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MalBicho 166 PDF
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© 2017 Autores Varios
I - Doña Minerva
EL MONTE DE LA PIEDAD está infestado de cosas
innombrables que inflaman las meninges de aquellos que
desobedecen la ley de la siesta, o que les plantan el mal
de San Vito en las manos y piernas. Pero la Vieja sabía
tratarlos y casi ningún chico se le había muerto, salvo,
como decía ella, que se le hubiera terminado el cordel
antes de que pudiera ovillarlo. Yuyos, humo rancio de
toscanos o cigarros de chala, murmuraciones y el chico
abría los ojitos colorados y pedía matecocido con leche.
También curaba el ―mal de las arañas‖, que era el que
más víctimas jóvenes se cobraba; pero para eso no había
yuyo ni pócima: la Vieja los agarraba de los hombros y
los zamarreaba hasta que empezaban a bailar en el patie-
cito de tierra. Ella misma se les unía después, sacudiendo
las piernas flacas debajo de la enagua y el batón floreado
que le ocultaba los pies. «Las pezuñas» rezongaban las
otras mujeres mientras se santiguaban. Porque si bien la
Vieja les había salvado a los hijos y a los maridos, todos
sabían que no había sido por gracia de Dios.
—Nada de crucifijos ni rezos —graznaba la Vieja
cuando agarraba a los chicos envueltos en mantas empa-
padas—. Y me esperan afuera que acá no hay lugar para
tanto santo, ya somos muchos. —Y ahí nomás lanzaba
una carcajada como de gallina estrangulada que ponía
los pelos de punta.
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II - Romualdo
En La Piedad estaban acostumbrados ya a los
horrores y las tragedias. Con el monte al alcance de la
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III - El precio
Esa noche los peones se juntaron en el almacén del
Ruso a comentar lo ocurrido.
—Le zalía como olor a biejo pero má fuerte —re-
lató uno—, como a ensierro.
—Sabrá Dio’ cuánto ase que no se vania la bieja
roniosa esa —acotó un segundo con varias copas encima
ya.
—Ese jedor no e‘ sano, compadre —el más viejo
del grupo apenas había probado el vaso de caña con ruda
y parecía más impresionado que el resto—. Era un olor
como… bueno, como a muerto. A ropa podrida y meada
y algo como a agua estancada.
—¿Pero lo curó o qué pasó, Quiroga? —preguntó
el Ruso mientras arrastraba una silla y se sentaba.
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IV - Salamanca
—Nos fuimos abajo del sauce —dijo— que estaba
seco y retorcido como cuero de bicha pero con la copa
cuajada de flores blancas. Abajo había una montaña de
hojas muertas y ahí lo acostamos al pobre Romualdo que
seguía retorciéndose y llorando que daba pena. La Vieja
tardaba y yo me puse a fumar un poco para calmarme,
estos dos querían salir corriendo y después de un rato yo
también estuve tentado de rajar de ahí…
—¿Por qué?
—Por los bichos, Salzman… Esos animales… Son
familiares de la Vieja.
—No lo entiendo, Quiroga —confesó el Ruso—.
¿Cómo que familiares?
—¡Familiares, Ruso! —Se impacientó Quiroga in-
cómodo por tener que repetir la palabra—. ¿No sabés lo
que les pasa a los que hacen tratos con Mandinga?
—¡No, no sé, Quiroga! Nosotros somos gente hon-
rada de donde vengo. ¡Qué sé yo de su Mandinga y esas
cosas!
—Mirá, Ruso… —Quiroga respiró hondo para
calmarse—. Yo soy tan honrado como vos, pero esto no
es Polaquia…
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V - El pago
Esa noche el viejo Quiroga se volvió tarde a su
rancho y, pese a sus dichos de la tarde, lloró amargamen-
te haber dejado a Romualdo con doña Minerva.
