendencia sin fisuras. De ahí surge en Berg una manera o recurso al
que se agarra de modo casi idiosincrático. Ha fundido el arte del trabajo temático, de la estricta
economía de motivos, tal y como se daba en la escuela de Schönberg, con el principio del tránsito
continuado. Su música cultiva una técnica predilecta que probablemente procede de su época de
aprendizaje. Se guarda un resto de cada tema, cada vez menor, finalmente infinitamente pequeño, por
el que el tema no sólo se declara como nada, sino que las relaciones formales entre las sucesivas partes
quedan entretejidas con infinita estrechez. A pesar de la exuberante riqueza de su multiplicidad, la
música de Berg no puede soportar el desnudo contraste, el choque inmediato de las oposiciones, como
si la afirmación musical de la oposición le atribuyera ya a cada elemento singular un ser irreconciliable
con la modestia metafísica, con el frágil motivo de toda forma musical de Berg. Se puede aclarar este
recurso de Berg. Un recurso o “manera” entendida como en el manierismo comparándolo con ese
juego infantil que consiste en descomponer y recomponer la palabra capuchino: Capuchino – apuchino
– puchino – uchino – chino – (h)ino – no – o; o – no – (h)ino – chino – uchino – puchino – apuchino –
capuchino. Así ha compuesto, así se interpreta toda su música en una cripta capuchina de la broma y
su desarrollo tiende esencialmente a la espiritualización de este recurso. Incluso en sus obras tardías,
en las que bajo un cierto influjo de la técnica dodecafónica se persigue en ocasiones enérgicos
contornos temáticos, y en las que la tendencia caracterizadora del dramaturgo alcanza incluso a lo
absolutamente musical, los temas conservan un cierto carácter flotante, desligado, que por medio de
variaciones mínimas y de alteraciones rítmicas, juega con el intervalo de segunda. La gracia
melancólica del tema de Ländler de ambos clarinetes, con que se inicia el allegro del Concierto para
violín, parece decir a un tiempo que, en realidad, tampoco se trata de un tema, que no pretende
perdurar, que no desea adueñarse de sí mismo.
Se ha descrito la afinidad de Berg con Wagner a base de ambas cosas, con la técnica tanto
como con la música resultante. A diferencia del resto de los músicos de su generación, Berg no
participó para nada en la oposición montada contra Wagner, ni en lo tocante a las ideas estéticas ni en
lo tocante a la técnica. Esto provocó reacciones contrarias. Pero a nadie mejor que a él se le puede
aplicar el pensamiento de Schönberg según el cual la idea de una música cuenta más que su estilo.
Mientras tanto, se ha vuelto evidente la impotencia de las meras opiniones en el arte. La cuestión de la
calidad se ha vuelto mucho más imperiosa que la de los medios, que tan a menudo se retoman tal cual
y que ya no demuestran ni valor ni fuerza. Una música organizada, repleta hasta la última
semicorchea, significa más y demuestra ser mucho más moderna que una que no vacila porque ya ni
siquiera siente las tensiones de su propia materia. Berg no despreció los efectos de sensible ni los
acordes perfectos, pero sí una pureza de estilo que para ser consecuente tenía que pagar con el
empobrecimiento del lenguaje y de la música. Su proceder absorbe muchos otros elementos además de
la herencia wagneriana, empezando por la técnica discontinua de la primera escuela de Viena,
Debussy y gran parte del expresionismo alemán. Pero sobre todo, en Berg, también la propia parte
wagneriana ha cambiado de función a través de una especialización exagerada y extremadamente
inquietante. No ha ilustrado ninguna metafísica de la muerte; Schopenhauer no representó ningún
papel en el orden espiritual de su época madura. Por el contrario, la tendencia a la desaparición alcanza
a la propia música, que deja de empeñarse en ser un mundo de ideas existente en sí mismo. En este
aspecto, y a pesar de sus técnicas absolutamente diferentes, Berg estaba próximo a la tendencia de su
amigo Webern, cuyas miniaturas están tan predispuestas al enmudecimiento como las grandes formas
de Berg a su propia negación.
Es precisamente el “tono” de la música de Berg el que mejor nos puede ilustrar las diferencias
respecto a Wagner, si es que todavía somos capaces de tener oídos para tales categorías. Por cierto que
el tono era el término predilecto de Berg, con el que siempre juzgaba en cuestión de música. Este tono
ignora lo que determina de entrada al de Wagner: la autoglorificación. Aunque siempre se haya
querido rastrear en Berg ciertos rudimentos del Tristán, no podrá encontrarse ningún elemento de los
Maestros cantores. Al igual que su música nunca impone temas, tampoco se impone nunca ella
misma. Toda insistencia le es ajena, En Berg, energía y actividad han penetrado en la preparación
previa de las formas; lo que resulta discurre pasivamente sin elevar protestas. Nunca se deleita en la
autocontemplación en el espejo, sino que tiene un gesto de largueza que también era característico de
la persona Berg y que no se dejaba alcanzar por el éxtasis wagneriano, el cual celebra el momento de
la autodisolución como el momento de su autoconsumación. Para Wagner, la falta de conciencia es
siempre el supremo deleite, mientras que la música de Berg se entrega a sí misma y al sujeto que habla
en ella precisamente por mor de su vanidad, tal vez con la callada esperanza de que lo único que no se
pierde es aquello que no se preserva. Si se quiere poner en relación con Berg a algún compositor del
pasado, habrá que compararlo más bien con Schumann que con Wagner. Esa manera que tiene la
Fantasía en Do mayor de extenderse ampliamente hacia el final, sin por ello transfigurarse a sí misma
como quien ya se ha salvado, esto es, sin pensar sólo en sí misma, anticipa lo más íntimo del tono de
Berg. Pero por mor de tal afinidad selectiva entra sin embargo en la mayor oposición con aquello que
en la tradición musical se considera sano, con las ganas de vivir, lo afirmativo, la repetida glorificación
de aquello que es. Tal concepto de salud, arraigado inseparablemente a los criterios musicales actuales
así como a la vulgaridad, está ligado al conformismo; la salud está de parte de lo que demuestra mayor
fuerza en la existencia, de parte de los vencedores. Berg rechazó tal complicidad, como antes el último
Schubert, Schumann, y tal vez Mahler, cuya música se puso de parte de los desertores. Tal vez sea
cierto que la música de Berg, pacientemente pulida con mano amorosa, le resulte al oyente menos
áspera que la de Schönberg, pero, por el contrario, su gusto por los débiles y perdedores es radical y
chocante: es la figura del humanismo de Berg. En nuestra época no ha habido música más humana que
la suya; y eso es lo que la aleja de los hombres.
La identificación con los perdedores, con aquellos que tienen que soportar la carga de la
sociedad, determinó la elección de los textos de las dos principales obras de Berg, sus dos grandes
óperas. Con el mismo espíritu con el que Karl Kraus citaba la antigua palabra «humanidad» en contra
de la reinante falta de humanidad, de quien el lenguaje era víctima, Berg recurrió por un lado al drama
de Büchner acerca del atormentado soldado paranoico Wozzeck, que se venga de la injusticia que sufre
atentando contra la naturaleza indómita y asesinando a su amada, y por otro lado a la tragedia circense
de Wedekind sobre la hija de nadie de irresistible belleza, Lulú, contra cuyo impotente poder absoluto
se conjura en venganza la sociedad masculina. Se admira con razón el efecto escénico logrado en el
Wozzeck gracias a una construcción extremadamente rigurosa que no deja que se le escape ni un
segundo del aparato dramático. Pero tal efecto sería inconcebible si la capacidad constructiva
dramático-musical no estuviera ligada a la expresión de lo humano en tanto que sufrimiento, una
expresión por lo general muy atenuada por la construcción. Hoy, en que el derecho a la existencia de
la música depende de si consigue concretarse en nuevos caracteres, este elemento del Wozzeck
adquiere la mayor actualidad. En la habitación de María penetra el sonido de una marcha con un trío
casi mahleriano; pero esta marcha chillona se transforma, se sumerge en los mezclados colores de una
interioridad tan extraña como la de los sueños, como si la viéramos a través de los sucios cristales de
la miserable habitación. Y así, la estruendosa y chillona música de escena se convierte en un arquetipo
de la violencia, tal y como la impone la música militar sobre aquellos a los que ha arrastrado dentro de
la colectividad. O también, en el principal fragmento sinfónico del segundo acto, nos encontramos con
un scherzo muy amplio, una música de taberna con Ländler y valses, pero de una tristeza sorda y
abismal. El poder de compasión sin límites del Wozzeck seguramente no tiene precedente en la ópera:
es como si en el lugar usurpado por Wagner para la glorificación de las personas dramáticas por medio
de música no quedara ahora más que la compasión por ellas. Imposible ver plásticamente mejor en qué
consiste la peculiaridad de Berg como comparando esa escena de la posada con Stravinsky, al que
recuerda por la confusión y deformación de tipos anticuados de música popular. En Berg no se
encuentra por ningún lado la frialdad de las bromas hirientes, no hay sarcasmo; que la dicha expresada
en esos bailes sea falsa, que los que la sienten se vean burlados, es precisamente lo que crea esa mortal
seriedad y una complejidad que transforma todo lo exterior en un reflejo de lo interior, sin olvidar por
ello hasta qué punto el mundo interior misterioso y desalineado de aquellos que son ajenos entre sí no
es más que la marca de la embrujada existencia exterior. A continuación se sucede un coro de soldados
dormidos. Los ronquidos y gemidos componen una imagen que muestra que a los privados de libertad
se les ha deformado hasta el sueño; se trata de una materialización muda de lo que le impone la
colectividad forzosa a los que viven en un cuartel. Y ¡cómo se torna música, después de levantarse sin
ruido el telón sobre el acto tercero, esa vacilante vela de María, desesperada y consoladora!, ¡cómo se
torna música el sueño ligero e inquieto del niño! Wozzeck no es esa virtuosa aplicación de nuevas
adquisiciones en la gran ópera puesta en tela de juicio durante mucho tiempo, sino que es el primer
modelo de una música del auténtico humanismo.
En Lulú el Yo, con quien se simpatiza en la percepción de los diferentes sucesos, a partir de
cuya perspectiva se escucha la música, se torna visible en escena. Berg nos lo da a entender con una de
esas citas que tanto le gustaba deslizar escondidamente en sus textos, a la manera de los maestros del
medioevo cuando pintaban su autorretrato al lado de las figuras principales de los cuadros religiosos.
En verdad, se trata de un pretendiente sensible y suprasensible: en los temas de rondó de Alwa se
reúnen la pujanza del jovencito schumaniano con la fascinación de Baudelaire por la belleza mortífera.
Lo que se conocía como primer movimiento de la Sinfonía Lulú, la alabanza apasionada de la amada,
brilla en un éxtasis al que no bastan las palabras; es como si la música quisiera convertirse en uno de
esos vestidos de cuento con los que soñaba Wedekind para Lulú. A modo de destellante adorno
multicolor para el cuerpo de la amada, la música podría devolverle su dignidad al impulso proscrito y
maldito. Cada compás de esta música significa redención para la proscrita, para la figura del sexo, para
un alma que se frota sus ojos cargados de sueño cuando se despierta en el otro mundo, como se dice en
los compases más irresistibles de la ópera. Berg felicitó por su sesenta cumpleaños a Karl Kraus, el
autor de Moralidad y criminalidad, citando estas palabras y poniéndoles música. La música de Lulú es
un acto de agradecimiento en nombre de la utopía que escondidamente impulsa la crítica que hace
Kraus de la humillación del amor por los tabúes burgueses. La música de Berg toca ese punto sensible
respecto al que la humanidad organizada ya no entiende ninguna broma y dicho punto se torna
precisamente para él en el último refugio de lo humano.
En esta hímnica ópera circense todo es más luminoso, más dúctil y ágil que en las obras
anteriores: el claroscuro de la orquesta de Berg se ilumina en una sutil transparencia, que recuerda el
Impresionismo, con el fin de superar su magia por medio de objetividad para llevarlo al campo de lo
espiritual. Recurriendo a palabras de Wagner, muy pocas veces la orquesta, el color, se han tornado
acción hasta el punto que lo hacen en Lulú; la obra se pierde dichosa en el presente sensible que
celebra; una vez más, el escenario se reconcilia con el espíritu. La instrumentación de la obra quedó
inacabada. La más afortunada de las creaciones sufrió con la muerte de Berg el mayor de los
infortunios. El que sepa algo acerca de teatro no se hará ilusiones: mientras Lulú siga siendo un
fragmento sólo sabrá ganarse la atención de modo intermitente, pero no llegará a entrar en el repertorio
operístico regular, el cual, sin embargo, no puede prescindir de esta obra si es que la institución de la
ópera aún pretende abogar por su derecho a la existencia. Es de esperar con la mayor urgencia que se
le quiera dar por fin una orquestación a las partes inconclusas del tercer acto, también a fin de evitar
que el deseo de hacerse valer y la diligencia de algunos guardianes del Grial de última hora les empuje
a emprender una tarea para la que no están en absoluto cualificados.
A una mirada de tipo clasificador Berg podría parecerle –dentro de la época moderna y sobre
todo de la escuela de Schönberg, a la que siempre permaneció fiel– como un moderado, precisamente
por la agradable sonoridad de Lulú y la sencillez del Concierto para violín. Berg nunca cortó del todo
las amarras que lo unían a los recursos tradicionales de la tonalidad; su última pieza, precisamente el
Concierto para violín, concluye con un abierto Si bemol mayor con la sixte ajoutée. Cierto que en
Berg existen construcciones tremendamente complejas y difíciles de descifrar. Pero en conjunto, su
arte de la transición, de la mediación en su doble sentido, consigue atemperar el choque. Por ello
también el público se mostró en principio más inclinado a su música que a la de Schönberg o Webern,
cosa que le hacía sentirse muy molesto. Por el contrario, los expertos se complacieron desde el
principio en relegarlo al siglo XIX, dispensando así a la alegre generación contemporánea de la
melancolía de Berg, una melancolía que por desgracia entretanto se habría de ver más que confirmada
por la propia realidad. Lejos de querer renegar del elemento anacrónico de su asunto propio, Berg lo
destacó por medio de la instrumentación y publicación de los románticos Siete Lieder tempranos. Pero
la tensión entre el lenguaje familiar y el extraño, desconocido, fue eminentemente fructífera: dio lugar
al tono propio de Berg, un tono meditadamente temerario. Entre los exponentes de la nueva música él
es el que menos ha dejado relegada en el olvido a la infancia estética, el libro de oro de la música.
Berg ridiculizaba el amable concretismo basado en tal olvido. Debe su concreción y grandeza humana
a la tolerancia con el pasado, al que él deja penetrar, aunque no literalmente, sino resurgiendo en
sueños y recuerdos involuntarios. Se alimentó hasta el final de la herencia recibida y al hacerlo tuvo
que cargar con el lastre bajo el que se encorvaba su elevada figura. Ha dejado en su obra sus
inconfundibles rasgos fisonómicos. La tendencia de Berg a desaparecer de escena, a diluirse,
constituye en su fuero interno una unidad con la tendencia a librarse de la mera vida por medio de una
iluminación, de una toma de conciencia, y la vuelta del pasado, la aceptación pacífica de lo inevitable,
no contribuyen menos a ello que la progresiva espiritualización. Su música ha asumido
desesperadamente la ruptura con la música burguesa, en lugar de producir el engaño de un estado que
supuestamente estuviera más allá de lo burgués y que no existe, como tampoco ha existido hasta hoy
una sociedad diferente. Alban Berg se ha sacrificado al pasado en aras del futuro. De ahí mana la
eternidad de su instante, la estabilidad de un movimiento infinitamente mediado que él nunca dejó de
evocar.”

