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mal

bicho
mal bicho
© 2017 Autores Varios

© 2017. La otra gemela editora & Tahiel Ediciones


Buenos Aires, Argentina
e-mail: hola@laotragemela.com
www.pelosdepunta.com

Compilado y maquetación: Narciso Rossi


Diseño de tapa y marketing: Ruben Risso
Corrección a cargo de los autores

Primera edición: julio de 2016


Cuarta edición: abril de 2017
Colección PDP

Hecho el depósito que prevé la ley 11. 723


Impreso en la Argentina
ISBN 978-987-42-0511-7

Prohibida la reproducción total o parcial de este libro, su tratamiento informático o su


transmisión por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopiadora, por
registro u otros medios, sin el permiso previo y por escrito de los autores. Reservados
todos los derechos, incluido el derecho de venta, alquiler, préstamo o cualquier forma
de cesión.
GABRIELA LUZZI – Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

ALAN SOUTO – Tarantella . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19


JOAQUÍN CORREA – Los gérmenes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33
MARCELO RUBIO – Mascotas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41
YAMILA BÊGNÉ – Siete de mayo, dos mil quince . . . . . . . . 49
MATÍAS PAILOS – La mascota de Jorge . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57
LAURA PONCE – Querida tía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67
VERÓNICA MARTÍNEZ – Un día cualquiera . . . . . . . . . . . . . . . 75
HÉCTOR PRAHIM – Redención . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81
SEBASTIÁN CHILANO – Pueblo Liebig . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89
JUAN MANUEL CANDAL – Civilizados hasta la muerte . . . . . . 99
C. CASTAGNA – Visión nocturna . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111
MIGUEL SARDEGNA – Jardín de invierno . . . . . . . . . . . . . . . . 125
FRANCISCO CASCALLARES – Nido . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 137
¿Hay algo que no se pague en la vida?

Narciso Rossi y Ruben Risso, jóvenes escritores y


fanáticos de las historias de terror, decidieron llevar ade-
lante la Colección PDP. Comenzaron con la idea de publi-
car trece antologías. Dentro de cada una, trece relatos es-
critos por encargo. ¿Qué hizo que impulsaran esta notable
colección? Muy poco se sabe, aunque podríamos especu-
lar algunas cosas. Los libros se agotan al poco tiempo de
salir. La mayoría de las escritoras y escritores que convo-
can son desconocidos. Ellos dicen no recordar bien cómo
llegaron a esos nombres, o quién los recomendó.
En este tomo, el anteúltimo, se presentan relatos, en
apariencia, suaves. A medida que salgamos del libro y se
empiecen a asomar los sonidos, colores y asperezas de lo
que nos rodea, las marcas de esas historias se harán más
perturbadoras.
En «Siete de mayo, dos mil quince», de Yamila
Bêgné, ―Hay una chica que duerme. Está tapada con una
manta azul, en diagonal sobre la cama de la habitación. A
sus pies, duerme también un perro. Respiran como si fue-
ran un solo organismo‖. Las frases cortas y precisas de
Yamila Bêgné van creando una escena trivial, un mismo
organismo con el lector. ¿Hay una chica que duerme, cer-
ca de nosotros, mientras estamos leyendo? ¿Qué va a pa-
sar si esta chica se despierta?
¿Y qué pasaría si una mañana, al levantarnos, estu-
viéramos en un país gobernando por un presidente con la
costumbre de comer a sus familiares muertos? En «Civili-
zados hasta la muerte», Juan Manuel Candal nos mete en
la cabeza de un candidato presidencial, antes de los deba-
tes públicos que lo llevarán al poder. ―Por eso ahora no
me preocupa demasiado la paridad en las encuestas. Un
presidente en actividad tiene alcance nacional: cada uno
de mis actos y decisiones es publicidad gratuita‖.
¿Puede el terror encarnar en días y noches surcadas
por palomas? ―Los muchachos de la sección Sociedad me
habían contado de la epidemia de palomas. Creo que fue
Tito el que salió con lo de la cetrería: proyectaban entre-
nar halcones para controlar a la población de palomas.
Pleno siglo XXI, y no se les ocurría otra cosa que recurrir
a una técnica medieval. Según Tito, el problema era que la
ley prohibía matar palomas‖. Miguel Sardegna en «Jardín
de invierno» relata los días de un hombre a partir de que la
mujer lo deja, y, por primera vez, nota la existencia de la
vecina de arriba.
Suaves como palomas, también, se deslizan las car-
tas de un destino a otro. Laura Ponce en «Querida tía»,
nos permite leer una de las tantas cartas que Isabel escribe
a su tía, sin recibir respuesta, en la que le envía noticias de
una peste. ―Podrán decirme lo que quieran, pero estoy
segura de que esa peste que se llevó a los perros, los gatos
y los gorriones fue cosa del Diablo. Por llevárselos en
medio de tanto sufrimiento, pobres bichos –la pus, las
hemorragias... ¿qué necesidad?–, pero aparte por todo lo
que vino con eso‖. Eso que vino –sobre el final de la carta
nos enteramos– va a provocar que no sea la tía la única
que no le responde a Isabel. ¿Es humana la incomunica-
ción?
En «Mascotas», de Marcelo Rubio, está Pyros, la
mascota imaginaria que un chico solitario decide tener
ante la apatía que lo rodea. ―Mi madre mantenía el lugar a
oscuras, en silencio, las paredes estaban desnudas de
adornos o fotos‖. ―Cenábamos con la televisión como
telón sonoro, apenas intercambiando entre nosotros un
―Pasame la sal‖ o ―Soda, por favor‖. Al finalizar la comi-
da me enviaban a dormir‖. ¿Es posible detener la furiosa
imaginación de un chico al que no le dan lo que quiere?
Una frase en «Un día cualquiera», de Verónica Mar-
tinez, dice ―Un día cualquiera, te das cuenta que todo en-
caja como en un perfecto rompecabezas‖. Andrés dejó a
Julia confesándole su doble vida. Con la idea de iniciar un
nuevo camino espiritual, Julia viaja a Nueva Delhi. Algo
en su personalidad hace que se resista a las cosas claras, y
atraiga los enigmas, las alegorías, la oscuridad.
―Puedo estar preparándome algo de comer y de fon-
do oigo una conversación normal. La chica de abajo le
habla a su hijita, cocinan juntas; el cuchillo golpea la tabla
mientras cantan una canción infantil o el hit romántico de
moda. Se ríen‖. Como si fuera el comienzo de una serie de
suspenso, la escena hogareña será partida por un repentino
grito demencial. En «Visión nocturna», de C. Castagna,
quedamos atrapados de entrada por ese grito. ¿Qué pide y
a quién se dirige? Hay un mundo visible que parece for-
mado por la cortesía entre los vecinos, madre e hija, su-
perpuesto con el mundo no visible de las formas del
horror.
«Tarantella», de Alan Souto, transcurre en el monte
La Piedad. Gracias a la charla de un grupo de peones que
se juntan en el almacén de Ruso, nos enteramos de la
muerte de Romualdo, y de doña Minerva, una vieja que
tiene tratos con mandinga. ―La cosa es que apenas salió la
Vieja supo todo sin que nadie dijera ni ‗buenos días‘.
Largó un silbido como de pava recalentada y lo miró con
unos ojos que aunque están más blancos que ataúd de vir-
gen ven… algo ven. «¡Ahhh, éste seguro vio azul hasta la
sangre!», graznó «Déjenlo ahí, debajo de aquel sauce que
aura lo atiendo yo», y ahí nomás se lanzó una carcajada
que parecía gallina clueca y moribunda, y a mí se me pu-
sieron los pelos como alambres, Ruso, te juro que si no es
por el Gringo yo me las tomaba‖. No parece casual el
nombre que Alan Souto elije para ese monte, La Piedad,
piedad y terror son dos caras de lo que puede pasar en este
pueblo.
En «Redención», de Héctor Prahim, una caravana de
hormigas va y viene. Se pierde debajo de una cama ma-
trimonial. Ella se va a despertar con algo que le camina
por la cara. Él va a estar afuera, sobre un árbol que parece
haber sido volteado por la tormenta. ¿De dónde salen las
hormigas? Esta pregunta, los sueños de ella con una muer-
ta, lo que el árbol representa para él, y para Pamela, la
nena que duerme en otro de los cuartos, crean un ambiente
acusador para el personaje que lleva adelante la acción.
¿Quién será el encargado de ejecutar la condena?
Dicen que toda ficción tiene algo de verdad. ―Ella
habló de una película de terror, un pueblo de provincia y
parejas jóvenes que son, una a una, descuartizadas. Le dije
que esa película era yanqui, igual a mil películas yanquis,
y que si quería, podíamos filmarla en una noche‖, uno de
los primeros párrafos de «Pueblo Liebig», de Sebastián
Chilano, nos invita a acompañar a un grupo de personajes
que quieren producir una obra, y eligen a Pueblo Leibig,
―próspero en un pasado de faenas‖, para hacerla.
Durante el lapso que leamos «La mascota de Jorge»,
de Matías Pailos, vamos a estar cerca del miedo que puede
inspirar la compañía de algunos personajes. ―Anko refregó
el muñón contra su pera. Después bostezó, se agachó has-
ta la mesa, apresó con los labios el cigarrillo que esperaba
tirado de cualquier manera frente a él, se incorporó, lo
acomodó con la lengua y volvió a agachar la cabeza. Con
la punta del cigarrillo y el otro muñón abrió la caja de
fósforos, la volcó sobre la mesa y empujó uno contra el
borde, hasta que quedó a medio colgar en el vacío‖.
¿Quiénes son los personajes de este relato? Vamos a
avanzar con ellos como siluetas huecas, rodeados por la
selva, sin saber mucho más.
Los pensamientos obsesivos del personaje de «Los
gérmenes», de Joaquín Correa, van a ser como cargar de
leña nuestra cabeza. ―Entonces, jabón, agua y jabón de
nuevo, lavarse bien, con tiempo, y secarse con la toalla de
mano y no con el toallón, porque si me seco con el toallón
los gérmenes de la caca quedan en el toallón que después
voy a usar para secar mi cuerpo y entonces me pego todos
los gérmenes de la caca a mi cuerpo y, de nuevo, estoy en
peligro‖. Entrenados en esta forma del pensamiento, po-
demos dejar el cuento, pero tal vez, algo nos contagie.
También está «Nido», de Francisco Cascallares.
¿Nunca se arrepintieron del lugar que eligieron para ir de
vacaciones? Julia, su papá y Vera, se deciden por un bos-
que de pinos, araucarias y alerces donde los bichos y las
cenizas, ―una textura blanda a través de las suelas‖, no
tardan en aparecer. ―El lugar parecía un cementerio en
ruinas, tenía esa atmósfera muerta y calladísima, eso que
hace que uno apriete la boca y se meta para adentro‖.
Aquello que puede provocar el incendio de un bosque
cobra una existencia amenazadora desde el momento en
que estos personajes comienzan a habitar una cabaña de
madera, a varios kilómetros del pueblo más cercano.
Los trece relatos, que fueron encargados a autores
emergentes, compilados, publicados con cuidado y belle-
za, dados a leer a esta servidora, operan en la realidad.
Están creando algo. El terror engendra terror. En el caso
de PDP, terror argentino.
Mal Bicho

por Alan Souto

I - Doña Minerva
EL MONTE DE LA PIEDAD está infestado de cosas
innombrables que inflaman las meninges de aquellos que
desobedecen la ley de la siesta, o que les plantan el mal
de San Vito en las manos y piernas. Pero la Vieja sabía
tratarlos y casi ningún chico se le había muerto, salvo,
como decía ella, que se le hubiera terminado el cordel
antes de que pudiera ovillarlo. Yuyos, humo rancio de
toscanos o cigarros de chala, murmuraciones y el chico
abría los ojitos colorados y pedía matecocido con leche.
También curaba el ―mal de las arañas‖, que era el que
más víctimas jóvenes se cobraba; pero para eso no había
yuyo ni pócima: la Vieja los agarraba de los hombros y
los zamarreaba hasta que empezaban a bailar en el patie-
cito de tierra. Ella misma se les unía después, sacudiendo
las piernas flacas debajo de la enagua y el batón floreado
que le ocultaba los pies. «Las pezuñas» rezongaban las
otras mujeres mientras se santiguaban. Porque si bien la
Vieja les había salvado a los hijos y a los maridos, todos
sabían que no había sido por gracia de Dios.
—Nada de crucifijos ni rezos —graznaba la Vieja
cuando agarraba a los chicos envueltos en mantas empa-
padas—. Y me esperan afuera que acá no hay lugar para
tanto santo, ya somos muchos. —Y ahí nomás lanzaba
una carcajada como de gallina estrangulada que ponía
los pelos de punta.

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Antología

—¡Salvemeló, Minerva! —decían las madres en-


tonces y se iban, aguantando las lágrimas.
Había que confiar en sus gualichos… Y en Man-
dinga porque ella no negaba que todo lo que sabía de
yerbas y curaciones lo había aprendido en la Gruta.
—Para colmo te lo decía con un orgullo —re-
funfuñó, una tarde lluviosa, doña Encarnación Ordóñez
mientras revolvía la yerba—, con una soberbia que te
revolvía las tripas escucharla.
—Bueno, Encarna —respondió Carmela poniendo
otro punto en el tejido—, pensá en cómo te salvó al Lui-
sito cuando le dieron los temblores.
—Sí… es verdad —reconoció doña Encarna-
ción—. Pero igual era un mal bicho. ¿O te olvidás lo que
me cobró esa desgraciada?
—¡Qué esperanza! —Carmela dejó el tejido y se
santiguó mientras la lluvia se transformaba en una feroz
tormenta que sacudía las tejas—. Como para olvidarse
de esas cosas. Era una vieja ladina pero ¿a quién le íba-
mos a pedir ayuda?
—Hasta que pasó lo de Romualdo. —Un trueno
desgarró el cielo y doña Encarnación suspiró y sorbió
con fuerza el mate.
—Por la señal de la Santa Cruz, líbranos, Señor, de
nuestros enemigos —exclamó Carmela persignándose.

II - Romualdo
En La Piedad estaban acostumbrados ya a los
horrores y las tragedias. Con el monte al alcance de la

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Mal Bicho

mano, y la Gruta bostezando su boca desdentada a pleno


día, no eran escasos los sucesos extraños. Además su
pueblo vecino era La Cruz, de fama siniestra tras el in-
cendio de la antigua capilla y los rumores acerca de un
extraño culto que había surgido recientemente. Sin em-
bargo, la inexplicable muerte de Romualdo había sacu-
dido a toda la población y si no lincharon a doña Miner-
va fue porque también había muerto.
Romualdo Cáceres había sido capataz de ―La Spe-
ranza‖ y amante oficial de Carmela desde mucho antes
de que ésta se casara con el doctorcito Ordóñez. Pero
Carmela no era la única que sentía que se le empapaba la
ropa interior cuando, en los días de fuego, Romualdo
cruzaba el pueblo en su alazán con la camisa desabro-
chada y el chambergo torcido sobre las cejas oscuras y
los ojos celestes de gringo.
«Romualdo es el monte y el monte es Romualdo»
solía decir la viuda de Cáceres, su madre. Romualdo,
hijo del carnaval, había sido adiestrado por el gringo
Montalbo en los trabajos de monte y, con el tiempo, el
viejo lo nombró capataz y le regaló un par de hectáreas
para que trabaje y un ranchito al que pronto se trajo a la
Casilda, una cruceña tan mulata como él pero de ojos
oscuros como el café amargo. Siete chicos le dio, seis
varones y una nena que vino a salvarlos de la maldición.
Romualdo se jactaba siempre de haber sobrevivido
a cuanta víbora hubiera y también de haber aguantado
que le cayese un rayo mientras se beneficiaba a un peon-
cito recién llegado. Pero la suerte se le acabó una tarde
de verano mientras estaba ocupado desmalezando una
porción de monte que estaba ganando terreno sobre la
estancia del Gringo. Antes de caer al suelo y empezar a

21
Antología

temblar y transpirar como cerdo ante el cuchillo, sintió


una mordedura feroz en la mano y el mundo se le puso
azul cobalto. Entre tres peones lo agarraron en volandas
y lo arrastraron hasta el ranchito de la Vieja donde, con
terror supersticioso, golpearon la puerta desconchada
tras la que cantaba una Singer. La Vieja apareció con su
pelo, gris y blanco sucio, alborotado como un nido caí-
do; los labios flojos contra las encías casi desiertas, los
ojos apenas se distinguían en el mar de arrugas del rostro
con orejas enormes; el batón, casi transparente por el
uso, estaba mal abotonado y dejaba entrever parte de la
enagua roñosa y los pechos caídos hasta el vientre abul-
tado y fofo; de sus mangas nacían dos brazos raquíticos
en los que flameaban colgajos de piel y grasa como re-
pugnantes aletas de algún tipo de pez blasfemo.

III - El precio
Esa noche los peones se juntaron en el almacén del
Ruso a comentar lo ocurrido.
—Le zalía como olor a biejo pero má fuerte —re-
lató uno—, como a ensierro.
—Sabrá Dio’ cuánto ase que no se vania la bieja
roniosa esa —acotó un segundo con varias copas encima
ya.
—Ese jedor no e‘ sano, compadre —el más viejo
del grupo apenas había probado el vaso de caña con ruda
y parecía más impresionado que el resto—. Era un olor
como… bueno, como a muerto. A ropa podrida y meada
y algo como a agua estancada.
—¿Pero lo curó o qué pasó, Quiroga? —preguntó
el Ruso mientras arrastraba una silla y se sentaba.

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Mal Bicho

El viejo peón caviló un momento mientras daba


vueltas a su vaso antes de tomarlo de un trago.
—Fue bastante horrible, Salzman, pero mirá, era
algo que uno ya se esperaba ¿no? Todos sabemos que
esa mujer es lechiguana y anda en tratos con Mandinga
pero bueno, nunca esperé ver esas cosas con mis ojos.
—¿Qué cosas? —Salzman se inclinó sobre la mesa
y apuntó al viejo Quiroga su oído bueno.
—Salamanca. —La palabra resonó en el almacén
como un disparo de fusil.
—¿Salamanca? —El Ruso tragó saliva varias ve-
ces con los ojos desencajados— ¿Seguro, Quiroga?
—Que te digan éstos si miento, Ruso —El peón
señaló a sus compañeros con la cabeza.
—Fue cosa ‘el diavlo eso, don Salman, le juro por
la lú que me alumbra. —dijo el primer peón.
—Mire que yo no soi de asustarme por nada ni
naides pero eso… Pobre Romualdo. —el segundo peón
se hizo la señal de la cruz—. Mal isimo en dejarlo con
esa vruja.
—¿Y qué querías hacer, Pereira? ¿Dejarlo morir en
el monte?
—Ésa era su lei, Quiroga, a lo mejor convinía má.
—Hay cosas peores que la muerte —murmuró
Salzman—. Usted lo sabe, Edgardo.
—Yo sé que a Romualdo había que salvarlo o el
Gringo nos mandaba a fusilar a todos. —Quiroga se le-
vantó, agarró la botella de caña del mostrador y se sirvió
otro trago—. Si la Salamanca era el precio para que viva,

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Antología

bueno, ya lo pagamos. —El viejo peón escupió las pala-


bras con amargura.
—Pero… ¿seguro que fue eso lo que vio? —in-
sistió Salzman.
—Demasiado seguro, Ruso, demasiado. —Quiroga
apuró el trago y comenzó su relato—. Fue mientras ha-
cíamos el desmonte que escuchamos un grito que helaba
la sangre. El grito de hombre que le vio la cara a la Par-
ca.
—¿Romualdo?
—¿Y quién va ser, Salzman? Sí, Romualdo, cuan-
do llegué con estos dos, ya estaba en el piso, agarrándose
la cabeza con las dos manos. «Está azul, el barro está
azul», decía y gemía como yegua en mal parto. A rastras
lo llevamos a casa de la condenada.
—Yo dige que’ra mala idea pero este biejo no es-
cucha rasones —interrumpió Pereira con voz pastosa.
Quiroga le clavó una mirada más filosa que su
facón y el peón se encogió sobre su vaso vacío.
—Siga, Edgardo —pidió el Ruso, conciliador.
—La cosa es que apenas salió la Vieja supo todo
sin que nadie dijera ni ―buenos días‖. Largó un silbido
como de pava recalentada y lo miró con unos ojos que
aunque están más blancos que ataúd de virgen ven…
algo ven. «¡Ahhh, éste seguro vio azul hasta la sangre!»,
graznó «Déjenlo ahí, debajo de aquel sauce que aura lo
atiendo yo», y ahí nomás se lanzó una carcajada que
parecía gallina clueca y moribunda, y a mí se me pusie-
ron los pelos como alambres, Ruso, te juro que si no es
por el Gringo yo me las tomaba.

24
Mal Bicho

—¿Y qué pasó?


Quiroga volvió a servirse caña y a bajarla de un
trago, la camisa azul se le había ennegrecido en los so-
bacos y la espalda, y gruesos gotones de sudor le corrían
por la cara cuarteada por el sol.

IV - Salamanca
—Nos fuimos abajo del sauce —dijo— que estaba
seco y retorcido como cuero de bicha pero con la copa
cuajada de flores blancas. Abajo había una montaña de
hojas muertas y ahí lo acostamos al pobre Romualdo que
seguía retorciéndose y llorando que daba pena. La Vieja
tardaba y yo me puse a fumar un poco para calmarme,
estos dos querían salir corriendo y después de un rato yo
también estuve tentado de rajar de ahí…
—¿Por qué?
—Por los bichos, Salzman… Esos animales… Son
familiares de la Vieja.
—No lo entiendo, Quiroga —confesó el Ruso—.
¿Cómo que familiares?
—¡Familiares, Ruso! —Se impacientó Quiroga in-
cómodo por tener que repetir la palabra—. ¿No sabés lo
que les pasa a los que hacen tratos con Mandinga?
—¡No, no sé, Quiroga! Nosotros somos gente hon-
rada de donde vengo. ¡Qué sé yo de su Mandinga y esas
cosas!
—Mirá, Ruso… —Quiroga respiró hondo para
calmarse—. Yo soy tan honrado como vos, pero esto no
es Polaquia…

25
Antología

—Polonia —lo corrigió Salzman.


—Polonia —concedió Quiroga—. Esto es La Pie-
dad y La Piedad es monte y gruta, arroyo y cañada, pu-
mas y zorros, arañas y víboras. Acá hubo pozos envene-
nados hasta no hace tanto y acá resistimos la fiebre ama-
rilla.
—Cada palabra de Quiroga sonaba como una nota
grave y siniestra—. Acá le rezamos al Cristo Crucificado
y a la Virgen de las Angustias y acá las madres paren
muertos a sus hijos, Salzman. Acá conocemos a Man-
dinga y de noche escuchamos los bailes de la Salamanca,
el silbido del yaciyateré y la risa trastornada del urutaú.
En la Piedad sabemos que el Diablo camina por estas
mismas calles pero preferimos que ande tranquilo y no
moleste mucho. ¡Que viva en la Gruta y juegue a la taba
con Minerva! ¡A nosotros qué! —El tono de Quiroga era
cada vez más excitado y febril—. Yo sé muy bien lo que
es jugar con él y perder, Salzman. Esta tierra y este mon-
te lloran sangre, por eso es roja la tierra del arroyo y por
eso esto se llama La Piedad y al lado tenemos a La Cruz
pero en el medio está la Boca del Diablo y los guitarris-
tas aprenden a tocar en El Cruce. ¿Te pensás que nos
gusta esto, Gaspar? Esto nos tocó… porque así lo dispu-
so Su Voluntad.
Quiroga se hizo la señal de la cruz por primera vez
en veintitrés años y se bebió el cuarto vaso de caña.
Salzman lo miró con los ojos enrojecidos de compasión.
Del otro lado, Pereira y Rimales fingían dormir el sueño
de los borrachos para ocultar las lágrimas. Tras un mo-
mento de silencio, el viejo peón suspiró y continuó el
relato como si no hubiera habido interrupciones.

26
Mal Bicho

—Enfrente del sauce había un corral chico con seis


chivos negros y de ojos rojos que miraban fijo a Ro-
mualdo. Sí, Salzman, así como te digo, lo miraban fijo al
pobre hombre que seguía delirando de dolor. Yo me en-
tretuve un rato mirando una bolsa vieja y como de cuero
que andaba ahí tirada hasta que al rato volvió a salir la
Vieja, traía una cajita debajo del brazo y la seguían tres
gatos negros horribles: todos ciegos y con el pescuezo
como roto, atrás venían cuatro chanchos negros y siete
gallinas también negras. Cuando llegaron hasta nosotros
una paloma salió del sauce chillando como un demonio.
¡Te juro, Salzman, que casi me ensucio cuando la vi! Si
hasta parecía un cuervo.
»La Vieja volvió a reírse con ese cloqueo que tie-
ne. «Se le está terminando el ovillo a éste. Sí, jaja, ya le
queda poco hilo, voy a tener que ovillar rápido», dijo…
pero no a nosotros, les hablaba a los bichos, Ruso, a sus
familiares.
—¿A los bichos? Pero ¿usted piensa que ellos le
entendían?
—Sí, estoy seguro.
—¿Por?
—¡Porque le respondieron, Ruso! ¡Te juro por mi
hijo que le respondieron!
—¡¿Cómo?! —Ahora Salzman transpiraba tanto
como Quiroga y se le salían los ojos de las órbitas.
—Empezaron a chillar todos juntos —Quiroga se
desanudó el pañuelo del cuello y se secó la cara con
él—. Era un ruido de mil demonios, nunca escuché algo
así, Ruso. Bueno, la cosa es que la Vieja hizo un gesto y

27
Antología

los bichos se callaron, entonces nos miró a nosotros y


nos dijo que nos fuéramos. «Acá vamos a tener que usar
rápido la rueca de mi compadre, así que ustedes tres se
me piantan bien lejitos. El hilado es cosa de viejas…
aunque por ahí a mis comadres les gusten ustedes ¿eh?»
y volvió a carcajear.
—¿Qué les quiso decir con eso? ¿Su compadre, las
comadres? ¿De qué hablaba, Quiroga?
—Vaya a saber, Ruso —repuso el peón—. Desva-
ríos de vieja o algo peor. Pero no nos quedamos a averi-
guar. Nos miramos entre nosotros y supimos que era
mejor volvernos al monte y trabajar para no saber nada
más.
—Pero entonces… ¿vio la Salamanca o no?
Quiroga se revolvió molesto en su silla, el recuer-
do de lo vivido esa mañana lo había perturbado terrible-
mente, incluso a él, curtido hombre de monte que más de
una vez había pasado frente a la Gruta que llamaban
Boca del Diablo, incluso una vez se atrevió a meterse en
ella. Lo que vio nunca quiso decirlo pero salió con el
pelo blanco, ralo y quebradizo; sin embargo su templan-
za lo salvó de una locura peor y sus manos se endurecie-
ron aún más manejando el machete con serena fiereza.
Haciendo acopio de ella volvió a hablar.
—La vi, Ruso —dijo—, la vi. Fue cuando nos
íbamos. Pereira y el Rimales iban adelante y yo los se-
guía despacio, los años me están pesando y estaba can-
sado. Entonces escuché la música, como dicen las viejas
que primero se oye la batifonda y recién después se ve la
Salamanca. Era una música rara, atolondrada, después
me dijo el Gringo que sería una tarantela. Allá, en la

28
Mal Bicho

tierra de sus abuelos, me contó, hubo muchas epidemias


traídas por unas arañas que parece que venían del diablo.
Y la única forma de curarse era bailando esta danza que
había compuesto el brujo del pueblo.
El Ruso lo miró serio, como pensando y al final
murmuró:
—¿Usted piensa que acá pasó lo mismo?
—No sé, Ruso —respondió Quiroga con un nu-
do—. Mirá, vos esto puede que no me lo creas pero te
juro que es verdad. ¡Por la luz que me alumbra!
—Yo le creo, Edgardo, le creo —afirmó Salzman
poniéndole una mano en el hombro—. Usted es un
mentsh con todas las letras. Cuente, cuente que yo lo
escucho.
—Bueno, la cosa fue así. —Quiroga tomó aire—.
Cuando empezamos a sentir la música, estos dos borra-
chos salieron corriendo como alma que se lleva el dia-
blo, pero yo no me pude contener. Al Romualdo lo co-
nozco desde que era un chico y tenía que ver qué pasaba,
así que me di vuelta y miré. ¡Vos no sabés, Ruso, lo que
era eso! Me quedé como de piedra.
—Como Edith —bromeó el Ruso.
—¿Quién es ésa? Nunca la sentí nombrar.
—Nada, nada; una historia vieja. Pero siga, Quiro-
ga.
—Te decía —retomó Quiroga— que cuando me di
vuelta me quedé de piedra. La Vieja había sacado de la
cajita un acordeón chico y lo tocaba con un ritmo que
parecía salir del mismísimo infierno y así sería porque el

29
Antología

pobre Romualdo, no sé cómo, se había levantado y zapa-


teaba como en un malambo. ¡Y vieras, Salzman, cómo
revoleaba las patas la Vieja! Y atrás los bichos dale que
dale, saltando y berreando como poseídos. —Quiroga se
mojó los labios y siguió—. Entonces vi algo, cerca de
los pies de la Vieja que antes había pensado que era un
saco de cuero…
—¿Y qué era?
—Arañas. No me preguntés cuántas, todas amon-
tonadas, una encima de la de otra, las patas enredadas y
sacudiendo las pinzas. Un amasijo espantoso de cuerpos
y ojos por todos lados que no se distinguía dónde empe-
zaba una y terminaba la otra. Todas bailando bien ale-
gres. Ahí fue que saqué fuerzas de no sé dónde y salí a la
gran carrera.