No le faltó razón a su llanto porque Romualdo
nunca más volvió al monte ni a La Speranza. La Vieja se
lo quedó en su casa, obligándolo a trabajar para ella y
llevándoselo de noche para que le calentara la cama. No
hubo ruego, ni de Casilda ni de los siete hijos, que lo
liberara. El viejo Montalbo y la viuda de Cáceres fueron
a increparla y a ambos se les rio en la cara.
—Poco carretel les queda a ustedes, condenados
—carcajeó Minerva—. Y usté, viuda, ¿ya sabe quién le
cosió a Romualdo en el vientre? Ahora él me descose un
poco a mí que buena falta me hace. —Con una nueva
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—¿UN QUÉ?
—UN ESPEJO.
—NO seas tarado, ¿querés?
Anko refregó el muñón contra su pera. Después
bostezó, se agachó hasta la mesa, apresó con los labios el
cigarrillo que esperaba tirado de cualquier manera frente a
él, se incorporó, lo acomodó con la lengua y volvió a aga-
char la cabeza. Con la punta del cigarrillo y el otro muñón
abrió la caja de fósforos, la volcó sobre la mesa y empujó
uno contra el borde, hasta que quedó a medio colgar en el
vacío. Entonces, cual boxeador dándose máquina antes
del combate, golpeó con fuerza un muñón contra el otro,
apresando entre ambos el fósforo. Una vez que lo tuvo
asegurado, atacó con furia espástica el costado rasposo de
la caja, que quedó dando vueltas mientras Anko, con el
cigarrillo encendido, ya estaba en otra cosa.
—Vos todavía creés en fantasmas, ¿no?
Se ve que la mecha prendió, porque a Jote se le fue
al tacho todo el entusiasmo.
—¿Qué tiene que ver?
—¿Qué tiene que ver? Qué sos un gil que se come
cualquier verso.
—Yo no me… escúchame, te estoy hablando de
otra cosa —dijo, con el ceño fruncido, agitando la mano
con los cinco dedos frente a su cara, revoleando de revés
la pavada con la que Anko quería confundirlo.
—No. Pero vos creés que sí.
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—¿Qué hacés?
—Dale, no seas puto.
—Subamos.
—No.
—Subamos, te digo.
Y se lo dijo de un modo tal que a Anko se le antojó
que no tenía mucha opción. La idea, que hasta el momen-
to había funcionado, era hacerlo cambiar de opinión.
Para eso, de momento, solo quedaba seguirle la co-
rriente.
Lo alcanzó cuando llegaron a la primera zona de
ranchos. Desde ahí se dominaba sin problemas la playa.
Pero la zona también había sido la más afectada por La
Gran Separación, que había dañado a todos los ranchos
del pueblo, pero se había ensañado particularmente con
los del morro.
Ahora, los ranchos estaban deshabitados.
Desde ahí, por las noches, salía el ulular de los
búhos que oían los que tenían la mala suerte o la impru-
dencia de para estar afuera cuando el Sol se ponía.
Pero para la noche todavía falta mucho, así que no
Anko no tiene de qué preocuparse.
Pero lo hacía igual.
—Seguime.
Anko sabía que era mejor no perderlo de vista. Y
eso hizo los primeros minutos, internándose en pasadizos
oscuros a pesar de la luz del Sol que caía en picada, aba-
rrotados de olor a mierda, humedad y sal.
Anko seguía y seguía. Pero parecía que la persecu-
ción nunca iba a tener fin.
Las apariencias engañan.
—Acá.
—Acá, ¿qué?
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Querida tía:
Espero que al recibir la presente te encuentres
bien de salud.
¿Recibiste mis cartas anteriores? Todavía no me
llegó ninguna respuesta tuya. Igual, quedate tranquila: ya sé
cómo es el correo, anda como le da la gana; más en esta
época.