Cuestiones

1. ¿Qué características, desde el punto de vista de la audición, presenta la música de Berg? ¿En que
estriba, si la hay, su dificultad?
2. ¿Puede esta música ser popular? ¿Qué opinaría, al escucharla, un oyente no acostumbrado?
3. ¿Podría entenderse la música de Berg como una provocación o un insulto al oído del oyente?
4. ¿Cómo entender a nivel musical el carácter vanguardista, renovador del lenguaje, y revolucionario
de la música de Berg?
5. ¿Se puede encontrar algún tipo de similitud o discordancia entre la música de Alban Berg y el
artículo de Adorno que sirve de presentación y elogio de la misma?
Ejercicio nº 22: La segunda escuela vienesa

Guía de audición: La noche transfigurada, op. 4 de Arnold Schönberg (1874-1951).

El más elemental principio hermenéutico sostiene que, por lo general, el que no entiende algo,
en lugar de hacer el esfuerzo por entenderlo, suele proyectar su insuficiencia sobre la cosa, en este
caso sobre la música, y la declara incomprensible, o bien asevera que cómo es posible que esa obra
pueda gustar a alguien. Schönberg, como Mahler o Berg, pertenece a ese género de artistas que han
despreciado con su obra el gusto popular, el agradar al público dándole lo que quiere oír. Con ello
termina la comodidad del que sabe lo que va a escuchar en su tiempo libre y no quiere hacer el sobre
esfuerzo que representa entendérselas con piezas fuera del repertorio habitual. Para el sofá y la ducha,
para el relax y la comodidad, sea en casa, en el coche o el trabajo, buenos están Mozart, Albinoni o
Satie, pero estos austriacos discípulos de Mahler, de los que el clasicismo y la carcundia vienesa
abomina, parecen excesivos. La dificultad de esta música estriba en nuestra propia incapacidad para
abandonar los hábitos de oyente y abrirnos a nuevas perspectivas, y, en concreto la dificultad para
poder prestar atención a lo simultáneo que se multiplica, renunciando a saber lo que viene detrás de lo
que estamos oyendo en el instante. A esta imposibilidad accedemos, si no estamos habitualmente en
ella, por nuestra condición de hablantes de un lenguaje gramatical donde en cada frase a todo sujeto
acompaña un predicado y unos complementos. Adorno habla de “plétora de figuras musicales
sucesivas y simultáneas”203 , que proporciona la sensación de música infinita, no acotada ni cerrada
temáticamente, de creatividad eterna, que parece improvisar de continuo y nunca agotarse. No parece
existir un estilo musical propio, sino más bien una acuñación constante de pensamientos musicales,
que no hace ninguna concesión a lo conocido por el oyente en la historia de la música. Sin embargo,
algo hay de romántico en esta música innovadora que se opone frontalmente a la tradición. También el
oyente se ve transportado a un sonido íntimo y esotérico, dirigido a ser absorbido en el interior de cada
uno, en la aparente forma de ejercicio de magia que proviene de una lejanía cósmica, como si se tratara
no se sabe bien de una música primitiva o de una música protogénica. En todo caso parece estar
cumpliéndose el deseo nietzscheano de vuelta al origen, a lo porto-originario del que nos habla
Nietzsche en El nacimiento de la tragedia. El propio compositor dijo: “Estoy obedeciendo a una
compulsión interior que es más poderosa que cualquier educación”204. No hay que olvidar que
Schönberg compuso la Noche transfigurada (Verklärte Nacht, el título original alemán sugiere una
suerte de noche inusual o sorprendentemente clara o iluminada), para un sexteto de cuerdas. Hasta
1943 fue retocando la obra y ampliando su instrumentación hasta llegar a una pequeña orquesta de
cuerda, con lo que consigue que la composición se adapte un poco a las expectativas del oyente
acostumbrado al clasicismo.

Ejercicio

Hacer una breve presentación y comentario de una obra de entre los siguientes compositores:
Alban Berg, Arnold Schönberg o Anton von Webern. Plantear lo que la composición elegida tiene de
extraño o inusual para un oído no acostumbrado, lo que nos sorprende o incomoda, lo que
experimentamos a diferencia de lo que nos sucede cuando oímos una pieza clásica o una música ligera.

203
Adorno: Prismas, 160.
204
Cit. por Rosen: Schönberg, 15.
Ejercicio nº 23: Rilke: la poesía como interiorización de la realidad

Texto: “Octava elegía de Duino” (1912-1922)205.

Con todos los ojos ve la criatura


lo abierto206. Sólo nuestros ojos están
como vueltos del revés y puestos del todo en torno a ella,
cual trampas en torno a su libre salida.
Lo que hay fuera lo sabemos por el semblante
del animal solamente; porque ya al niño desde pequeño
le damos la vuelta y le obligamos a que mire
hacia atrás, a la configuración, no a lo abierto, que
en el rostro del animal es tan profundo. Libre de muerte.
A ella sólo nosotros la vemos; el animal libre
tiene su ocaso tras de sí
y ante sí a Dios207, y cuando marcha, va
a (in) la eternidad208, como lo hacen las fuentes.
Nosotros nunca tenemos, ni por un día,
el espacio puro ante (vor) nosotros209, al que las flores
se abren se abren de modo infinito. Siempre hay mundo
y nunca la ninguna parte sin nada210: lo puro,
lo no vigilado, que se respira211
y sabe infinitamente y no ansía. Cuando niño
se pierde en silencio en esto, y

205
De entre las posibles he preferido la versión de E. Barjau para la editorial Cátedra, págs. 105-109,
por ser, a mi parecer, la que mejor se ajusta a la literalidad del texto alemán. Sólo he introducido unas pequeñas
variantes, a la vista del texto alemán, Die Gedichte, 658-660, y de la inevitable versión de J. M. Valverde.
206
Para aproximarnos al entendimiento de este término, “lo abierto” (das Offene), que tiene un sentido
literal de lo público, es preciso tener en cuenta que el texto lo opone a lo cósico que es objeto de nuestra mirada,
a la “configuración”, que es lo dotado de figura (Gestalt), dice que está reflejado en el semblante (Anlitz) del
animal, y que se encuentra libre de muerte.
207
Como han observado otros, el Dios de Rilke, no es el dios trascendente de ninguna religión, sino un
nombra más para lo abierto y las relaciones inobjetivables, de tal modo que Dios se convierte en el horizonte del
que marcha a y en la eternidad, como una fuente.
208
A la vista de la comparación con las fuentes, la marcha de nuestra incontaminada animalidad se
convierte en un eterno fluir, un constante manar que se renueva, un auténtico rejuvenecerse desde la originalidad
del manantial. De ahí la traducción de la proposición alemana “in” como lugar de destino, de lo que nunca se
sale, porque siempre se está en él. A esto se corresponde que el ámbito de lo abierto sea el que carece de objetos.
209
Dado que el espacio es la condición, a priori si lo decimos con Kant, de nuestra representación
(Vorstellung) es imposible tener ante nosotros lo que es condición de las representaciones espaciales de las
cosas. El espacio es irrepresentable, siendo la condición absoluta de nuestra capacidad de representar lo
mundano.
210
La frase “siempre hay mundo y nunca la ninguna parte sin nada”, que tiene carácter emblemático,
apunta a una concepción de la realidad de la que es imposible descontar el efecto humano que la convierte en
mundo, quizá porque no soporta el “Nirgends” (que me atrevo a traducir por “la ninguna parte”) sin (ohne), que
aquí vale tanto como “con” la nada (Nicht), que viene a convertirse en la clave hermenéutica del texto. Ya
Leibniz lo anticipó en el siglo XVII: ¿por qué el ser y no más bien la nada? ¿No es la nada la gran alternativa
radical a nuestro ciego mundo?
211
Lo puro y no vigilado, lo que no es objeto de nuestro desvelo e interés, al ser objeto de respiración,
se convierte en interior, de saber como interiorización que es recuerdo (Erinnerung), la forma del saber poético
y del saber inocente de la poesía, que se refiere a lo que no se ansía ni codicia, sino lo que se nos dispensa sin
esfuerzo y trabajo. De ahí que sea uno de los dones más preciados.
lo despiertan sacudiéndolo. O alguno muere y lo es.
Pues cerca de la muerte no se ve más la muerte
y se mira fijo hacia fuera, quizá con enorme mirada animal.
Los amantes, si no fuera el otro, que
disimula (verstellt) la mirada, están cerca y asombrados…
Como por descuido les está abierto
detrás del otro… Pero más allá de él
no llega nadie, y de nuevo el mundo llega a ser para él.
Vueltos siempre a la creación, vemos
sobre ella el juego de reflejos de lo libre,
oscurecido por nosotros. O que un animal,
mudo, levanta la vista, y tranquilo nos atraviesa.
A este se llama destino: estar en frente,
y nada más que eso, y siempre en frente.

Si hubiera conciencia como la nuestra en el


animal seguro que viene a nuestro encuentro
en otra dirección, nos agarraría
con su cambio. Pues su ser es para él
infinito, desasido y sin mirada
para su estado, puro, como su mirada.
Y donde vemos futuro, él ve todo
y a sí en todo y a salvo para siempre.

Y, sin embargo, en el cálido animal vigilante


hay el peso y el cuidado (Sorge) de una gran melancolía212.
Pues también él sobrelleva siempre lo que a nosotros
nos domina, el recuerdo,
como si aquello a donde uno se ve impulsado,
hubiera estado más cerca, sido más fiel y su contacto
infinitamente más tierno. Aquí todo es distancia,
y allí era aliento. Tras la primera patria
la segunda es para él desabrido y ventoso213.
Oh, beatitud de la pequeña criatura,
que permanece siempre en el seno que la llevó dentro,
oh, dicha del mosquito que aún dentro salta,
incluso en su boda: pues seno es todo.
Y mira la seguridad a medias del pájaro,
que, desde su origen, sabe ambas cosas,
como si fuera un alma de etrusco,
desde un muerto a quien recibió un espacio,
pero con la figura tranquila como cobertor.
Y cuán turbado está uno que tiene que volar
y procede de un seno. Como asustado ante sí mismo,
cruza en zig-zag, como cuando una grieta

212
El animal vigilante tiene la gravedad y la atención solícita a lo importante pero, como a los humanos,
lo más importante es lo previamente interiorizado que se convierte en recuerdo, llegando a ser lo dominante para
la criatura humana. Lo que nos impulsa, a modo de huella de memoria, es lo que en un momento fue entrañable
y hogareño, luego vuelto inhóspito con la madurez, pero que nos constituye la materia poética que nos
constituye como entraña humana: el recuerdo. La materia fundamental de que se compone la poesía y el arte en
general son los recuerdos que nos quedan tras una larga travesía de alejamiento de la infancia.
213
Toda la octava elegía está transida de una dualidad o dicotomía entre lo entrañable, hogareño y
patrio, tomado como el seno materno, y la larga andadura del exilio, y la añoranza de esa feliz origen. Como en
Freud, en su magnífico trabajo sobre “Lo siniestro”, Rilke plantea la existencia humana como el drama de la
salida del seno materno hacia un territorio extimo
cruza una taza. Así la huella
del murciélago raja la porcelana del crepúsculo.

Y nosotros, espectadores, siempre, en todas partes,


vueltos al todo y nunca fuera.
Nos desborda. Ordenamos. Se desmorona.
Ordenamos de nuevo y nosotros mismos nos desmoronamos.

¿Quién nos dio la vuelta, de manera que,


hagamos lo que hagamos, estamos en actitud
de uno que se marcha? Como el que,
en la último cerro, que le muestra del todo su valle,
se da la vuelta, se detiene, permanece,
así vivimos, siempre despidiéndonos.