V - El pago
Esa noche el viejo Quiroga se volvió tarde a su
rancho y, pese a sus dichos de la tarde, lloró amargamen-
te haber dejado a Romualdo con doña Minerva.
No le faltó razón a su llanto porque Romualdo
nunca más volvió al monte ni a La Speranza. La Vieja se
lo quedó en su casa, obligándolo a trabajar para ella y
llevándoselo de noche para que le calentara la cama. No
hubo ruego, ni de Casilda ni de los siete hijos, que lo
liberara. El viejo Montalbo y la viuda de Cáceres fueron
a increparla y a ambos se les rio en la cara.
—Poco carretel les queda a ustedes, condenados
—carcajeó Minerva—. Y usté, viuda, ¿ya sabe quién le
cosió a Romualdo en el vientre? Ahora él me descose un
poco a mí que buena falta me hace. —Con una nueva

30
Mal Bicho

carcajada a bruja se metió adentro cerrándoles la puerta


en las narices.
Luego de oír la confesión de la viuda, don Miguel
se deslizó como una sombra por el pueblo y los campos.
Era viernes por la tarde y se sabía que la Vieja se iba a la
Gruta apenas aparecían las estrellas. Durante un rato el
cura se escondió debajo de la ventana escuchando los
bufidos y rebuznos de Minerva y el trajín de la cama de
resortes. Al rato ella salió haciendo resonar sus pasos por
el campo en dirección al monte y la Gruta. Don Miguel
aprovechó y se escurrió en el rancho donde Romualdo
yacía desnudo, una sustancia pringosa le empapaba el
miembro flácido y parte de los muslos y el abdomen
plano. El sacerdote lo miró con odio y sacó de la sotana
un frasco de agua bendita que le vació encima, sin con-
sideraciones, mientras murmuraba la oración de San
Benito. Después le puso una medalla de este santo sobre
los labios y una estampita de Nuestra Señora Knotenlö-
serin sobre los genitales.
—Lo que tejió Mandinga, Dios lo ha de destejer
—gruñó antes de salir—. Y así va a aprender la zorra esa
a no echarme más de su cama.
Cuando sonaron las tres campanadas, un grito agó-
nico y terrible despertó a todo el pueblo. En el monte, un
insomne Quiroga escuchó el llanto del urutaú como un
presagio y el alma se le escapó del cuerpo.
Mientras, el resto de los vecinos se reunieron en
torno al rancho de la Vieja porque no había dudas que de
ahí venía el grito, y menos cuando el padre Miguel con-
fesó su acto, según él, piadoso. Al abrir la puerta, un
torrente de arañas enmarañadas escapó hacia el monte
oscureciendo la tierra a lo largo de varios metros. Den-

31
Antología

tro, Romualdo permanecía en la cama pero ahora la piel


apergaminada se le adhería a los huesos como a una
momia de varios siglos. En el suelo, en medio de un
charco espantoso de sangre y una sustancia blanca y ver-
dosa, yacía doña Minerva; la cabeza estaba ladeada hacia
la calle de tal modo que los hombres pudieron ver cla-
ramente sus ojos lechosos y ciegos apuntando hacia
ellos; tenía los brazos abiertos en cruz y las piernas ex-
tendidas casi hasta dislocarlas. Si es que esas patas lar-
gas, delgadas, cubiertas de pelos rígidos y afilados eran
realmente sus piernas. El batón roñoso y la enagua esta-
ban desgarrados a la altura del vientre y mostraban los
pechos laxos caídos a los costados del cuerpo y cubiertos
de sangre y el extraño líquido pringoso. El abdomen se
notaba blando y tumefacto, de un color lívido y repug-
nante, de él brotaban dos pares de patas terminadas en
afiladas garras, idénticas a las que usaba la Vieja para
caminar.

32
Mal Bicho

ME LEVANTÉ A LAS SEIS. No, a las seis me des-


perté. Porque era de noche, todavía era de noche. Me
desperté y fui al baño. Me bañé. No, no: no fue así. Así:
me levanté a las seis. No, de nuevo. Entonces, me des-
perté a las seis. Era de noche. Me quedé unos tres o cua-
tro minutos en la cama, busqué al gato, jugué con el ga-
to. Ahí me levanté, sí, ahí me levanté y fui al baño. Ca-
gué. ¿Cagué primero o me bañé, antes que nada? ¿Me
lavé las manos? ¿Fue así o no? No, me desperté a las
seis, todavía era de noche, me quedé tres o cuatro minu-
tos haciendo fiaca en la cama, sí, eso, busqué al gato,
jugué con el gato y me levanté. Ah, no, ahí, antes de ir al
baño y cagar –¿o me bañé primero y cagué después?, eso
es importante, muy–, bueno, antes de ir al baño y cagar o
bañarme, me hice la cama, sí, me hice la cama antes de
entrar al baño y abrí la ventana, sí, también abrí la ven-
tana y vi que era de noche, que todavía era de noche. Sí,
fue así. Entonces ahí sí, entré al baño. Recuerdo haberme
olido los dedos, solo eso. Esa es mi única certeza, mi
único recuerdo, mi espacio quieto. Porque eso significa
(o significaría) que cagué antes de bañarme, claro. No,
en realidad no, eso no significa nada. Pero es importante
saberlo, recordarlo. Siempre es importante. Siempre es
importante haberse lavado las manos después de cagar.
Siempre debería lavarme las manos después de cagar. Y
con jabón, no solo con agua. Con jabón y con tiempo,
bien, no así a las apuradas, porque eso no sirve de nada,

33
Antología

salir así, rápido, secándome en el pantalón del pijama,


no, eso es lo peor de lo peor, porque así desparramo los
gérmenes y después los gérmenes entran a la cama y a la
noche cuando voy a dormir se pueden apropiar de mi
cuerpo, con seguridad y sin titubear, porque tienen un
montón de tiempo, y ahí sí, estoy perdido. Entonces,
jabón, agua y jabón de nuevo, lavarse bien, con tiempo,
y secarse con la toalla de mano y no con el toallón, por-
que si me seco con el toallón los gérmenes de la caca
quedan en el toallón que después voy a usar para secar
mi cuerpo y entonces me pego todos los gérmenes de la
caca a mi cuerpo y, de nuevo, estoy en peligro. La toalla
de mano, por cierto, y esto tengo que recordarlo bien y
tenerlo siempre presente y en cuenta, debo lavarla cada
tanto, cada dos o tres días, ponele, sí, cada dos o tres
días. Entonces, entonces era así: me levanté a las seis.
No, no: a las seis me desperté, me levanté después, por-
que uno primero debe despertarse para poder levantarse
de la cama, el orden de los factores, esta vez, altera el
producto, no hay intercambiabilidad en el proceso de las
acciones, y, entonces, pues, claro, me quedé haciendo
fiaca unos tres o cuatro minutos, ¿o habrán sido cinco o
seis?, y busqué al gato, lo acaricié un par de veces y
también jugué con él, pero: ¿cuánto tiempo?, ¿cuánto?,
me hice, después, la cama y fui al baño. Ahora, esto es
importante, tengo que recordarlo bien para saberlo, para
saberlo bien y estar seguro: ¿cagué primero y me lavé o
no las manos y después me bañé, lavándome ahí las ma-
nos, en efecto, o no, o eso puede no contar como lavada
de manos, oh Pilatos, desparramando inmediatamente
los gérmenes sobre todo mi cuerpo, y esto inmediata y
definitivamente, o me bañé primero, ni bien entré al ba-
ño, sin tocar nada ni mucho menos haber cagado, y ca-

34
Mal Bicho

gué solo después, y ahí sí me lavé las manos? O no, no


me lavé las manos. Esto es lo que tengo concretamente
que saber: si me lavé o no las manos, porque eso es lo
fundamental: haberme o no lavado las manos y lo que es,
tal vez y quizás, más importante, el modo, si me lavé
bien y de forma adecuada y prudente las manos. Ahí está
el problema.
Porque estoy flaco, muy flaco, con un bulto de la-
do, acá, en la barriga, barriga distorsionada de cerveza o
un delay anticipado de cirrosis, y como, y sigo flaco, y
como, y nada, nada. Debo estar infestado (¿infestado o
infectado?) de gérmenes, de muchas y variadas clases,
tipos y especies de gérmenes, lo que es peor, porque la
lucha se dividiría en varios frentes, exhausta rápidamen-
te, la derrota inevitable, mi cuerpo derruido. Pero eso
aún no es lo peor: debo tener la lombriz solitaria adentro.
Sí, porque estoy seguro: ayer no me lavé las manos des-
pués de cagar, entonces me metí los gérmenes, no sé, de
alguna manera, al cuerpo, y ahí, después, cuando me
preparé el desayuno, puse la pava, corté el pan y, más
tarde, cuando me comí las tostaditas, todo eso fue tocado
por mis manos, mis manos llenas de pequeñas partículas
de caca, porque ahorrar en el papel higiénico y no com-
prar el de doble hoja ni el de los perritos para niños im-
plica colocar en riesgo la propia salud, claro, porque es
como dice el dicho: ―lo barato sale caro‖, y ahora, para
empeorar la situación, este papel de estación de servicio,
papel onda lija o reciclado, no ayuda para detener la
avanzada de los gérmenes, absorberlos, detenerlos, ami-
norar su carga y así los gérmenes serán aún más morta-
les, mortíferos, y la lombriz solitaria entrará o se formará
así, como entró o se formó de hecho, ya no lo dudo ni lo
puedo dudar, por los gérmenes que hay en la caca. ¿Y

35
Antología

cómo voy a agarrarme esos gérmenes si yo no me como


mi propia caca, y aunque hay personas que lo hacen, yo
no lo hago, yo no me como mi propia caca, cómo, cómo
entonces voy a agarrarme esos gérmenes? Bueno, más
allá de la calidad del papel higiénico, pongamos ese pun-
to en suspenso para seguir el raciocinio, bueno, no
lavándome las manos, evidentemente, por más trabajo
que me cueste aceptarlo, claro, no lavándome las manos.
Y ahí, entonces, se quedan en las manos, en la derecha,
que es con la que me paso el papel por el culo y después,
con esa misma derecha, porque yo soy derecho y no zur-
do, como mi hermana, como mi hermana que es zurda,
aunque la forzaron a que fuera derecha, ella no, no señor,
siempre zurda, como mi hermana, no, como mi hermana
no, con esa misma derecha, entonces, agarré la tostada y
me la metí en la boca, mastiqué el pan con dulce y ahí,
ahí, ese es el momento clave, la llave de la historia, del
fin, del apocalipsis, ahí, ahí mismo me trago, me tragué,
debo pensar en pasado, en pasado ya realizado, los
gérmenes. Los gérmenes que son el estado embrionario
de la lombriz solitaria que, pese a la pena que se intuye
en su nombre, puede llegar a medir nueve poderosos
metros, signo de autonomía y autodeterminación, y que
yo debo tener desde ayer porque no me lavé, y ni siquie-
ra correctamente, no me lavé, decía, las manos después
de cagar, y para peor, acto seguido me manduqué una
serie lo suficientemente peligrosa de tostaditas con dulce
de frutos patagónicos que de seguro estaban habitadas
por los restos de la caca, colonia de gérmenes, origen de
la dichosa lombriz. Que ahora debo tener adentro, aden-
tro mío, alimentándose de mi cuerpo, de mi sangre, de
mis proteínas, de mis células eucariotas y procariotas, de
cada átomo de mi cuerpo, alimentándose y creciendo y

36
Mal Bicho

creciendo y tomando pose de mi cuerpo, destruyendo


todo aquello que no sea propicio para su vida. Se apro-
piará, sin piedad, de mi cuerpo y me va a acabar matan-
do. Va a vivir de mí hasta chuparme todo y ahí voy a
morir, sí, no tengo dudas, ya me siento mal, ya me estoy
sintiendo mal, sin fuerzas, algo descompensado, me
siento mal y pesado, como cargando un peso enorme,
demasiado denso para mis fuerzas, ahora escasas, y todo
porque la lombriz vive dentro mío, porque yo le di lugar
para que viviera dentro mío, como si la hubiera invitado
a pasar una temporada en la casa del ser, en mi cuerpo,
me habitara y de mí viviera, tranquila, como si mi cuer-
po fuera acaso una casa a okupar, y la desgraciada, así y
todo, con o sin mi consentimiento, me va a matar y yo
me voy a morir. Estoy seguro de eso: va a ser tan grande,
va a lograr tanta vida, que va a asomar su cabeza acéfala
y su cuerpo hermafrodita por mi boca, como si mi cuer-
po fuera tan solo un envase, y va a salir de ahí, un mons-
truo gigante, desagradable, oliendo a caca y a muerto. Y
yo voy a estar ahí, ahora un mero envase, muerto, bien
muerto, pero por suerte no seré testigo de los estragos
que ese gusano enorme, Frankenstein interior, propiciará
en la ciudad, en la provincia, en el país. Será la noche
oscura de nuestras almas profetizada por los místicos.
―Soy el monstruo, soy el monstruo, la reunión de tus
gérmenes, el sabor de tu caca, el alimento de tus resi-
duos‖, podrá gritar, si fuese capaz del entendimiento que
brinda el lenguaje.
Lo siento venir, es cierto, sí, es cierto, no tengo
dudas, no hay lugar para la duda. Tengo arcadas, ganas
de vomitar. Es ella, la muy forra, es ella. Los gérmenes
se unieron en un solo cuerpo, deforme pero un solo
cuerpo a fin de cuentas. El de la lombriz solitaria, el

37
Antología

cuerpo de la lombriz solitaria. Y cuando ese gusano se


decida a salir de mi cuerpo se unirá, del mismo modo,
con los demás gusanos, generando algo horrible, despia-
dado y lleno del odio del poder. No habrá tiempo ni para
zombis, idiotas, nosotros, que nos consolábamos en la
creencia de esa vida después de la vida, sea o no digna.
El ser humano será solo el despojo de miles y millones y
millones de lombrices aparentemente acéfalas. Será el
fin. No habrá terror porque todo será repentino y saldrá
de nuestras entrañas. En el fin, solo seremos un vómito.
Un vómito sólido, desacompasado, soberbio. Un vómito
que marcará el inicio, ubicuo y anacrónico, de la llegada
al mundo y la realidad del monstruo intestino. No habrá
piedad. No habrá redención. Solo mierda, mierda y des-
trucción. Decenas y decenas de años de consumo indis-
criminado de agrotóxicos posibilitaron este apocalipsis.
Eso y el consumo desprejuiciado de papel higiénico de
calidad dudosa. Eso y la escasa educación en la salud, la
alimentación y las formas adecuadas o amables de depo-
sición de los restos. Los gérmenes, antes parte del aire y
ahora parte nuestro, padres nuestros, generaron, ellos
mismos, a nuestros hijos y, pronto, a los hijos de nues-
tros hijos y así, así. No somos nosotros, pobres seres
humanos, quienes hemos estado actuando y reaccionan-
do. Han sido ellos, colectivo homogéneo, generosos con
una causa, cuidadores de un destino, quienes han condu-
cido esta historia del fin. Y está bien que así sea: han
tenido la suficiente fuerza de voluntad como para tolerar
vivir dentro nuestro y sobrevivir y sobrevivirnos. De los
gérmenes es y será el mundo. Ni aun lavándonos las ma-
nos y todo el cuerpo con Ayudín lograríamos siquiera
detener su avance o marcarles un apenas perceptible
retroceso en el eclipse del mundo. ¿Cuándo será el fin?

38
Mal Bicho

Eso ya no importa. Cayó la noche sobre nosotros y lo


único que sobrevivirá de nuestras vidas son las cucara-
chas que ayer no conseguimos matar y que el gato dejó
medio muertas al lado de tu cama.

39
Mal Bicho

CREO QUE TODO COMENZÓ –O terminó de gestar-


se– la tarde en que descubrí la caja.
Ella había tenido uno. Se la veía feliz junto a él.
¿Por qué yo no? ¿Qué debía hacer? Me portaba mejor de
lo que me habría gustado, era obediente, tenía buenos
modales, buenas notas; nunca un capricho, una escena
que pudiera incomodar a nadie. Pero ella, sola como yo,
había tenido uno. ¿Se lo habría merecido? Tal vez.
Mi familia había vivido en una casa con jardín que
albergaba una modesta pileta de cemento y un patio bajo
un parral de uvas negras. Pero yo no lo recuerdo. Luego
de lo sucedido con mi hermana Lara –solo recuerdo su
nombre– nos mudamos a un departamento más cercano
al centro, frente a una avenida de dudoso gusto comer-
cial. Cuando le preguntaba a mi madre por los motivos
de la mudanza, ella respondía:
—Porque es mejor así. —Ese era todo su argumen-
to.
Mi madre mantenía el lugar a oscuras, en silencio,
las paredes estaban desnudas de adornos o fotos; con
suerte un día a la semana levantaba alguna persiana para
que pudiera entrar algo de sol. Yo no veía en el departa-
mento un sitio alegre, plagado de felicidad, lo entendía
como una suerte de tumba, el espacio que cada sábado y
domingo abandonábamos para ir a casa de mi abuela,
rara vez a la de los amigos de la familia.

41
Antología

Mi padre era un fantasma que aparecía tarde por


las noches, luego del trabajo, con el traje arrugado y el
nudo de la corbata flojo. Llegaba sin decir mucho, en
algunas ocasiones me acariciaba la cabeza, ese era su
máximo gesto de cariño. Cenábamos con la televisión
como telón sonoro, apenas intercambiando entre noso-
tros un ―Pasame la sal‖ o ―Soda, por favor‖. Al finalizar
la comida me enviaban a dormir.
Abril era el peor de todos los meses para vivir en
ese departamento. Mamá lloraba día y noche, mi padre
aparecía más tarde que nunca y ni me acariciaba. Co-
míamos entre las lágrimas de mamá, la voz del noticiero
y la mirada de mi papá fija en el plato.
La única persona con quien me sentía acompañado
era mi abuela. Ella sí me mimaba, me hacía los postres
que más me gustaban, no rezongaba cuando le pedía que
jugáramos al ajedrez, jamás decía que no tenía tiempo.
Siempre me trataba como a un nieto más, no hacía dife-
rencias.
Tenía muy pocos amigos, todos del colegio; no re-
cuerdo que hubiera chicos viviendo en ese edificio. Los
veranos perdía contacto con ellos, me sumergía en esa
vidas de adultos tristes que parecían forzados a la expia-
ción y que solo aguardaban que un día todo terminara.
Ninguno de mis amigos venía a mi cumpleaños, a pesar
de que yo asistía a los de ellos. Mi día de nacimiento, 25
de diciembre, cuando los mayores se sacudían la resaca
y nadie estaba listo para visitarme. Pasábamos la noche
del 24 en casa de mi abuela materna, junto a tías y tíos.
Detestaba ese saludo de las doce ―Feliz navidad y feliz
cumpleaños‖, sonaba a un compromiso más que a un
deseo; yo quería un abrazo y el festejo correspondiente
que nunca llegó, y quería un perro. No un hámster ni una

42
Mal Bicho

tortuga, no, esos son imposibles de considerar mascota,


son criaturas con las que uno no puede jugar. El regalo
navideño estaba unificado con el de cumpleaños, quizá
por eso a los tres años me explicaron la farsa de Noel.
Nunca aquellos obsequios cumplieron con lo que yo
esperaba. Cuando mi madre me preguntaba por mi deseo
de regalo yo era claro, no dejaba lugar a dudas. Recibía
peluches a los que podía estrujar y obtener un lánguido
sonido, antiparras, patas de rana, libros, camisetas de
fútbol, botines, un ejército de soldados de plástico, can-
timploras. Pero de perro, ni un collar.
Por un tiempo supuse que no podía tener perro por
vivir en un departamento. Había oído a los mayores de-
cir que ―un departamento no es lugar para un animal.
Ellos sufren el encierro. Precisan aire, espacio, un poco
de pasto, tierra‖. Yo necesitaba lo mismo y solo lo ob-
tenía algún fin de semana y a nadie parecía interesarle.
Tal vez odiara a mi padre, a mi madre, a mi hermana, y
los culpara de mi desdicha, de mi problema, de todo.
Una tarde, en la casa de mi abuela, mientras los
adultos dormían una siesta, abrí el cajón del escritorio y
allí estaba la caja. Contenía fotos y unas hojas de diario
dobladas. Fui viendo cada una de las imágenes: mis pa-
dres jóvenes, felices, y una niña sonriente junto a ellos.
Era mi hermana, pelo rubio, ojos de lago. En muchas
aparecía abrazada a un perro. Puse la caja en el piso y
me ubiqué junto a ella. Escuché ruidos, guardé todo en
su lugar y corrí hasta el living. Mi abuela se asomó y
apenas pudo ver cómo me lanzaba sobre el sillón.
—Tené cuidado, te vas a lastimar —dijo.
No recuerdo qué respondí. Nunca dije algo sobre
la caja y los secretos que guardaba.

43
Antología

Es posible que ese día comprendiera que la solu-


ción estaba en mí, no podía esperar que viniera de afue-
ra. Muchos chicos tenían amigos imaginarios –eso lo
supe con los años, cuando la niñez me dejó desnudo y
avergonzado–; si jamás iban a regalarme un perro, debía
inventarme uno. Así lo hice. Admito que su apariencia
física fue mutando, pero su nombre se mantuvo a pesar
de mi deseo por cambiarlo: Pyros.
Comenzó siendo un perro pequeño, de pelo lacio,
hocico corto y ojos casi invisibles. Se hizo mi compañe-
ro, no precisábamos más que mirarnos para saber qué
necesitábamos. Pronto aumentó su tamaño, le crecieron
plumas, le nacieron alas. Pyros podía volar, correr. Su
cola se volvió verde, los dientes se hicieron filosos. El
cuello se le estiró, le salieron crines. Yo podía cabalgar
sobre Pyros, él me cuidaba. Si íbamos a casa de alguien,
venía conmigo. Si el visitado tenía alguna mascota
–como mi primo Esteban, que tenía un gato–, Pyros se
ponía nervioso. Lo abrazaba, le palmeaba el lomo y le
decía al oído ―Tranquilo, amigo, tranquilo‖. Cuando el
gato de Esteban apareció muerto en el patio, aunque yo
no quise pensar que Pyros había sido el responsable; no
puedo asegurarlo, pero supongo que esa no fue su prime-
ra víctima.
A veces Pyros se volvía de un tamaño pequeño y
todos estos cambios complicaban la alimentación. Por
las noches dejaba en un rincón del balcón dos platos, uno
con agua y otro con galletas. Mamá protestaba, decía que
eso juntaba hormigas. Pyros podía ser cualquier cosa
menos un insecto. En algunas ocasiones guardaba restos
de cena para mi perro. Los ponía bajo la cama o sobre la
mesa de luz. Él nunca comía. Al día siguiente tiraba los
desperdicios antes de que mis padres se despertaran.

44
Mal Bicho

Mamá y papá solían retarme cuando me veían ro-


dar por el piso y reír, ellos no advertían que yo jugaba
con Pyros. Eso nos enfurecía a ambos. Pyros mostraba
sus dientes amenazante; en los primeros retos yo procu-
raba serenarlo, pero luego dejé que su furia se sumara a
la mía.
Una noche desperté asustado, Pyros solía dormir a
los pies de la cama. En la oscuridad vi su silueta, una vez
más era distinta, respiraba con fuerza. Lo llamé, abrió
los ojos, brillaban, relampagueaban en un verde fluores-
cente. Los dientes le habían crecido de forma anormal.
Sentí miedo y orgullo al mismo tiempo, Pyros parecía
convertirse de a poco en un monstruo que era feliz solo
conmigo y odiaba al resto.
Aquella madrugada de los ojos relampagueantes lo
vi incorporarse y salir. Escuché sus pisadas en el par-
quet. Algo no me agradaba, decidí seguirlo. Lo observé
remolonear en el living con cierto fastidio, husmeaba
bajo los sillones, luego dio un respingo y se encaminó al
cuarto de mis padres. Ellos dormían. En la penumbra
Pyros abrió la boca tan grande como nunca lo había
hecho, estaba dispuesto a lanzarse sobre mamá. Lo
alenté con la mirada para que lo hiciera y juro que me
pareció verlo sonreír. No recuerdo el motivo, pero me
arrepentí. ―Con ella no‖, murmuré. Me arrojé sobre él
evitando el ataque. Entonces Pyros saltó sobre mi padre.
Le rodeó el cuello con las garras y lo asfixió. Mi papá
apenas se movió, no sé si porque no podía o porque es-
taba dormido. Hizo un sonido extraño, como suspiro
ahogado, a esto le siguió un silbido agudo. Pyros lo soltó
y salió de la habitación. Mamá encendió la luz justo en
ese momento, tal vez alertada por los ruidos que hicimos
cuando luchábamos, tal vez por el silbido de mi papá.

45
Antología

Yo ahí, en el piso, con el piyama desaliñado, no pude


explicar nada de lo sucedido. Los médicos dijeron que
fue un infarto, yo sabía que no.
Días después del velorio nos preparamos para ir a
casa de la abuela. Antes de salir busqué a Pyros, pero no
pude hallarlo. Desde la noche de la muerte de mi padre
no había estado con Pyros, yo no tenía ganas de jugar, un
gusto agridulce me recorría las tripas. Mi mamá lloraba
más que de costumbre, mi papá ya no estaba y no lo ex-
trañaba; mi hermana nunca había estado, y sin embargo,
era la más presente. Todo el viaje lo pasé sin decir una
palabra, soportando el llanto silencioso de mi madre.
Estaba harto. Fantaseé con que los papeles se invertían y
yo era la creación de Pyros. Una criatura amorfa sueña a
un dueño que la cuide y la alimente, que no la contradiga
y que la deje crecer como el asco, como la bronca. La
imagen de mi hermana llorando aparecía en la ventanilla.
Yo cerraba los ojos y olvidaba. Ella había tenido uno.
—¿Qué te pasa? —preguntó varias veces al abuela,
pero no respondí.
—Está raro, pero es lógico. No puedo pedirle más,
con lo de él y encima lo sucedido con el padre…
—lloriqueó mi madre.
Volvimos al atardecer, un insoportable viaje en el
colectivo al calor de una ciudad jamás pensada para el
verano. Fui hasta mi cuarto; allí, sobre la cama, hecho un
ovillo, estaba Pyros, su forma ahora era pequeña. Corrí a
abrazarlo, debíamos comenzar de cero, abandonar algu-
nos caprichos y permitirnos espacios para cada uno. Por
unos segundos sentí que no estaba listo para dejarlo.
Volvimos a ser amigos, a rodar por el piso, a reír. Mi
madre, por el contrario, fue apagándose como una vela
encendida a la intemperie.

46
Mal Bicho

Pyros tomó por costumbre acompañarme al cole-


gio. Eso me hacía muy feliz, pero a la vez me traía in-
numerables inconvenientes: malas notas, avisos de mal
comportamiento en la libreta de comunicaciones, llama-
das a mi madre… Y ella siempre buscando justificativos
con la excusa de mi problema. Nunca pisé tanto la direc-
ción como en esa época. Nadie, por supuesto, sabía de
Pyros, pero él se sentaba a mi lado, y juntos planeába-
mos las travesuras y sumábamos a ellas a los compañe-
ros que habíamos elegido. Cualquier chico que hacía
algo que nos disgustaba era víctima nuestra. En algunas
oportunidades Pyros le rasgaba los pantalones o el guar-
dapolvo; una vez tuve que detenerlo para que no le cla-
vara los dientes en el cuello a un pibe repetidor.
La última vez que escuché la voz de mi madre fue
la tarde en la que tuve que soportar un reto inolvidable
seguido de la habitual catarata de lágrimas. Amenazas de
cambiarme de colegio, de prohibirme esto y aquello…
Pyros me observó otra vez con los ojos relampagueantes.
Esa noche no cené, ella me había mandado a la habita-
ción sin comer. Creo que no sabía qué hacer conmigo.
Pyros sí sabía qué hacer con ella. A la mañana siguiente
la encontramos colgando del travesaño de la cocina.
Había dejado sobre la mesa varias cartas con explicacio-
nes de lo inexplicable. Pensé en mi hermana, ojalá ella
hubiera estado también, Pyros se habría encargado de
todo.
Me mudé a la casa de mi abuela. Allí mi vida cam-
bió diametralmente. Por primera vez alguien se ocupaba
de mí con verdadera dedicación. Y no lloraba. Y la casa
siempre estaba con las ventanas abiertas para que entrara
el sol. Y había un patio y un parque donde bien se podría
disfrutar de una mascota, de un perro, por ejemplo, como

47
Antología

el que tuvo mi hermana, porque ella sí había tenido uno.