Cuestiones:

1. ¿Qué sugieren expresiones como “lo abierto”, “libre de muerte”, “siempre hay mundo”, “estar
plantado enfrente”, o “así vivimos, siempre en despedida”?
2. ¿Qué cuestiones relativas a la existencia humana en el mundo se plantean en esta composición
poética?
3. ¿Qué situación o estado de la humanidad plantean estos versos de modo tal vez apocalíptico?
4. ¿Qué suerte de conflicto o tensión se plantea en la anterior composición entre el orden y el caos,
entre lo abierto y lo cerrado, etc.?
5. ¿En qué sentido cabe atribuir protagonismo o restárselo a la criatura humana y su avatares, según
los versos de Rilke?
Ejercicio nº 24: La estética del cine

Presentación

La enorme popularidad que ha alcanzado el arte cinematográfico lleva a muchos espectadores,


e incluso a realizadores, historiadores, críticos y estudiosos del llamado séptimo arte, a sostener,
incluso de modo desaforado, la completa subjetividad del gusto estético en materia fílmica. Como se
trata de un placer o vicio solitario, se repite hasta la saciedad que el criterio del gusto del espectador es
tan arbitrario como caprichoso, todo lo cual lo ejemplificamos con la elección tan voluble como
extravagante de determinadas películas, géneros, directores, actores o actrices, etc. En contra de este
capricho, o incluso agazapado tras él, con el que se suele considerar este arte, están las grandes
superproducciones, las campañas de marketing, los grandes éxitos de pantalla, casi siempre made in
USA, y la conducción borreguil de los espectadores hacia las pantallas donde se exhiben los productos
más comerciales y edulcorados, cuando no pasteleros y, en general, de dudoso valor artístico. Se
impone reiterar la pregunta: ¿qué tienen de arte las películas que vemos y nos gustan? Este es el
interrogante básico de este ejercicio.
Es frecuente olvidar que el cine es imagen, y que el sistema humano de percepción y
almacenamiento de imágenes en la memoria está sometido a determinadas reglas fijas que
invariablemente generalizan y unifican nuestra experiencia visual en materia de imágenes en
movimiento. Si pensamos, por un momento en la imagen de, por ejemplo Marilyn Monroe, no es
difícil concluir que cada uno de nosotros, ya evoque alguna de sus películas como Con faldas y a lo
loco, o Vidas rebeldes, ya tenga en mente alguna de sus más famosas fotografías de posters, ya
recuerde la célebre obra de Andy Warhol, será consciente del momento y la circunstancia, que no
tienen que ser completamente verídicos y vividos, que pueden ser imaginarios, e incluso el recuerdo
de la situación afectiva, de lo que sería una experiencia inicial. Uno suele decir, cuando se trata de
cine, que se acuerda de la primera vez que vio tal película o tal o cual actor. El sistema percepción-
conciencia es un sistema psíquico dotado de una esencial connotación afectiva, y eso es el punto de
partida de la concepción del cine desde el punto de vista estético. Imágenes y percepciones no son
reflejos especulares sin deformación y puros, sino que todo de lo que somos conscientes posee una
determinada coloración afectiva. Este arte tiene un componente afectivo y sentimental del que no es
posible separarlo y que dice mucho sobre el conocimiento de la humanidad del siglo XX.
El cine es un arte que consiste en agradar, en producir placer mediante imágenes, en el goce
supremo ante la imagen en movimiento, aunque ésta sea de vampiros o del destripador de Londres.
Ante la pantalla somos como niños, o nos reducen a tales, que tendemos a contemplar las historias de
modo simplista, dividiendo a los personajes en buenos y malos, sufriendo o gozando con ellos,
emocionándonos o llorando por tontunas, y en posición de extrema receptividad, credibilidad y
vulnerabilidad afectiva y sentimental. El cine es un comecocos, un invento diabólico, una industria
infernal, basado en el poder de seducción de las imágenes, de las que no conviene nunca olvidar que
no son realidad sino solo un pálido y manipulado reflejo. La compleja misión social del cine, muy
ligada a los avatares de las grandes masas, no empaña su carácter artístico sino que lo enaltece, pues su
vocación es desde el momento de su nacimiento canalizar las aspiraciones y deseos de amplias capas
de la población de todo el mundo. De ahí el reto de crear un lenguaje artístico sencillo que pueda
llegar a los cinco continentes y a todas las culturas.
Las imágenes, en concreto, suelen ser agradables o desagradables, atrayentes o repugnantes,
amadas u odiadas. Estas polaridades afectivas, con la infinidad de matices que los humanos podamos
proporcionar, se convierte en el principal recurso con el que trabaja el arte cinematográfico para que
nos enganchemos a él, siempre por una motivación emocional. Los seres humanos somos voyeurs,
fetichistas, sádicos, masoquistas, en fin neuróticos, que sufren y gozan con las imágenes que evocan
situaciones infantiles primordiales, que nos condicionan en nuestra vida adulta, para orientarnos hacia
determinadas manifestaciones artísticas, para que no dimitamos de nuestro deseo, y para hacer
llevadera una existencia problemática y conflictiva. Amén de pensar que el cine como industria
necesita espectadores, es cierto que los espectadores necesitan el cine para construirse una cierta
identidad personal vinculadas a los hechos fílmicos, dado que éstos se refieren siempre a seres
humanos en situaciones cotidianas, aunque la técnica narrativa permita salir de lo normal para
experimentar lo extraordinario.
El cine da ocasión para hablar de nosotros mismos, de nuestra historia personal, de nuestros
ideales y afectos, de nuestros deseos y aspiraciones, de nuestros sueños y ensoñaciones, de lo que
hemos sido y somos, en fin, de toda nuestra vida, que va indisolublemente ligada a imágenes
cinematográficas, a la historia del cine como historia de los sentimientos íntimos y compartidos. No se
trata tan sólo de la subjetividad del sentimiento, sino de la historia colectiva y compartida de los
conflictos emocionales que nos han acontecido por pertenecer al mismo género. Cada historia personal
se sitúa en una colectiva, representada por el arte que cada uno ha vivido, que lo ha constituido.

Ejercicio

Elaborar una relación de las diez películas que mas nos han gustado, comentando en cada caso
la razón de esa preferencia. Bien entendido que una película es un todo artístico, quizá la mejor
versión de la wagneriana “obra de arte total”, en el que son distinguibles diversos componentes, cada
uno de los cuales, por sí solos, puede ser objeto de interés estético y de comentario. El ejemplo puesto
a continuación puede ser ilustrativo de una perspectiva de conjunto que también hace hincapié en
aspectos parciales.

Ejemplo: Nosferatu de Mornau. Harto de ver historias de vampiros, y de haber pasado miedo y
miedos infantiles con las versiones de Cushing y Lee, la versión del vampiro de Mornau me lleva a la
conclusión que el terror o el miedo que sentimos en el cine, preexisten a la película, y está en nosotros
mismos. El mundo en el que los vampiros aparecen es el mundo ordenado de la burguesía a la que
viene a cuestionar este extraño ser procedente de los confines de la tierra.
Cuando el cine se halla en sus orígenes el mundo civilizado se encuentra viviendo una época
de profunda agitación social y espiritual. En este sentido el cine refleja la situación de la humanidad
que, insegura de su destino histórico, quiere evadirse y conjurar los miedos que se ciernen sobre ella
en forma de guerras mundiales, crisis económicas, desestructuración social, y crisis generalizada de los
valores. De ahí que la llegada, desde una desconocida, lejana e inhóspita tierra de Transilvania (lit.
más allá de la tierra de la selva) de un curioso y deforme personaje cuya pasión se ceba en la inocencia
de una joven núbil, sea toda una metáfora de la condición humana.
Lo siniestro, categoría estética presente en el romanticismo desde sus orígenes, que Freud ha
teorizado, y que el cine ha hecho punto de articulación de su lenguaje (la poderosa organización del
mal como elemento contra lo que lucha el héroe), se ofrece en este film como una parte del ser
humano en su condición de naturaleza abyecta y vil, deforme y ridícula, mala y perversa. Nosferatu
viene a ser un descubrimiento que corresponde al afán descubridor, inquisidor y científico del hombre
civilizado que viaja a los confines del mundo y allí desata la caja de los truenos, pone en marcha un
ciego mecanismo de venganza de la naturaleza humana contra sí misma.
El argumento de la película no presente una trama compleja o de largo desarrollo, pero su
realización fílmica si tiene unas características muy peculiares y característicos. La fuerte expresividad
de los actores, que tienen que sustituir toda comunicación por gestos y posturas muy significativos,
hasta el punto que dan la impresión que sobreactúan y exageran los rasgos y expresiones del papel y la
situación, se convierte en el principal recurso para que el espectador se identifique con y viva como
suyo el peligro que se cierne sobre los personajes.
Por su parte el escenario, que se suele llamar gótico porque imita el género homónimo de
novela propio del primer romanticismo inglés, sitúa las imágenes, o bien en lóbregos y desvencijados
lugares donde vive el inframundo del pueblo llano, o bien en lujosas y palaciegas mansiones, llenas de
pasadizos, galerías, sótanos y lugares donde ocultarse, en las que en elegantes salones posan y viven
plácidamente parejas a punto de casarse, ricos burgueses adinerados, alta sociedad envidiada, etc. A
este mundo de falso oropel llega Nosferatu, su contrapunto e imagen invertida, para amenazar y poner
en peligro la felicidad y el bienestar que parecen estar bien ganados y ser de todo punto merecidos.
La música pone en nuestros oídos don tipos de melodías, unas alegres y superficiales, como la
dulce melodía de una cotidianidad confiada y feliz, las otras siniestras y llenas de lúgubres presagios,
amenazadoras y trágicas. Al espectador se le ofrece un dualismo simplón, de buenos e inocentes
personajes, contrapuestos al espíritu del mal vivo y encarnado. Esto produce tres tipos de escenas, las
de los buenos, las del mal en acción, y las terriblemente violentas de la confrontación de buenos y
malos hasta el fin previsto de los malos.
Cuando se dice que el cine llamado de terror o de miedo no lo crea sino que lo saca del interior
del espectador, en el que tiene su lugar natural, se dice una verdad importante. Con el miedo hemos
vivido, y con el miedo nos hemos constituido como personas, a veces venciéndolo, a veces
imaginándolo, pero siempre con nosotros y nosotros con él.
Ejercicio nº 25: La actualidad del romanticismo.

Texto: Rafael Argullol: “El romanticismo como diagnostico del hombre moderno”214

“Como epílogo a este «ciclo romántico» me permito apuntar un conjunto de propuestas para
discutir el destino del Romanticismo y su repercusión en nuestros días. Por esta razón, más que un
texto de tesis, me parece preferible esbozar un cuerpo de hipótesis a cuya sombra quizá puedan
iluminarse algunos aspectos polémicos de la cuestión romántica. De entrada me cuesta evitar una
visión negativa. Hay términos culturales que, a estas alturas, sólo expresan confusión. Manipulados
hasta la saciedad en instancias intelectuales, su uso cotidiano ha acabado por vaciarlos de todo
contenido. «Romántico» es uno de ellos, y de los más destacados. Apenas nos sirve, ni siquiera como
lejana referencia. Hay que desconfiar de él. Al menos exigirle, a quien lo utiliza, una justificación de
su empleo. Sin embargo, no contamos con alternativas solventes, a no ser una estricta particularización
que huya de las categorías genéricas. Ir a las obras y los nombres. Aislar estilos e ideas. Averiguar las
contradicciones y las repercusiones. Pero no es suficiente. Se nos pide relacionar en el pasado y
contrastar desde el presente. Una visión de conjunto. ¿La hay? Es muy improbable. Hay trazos,
tendencias, el denominador común de problemas enunciados e irresueltos. Por ello, postergada la
repugnancia lingüística y el arranque negativo, pueden ofrecerse ciertas hipótesis teniendo en cuenta
que es absurdo hablar de un «nuevo romanticismo» porque lo cierto es que el Romanticismo, como
unidad, nunca ha existido.
Resumiré mis propuestas, que son al mismo tiempo mis reservas, en tres preámbulos
«negativos» y en tres hipótesis, entre las cuales la última es, desde la actualidad, la más rica en
posibilidades.

1. Tres preámbulos negativos

1.1. «Local»

Una fuente añadida de confusión: la mala fortuna histórica del Romanticismo en España y los
equívocos a los que da origen. Con pocas excepciones el denominado «romanticismo español» es
gestual y epigónico. Se desliza por la epidermis de una supuesta poética de los sentimientos y las
pasiones, pero carece de esqueleto ideal. Es lógico, por otro lado, que no lo tenga. El Romanticismo
es, en gran medida, el contrapunto, la cara oculta, del racionalismo y del pensamiento ilustrado. En
España la debilidad de éstos anuncia la debilidad de aquél. El «romanticismo español» se readapta –y
se reinventa– según las necesidades de nuestra frágil tradición cultural moderna.

1.2. «Académico»

El hábito académico de la clasificación; es decir, la tendencia permanente a la categorización y


periodización. Forma parte de la servidumbre, cuando no del engaño, de la transmisión pedagógica,
aunque también de las «metodologías» de la investigación. La academia se nutre de las visiones
panorámicas. Asocia, soslayando lo diferencial. Explica, ocultando los secretos particulares que laten
en toda obra. El empleo de categorías cerradas –pues resultan más manejables– es siempre una
tergiversación. En el caso de «lo romántico» ha sido, con frecuencia, particularmente grave. Por
ejemplo, los antagonismos absolutos entre romanticismo e ilustración o entre romanticismo y
clasismo. A veces la falsedad ha venido dada por vía de identificación: el romanticismo asimilado al
idealismo filosófico. La academia ha contribuido decisivamente a dar una imagen totalizadora del
Romanticismo, con una «poética», una «filosofía», un «estilo». Una imagen errónea.

214
Romanticismo / Romanticismos, 205-213.
1.3. «Posmoderno»

El denominado neorromanticismo entendido como ejercicio manierista de recuperación de las


formas románticas. Escribir al modo, o según el estilo, romántico. Es, sin duda, una de las múltiples
expresiones del agotamiento de las vanguardias y de la denominada «crisis de la modernidad», con la
de incidir en la oferta de modas puesta en marcha por los medios de comunicación y de edición. Los
neorromanticismos acostumbran a ser, además, distorsionadores del bagaje cultural originado por el
Romanticismo, así como encubridores de su presencia en la civilización moderna. Suscitan la imagen
de un supuesto retorno: el Romanticismo está, de nuevo, de actualidad. La pregunta, en realidad, es:
¿alguna vez ha dejado de estarlo a lo largo de la cultura moderna? Sí, desde luego, en cuanto «forma»
o «lenguaje». Sin embargo, nunca en otro sentido más profundo, más civilizatorio. Las líneas maestras
o, si se quiere, los pronunciados surcos trazados por el Romanticismo histórico recorren el entero
desarrollo de la modernidad manifestándose, con mayor o menor fuerza, en sus sucesivos proyectos
culturales. No se trata, pues, de volver al Romanticismo –como pregonan los neorrománticos–, sino de
intentar averiguar desde qué perspectivas éste sigue siendo imprescindible para calibrar los
interrogantes del hombre actual.

2. Tres hipótesis sobre la consideración del Romanticismo desde el punto de vista actual

2.1. Una nueva sensibilidad

Aproximación al Romanticismo como «atmósfera», como conjunto de actitudes,


predominantemente estéticas, que desde distintos marcos filosóficos, apuntan a una crítica o a una
rebelión contra el rumbo de la civilización occidental. Una nueva sensibilidad, históricamente
determinada –finales del siglo XVIII hasta el primer tercio del XIX–, en la que se integran, por
ejemplo, tanto elementos del idealismo filosófico (Alemania) como posiciones materialistas (Leopardi,
en Italia), sin olvidar recurrencias neoplatónicas y panteístas, fundamentalmente en Inglaterra. La fase
de enunciación de las poéticas románticas, caracterizada por el advenimiento de una sensibilidad
extremadamente peculiar, implica el reconocimiento, como rasgo común, de un «malestar
civilizatorio» de vastas dimensiones. Sentimiento de asfixia ante la propia época, desconfianza ante las
opciones colectivas, exaltación insatisfecha de la subjetividad: la conciencia romántica se forja, y se
identifica a sí misma, como conciencia desgarrada y, paulatinamente, como voluntad de resistencia del
individuo frente a la realidad.

2.2. Concepción trágica de la existencia

Expresiones tan delicuescentes como «sensibilidad», «atmósfera» o «sentimiento de malestar»


son, paradójicamente, las que permiten una definición más unívoca de lo que denominamos
Romanticismo. Conciencia desgarrada y voluntad de resistencia ante la realidad son movimientos
espirituales que están presentes en el conjunto de las poéticas románticas, independientemente de sus
marcos filosóficos y de sus caracteres estilísticos. Por tanto, es posible delinear una imagen
relativamente unitaria de la conciencia romántica si se toma en consideración su carga crítica y su
potencia de negación. Mucho más difícil es preservar tal imagen cuando, más allá de la fase de
enunciación de una nueva sensibilidad, queremos evaluar la trascendencia del Romanticismo a partir
de sus respuestas «positivas». Quizá la única posibilidad es tratar de dilucidar la encrucijada de la que
parten los distintos caminos románticos. Tras la asunción de una conciencia desgarrada y la expresión
de una voluntad de resistencia se abre, en la mayoría de las poéticas románticas, un «espacio del
autoexilio» desde el que se manifiestan, con mayor o menor temeridad, las alternativas concebidas
para romper el cerco de la realidad. Estas alternativas, «viajes hacia el interior» la mayoría de las
veces, subjetivas siempre, cristalizan, por lo general, en una concepción trágica de la existencia. Pero
fijado este «espacio del autoexilio» –si es que puede hacerse–, esta encrucijada descubierta en un claro
del bosque de la realidad, los caminos son siempre divergentes. Es ya completamente imposible la
generalización. Cada obra constituye una aventura distinta, cada poeta construye, si lo consigue, un
mundo propio. La liberación onírica de Kleist, la transmutación mítica de Hölderlin, la afirmación
heroica de Keats, la pasión tanática de Novalis: rumbos que parten, tal vez, de una encrucijada común
pero que se adentran, cada uno de ellos, en el bosque a través de senderos radicalmente solitarios.

2.3. Diagnóstico del hombre moderno

Las dos hipótesis manejadas permiten una consideración contemporánea del Romanticismo,
sea buscando los rasgos convergentes de su génesis, sea constatando los perfiles divergentes de su
desarrollo. Ambas son ricas en identificaciones y consecuencias. Cabe, sin embargo, una tercera
hipótesis, no contrapuesta con las anteriores sino fruto de su misma formulación: considerar al
Romanticismo como la anticipación de tendencias y contradicciones que dominarán la cultura
moderna. Como umbral abierto de la modernidad. Esta capacidad de diagnóstico, de intuición
espiritual si se quiere, es lo que haría actual al Romanticismo frente a las visiones manieristas y
formalistas que plantearían su supuesta resurrección. Naturalmente esta tercera hipótesis parte del
convencimiento de que, siendo importantes las respuestas, adquieren mucho mayor relieve las
preguntas: el Romanticismo interpretado como una profunda interrogación alojada en el corazón de la
moderna civilización occidental. Ello nos empujaría a rastrear en la genealogía del presente. A
dialogar con las poéticas románticas buscando los síntomas que todavía nos afectan.

2.3.1. Primer síntoma: sobre la nostalgia

El Romanticismo, como último momento de la nostalgia en la cultura europea, anuncia


asimismo la imposibilidad de la nostalgia. Contrastando con ello el Neoclasicismo es, sin lugar a
dudas, el ámbito genuinamente nostálgico. Las estéticas neoclásicas se fundamentan, todavía, en un
ideal de armonía, en una unidad paradigmática de razón, belleza y bien, capaz de afrontar el
«desvanecimiento de Dios». Al arte se le concede un supremo poder mediador entre el hombre y el
mundo. El espejo de la Antigüedad, superficie a la que se dirige la mirada nostálgica en busca de un
canon armónico, refleja modelos de serena grandeza. Para el Romanticismo –que brota del
Neoclasicismo como su continuador y su adversario– este espejo está ya roto. A la tensa nostalgia por
preservar el ideal de armonía le sucede la comprobación de la inevitable «disonancia» del mundo. El
paisaje mítico de la edad áurea (un orden, una belleza, una verdad) se rompe en pedazos ante la
imposibilidad de la unidad ético-estética del hombre, ante la fragilidad y mentira de la razón. El
individuo debe elegir entre dos opciones: «desprenderse del mundo», según postulan ciertos caminos
románticos (Hölderlin, Novalis), o aceptar heroicamente la condenación de vivir en un «mundo sin
ley» (Leopardi, Keats). Pero, en cualquier caso, ya no cabe soñar con un modelo, con un canon. El fin
de la posibilidad de la nostalgia es ya una característica de la modernidad: al asumir la ausencia de
paradigmas el hombre asume la in-armonía del mundo.

2.3.2. Segundo síntoma: sobre la naturaleza

Uno de los principales argumentos dramáticos de las poéticas románticas es la desacralización


del mundo como marco del hombre moderno: la pérdida del diálogo sagrado entre el hombre y la
naturaleza como consecuencia del rumbo hiperracionalista de la civilización occidental. Esta
conciencia de escisión expresa, por un lado, la des-humanización de la naturaleza y, por otro, la
des-naturalización del hombre. Sin embargo, también implica un giro decisivo en la función del arte.
Frente la esperanza de concederle una potencialidad mediadora entre el hombre y la naturaleza (la
«Mittelkraft» propuesta por Schiller) el Romanticismo, como advertirá Nietzsche, reconoce el fracaso
del arte como espacio metafísico de salvación. Tampoco la experiencia estética es capaz de reagrupar
los pedazos del paisaje roto. Tampoco en el arte se reanuda aquel diálogo sagrado irreversiblemente
desvanecido para el hombre moderno. El artista sólo puede manifestar su libertad como exiliado, como
extranjero al que, deseoso de «patria», le corresponde un perpetuo peregrinaje a través de un mundo
con respecto al que ya no se puede mantener una ilusión de unidad. El artista romántico, a pesar de su
anhelo de lo sagrado, sentencia la desacralización del mundo.

2.3.3. Tercer síntoma: sobre la razón

Precisamente uno de los interrogantes más apasionados de las poéticas románticas concierne al
poderío y límites de la razón humana para hacer frente a la pérdida de imágenes de la sacralidad. El
Romanticismo, en oposición a las ideologías de las Luces, pone de manifiesto el rasgo fáustico de la
cultura científica desde el Renacimiento: junto al poder de la razón ha crecido, con igual fuerza, la
angustia de la razón. Las tinieblas son compañeras inseparables de la luz del mismo modo que
Mefistófeles lo es de Fausto. Por eso en la conciencia romántica se agolpan todas las dudas modernas
con respecto al problema del conocimiento. Por eso la gran metáfora del «velo de Isis» –el velo que
oculta el rostro último del saber– se eleva a metáfora central. ¿El hombre debe autolimitarse,
autocontenerse, ante el conocimiento, o, por el contrario, con audacia fáustica, debe llegar a sus
postreras consecuencias? ¿Es posible, frente al conocimiento-poder, rehabilitar la idea
pretendidamente griega de un conocimiento-sabiduría? En esta última dirección la «Naturphilosophie»
romántica postula una nueva unidad entre la física y la ética, entre la ciencia y la poesía. O, quizá,
dicho de otra forma, la reabsorción del mythos en el logos, según el famoso programa juvenil de
Hegel, Schelling y Hölderlin. No se debe, sin embargo, reducir el Romanticismo a un irracionalismo.
Sus violentas dudas ante la función del conocimiento son un síntoma de la cultura moderna: las dudas
del hombre que se debate en la enmarañada pluralidad de planos de la razón, de la conciencia, de la
realidad.

2.3.4. Cuarto síntoma: sobre la creatividad

Estas dudas atañen privilegiadamente a la posición del artista en el mundo. Al socavar el mito
intelectual del clasicismo el Romanticismo ultima la destrucción del espacio estético tradicional.
Hundida toda posibilidad de paradigmas el arte debe caminar sobre el vacío de la no-verdad. Al
reconocer en su pleno alcance, esta circunstancia se desata la espectacular contradicción de la
creatividad moderna, la grandeza y servidumbre del subjetivismo artístico: de un lado, la libertad de
un arte que reniega de toda legislación y, de otro, el abismal sentimiento de orfandad de ese mismo
arte para el que ya no son posibles coberturas metafísicas y éticas. La radical autoconciencia de la
libertad y orfandad por las que debe transcurrir el arte obliga al artista a una continua sospecha de su
eficacia, cuando no de su propia virtualidad en cuanto creador. La crisis del artista, impotente ante la
irresuelta conflictividad entre hombre y mundo, se expresa en la conciencia de fragmentación e
insatisfacción que domina la creatividad moderna. Paradójicamente la crisis del artista –en su relación
con el arte y con el mundo– se encuentra ya presente en la exaltación romántica del artista: su
subjetividad absoluta sólo puede manifestarse a través de una permanente crítica de su función y, por
tanto, de su creación.
Es difícil, por no decir imposible, sintetizar en un texto la multitud de perspectivas ofrecidas
por el Romanticismo. Los abordajes son tan distintos como distintos son, en sí mismos, esa
«atmósfera» y ese «subsuelo» a los que denominamos románticos. Sin embargo, me atrevo a sugerir
una página de Fausto en la que quizá se reúnan, mejor que en ningún otro lugar, las insinuaciones más
penetrantes con respecto a la significación y alcance del diagnóstico romántico. Está en la primera
parte de la obra, al empezar la escena titulada Bosque y caverna. Fausto, solo, reflexiona sobre el
alcance de la aventura. Agradece los dones del Espíritu de la Tierra. Ha conocido mucho y, asimismo,
ha vivido experiencias más intensas que cualquier otro hombre. Hay, no obstante, una gran sombra
que empaña su satisfacción: Mefistófeles le es ya imprescindible. Se diría incluso más: Fausto es ya,
asimismo, Mefistófeles. El conocimiento y la creación comportan también destrucción. La posesión
implica vacío. Es un momento mágico porque en él se encarna, en su ambición y en su frustración, el
destino del hombre moderno: «Junto a esta delicia que me hace cada vez más cercano a los dioses me
diste ese compañero, del que no puedo prescindir; aunque, frío e insolente, me humilla ante mí mismo
y aniquila tus dones con el hálito de una palabra. En mi pecho atiza un fuego loco, afanado hacia
aquella bella imagen. Así voy ebriamente del deseo al placer, y en el placer me consumo por el
deseo.»”

Cuestiones:

1. Resumir los rasgos generales del romanticismo en su permanencia actual.


2. Enumerar las figuras más sobresalientes que configuran el modelo romántico en la estética.
3. ¿En qué consiste la peculiar ambivalencia del término “romanticismo”?
4. ¿Cuáles son las principales experiencias del romanticismo estético?
5. ¿Por qué se habla de multitud de perspectivas y abordajes del fenómeno romanticismo?
Ejercicio nº 26: Nuevas categoría estéticas

Texto: Eugenio Trías: Lo bello y lo siniestro215.

“Desde el romanticismo el arte parece iniciar una nueva singladura, y en esa singladura
estamos hoy: la promoción iniciática de un movimiento tentativo, aporético, aproximativo de
acercarnos a esa fuente temida, presentida y deseada de donde brota la belleza; remontar río arriba
hasta llegar, como en El corazón de las tinieblas de Conrad, a un fondo selvático y abismal, de terror y
de delicia, en donde se halla escondido el núcleo vital de lo humano, su núcleo arqueológico,
ancestral, lo más intimo a la vez que lo más secreto: algo que se escapa en cada revelación sensible,
fundando la cadena de toda revelación sensible; algo en donde se abreva la imagen originaria y su más
alta significación: la matriz misma de lo simbólico. De momento se nombra negativamente su núcleo
(lo inconsciente), del mismo modo como lo nombraban, también negativamente (lo Uno) los
neoplatónicos florentinos.
Puede afirmarse por tanto, que una de las condiciones estéticas que hacen que una obra sea
bella es su capacidad por revelar y a la vez esconder algo siniestro. Algo siniestro que se nos presenta
con rostro familiar: de ahí el carácter hogareño e inhóspito, próximo y lejano, que presenta una obra
verdaderamente artística. Nos comunica algo evidente: algo que está a la vista y a mano. Pero a la vez
que nos revela lo evidente y nos vela el misterio, lo sugiere también, lo muestra ambiguamente. El arte
es un velo: imagen que está presente en toda reflexión estética que se precie. Es ilusión: participa del
carácter fugitivo de la apariencia sensible y es congenial con el engaño, con el ilusionismo, con la
prestidigitación, con el fraude. Pero a la vez es revelador: asume ese carácter; en ello estriba su lucidez
necesaria, requisito de artisticidad: su “racionalidad”, si así cabe hablar.
Que el arte está hoy tan vivo como ayer nos lo va a demostrar, en lo que sigue, el análisis de
una obra genial de nuestra época [se trata de la película Vértigo de Alfred Hitchcock] y de la forma
artística mas característica de hoy; en ella resplandecerán las mismas verdades artísticas que
engalanaban la corte de los Médicis. Sea, pues, una corte de banqueros y comerciantes enriquecidos o
una empresa capitalista hollywoodense lo que soporta materialmente el arte, éste, cual Ave Fénix,
halla el modo de renacer y tomar vuelo del barro y las cenizas que constituyen su materia. No hay
excusa para la producción artística ni hay condición idónea necesaria para su errático despunte. Esto es
algo que irrita a mucha gente. Pero el arte desatiende toda irritación y halla cobijo donde menos puede
suponerse.
El arte, hoy, se encamina, difícil, penosamente, a elaborar estéticamente los límites mismos de
la experiencia estética, lo siniestro y lo repugnante, lo vomitivo y excremental, lo macabro y lo
demoníaco, todo el surtido de teclas del horror. Quizás como forma preventiva y de defensa respecto a
amenazas internas y externas que acosan por todas partes: sótanos del psiquismo y de la sociedad que
cuanto más escondidos queden más efectos inesperados, crudos, intempestivos, dolorosos nos
producen. Elaborar como placer lo que es dolor, tal es el humanitarismo del arte, hijo del miedo. Sea
cual sea la intención del realizador, un eructo general espetado contra la humanidad toda, filantropía o
cobardía, el arte produce siempre, cuando es arte, un efecto benefactor, placentero: linda el límite de lo
soportable y de esa fuente de horror extrae beneficios que producen intensificación vital, elevación de
poder propio en el agente y el paciente. Sólo el arte es capaz de producir verdadero consuelo en un
mundo sin religión; mejor consuelo, en efecto, que cualquier religión; el arte es liturgia religiosa
ilustrada, síntesis de razón y religión: trasciende la inmanencia en su interrogación sensible acerca del
misterio e ilumina de modo elíptico esa trascendencia con ideas estéticas que en la obra se encarnan
sin el concurso de conceptos. Lo fóbico, el espacio fóbico, el fobos, lo terrible-trágico es en arte
sublimado sin exigir del hechizado contemplador creencia, como en la religión. Es creencia iluminada,
que no postula adhesión a dogmas sobre el misterio, pero que retiene de la fe su momento hipnótico-
narcotizante. Sin ese momento no puede haber gozo efectivo en el sujeto. Éste debe ser hechizado,
fascinado, seducido. Pero el arte hipnotiza de tal modo que el efecto resultante de posesión que

215
Trías: Lo bello y lo siniestro, 75-78.
produce en el gozador es un efecto también en su razón, en su conciencia. Cauteriza razón, conciencia,
para que en ese general relajo de volición y de controles se remueva su inconsciente, produciendo una
emergencia y una elaboración: el arte posee siempre billete de vuelta. Es el arte siempre ritual:
promueve un descenso al infierno, un viaje a lo imaginario y al horror, pero ese viaje reconduce de
nuevo a lo cotidiano, de manera que el sujeto queda, a través del recorrido, transformado. No, desde
luego, fortalecido, pero sí probado: el arte conduce a la verdad, no a la realidad; y confronta esa
verdad con la realidad. Postular un arte realista es tergiversar la función y dimensión del arte, que es
verificar, nunca realizar. La realidad queda en esa verificación probada. El arte prueba el temple de lo
que tiene o carece de temple: es selectivo. No puede extrañar entonces que asuma, en su manifestación
dramática, el carácter ritual que le es característico: un ascenso, un descenso, un largo viaje con etapas,
con estaciones de tránsito, remontar la corriente río arriba o aventurarse en lo profundo del océano,
regresar al hogar patrio, subir a una torre, descender al mundo subterráneo del Averno. Diversos
modos de configurar esa intención universal del arte por equipar al sujeto del asunto, doble del sujeto
gozador, a una experiencia iniciática”.