¿De qué murió? ¿El perro o mi hermana? No lo recorda-
ba y, además, no había sido mi responsabilidad.
Pyros y yo jugábamos cada vez menos, yo no que-
ría atemorizar a mi abuela, y mucho menos quería que
Pyros se diera cuenta de que la adoraba más que a él.
Dos meses después de vivir ahí, ella trajo un perro. De
verdad. Fue tanta mi alegría como mi desesperación. Me
pasé la tarde buscando a Pyros. Lo encontré, como la vez
anterior, sobre la cama. Cuando lo toqué sentí algo
húmedo entre los dedos, él apenas gimoteó. Pyros estaba
herido, no tenía una dentellada en el cuello ni en las pa-
tas, era otro tipo de lastimadura. Me observó con ojos
tristes, nunca le había visto esa mirada, lo tomé con cui-
dado y lo puse en una caja de botas de lluvia. Parecía un
trapo viejo. Evité presenciar su último suspiro. Hice al-
gunas promesas como la de enterrarlo en un campo con
flores amarillas, cerca de alguna laguna. No cumplí con
ninguna de ellas. Lo olvidé allí, la caja fue a parar debajo
de la cama. Al poco tiempo el perro se enfermó y murió.
El veterinario acusó un mal congénito. Años después,
falleció mi abuela. Para ese entonces Pyros estaba nue-
vamente a mi lado.
Nos gusta disfrutar juntos de este parque enorme.
Me regocija que algunos puedan ver a Pyros –aunque lo
ven distinto, tal vez mute para cada uno de ellos–. Otros
dicen que ya no podemos hacer daño. Pero esto último
yo no lo recuerdo.

48
Mal Bicho

EN ESTE DEPARTAMENTO HAY UNA habitación y


saliendo de la habitación hay un pasillo y, después, un
baño, una cocina y un living. Y la puerta para salir. O
para entrar. Es de noche. Hay una chica que duerme.
Está tapada con una manta azul, en diagonal sobre la
cama de la habitación. A sus pies, duerme también un
perro. Respiran como si fueran un solo organismo. Uno
solo y de la misma especie. Ella no sueña nada. El perro
algo sí, porque bufa. Pasan dos horas y sale el sol y entra
por la ventana. El perro abre los ojos y se desenrosca de
sí mismo. Todavía sobre la cama, estira el lomo y las
patas y hasta las orejas. No sueña nada ahora, está des-
pierto, huele algo que puede parecerse al desayuno. Vie-
ne de la cocina, llega por el pasillo. En la cama no está la
chica. Solo está él con sus cuatro patas ya elongadas.
Piensa que qué raro no haberla escuchado. Tiene razón:
esto que acaba de pasar no había pasado nunca. Siempre
se despierta cuando ella se despierta. Pero hoy no. Y se
estira y baja de la cama, las patas coordinadas e instantá-
neas.
El pasillo está vacío y la luz de la cocina está
prendida. Eso lo puede ver. A ella, todavía no. Avanza.
Mira el piso y se mira las patas, una detrás de la otra.
Casi llega ya y la luz le empieza a rebotar en los ojos
redondos. Mira para adentro de la cocina y se sienta so-
bre las patas de atrás. Ella lo ve de repente. Se agacha a
su altura y le acaricia las orejas con movimientos nue-

49
Antología

vos, como si lo rascara. Le pasa la mano por el lomo y le


dice algo que él no había escuchado nunca. El perro le
chupa la nariz y le da la pata y empiezan el día aunque el
día hace varias horas que ya empezó en el resto del
mundo.
La leche en el potecito está tibia. Eso el perro lo
siente en la lengua y después en la garganta y al final
también en el estómago, que se suma a la temperatura.
Al perro no le importa que la leche no se pueda masticar
o que casi no tenga gusto. La leche es leche, piensa. Mi-
ra para arriba, para el lado de la mesa del living. Ella
está sentada, inmóvil. Se preparó un café con leche y dos
tostadas pero no se mueve. Mira la mesa y mira para
arriba y ni la taza ni el queso crema ni la mermelada son
suficiente estímulo para que ella se mueva. Comé, por
qué no comés, piensa el perro y se acerca a la chica y
con el hocico le toca un tobillo. Ella lo mira y sonríe en
un ángulo muy cerrado de los labios y le dice que qué
pasa. Por qué hoy no desayunás, piensa el perro, y se
estira en el piso, al lado de ella, la trompa entre las patas
de adelante. La chica se queda un rato sentada, quieta.
Mira de nuevo para arriba y mira la mesa y se sostiene la
cara con las manos.
Otros días son distintos. Ellos se despiertan al
mismo tiempo, desayunan cada uno lo suyo pero tam-
bién a la vez, después pasean y después hacen lo que
tienen que hacer. Ella trabaja en el departamento o afue-
ra y el perro se queda, duerme o juega con algo, con una
pelota o mejor con una media. Pasan algunas horas y se
reencuentran. Salen a caminar de nuevo y empieza la
última parte del día. Comen, otra vez al mismo tiempo.
Y después llega el momento en que se duermen y pasan
más horas y todo vuelve a empezar a la mañana siguien-

50
Mal Bicho

te, desde la almohada de ella y desde los pies de la cama


donde el perro se enrosca todas las noches. Pero eso pasa
los otros días. Hoy no está pasando eso, piensa el perro.
Y se incorpora y de nuevo le toca el tobillo a la chica
con el hocico. Ella sigue sentada y lo mira; le hace una
sonrisa diagonal y mira hacia arriba. Ahora no le dice
nada. Ella toca la taza de café con leche. El líquido tiene
una película más clara en la superficie; ya está frío. El
pote de mermelada está marcado con gotas condensadas
y el del queso lo mismo. Las tostadas se fueron hacia
adentro de sí mismas y ahora parece que son de goma y
que amortiguaron algo muy pesado que cayó desde arri-
ba. ¿Por qué hoy no te movés?, piensa el perro. Y ella
parece que algo quizás entiende porque se para y levanta
la taza y los potes. El perro se levanta con ella y van
juntos a la cocina. La ve dejar las cosas en la mesada.
La chica vuelve a la cama. El perro se queda sen-
tado un minuto en la cocina. En general ahora es cuando
van a pasear y ahí está colgada la correa y él la mira.
Adentro el viento no llega y la correa está quieta y cuel-
ga como si fuera el único objeto del mundo. Ahora solo
la correa importa para el perro, y la mira, verde y quieta
y colgante, hasta que se cansa y camina por el pasillo
muy lento. Se mira las patas y ve que van una detrás de
la otra pero a un ritmo que no le parece conocido. Llega
a la habitación y se sube a la cama. La chica está acosta-
da en diagonal, tapadas las piernas, el torso y también el
cuello. El perro se le acerca a la cara y le lame la nariz.
Ella da dos o tres golpecitos en el colchón; el perro se
acurruca donde ella marcó y se queda ahí, hecho un rulo
y con los ojos abiertos, sin pestañear. ¿Vamos a dormir
de nuevo? El perro se pregunta eso y se queda al lado de

51
Antología

la chica porque hoy las cosas no son como todos los


días.
Ella se queda dormida y el perro también. Duer-
men como si no se hubieran levantado hace una hora,
como si la noche estuviera empezando de cero y en el
medio hubiera pasado un día muy largo, doble. Ahora el
perro no sueña nada pero ella sí. Algo sueña ella, porque
gira y da vueltas y a veces hasta habla. El perro se des-
pierta con el movimiento y la escucha. Son palabras
sueltas: arriba, ahí, eso. La chica tiene los ojos cerrados
y dice también una frase que al perro le parece que suena
más a lo que los humanos se dicen entre sí; pero él no
entiende del todo. Dice: las cosas ahora arriba. La chica
grita. Está dormida pero grita y el perro se sienta en sus
patas de atrás y escucha que el grito se repite. Es una
palabra suelta y el grito sale de nuevo de la boca de la
chica. Ella gira en la cama, se destapa y levanta los bra-
zos hacia el techo, los diez dedos derechos y las piernas
estiradas como tablas sobre el colchón. Grita de nuevo
una palabra sola: eso. Lo dice como si fuera su garganta
la que pronunciara todo. Eso. Como si ni los labios ni la
lengua ni el cerebro tuvieran que moverse para lograr la
palabra. Es nada más la garganta la que grita y el sonido
suena afuera y suena grave, eso eso eso, y el perro agita
la cabeza y no sabe todavía adónde mirar.
Pasaron dos minutos. Ahora el perro llora al lado
de la chica. Ella sigue con los brazos estirados hacia el
cielorraso y las piernas endurecidas. No grita pero tiene
la boca abierta y los párpados apretados. El perro se
acerca y le huele el aliento. No sabe si es el de siempre,
el de ella. Le parece que no es el de todos los días y llo-
ra. Se acomoda al lado de la chica y llora. Ella ahora va
doblando los dedos de las manos hasta que le quedan

52
Mal Bicho

nada más los dos índices estirados. Señalan el techo co-


mo rectas que no terminan nunca. No se escucha ningún
sonido ahora. Ni las cosas que se dicen los humanos en-
tre sí ni ningún otro ruido. El perro mira los dedos de la
chica, los sigue para arriba y mira la superficie del techo.
Se incorpora con un salto y vuelve a caer en el colchón.
La trompa queda vertical y el perro mira para arriba y
primero llora y después aúlla. La chica no se despierta.
Ahora no hay más silencio en la habitación porque el
perro aúlla como cuando hay tormenta eléctrica, aúlla
ahora como si escuchara la peor tormenta de todas, la
que termina de arrasar el mundo entero. Aúlla y el hoci-
co apunta cada vez más para arriba, con cada aullido el
cuello del perro queda más y más derecho. La chica dice
algo. No grita. Dice lo mismo que antes pero susurra
ahora, ahora es la lengua la que habla, nada más que la
lengua, y la palabra casi no se escucha pero el perro la
oye muy bien. Eso, dice la chica, y los índices se le esti-
ran más y apuntan más y más al techo. Eso. El perro
ladra para arriba. Mira lo que está en el techo y ladra
como le ladraría a la tormenta más giratoria y más honda
y más interminable. Ladra y los colmillos se le llegan a
ver de ladrido en ladrido y la saliva le va haciendo una
cadena de burbujas en la boca y ladra para arriba.
Hay silencio de nuevo. La chica no dice ninguna
palabra y la boca y los ojos están como sellados. El perro
mira el techo y se queda quieto en esa posición. Mira los
brazos estirados de ella y vuelve a mirar el techo y de
nuevo los brazos. Se acerca a ella. La huele y le pone
una pata sobre el esternón. Con el hocico le revuelve el
pelo. La chica se mueve pero ya no dice la palabra de
antes. El perro respira hondo y acerca también la otra
pata. Escarba con las almohadillas rosadas contra la piel

53
Antología

de la chica. Le lame la cara y ella al final se despierta. Se


le caen los brazos y se escucha un suspiro muy largo. Se
desploman sobre el colchón, los brazos, rebotan y vuel-
ven a quedar quietos y ella vuelve a cerrar los ojos. Los
dedos que estaban enroscados se aflojan y los índices
quedan mezclados con el resto de la mano. Las rodillas
se flexionan. Respira hondo y el pecho se le mueve arri-
ba y abajo con un ritmo pausado. Ahora ella duerme y
gira de costado y el perro se tiene que incorporar con el
movimiento. La mira y la huele dos veces más. Mira el
techo con los ojos redondos y abiertos como para siem-
pre. Se sienta sobre sus patas de atrás. Algo se va cal-
mando también adentro suyo. Aúlla una vez y ahora llo-
ra y después pasan dos minutos y ya no llora. Las orejas
se le van bajando de a poco y los ojos parece que quieren
cerrarse. Se acuesta al lado de ella. Estirado de costado,
paralelo. Duermen los dos. Respiran y no sueñan nada.
Pasa una hora más, una sola. La chica se despierta.
Bosteza y se despereza; el perro se despierta con ella y
se estira. Ella le acaricia la trompa y después todo el
lomo, a lo largo, y le sonríe con toda la cara. Se levanta
y va a la cocina; el perro la sigue. La chica ve que hay
una taza llena de café con leche frío sobre la mesada y
dice algo que el perro llega a escuchar bien, dice que qué
raro, y después tira el líquido a la bacha. Pone agua nue-
va en la pava y le pregunta si él va a desayunar su leche
tibia, como todos los días. Se lo pregunta con un tono
que el perro reconoce y que le hace mover la cabeza y el
lomo y la cola como en olas continuas. El perro se sienta
sobre las patas de atrás. Ella se acerca y quedan hocico
con nariz para saludarse. El perro le da la pata y ella le
dice una serie de palabras que son las de siempre. Ahora
vamos a tomar la leche y después vamos a dar el paseo,

54
Mal Bicho

qué te parece. El perro se relame, mueve la cola y piensa


que hoy va a ser un día como todos los días, con ellos
dos juntos y solos en el departamento.

55
Mal Bicho

—¿UN QUÉ?
—UN ESPEJO.
—NO seas tarado, ¿querés?
Anko refregó el muñón contra su pera. Después
bostezó, se agachó hasta la mesa, apresó con los labios el
cigarrillo que esperaba tirado de cualquier manera frente a
él, se incorporó, lo acomodó con la lengua y volvió a aga-
char la cabeza. Con la punta del cigarrillo y el otro muñón
abrió la caja de fósforos, la volcó sobre la mesa y empujó
uno contra el borde, hasta que quedó a medio colgar en el
vacío. Entonces, cual boxeador dándose máquina antes
del combate, golpeó con fuerza un muñón contra el otro,
apresando entre ambos el fósforo. Una vez que lo tuvo
asegurado, atacó con furia espástica el costado rasposo de
la caja, que quedó dando vueltas mientras Anko, con el
cigarrillo encendido, ya estaba en otra cosa.
—Vos todavía creés en fantasmas, ¿no?
Se ve que la mecha prendió, porque a Jote se le fue
al tacho todo el entusiasmo.
—¿Qué tiene que ver?
—¿Qué tiene que ver? Qué sos un gil que se come
cualquier verso.
—Yo no me… escúchame, te estoy hablando de
otra cosa —dijo, con el ceño fruncido, agitando la mano
con los cinco dedos frente a su cara, revoleando de revés
la pavada con la que Anko quería confundirlo.
—No. Pero vos creés que sí.

57
Antología

—Yo te estoy habl… ¿cómo?


—Los fantasmas no existen. Los espejos, tampoco.
Por eso te entusiasman tanto los dos: porque no son rea-
les.
El odio en la mirada de Jote era indisimulable.
Anko se dio cuenta de que se había sarpado y reculó en el
acto.
—Escuchame, no importa si son reales o no. Lo que
quiero es que no te obsesiones con eso. Porque si llegás a
hablarle a alguien de est…
—No seas nabo. Por supuesto que no voy a hablar
con nadie de esto. ¿Con quién te parece que puedo hablar,
a ver?
Anko lo miró con preocupación.
Una totalmente fingida. En el fondo, respiró alivia-
do. Sabía que estaba jugando con fuego.
—Vamos.
—¿Qué?
—Tengo algo que mostrarte.
Era inútil intentar frenarlo, así que ni lo intentó. Se
propuso limitar sus esfuerzos a monitorear los movimien-
tos de Jote a una módica distancia de un metro o dos,
primero, de un centímetro o dos después, cuando lo hubo
alcanzado, algo así como dos minutos más tarde. En algún
sentido, ya era tarde: la pequeña multitud de mancos que
se agolpaba afuera, entre fanáticos religiosos y vendedo-
res ambulantes, entre puesteros que remataban pescado y
cocos en racimos que brotaban de los muñones y chicos
que intentaban robarles, se abrió a su paso. Ya nadie se
tiraba al piso. Habían dejado de hacerlo después de las
primeras muertes –lentas y dolorosas, como si se estuvie-
ran pudriendo por dentro a paso de tortuga– porque se
estaban pudriendo por dentro a ritmo cansino. Ahora se

58
Mal Bicho

limitaban a quedarse duros como piedras y a clavar la


mirada en el piso. El resto –poco menos de la mitad– ha-
cía como si no pasara nada. Era hipócrita, pero también
era la mejor política.
—¿Son boludos?
—¿Ellos? ¿Por?
—Me tratan como a… como a…
—―El Elegido‖
—¡Ajjj…!
—―El que nos va a salvar del Búho‖.
—Cortala, ¿querés?
—Sos el único que tiene las dos manos. ¿Por qué
creés que sea?
Jote le clavó la mirada. La primera vez que se lo
había dicho, no pudo evitar sentirse halagado. Ahora solo
era un recordatorio constante de que estaba viviendo entre
una parva de tarados.
Cuando se dio cuenta de que inconscientemente
había disminuido la marcha, volvió a acelerar. El ritmo de
la caminata era más intenso que antes.
—¿Vos también?
—Yo también, ¿qué?
—Vos también creés que yo soy…
—No seas boludo. Yo no creo nada. Solo te digo
que actúan como lo hacen por una razón. Puede ser mala,
pero no es ridícula.
—¡Ahhjjj!
Jote se sacó de encima el planteo con un nuevo
manotazo nervioso al aire. Había doblado por el camino
que subía al morro donde, hasta hacía algunos años, antes
de La Gran Separación, vivía el grueso de los habitantes
del lugar.

59
Antología

—¿Qué hacés?
—Dale, no seas puto.
—Subamos.
—No.
—Subamos, te digo.
Y se lo dijo de un modo tal que a Anko se le antojó
que no tenía mucha opción. La idea, que hasta el momen-
to había funcionado, era hacerlo cambiar de opinión.
Para eso, de momento, solo quedaba seguirle la co-
rriente.
Lo alcanzó cuando llegaron a la primera zona de
ranchos. Desde ahí se dominaba sin problemas la playa.
Pero la zona también había sido la más afectada por La
Gran Separación, que había dañado a todos los ranchos
del pueblo, pero se había ensañado particularmente con
los del morro.
Ahora, los ranchos estaban deshabitados.
Desde ahí, por las noches, salía el ulular de los
búhos que oían los que tenían la mala suerte o la impru-
dencia de para estar afuera cuando el Sol se ponía.
Pero para la noche todavía falta mucho, así que no
Anko no tiene de qué preocuparse.
Pero lo hacía igual.
—Seguime.
Anko sabía que era mejor no perderlo de vista. Y
eso hizo los primeros minutos, internándose en pasadizos
oscuros a pesar de la luz del Sol que caía en picada, aba-
rrotados de olor a mierda, humedad y sal.
Anko seguía y seguía. Pero parecía que la persecu-
ción nunca iba a tener fin.
Las apariencias engañan.
—Acá.
—Acá, ¿qué?

60
Mal Bicho

—Acá arranca el camino que descubrí el otro día.


Anko, en medio de un ataque de desesperación
–que ocultó como mejor pudo–, tuvo un momento de lu-
cidez.
—Ya sé.
—… ¿qué?
Ahora era Jote el que volvía sobre sus pasos. Ins-
peccionó a Anko con curiosidad.
Pero, más que nada, con miedo y perplejidad.
Presentía –o meramente temía– que lo que dijera lo
hiciera cambiar de planes. Y que nunca pudiera llegar a la
cima.
Y lo único que quería, en ese momento, era seguir
subiendo.
—Ya sé lo que estás haciendo.
Jote buscó afanosamente en su interior. Porque,
honestamente, no tenía idea de qué estaba haciendo.
—¿De qué hablás?
—Vos querés probar que es todo mentira, ¿no?
Jote respiró. Qué alivio.
Pero también, por detrás, había un si es no es de de-
cepción. Anko siempre había sido el más inteligente. Y a
Jote lo motivaba que fuera así. Necesitaba a alguien mejor
que él a su lado. De lo contrario, seguramente se volvería
loco.
—¿Por qué?
—Por qué… por qué, ¿qué?
—Por qué tanta vehemencia. Tanta insistencia. Tan-
to hincharles las pelotas a esos pobres tipos.
—… ¿qué?
—Porque vos sí creés, ¿no? Es eso. Vos creés que
cuando llegues a lo alto del morro vas a ver al Gran Búho.
El que provocó La Gran Separación. El que se vuelve

61
Antología

loco cuando descubre que no es humano. El que cuando


se vuelve loco, mata gente con el pensamiento. Vos creés
todo eso. Y también lo otro.
Vos creés –en el fondo, lo creés– que sos especial.
Vos creés que sos El Elegido. Vos sos el primer crédulo,
no el último escéptico.
Jote achinó los ojos. Mitad, para reacomodar las
ideas. No le gustó lo que oyó. No le gustó nada.
Porque, en el fondo, creía que Anko tenía razón.
Ahora que lo decía, lo sabía. Por eso tenía que subir
a lo alto del morro. No para probarle a nadie nada. Pero él
necesitaba saber. Necesitaba cortar la duda de raíz.
—Yo nunca escuché que nadie me llamara así. Solo
vos lo hacés.
—Porque te tienen miedo, por supuesto. Y saben
que no te gusta.
—¿Por qué me van a tener miedo? ¿No soy El Ele-
gido?
—Porque sos tan groso que podés matar al Búho.
Obviamente tenés mucho poder.
Jota agachó la cabeza. Había algo en todo lo que
decía Anko que lo perturbaba, que no terminaba de cerrar-
le. Sentía cómo si –pero no terminaba de encontrar las
palabras exactas– lo estuviera engañando.
Ridículo. ¿Para qué lo iba a hacer?
Basta. Nada de eso estaba bajo su control. Cuando
hablaban, Anko estaba en control.
Así que tenían que dejar de hablar.
—Voy a subir. ¿Venís?
Anko agachó la cabeza. No, no quería. Pero toda-
vía tenía presente lo que había pasado la última vez que le
dijo que no.

62
Mal Bicho

—Es al pedo. Vas a ver. Dale. Dale, guapito: subí.


Yo te hago la segunda.
Anko pasó por delante de Jote y siguió, sin mirar
atrás, hasta que la oscuridad a plena luz del día generada
por lo tupido de la vegetación que caía sobre su cabeza lo
hizo reaccionar. ¿Qué estaba haciendo?
Se dio vuelta.
Jote se lo llevó puesto.
Nada grave. Apenas un choque de hombros, pro-
ducto del infructuoso intento de Jote por esquivarlo, o por
no hacerlo. Anko dio un respingo, resbaló con unas hojas
humedecidas por el rocío del tamaño de su cabeza, y cayó
de culo contra el piso.
Hubo un segundo de silencio, que en la cabeza de
Anko se prolongó incluso tras las risotadas de Jote. Estoy
bien, se dijo. Estoy bien, volvió a decirse, tocando con la
respiración el mundo para asegurarse de que fuera real.
¿Y ahora?
Ahora le esperaban veinte, veinticinco minutos de
caminata ininterrumpida, siempre en ascenso, en la que
procuró por todos los medios ablandar, persuadir, distraer
y hacer cambiar de opinión a Jote. Pero todo era en vano.
Jote caminaba cada vez más rápido, y Anko ya no sabía
dónde estaba. No quería seguir subiendo, pero ahora tam-
bién temía quedarse solo. Solo, en un bosque en el que
nunca había estado, al que solo había visto desde la playa
por años y años. Un bosque alimentado por mitos y le-
yendas y fantasías. Pero también por realidades medibles
en muñones, en rengos, en cadáveres en la costa.
Si me quedo solo, fui.
Así que siguió subiendo.
Y siguió subiendo.

63
Antología

El Sol caía cada vez más rápido. Hacía mucho


tiempo que había dejado de estar en lo más alto, y yo no
lograba verlo a través de la espesura. Ya había partes de
ese entramado de hojas y ramas y bichos y barro y troncos
deformes y amenazantes que no podía ver de ninguna
manera. Y siguió subiendo.
Entonces un flash se disparó en su cerebro.
Fuí.
Si no lo encuentro antes de que anochezca, me va a
encontrar.
Y fuí.
Y si lo encuentro antes de que anochezca, ya no va
a haber tiempo para convencerlo de que bajemos y bajar
antes de que el Sol se ponga.
Y fuí.
En cualquier escenario, estoy muerto.
Soy un muerto que habla. Soy un muerto que pien-
sa, dijo.
Y siguió subiendo. Cada vez más rápido.
Tropezó, resbaló, se dio de cara contra el piso. Su
pulso latía al triple de velocidad que lo habitual. Su cara
estaba cubierta de barro y bichos aplastados. Apoyó un
muñón contra la tierra y con el otro se sacó de encima la
hoja que le tapaba media cara. Arriba. Arriba. Rápido.
Más rápido.
Con ese mantra procuraba ahuyentar el ejército de
terrores que atacaba sus pensamientos, sus emociones,
que no lo dejaba respirar. Arriba. Arriba. Más rápido. Más
rápido. Arriba. Arriba…
Entonces se hizo la luz.
Anko dio un paso adelante. Estaba en un claro de la
selva. Probablemente, el único claro de toda la selva que
rodeaba al pueblo por los costados y por arriba. Se dio

64
Mal Bicho

vuelta. Ahí abajo, realmente abajo, realmente lejos, estaba


el pueblo. Ínfimo. Ridículo.
Aislado.
Solo.
En una punta, selva tupida. Más allá, una playa de-
sierta. Y más selva.
Y más selva.
Y más selva.
Del otro lado, ni siquiera playa.
Solo selva.
Selva por todos lados. A punto de comerlo.
Volvió a darse vuelta. Tenía que enfrentarlo, no
había otra. El chaperío en el medio del claro, en la punta
del morro, no era más grande que un cuarto, que una habi-
tación construida a las apuradas. En el techo, sin embargo,
había una cosa que a Anko, en medio de una oscuridad
incipiente, le costó descifrar. Dio un paso adelante, y dio
otro más antes de darse cuenta.
Una pila de huesos.
Y en la punta, una calavera.
Dio otro paso. De los costados todavía pendían col-
gajos de piel putrefacta. En uno de ellos, le pareció reco-
nocer (pero le pareció, nomás. Con esta oscuridad
–con este temblor en todo el cuerpo– no había forma de
estar seguro) un tatuaje vagamente familiar.
El viento lo golpeó de lleno en la espalda y atronó
contra la puerta de la casilla, que con la presión descubrió
que no era un fuelle y crujió casi hasta romperse. La reac-
ción generada terminó de abrirla. Como invitándolo.
Anko quería salir corriendo. Pero dio un paso y dos
adelante. Si metía la cabeza, iba a estar adentro.
Metió la cabeza.

65
Antología

Abrió la boca. Quería gritar, aullar, ulular y desva-


necerse en el huracán. Pero no hizo nada. No podía hacer
nada. Estaba ahí, parado, petrificado, mirando para aden-
tro. Viendo cómo Jote se paseaba en cámara lenta de un
lado a otro, dándole la espalda, en el reducido rango de un
metro, en el fondo de la casilla. En el medio, delante de
Anko, detrás de Jote, una fogata de compuesta de pocas
ramas humedecidas empezaba a teñir todo de un humo
gris, a través del cual Anko pudo ver, delante de Jote,
pegado al fondo de la casilla, proyectándola al vacío,
cómo una figura del ancho y el largo de Jote, con sus
mismas ropas, copiaba, frente a él, sus movimientos. Si
Jote se movía a la izquierda, la figura lo hacía a su dere-
cha. Si iba a la izquierda, la figura la seguía a su derecha.
Jote probó retroceder. La figura retrocedió. Avanzó hacia
la figura, y la figura lo enfrentó.
No tenía cabeza.
¿Por qué no tiene cabeza?
Jote decidió sacarse la duda. Se agachó.
Anko vio las alas desplegarse. Vio, también, la de-
sesperación inyectar los ojos redondos de la figura. Vio
cómo el dolor se transfiguraba rápidamente en un odio
sólido y uniforme, dispuesto a barrer con todo a su alre-
dedor. Anko retrocedió. Sus pies decidieron por él, y em-
pezó a correr por dónde había venido, de vuelta a la selva.
Pero ya era tarde.

66
Mal Bicho

Querida tía:
Espero que al recibir la presente te encuentres
bien de salud.
¿Recibiste mis cartas anteriores? Todavía no me
llegó ninguna respuesta tuya. Igual, quedate tranquila: ya sé
cómo es el correo, anda como le da la gana; más en esta
época.
Estuve pensando mucho en vos estos días, re-
cordando los veranos que pasábamos en tu casa, allá en
Pilar. Para nosotras era el campo; no podíamos creer que
tuvieras tantos animales. Gallinas, pollitos, perros y gatos,
hasta un conejo. Anoche soñé con Colita y cómo jugábamos
con él Claudia y yo. Ya sabés que mamá nunca quiso que tu-
viéramos perros en el departamento, ninguna mascota, y allá
nos desquitábamos. No sé por qué dejamos de ir. Creo que
mamá pensó que ya estábamos grandes para eso, y nosotras
le creímos. Esas cosas que pasan y que en el momento no te
das cuenta, pero que después lamentás haber dejado de
hacer. Claro, cuando una es chica no sabe apreciar las cosas.
Podrán decirme lo que quieran, pero estoy se-
gura de que esa peste que se llevó a los perros, los gatos y
los gorriones fue cosa del Diablo. Por llevárselos en medio
de tanto sufrimiento, pobres bichos –la pus, las hemorragias...

67
Antología

¿qué necesidad? –, pero aparte por todo lo que vino con eso.
Todavía me acuerdo de los camiones de la municipalidad, de
las piras en las esquinas y el humo. Quién se iba a imaginar
que tardaban tanto en quemarse. ¡Y el olor! Ese olor que se
metía por todos lados, que no se iba más. Me la pasaba
lavando las cortinas.
Qué cosa loca que es el ser humano, ¿no? Di-
cen que es un animal de costumbres. Parece que la gente no
podía soportar la ausencia de mascotas. “Vacío emocional”,
decían los informes en el noticiero, ¿te acordás?
Y claro, cuando aparecieron los blank fue lo
que fue. Al principio todos los tenían en el celular y no
hablaban de otra cosa. Más los chicos, pero gente grande
también. Bah, qué te voy a contar, si pasó en todas partes;
seguro que en Pilar también.
Mili, mi hija, se había bajado la aplicación y an-
daba con eso todo el día; hasta le había puesto nombre. Y
sí, apenas salieron los externos, quiso tener uno. La culpa es
nuestra, por haberle dado siempre los gustos. Obvio que al
principio le dijimos que no. ¡Costaban un ojo de la cara! Pero
ella nos martillaba la cabeza día y noche. Nos decía que
todas sus amigas los tenían, que venían con más capacidad,
que aprendían lo que les enseñaran, como cualquier otra mas-
cota. “Como cualquier otra mascota”, ¿entendés? Una locura.
Hasta llegó a decirnos que su blank necesitaba el externo
para terminar de desarrollarse, que si no se iba a morir.
A mí no me movía ni un pelo con sus lloriqueos
pero al final lo convenció al padre, que nunca supo decirle

68
Mal Bicho

que no. Él empezó con que se lo podíamos regalar para na-


vidad, que se lo merecía porque había terminado bien la pri-
maria. Yo estaba cansada de discutir, y de terminar que-
dando siempre como la mala, así que pensé “esta vez, no”.
Esa misma tarde lo compramos con la tarjeta.
Un gatonejo. ¿Me querés decir qué es un gato-
nejo? Yo te voy a decir qué es: una porquería. Algo que entra
a tu casa para joderte la vida.
Al principio, Germán me decía que exageraba,
pero con el tiempo hasta él tuvo que admitir que pasaba algo.
No es normal que una chica de doce años esté todo el día
hablándole a una cosa, que se la lleve a todos lados, que se
pase las vacaciones metida en su habitación. ¿Para eso nos
fuimos hasta Las Toninas? ¿Para eso alquilamos un dúplex a
cuatro cuadras de la playa? ¿Para que la señorita no quisie-
ra salir ni a la puerta?
Además el externo ese me daba mala espina.
La forma en que me miraba, en que me seguía con esos ojitos
de vidrio... Los ruiditos que hacía –unos maullidos raros,
roncos, metálicos– que me helaban la sangre...
Un día me harté. Le dije a Mili que lo dejara
de una vez y viniera a ayudarme con las cosas de la casa o
se lo tiraba por el balcón. Me respondió “que estaba con algo
importante, que no la molestara” y ahí no aguanté más. Me le
fui encima y lo manoteé para quitárselo, forcejeamos y ella
me mordió la mano. Te juro que vi todo rojo. El cachetazo fue
un reflejo y no medí la fuerza, pero tampoco el golpe fue
para tanto. Lo que pasa es que justo se dio contra el mueble

69
Antología

y se lastimó la nariz. Cuando vi que le salía sangre me quise


morir. Le pedí disculpas mil veces, la llevé corriendo a la
clínica para que la curaran, pero el daño estaba hecho. Yo sé
que nunca me lo perdonó.
Disculpame, tía; anoche me tuve que ir a acos-
tar; me dolía mucho la cabeza. Pero retomo tu carta ahora
a la mañana, mientras me preparo unos mates. Les pongo
cáscara de naranja, como vos me enseñaste, ¿te acordás?
Qué hermosas esas mañanas de verano, allá en tu casa.
“Arriba, arriba”, nos decías, “cómo pueden estar en la cama
todavía, con un día tan lindo”; y nos decías lo mismo si había
sol, estaba nublado o llovía, porque “el buen clima lo hace
uno”. Cuánta razón tenías.
Releo lo que te contaba sobre Mili y es tal cual.
Si vos vieras cómo se la pasaba esa chica sacándose las
vendas, toqueteándose la herida, y eso que le dijeron que si
no se dejaba sanar bien le iba a quedar cicatriz. Pero parece
que lo hacía a propósito. Venía y me mostraba como le supu-
raba y sangraba después de sacarse los cascarones. Parece
que disfrutaba de mi cara de horror, de asco y de culpa.
No sabés con que satisfacción me miraba mientras trataba
de curarla.
Ahora sí se pasaba el día entero sin salir de
su habitación, y yo dejé de insistirle para que lo hiciera;
Germán le llevaba la comida ahí. Tantas veces a la noche, en
el silencio de la madrugada, cuando yo no podía dormir, la
escuché murmurando o riéndose... Creí que se comunicaba con
alguna amiga y me alegré de que estuviera en contacto con

70
Mal Bicho

alguien. Me repetí que todo mejoraría cuando terminaran las


vacaciones y tuviera que empezar el colegio, que eso la iba a
ayudar a volver a la normalidad. Pero todo fue cada vez
peor. German casi no me hablaba. Y yo volví a la Iglesia.
Se seguían reuniendo en el mismo local, cerca
de casa, y me recibieron como si nunca hubiera dejado de ir.
Leíamos los Evangelios. Los domingos, Marta preparaba
limonada y yo llevaba torta. Por ahí me quedaba horas
hablando con el Pastor Gustavo. Él me lo hizo entender. A
veces pasa así: el mal toma muchas formas. El mal se mete
en tu casa sin que te des cuenta.
Yo la escuchaba cuchicheando; se callaba si
veía que yo andaba cerca, pero yo la escuchaba. Hacía cosas;
me escondía el costurero, me cambiaba lo que tenían adentro
los frascos de la cocina... Un día me hizo desaparecer to-
das las tijeras, no pude encontrar una tijera en toda la ca-
sa. Cuando le pregunté dónde estaban, se rio y me dijo que
el gatonejo las necesitaba para un experimento. Parecían tra-
vesuras, ya sé, cosas de chicos; pero ese fin de semana me
intoxiqué con la comida y estoy segura que fue algo que me
puso ella en un descuido mío.
Quise llevarla a la Iglesia, para que la ayuda-
ran, pero lloró, gritó y pataleó, y Germán la defendió, me
dijo que yo estaba loca, que no podía obligarla a algo así.
Juraría que ella me sonrió cuando la levantó en brazos para
llevarla a su habitación.
No me olvido más de cómo me habló él des-
pués. Vino al rato y se sentó en la cama al lado mío, sin

71
Antología

mirarme; me dijo que Mili estaba muy alterada, que me tenía


miedo, que le pidió que no la dejara sola, que por esa noche
él iba a tener que dormir en el cuarto de ella, en la camita
plegable, para que se calmara.
Creo que dijo algo más, que las cosas no po-
dían seguir así, que quizás iba a convenir que se la llevara
unos días a la casa de la abuela, o que me fuera yo a la
casa de mi hermana; pero yo ya no le prestaba atención.
Cuando lo vi salir del dormitorio supe que era para siempre,
que no había vuelta atrás.
¿Sabés lo que dicen los Evangelios? “Por sus
frutos los conoceréis”. Porque tarde o temprano la verdad
de lo que son las personas se muestra en sus actos.
A la mañana siguiente, él me esquivaba la mi-
rada; se fue al trabajo sin desayunar. Y ella bajó más tar-
de, con modales de reina. Puso algo sobre la mesa de la
cocina, un montón de pedazos de papel, y se me quedó mi-
rando, con esa cosa en brazos. Al principio no me daba
cuenta de qué era lo que había dejado, y después no lo pude
creer. Me había cortado todas las fotos del álbum del
casamiento, una por una. La miré, y se rio. ¿Te das cuenta?
Tuve que hacerlo. Ella ya no era mi hija.
Bueno, no quiero seguir aburriéndote con tanta
palabrería.
Quería que supieras que me acuerdo mucho de
vos y de esos veranos que pasábamos en tu casa. Ojalá pu-
diera volver el tiempo atrás, a esa época, y quedarme para
siempre ahí. De todas maneras, este lugar en el que estoy

72
Mal Bicho

ahora tampoco es tan malo. Me ayudó a redescubrirme en la


paz del Señor, que todo lo sabe y todo lo ve. Creo que ya
estoy mucho mejor, y pronto voy a poder salir. Así que un día
de estos, cuando menos te lo esperes, me aparezco por tu
casa.

Con el cariño de siempre

Isabel

73
Mal Bicho

JULIA LLEVABA VARIAS DECEPCIONES EN su haber.


La última casi le consume las ganas de vivir. Andrés la
había herido letalmente confesándole su doble vida y eli-
giendo quedarse con la que era su ―legítima‖ mujer. Julia
vio desechos sus proyectos de pareja y en un abrir y cerrar
de ojos, el mundo se le dio vuelta en el estómago. Su fa-
milia y conocidos estaban muy preocupados por ella.
Abandonó terapia, renunció a su trabajo, casi no salía de
su departamento. Fue entonces cuando su mejor amiga le
sugirió viajar.
—Dale, no seas boluda, Juli. Te va hacer bien. Yo
sé lo que te digo. Un viaje así te abre la cabeza mal
—dijo Marta en un tono casi imperativo.
—Olvidate de ese hijo de puta que no tuvo huevos
para jugarse por vos. Hacé algo por tu vida, Julia. ¿Hasta
cuándo la entrega desmedida? ¿Hasta cuándo bancarte
todo por un te quiero? Julia, vos necesitás un tipo protec-
tor, alguien que te cuide, que sea tu guardián. Alguien en
quién poder descansar.
Mientras no perdía de vista un punto perdido en la
pared de la cocina, Julia murmuró:
—Lo voy a pensar.
Dos meses después, armaba la valija con destino a
India. La idea era iniciar un camino de conocimiento espi-
ritual que la ayudara a lidiar con el caos mundano. Vendió
su auto, echó mano a sus ahorros, puso en alquiler su de-
partamento y se aventuró a descubrir como brillaba la

75
Antología

luna desde otro cielo, a sorprenderse con otras costum-


bres, a redescubrirse.
Marta la llevó al aeropuerto, deseándole lo mejor.
Le regaló un Japa Mala1 para que lo rezara mientras via-
jaba y para que no desentonara tanto cuando estuviera
recién llegada. Las amigas se abrazaron y Julia embarcó
sin decir palabra. Tampoco hacía falta. Marta decodifica-
ba a la perfección los silencios de su amiga.
Después de más de veinticinco horas de vuelo, Julia
pisaba Nueva Delhi.
La ciudad no estaba tan mal pero no se parecía en
nada a los posters de las agencias de turismo. Había arbo-
ledas, muchas avenidas y monumentos históricos. Como
hablaba fluidamente inglés, no tuvo problemas para indi-
carle al taxi el hostel que había elegido para hospedarse.
Los primeros días investigó tímidamente los alrede-
dores. Había cafeterías improvisadas en las calles, muchí-
sima gente caminando de un lado a otro. Pudo comprobar
por qué era conocida como la quinta ciudad más poblada
del mundo. Empezó a confirmar que todo lo que se decía
sobre India era cierto. Pobreza en todas partes, suciedad
extrema, caos de tránsito pero a la vez todo era extraña-
mente atrayente.
Julia decidió dejar de sufrir por las postales tristes y
en cambio pensó en disfrutar lo que la ciudad ofrecía.
Aún contra todo pronóstico era un lugar maravilloso que
invitaba a salirse de las preconcepciones del mundo.
Lo que sí representaba un real problema era la co-
mida. Se dejó tentar por un exótico manjar culinario ser-
vido en una hoja de vaya saber que árbol y decorado con
un gusano.
1
Rosario hindú.

76
Mal Bicho

Cuatro días con fiebre, vómitos y regulares visitas


al baño le ensañaron a Julia su primera lección: nunca,
bajo ningún concepto, volver a probar comida callejera.
La segunda fue comprobar que el agua potable de
potable solo tenía el nombre.
Salvados estos detalles, comenzó a pederse en las
calles de Delhi.
Fue una tarde mientras visitaba el Fuerte Rojo
cuando se cruzó con un joven del cual no pudo despegar
su mirada. Ojos atigrados, piel mate, esbelto y musculoso.
Se acercó lo más que pudo simulando estar muy interesa-
da en la arquitectura del lugar. Mientras extendía una
manta con amuletos (o algo así) el joven miró a Julia son-
riendo. Julia sintió una vibración en el pecho. Esa vibra-
ción se traducía en una frase ―ven a mí, bella mujer, yo te
convoco, seré tu protección hasta la muerte, ven y descan-
sa en mis brazos‖
Julia quedó hechizada. Se acordó de las palabras de
su amiga esa tarde en la que le recomendó viajar.
Con la excusa perfecta, se acercó al joven. Preguntó
en excelente inglés cuanto costaba un amuleto.
—Es el Om Ha Um, un mantra hecho medalla que
equilibra nuestro espíritu. ¿Te gusta?
Julia no lo podía creer. Le había respondido en per-
fecto español.
—Jajaja, te sorprendí ¿verdad? No te guíes nunca
por las apariencias. Hay cosas secretas que los ojos no
rebelan. Ya ves, creíste que no sabía hablar español por-
que soy indio. Perdón mi descortesía, me llamo Rahás.
—Mi nombre es Julia, encantada. ¿Qué significa tu
nombre?
—Secreto.
—Uy, perdón por preguntar.

77
Antología

—¡Jajaja, no! No son necesarias las disculpas. Mi


nombre significa ―secreto‖ en sanscrito.
Julia pudo al fin relajarse y rieron los dos por el mal
entendido. Pasaron apenas unos días y ya estaban unidos
por el destino, si es que existe tal cosa.
El viaje ya tenía sentido para Julia. Se llamaba
Rahás.
Rahás la invitó a su casa, en las afueras de Delhi. La
introdujo en los conocimientos espirituales, hicieron via-
jes, se bañaron en el Ganjes e iniciaron una historia de
amor inusual.
Tres años después de aquel encuentro en Fuerte Ro-
jo, Julia y Rahás vivían en un departamento de Palermo,
muy cerca del zoológico. La dicha parecía haberse insta-
lado en la vida de Julia. Rahás era todo lo que ella había
esperado de un hombre: fiel compañero, protector, el
guardián de sus sueños y el conjuro contra sus pesadillas.

Un día cualquiera de agosto, mientras desayunaban,


Rahás la observaba fijamente. Estuvo así, cavilando unos
minutos, hasta que por fin preguntó:
—¿Matarías a alguien?
Julia lo miró absorta y sintió que un puñado de alfi-
leres se le clavaba en la espalda. La idea era atrayente y
horripilante a la vez. Sin embargo, disimuló su interés.
—¿Estás loco? ¿Qué clase de pregunta es esa?
—Una pregunta, Julia, solo eso. Si no la entendiste,
te la repito: ¿Matarías a alguien?
—Sí —dijo Julia, asombrándose de sí misma, de no
haber titubeado, de su pronta respuesta.
Rahás esperaba que Julia diera más detalles sobre su
afirmación, así que volvió a insistir.
—¿Cómo lo harías? ¿Qué método utilizarías?

78
Mal Bicho

Julia seguía debatiéndose entre su pensamiento


amoral y la fascinación por su morbo.
—No sé. Supongo que lo haría de la manera menos
violenta, sin que la víctima sufra. Un cóctel de barbitúri-
cos y alcohol, por ejemplo.
—Eso no aplica para un asesinato, deberías conven-
cer a la víctima. No creo que nadie acceda voluntariamen-
te a semejante invitación —replicó Rahás, encendiendo
un cigarrillo—. Además necesitarías un móvil… ¿o ma-
tarías por matar?
Cada pregunta de Rahás, incitaba más a Julia. Se
sentía perversa, malvada, liberada de todo prejuicio, go-
zaba extrañamente de ese permiso de maldad.
—Mataría por matar —explicó Julia—. Solo habría
una regla: sería un desconocido, alguien anónimo, alguien
elegido al azar. Rahás sonrió y apagó el cigarrillo.
Es asombroso. Un día cualquiera, te das cuenta que
todo encaja como en un perfecto rompecabezas.
A Rahás también le atraía la idea de matar, pero en
su caso, solo pensarlo le daba placer. También se sentía
perverso. Estaba en su sangre. Su naturaleza se lo pedía
con desesperación.
—Solo en una cosa no coincidimos —dijo Rahás—.
También mataría pero por placer. La víctima tendría plena
conciencia de su final. No le ahorraría dolor, ni padeci-
miento y sería alguien a quién quiero, como te quiero a
vos.
A Julia se le congeló la sangre. Un sudor apenas
perceptible mojó su frente y corrió por sus sienes. Tragó
saliva e intentó mantener la inútil calma del que se sabe
condenado.
—Ahora ya sabés por qué no otra. El día que nos
conocimos te lo hice saber a mi modo ―con vos hasta la

79
Antología

muerte‖. Recordá lo mucho que te quiero, como te cuidé


estos años y como voy a destruirlo todo en cuestión de
minutos. Los ojos de Rahás eran felinos y esta vez la mi-
rada destilaba un apetito desenfrenado. De repente, una
luz anaranjada lo envolvió y su cabeza trasmutó en la de
un tigre. El resto del cuerpo conservaba forma humana,
con un agregado: estaba cubierto por un fino pelaje mo-
teado. Las ropas desaparecieron y un rugido estremecedor
lanzó una revelación:

—Rahás, el secreto, esconde mi verdadera identi-


dad. Soy Rakshasa, dios felino, guerrero cruel e impiado-
so, destructor del amor y la candidez, aquí para cumplir
mi cometido.
Las manos se le transformaron en garras y de las ga-
rras brotaban uñas negras, listas para un zarpazo.

Julia intentó correr pero fue en vano. El tigre hindú


la alcanzó cruzando el living, cerca del dormitorio donde
hacía un par de horas le había hecho el amor. Sin ningún
preámbulo y con total alevosía, hundió sus garras en el
abdomen de Julia. La escena lo excitó al extremo y eya-
culó sobre la herida.
Ella dio un último suspiro, mientras un charco de
sangre oscura manchaba la alfombra.

Rahás rugió una vez más, en estado de éxtasis. De-


voró con avidez las vísceras de Julia y una vez saciado, se
incorporó retomando lentamente su forma humana.
Luego encendió un cigarrillo y decidió apurarse.
Había mucho para limpiar.

80
Mal Bicho

Recién entonces las lágrimas


que había intentado llorar
contra la ventana
cayeron de sus ojos.
HOTARU - Sancia Kawamichi

SIENTO QUE ALGO CAMINA POR mi cara. Suelto


unos manotazos y con las piernas aparto la sábana. A tien-
tas enciendo la luz del velador. Luis no está y una hormi-
ga gira como aturdida encima de la almohada. Me paro
sobre el colchón. Levanto la almohada y la sacudo, lo
mismo hago con la sábana, la sacudo varias veces y la
extiendo. No puedo dejar de temblar. Me tapo la boca con
la mano al ver más hormigas en el piso, una caravana de
hormigas que vienen y van y se pierden debajo de la ca-
ma. Me muevo para comprobar que siguen al otro lado, en
la penumbra, hacia el zócalo, y sin romper fila trepan la
pared, unos treinta o cuarenta grados para perderse detrás
del ropero. Hay un leve olor a podrido en el aire. La tem-
peratura parece haber bajado. Ahora oigo la lluvia que
golpea contra la ventana. No sé dónde puede estar Luis.
Nunca está cuando lo necesito.
Salto fuera de la cama, lo más lejos posible de las
hormigas que pasan por debajo de la cómoda, doblan y
franquean mi pantufla derecha, bordean la otra, la iz-
quierda, y siguen, cargan huevos alargados parecidos a

81
Antología

granos de arroz, y otros más chicos, apelotonados en vein-


tena o treintena. Abro la puerta y la luz invade los prime-
ros centímetros del pasillo. Las hormigas aparecen y de-
saparecen en la oscuridad. Me hago a un lado y avanzo
pegada a la pared. Sigo hasta la puerta entornada de la
habitación de Pamela. Oigo su respiración, la puedo dis-
tinguir en su cama. Cierro la puerta despacio. Continúo
por el pasillo. Enciendo la luz del baño y suelto la respira-
ción. Luego sigo, no me queda otra que seguir. Con la
mano extendida sobre la pared, camino lo que queda de
pasillo hasta la llave de luz del living. La enciendo. La
fila de hormigas se ensancha en este tramo, pasa por de-
bajo del modular, por delante de la biblioteca, por encima
de unas Cosmopolitan viejas, en dirección a la cocina.
Doy un rodeo por detrás del sillón y voy hasta la puerta
vaivén. La empujo y la mantengo entornada con el pie. La
luz del bajo alacena está encendida. La taza térmica de
Luis reposa junto a la pileta, la canilla está abierta y el
agua corre. Ahora siento olor a tierra mojada. Las hormi-
gas siguen en diagonal por delante de la mesa, entran y
salen por detrás de la heladera. Me acerco a la pileta, cie-
rro la canilla e inclino la cabeza, inspiro y exhalo varias
veces antes de levantar la vista hacia la ventana, hacia la
oscuridad del patio y de la huerta. Todo parece estar quie-
to y húmedo ahí afuera. El olor a podrido vuelve en olea-
das. Me tapo la nariz. Un fogonazo de claridad entra por
la ventana, oigo el trueno. Levanto la taza, la muevo, está
vacía. La dejo y tomo el tubo del teléfono de la pared.
Marco el número de Luis, y enrollo el cable en mi dedo
índice, lo estrangulo al momento que vuelvo a mirar por
la ventana. Una luz como de linterna se mueve en la huer-
ta, apunta hacia abajo, luego en horizontal, hacia la me-
dianera. Una voz me informa que el teléfono al que estoy

82
Mal Bicho

llamando está apagado o fuera del área de cobertura. Suel-


to el cable, se desenrosca rápido y recupera su forma espi-
ralada. Mi dedo late. Cuelgo, y enciendo la luz del patio.
Por unos segundos observo la puerta sin la traba, hasta
que salgo y siento el piso de cemento mojado, tendría que
calzarme, pero no pienso volver a esa habitación. Cruzo el
patio hacia la huerta. Me asomo a la neblina que flota
sobre la llovizna. Puedo distinguir a Luis, está a unos seis
metros, con una rodilla en el barro, mueve los brazos so-
bre el árbol que parece haber sido volteado por la tormen-
ta. También distingo la corona de luz de la linterna, para-
da en vertical en el suelo, como si alumbrara hacia el cen-
tro de la tierra.
—No te mojes —dice Luis sin darse vuelta—, andá
adentro.
Por primera vez en estos dos años y medio noto un
tono triste en su voz. Sé bien lo que ese árbol representa
para Pamela, pero no me imaginaba que aún representaba
algo para Luis. Lo plantó la muerta, su muerta, lo plantó
en ese lugar que alguna vez tiene que haber sido su Edén.
—¿Se cayó encima de mis tomates? —digo, y me
siento una insensible. Cómo puedo pensar en los tomates
en este instante. Aunque de alguna forma esa es la verdad,
me importa un carajo ese árbol. Solo quiero que Luis deje
de dar lástima ahí, arrodillado, y que venga a sacar a las
hormigas. Avanzo por la franja de pasto, luego por el ba-
rro hasta que su voz me detiene al borde de la estructura
de caña de los tomates.
—Entrá —vuelve a decir, y mueve la cabeza leve-
mente hacia mi lado, aunque no me mira—, por favor,
entrá.
—Es inútil —digo—, dejalo.

83
Antología

Se pone de pie, y sin levantar la vista, continúa mo-


viendo los brazos sobre el árbol. Patina sobre su pie de
apoyo, trata de sostener el tronco con la rodilla.
—¡Tenemos una invasión de hormigas en la casa!
—grito. Aprieto los dientes. Camino de vuelta hacia el
patio. Entro a la cocina y cierro la puerta. Estoy empapada
y siento frío. Me gustaría llorar, claro que me gustaría
llorar, pero no puedo, por su culpa no puedo, no me sale
ni una lágrima. Me enferma lo utópico que es, si hasta una
vez lo oí decirle a Pamela que el amor queda en alguna
parte, de la misma forma que las ondas de radio y las se-
ñales de televisión que lanzamos al espacio. No me me-
rezco esto. No puedo ponerme a la altura de Pamela, ape-
nas tenía seis años cuando la muerta murió y, desde en-
tonces, la nena no deja pasar un solo aniversario sin llenar
ese árbol con guirnaldas y cruzar un cable para enchufar
el grabador y dejar que suene Ismael Serrano hasta el
hartazgo.
—Ojalá alguien haga lo mismo por mí —digo en
voz alta, mientras las hormigas siguen, entran y salen por
detrás de la heladera. De pronto recuerdo un sueño del
verano pasado: la muerta sentada en el living, en el sillón,
en ese sillón al que no he vuelto a sentarme, tenía las ma-
nos de uñas quebradas sobre sus rodillas, y hormigas
iguales a éstas moviéndose en remolino a través de sus
pies descalzos y sucios, apenas iluminados, y no dejaba
de repetir: estéril, estéril. Yo permanecía con la cabeza
dentro de una secadora de pelo, frente a una familia de
maniquíes sonrientes, vestidos con nuestras ropas: la de
Luis, la de Pamela y la mía, prolijamente sentados alrede-
dor de una mesa ratona como en una prueba nuclear. La
muerta se ponía de pie y avanzaba. Desgarraba mi carne y
arrancaba mi corazón. Latía loco y ensangrentado en su

84
Mal Bicho

mano, igual que un recién nacido. Lo acercaba a mis la-


bios, una y otra vez, hasta que mordí.
Me acerco a la heladera. Levanto mi pie sobre la ca-
ravana de hormigas. Caen gotas de agua y algo de barro.
Las hormigas se detienen ante los pequeños estallidos
líquidos, dan marcha atrás, siguen por el costado. Cuando
baje el pie va a haber una matanza, aunque Luis es el que
tendría que estar aquí. Presiono los dedos hasta cerrar los
puños. Me muerdo los labios.
—Los colibríes pueden atravesar la tormenta —oigo
la voz de Pamela. La veo frotándose los ojos al otro lado
de la mesa.
—¿Qué hacés despierta? —digo, y retiro el pie de
sobre las hormigas—.Volvé a tu cama.
—Quiero agua —dice y camina en dirección a la pi-
leta.
—Yo te doy —digo, me apuro a franquearle el pa-
so. Tomo la taza, y abro la canilla. No pienso decirle nada
del árbol, aunque me encantaría, decirle que lo que pasó
ahí afuera tal vez sea lo mejor, que al fin van a poder de-
jar ir a la muerta, porque ya es tiempo de dejarla ir. Cierro
la canilla. Le alcanzo la taza.
Pamela asiente con la cabeza.
—Agua infinita y sencilla —digo, al momento que
entrelazo los dedos detrás de mi espalda. Me gustaría
arrodillarme y darle un abrazo, y llorar. En esta noche
necesito tanto llorar y un abrazo, tanto como cantar a los
gritos, no canciones de Ismael Serrano, canciones de So-
da, eso, cantar canciones de Soda hasta que amanezca.
—Los colibríes consiguen volar a través de la tor-
menta —insiste Pamela.
—Qué interesante.

85
Antología

Vuelve a asentir, y a beber sin detenerse. Luego da


vuelta la taza para mostrarme que no quedó nada. La deja
sobre la mesa.
—Las mariposas no —agrega—, la tormenta es una
pérdida de tiempo para las mariposas.
—Pobres mariposas. ¿Y las hormigas? —no puedo
evitar mover los ojos hacia la caravana—, ¿qué hay con
las hormigas?
—Nadie debería saber nada sobre las hormigas. Los
insectos son mayoría, algún día heredarán la tierra.
Miro sus pies descalzos, son tan hermosos y delica-
dos que nada tardarían las hormigas si quisieran devorar-
los. Es probable que las haya visto en el pasillo, o en el
living, o aquí, es demasiado atenta para no verlas.
—¿Sentís ese olor? —digo.
Niega con la cabeza.
Miro hacia la ventana. Me encantaría decirle que es
una hija excelente, que yo estaría orgullosa si fuera la
muerta. Vuelvo la vista y pestañeo tres o cuatro veces.
—A dormir —digo. La tomo de los hombros. La
acompaño hasta su habitación para asegurarme de que se
meta en la cama y apoye la cabeza en la almohada. Me
gustaría ahogar este dolor con esa almohada, sostenerla
con firmeza hasta que los dedos dejen de arañar mis bra-
zos. Cierro la puerta y espero con la mano en el picaporte.
Por enésima vez observo a las hormigas, nada parece per-
turbar su marcha. Entro en el baño y corro la cortina de la
bañera. Me siento en el borde. Abro la canilla y cierro los
ojos, al menos disfruto del agua tibia que cae sobre mis
pies. No estoy dispuesta a pelear el puesto con la muerta
¿Por qué no se va de una vez? ¿Qué la retiene? Mis abue-
los tenían la costumbre de sacar fotos en los velorios, con
los reunidos a los lados del cajón, como si hubieran dado

86
Mal Bicho

caza a un forajido. Recuerdo fotos de muertos, supuestos


familiares con sus mejores ropas y miradas vacías, colo-
cados en posiciones cotidianas: sentados en un living o
alrededor de una mesa.
De pronto se me eriza la piel, es como si la muerta
hubiera rozado con sus dedos mi columna vertebral.
—No quiero retenerte —digo al momento que cie-
rro la canilla—, sé que perdiste para siempre tu capacidad
de elegir.
Me seco los pies con una toalla, y regreso a la coci-
na. En un impulso tomo la taza y la tiro en la pileta. Me
tiemblan las manos. Vuelvo a asomarme a la ventana, no
logro distinguir a Luis, aunque sí puedo imaginarlo con la
cabeza gacha delante de ese árbol, es probable que esté
reponiendo fuerzas, tal vez él sí pueda llorar. Realmente
hay algo de paz en lo que hace, de redención. Salgo, y
otra vez mis pies se mojan en el cemento, en el pasto, y
luego en el barro hasta que paso los tomates y me detengo
detrás de Luis, que está en cuclillas, sucio y empapado.
Apoyo una mano en su hombro. Deja caer sus brazos y
baja la cabeza. Permanezco un momento así, en silencio,
hasta que quito mi mano y me arrodillo a su lado, sobre la
medialuna de barro revuelto. Toco el agua que corre por
la corteza del árbol y lava las raíces ahí detrás, sobre el
cráter terroso. Entiendo que esta noche a la única que van
a dejar ir es a mí, y lo acepto, lo acepto porque está bien
que sea así, y mis hijos, los hijos que alguna vez pensé
tener en este lugar quedarán en alguna parte o ya no serán,
o serán similares a corderos muertos atrapados en el ba-
rro.
Extiendo los brazos por el tronco, empiezo a empu-
jar.
—¿Sentís el olor? —digo.