Cuestiones:

1. ¿Qué sugiere el texto de Trías en relación con la experiencia actual del arte?
2. ¿Cómo detectar ese elemento subterráneo, siniestro, que parece empujar, hoy más que nunca, en el
arte?
3. ¿Cómo podemos pensar el carácter dramático del sujeto, tal y como lo presenta el arte actual?
4. ¿Qué ejemplos se conocen, en especial en el cine, de lo siniestro, tal y como lo concibe Trías?
5. El mundo moderno, ese que necesita el arte como su complemento, es inmundo y canalla, y el arte
es su apariencia bella, el ropaje que nos oculta su siniestro apariencia. ¿Cómo entender esto?
Ejercicio nº 27: Estética y arte actual

Texto: Dino Formaggio: [Las consecuencias estéticas del arte actual]216.

“La Bauhaus inició la fecunda demolición del muro que separaba el arte del artesanado del
arte de la industria. Con ello se perseguía no sólo la síntesis de todas las artes, poniendo a la
arquitectura como dominante, sino la unidad del arte y de toda la vida del trabajo, exaltando la
proyectividad libre y artística, esto es, delineando una dialéctica liberadora del trabajo en arte que
abriese una vía fundamental para la comprensión de la relación entre el arte y el trabajo según bases
actuales. La máquina, por otra parte, se ha introducido también en el campo de la artesanía y ha
determinado unas importantes influencias sobre la difusión artística en lo que respecta a los objetos de
adorno, de tocador, de decoración, sobre la base de una transformación industrial de los métodos de
trabajo, así como por su incidencia sobre el modo de producción mismo. Todo esto ha contribuido,
entre tanto, a agrietar la rareza de la obra de arte, la atmósfera, el aura de encantamiento de la obra de
arte como pieza única, no reproducible, no susceptible de repetición para el goce personal del mayor
numero de individuos. El arte que había nacido en la plaza comunitaria como hecho público y de
todos, se había ido haciendo cada vez más privativa, se había ido encontrando cada vez más en peligro
de devenir presa de la propiedad privada. Se intentaba de este modo volver a abrir los canales de
comunicación con toda la vida, fuera de las academias y de los museos embalsamadores,
sumergiéndose como trabajo en el mundo del trabajo. Bajo estos auspicios se ha iniciado la época de
la especialización proyectiva de la técnica artística, mientras el arte intentaba darse en el mundo del
trabajo comunitario como una ciencia particular de la praxis proyectiva. Pero el problema de la
reproductibilidad técnica de la obra de arte, que en nuestra época ha sido centrado por W. Benjamin,
toca significados más complejos y profundos. El fin del aura que circunscribe la unicidad de la obra a
raíz del nacimiento de la fotografía como el primer medio de reproducción verdaderamente
revolucionario, sucede al término no sólo de una dimensión teológica del arte que encuentra su
culminación en la doctrina de la Belleza y del arte por el arte, sino de toda una praxis artística: «En el
lugar de su fundamentación ritual se instaura la fundamentación sobre otra praxis: es decir, su
fundamentación política». Esta tesis de Benjamin data de 1936, en el apogeo del fascismo. Y esto
explica la aclaración: «La humanidad, que en Homero era un objeto de espectáculo para los dioses del
Olimpo, se ha convertido ahora en espectáculo de sí misma. Su autoalienación ha alcanzado un grado
que le permite vivir su propia destrucción como un goce estético de primer orden. Este es el sentido
del esteticismo de la política que el fascismo propugna. El comunismo le responde con la politización
del arte». Una profética dialéctica que transcurrido el tiempo ha tenido puntual y trágicamente sus
desarrollos históricos.
Lo que mientras tanto se desarrolla como efecto del choque de la relación arte-máquina es el
operar interno del arte, la conversión de las técnicas artesanales en industriales, las diversas
constituciones de las recepciones perceptiva e imaginativa de la obra de arte, sus diferentes asunciones
en el plano del juicio, la profunda mutación de las relaciones entre el arte y el público en nuestro siglo.
La fotografía y después el cine y la televisión sobre todo con su gigantesca fuerza de shock, de
sacudida, al nivel profundo de las personas y los grupos, su peligrosa amenaza de drogadicción, ya en
la exaltación destructiva y progresiva, ya en el conformismo embotador, desarrollan con todo su
dramatismo, el problema de las transformaciones genéticas de la sensibilidad derivadas de la
intervención de la máquina en la sociedad y en el individuo y de las transformaciones sufridas por la
vida y la praxis que aquéllas arrastra consigo como consecuencia necesaria.
La incalculable inundación de efectos en cadena derivados de estas nuevas relaciones entre el
arte y las máquinas en nuestro siglo son por ahora, irreversibles e invisten los problemas
ineludiblemente políticos y sociales que de tales movimientos surgen. Baste pensar en la utilización
propagandística que de tales medios de maniobra y de control de los canales de comunicación (no sólo
de la opinión, sino de las mismas raíces profundas sensibles y corporales en las que se originan las

216
Formaggio: Arte, 180-185.
opiniones) gigantescos se puede hacer, se hace y se ha hecho para colocar junto al destino del hombre
con su destructiva fuerza de contra praxis unas preocupantes interrogaciones. El hombre hecho objeto,
objeto de uso y de cambio, se fabrica en serie hoy en día y se controla más y más sutilmente,
ocultante, gracias a una intervención en las regiones de la psicología profunda que no anda muy lejos
de las intervenciones científicas y médicas experimentales al uso en los campos de concentración. Se
manipulan los deseos y se construyen individuos teledirigidos. La elección de un presidente se
convierte en América, entre otras cosas, en una maniobra esmeradamente técnica de acicalamiento y
embellecimiento (estamos por decir, en una operación comercial) ante las cámaras y los
telespectadores, amén, se entiende, de todo el aparato publicitario restante con su manipulación,
merced a una calculada y relativa instrumentación, de los afectos y del parentesco, que llega a
sancionar la victoria suprema de las máquinas sobre el hombre y la reducción de éste a objeto de
consumo ofrecido como pasto ritual público, al igual que los demás objetos que se consumen todos los
días en la mesa y en la casa. El arte opera la introyección de todos estos procesos, denuncia tanto la
proyectividad posible como la contraproyectividad. Da origen a fenómenos diversísimos y lejanísimos
entre si.
En el límite se encuentra el grave problema del kitsch como fenómeno impotente de negación
directa y brutal de la libre funcionalidad significativa de la técnica artística.
Mientras el antiarte o la contrafuncionalidad técnico-artística, en efecto, se ejercitan todavía en
la esfera del arte, junto a esta esfera se constituye también un vasto y difuso campo de nega-
artisticidad o de nega-funcionalidad significativa (ya que niega la funcionalidad del libre sentido del
hombre en su misma praxis), es decir, de artisticidad y de técnica artística no ya negadas en el interior
del arte, sino instrumentalizadas, alienadas, enteramente extrañadas, por la industria artística y cultural
y específicamente por el kitsch
Este campo que es, en parte, parasitario de las mayores formas artísticas y en parte está
constituido según las férreas leyes propias del mercado, niega el arte en el acto mismo de darse, lo
reduce a su artisticidad, puesto que niega su intencionalidad dominante de libertad autosignificativa y
la subordina, la reduce a un suborden, la subintencionaliza a una nueva dominante que emerge más o
menos explícitamente: la programada finalización del objeto según un modelo de «mal gusto»,
abstractamente identificado con el «consumidor medio» o de masa. De esta manera el kitsch, como
todo objeto de la industria cultural, no ha realizado (como alguien ha escrito) «una intención artística»,
sino una intención consumista precisa buscada mediante una utilización instrumental del arte y una
heterofuncionalización de las técnicas artísticas. Piénsese en las fotonovelas de gran tirada (que tienen,
sin embargo, su teatro de ademanes y sus divos), en ciertos géneros cinematográficos (con todo su
equipo técnico y panoplia recetaria), en los carteles vivamente coloreados donde Otelo mata a
Desdémona (de no hace mucho tiempo), en ciertas telenovelas por episodios, en las baratijas de ciertos
salones, en toda la variopinta pacotilla turística, en las estampitas y en los souvenirs, pero también en
cierta publicidad, en cierta concepción de la casa o del automóvil, en cierta moda de exhibicionismo
del coche o del vestido, y llegará a tenerse una idea de principio de la amplitud, la complejidad y la
incidencia pública, de este fenómeno que cada día más en nuestro tiempo, merced a la potenciación de
los medios mecánicos de reproducción y de difusión, se convierte en un fenómeno patológico, una
horrorosa multiplicación neoplástica del cuerpo social que lleva, como está llevando, a la parálisis del
gusto y de la misma funcionalidad artística libre (que en ocasiones se resiente de esta enfermedad en
su propio interior). Se trata, pues, del fenómeno más típico no sólo de la difusión artística, ni de la
contrafuncionalidad artística en el arte y en la técnica artística (que dan todavía grandes obras), sino de
la disfuncionalidad patológica, técnica y artística, que una vez más, y hoy más que nunca, expende en
el mercado unos productos mistificados y adulterados creando así un fraude cultural no menos dañoso,
ciertamente, que los fraudes alimentarios; ya que envenena progresivamente con sus raíces en la vida
cotidiana de la sociedad, el ejercicio sano de la conciencia artística en su plenitud artística que, como
hemos visto, no se da nunca solamente al nivel individual. Aquí se verifica de alguna manera una
programada reificación industrial de la conciencia estética- en las distintas formas de las
objetualizaciones nega-proyectivas de masa, que inunda en oleadas sucesivas hasta recubrir las figuras
mismas de la conciencia moral y de la conciencia política, a las que a su vez condiciona. El mal gusto
artístico y estético arrastra consigo inexorablemente el mal gusto moral y político, en los cuales
normalmente se genera a su vez formando una espiral. Toda sociedad se denuncia y se acredita por el
kitsch que sabe producir. No parece que pueda ser una operación de simple programación cultural lo
que hace que un pueblo canta los versos de sus mayores poetas, como hacían los florentinos con los de
Dante, o se rodee en su propia casa de vasos preciosos, de cuadros delicadísimos, de versos poéticos y
filosóficos, como ha sucedido entre el pueblo chino. Las elecciones están en las profundidades: en lo
profundo de nuestros actos y de la historia. El arte como técnica proyectiva sabe esto cuando con una
elevada libertad decide o elige y el kitsch no lo sabe cuando al elegir programa su propia esclavitud, su
propia prostitución consumista e ideológica. La permeabilidad del tránsito de estas operaciones de un
plano al otro viene demostrada por la transferencia de esta servidumbre del sistema del plano de la
producción de los objetos de consumo al plano mismo de cierta crítica que adopta las modas y los
resultados. Junto a la producción kitsch se da también una crítica (crítica negada) kitsch. Y esto para
mayor gloria y aumento de la confusión. Se trata de aquella crítica que en vez de cumplir su función
propia de clarificación pública de los significados, arroja niebla a la niebla y, más o menos
conscientemente, está al servicio del mercado y de sus mistificaciones.
En este sentido el arte es, como todas las cosas, política: contempla la toma de conciencia de
los grupos y de la comunidad toda, en una dialéctica entre los signos y la conciencia, que se entrelaza
profundamente con toda la trama de contradicciones del mundo del trabajo.

Cuestiones:

1. Seleccionar los términos y expresiones nucleares del texto. Intentar definirlos o precisarlos con la
ayuda del profesor.
2. Resumir en unas pocas frases claves el contenido y las aportaciones más decisivas del texto.
3. ¿Es el arte de masas arte? ¿En qué sentido? Pon ejemplos que aclaren tus respuestas.
Ejercicio nº 28: La estética, hoy

Texto: José Jiménez: La estética, en la encrucijada217.

“La Estética, como disciplina teórica, vive en nuestro tiempo una situación de encrucijada.
Nacida, con Vico, Baumgarten y Batteux, en la época optimista de las Ilustraciones europeas,
configurada plenamente en sus líneas filosóficas fundamentales con Kant y Hegel, la Estética
parecería haber llegado hoy a una especie de envejecimiento prematuro. Algo así viene a expresar
Adorno con su radicalismo característico: «El concepto de estética filosófica da la impresión de
anticuado, lo mismo que la sistemática o la moral». Una impresión de envejecimiento que nos habla de
las transformaciones del conjunto del saber y de la experiencia estética en el mundo moderno, a las
que no es seguro que la Estética haya siempre sabido dar una respuesta adecuada.
Durante siglos, y a partir de unas raíces que nos remontan al mundo griego antiguo, la
reflexión estética en nuestra tradición cultural ha buscado habitualmente sus fundamentos en el terreno
de la metafísica. El destino histórico de esa reflexión ha consistido por ello, con gran frecuencia, en
cimentar con el resplandor del concepto de lo bello la inmutabilidad y permanencia del Ser, de lo que
es. Pero el mundo se mueve, y ese movimiento se intensifica hasta extremos nunca antes conocidos
con el nacimiento de la modernidad.
Es el movimiento del tiempo lineal, del progreso, que como un veneno incita al hombre
moderno a caminar, a no estarse nunca quieto, al viaje. Las experiencias estéticas de lo moderno nos
hablan, en primer plano, de ese movimiento. Es lo que encontramos en «el viaje» literario y humano
de Baudelaire, en el que la pasión del conocimiento se convierte en «curiosidad» atormentada.
Viajamos en busca de un conocimiento que se nos escapa, y lo que alcanzamos es el «saber amargo»,
el horror de nuestra propia imagen, confusa y convulsa, en un mundo irremisiblemente pequeño:

«Amer sayoir, celui qu’on tire du voyage!