87
Antología

Luis me mira, está desconcertado, se levanta, se


queda quieto por unos segundos, pestañea igual que un
paralítico que se ha puesto de pie en pleno sueño. Hasta
que se coloca junto a mí y gira, apoya la espalda contra el
tronco y empuja. No dejamos de empujar. Puedo sentir el
entumecimiento a lo largo de los brazos y de las piernas,
ojalá fueran las hormigas, las obreras estériles que trepan
sobre nosotros, que suben como sacerdotes en trance para
devorar nuestros corazones de una vez por todas.

88
Mal Bicho

CASONA VIEJA, TECHO DOS AGUAS, cuatro habita-


ciones de cielorraso empinado: en las esquinas hay tela-
rañas atrapa mosquitos, en el centro crece un manchón
de humedad como huella del tiempo y lluvia, esa agua
escasa pero violenta que los lugareños reclaman aún
inundados. Hay una galería que recibe las puertas de
todas las habitaciones que Ella definió ni bien entramos:
un espacio abierto donde el viento rehuye la invitación.
Ahí estamos sentados, caras rubicundas, ojos inyectados,
en la sofocante mansedumbre donde una mariposa puede
más que una telaraña. Entre nosotros hay risas y la risa es
algo mejor que el miedo. Las reposeras se adhieren en
los bermudas y los hombres tenemos, solidariamente, el
torso descubierto; a las mujeres se les pegan las polleras
cortas y se les marca la piel, ellas también son solidarias:
los trajes de baño se mueven perezosos, como las luciér-
nagas que nos rodean. Ella habló de una película de te-
rror, un pueblo de provincia y parejas jóvenes que son,
una a una, descuartizadas. Le dije que esa película era
yanqui, igual a mil películas yanquis, y que si quería,
podíamos filmarla en una noche. El entusiasmo general
fue tan general como el calor. En pocas palabras resumí
la historia de un siglo, cruel, aniquiladora como toda
manifestación del capitalismo: a unos pocas cuadras de
nuestra casa alquilada había un camino, después un
puente y detrás, a la vera del río de los pájaros, un pue-
blo. Describí, sin escapar a generalidades y reglas: mi
fórmula fue apañada por la noche y recibida por una au-

89
Antología

diencia cansada (era la madrugada después de la decimo-


segunda función) y el calor pesado de mi relato apagó la
risa como un fantasma cargado en los hombros. Les
hablé de Pueblo Liebig, próspero en un pasado de faenas
y actualmente poco más que la foto de cualquier hincha-
da local goleada por el visitante. Les hablé del frigorífi-
co, factoría inmóvil, de las casas circundantes de trabaja-
dores y la mansión de los dueños. Todo eso había termi-
nado en un breviario: club de pesca, setecientos habitan-
tes, busto de Perón en agradecimiento con fecha de 1954
y museo sin costo en la entrada ni mantenimiento. El
frigorífico gigante siempre será noble aunque triture el
progreso, sus chapas serán los restos de un animal pre-
histórico lleno de ruidos y sus vísceras no morirán en un
cementerio chatarrero sino en el museo, lejos de la
herrumbre. Ella dijo que parara, quería vomitar. No le
hice caso, hablé de los niños degollados, los muertos de
hambre como zombis de 1970, previo a la dictadura y la
montonera y toda la concentración del odio en una sola
voz de mando. ¿Qué niños degollados?, interrumpió Ella.
La Otra le dijo que la cortara, era un chiste, y nos iba a
exorcizar el poco fresco que la noche traía. Me reí. Po-
demos ir y filmar todo en una noche, insistió Él. El guión
no necesita originalidad, sí de una cámara, dos mamelu-
cos de obrero y un delantal de carnicero. Voy a detener
la imagen ahí, es el momento para hacerlo: la enumera-
ción se detiene y que nos quede esa imagen de la ropa.
Esa noche no dormí. El ventilador era una porquería que
aumentaba la desazón, pero no había lugar para mis que-
jas: había recomendado alquilar esa casa en mi doble
condición de local y tesorero de la compañía de teatro.
Éramos cuatro: Ella, Él, La Otra y Yo. Cuatro habitacio-
nes, un camarín y un ómnibus alquilado (y compartido)

90
Mal Bicho

que nos adoptaba y acurrucaba en asientos de resortes y


gomaespuma rota. El ómnibus nos llevaba a los cuatro,
pero el chofer anticipó nuestra imposibilidad de pago y
nos sugirió llevar a otros turistas con nosotros, así subsis-
tió su trabajo improvisado sin papeles y nuestro medio de
transporte. Ella reparó tarde en el hombre alto, muy alto,
que bajó dos noches seguidas en el espantoso mismo
lugar donde había: un cruce de caminos (el nuestro de
asfalto; el otro, de ripio) una lamparita sucia y ennegre-
cida por los bichos adheridos a su luz y un círculo de
árboles que negaban cualquier posibilidad de una casa
cerca. Pero el campo, en medio de su ombligo, puede
tragar un ser humano y deglutirlo, monstruo, héroe silen-
cioso o filósofo sin lengua ni manos para escribir. La
tercera noche, Ella reparó en ese hombre que me había
desvelado desde la primera vez (la primera noche que lo
vi soñé con él: la pesadilla lo hizo bajar del cielorraso y
ahorcarme. El lugar común es el miedo, tan familiar y
predecible que no deja de sorprendernos en su chatura ni
nos deja vivir sin recordarlo). Ella me preguntó si lo ha-
bía visto en el teatro. Le dije que no, tres veces antes: dos
en el ómnibus y otra en mi pesadilla) El hombre cerró los
dedos en el asiento y Ella me dijo que realmente ese
hombre podía acogotar a algo más que un gallo con esas
falanges en garfio. El hombre no nos escuchó, caminó al
frente, se agachó y le susurró algo al conductor. La mar-
cha se detuvo unos minutos después y el hombre se bajó
sin saludar ni mirarnos. Ella buscó la explicación del
conductor y el camino de migas ayudó a encontrar la
historia del hombre absurdamente alto: era el sereno del
inmenso frigorífico abandonado. Ese camino de ripio sin
luz era el acceso a Pueblo Liebig: media hora de camina-
ta sin luz y muchos perros. El hombre alto, en la calle, se

91
Antología

dio vuelta hacia el ómnibus, La Otra dio un grito: dijo


que el hombre tenía algo en la boca: un gusano que en-
traba y salía de las encías, entre los dientes y la lengua.
La tranquilicé, sería una rama o una hoja, los paisanos
suelen mascar cosas. La Otra insistió que no, que los
dientes blancos, la luna blanca, la luz del foco, todo le
había permitido ver la cabeza horrible del animal larvado
que se movía como una lengua extra, desdeñosa y sin
gusto. Voy a detener el relato otra vez y dejar quieto al
hombre que se alejaba de espaldas: la luz sucia le ensan-
cha los hombros y el saco sucio, negro, brilla de tanto
uso. Me permito agregarle a esta quietud la enumeración
del primer alto en el relato: los dos mamelucos de obrero,
el delantal de carnicero y ahora el hombre alto. El sa-
cudón del ómnibus me despabiló como el verano en
mansedumbre nos alejó de la Capital, y la pertenencia a
una compañía de teatro alternativo e itinerante me llevó a
la ruta 14 y un desvío a mi Colón natal, el pueblo de En-
tre Ríos donde escribí una parte breve y prescindible de
mi historia. Como en el recuerdo, ya desde la primera
función el calor rindió tributo a lo insoportable: el viento
fue un lento caracol pegajoso y la noche se ofreció, vir-
ginal, condescendiente, como el único lugar habitable. El
director, productor, autor, y todo lo dueño que se puede
ser de una obra, encausó la anarquía del viaje por teléfo-
no: Sí, Colón, sí. No, una sala de teatro no, demasiado
costo por un cajón sin acústica: mejor una sala poco con-
vencional, como dos habitaciones contiguas, una para el
público y otra para la función. El todopoderoso hizo el
arreglo con la biblioteca Fiat Lux: publicidad y prestigio
a cambio del espacio. Como buen Todopoderoso, decidió
llegar tarde. Y supimos aprovechar su ausencia: la obra,
una comedia, se mudó de categoría a comedia dramática,

92
Mal Bicho

a drama, a lo que fuera. La mutación de improvisar fue


espástica: una frase, otra, la mitad de la escena. Cuando
el Todopoderoso llegó no había vuelta atrás La que nun-
ca estuvo hacía llorar a la gente, aplaudían con modestia
lo que no entendían, y en la congoja corrió una voz de
alabanza: mucha gente se repitió en el público para que
las funciones subsistieran y algunos se sorprendieron
ante el cambio de las primeras funciones: la anticipación
de la risa, cuando no aparece, es una burla aceptable. El
guión: Ella se colaba en un reencuentro de ex-
compañeros del secundario, La Otra no la reconocía,
nosotros tampoco: lo que era una comedia en esta nueva
versión se convertía en drama. Ella completaba una ven-
ganza. Y sí, usaba un guardapolvo blanco de carnicero y
nos descuartizaba a todos; al principio con palabras, pero
a medida que la obra avanzó y tomamos confianza con la
casa alquilada en San José y con el viaje en colectivo, la
masacre se materializó: dejábamos fermentar achuras de
vaca, verduras hervidas y frutas arruinadas por el sol y
las moscas. Él priorizó el realismo y amenazó con des-
cuartizar un gato. Cuando lo hizo, el olor pasó a ser tan
importante como las actuaciones: se hizo necesario ver
cómo fruncían la cara en las primeras filas cuando debajo
de la ropa y entre los mamelucos aparecía el oropel de
nuestras entrañas, cosidas a la tarde por las mismas ma-
nos que Ella, en escena, usaba para mover el cuchillo y
cortar los hilos en la ropa. Por esa frenética busca de
realismo, llegamos a quedarnos una hora después de la
función limpiando la sangre y el piso para meter todos
los desperdicios en bolsas de consorcio, unas para tirarlas
en la calle 12 de Abril y otras con la ropa sucia que
cargábamos en el ómnibus deseando llegar a la casa al-
quilada para lavarla y dejarla secar, por suerte, por el

93
Antología

calor, en pocas, poquísimas, horas. En la vigesimotercera


función y el summum del realismo, ella resbaló, cuchillo
en mano, y me lastimó el brazo (un tajo leve, superficial,
doloroso, extremadamente sangrante) y yo tuve que cor-
tar con mis manos el hilo para que cayeran las tripas fal-
sas mientras me apretaba el brazo y Ella me miraba, tira-
da en el piso, con ojos ajenos: otra vez, intervengo la
historia y la paralizo: ella en el piso, cuchillo en mano; el
hombre flaco parado en la noche, en la oscuridad de un
camino de ripio, y los dos mamelucos de obrero y el de-
lantal de carnicero. Apostábamos, al Todopoderoso no
iban a gustarle los cambios en la obra, si meter mano es
mala educación, cambiar la letra es creerse genial siendo
obtuso; su lema: mucha improvisación perjudica, no li-
mita, extralimita y pudre, como el vino que se arruina
por estacionarlo más de la cuenta. La llamó por teléfono
a Ella y nos avisó. Estábamos en el río, era tarde y La
Otra y yo comprábamos cabezas de pescado y tripas in-
mundas. Él nadaba en el río, el agua caótica era su único
contacto con la limpieza: todo fuera por el espectáculo
que se volvía más sombrío y desierto. Ya nos había aler-
tado el bibliotecario, nos denunciaría, y si no lo había
hecho era porque todavía no adivinaba en qué dependen-
cia de la municipalidad debía radicar la queja, pero iba a
denunciarnos por mal olor y gusto y otras obscenidades
por el estilo. El Todopoderoso se acercó después de la
función, había visto la obra desde el fondo del salón, se
balanceó atrás y adelante, atrás y perturbadoramente ade-
lante, sopesó los aplausos (y supongo que también la
recaudación) y se acercó a nosotros en silencio. Pero el
silencio no duró: Ella lo llenó de palabras, y en una cata-
rata sinfónica disonante, La Otra agregó más palabras y
Él y Yo más y más palabras: un aturdimiento para la

94
Mal Bicho

mente, así como el olor de las porquerías anulaba toda


capacidad de olfato. Todavía hablábamos y justificába-
mos cuando subimos al ómnibus. Hasta que el Todopo-
deroso dijo: Tengo la cámara encima. Alguien lo había
dicho, en tanta palabrería habíamos metido la idea de
filmar esa absurda película como si el frigorífico de Lie-
big fuera Pripyat y ahora el Todopoderoso nos empujaba
a concretar el proyecto. El ómnibus paró en ese camino
de ripio y bajó el hombre alto. También bajamos noso-
tros cinco. El director le dijo: Queremos filmar en el fri-
gorífico. Una cosa rápida, burda, que se volverá de culto:
acá están los actores, acá la cámara, qué más se necesita,
¿un permiso del ejecutivo? El hombre alto escupió y la
saliva hizo tanto ruido al mojar la tierra sedienta que creí
que había escupido verdaderamente un gusano. En mi
frigorífico no se entra, dijo. Y eso no va a cambiar, con-
testó el Todopoderoso. La absurda respuesta pareció di-
vertir al hombre alto, la tregua estaba concedida. Lo
acompañamos en su caminata, silenciosos y pestilentes,
listos para el papel que nos tocaría representar en los
huecos de esa montaña de metal que fuera un matadero.
En la puerta del frigorífico encontramos otra sombra: un
hombre esperaba al sereno. Jugarían al ajedrez, o algo
así, supuse. Nos presentó: los actores, un amigo. Mucho
gusto. Muchas gracias. Nos dispersamos por la fábrica.
Escuché crujir las paredes, el piso, el techo, los pulmones
de sus columnas: el viento era un enemigo más ruidoso
que las ratas. El sector de chimeneas tuvo la iluminación
casi ideal: desplegamos la fuerza actoral en una represen-
tación más bizarra y fuerte de La que nunca estuvo: La
Otra murió desnuda, Ella me mutiló un brazo improvisa-
do, los parlamentos se acortaron y se agregaron gritos de
horror (y su eco) muchas veces reales, provocados por

95
Antología

los quejidos de la gigante fábrica abandonada. Nadie


aplaudió cuando terminamos la filmación dos horas des-
pués y sin repetir ninguna escena: queríamos irnos. Ella
se había raspado con un borde de chapa, el filo de la or-
gullosa chimenea, único incidente que no pasó desaper-
cibido para el sereno y su acompañante. La sangre en su
cara, a la luz de la luna, pareció exaltarlos. Él es médico,
forzó el sereno una introducción tardía y el otro se pre-
sentó como médico rural y ornitólogo. También insistió
en que la herida se infectaría si no la curaba y, además,
prometió aplicarle una vacuna contra el tétanos que segu-
ro tenía en su casa. Ninguno quería ir, pero fuimos. Mar-
cha lenta, acompasada con el calor, y un detalle final: el
médico rural era un coleccionista de mariposas. En las
paredes de su casa encontramos una extensa variedad de
mariposas pinchadas en las alas, retenidas en las paredes
para los ojos de los visitantes y la eternidad. Eran tantos
los cuadros donde estaban encerradas y tantos los bichos
embalsamados que tuve miedo. El miedo de escuchar las
miles de alas, de liberar a uno solo de los monstruos
muertos; por más diminutos y coloridos que fueran, nin-
guna parecía amigable en la penumbra de esa casa. Me
obligué a mirar los cuadros mientras el médico limpiaba
la herida de Ella. El sereno estaba en la calle, tosió, es-
cupió y algo pasó con su saliva: esta vez no tocó el piso
ni hizo ruido: salió volando. La Otra tenía razón cuando
creyó ver un gusano en la boca del hombre alto, ese gu-
sano era una larva y la larva sería una de las tantas mari-
posas que escupía para que el médico rural pudiera
agrandar su colección. Le dije al Todopoderoso que en-
cendiera la cámara. Y cuando lo hizo, todas las escenas
que detuve en el relato encontraron su nexo: las maripo-
sas: mariposas en los mamelucos y el delantal aquella

96
Mal Bicho

noche de calor, una mariposa en la espalda del sereno al


bajar del colectivo, una mariposa posada en la punta del
cuchillo después de que Ella me cortara en la función
posterior a modificar el texto original. Mariposas. Le
arrebaté la cámara al Todopoderoso y la abrí: salieron
decenas de mariposas blancas. No había filmado nada.
Grité, corrí, los demás no me seguían, pero no iba a vol-
ver por ellos. Seguí el camino de ripio hasta un puente y
después una ruta, la que me llevaba al departamento al-
quilado, pero no me animé a ir. Caminé en dirección
contraria y dormí en la playa, cerca de un camping que
me tranquilizó, veía las luces en las carpas y creí que eso
podría librarme de los tábanos y también las mariposas.
A la mañana me bañé en el río. La luz del sol me dio
ánimo para volver a la casa alquilada, y también me em-
pujó la necesidad de dinero. No había nadie. Ni nada. Ni
siquiera mis cosas. Durante el día gasté la poca plata que
me quedaba en comida y cuando la noche llegó supe
dónde ir. Las puertas de la biblioteca Fiat Lux estaban
abiertas, la función no parecía estar suspendida. Entré.
No había ruido en la primera sala y todos los asientos
estaban vacíos. En la sala que habíamos transformado en
escenario escuché pasos. Me asomé: Ella, La Otra y Él
repetían sus líneas. El Todopoderoso aplaudió cuando
me vio y me increpó que me preparara para la escena.
Sus palabras se acompañaron de los primeros espectado-
res y rápidamente la sala estuvo llena. Mi actuación fue
pobre, estaba distraído y angustiado, cada una de las nu-
merosas veces que me olvidaba las líneas de diálogo mis
compañeros se apuraban en socorrerme. Cuando llegó el
desenlace de la obra supe lo que iba a pasar, ya lo había
vivido y ahora se completaba: Ella me enterró el cuchillo
en el vientre, los intestinos reventaron, la sangre invadió

97
Antología

todo mi abdomen y se desparramó hacia afuera. El rea-


lismo llegaba a su punto máximo y el público embrave-
cía sus aplausos, de pie. La ovación me acunó hasta el
piso, caí. Horizontal, ya no miré al público: giré la cabe-
za y vi el techo: lo que parecía una enorme mancha de
humedad en realidad eran miles de mariposas quietas,
unas junto a otras, y entendí que las telarañas en las es-
quinas del techo no habían sido colocadas para cazar:
eran una defensa para evitar que entraran las larvas.
Cerré los ojos, sentí un gusto asqueroso en la boca: la
primera larva entró.

98
Mal Bicho

EL ASUNTO SIEMPRE ES EL mismo: descifrar qué


quiere escuchar la gente. Canalizar la voz del inconsciente
colectivo, sí, pero esa es una fórmula probada y la gente
no siempre está deseando escuchar lo que ya piensa. Hay
que saber encontrar el momento justo y deslizar el desa-
fío, porque a la gente también le gusta subirse a la monta-
ña rusa, tener la ilusión de que está decidiendo algo nuevo
y osado. Todo el mundo teme al dragón, pero todos quie-
ren verlo. Eso me lo enseñó pacientemente mi abuelo y
por eso lo nombro siempre hacia el final de mis discursos,
en un remate emotivo y, además, cosa rara en el debate
político, no es una mentira.

Lo que nunca cuento es que me lo enseñó después


de haber muerto.

Por eso ahora no me preocupa demasiado la paridad


en las encuestas. Un presidente en actividad tiene alcance
nacional: cada uno de mis actos y decisiones es publici-
dad gratuita. En el primer debate de las elecciones pasa-
das, conmocioné al público diciendo lo que menos espe-
raban de un candidato relativamente joven, carismático y
de conocida trayectoria como educador: «Los norteameri-
canos», dije, «no hablan de presidencias. Hablan de ad-
ministraciones, lean en internet. The Obama administra-
tion, the Bush administration. Hay una razón, y es que
ellos han comprendido que no son más que gestores. El
verdadero poder no lo ejerce un presidente elegido por el

99
Antología

pueblo. Las corporaciones son el poder y quien se pare


aquí hoy para decirles, estimados colegas, que cualquiera
de nosotros puede cambiar la forma en que este país se
maneja, les está mintiendo. No se confundan: no están
eligiendo a un padre del pueblo. Están eligiendo a un ges-
tor, a un gerente». Antes del remate de mi apertura, vi a
mi abuelo muerto, Rai. Sonreía entre la gente, con una
mueca de orgullo y aprobación, delante de una de las lu-
ces que apuntaban hacia la tarima. Delgado y canoso,
como siempre que regresa. «Están eligiendo a quién
tendrá que poner la mejilla ante el poder para negociar
entre los intereses de ellos y los de todos nosotros. Para
que haya un poco más de justicia social y un mejor mane-
jo del gasto interno. Es David y Goliat, sí, pero lo que van
a elegir el próximo octubre es a una persona que sea la
voz de una generación que ya comprendió que el poder
está concentrado en unos pocos y que no hay manera de
luchar contra ellos. Somos la carne de nuestra carne, el
legado de nuestros padres y los procuradores de nuestra
descendencia. La sabiduría de todos ellos habita dentro de
nosotros, como me enseñó mi abuelo». Tuve suerte, debo
admitir: mi contrincante era un viejo palurdo y conserva-
dor con menos gracia que un polista británico. En el si-
guiente debate quiso asegurarse el voto creyente, ya que
era de público conocimiento mi condición de ateo. Sus
asesores habían hecho bien su trabajo: intentaban explotar
supuestas debilidades. Pero no lograban otra cosa que
alimentar mi popularidad.
Antes de tan civilizada disputa televisiva, me senté
en el banco de una plaza. Como siempre, estaba nervioso
y no era todavía el hombre confiado que soy ahora. Los
chicos corrían a lo lejos. Un mundo idílico, recortado de
la realidad. También, a mi lado, los miraba un viejo, arru-

100
Mal Bicho

gado y con gesto de desprecio por el ruido y el movimien-


to. ¿En eso consiste, abuelo? ¿En enmarcar por separado
cada pieza de la realidad? ¿O en encontrar algo que enlace
la imagen de la felicidad y la de la amargura y saber cómo
vender el resultante? Esperé un rato. Su mano añeja, de
dedos chuecos, señaló a los niños. De repente el cielo se
abrió en dos y una criatura majestuosa, una mezcla de
dragón e infierno vivo, se tragó a los chicos de un solo
bocado y luego desapareció y todo volvió a ser ciudad y
civilización y todos jugaban como si no hubieran sido
devorados un minuto antes.
¿Ves?, me dijo, como decía siempre que me llevaba
a ver ese otro mundo que existe debajo de las ropas del
nuestro. Dales nuestra carne, dijo Rai. Y cuando el abuelo
hablaba de carne, no se trataba solamente de una metáfo-
ra.
Cumplidos los 75 años, había decidido que cada día
que pasaba no era más que una árida melancolía de sol a
sombra, plagada de fantasmas del pasado: amigos seniles,
una mujer que había muerto tres veranos antes. Entonces
nos reunió a los cuatro hombres de la familia: mi padre,
mis dos hermanos mayores y yo.
—Ya no siento ganas de vivir, hijo —expresó con
templanza mientras posaba sus ojos sobre los de mi pa-
dre—. Ya no me siento vivo. Soy un lisiado de rutinas
cansadas, cada día es la repetición del anterior. Toda feli-
cidad pasa por saber que alguno de tus hijos vendrá a
verme, pero tampoco creo que sea digno de un gran hom-
bre avejentarse así, volverse una carga, que es lo que soy,
y no me contradigas.
Mi padre balbuceó. Mis hermanos empezaban a la-
grimear. Yo estaba fascinado; temeroso y fascinado. Fue

101
Antología

quizás entonces cuando descubrí que lo terrible no siem-


pre está reñido con lo admirable.
—Tuve la suerte de no enfermar de nada grave y
quiero preservarme así. Para ustedes.
En ese momento me quedé completamente perdido.
Había algo en su tono que sonaba perfectamente natural y
eso lo hacía un tanto ominoso.
—Hijo, te he preparado toda una vida para esto.

Destrocé a Fuentealba aquella noche en el debate. O


mejor: lo ridiculicé. Mi ataque fue tan feroz y por una
esquina tan poco esperada que el viejo se puso pálido solo
de escucharme arrancar.
«Todos saben que soy ateo. La única razón de que
mi contrincante traiga a colación los valores sagrados de
la Santa Biblia es que calcula que muchos de ustedes de-
cidirán su voto por una cuestión de fe. Y espero que así
sea, queridos colegas, porque mi respeto por la fe es in-
menso e inalterable. Pero mis valores sagrados, amigos,
no residen en un libro que fue inspirado supuestamente
por voces divinas que dictaron los evangelios al oído de
un tal Marcos, Mateo, Lucas o Juan. Porque, para inspira-
ción divina, la calidad de la prosa deja mucho que desear.
Pensémoslo un minuto, por favor. Un hombre escribe un
libro. Una historia, un universo, crea un cosmos. Se exige
palabra a palabra la excelencia, no se conforma con el
mero acto de narrar. Busca concordancia, cohesión y co-
herencia. Se deja la piel en cada párrafo y la fuerza de su
estilo. Eso es lo que hacen los escritores, aunque algunos
sean únicamente mercenarios del mercado, pero es a eso a
lo que apuntan los verdaderos escritores y yo tengo de
amigos a unos cuantos. ¿Me quieren explicar entonces
cómo puede ser que la divinidad misma inspire frases tan

102
Mal Bicho

bochornosamente pomposas y faltas de refinamiento, re-


peticiones absurdas sin el más mínimo intento de exquisi-
tez? ¿Así es que eligió transmitir el Gran Mensaje la Di-
vinidad? ¿Y qué hay de la coherencia? Los cuatro evange-
lios se contradicen, y cada veinte años resulta que hay
más y más partes que debemos entender únicamente como
alegorías. Amigos, ustedes no necesitan a otro pastor lle-
no de metáforas celestiales en el gobierno. Necesitan a un
par».
Yo contaba con que Fuentealba no se rindiera tan
fácilmente. No me decepcionó. Empezó a titubear frente
al micrófono hablando de blasfemia, y yo no tuve que
hacer más que sonreír amablemente mientras la cámara
alternaba entre ambos. ¿Y a quién votarías? ¿A alguien
que tiene tus valores pero queda como un monigote cuan-
do lo cuestionan o a alguien que te amenaza con una son-
risa firme, mirándote de frente y estrechándote la mano,
aún en la disidencia? Todo el mundo teme al dragón, pero
todos quieren verlo.

Ciertas costumbres y tradiciones de mi familia se


pierden en el horizonte brumoso del mito. ¿Decía la ver-
dad mi abuelo cuando, hablando con mi padre, recordaban
la época de la ocupación musulmana de España? ¿Real-
mente venía de aquel entonces la idea de que debías pro-
bar la carne de tu antepasado para que la tradición te for-
taleciera, y la sabiduría siguiera transmitiéndose de gene-
ración en generación? El abuelo Rai estaba convencido de
eso.
Yo siempre había tenido una relación especial con
el abuelo. Por eso me quebré. Pensé que Rai se enojaría
conmigo –como si alguna vez lo hubiera hecho– y no, una
vez más, fue cariñoso y comprensivo. Ante mi angustia,

103
Antología

se limitó decirme que siempre estaría conmigo. Más que


nunca, incluso. Porque su serena vejez acompañaría mis
momentos de desasosiego. Y, en un plano más concreto,
su cuerpo iba a transformarse en proteína para mi orga-
nismo.
Así que después de que papá siguiera las precisas
instrucciones que el abuelo había dejado, nosotros cena-
mos sus restos asados. Era un domingo sin mujeres a la
mesa. Muslos tajados, bíceps todavía fibrosos, seso e
hígado circularon entre la familia agradecida.

El debate final, que me encontraba en clara ventaja


sobre Fuentealba, no solo me granjeó la presidencia en-
tonces, sino que me sirvió de antecedente para la plata-
forma con la que busco mi reelección en octubre. Primero
habló mi oponente. Había preparado un discurso altiso-
nante que intentaba inyectar algo de adrenalina a su ali-
caída imagen de cabra miope. Habló de la dignidad del
trabajo, del esfuerzo comunitario, de la igualdad de opor-
tunidades, de poner la otra mejilla. Consiguió algunos
aplausos, debo admitirlo. Cuando me tocó hablar, ni si-
quiera tenía esbozados los puntos. Una vez más, me había
bastado con pasar una noche de copas con Rai, cuya apa-
rición esta vez duró hasta la madrugada. No olvides que
mi generación ya probó todos esos modos de vida. Por
desmedido que sea lo que digas, si es algo nuevo, la gente
escuchará. Él nunca me decía algo que yo no supiera, más
bien era como si siempre encontrara la forma de ayudar-
me a ponerlo en palabras. Antes del amanecer, me dejó
ver cómo la ciudad se prendía fuego de punta a punta y
las bestias se lanzaban en picada para despedazar a los
sobrevivientes.

104
Mal Bicho

«Cuando mi estimado colega habla de esfuerzo y


recompensa, de poner la otra mejilla, me parece que se
olvida de lo que pasa en las calles. Sin ir más lejos, tene-
mos a esta pareja, la que salió en todos los noticieros y
diarios hace unos días. La que fue asaltada en una iglesia.
Esos son los hombres que admira mi competidor».
Les recordé la patética historia. Un matrimonio que
paseaba por la iglesia luego de una misa, admirando la
belleza de vitrales y cúpulas. Además de ellos, un cura
algo más viejo iba y venía de la sacristía. No quiero vol-
ver sobre los detalles más escabrosos, pero todos vieron
las imágenes. Cuando el chico de pelo largo y canoso se
levantó, revólver en mano, y atracó a la pareja, nadie hizo
nada. Y no quería dinero. Así que mientras se entretenía
con la mujer, ni su marido ni el cura fueron capaces de
hacer algo. El miedo a un arma, el miedo a ser herido o
asesinado, bueno, puede ser entendible. Pero cuando el
marido dice luego en los medios, muy suelto de cuerpo,
que mientras el chico violaba a su mujer descuidó por
unos momentos el revólver, que el arma cayó al piso si-
lenciada por gemidos y gritos y que él no supo qué
hacer… Ese es el límite de mi tolerancia para los pusilá-
nimes. Tuvo miedo. Incluso mientras su mujer era violada
y la oportunidad estaba más a mano que nunca. Y el cura,
peor, explicó que no podía hacer nada porque estaba
prohibido derramar sangre en la casa del Señor...
«Ahí es cuando yo me levantó y digo NO. Ese no es
mi país, y esos dos no son mis compatriotas. Capaces de
ver cómo violaban a una mujer e ineptos para reaccionar
incluso cuando tuvieron la oportunidad más flagrante. Tan
domesticados y resignados que no pueden dejar de pensar
servilmente. Ese es el modelo de hombre que les propone
mi rival».

105
Antología

El público presente miraba. Era consciente de que


me adoraban en ese momento. No importaba que el ejem-
plo encubriera falacias argumentales, hay algo que en-
tendí desde mi primera incursión en la política, cuando
me convencieron de ir por la intendencia: la gente no ne-
cesita argumentos, necesita que seas la vasija donde ellos
puedan depositar sus propios disgustos, sus propias frus-
traciones.

A veces me pregunto por qué, de todos los que co-


mimos sus restos, solo yo sigo viéndolo aparecer. Ni mi
padre ni mis hermanos. Para ellos fue algo interno, según
dicen. Lo sienten. Lo sienten en su modo de pensar y de
ser, sienten que llevan dentro la carne de sus antepasados.
Pero no lo ven, no hablan con él. Sí, papá habla a veces
como él, pero no con él. Pero Rai siguió acompañándome,
inspirándome, durante todo el proceso que me trajo hasta
la presidencia. Elección que iba a ganar desde el primer
momento por el desgaste que ya tenía el partido opositor.
Aun así, unas semanas antes de la votación, Fuentealba
tuvo un último repunte en las encuestas. Y entonces tuve
que elegir: podía apostar a ganar por puntos o ir por el
nocaut categórico.
Me decidí por lo segundo y todo lo que dije en el
cierre de campaña, lo dije por él, por mi abuelo. Podía
costarme caro o convertirme en una estrella popular. En
un dragón.
«¿Usted sabe, querido Fuentealba, cuánto dinero se
destina a pensiones, jubilaciones, cuidados médicos para
la tercera edad? ¿Sabe qué porcentaje del presupuesto
anual se destina a ello? El número es casi idéntico al que
nos costaría, como país, un día menos de producción a la

106
Mal Bicho

semana. ¿Y qué hacemos con los ancianos?, me dirá. De-


bería irlo teniendo en cuenta, dada su edad. Este es mi
plan, colega. Este es mi plan, estimados amigos. Escuchen
con el corazón y sabrán qué puede hacer un gestor, un
gerente, para quitarles un día de trabajo por semana. Des-
pués de cierta edad, digamos, de los 75 años, la gente ya
no tiene mucho que hacer. Son resabio de otro tiempo, sus
amigos están muertos, agonizan o se denigran. Sus parejas
ya fallecieron o tienen enfermedades degenerativas. Sus
hijos y sus nietos apenas tienen tiempo para verlos. Su
ciclo de vida ha terminado antes que su pulso vital. Pero
nosotros podemos hacer algo por ellos. Podemos ofrecer-
les una alternativa. ¿Dije 75? ¡Desde los 70, digo ahora!
El mundo está lleno de viejos enfermando mientras nues-
tra juventud se inmola en nombre de un paradigma perdi-
do. No pretendo exterminar a los viejos, como escuché a
alguien gritar por ahí. No. Pretendo darles una opción.
Pasados los 70 años, cada hombre y cada mujer podrán
elegir un nuevo tipo de eutanasia. ¿Se acuerdan de la épo-
ca en que la eutanasia nos parecía un horror? Fíjense
cómo ha mejorado el estándar de vida. Este es el próximo
paso, amigos. Dejemos que nuestros ancianos puedan
morir dignamente, sabiendo que es un honor dejar el
mundo para dar una mejor calidad de vida a sus hijos y
nietos. Nadie se va a ver obligado a hacerlo, por supuesto.
Pero pondremos centros de asistencia e información para
llevar a cabo este programa revolucionario. Allí también
podremos asistir a los ancianos sin descendencia y aseso-
rar a las familias respecto de los métodos».
Fue entonces cuando alguien preguntó qué íbamos a
hacer con todos esos viejos muertos.

107
Antología

Faltan seis meses para octubre. El candidato oposi-


tor habla y habla en la televisión. Es mejor que Fuenteal-
ba, pero sabe que no tiene chances. Buena parte de su
campaña puso el acento en la ―inmoralidad‖ en la que
hemos incurrido. Es ahí que lo veo hablar y hasta me da
cierta pena. Es otro hombre del siglo pasado. Mi plata-
forma se basó en ir contra todas las pautas de una vieja
política: enfrentar enérgicamente al público en los puntos
débiles, invadir los medios a puro amarillismo político,
desarticular el buenismo inherente a la imagen presiden-
cial, prometer con convicción cosas que parecían imposi-
bles de implementar dejando en el aire el desafío implíci-
to al votante. Y si bien en estos tres años y medio la eco-
nomía no ha sanado del todo, ha repuntado durante mi
administración más de nueve puntos. La gente joven tra-
baja de martes a viernes. Hay chicos de 18 años que lle-
van remeras con mi cara por la calle. Soy una celebridad.
Mi imagen positiva todavía mide alrededor del 57%.
Y un día feriado como hoy, soy el primero en dar el
ejemplo. Vestido de elegante sport, recorro el supermer-
cado. Hoy soy un hombre como cualquier otro, como el
maquinista del tren, la abogada de un estudio o el vende-
dor de diarios. Desde que los supermercados están com-
putarizados no necesitan mano de obra, así que permane-
cen abiertos los siete días, al igual que los cines y algunos
bares.
Recorro las góndolas con la lista que armó mi mu-
jer. Hace un tiempo que el abuelo Rai no aparece. Desde
que fui elegido, de hecho. Y creo saber por qué.
Meto leche en cubos y cajas de cereales.
Busco artículos de limpieza reciclables.
¿Qué íbamos a hacer con los viejos muertos y cómo
eso sanaba la economía al punto de liberar un día de tra-

108
Mal Bicho

bajo a la población activa? Por supuesto que el gasto que


se evitaba no era suficiente. Y no podía contar la historia
de la tradición de mi familia. Había más de mil años de
recorrido: cosas que podían parecer naturales en casa tar-
darían algún tiempo en ser asimiladas por un pueblo ente-
ro. Así que hicimos algo democrático, sencillo y, sobre
todo, práctico: develamos el enlace oculto, el de la cari-
dad. Y la gente entonces fue entendiendo. Durante mi
administración, el número de ancianos que se somete au-
menta exponencialmente año a año. Y la gente me adora.
Entre las bandejas de pollo llevo dos de pechuga y
una de muslo.
Entre los cortes de vaca busco algo de lomo y cua-
dril.
Paso los cortes de cerdo, porque a esta altura son
redundantes. Y sonrío, porque siempre me arranca una
mueca ver el cartel, tan bien pensado por la gente de mar-
keting del supermercado. Cortes de abuelo, dice, mientras
muestra la figura de un anciano cuidando a un niño. De-
bajo: gracias a un abuelo, hoy vos comés gratis. Así fun-
ciona nuestro plan económico: los viejos que eligen la
eutanasia no generan cuantiosos gastos al estado, y, a su
vez, alimentan con su carne a miles de personas por deba-
jo de la línea de pobreza, lo que implica que el gobierno
también puede reducir el presupuesto destinado a ellos.
Unos mueren para que otros vivan, y gracias a eso, la cla-
se media engorda su ocio con alegre conformismo.
Tomo una bandeja de salmón. El precio es un poco
excesivo, me parece.
Un indigente roñoso de veintitantos lleva una ban-
deja de muslo y otra de seso. Está bien, hasta dos bande-
jas por día es lo permitido. Ahí va parte de algún abuelo

109
Antología

valiente que alimentará esta noche a una familia sin recur-


sos.
El joven me mira, quizás desafiante, reconociéndo-
me. Le sostengo la mirada. Al final, me sonríe y se aleja,
con una extraña mezcla de fascinación y recelo. Me esta-
ba midiendo, pero yo soy una vasija, nunca me olvido de
eso. Si antes podía tener alguna duda, ahora seguro votará
por mí. Todo el mundo teme al dragón, pero todos quieren
verlo.

Enfilo a la caja electrónica, tarjeta en mano.

110
Mal Bicho

DE ESPALDAS AL PALIER DE mi edificio escucho pa-


sos que se acercan. El número rojo en el display del as-
censor marca el nueve y después el ocho. A través del
hueco se propaga un golpe seco, metálico. Un aire de os-
curidad me da en la cara. Doy vuelta la cabeza y reconoz-
co a esta mujer un poco extraña. Es muy alta y avanza con
movimientos lentos, ondulados, como si caminara en el
fondo del mar. Arqueo las cejas a modo de saludo y vuel-
vo a mirar los números. Respira con dificultad. Pertenece
a una especie no del todo adaptada a este medio, pienso.
Abro la puerta y después la reja con un ademán res-
petuoso. Ella baja la cabeza para pasar por el marco y me
choca con el carrito de las compras. Cuando veo que
oprime el botón del piso doce se me ocurre preguntarle
por los gritos. Si escuchó algo. Me mira con un ojo que
apunta fijamente hacia mí y otro que está como perdido en
alguna clase de teoría. Por supuesto, dice, con expresión
de agotamiento. Cierro la puerta. No nos movemos. Hay
que tocar ahora, apunto, un poco incómodo. Vuelve a
marcar con un dedo que cae pesado sobre el botón.
Durante el viaje no sé cómo seguir la charla. La
siento enorme y amenazante al lado mío. Gano tiempo
observando de costado mi reflejo. Advierto que sigue
mirándome la nuca con un ojo quieto mientras el otro se
mueve de forma independiente. Frenamos de golpe. Lle-
gamos al doce. Acomoda el cuerpo para salir. Empuja la
puerta, deja el carrito de las compras a medio camino y

111
Antología

señala con la cabeza el departamento F. ¿Es la chica?,


apuro. En voz baja me explica que no; que en realidad es
el hombre que vive con ella. Y con la nena. Por un mo-
mento el otro ojo vuelve a acomodarse y los dos enfocan
parejo. Afina la mirada, y susurra: en el último tiempo
directamente sale por los pasillos a gritar. A deambular
como un acechador. Ella no lo aguanta más y deja la puer-
ta abierta. Imagínese: escándalos a toda hora; ruidos, gol-
pes e insultos. Y agrega, acercando la cara hacia mí; ya no
se puede vivir. Ahá, intervengo, y ella espera que aporte
algo más. Prefiero callarme. Como es un inútil, prosigue,
no hace otra cosa que dormir todo el día y gritar a la no-
che. Como una especie de sonámbulo o fantasma. Además
de cometer ataques extraños en el edificio. Nadie sabe si
lo hace dormido o despierto. Por supuesto, no hay prue-
bas. Dejo de prestar atención en la última frase; estoy
asombrado: también había pensado en un concubino. Esa
voz inquietante no podía ser de una mujer. Aunque había
entendido que vivía sola. Con la nena. El sonambulismo
es un dato nuevo y relativo. Le comento que googleé la
posible enfermedad, y que se llama Síndrome de Tourette,
lo cual es lo mismo que no decir nada, por el silencio que
hace antes de seguir. Su expresión cambia de cansancio a
irritación: para hacer una denuncia hay que juntar dema-
siadas firmas, reunir testigos. Acá nadie se hace cargo; no
voy a ser la única imbécil. En cualquier momento hago
una locura. Todo esto lo dice con el segundo ojo totalmen-
te descontrolado, lo que me hace dudar a qué lado hablar-
le.

Al principio era algo impreciso, aislado, apenas una


exclamación o palabra incomprensible en el medio de la
madrugada, dicha por una voz idiota. Como si un alienado

112
Mal Bicho

tratara de exponer su subconsciente desde el fondo de una


pesadilla. Pero, de a poco, ese mal sueño de alguien fue
extendiéndose a la mañana, al mediodía y la tarde, hasta
que vuelve la oscuridad. Y ahora me incluye a mí. Desde
hace un tiempo, grita sin descanso de una manera salvaje,
maniática, con un tono difícil de explicar. Produce una
especie de lenguaje paralelo, de otra dimensión. Prestando
atención al eco en distintos lugares de la casa, fui dedu-
ciendo que venía de abajo, del piso doce. Así me di cuenta
que el mejor lugar para captarlo era la ventana de la coci-
na. El gran espacio de cemento hace que los alaridos se
propaguen en el vacío de la noche.

Puedo estar preparándome algo de comer y de fondo


oigo una conversación normal. La chica de abajo le habla
a su hijita, cocinan juntas; el cuchillo golpea la tabla
mientras cantan una canción infantil o el hit romántico de
moda. Se ríen. Puedo agregar detalles en mi mente: la
nena hace las preguntas típicas, por qué esto, por qué lo
otro. La madre la manda a lavarse las manos; la nena de-
saparece y vuelve al rato, preguntando si así está bien. La
imagino arremangada, mostrándole las palmas húmedas y
abiertas. Y de repente un grito demencial. Se interrumpen
y después siguen hablando, como si nada. A veces solo es
un rumor acelerado que se mueve por detrás de la conver-
sación, casi imperceptible, mezclado con el ruido de la
ciudad. Como si alguien más estuviera ahí. Nunca le res-
ponden. En los intervalos también se oye un silbido muy
bajo. En esos momentos dejo lo que esté haciendo, apago
las luces y me acerco a la ventana. Puedo quedarme así un
rato, con el cuerpo tenso, forzándome a percibir cada deta-
lle. Como si me intuyera, como si pudiera adivinarme con

113
Antología

la cabeza saliendo por el hueco, la voz sin forma desapa-


rece del todo.

Cada tanto en la madrugada los gritos dejan de es-


cucharse por fuera, y surgen desde bien adentro del edifi-
cio. De ese lado son más profundos, graves, y se propagan
con un tono sostenido. El eco deambula por el larguísimo
pasillo que conecta los dos cuerpos, se aleja bajando las
escaleras y se pierde en los pisos de abajo. A veces me
quedo con el oído pegado a la puerta. La piel erizada y la
mano firme en el picaporte, listo para descubrir a quien
esté del otro lado. Pero nunca se acerca tanto.

Empiezo a observar con atención a los hombres que


van a los últimos pisos. Por lo general bajan antes, o des-
pués que yo. Si alguno sube por el ascensor de adelante
me apuro a ir con él. Sin resultados, bajo en el piso trece y
atravieso el pasillo oscuro que lleva hasta mi departamen-
to. A mitad de camino están las escaleras; la claridad que
viene desde abajo no llega a iluminar el final. Avanzo con
los ojos cerrados, para evitar la imagen de alguien que
viene de frente en la penumbra.

Llego del trabajo una noche y en la puerta del edifi-


cio hay un flaco que me mira con actitud provocadora.
Cuando me acerco, se aleja apurado hacia al ascensor del
fondo y algo me dice que es él. Adentro, en el palier, al-
canzo a apretar el botón de adelante y me quedo quieto,
dando golpecitos en la pared, como si fuera a llegar más
rápido. Sutilmente giro la cabeza hacia su lado en el mo-
mento en que él hace lo mismo. La imagen empieza a vi-
brar. Vuelvo la vista al frente. Abro la puerta. A mis es-
paldas, a través de los varios metros que nos separan, es-

114
Mal Bicho

cucho que dice, con una voz extraña, deformada: guacho


forro, qué mirás. Me meto de golpe y él hace lo mismo.
Los dos ascensores suben en paralelo. En cada piso veo el
pequeño destello de luz al otro lado de la oscuridad, pa-
sando un segundo después que yo. Llego al trece y él si-
gue de largo. Nunca más voy a volver a verlo.

Es sábado a la tarde y el ascensor se abre en el doce.


Sube una nena con un gatito. Saluda y sonríe. Me asomo y
veo a una chica cerrando la puerta del F. Palpitaciones. La
reconozco de habernos cruzado antes, aunque nunca la
había asociado con esto. Se le caen la llaves, las levanta y
vuelve a entrar; se olvidó de algo. La nena me mira con un
gesto de fastidio. Acaricia al gato. Se oye un gemido
débil, ahogado. Creo que lo está apretando. Empieza a
sonar la alarma. La chica aparece de nuevo y se desliza a
través de la puerta del departamento: abre apenas, como
evitando que yo mire hacia adentro. Igualmente me llega
un olor rancio. Sube y dice "gracias" de manera un poco
agresiva. De nada, le sonrío, y cierro. Tiene un tono de
voz grave y ojeras profundas. Quiero hacer que diga algo
más. Parece incómoda, sucia, fuera de lugar. Mira para
abajo. Se balancea despacio. La nena le agarra la mano y
apoya el costado de la cara contra su cuerpo. Qué lindo
día ¿no?, tanteo. Ella asiente con la cabeza, perdida, sin
levantar la vista.

A los alaridos, gritos y exclamaciones, que a veces


parecen de dolor, van sumándose golpes y ruidos fuertes.
Como si patearan el piso, sacudieran las puertas o arrastra-
ran objetos pesados. Me despierta un martilleo que va y
viene, en medio del silencio. Es un objeto chiquito que
golpea en serie; desaparece de un lugar y vuelve a escu-

115
Antología

charse en otro. Me quedo despierto tratando de identificar


de dónde viene. En algún momento llega desde abajo. En
otro, parece que golpearan la pared de mi propio departa-
mento, del lado de afuera, en el pasillo.

Leo un mail de la administradora. Hace unos días se


me ocurrió volver a hablarle del tema, por si sabía algo
más. Dice recordar que una vez, después de mi primer
comentario, un vecino se había quejado de que alguien de
los pisos altos evidentemente hacía karate, o algún otro
arte marcial. Se ve que practicaba todo el día. Pero no más
que eso. Promete averiguar mejor. Y agrega que consultó
a una amiga psicóloga que le habló del síndrome de Tou-
rette. Me explica que es un trastorno neuropsiquiátrico
heredado, con inicio en la infancia. Se lo consideraba
raro y extraño, a menudo asociado con cambios en el
tono de voz, la exclamación de palabras obscenas o co-
mentarios socialmente inapropiados y despectivos. Este
síntoma está solo presente en una pequeña minoría de
afectados. No siempre es correctamente diagnosticado
porque la mayoría de los casos son leves. Un Tourette
grave en la edad adulta es una rareza. Estos tics carac-
terísticamente aumentan y disminuyen; se pueden supri-
mir temporalmente con la medicación adecuada, y son
precedidos por un impulso premonitorio. Hace suyas las
palabras del mismo link de Wikipedia que estuve leyendo
hace un tiempo. Cariños, Ana María.

Me apuro en salir del ascensor para recibir al delive-


ry. Perdí tiempo buscando una remera limpia. Dudo en
dejar abierto para volver a subir rápido. Cierro. En la ve-
reda hay dos chicos en moto, con el pedido en la caja de
atrás. Se da un breve momento de confusión; ambos dicen

116
Mal Bicho

que vienen al 13º F. Agarro el que me corresponde junto


con el cambio y vuelvo al trote. Ahora el número marca el
doce. Aviso de puertas abiertas. De repente, caigo. Em-
pieza a bajar. Apoyo el oído. Mi corazón retumba en la
madera. Perfectamente definido, majestuoso, el eco de un
alarido se propaga a toda velocidad por el vacío. Después,
otro. Y otro más. Cada vez más cerca. Me alejo sin saber
qué hacer. Espero, con el puño cerrado. Se abre la puerta y
aparece la chica, en pantuflas, con una especie de bata
andrajosa. El pelo de un rubio anaranjado, duro de sucie-
dad. Hace un gesto con la mirada que no logro definir,
como si todo fuera asombroso. Le sonrío. De pronto algo
parece subir por su garganta. Aprieta la boca para frenar-
lo. Los labios se retuercen. Los ojos se le van para todos
lados. Sale del ascensor sin saludarme y se aleja con un
paso que no es de todo firme. En la puerta la escucho
hablar con normalidad.

Un nuevo mail de la administradora. Coincide con-


migo en que la pobre chica no está para nada bien. Hace
una semana, me cuenta, recibió una serie de denuncias de
varios departamentos del edificio. Casi en el mismo día.
De repente, a todos les estaba entrando agua desde arriba,
en cataratas. Eran las letras F y H de los pisos 11º, 10º, 8º
y 7º. El piso 9º tuvo suerte porque la loza tiene caída hacia
el otro lado. Todo apuntaba al 12º. Hubo que reunir de
urgencia al equipo de mantenimiento y ella misma dirigió
la investigación. Cuando llegaron, los atendió la nena.
Cinco años. La mamá dormía, según les explicó. Once y
cuarto de la mañana. Por ahí andaba un gato con un peda-
zo de carne seca. Ropa tirada, muebles rotos, olor a encie-
rro, humedad en los pisos. Le pidieron a la nena que fuera
a despertarla y entró sigilosamente en la habitación. Apa-

117
Antología

reció al rato, con la madre de la mano. Tenía la misma


bata miserable y el pelo desordenado. La chica pasó de
estar como drogada a estar histérica en medio minuto. Con
una mirada la nena hizo que bajara la voz. Trataron de
calmarla explicándole la situación y lograron que les mos-
trara el baño. Un desastre. Había arrancado el bidet y do-
blado los caños para adentro. Sobre la cerámica había
manchas de sangre. Le preguntaron si estaba lastimada, si
lo había hecho sola, porque se requiere mucha fuerza.
¿Fue tu novio? ¿Qué novio? La chica dudaba mirando
para todos lados, buscando ayuda, antes de aceptar que
había sido ella. Porque goteaba, se excusó. Después les
mostró el brazo cortado. Agrego detalles en mi mente: la
venda con manchas oscuras y resecas, los plomeros
mirándose entre sí, la nena cantando en el living.

En la madrugada los gritos van y vienen por todos


los pisos, con intervalos de silencio. Ahora pueden ser
graves o agudos. Me acostumbré a no despertarme del
todo y sigo durmiendo. De a poco van alejándose.

De repente un alarido se escucha más cerca que


nunca. Como si estuviera ahí, pegado a la puerta del de-
partamento. ¿Estoy despierto? Otro más, ahora del lado de
adentro, que me deja sin respirar. Creo que tengo los ojos
abiertos. En la oscuridad solo llego a distinguir una línea
de luz tenue en la puerta de la habitación. Enfoco la vista.
La claridad se interrumpe con el contorno de una figura.
Está observándome. Quiero moverme pero no puedo. El
tercer grito se proyecta directamente sobre mí, deforme,
atonal. Siento la frente pesada y los brazos atados. Muevo
la cabeza. La figura dice algo que no entiendo en un susu-
rro indefinido. La veo deslizar una mano hacia adentro.

118
Mal Bicho

Mis ojos están fuera de órbita. Extiende el brazo en forma


lenta, como si fuera elástico, y los dedos van acercándose
a mi cara. Me quiero morir. Otro grito, pero esta vez vuel-
ve a alejarse. Me sacudo para todos lados hasta que el
cuerpo se libera y en dos pasos estoy afuera de la habita-
ción. No veo a nadie. Ahora está en el pasillo, detrás de la
puerta. Tengo la mente entumecida, pero me afirmo en el
picaporte y espero en alerta. Hay alguien afuera, estoy
seguro. Hasta puedo percibir que sonríe. Presto atención.
Detecto un rasgueo muy débil en la madera. Parecen uñas.
Respiro con fuerza: abro de golpe y solo llego a ver una
mancha difusa, una sombra que escapa y dobla en el ángu-
lo del pasillo. La sigo. En la negrura total siento que fluye,
liviana, ágil y decidida. Hay pasos es las escaleras que
suben, o bajan, no podría decirlo, y después un portazo a
lo lejos.

Estoy parado en el medio de la noche, sin poder


dormir, después de deambular durante horas como un fan-
tasma. Creo que ahora estoy en el séptimo piso. Me con-
vertí en una sombra sin cuerpo, al acecho de los movi-
mientos de mis vecinos. Ando descalzo. Nadie me ve,
nadie se da cuenta de que estoy ahí. Aprendí a ver en la
oscuridad. A veces, hago ruidos a propósito; me adelanto
a las reacciones bajando las escaleras a toda velocidad, o
me escondo en el depósito de la basura. Voy hasta el 12º F
y me quedo con el oído pegado a la puerta, el cuerpo ten-
so, listo, concentrado. Pero cuando estoy acá afuera el
silencio sale del departamento como un organismo vivo;
se mueve por el edificio, y toma todo el barrio.

En este preciso instante un alarido llega desde los


pisos altos. Me activo apara atacar los escalones de a dos,

119
Antología

con movimientos largos y eficientes, sincronizados con la


respiración. Los gritos se multiplican, están ahí, fijos, sin
moverse de lugar. Cuando llego al 11º, freno y sigo
acercándome con cautela. Ahora se alejan, retumbando en
el piso de arriba. Llego al 12º deslizando una mano por la
baranda y ya estoy por tocar el botón de la luz, cuando
escucho un maullido moribundo. Click. El halo de clari-
dad se extiende sin llegar hasta el final del pasillo. Casi en
el límite de las sombras veo algo que se arrastra contra la
pared. Afino la visión. Es el gatito de la nena. Me acerco
con cuidado y veo que solo es piel y hueso. Tiene cortes
en todo el cuerpo, le faltan mechones de pelo, como si se
lo hubieran arrancado a mordiscones. No parece importar-
le que lo siga. Cuando estiro la mano para ayudarlo, da
vuelta la cabeza y me muestra los colmillos. Recién ahí
puedo ver que le falta un ojo.

Otro mail en la bandeja de entrada. Es de la admi-


nistradora. Hace un par de noches, según parece, alguien
bajó al subsuelo y atacó las bauleras. No se llevaron nada,
solo entraron a las dos o tres que estaban sin llave y deja-
ron apilados algunos objetos de manera extraña. Pero eso
no es todo. Además, sigue diciendo, dejaron una "sorpre-
sa". Montículos de mierda humana juntada a lo largo de
varios días, desparramada por todos lados. Y trazos de
manos con mierda en el piso, las rejas y las paredes. ¿Qué
me cuenta? Una inmundicia. Después, analizando el lista-
do de bauleras atacadas, llegó a la conclusión de que eran
prácticamente los mismos dueños que habían denunciado
las filtraciones. Cariños, Ana María.