Le monde, monotone et petit, aujourd’hui,
Hier, demain, toujours, nous fait voir notre image:
Une oasis d’horreur dans un désert d’ennui!» (Baudelaire, Le Voyage.)

Está claro en Baudelaire: la incitación al viaje, lo que continuamente nos pone en movimiento,
es esa búsqueda atormentada de nuestra propia imagen, que se introduce incluso en nuestros sueños
como un ángel cruel. El viaje nos entrega la estela de un trayecto, la huella de una ausencia: la imagen
de la identidad asediada o perdida del hombre moderno. Es el mismo horror que nos muestra Edvard
Munch en su Ansiedad (1896), en la que los rostros de la multitud, siempre en camino, se desdibujan
en una mueca de zozobra y agobio. El terror del individuo ante la muchedumbre y la gran ciudad
moderna, del que, precisamente en torno a Baudelaire, nos habla también Walter Benjamin: «La
multitud de la gran ciudad despertaba miedo, repugnancia, terror en los primeros que la miraron de
frente». Es, en definitiva, un tiempo histórico en el que los dioses han muerto, y las multitudes, los
seres humanos, no aciertan a desentrañar las oscuras líneas que forman sus propios rostros.
Pero ese proceso, ese viaje hacia el vértigo del vacío, coincide con la conciencia creciente de
la autonomía de lo humano, de que el escenario de nuestras vidas lo construimos sólo nosotros, en el
círculo de biología a cultura que constantemente recorren todas las sociedades humanas. En el plano
teórico y filosófico la conciencia de esa autonomía antropológica comienza a dibujarse en el período
de la Ilustración, y alcanza su culminación en los siglos XIX y XX con el desarrollo de las ciencias
humanas. Y, sin embargo, se trata de una empresa no plenamente culminada, sobre todo en el terreno
filosófico, en el que lo que suele producirse es un deslizamiento de la «permanencia y sustancialidad
del Ser» hacia el concepto de «naturaleza humana». El agobio del hombre moderno no puede
disociarse de una cierta sensación de esquizofrenia ante la incesante movilidad del mundo, y la
representación convertida en «ídolo» de una supuesta «naturaleza humana» inmutable, inmóvil. Las

217
José Jiménez: Imágenes del hombre. Fundamentos de estética, 13-19.
insuficiencias de los conceptos filosóficos de la Ilustración, y de las corrientes filosóficas posteriores
que tienen allí su origen, arrancan precisamente de no haber llevado hasta sus últimas consecuencias el
principio de la autonomía del hombre, de no haber sabido romper definitivamente los lazos con la
metafísica, subrepticiamente introducida tras una representación genérica, no determinada, del «Ser
Humano».
Es obvio que los dos grandes temas que quedan así dibujados en el horizonte ideológico del
hombre moderno: la movilidad del mundo y la conciencia de sí, constituyen el entramado fundamental
de la herencia filosófica de Hegel. ¿Deberíamos llegar, entonces, crecientemente instalados en la
conciencia crepuscular que el próximo final de siglo difunde cada vez con más fuerza, a proclamar el
agotamiento histórico de la filosofía y del arte, leyendo oblicuamente lo que en Hegel queda radicado
en el devenir del Espíritu? Es cierto que Hegel lleva hasta sus últimas consecuencias la filosofía
tradicional, la especulación metafísica, con su voluntad de unidad y de sistema. Pero cuando el sistema
y la unidad quedan hechos trizas en el movimiento material e histórico del mundo moderno, cuando el
hombre empieza a comprender el auténtico alcance del principio de su autonomía, lo que muere no es
toda empresa filosófica, sino tan sólo aquella ligada a la unidad especulativa del Ser, la que había
inscrito su destino en la incesante tarea de subordinar la construcción antropológica de «la realidad» al
dictado del concepto. Lo que queda, entonces, abierto es un nuevo espacio filosófico, instalado en la
fragmentariedad y en la mediación o determinación constante de sus propuestas conceptuales. En ese
espacio, la reflexión filosófica se convierte, por la propia coherencia de sus postulados, en
reivindicación continua del carácter positivo de lo plural, de lo diverso. Y sin que ello suponga, desde
luego, una renuncia a la unidad o universalidad del concepto, sino por el contrario la consecuencia de
que, en términos antropológicos, la verdadera universalidad es siempre un juego de unidad y
pluralidad, de identidad y diversidad.
En mi libro Filosofía y emancipación (1984), al que me permito remitir, queda
exhaustivamente planteado lo que supone en términos metodológicos y en propuestas teóricas esta
concepción de la tarea filosófica aquí tan sólo esbozada. Este libro es, en cierto sentido, un intento de
aplicación de esos principios metodológicos y teóricos en la propuesta de una nueva Estética
filosófica, de una Estética filosófica capaz de mirar de frente al mundo moderno en que está radicada,
y ante la que no quepa experimentar esa sensación de caducidad de que habla Adorno. Por ello mismo,
se trata de un texto abierto, en proceso, en el que la búsqueda de la coherencia conceptual y teórica
intenta conjugarse con la conciencia de la movilidad de los problemas y las respuestas en la Estética
actual. De un libro concebido, en último término, como work in progress, haciéndose y rehaciéndose a
través del encuentro de la reflexión con los interrogantes siempre nuevos, nunca plena y
definitivamente desentrañados, que las experiencias estéticas en su vitalidad circunstanciada
continuamente desencadenan. La sensación de envejecimiento que producen ciertas estéticas
filosóficas no depende tanto de que se sitúen en el terreno filosófico, como del planteamiento o talante
filosófico que proponen, un talante en el que todos los niveles de la experiencia estética quedan
subsumidos dentro del concepto normativo de lo bello, visión transversal en el terreno de lo sensible
del Ser de la metafísica. Pero la metafísica ha experimentado ya su crisis en el mundo moderno, y
ninguno de sus conceptos tradicionales puede seguir sirviendo en la actualidad como vía de
fundamentación de la Estética. Se trata de algo que, en términos de dificultad, ha sido también
señalado por Adorno: «Una estética que quisiera ser algo más que una rama de la filosofía resucitada
espasmódicamente se encontraría con la dificultad de que aparece tras la muerte del idealismo». La
Estética cuyos fundamentos trato aquí de presentar es consciente de esa situación históricamente post-
idealista, pero no por ello renuncia a un planteamiento y un despliegue específicamente filosóficos.
Al contrario. Intentar una explicación en profundidad del conjunto de niveles y factores que
integran la dimensión estética exige, hoy más que nunca, situarse en el terreno de la filosofía,
superando la degradación positivista del saber como mera descripción de lo que es. Pero renunciando,
al mismo tiempo, a todo intento de restauración del viejo dictado idealista y metafísico de lo bello. La
experiencia moderna de la fragmentariedad del mundo, del estar siempre en camino, de la identidad
humana como ausencia, nos confronta con una dinámica en la que el concepto no puede ya seguir
recreándose ni en la mera particularidad, ni en la unidad especulativa del Ser de la metafísica. Esa es
en su clave más profunda, la encrucijada que recorre y desgarra a la Estética contemporánea. La salida
de esa encrucijada no puede formularse en los términos crepusculares de la muerte de la filosofía, de
agotamiento histórico de su función. El compromiso de la reflexión filosófica con el mundo, su
voluntad secular de encarnarse en lo que hay y de contribuir a su transformación, difícilmente podrían
terminar en ese estancamiento del concepto, en esa pereza de la reflexión La filosofía en su conjunto, y
la Estética como disciplina filosófica específica, están insertas hoy en un proceso de transformación, y
no de agotamiento, de su destino histórico, centrado en la necesidad ineludible de llevar hasta sus
últimas consecuencias el principio de la autonomía de lo humano.
La tarea actual de la filosofía se dibuja como un proceso de determinación, en el plano del
concepto, de todo lo que vivimos como fragmento o pluralidad. Sólo el concepto filosófico, ocupado
desde su nacimiento hace veintisiete siglos en plantear y dar respuesta al problema de lo uno y lo
múltiple, puede abrir el espacio de un sentido, de una pluralidad de sentidos, en el que desplegar
positivamente la conciencia atormentada del hombre moderno. Lo nuevo es que la cuestión de lo uno
y lo múltiple tiene, ahora, una radicación plenamente antropológica, y en virtud de ello no se puede
dar por válida ningún tipo de restricción de lo plural, de lo múltiple, de lo diverso. Sino, por el
contrario, potenciarlo en el trasfondo antropológico común del que brota toda diversidad.
Por lo que se refiere a la Estética, esto supone asumir como presupuesto metodológico central
el carácter antropológico de la dimensión estética. Y entendiendo que ese carácter antropológico tiene
un alcance integral, que no permite la exclusión de esferas o sentidos «menos nobles», como con tanta
frecuencia se ha sostenido en la Estética filosófica tradicional. La virtualidad del principio
metodológico que acabo de enunciar depende de su capacidad para integrar en un mismo horizonte
conceptual los diversos niveles y factores que integran la experiencia estética en su conjunto, en su
sentido más amplio, y que presentan en todos los casos una misma raíz antropológica. Pero no valdría
con enunciar y desplegar un nuevo principio normativo de la Estética, con «trasladar» genéricamente a
esta dimensión antropológica lo que antes situábamos en el espacio metafísico de lo bello. La
fundamentación del principio antropológico como base de una nueva Estética filosófica exige su
mediación o determinación a través de tres esferas simultáneas de confrontación, que coinciden por
otra parte con lo que podríamos llamar «fuentes» de la disciplina. En ese triple entrecruzamiento, el
concepto filosófico abandona el ropaje de lo meramente genérico para convertirse en abstracción
determinada. Estas tres esferas de determinación del principio estético: las teorías estéticas
históricamente formuladas, las ciencias humanas, y el despliegue práctico de la propia experiencia
estética (en el doble plano histórico y estructural), constituyen el entramado sobre el que la Estética
contemporánea ha de demostrar que sus conceptos no son meros principios normativos o genéricos.
En último término, una de las paradojas de mayor alcance en lo referente a la situación de la
Estética en el mundo moderno es el creciente interés que suscita, acompañado en no pocas ocasiones
de la desilusión que produce cuando se sitúa «más allá de este mundo», en el terreno de la
«sensibilidad pura» o de lo bello. La Estética actual tiene que asumir intencionalmente el problema de
su plena inserción en el mundo, buscando la determinación de sus conceptos filosóficos en lo que nos
dicen las artes y la experiencia estética en general, los distintos niveles e instancias que podemos
distinguir en los seres humanos, y lo que históricamente ha sido pensado en el terreno de la Estética
como teoría. Como el arte de nuestro tiempo, y sin hacer dejación de su rigor conceptual, la Estética
contemporánea ha de intentar «salir a las calles» del mundo, despojándose de todo aquello que en su
lenguaje tradicional es academicismo estéril, aire caduco del «museo de la idea».
La experiencia estética de la modernidad nos habla del movimiento y de la confusión de
nuestra imagen: no sabemos lo que somos, ni a dónde vamos. Nos debatimos entre un rostro difuso y
convulsionado: máscaras ante la muerte, como en Máscara (1940) de Paul Klee , o imágenes seriadas
y redundantes del deseo convertido en hielo por el fuego de la electrónica, como en la Marilyn
Monroe de Andy Warhol. O, aún peor, nos prolongamos en los botes de sopa Campbell’s, imagen
totémica y también redundante de una interioridad vulnerada, difusa. En todos los casos es nuestra
propia mirada la que nos interroga, del otro lado del espejo. Nuestra propia piel, la que experimenta
siempre la sacudida del reconocimiento. Es ahí donde se sitúa la fuerza de la Estética en el mundo
moderno. Una fuerza que radica en su capacidad de no introducir especulativamente claves restrictivas
de sentido, en abrirse a una reformulación siempre tentativa, en el plano del concepto, de la condición
escindida, de la imagen confusa del hombre en el mundo de hoy.
Si, más allá del fondo biológico común a toda la especie, lo que llamamos «naturaleza
humana» suele ser habitualmente un proyecto concreto, aunque no suficientemente explícito, político
y social de articulación de la vida, investido del prestigio de lo «originario», la Estética como filosofía
práctica juega un papel fundamental en la crítica, en el desvelamiento de los sentidos, de las imágenes
del hombre estéticamente producidas. Es ése el último puerto hacia el que encaminamos la navegación
aquí iniciada”.
Cuestiones

1. ¿Qué problemas plantea el texto como los propios de la estética contemporánea?


2. ¿Qué bases metodológicas se toman en consideración y cuáles se descartan en el texto?
3. ¿Sobre que fundamentos o experiencias es posible edificar una estética actual?
Ejercicio nº 29: Arte y artes

Texto: Felix de Azúa: Arte218.