Estoy agazapado en la esquina del pasillo del piso


12º. Increíblemente, descubrí que la puerta del F está

120
Mal Bicho

abierta. La corriente la mueve en un vaivén suave. No sé


si habrá alguien adentro. Decido acercarme con pasos
livianos. Empujo muy despacio, rogando que no haga rui-
do. Solo se escucha el tránsito de la ciudad. Espío con un
solo ojo; adentro hay una luz imprecisa que llega desde
algún lado. La claridad de la noche. Veo bultos y cosas
tiradas por ahí. En el suelo hay un reflejo, como si hubiese
corrido agua. La brisa que llega trae un olor tremendo. De
repente veo a la chica. Me escondo. Vuelvo a mirar; está
parada con la cara contra la pared, los brazos a los costa-
dos, en penitencia. Me animo a empujar un poco más y
veo a la nena con la mitad del cuerpo afuera del balcón
francés. Los pies están en el aire. Tiene puesta la bata de
la madre. El pelo largo flota en remolinos que suben. De
pronto hay un ruido detrás de mí, casi imperceptible; un
pequeño click. Es la cerradura del departamento de en-
frente. De un salto vuelvo a mi escondite. Veo aparecer a
la señora de los movimientos ondulados, que actúa con
precisión en la oscuridad. Sabe lo que hace, o quizás ya lo
hizo antes. De una zancada cruza el pasillo y se inclina
sobre la puerta del F. No lo puedo creer. Respira pesada-
mente. Espera menos de un minuto y mete la cabeza. Des-
pués el cuerpo entero. ¿Señora qué está haciendo?, llego a
escuchar que dice la nena. La voz ya tiene un tono extra-
ño. Desde adentro alguien cierra la puerta de un golpe.
Hay un estruendo que resuena en todo el edificio. Para ese
entonces ya estoy volando por las escaleras; durante el
escape me alcanza un alarido feroz.

A la mañana, en el palier, hay un grupo de personas


que disertan sobre lo importante que es detener un infarto
a tiempo. Menos mal que la ambulancia llegó tan pronto,
apunta un viejo de bigotes enormes. Pobre señora, se la-

121
Antología

menta otro, con pinta de abogado; la encontraron en el


pasillo inconsciente. Dicen que tenía problemas de salud.
El resto del grupo finge empatía; afirman con la cabeza
sin decir nada más. Hasta que alguno hace un chiste y
todos se ríen, como inocentes volátiles.

Tengo que detectar de dónde viene ese olor nausea-


bundo. Me muevo con elasticidad por las escaleras, hacia
abajo, revisando en los depósitos de cada piso. Lo usual:
pilas de revistas de años atrás, botellas de vino y basura de
días apretada en bolsas de supermercado, con algo viscoso
que empieza a chorrear. Un velador viejo. O una tabla de
planchar con la funda quemada. Cuando voy por el octavo
piso advierto que el olor está ahí, al otro lado de la puerta,
en el cubículo. Me preparo. Abro en un movimiento rápi-
do y el vaho me golpea. Doy vuelta la cara. Tomo aire en
bocanadas profundas y busco en el tacho. Encuentro una
bolsa negra liviana y la separo del resto. Queda ahí a un
costado, mientras me alejo para recuperar el aliento. In-
halo y exhalo un par de veces y vuelvo a aguantar. Estudio
el bulto. Es blando y articulado. No muy grande. Mis ma-
nos reconocen la forma de un cuerpo. Los dedos temblo-
rosos detectan la ondulación de unas costillas. La cola está
dura. Busco la cabeza. Tanteo las orejas, el hocico... y en
eso me doy cuenta de que está separada del resto. Dejo
caer la bolsa y en el instante en que toca el piso se escucha
un grito que parece tomar el edificio completo. Viene de
arriba. Largo el aire que tengo adentro y siento que el
cuerpo se me va también. El ejercicio de respiración junto
con el olor infernal me dejó mareado. Encaro los escalo-
nes en un estado nebuloso de la mente; perdí la noción de
mí mismo. No sé lo que estoy haciendo. Los gritos no
paran, son cada vez más potentes, pero con una intención

122
Mal Bicho

distinta, como si modularan palabras. Está llamándome.


Llego al doce agotado y me doblo para reponerme, con las
manos en las rodillas.

Estoy a oscuras en la mitad del pasillo que une los


dos cuerpos. Lo único que veo allá lejos es la luz roja del
display del ascensor. Escucho el mecanismo. Está subien-
do, o alguien que no puedo ver acaba de llamarlo. Presto
atención. Empieza a rodearme el eco de un murmullo ace-
lerado. En los intervalos de silencio se oye un silbido muy
bajo. No logro darme cuenta si está adentro o fuera del
departamento, oculto en el borde de la pared. Llega el
ascensor. El pequeño rectángulo de luz es una presencia
amenazadora. Queda ahí, suspendido, proyectando líneas
de claridad sobre los ángulos. No hay nadie. Me tenés
harto, escupo, para terminar de una vez con todo. Harto,
sabés, agrego. No hay respuesta. Doy un paso, dos. De
repente, como en cámara lenta, la figura diminuta aparece
desde un costado, recortada en contraluz. Mis ojos se
abren del todo. El ascensor se va y la escena vuelve a ne-
gro. Su contorno me queda grabado en la retina. Dejo de
verla pero ahora sé que está ahí. Desde ese punto sale el
primer grito, que resuena en el espacio. El segundo y el
tercero están más cerca. Se enciende la luz. Veo a la nena
con un brazo estirado hacia el interruptor, como si fuera
elástico. Tiene la bata puesta. Atrás de ella se extiende el
vacío infinito. Grita mirando muy fijo, con una mueca
torcida. La boca se abre demasiado. Los ojos inexpresivos
se salen para afuera. Los brazos ahora cuelgan casi lle-
gando al suelo. Caigo de rodillas. Sigue acercándose. La
luz se apaga automáticamente. Me queda su imagen, in-
clinada hacia un lado, apenas encorvada. Su cara a la altu-
ra de la mía. Los gritos son profundos, inhumanos, con

123
Antología

una vibración enloquecedora. Me llega su aliento de


muerte. Antes de desmayarme, en la oscuridad, puedo
adivinar que sonríe.

124
Mal Bicho

RECIÉN CUANDO ME DEJÓ MI mujer reparé en la vie-


ja del décimo. Durante toda la vida vivió en el piso de
arriba, pero nunca le había prestado más atención que a
cualquier otro vecino. Las veces que nos cruzamos en el
ascensor viajamos en silencio hasta la planta baja. Que
tenga una buena mañana señora Carson, me despedía yo.
Muy amable, joven, me respondía ella, aunque las arrugas
y los retazos blancos en mi barba hacen evidente que pasé
los cincuenta. La cortesía de dos desconocidos, hasta que
oí por primera vez los ruidos en mi techo.
Volví temprano del diario ese día. Al calor de la
tarde se le sumó el olor a encierro y a departamento aban-
donado: llevaba semanas sin abrir las ventanas, con las
persianas bajas hasta el piso. Una penumbra de mudanza,
aunque la única que se había ido era mi mujer.
En la redacción, todos sabían la historia. Quizá por
eso evitaban llamarme la atención por mis columnas, que
repetían sin variantes los comunicados oficiales de las
cadenas de noticias. ¿Qué importaba? Ya no es como en
mi tiempo: hoy nadie lee notas completas, la gente se con-
forma con meros titulares.
Llegué y, como siempre, me hundí en el sillón del
living. Ni siquiera prendí la tele. La oscuridad nunca cae
completa durante la tarde: la luz se empecina en entrar por
las hendijas de la persiana o por debajo de la puerta.
Pensé, una vez más, que ya no tropezaría con sus
cosas: carteras en la cómoda o en la mesada de la cocina,

125
Antología

sus zapatos bajo la mesa del living –o quizás uno ahí y el


otro en el balcón–, alguna blusa o saquito escondido entre
los pliegues de este mismo sofá. Una vida entera acos-
tumbrado a ese desorden, y de golpe me encontraba con
un living impecable y extraño. Me faltaba el caos de su
compañía. Después de veinticinco años de casado era
dura la soledad. Añoraba sus defectos. Añoraba llegar a
casa y descubrir sus llaves obstruyendo la cerradura. Te-
ner que tocar y tocar el timbre, esperar a que ella abriera,
mirarla de mal modo. Descubrir la toalla mojada sobre la
cama, junto al rímel, el delineador, los estuches de maqui-
llaje. Ahora el orden parecía culparme. Tanto vacío le
daba un aire acusatorio a la casa.
Un resonar de rasguños y chillidos apagados sobre
el techo de zinc del balcón rompió el ensueño.
A mi mujer no le hubiera gustada nada que llamara
balcón a esa parte de la casa. Para ella siempre fue un
jardín de invierno, desde el día mismo en que a la inmobi-
liaria se le ocurrió llamarla así. Durante el recorrido, nos
contaron que los propietarios anteriores habían dividido el
balcón y techaron una parte, para ganar espacio. Así de
burdo, ese cerramiento techado, devenido jardín de in-
vierno, enamoró a mi mujer. Quizá porque le gustaban los
pájaros y la estructura entera recordaba a una enorme pa-
jarera de zoológico.
A esa jaula fueron a parar sus trofeos ornitológicos.
En un rincón, el nido de hornero que se había traído de
Purmamarca. Cercana a la puerta vidriera, la jarra de cris-
tal repleta de plumas exóticas. Hasta decidió armar un
cuadro con las estampillas que antes guardaba en un so-
bre. Varias veces me las había mostrado una por una. El
cóndor de los Andes, el cardenal de Belice, la grulla de
Japón. Mi preferida era la del Pingüino de Vincha, de las

126
Mal Bicho

Malvinas. Pygoscelis Papua, decía en letra muy pequeña,


a un costado, la caligrafía apenas reconocible detrás del
sello indolente estampado por el empleado del correo.
Recuerdo cuando ella les asignó un lugar en la pared: aún
no terminábamos de pintar y, con una remera vieja y esti-
rada que la hacía ver hermosa, me dijo acá vamos a colgar
el cuadro de las estampillas.
De nuevo ese rumor como de rasguños. ¿Ratas? Me
levanté del sillón.
Me costó subir la persiana: la falta de uso y la
humedad habían pegado los listones. Logré abrir lo sufi-
ciente como para pasar agachado. El sol estallaba con
fuerza dentro de ese jardín de invierno tan diferente al que
yo recordaba: ahí no había nidos, estampillas ni plumas.
No me había dado cuenta, pero habíamos dejado que el
rincón de los pájaros se transformara en otra cosa. Prime-
ro, un lavadero funcional con tender. En los últimos años,
un galpón. Un cómodo basurero para esconder todo lo que
no queríamos ver.
Las cosas se amontonaban por el jardín, cubiertas de
polvo. La dureza de la luz de la tarde y el barullo de uñas
que venía de arriba les daba un aspecto aún más sucio.
Increíble cómo se acumula la mugre. Caminé entre sillas
rotas apiladas contra la pared, planchas de madera y vie-
jos cacharros de cocina. Moví los restos de una lámpara
de pie –¿para qué habíamos guardado una lámpara de pie
desvencijada?–, y me salió al cruce un hedor reconcentra-
do a humedad, hollín y raticida.
No me atreví a acercarme a la persiana americana
que separaba el jardín de invierno del verdadero balcón,
esa franja de baldosa candente sin techo que da a la calle.
Imaginé que la persiana ocultaba macetas arruinadas por
el polvo y el granizo, una ruina de plantas disecadas y

127
Antología

carcomidas por las ratas, que ahora seguían de concierto.


Miré al techo y me puse a escucharlas.
No eran ratas. En el inconfundible arrullo, en el ba-
tir neumático de sus plumas y el picoteo tenaz, reconocí a
una paloma. Me alivié, no imaginaba en ese momento que
llegaría a odiar a las palomas más que a las ratas.
Ahí parado, se me ocurrió que esa paloma había lle-
gado para ocupar el lugar vacío, como si hubiera percibi-
do la nueva ausencia, el espacio vacante en mi hogar. Con
solo escucharla, mi mujer habría sabido decirme si era
una picazuro, una paloma cualquiera o una torcaza.
¿Cómo toleraba tanto ruido mi vecina del décimo?
A ella le tocaba la peor parte: desde arriba, incluso podía
verla agitar sus alas furiosamente.
No tardará en tirar veneno, me dije, y me corregí de
inmediato: no tardará en pedirle al portero que tire vene-
no. La gente distinguida como la señora Carson es de mo-
lestar al portero para los trabajos sucios.
Volví a entrar y prendí la tele. Paseé por los canales,
y pronto me quedé dormido.
Al despertar, todavía en el sillón, ya era bien de
mañana. Entre lagañas, miré la hora: había dormido cator-
ce horas. Con la idea de inventar alguna excusa y tomar-
me el día libre, fui a la cocina en busca de un café bien
negro.
Y entonces la vi, parada bien oronda sobre sus dos
patitas. Con la cabeza hacia un lado, esa paloma me mira-
ba. No había dudas de que me miraba fijo.
Me quedé inmóvil, sin reacción. La paloma des-
plegó sus alas y se elevó, batió esas enormes plumas, gri-
ses como la ceniza y el hollín. Aleteó y se golpeó contra
el techo, y después con la alacena, y de nuevo con el te-
cho. ¿Cómo había entrado en mi cocina? Pasé por abajo,

128
Mal Bicho

cubriéndome la cabeza, y abrí de un manotazo el ventanu-


co del rincón, encima del especiero. La paloma se quedó
aleteando en el aire, hasta que por fin entendió que le ha-
bía facilitado una vía de escape. Se zambulló por ese ven-
tanuco –arrastró en su inercia un par de frasquitos de es-
pecias– y desapareció.
Dejó una espesa mancha verde en la mesada. Aun
después de refregarla y refregarla, no salió: una sustancia
corrosiva me dañó la madera.
Los muchachos de la sección Sociedad me habían
contado de la epidemia de palomas. Creo que fue Tito el
que salió con lo de la cetrería: proyectaban entrenar hal-
cones para controlar a la población de palomas. Pleno
siglo XXI, y no se les ocurría otra cosa que recurrir a una
técnica medieval. Según Tito, el problema era que la ley
prohibía matar palomas. Así que, en lugar de cazarlas, los
halcones solo las ahuyentarían. Me tranquilizó recordar
esa charla absurda mientras recogía plumas desparrama-
das por toda la cocina: si habían sitiado Buenos Aires, yo
no tenía derecho a quejarme de una única paloma, triste y
solitaria.
Al día siguiente, todavía no amanecía cuando me
despertó el ruido. En realidad, no era lo que se llama un
ruido. Más bien se trataba de un golpe tenue, casi imper-
ceptible: desde que duermo solo en la cama matrimonial,
cualquier cosa me sobresalta. No pensé en la paloma, sino
en el viento silbando por las hendijas del techo.
Agucé el oído, inmóvil dentro de las sábanas, de mi
lado de la cama. No sé por qué insisto en dormir del mis-
mo lado, cuando podría atravesarme; acaso me incomoda
que el colchón conserve la forma de ella, que recuerde su
peso.
Y llegó otro golpe. Y un tercero y un cuarto, más

129
Antología

violento. Un crescendo que ya había oído antes: los pico-


tazos, ese aleteo pesado invadiendo mi cocina, el reptar
inquieto de dedos abiertos en garras.
Salí al jardín de invierno blandiendo la escoba: me
latía la cabeza, ya no conseguiría volver a dormirme.
Nunca había oído un ruido así. Golpeé fuerte sobre la
chapa de zinc, sacudí toda la estructura. En un frenesí de
aleteos y arrullos, quince, veinte palomas escaparon a
refugiarse en los edificios lindantes.

Pero regresaron a mi techo al día siguiente.


Y al siguiente.
Y al siguiente también.
Yo salía con la escoba cada vez, aunque ya no me
resultaba fácil espantarlas, de tantas que eran. Levantaban
vuelo con los golpes, pero bastaba que yo entrara de nue-
vo a la casa para que ellas volvieran a mi techo.
Y los chillidos. Todas las mañanas. Las garras ara-
ñando, los picotazos contra la chapa de zinc en un rever-
berar interminable. No quería ver, pero esas palomas se
multiplicaban día a día, minuto a minuto.
Le pedí al portero que se ocupara: le dije que no nos
convenía tener una plaga en el edificio, que mejor elimi-
narlas sin que nadie se enterase. Que cómo podíamos
arreglar. Me escuchó consternado –indignado, incluso–,
como si le propusiera un crimen.
¿Cuánto faltaba para que el Gobierno soltara esos
halcones o derogara la anacrónica Ley de Protección de
Palomas? La OMS dice que son más amenazantes que las
ratas mismas.
Pensé de nuevo en mi vecina, pobre: acaso la situa-
ción ya la había superado, y llevaba días encerrada.

130
Mal Bicho

La llegada del invierno me tomó por sorpresa.


Una mañana salí a la calle y ya no me bastó con el
saco de media estación. Sumé el sobretodo y la bufanda a
cuadros que me regaló mi mujer, en algún aniversario.
Era el único tan formal en el diario. Era el mayor también,
y ya se sabe que los jóvenes prefieren jeans y buzos polar.
Incluso al Jefe de Redacción le llevo muchos años, él no
conoció el caos de cables que llegaban por télex, la letra
pequeña y mal impresa. El trabajo perdió su viejo encan-
to: ahora basta con un clic en la computadora. Ni siquiera
se permite fumar adentro del edificio. Extraño esos cierres
histéricos, todos corriendo de un lado para el otro en la
espesa humareda.
En la redacción me preguntaron por las palomas.
Hacía tiempo que nadie me sacaba el tema.
—Mejor —dije—, bastante mejor.
Mentía, por supuesto. Prefiero no alentar la charla
en la oficina. Contarles que las alimañas sobre mi techo
seguían con su rutina de picotazos y aleteos nos habría
llevado a más confidencias, y no quiero explicarles por
qué me dejó mi mujer después de tantos años. Compartir
un dolor es profanarlo. Las palabras resultan pequeñas
para contar intimidades. Además, qué sentido tiene con-
fiarle a un desconocido las cosas que me reprocho en la
vida.

El Día del Descubrimiento –porque así lo llamo–,


llevado por una furia inusual de picotazos, enrollé la per-
siana americana y abrí el ventanal que separa mi jardín de
invierno del balcón. Así, entre jazmines y rosales muertos
y macetas resecas, entre plumones y excrementos de pa-
lomas y huevos rotos, distinguí migas de pan. Apetitosas
y frescas destellaban esas migas en el abandono del

131
Antología

balcón. Las palomas volvían y volvían a mi techo en bus-


ca del maná que les proporcionaba la diosa del piso de
arriba.
Insistí con el portero:
—Me cae comida al balcón —le dije—. Pedazos de
galletitas y pan. Incluso miguitas como de escones. Por
eso las palomas vienen y vienen. ¡Hay que hacer algo!
—Culpa del nieto —me contestó el portero—. Es
terrible ese nene. Viene de visita y se le queda a dormir.
Deje, que yo hablo con la señora.
¿Un nieto? No sabía que la señora Carson se había
casado alguna vez. Siempre la había imaginado sola. Y,
vaya a saber por qué, ese nieto me llevó a pensar en los
hijos que no tuvimos con mi esposa.

El portero no solucionó nada: cuando volví a encon-


trar migas en mi balcón, subí a increparla. La obligaría a
tomar medidas con su terrible nene.
Nunca antes le había tocado el timbre.
—¿Sí? —preguntó con la puerta cerrada—. ¿Quién
es?
—Su vecino de abajo.
Y ni bien entornó la puerta estallé:
—Cagadas de palomas, señora. Tengo el balcón
llenó de cagadas de paloma.
Me avergüenza recordar ese momento: en nuestras
charlas de ascensor, jamás tuvo cabida un vocabulario
semejante. Pero yo venía acumulando, y no pude contener
las primeras palabras que me vinieron a la boca. Ella no
atinó a decir nada, noté su sorpresa.
—Las palomas esparcen bacterias y contagian en-
fermedades —le insistía yo—. Son peligrosos sus excre-
mentos. Ahí acecha la meningitis, por ejemplo. Las peo-

132
Mal Bicho

res enfermedades vienen de los excrementos de una pa-


loma. Ex-cre-men-tos, ¿entiende? Heces, mierda de pa-
loma. —La verdad, no me preocupaban esas cosas: lo que
yo no soportaba era el ruido, ese revolotear constante, las
garras sobre la chapa de zinc, los crujidos—. Una paloma
atrae más palomas, señora Carson —seguía yo, y la seño-
ra Carson asentía, me daba la razón sin abrir la boca. Por
lo menos no le echó la culpa al nieto—. Que tenga buen
día, en lo posible.
Y me fui.
Durante los días siguientes retrasé la vuelta a casa
desde la redacción: había descubierto que solo bajo el sol
las palomas revolotean enloquecidas, y decidí darles
tiempo para que descubran un nuevo hogar. Además, si la
Carson les dejaba de dar comida, se resignarían a abando-
nar mi techo.
Una vez le pregunté a Tito por qué se quedaba hasta
cualquier hora en el diario, aunque ya hubiera cerrado su
sección. Tito tiene dos hijos. Once y ocho años, creo. Me
dijo, ese día: Cuando llego tarde a casa, la mitad de mis
problemas están durmiendo. Me reí, pero yo no soy muy
diferente a él. Acabé copiando su estrategia: buscaba re-
trasar la vuelta a casa para no cruzarme con mis palomas.
Por suerte ellas también necesitan dormir. Como los hijos
de Tito.
Pero una tarde volvieron los ruidos, a pesar de todas
mis precauciones: las palomas también extendieron su
jornada, acaso imitándome. Como tantas otras veces, yo
dormía en el sillón del living: sin nada para hacer, había
desarrollado el hábito de la siesta. Entendí por qué los
viejos duermen tanto: es un modo tan bueno como cual-
quier otro de matar el tiempo.
Salí al balcón, al frenesí de cientos de palomas. En-

133
Antología

tre manchas verdes y plumones, vi migas de pan. Me


agaché para recoger un puñado, y algo me cayó en la ca-
beza. Con asco, me tanteé el pelo, no podía creer que una
paloma me hubiera acertado. Pero no: se trataba de una
miga de pan, deshecha y húmeda, como la que se le da a
los bebés.
—El nene —se me escapó en voz alta—. El nene
visita a su abuela.
Miré hacia arriba y no vi nada. Pero otra miga cayó
en mi balcón, y más y más migas cayeron sobre las baldo-
sas, las macetas vacías, la tierra seca.
No me importó la corbata ladeada o la camisa afue-
ra: corrí escaleras arriba el tramo que me separaba de la
señora Carson y del nene, no podía esperar el ascensor.
Recién delante de su puerta, agitado por el esfuerzo, me di
cuenta de que iba descalzo.
Toqué el timbre, y sin dar tiempo a responder gol-
peé la puerta.
—¡Vecina! —dije, y seguí golpeando con el puño
hecho una maza.
Abrió, y ahí nomás le dije, con la mano abierta y
mostrándole esas migas rancias y los plumones:
—Qué habíamos hablado, señora.
Y levanté la vista. La Carson había sido siempre pa-
ra mí una más en el edificio, ni reparaba en ella. Pero esta
vez la miré de verdad, sin cortesías de ascensor. Se había
puesto un saquito largo sobre el piyama, y no lo ocultaba
del todo: la delataba la otra tela que asomaba en bajorre-
lieve con los puños, y esa rara hinchazón sobre el torso.
Demasiada ropa, puesta a las apuradas. También se había
anudado un pañuelo sobre el pelo seguramente despeina-
do. La había sorprendido de entrecasa y, a pesar de la
edad, mantenía su coquetería. Al fin y al cabo era una

134
Mal Bicho

mujer.
En los ojos hundidos, detrás de la sonrisa amigable,
su cara evidenciaba una vida larga y difícil. Tenía la boca
llena, los cachetes inflados, las comisuras todavía con
galletitas. Las mismas galletitas que yo cargaba en el hue-
co de mi palma.
No había nieto, era ella la de las migas. Un equívo-
co del portero, o una mentira. Signada por la pena, nadie
visitaba nunca a la señora Carson.
Quedamos en silencio, mirándonos. No había apuro
en la expresión de ella: esperaba con calma que yo habla-
ra. Y, por extraño que parezca –como tantas otras veces,
no había palabras entre nosotros–, ese fragor de palomas
compartido, lentamente, con los días, me ayudó a com-
prenderla. Todos estamos solos con nuestra frustración
secreta. Cada uno va por la vida como puede, sobrevive a
su modo. ¿Quién era yo para arrebatarle la compañía de
sus palomas? Había vivido demasiado tiempo enojado,
me faltaba compasión. Quizás un poco de compasión
hubiera hecho que las cosas fuesen diferentes con mi es-
posa.
—Discúlpeme, señora Carson —dije, pero no le
hablaba a ella.
No me entendió, me miró extrañada.
Y me fui, volví a mi departamento vacío. Sin mi es-
posa. Sin palomas.
Me tiré en el sillón. Al poco rato me quedé dormido.

135
Mal Bicho

JULIA, JULITA, ME DICE QUE ESCUCHE; mira hacia


los ladridos que acaban de venir desde el bosque, loma
abajo. —¿Hay un perro acá? —Me mira un poco emo-
cionada.
—No sabía. Puede ser.
Estamos sentados en el pasto, afuera de la cabaña,
esperando que Vera vuelva de recolectar especímenes. Ya
no vamos más con ella, Julia y yo, desde ayer. Un viento
nos recorre los brazos y la cara, y todos los olores del
lugar son frescos. Haber venido acá fue un error. Cabaña,
loma, bosque, el pueblo más cercano a veintidós kilóme-
tros, sin señal a la redonda. No importa dónde estamos:
nos sentimos en la nada. Yo solamente espero que estas
vacaciones en Ayende peguen alguna clase de giro y em-
piecen de una vez a funcionarnos a Vera y a mí. Julia y yo
nos quedamos en silencio.
—Mirá, pa —grita Julia, y señala.
El perro emerge del bosque trotando hacia nosotros
con la lengua afuera. Ya nos vio y mueve la cola. Lleva la
boca tan estirada por la agitación que parece que sonríe.
Viene hasta nosotros con el hocico pegado al suelo y nos
huele para mostrarnos que es amistoso, para comprobar si
también lo somos. A Julia le da cosquillas ser olfateada y
se ríe y el perro juega con ella; al rato estamos los tres
esperando a ver si Vera vuelve antes de que oscurezca.
Julia le tira palitos al perro, pero el perro no entien-
de qué hacer; entonces se emociona y se planta en las

137
Antología

patas traseras y le ladra en la cara. A ella le encanta eso.


La dejo a Julia con el perro y me voy a revisar las gomas
del auto, del otro lado de la cabaña. Es casi toda de ce-
mento, cúbica, con ventanales en cada dirección. El auto
está al lado del tinglado con el generador eléctrico. Ya no
lo usamos, nos quedamos sin rueda de auxilio; la que
traíamos la usamos cuando subíamos la loma y pisamos
uno de esos bichos. Viajar casi mil kilómetros y venir a
pinchar a dos cuadras de destino. Al final lo pude arrancar
de la goma con una pinza. Vera no me dejó tirarlo: era
rarísimo, totalmente cubierto de púas de medio dedo de
largo, acorazado, y seguía vivo. Vera estaba emocionada,
se movía apurada como si estuviera conteniendo pis. El
bicho apenas vibraba de a ratos, atrapado en la pinza; el
zumbido era denso, grave, de algún modo peligroso. Lo
guardó en un táper y en la cabaña lo pasó a un frasco
grande de vidrio, uno de esos frascos para galletitas, con
tapa hermética; ahora está sumergido en formol, sobre la
mesada de la cocina, y dentro del formol sigue vivo y se
pasa el día pegando contra todas las paredes. Cada golpe
suena como una piedrita. No vimos más hasta ahora pero
Vera dice que donde ves un bicho, hay un montón más;
yo le creo, la entomóloga es ella. De muchas maneras, me
cuesta dejar de pensar en ese frasco. Las vacaciones iban
a ser para nosotros; las necesitábamos. Pero al verle la
vieja emoción bichera, empecé a entender que esto era
más de lo de siempre. Hasta había traído formol.
Nos va a hacer bien, me dijo antes de venir, son-
riendo con sus brackets nuevos, vamos a pasar tiempo
juntos de nuevo y capaz hasta escribís. Yo pensaba en lo
bien que le quedaban, siempre me gustaron los brackets
en una mujer, qué tal si se los había hecho colocar a
propósito para mí. Escribir, no escribía desde hacía un par

138
Mal Bicho

de años, desde mucho antes de nuestra separación, y era


algo que ya me había dejado de importar. Vamos a estar
juntos, le dije, nada más que a eso vamos, los tres.
Me da impresión, el bicho, la manera en que se
mueve en el formol desde hace días, cómo golpea contra
el vidrio; creo que no va a parar hasta romperlo.

...

Los primeros días en Ayende hicimos varias excur-


siones largas por la zona, que se extendía abajo, ondulan-
do, hacia donde uno tuviera deseos de caminar. Prefería-
mos no usar el auto, por las dudas, cuidar los neumáticos.
Desde la cabaña, la loma bajaba: bosques de pinos y arau-
carias y alerces en todas direcciones, bosques frescos,
oscuros, que en algunos sitios se volvían muy, muy anti-
guos. El tercer día por la tarde llegamos los tres a un claro
amplio, pelado, justo saliendo de uno de los bosques, un
terreno muerto. Vimos troncos blancos y troncos carboni-
zados, encorvados por el silencio. Ya no venían pájaros,
no había nada, nada quería venir acá. Julia me apretó la
mano; el lugar parecía un cementerio en ruinas, tenía esa
atmósfera muerta y calladísima, eso que hace que uno
apriete la boca y se meta para adentro. Avanzamos hacia
el centro del claro; la ceniza gris, apelmazada por las llu-
vias, no producía ningún sonido, era solamente una textu-
ra blanda a través de las suelas. Le pedí a Julia que mejor
jugara en el borde del bosque. Ahora voy, pa, me dijo.
Vera desmenuzaba un poco de ceniza entre los dedos. Se
incendió el invierno pasado, me dijo, abstraída. Contorneó
con el dedo círculos crecientes hasta llegar a los bordes
del cementerio. Me contó que los incendios a veces son
invisibles, que pueden empezar bajo tierra. Un árbol se

139
Antología

quema por adentro y hay brasas y se va propagando por


las raíces, por la tierra, y a veces está semanas creciendo
así. Su voz vibraba alrededor de todo lo que estaba muer-
to sin lograr darle vida de nuevo. Era una estupidez pen-
sarlo, pero por el modo en que el lugar absorbía su voz, a
mí me crecía la sensación de que ahí la muerte le ganaba a
todo. Podés estar parado sobre un incendio y ni te das
cuenta, dijo. Viajan muy lejos. Otros árboles se queman
de a poco por adentro, también, y cuando ves algo, cuan-
do al fin aparece el humo, ya es tardísimo para cualquier
cosa.
Yo le pregunté si era común que los bosques se in-
cendiaran fuera del verano. Ella me dijo que había sido
raro y muy trágico. Para la gente, le pregunté. Para el
bosque, para la fauna, para los insectos, me dijo, este fue
un incendio chico pero el costo del ecosistema fue altísi-
mo, siempre es. Julia caminaba sobre un tronco. Vos ya
estuviste acá, le dije. Ella no se hizo la desentendida. Va-
caciones las pelotas; viniste a trabajar, vos. Me sostuvo la
mirada. Son unos artrópodos increíbles, Juan, totalmente
desconocidos, ¿vos entendés la tesis que puedo escribir
sobre esto, los papers, todo? Me va a dar fácil para diez
años más en el conicet. Miré hacia otro lado, exhalé, em-
pecé a caer en la vieja costumbre de ceder y la dejé
hablar. Lo que estoy buscando apareció acá, lo vieron acá
por primera vez. ¿Después del incendio? Sí, un par de
días después. ¿El mismo bicho que pisamos? Sí, exacto.
Yo pensé en el bicho en casa, golpeando contra el vidrio
durante todo el tiempo que no estábamos allá, y le pre-
gunté, ¿aparecieron por el fuego?, y ella dijo, puede ser, el
calor hace que los huevos maduren mucho más rápido si
no los quema, y yo quise saber de dónde había venido el
huevo. Ella giró los ojos en otra dirección para no mirar-

140
Mal Bicho

me. Nadie sabe, me dijo, nadie entiende: aparecieron.


Julia estaba jugando entre unos árboles negros a varios
metros; tenía el short y las zapatillas manchadas con
carbón. Yo no entiendo, le dije a Vera. Qué cosa, me dijo
ella. Por qué nos trajiste acá. Estamos de vacaciones, me
dijo, el lugar es hermoso; bueno, salvo esto, el resto es
precioso, qué más querés. A vos te quiero, le dije. Bueno,
acá me tenés, ¿no? Me tapé la boca y me di vuelta. Volví
a ver a Julia, subida a un tronco caído, toda manchada; la
llamé, ¡Julia!, y ella se dio vuelta y se quedó quieta
mirándome desde el lomo de ese tronco pero no supe qué
más decirle; volví a mirar a Vera con otra cara, con algo
que estaba a punto de explotarme en la garganta. No, Ve-
ra, estas no son vacaciones, yo no sé dónde estás vos pero
no estamos acá de vacaciones, te estamos siguiendo. Ella
empezó a decir algo pero le hablé encima. Traerla a Julia,
¿vos viste lo que son esos bichos? Vera levantó las cejas,
son insectos nada más, me dijo, con mucha suavidad, sus-
pirándolo. Ya estamos acá, Juan, siguió, ahora estamos
juntos, volviendo; ayudame a buscar, dale, no seas así.
Respiré hondo. Sentí la presión en un nervio, en una fibra,
en alguna esperanza. Exhalé por la nariz, lento, afloján-
dome. Buscar qué cosa, le dije, ¿bichos? Un nido, huevos.
Cómo son. No sé, nadie sabe, puede ser como un hormi-
guero, o un pocito, o capaz están pegados en el costado de
un tronco o abajo de uno, hay que darlos vuelta. Empezó
a dar pasos con cuidado, mirando hacia sus pies, y habló
sin mirarme, ojo dónde pisás, puede haber bichos medio
enterrados en la ceniza, viste los pinches que tienen. Julia,
grité, y ella se dio vuelta para mirarme, jugá del lado del
bosque, hay mucho sol acá. Ella ya se había aburrido del
cementerio, así que fue a meterse entre los árboles vivos.
Empecé a caminar por los parches de ceniza y tierra.

141
Antología

Estuvimos media hora buscando. Al final no encon-


tramos nada y Julia se estaba quedando dormida en el
pasto. Vera dijo, por qué no vuelven ustedes, yo los al-
canzo en un rato. Mientras Julia y yo nos alejábamos de
regreso, entendí que lo que deberíamos haber estado bus-
cando lo estábamos perdiendo ahí mismo. Entonces le
pedí a Julia que me esperara un momento, bajé hasta Vera
pisando pesado, rompiendo el suelo, y le dije que Julia y
yo no íbamos a acompañarla nunca más en estas excur-
siones.

...

Vera llegó de noche, cuando dormíamos; escuché la


puerta abrirse con unos clics metálicos y ella se deslizó en
la casa: suelas sobre el piso de madera. La escuché que-
darse en la cocina, pensé que viendo el frasco, filmando
con el celular, tomando algunas notas. Al rato abrió otra
puerta y la oí bañarse con la palangana llena de agua fría.
Estuvo un rato largo haciendo chorrear la esponja sobre el
agua. Sentí cómo se me iba anudando el estómago, cómo
me iba soltando su lento mensaje. Vera entró a la cama,
apretó su cuerpo helado contra el mío. Respiraba muy
cerca de mi cara y le di la espalda. Ella aflojó los brazos y
se volvió a su lado de la cama. Me quedé escuchando los
grillos. Vera tampoco podía dormir, y cada movimiento
de ella tironeaba las sábanas y me irritaba. En algún mo-
mento, Vera dejó de moverse. Yo sentía un poco de náu-
seas por el estómago tan apretado. Qué hago acá, me dije.
Los grillos fueron dejando de sonar hasta que me quedé
pendiente del silencio, con la sensación de que yo era lo
único despierto en la noche, y entonces empecé a distin-
guir que no estaba solo; percibí los golpecitos opacos,

142
Mal Bicho

vivos, irregulares, que venían desde la cocina. Me llega-


ban hasta la habitación como una canilla que goteaba ar-
bitrariamente; eso era sobre todo lo que me despertaba, la
arritmia; cada golpecito me tomaba desprevenido. Ya
debía llevar horas en la cama; me dolía el cuerpo. Me di
vuelta de nuevo, no sabía cómo dejar de escuchar. Me
irritaba que Vera abrazara una almohada, que respirara
tan pesado, tan aliviada, descansando tanto, que soltara
ese aroma a piel tibia y dormida. Sentí que nunca debería
haber aceptado venir, que para qué había dejado mi depar-
tamento.
Resoplé por última vez y abrí la sábana de un mano-
tazo. En un movimiento, quedé sentado al borde de la
cama. Me refregué la cara, me agarré el estómago, exhalé.
Por un momento deseé despertar a Vera, no dejarla dormir
tampoco; ¿eso era de algún modo odio? Estuve a punto
pero me contuve. Los golpecitos contra el vidrio persis-
tían, no iban a callarse nunca. La cosa que Vera había
guardado en formol seguía buscando la manera de salir.
Yo no sabía nada sobre formol, me pregunté si era natural
que un bicho pudiera sobrevivir cuatro días sumergido
ahí. Tanteé la mesa de luz, encontré la linterna, el contac-
to con el piso me provocó un escalofrío. Salí del cuarto.
En la sala, los golpes se volvían más audibles. La
cocina era parte de esa sala, y al lado de una cafetera vi el
frasco, lleno de líquido. Encendí la linterna.
Parecía un piñón de araucaria, un abrojo. Sobre el
lomo, las púas eran más largas, como de cactus, peinadas
hacia atrás; el resto del cuerpo estaba recubierto por otras
mucho más cortas y terminaban en ganchos. Se articula-
ban entre sí como dientes que molían en conjunto. Para
moverse dentro del formol, inflaba su cuerpo, se expandía
en un delta. Alas, pensé; vuela. Con una contracción en

143
Antología

cadena de sus segmentos, se disparó contra una pared;


hizo sonar el vidrio como una piedrita. Desplegó muchí-
simas patas, se quedó agarrado y se volvió a deshinchar, a
convertir en una cosa alargada. Patinaba a velocidad sobre
una de las paredes, tratando de escalar dentro del líquido,
y las patas rápidas le resbalaban sobre el vidrio, me daba
impresión. Vi, en el medio del vientre, un diafragma ne-
gro, alguna clase de boca pinchuda que apenas se contraía
cada tanto como una pupila.
Llevé el frasco afuera. Sentí varios golpes opacos a
través del vidrio. La noche era como tinta negra que flo-
taba alrededor de nosotros. Miré un momento la sombra
del auto; apenas alcanzaba a distinguirlo y esperé que las
gomas estuvieran bien. Apoyé el frasco, vivo, enfurecido,
del lado de afuera de la puerta y volví a entrar. La casa
estaba en silencio ahora. Me asomé al cuarto de Julia, la
miré un rato hecha un bollo, y regresé a mi cama.

...

Me desperté tarde. Estaba solo en la cama. Sentí en


el aire olor a tostadas, café, leche caliente y el zumbido
del generador eléctrico.
En la sala, Julia estaba sentada sola a la mesa, desa-
yunando de a poco, con cara de dormida. Se llevó un
tazón a la boca y miró dentro. Vera se movía apurada por
la cocina y la sala revisando las provisiones. Ya tenía
puestos los borceguíes y la mochila de paseo violeta le
colgaba de una correa. Descubrí el frasco de vuelta en su
estante, el bicho golpeando.
—Buen día —les dije. Le planté un beso en la fren-
te a Julia. Vera se detuvo frente a una caja y empezó a

144
Mal Bicho

sacar latas de atún y caballa. Guardó las latas en la mochi-


la; conté nueve o diez.
—¿Todo eso vas a almorzar?
Ella me miró, se rio por la nariz.
—Vuelvo a la tarde, linda, y salimos a jugar un rato.
—Dale, ma —dijo Julia de un modo distraído.
—Voy a traerle algunos amiguitos a este. Juan, me
voy un rato, nada más; almuercen tranquilos. Si podés,
fijate el generador, cargale nafta.
Sentí calor en las puntas de los dedos. Empecé a ce-
rrar las manos con fuerza.
—Vera —dije, casi inaudible.
Vera no prestó atención. Revisaba apurada los cie-
rres, cargó una cantimplora de plástico con agua, mezcló
polvo de jugo dentro, listó cosas en voz alta para no olvi-
darse de nada.
—Vera, escuchame.
Me miró mientras terminaba de asegurar la cantim-
plora a la pequeña mochila de paseo.
—Tendríamos que hablar.
Suspiró, levantó las cejas, negó con la cabeza.
—Yo te quiero decir algo, Juan. —Miró hacia el
frasco, luego a mí—. Me gustaría que los especímenes no
queden nunca más afuera, ¿puede ser? —Algo por aden-
tro se me estrujó—. Esto es muy valioso, se puede dañar,
¿está?
Respiré, busqué aliviar el nudo. Sentí la cara frunci-
da y me di cuenta de que no podía cambiar la expresión
aunque intentara. Me di vuelta, caminé por la sala, se me
mezclaban los pensamientos, y Vera seguía con la mirada
clavada en mí. Traté de ablandar la cara.
—No te olvidés el abrelatas —le dije.

145
Antología

La cara de Vera fue, por un momento, perplejidad;


al siguiente se iluminó: expuso todos sus brackets. Lo
buscó en un cajón, lo guardó, cerró la mochila, movió un
brazo en el aire en saludo general, con la mochila colgada
de una correa, y repitió que por la tarde estaba de vuelta.
—Chau, ma.
—Divertite allá.
La puerta se cerró. Vera se fue alejando por la pica-
da; la veía por la ventana de la cocina, yendo cuesta aba-
jo, a velocidad, hasta que terminó de entrar en el bosque.
Supe que de alguna manera no la iba a volver a ver.
Ella ya había decidido, yéndose esa mañana, o yo ya ha-
bía decidido, al verla irse, o el día anterior en el cemente-
rio; en todo caso daba lo mismo, algo ya no iba a volver a
ser.
...

Anduve un poco perdido esa mañana, mirando por


el ventanal. Julia era todavía una novedad para mí, me
había desacostumbrado demasiado pronto a estar con ella,
a encontrar qué hacer los dos, cómo pasar el tiempo. El
año sin vivir con ella apenas había terminado hacía un
mes y recién empezábamos a convivir de nuevo. Pensé en
esos meses viviendo en ese departamento silencioso; nun-
ca había tenido una cama ahí para Julia; no podía recibir-
la. La había visitado en casa de Vera o para llevarla al
colegio por la mañana. El departamento me había conte-
nido mientras tocaba fondo, de una manera en la que so-
lamente se puede estar solo: para incubar cosas, para salir
eventualmente.
—Pa —me dijo—, ¿me traés el frasco?
—Para qué lo querés.
—Quiero dibujarlo.

146
Mal Bicho

El bicho reptaba sobre una de las paredes. En cuan-


to agarré el frasco, empezó a rebotar adentro. Sentí la vi-
bración de los golpes en mis palmas como descargas
minúsculas, agresivas. El bicho estaba enloquecido aden-
tro. Se inflaba para zumbar, aunque el formol fuera el
silencio. Me pregunté si con suficiente raid lo podría ma-
tar.
—¿No querés que vayamos afuera?
—Después. Ahora tengo ganas de dibujar.
Dejé el frasco sobre la mesa, donde ella quería, le
acaricié el pelo y me senté con ella. Con celeste, empezó
a copiar la silueta del frasco.
—¿Te gusta ese bicho?
—No sé —me dijo como de lejos, atenta al mode-
lo—. Me da gracia cómo hace con las patitas.
Julia empezó a dibujarle la panza, una espiral para
la boca, que se abría y se contraía en el centro del vientre;
mientras se concentraba en lo que hacía, lo único que yo
escuchaba era la frotación de los marcadores y un golpe-
cito, cada tanto, del bicho, y yo pensaba que nada en el
mundo podía pasar cuatro o cinco días sin respirar y se-
guir tan vivo, o soportar encima el peso de un auto com-
pleto y cargado, una presión de cuántas atmósferas, sin
reventar, que algo así le pertenecía al espacio; empecé a
imaginar insectos que flotaban, nubes y nubes de ellos
moviéndose a través del vacío, enjambres como planetas.
Saltaban ciegamente sobre el lomo de otros para impul-
sarse entre ellos mismos, por un instinto primario, casi
nulo; soltaban sus huevos dentro de la inercia, se comían
entre ellos, dejaban atrás mucho menos de lo que conse-
guían empujar hacia adelante. Me pregunté si podría es-
cribir sobre eso. Los imaginé cayendo en planetas; cada
tanto, la gravedad atraparía a nubes enteras o a unos po-

147
Antología

cos. Serían necesariamente ignífugos; entonces ya no im-


portaría ni la entrada a la atmósfera ni el aire respirable ni
el índice de gravedad: estaban hechos para ir de mundo en
mundo, reproducirse, devorar lo que hubiera, rebalsar
todo y salir disparados de nuevo al espacio exterior en
tormentas que subían en todas direcciones y tapaban el
cielo.
Lo que Julia estaba dibujando me dio impresión.
Terminó de colorearlo.
—Vení, Julia, vamos afuera un rato.

...

Julia, Julita, se queda mirando hacia donde mira fijo


el perro. Me quedo atento desde la cocina. El perro gime,
ladra. Toco el vidrio fijo de la ventana, le grito a Julia si
pasa algo.
—¿Pa? —dice bajito, enajenada por el bosque—.
¿Pa? ¿Pa? —Y después grita aterrada—: ¡Vení!
Corro hasta la puerta, y afuera ya siento cómo vibra
el aire. El perro gime con las orejas pegadas al cráneo, la
cola entre las patas, ladra al bosque.
—Pa, ¿qué pasa?
No llega todavía a ser un sonido, pero la densidad
va creciendo, y pronto va a empezar a serlo. Siento algo
que empieza a zumbar mucho más cerca, pero no viene de
ahí abajo, no entiendo por dónde se acerca. La cosa cruza
cerca de mi cara a menos de un metro. Me echo hacia
atrás y agarro a Julia del brazo.
—¡Adentro, rápido!
El perro se dispara con nosotros, entra primero. En
el umbral, con Julia ya del lado de adentro, me doy vuelta
y los veo. Tres, cuatro de esos borrones, cruzándose afue-

148
Mal Bicho

ra, cinco, nueve, explorando el terreno, catorce, veinte,


treinta, ya dejo de entender cuántos.
—Pa, dale, qué hacés —Julia me sacude la mano—,
¡entrá!
Afuera, todo zumba. Tardo un momento más en
despabilarme y cerrar. Trabo con llave, no sé para qué.
Los bichos descubren la casa, les llama la atención. Los
bichos rebotan contra el ventanal. Abrazo a Julia, que
tiembla, que esconde la cabeza en mi pecho, y nos que-
damos en el centro del living; le acaricio el pelo diciéndo-
le shhh. Al principio son golpecitos espaciados, como si
un granizo liviano empezara a soltarse con muchísima
lentitud. Algunos reptan por la ventana, exactamente co-
mo si espiaran adentro y nos vieran.
—No pasa nada, amor, son unos bichos y ahora se
van.
Se va formando un enjambre afuera. La ventana se
llena de bichos que se desinflan al aterrizar; caminan por
el vidrio para estudiarnos. Julia no me quiere soltar pero
me acerco a ellos con una sensación de vértigo que trato
de romper. Los veo mejor, cómo despliegan las patas
retráctiles, se posan, y en ese momento se desinflan y di-
latan las bocas. Un bicho aterriza sobre otro, en diagonal,
y lo tumba; lo ataca con ferocidad por debajo, en la boca.
Dura un momento. Todas las púas curvas de su vientre se
activan como una motosierra, y el que queda dado vuelta
se vuelve a inflar pero ya no tiene posibilidad; en seguida
se apaga y se suelta de a poco del vidrio mientras el que
ataca lo sigue devorando. Dónde está mami, dice Julia,
dónde está mami, empieza a gritar, agudísima, dónde está
mami. Los bichos llueven contra el ventanal y por detrás,
el aire está tapado de copos marrones que se cruzan, que
se paran en el vidrio a mirarnos o a matarse entre sí. Las

149
Antología

peleas son rápidas y siempre uno cae despegándose de a


poco del vidrio. El zumbido es una ola que hace vibrar
toda la cabaña. Le digo a Julia que mami está bien, que
está muy lejos de acá, que está bien. El perro ladra, salta
de una silla a otra, está enloquecido con la lluvia de gol-
pes sobre el ventanal, y Julita se aprieta contra mí. El pe-
rro tiene tanto miedo que deja de ladrar, y yo abrazo fuer-
te a Julita y ella llora y no puede dejar de soltar gritos de
terror. Afuera es un granizo feroz y parece de noche.

...

Todo queda en silencio, casi de golpe. No puede


haber pasado más de un rato, aunque pareció durar horas:
sigue siendo de día. Tengo que salir a buscar a Vera. Julia
está dormida, agotada por el pánico, y el perro tiembla
debajo de una mesa. La dejo a Julia sobre el sofá, con
cuidado, y la tapo, y cuando casi está por despertarse le
digo que se quede ahí.
Me acerco al ventanal. Afuera hay pilas de cuerpos
contra la ventana; los cadáveres tapan el piso de la galería
y todo el pasto. No entiendo qué pasó, si se aburrieron de
la cabaña o si se devoraron entre ellos. Me cambio las
zapatillas por unos borceguíes de suela gruesa y salgo.
Los bichos no crujen cuando los piso; algunos se clavan
en la goma. Es como ir pisando piedras que se incrustan.
Cada tanto refriego los pies contra el pasto o un tronco y
partes de ellos se sueltan. Grito hacia el bosque, ¡Vera!,
¡Vera!, pero el bosque permanece callado.
Doy la vuelta a la cabaña sin esperanza. El auto, de
lejos, parece semienterrado, sostenido en una posición
extraña. El parabrisas también está cubierto de bichos
muertos. Me da la impresión de que estuvo dentro de una

150
Mal Bicho

tormenta de arena negra. Con el corazón en los pies, doy


la vuelta al auto, callado, con la misma sensación de
cuando entramos al cementerio. Las cuatro ruedas están
deshechas, y ya no me queda corazón para nada; simple-
mente me voy bajando en cuclillas y me agarro la cara y
me suelto a llorar lo más callado que puedo.
A Julia le explico tranquilo que ya pasó, que voy a
buscar a Vera, que sé dónde está, y que no salga porque
está lleno de pinches. ¿Me quedo solita?, me dice y yo le
digo que es grande. Dejá la puerta cerrada pero no con
llave, ¿estamos? Julia no quiere pero se resigna. Agarro
un camisón de Vera y un cordel largo y liviano, de varios
metros, que puedo usar de correa. Cuando salimos de la
casa alzo al perro, por los bichos. Se incrustan en mis
suelas y se van soltando. Si llego a tropezarme ahora, va a
ser como caerse de cara sobre un cactus. Acerco el ca-
misón de Vera a su hocico. El perro va captando porque
revolea la cabeza, pesca frecuencias olfativas en el aire.
Lo uso como una antena. Bajamos hasta el linde del bos-
que, donde ya no hay bichos, y en cuanto dejo al perro en
el suelo, sale disparado hacia los árboles.
Tironea de la soga, que se pierde en la maleza,
siempre hacia adelante. Empiezo a trotar y el perro sigue
tirando; creo que entendió la idea porque me está llevando
por la picada del cementerio. Ya no importa nada, empe-
zamos a correr. Los tirones en la soga me guían, cambian
de dirección, esquivan cosas, me dejo llevar. Me acuerdo
de estos bosques, sé por dónde vamos; no sé qué siento y
solamente puedo pensar Vera, Vera, Vera, entre árboles y
ramas, hasta que entramos al claro completamente muer-
to.
El perro se detiene en el suelo blando. Camina en
círculos hasta que encuentra un punto y escarba. La ceni-

151
Antología

za sale volando con violencia hacia atrás. El perro sigue


escarbando, tiene que meter el cuerpo en ese pozo, algo
encontró. Cerca, en el suelo, entre unas latas abiertas, algo
brilla, algo pequeño, no sé qué es. El perro gime, ladra,
vuelve a gemir y lo veo tratar de salir del pozo, escarbar
hacia atrás, pero desaparece adentro antes de que pueda
moverme. Hay aullidos, muchísimo dolor. Después, ago-
tamiento; regresa el silencio. Levanto el brillo y respiro,
respiro más fuerte, siento que me quedo sin aire, son tres
o cuatro dientes todavía agarrados al arco de unos brac-
kets, y entonces empiezo a gritar.

...

En algún momento llego de vuelta a la cabaña. No


sé cómo, ni cuánto tardé. Toco los dientes en el bolsillo.
Me siento alejado de todo y a la vez encerrado en lo más
inmediato. No quiero que Julia me vea. Me quedo lejos y
espío por el ventanal: a ella en la sala, dentro de esa caba-
ña rociada por afuera con bichos muertos. Es el lugar más
seguro, me vuelvo a decir, y voy al tinglado. Los bidones
de nafta siguen al lado del generador. Agarro los dos, uno
en cada brazo, como paquetes. Entonces estoy corriendo
otra vez entre los alerces antiguos. Los brazos me duelen
pero no me detengo en la última picada, y en algún mo-
mento piso nuevamente el cementerio.
El nido, Vera, es debajo de la ceniza, adentro de la
tierra. Lo descubrió el perro. Vacío un bidón completo en
la boca del pozo. Dale gracias al perro, le digo a Vera en
mi mente. A medida que el bidón se va haciendo más li-
viano, siento que la ceniza empieza a vibrar un poco, aun-
que puede ser que lo esté imaginando. Muy abajo, algo se
estará despertando. Que sea como una cueva, ahí adentro.

152
Mal Bicho

El vapor de la nafta me marea. Que sea ahuecado, que el


gas se acumule. Destapo el segundo bidón y empiezo a
volcar otros veinte litros de nafta por el agujero. Que ex-
plote todo. No sé si habrá otras salidas; no tengo tiempo
de buscarlas, y entonces algo me sube por la mano, zum-
ba, y siento fuego sobre el brazo. Le doy manotazo y sos-
tengo el bidón; lo clavo en la salida del pozo. En la piel
arrancada a lo largo del brazo, veo un canal abierto que se
inunda de sangre; a la altura de mi muñeca algo se asoma,
una bolita blanca, y casi pierdo el equilibrio. El bicho
vuela alrededor, en círculos amplios, como perdido. Con
lo que queda de nafta chorreo la boca del pozo. El insecto
se acerca en círculos, buscando un ángulo para tirarse
contra mí. Acerco el encendedor apagado a la boca del
pozo. Sé que es una locura pero ya no importa nada. La
mano lastimada me quema pero espero, espero, cuento
segundos, el bicho se tira contra mí y entonces chasqueo
el encendedor: la nafta enciende la boca del pozo y al
momento siguiente siento cómo todo el suelo debajo de
mí retumba y se eleva.

...

Es abrir los ojos y sentirme anidado en algo calien-


te. Estoy de espaldas pero no llego a entender la posición
de mi cuerpo; siento mis piernas más altas que la cabeza.
Suben chispas al cielo, por todas partes. No sé dónde es-
toy, salvo que estoy entrando de cabeza en la ceniza; es-
cupo polvo, me cuesta mover la espalda, responder a la
orden de movimiento, es como estar entrando en un
colchón blandísimo. Hace demasiado calor. Mi cabeza se
sigue hundiendo en la ceniza mientras el aire se llena de
copos de fuego, por todas partes, chispas que siguen vi-

153
Antología

vas. Ignífugos, pienso, recuerdo, y estiro los brazos para


agarrarme del pozo en el que estoy entrando, de alguna
pared: rasco, busco raíces, tierra; me sigo hundiendo, en-
cuentro algo firme. Consigo tirar todo el cuerpo hacia un
costado y clavar un pie en la pared. Salgo, y me alejo ro-
dando cuando el colchón se derrumba dentro de un pozo
de brasas. El calor sube de golpe y me lastima la cara.
Julia, pienso, Julita. Me levanto. Camino. No sé por qué
me saco la remera. Veo mi brazo vendado. En algún mo-
mento, me veo afuera de la cabaña. Julia sigue adentro,
tranquila. Es un alivio. Me desmayo.

...

Pasan días, y de noche el incendio lejano es un res-


plandor. Julia y yo lo vemos desde la casa. Siempre hay
olor a quemado, a niebla. Pienso que el incendio que ve-
mos tal vez no sea el verdadero: debajo de la tierra, ima-
gino raíces como brasas. Una mañana, empiezan a oirse
helicópteros. Julia me pregunta seguido sobre Vera. Le
digo que está bien. A la tarde empiezan a surgir otras
fuentes de humo, columnas lejanas, nuevas, tres o cuatro
muy espaciadas. Estamos, entonces, parados sobre el ver-
dadero incendio.
Ahora contemplo un rato largo el horizonte, las
nuevas columnas, mientras Julia duerme una siesta aden-
tro. Tres helicópteros van y vienen. Todo es lejano. No sé
si nos ven, si van a bajar a rescatarnos. No podemos vol-
ver hasta que se encuentren con los bichos y alguien me
pueda creer lo que pasó.
Afuera, ya siento cómo vibra el aire.
Me lleva un rato entender que algo le está pasando
al suelo, algo sísmico. Sin aviso, el horizonte entero se

154
Mal Bicho

levanta de golpe, de punta a punta, como una ola: una


pared absolutamente negra. Por un momento no entiendo
lo que veo; al siguiente me parece inmenso, inevitable. La
ola sube veinte metros, cuarenta, y sigue creciendo mien-
tras reemplaza al horizonte. No, me digo. Me ablando
entero, como si me apagara; siento que me estoy dejando
caer adentro de lo que veo. Julia se asoma por la puerta
medio dormida para buscarme. ¿Pa? La miro, no quiero
que pase, no quiero que pase, y corro, la abrazo y la le-
vanto en el aire. Ella me mira, me respira en la cara, se ríe
porque la levanto, mientras me giro, antes de que vea esa
pared que se nos viene encima, para que ella quede de
espaldas a la ola, que ahora tiene más de cien metros y
empieza a volcársenos encima, y la abrazo, no voy a sol-
tarla, no voy a soltarla nunca, y ella se ríe y también me
abraza. Todo el aire se hace un temblor, la luz ya casi está
extinta, y yo le sostengo fuerte la cabeza.

155
Este libro se terminó de imprimir
en el mes de abril de 2017
en Bibliográfika - Barzana 1263 - C.A.B.A - Argentina
© ColecciónPDP 2017
www.pelosdepunta.com

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