“Aunque el asno es el singular de los asnos, el Arte no es el singular de las artes. El Arte y las
artes son dos asuntos enteramente diferentes. Tan diferentes entre sí como el Tiempo y los relojes. El
Tiempo no es el singular de los relojes, sino algo enteramente distinto y quizá ajeno a la existencia
misma de los relojes.
El Arte es un concepto filosófico que se insinúa en el Renacimiento italiano, crece y se hace
adulto durante la Revolución francesa y el imperio napoleónico, y absorbe todo cuanto quedaba de las
artes en el periodo romántico y positivista. La unión, o mejor dicho, la fusión de las artes en un Arte
único y superior se encuentra en el origen mismo de lo que llamamos «Vanguardias».
Uno de los primeros en plantearlo crudamente fue Wagner para quien la Obra de Arte Total
era un resultado de la fusión de todas las artes. Él creyó que música, drama, pintura, arquitectura y
seguramente escultura se habían fundido en un Arte único cuyo ejemplo viviente eran las
representaciones de su tetralogía en Bayreuth. Se trataba de una visión superficial del concepto de
Arte, cuya unicidad, como es lógico, era una vieja reivindicación de la filosofía y un ataque contra la
exterioridad y la pluralidad.
Que las artes sean, en realidad, un solo Arte, el cual, a su vez, no es sino una copia de la Idea,
es una pretensión filosófica desde Platón. Sólo mediante la unidad esencial de las artes en un solo Arte
puede el pensamiento domesticar y tutelar la producción artística. A estas tempranas alturas del
diccionario, quede así el asunto.
Las artes eran oficios practicados por artesanos como los escultores en piedra o en madera, los
pintores, los ceramistas, los músicos de todo pelaje, pero también los pescadores que utilizaban artes
de pesca, o los carpinteros, sastres, zapateros, etc., duchos en su arte. Si lo que hoy llamamos «artes»
se llamaba en Grecia técnes y en Roma ars ello es debido a que la separación entre técnicas y artes
obedece tan sólo a una exploración desarrollada a lo largo de los dos últimos siglos, pero ni antes se
diferenciaron ni parece que vayan a seguir diferenciándose mucho tiempo más. Nada, en su esencia,
separa a las artes de las técnicas.
El Arte, en cambio, es el concepto nivelador de todas las manifestaciones artísticas,
concebidas como una unidad simple y provista de una historia en desarrollo. A veces aparece por
secciones geográficas como el Arte Occidental, el Arte de la Polinesia, el Arte Vasco, o incluso el Arte
Primitivo. Otras veces se presenta en capítulos temporales como el Arte de la Edad Media, el Arte
Moderno, o el Arte Prehistórico. Véase que la comodidad de agrupar los objetos que se encuentran en
un mismo lugar geográfico, comodidad propia del arqueólogo o del historiador, acaba por producir un
«arte del Lugar», de manera que luego otras gentes (incluso de otros lugares) pueden tomarlo en serio
y ponerse a hacer «arte del Lugar». Así, por ejemplo, un andaluz que se ponga a hacer «arte Vasco»
para ganar una beca de la Diputación Foral.
Si se acepta que hay tal cosa como un solo Arte, es decir, una entidad unitaria y cognoscible
que engloba y subsume a todas las prácticas particulares de cada sociedad y de cada individuo en el
terreno de cada una de las artes, entonces las artes carecen de toda significación: sólo son eslabones de
la gran Cadena del Arte, la cual no es sino un momento diminuto de la Historia del Espíritu, la cual es
a su vez un momento del despliegue de Dios. La articulación de los eslabones dicta fatalmente su
tamaño, forma y función respecto de un final apoteósico, pero determinado: la Parusía de lo divino, la
manifestación de la (auténtica) faz del Señor.
La consecuencia es paradójica. De haber sólo un Arte, entonces los artistas actúan creyendo
disponer de la máxima libertad, pero obedecen sin saberlo a un designio teológico que les determina
desde el Plan Divino (o las condiciones sociales, si se prefiere, porque para el caso, es lo mismo). El
Arte (o sea, Dios) es el único que conoce el fatal destino de cada práctica singular, porque cada

218
Felix de Azúa: Diccionario de las artes, 44-47.
práctica singular es sólo un momento, un instante, un fragmento del significado global. Sólo el Arte es
libre y dirige su destino; los artistas son esclavos felices que creen actuar por cuenta propia y los
humanos se regocijan en esa esclavitud coloreada. Lo más curioso es que a nadie volvería a interesar
un producto artístico, si tuviéramos la certeza de que los produce la necesidad sociohistórica.
Ahora bien, si se niega que exista tal cosa como un solo Arte, entonces las prácticas artísticas
pueden ser consideradas actividades en nada diferentes a conducir un camión o tejer un jersey. Los
griegos decían «tejer» un templo y veían en la labor de levantar los muros y alzar las columnas el
mismo artilugio técnico mediante el cual las mujeres tejían sus tapices.
Liberados del Arte y de la Idea en desarrollo, habrá quien pinte cuadros mejor que nadie, del
mismo modo que hay camareros capaces de servir con mayor gracia y eficacia que otros. Así como en
cada momento toda acción es inmejorable o mejorable; así también la obra de arte será «artística» o
adocenada; mostrará algo hasta entonces invisible, o mostrará lo de siempre; mostrará lo de siempre de
un modo nuevo y sorprendente, o con la habitual rutina, etc. En todo caso, de no existir un solo Arte,
entonces es posible hablar de las técnicas empleadas por el arte, y del arte empleado por las técnicas
porque sus operaciones tendrán una finalidad en sí mismas, y no una finalidad en el desarrollo de la
Idea hacia la hecatombe del mundo y la aparición de la faz de Dios y del Saber Absoluto. Las artes se
muestran en el presente; el Arte flota en la atemporalidad, es decir, en el instante de la simultánea
creación y destrucción del Mundo.
Tras un periodo enteramente dominado por el Arte, en el que los artistas y su clientela se
concebían a sí mismos como miembros de una o muchas religiones capaces de modificar el discurso
de Dios mediante el recurso de hacerse ellos mismos dioses («genios», en el vocabulario de la época),
parece que ahora estamos regresando a una concepción de las artes incompatible con el Arte. Pero
también la adivinación era un arte, por lo que no haremos aseveraciones improcedentes. Así y todo,
Lin regreso a la in-diferencia de las técnicas y las artes, como las que parecen anunciar las
transformaciones logísticas de la electrónica, daría su sentido final a la etapa concluida de las
Vanguardias, es decir, de las prácticas artísticas unificadas bajo tutela filosófica. Como todo
acabamiento, también éste parece inacabable”.

Cuestiones

1. ¿Qué diferencias plantea el texto entre técnica, artes y Arte?


2. ¿Tiene sentido hablar de Arte en la actualidad?
3. ¿Puede ponerse un ejemplo de la operatividad de la noción de arte aplicado a un conjunto de
fenómenos artísticos?
Ejercicio nº 30: Entre lo poético y lo filosófico

Texto: Diego Romero de Solís: “A manera de prólogo”219.

“Parece que hay conexiones entre lo poético y lo filosófico; parece haber un discurso que
utiliza un lenguaje dramático (en oposición al lenguaje científico) que se caracteriza por sus
connotaciones poética y filosóficas, y que responde al vacío de sentido que dejó la quiebra del
pensamiento de la totalidad; hay un discurso estético (trágico) cuyo objetivo apunta a reflexionar sobre
el alma creadora del hombre, sobre la expresión artística que la conciencia opone a la nada; hay un
discurso del sí, del artificio, de la afirmación –obra de Eros– que vivifica el lenguaje conceptual; esta
dimensión estética de la filosofía que universaliza su momento creador, trascendiendo el tiempo, los
límites temporales de su discurso, haciéndolo aún fructífero y necesario; hay una reflexión que expresa
una sabiduría poética y una poesía que contiene ideas; está el atrevimiento de ese discurso que
pretende ser tan reflexivo como poético, tan conceptual como imaginativo, tan universal como el de
naturaleza científica, hay un discurso donde la imaginación predomina sobre las otras facultades; está
el discurso de la interioridad, de la infinitud, del sueño, de la utopía; hay una filosofía poética
(Novalis); está el discurso estético (filosófico) sobre la literatura, la poética. Un conflicto preside estos
encuentros: la creación frente al concepto, la imaginación frente al entendimiento; un conflicto que
queda recogido en el diálogo histórico de la filosofía con el arte (la filosofía no sólo ha estado junto a
la ciencia), y del que se desprende una línea argumental que afirma el momento creativo (imaginativo)
como independiente de la fijación conceptual (no hay concepto adecuado, como Kant diría). La
imaginación –facultad de la apertura, del artificio, de la ensoñación, del movimiento, del salto– se
rebela a ser conceptual izada, e incluso el concepto se vuelve nostálgico de la libertad de la
imaginación, del poder seductor, mágico, de su antagonista. El pensamiento exige el asalto reflexivo
de toda necesidad humana, de la comparecencia de la incertidumbre, de la actualidad de todo dolor, y,
sin embargo, sabemos que hay cosas indecibles, la transparencia, la música acristalad del destino, el
retorno del sueño, los ángeles luminosos que habitan en las espadañas barrocas, doradas, del atardecer,
y la reflexión insiste en el pensamiento, y no abandona la persecución de su presa invisible (aunque
tenga, incluso, que hablar desde la rigurosidad de la idea y la precisión del concepto, desde el trabajo
de una imaginación creadora imantada a la fortaleza de los axiomas). Hay, además, esto: casi todo lo
que más interesa vitalmente en esta existencia, adormecida por el sopor de la impotencia, escapa a lo
que llamamos conocimiento científico, acogiéndose a la ignorancia poética, a ese imposible
conocimiento poético, o al juicio reflexivo de la estética, que lleva consigo la dificultad de tener que
ser, él mismo, juicio artístico, obra de arte, en la medida en que ha de arrancar de las almas la
universalidad de lo subjetivo, como una sinfonía o un poema.
La poesía se hace símbolo (y el símbolo remite al símbolo) de un mundo –el universo del
alma–, al que el concepto no puede siempre acceder, y cuando esto ocurre, suele recurrirse a un
método indirecto, al lenguaje simbólico, a los símbolos íntimos de la poesía (símbolos estéticos), al
lenguaje metafórico frente al lenguaje conceptualmente positivo. La poesía, como en Parménides,
revela, y crea el artificio como actitud serena ante la angustia de un mundo que, en lo más decisivo
para el hombre no se comprende, y que se experimenta como absurdo. La poesía revela el artificio con
el que la imaginación –facultad también de la infinitud y de la interiorización– se comporta en su
proyección simbólica hacia una tares sagrada: la afirmación de la vida frente a la muerte, la
sacralización de la existencia en medio del azar, en medio de la desdicha, el sí alegre de Eros y su
irónica mueca ante la nada. Hay un mundo opuesto al intelecto, como la voluntad de Schopenhauer,
que bien poco puede conocerse en esa vorágine, desembocadura del rió originante, si no fuera a través
de una filosofía artística, de una poética que hace de la música y de la poesía una metafísica de la vida,
como la obra misma del pensador trágico. Una dimensión fundamental del hombre se rebela a ser
positivizada y sólo admite un tratamiento artístico que la imaginación parece asumir en el propio
polimorfismo de la obra de arte. Lo poético pudiera, entonces representa la dimensión estética de la
actividad filosófica: la libertad y la sensación (no sólo la belleza) en oposición al proceso de

219
Romero de Solís: Poiesis. Sobre las relaciones entre filosofía y poesía desde el alma trágica, 11-16.
abstracción mortecina que el concepto inevitablemente arrastra consigo. La dimensión estética no sólo
nombra una disciplina filosófica, sino que simboliza un rasgo clave en la vida del espíritu: la necesaria
conexión entre la existencia y el lenguaje filosófico, el encuentro de la belleza con el pensamiento
(incluso como fundamento), la vitalidad de un discurso que responde a la necesidad (a la necesidad del
artificio, el discurso de la imaginación, la filosofía de la mañana. En la actividad reflexiva hay un
momento vivo y otro muerto: un sí (Eros) que vincula el pensamiento a la imaginación y a la vida, y
un no (tanatos) que la enlaza al momento positivo, abstracto, al instante de muerte que habita –
parásito– en el concepto. Ambos momentos son tan reales como necesarios: la negación del ámbito
poético (estético), al tiempo que cercena la riqueza de la especulación, responde a ese instinto de
destrucción (ideología de la muerte) que es tan individual como colectivo, tan histórico como presente;
la negación del ámbito conceptual responde, de manera semejante, a un instinto destructivo dirigido
contra la razón, contra el esfuerzo de explicación científica de la realidad, adoleciendo de
características semejantes. En este ensayo, si bien su objetivo se dirige al momento estético, se ha
procurado vincular ambos aspectos, buscando un cierto despliegue estructural de sus principales
componentes así como la mostración fenomenológica –en el sentido hegeliano de experiencia de la
conciencia– del momento creador y de la tensión frente al concepto. Hablamos de un Eros vinculado
a la actividad filosófica, de la sabiduría poética de la conciencia trágica de la dialéctica entre lo
conceptual y lo artístico, en el intento por expresar los intereses de una poética de rasgos más
filosóficos (estéticos) que lingüísticos. Se ha procurado elaborar u n discurso filosófico (estético) que
contenga el momento poético, pero que no abandone el trabajo de la reflexión, el rigor ideal del
concepto. Nuestra intención seria evitar la mitificación conceptual, su absolutización, pero también el
dejarse llevar por meras intuiciones sin fundamento o por un lenguaje excesivamente impreciso,
porque ha de hablarse desde la idealidad filosófica, desde la obligatoriedad e un saber ideal de síntesis
(un hacer del sujeto en todas sus dimensiones y no propiamente la sistematización del objeto).
Dudamos que este objetivo haya sido cubierto, por lo que nuestro ensayo dejará probablemente ver
más sus defectos que sus logros. La dimensión estética no puede ser lograda sin el rigor y la palabra
que fundamenta. La creatividad simboliza el mundo del arte, del artificio, y el concepto el de la
ciencia, el conocimiento. La actividad filosófica parece que tiene su curso entre ambos universos,
dialogando con uno y con otro, criticando, fundamentando, analizando y racionalizando, en búsqueda
de una síntesis armoniosa que proporcione lucidez y liberación. Dentro de este horizonte, este ensayo
no busca las relaciones del arte en general con la ciencia en general, sino que se pregunta acerca de la
filosofía en su encuentro con la poesía. Pero a esta relación tan amplia se le ha buscado una línea tan
argumental como fronteriza: la conciencia o alma trágica. ¿Qué entendemos por conciencia trágica?,
¿por qué se elige la demarcación de lo trágico en la dialéctica que enfrenta y une lo poético con lo
filosófico? Nietzsche («soy yo quien ha descubierto lo trágico. Incluso los griegos lo ignoraron»)
habla en Consideraciones intempestivas de cómo la influencia de Kant en los espíritus más sensibles y
nobles se presenta como un terrible sentimiento de duda y desesperación de toda verdad. La memoria
de Heinrich von Kleist le asalta en esta ocasión a Nietzsche: «Recientemente –escribe en cierta
ocasión con aquel tono conmovedor que le era habitual– me he puesto en contacto con la filosofía
kantiana y tengo que comunicarte mis ideas sobre este punto, sin temor a que te impresione tan
profunda y dolorosamente como a mí… Nosotros no podemos decidir si lo que llamamos verdad es
realmente la verdad o si es que nos parece como tal solamente. En este último caso, la verdad que
nosotros buscamos en este mundo no es ya nada después de la muerte y, por tanto, es vano que nos
afanemos por adquirir un bien que nos ha de seguir a la tumba… Si el hilo de esta idea no hiere tu
corazón no te rías de otro a quien ha herido profundamente hasta su más sagrado fondo. Mi único fin,
mi más sagrado objetivo, se ha desvanecido, y ya no tengo otro». Y Nietzsche se pregunta: «¿Cuándo
habrá hombres que sientan lo que sentía Kleist, que estén en situación de medir de nuevo el sentido de
una filosofía por su propia profundidad?». Aquí está la conciencia trágica moderna (la alternativa de la
verdad y del azar, el conocimiento y la muerte, el fenómeno y el noúmeno ante la angustia de la
subjetividad) que se acentúa en Hölderlin, en Novalis, en Schopenhauer, en Kierkegaard, Nietzsche,
en Unamuno. En El nacimiento de la tragedia hay textos claves para delimitar la conciencia trágica:
«si luego recordamos cómo Kant y Schopenhauer dieron al espíritu de la filosofía alemana, brotada de
idénticas fuentes, la posibilidad de aniquilar el satisfecho placer de existir del socratismo científico, al
demostrar los límites de este, cómo en esta demostración se inició un modo infinitamente más
profundo y serio de considerar los problemas éticos y el arte, modo que podemos calificar realmente
de sabiduría dionisíaca expresada en conceptos». Una metáfora (sabiduría dionisíaca) que proyecta
un símbolo fundamental –la afirmación de las fuerzas vitales– en la evidencia de un mundo conceptual
y otro poético, en las luchas entre la realidad y la imaginación, entre la causalidad y el sentido: hay
que crear (hasta el lugar de lo divino) para soportar una vorágine del horror, el azar como absoluto que
reina por encima del bien y del mal. La sabiduría dionisíaca pretende dar respuesta a lo que, en verdad,
no tiene, en búsqueda poética de la unidad entre Apolo y Dioniso, en encuentro de «una cultura que yo
me atrevo a llamar trágica: cuya característica más importante es que la ciencia queda reemplazada,
como meta suprema, por la sabiduría, la cual, sin que las seductoras desviaciones de las ciencias la
engañen, se vuelve con la mirada quieta hacia la imagen total del mundo e intenta aprende en ella, con
un sentimiento simpático del amor, el sufrimiento eterno como sufrimiento propio». La conciencia
trágica percibe un mundo donde la verdad, más que hallarla, hay que creerla. El testimonio de Kleist
no es mero escepticismo, sino la lúcida conciencia de que la verdad ha escapado, que la verdad tiene la
naturaleza de un sueño fugitivo, de un poema, de un anhelo ilimitado que termina por ahogar, por
destruir el sueño absoluto de la conciencia. La lucidez trágica lleva a un cierto pesimismo
epistemológico –permítaseme la expresión–, la limitación de la verdad a las fronteras de la
temporalidad humana frente a las «verdades» metafísicas anteriores que arrastran la pretendida certeza
hasta el mundo de lo eterno. La conciencia trágica podría ser la angustia de tener que crear la verdad
día a día en la soledad de ser hombre, de ser trágico: exigiría la liberación de la conciencia dogmática
–libertad plena ante todo lo que está frente a nosotros–. La liberación del peso de las «verdades»
históricas, la liberación que supondría la identidad entre verdad y arte, entre filosofía y artificio,
resultando ser, en consecuencia, el triunfo de la poesía, de la creación (poíesis). La conciencia trágica
no deja de ser angustia frente a la muerte, ante la finitud, ante todas las muertes físicas y espirituales
que el hombre padece (el reconocimiento ontológico de su ser para la muerte), pero también la
serenidad, la humildad y la alegría cuando el peso absoluto desaparece, cuando la conciencia
vislumbra el más allá como la creación de su poema más preciso, cuando lo trascendente baja a la
intimidad como luz y belleza. La conciencia trágica no deja de ser ambas cosas a la vez: día y noche,
resplandor y tinieblas, muerte de Dios y teología. La relativización de la «verdad», que de manera tan
sentida queda reflejada en la confesión del poeta Kleist, no parece que tenga otra alternativa que esa
sabiduría dionisíaca de la que nos habla orgullosamente Nietzsche: se levanta, así, una filosofía
poética con la que la fuerza del espíritu, del logos dionisíaco, responde a la desesperación, a la sombra
dudosa de lo oscuro; una reflexión que se identifica con el propio símbolo de la poíesis: crear para no
morir en un mundo en el que todo apunta hacia la locura, hacia la destrucción del alma y del cuerpo, y
en donde –como dice Montaigne– «no tenemos ninguna comunicación con el ser». Crear sería
universalizar el artificio, que triunfe la inocencia de la felicidad frente a la trampa de la fantasmagoría
paranoica, del miedo. Crear sería conquistar –como invita Gracián– al héroe que llevamos dentro, que
late en el interior luminoso de la tragedia o en la intimidad nocturna del misterio, y olvidar el terror, el
llanto pusilánime, la angustia ronca del azar y el absurdo. La práctica reflexiva del artificio se
aproxima al universo poético, al silencio, al dolor, al ser, y trata de elevar la conciencia al estado de
una lúcida desesperación feliz en el encuentro gozoso con Eros, porque –como se irá viendo– el fondo
tenebroso de esa desesperación contradictoria se alimenta en la inmensa, ilimitada nostalgia del
espíritu ante el misterio de la vida, en la naturaleza religiosa de la condición humana. La tragedia
invoca idea o poesía, pensamiento y sueño. La demarcación de lo trágico delimita un lenguaje
(filosófico y poético) y una sabiduría, un entusiasmo del alma (no una ciencia), que sostiene en el
transcurso del tiempo histórico y del tiempo vital la capacidad de transfiguración de la conciencia, la
utopía de la belleza y los deseos más radicales, más osados.
Este ensayo pretende ser una reflexión, desde la constante filosofía-poesía y desde la
perspectiva de la conciencia trágica, sobre cuatro temas clave: concepto, creación, símbolo y sueño. El
hilo del discurso, trazado de manera esquemática, podría ser el siguiente: la limitación del concepto
lleva a una poética del mismo, a la posibilidad y necesidad de una reflexión artística, a una poética
empeñada en el «significado de la vida», en la representación literaria. La poíesis corresponde a ese
significado como astucia de Eros que levanta el vuelo de la imaginación, el deseo trágico que entrelaza
poesía y realidad. Lo poético brota, entonces, como símbolo de libertad y vida, como poética de la
imaginación simbólica empeñada en la reconstrucción del sentido, como proyecto de un pensamiento
poético. Este predominio de la imaginación simbólica y del valor poético lleva, finalmente al cuarto
momento, donde la astucia de Eros quedará transformada en su propia consagración gracias al sueño
romántico. La modernidad no ha dejado de experimentar la nostalgia por la pérdida de un momento
clave en la vida histórica del espíritu: el romanticismo, que no ha de retornar, por ya fue un lenguaje
de libertad, tragedia y belleza, de honda fuerza expresiva, lenguaje vivo, original, como el de los
clásicos griegos, cercanos ambos a esos instantes privilegiados donde el pensamiento y la poesía se
aproximan para liberar la culpa, donde el entusiasmo lleva la derroche de una lúcida belleza, de una
locura sagrada. La conciencia trágica ensarta –diría que de modo inevitable– estos cuatro temas,
estableciendo el centro originante de la misma reflexión. He querido ejercer –pretenciosa intención
con seguridad fallida– una reflexión opuesta a los estereotipos, buscando la liberación de Eros en la
negación de la negación, algo tan difícil como arriesgado, pues se trata de una actividad que, si no
puede abandonar el esfuerzo del concepto, sabe –como dice Bergamín– que «sin sentir, sin soñar se va
quedando vacío el pensamiento».

Cuestiones

1. ¿Qué nombres recibe y cómo se caracteriza el ámbito existente entre lo poético y lo filosófico?
¿Con qué instrumentos creativos ha de abordarse ese ámbito?
2. ¿Qué función se le otorga en el texto a los fenómenos como el sueño, la fantasía, la imaginación o la
metáfora?
3. ¿Cuál es el papel asignado a la sabiduría trágica? ¿Qué se entiende por tragicismo?
4. ¿Qué valor asigna el texto a fenómenos como la angustia, la locura, el desvarío y el resto de las
patologías anímicas?
BIBLIOGRAFÍA220.

1. Textos básicos de estética contemporánea221

ADORNO, Th. W. : Alban Berg (1968), Madrid, Alianza, 1990.


ADORNO, Th. W. : Disonancias. Música en el mundo dirigido (1963), Madrid, Rialp, 1966.
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ADORNO, TH. W. : Prismas. La crítica de la cultura y la sociedad, Barcelona, Ariel, 1962.
ADORNO, Th. W. : Teoría estética (1970), Madrid, Taurus, 1971.
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ALAIN: Veinte lecciones sobre las Bellas Artes, Buenos Aires, Emece, XXXX.
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ARNHEIM, Rudolf: Hacia una psicología del arte, Madrid, Alianza, 1986.
ARNHEIM, R. : El cine como arte (1957), Barcelona, Paidós, 1986.
ARNHEIM, R. : El pensamiento visual (1969), Barcelona, Paidós, 1986.
AZORÍN: Rivas y Larra, Madrid, Espasa Calpe, 1947.
BACHELARD, Gaston: La poética del espacio (1957), México F.C.E., 1998.
BATEAUX, CH. : Les beaux-arts réduits à un même principe (1746), Geneve, Slatkine, 1969.
BAUDELAIRE, Charles : El arte romántico, Madrid, Felmar, 1972.
BAUDELAIRE, Charles : Salones y otros escritos sobre arte, Madrid, Visor, 1996.
BAUMGARTEN, A. G.: Theoretische Ästhetik. Die grundlegungen Abschnitte aus der «Aesthetica» (1750/58),
Hamburg, Felix Meiner, 1983.
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1988.
BENJAMIN. Walter : “La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica”; Discursos interrumpidos I,
Madrid, Taurus, 1973. [15-57].
DESSOIR, Max : Ästhetik und allgemeine Kunstwissenschaft, Stuttgart, 1906.
BLOCH, Ernst : Ästhetik des Vorscheins, Frankfurt a. M., Suhrkamp, 1974.
BRETON, André : Manifiestos del surrealismo (1924), Madrid, Guadarrama, 1974.
BURKE, Edmund : Investigación filosófica sobre el origen de nuestras ideas de lo sublime y lo bello (1757),
Madrid, Tecnos, 1987. [111 BUR ind].
CARUS, Carl Gustav : Cartas y anotaciones sobre la pintura de paisaje. Diez cartas sobre la pintura de paisaje
y una carta de Goethe a modo de introducción (1831-1835), Madrid, Visor, 1992.
CERVANTES, Miguel de : El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, Madrid, Alianza, 1996.
COLLINGWOOD, R. G.: Los principios del arte (1938), México, F.C.E., 1960.
COOMARASWAMY, A. K.: Selected Papers. Traditional Art and Symbolism, Princenton, University of
Princenton, 1977.
CROCE, B.: Breviario de estética (1913), Madrid, Espasa Calpe, 1938.
CROCE, B.: Estética como ciencia de la expresión y lingüística general (1900), Madrid, Francisco Beltrán,
1926; Buenos Aires, Nueva Visión, 1973. Málaga, Ágora, 1997 [82 CRO est].
CROCE, B.: La poesía (1936), Buenos Aires, Emece, 1954.

220
Sólo se incluyen en la presente bibliografía las obras citadas en el texto y aquellas que por su
importancia constituyan una aportación esencial a la estética contemporánea. Por razones obvias la mayoría de
los textos citados están en español. Las referencias del tipo “7REA art” se refieren a la signatura catalográfica de
la Biblioteca de la Universidad de Almería.
221
Recojo en este apartado los textos más relevantes de los autores, desde el siglo XVIII al XX, cuyo
pensamiento considero decisivo para el estudio de la problemática de esta disciplina desde una perspectiva
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ÍNDICE

PRÓLOGO: PROPÓSITO Y USO DE ESTA OBRA 7

INTRODUCCIÓN PARA ENTRAR EN MATERIA 13

PRIMERA PARTE: LA ESTÉTICA ROMÁNTICA 19

Capítulo I: Schiller y el surgimiento de la estética romántica 21

Capítulo II: El esplendor de la estética romántica: sentimiento, fantasía


y humor 31

Capítulo III: La estética idealista. Hegel y Schelling. Dos versiones del


concepto de romanticismo 39

Capítulo IV: Crisis y renovación de la estética romántica: la voluntad


creadora del individuo 55

SEGUNDA PARTE: LA ESTÉTICA DEL SIGLO XX 73

Capítulo V: La estética española entre dos siglos 75

Capítulo VI: La aportación del psicoanálisis a la estética: la novela


personal del neurótico 79

Capítulo VII: La estética fenomenológica: percepción corporal y obra de arte 85

Capítulo VIII: El pensamiento estético de Heidegger: el sentido creador


de la palabra originaria 93

Capítulo IX: La Escuela de Frankfurt: estética y vanguardia 103

Capítulo X: Estética y hermenéutica: el arte de interpretar la obra de arte 109

Capítulo XI: La estética del cine: la corporalización de la fantasía 115

Capítulo XII: Tendencias de la estética actual 123

EPÍLOGO: ¿Qué es el arte? Una perspectiva filosófica 131


EJERCICIOS PRÁCTICOS 137

1. Textos poéticos de Schiller 139


2. Schiller y la educación estética 145
3. La poética del amor en Goethe 149
4. Textos de estética romántica 155
5. La estética del clasicismo musical 161
6. Novalis: Enrique de Ofterdingen 163
7. La estética romántica de la música 165
8. Tres visiones de Prometeo 169
9. El paisajismo romántico 173
10. El erotismo musical 177
11. El pensamiento estético de Nietzsche 181
12. La música de Wagner 187
13. D. Francisco Giner de los Ríos y la educación artística en España 189
14. El patrimonio artístico en España 191
15. Interpretación de la pintura de Van Gogh 193
16. El psicoanálisis y la estética 195
17. El cine de Hitchcock 201
18. La estética fenomenológica 203
19. Heidegger: arte como verdad en el camino del pensar 213
20. La música de Mahler 221
21. La Escuela de Frankfurt 223
22. La segunda escuela vienesa 229
23. Rilke: la poesía como interiorización de la realidad 231
24. La estética del cine 235
25. La actualidad del romanticismo 239
26. Nuevas categorías estéticas 245
27. Estética y arte actual 247
28. La estética, hoy 251
29. Arte y artes 255
30. Entre lo poético y lo filosófico 257

BIBLIOGRAFÍA 261

ÍNDICE 273

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