Estuve pensando mucho en vos estos días, re-
cordando los veranos que pasábamos en tu casa, allá en
Pilar. Para nosotras era el campo; no podíamos creer que
tuvieras tantos animales. Gallinas, pollitos, perros y gatos,
hasta un conejo. Anoche soñé con Colita y cómo jugábamos
con él Claudia y yo. Ya sabés que mamá nunca quiso que tu-
viéramos perros en el departamento, ninguna mascota, y allá
nos desquitábamos. No sé por qué dejamos de ir. Creo que
mamá pensó que ya estábamos grandes para eso, y nosotras
le creímos. Esas cosas que pasan y que en el momento no te
das cuenta, pero que después lamentás haber dejado de
hacer. Claro, cuando una es chica no sabe apreciar las cosas.
Podrán decirme lo que quieran, pero estoy se-
gura de que esa peste que se llevó a los perros, los gatos y
los gorriones fue cosa del Diablo. Por llevárselos en medio
de tanto sufrimiento, pobres bichos –la pus, las hemorragias...
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¿qué necesidad? –, pero aparte por todo lo que vino con eso.
Todavía me acuerdo de los camiones de la municipalidad, de
las piras en las esquinas y el humo. Quién se iba a imaginar
que tardaban tanto en quemarse. ¡Y el olor! Ese olor que se
metía por todos lados, que no se iba más. Me la pasaba
lavando las cortinas.
Qué cosa loca que es el ser humano, ¿no? Di-
cen que es un animal de costumbres. Parece que la gente no
podía soportar la ausencia de mascotas. “Vacío emocional”,
decían los informes en el noticiero, ¿te acordás?
Y claro, cuando aparecieron los blank fue lo
que fue. Al principio todos los tenían en el celular y no
hablaban de otra cosa. Más los chicos, pero gente grande
también. Bah, qué te voy a contar, si pasó en todas partes;
seguro que en Pilar también.
Mili, mi hija, se había bajado la aplicación y an-
daba con eso todo el día; hasta le había puesto nombre. Y
sí, apenas salieron los externos, quiso tener uno. La culpa es
nuestra, por haberle dado siempre los gustos. Obvio que al
principio le dijimos que no. ¡Costaban un ojo de la cara! Pero
ella nos martillaba la cabeza día y noche. Nos decía que
todas sus amigas los tenían, que venían con más capacidad,
que aprendían lo que les enseñaran, como cualquier otra mas-
cota. “Como cualquier otra mascota”, ¿entendés? Una locura.
Hasta llegó a decirnos que su blank necesitaba el externo
para terminar de desarrollarse, que si no se iba a morir.
A mí no me movía ni un pelo con sus lloriqueos
pero al final lo convenció al padre, que nunca supo decirle
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mujer.
En los ojos hundidos, detrás de la sonrisa amigable,
su cara evidenciaba una vida larga y difícil. Tenía la boca
llena, los cachetes inflados, las comisuras todavía con
galletitas. Las mismas galletitas que yo cargaba en el hue-
co de mi palma.
No había nieto, era ella la de las migas. Un equívo-
co del portero, o una mentira. Signada por la pena, nadie
visitaba nunca a la señora Carson.
Quedamos en silencio, mirándonos. No había apuro
en la expresión de ella: esperaba con calma que yo habla-
ra. Y, por extraño que parezca –como tantas otras veces,
no había palabras entre nosotros–, ese fragor de palomas
compartido, lentamente, con los días, me ayudó a com-
prenderla. Todos estamos solos con nuestra frustración
secreta. Cada uno va por la vida como puede, sobrevive a
su modo. ¿Quién era yo para arrebatarle la compañía de
sus palomas? Había vivido demasiado tiempo enojado,
me faltaba compasión. Quizás un poco de compasión
hubiera hecho que las cosas fuesen diferentes con mi es-
posa.
—Discúlpeme, señora Carson —dije, pero no le
hablaba a ella.
No me entendió, me miró extrañada.
Y me fui, volví a mi departamento vacío. Sin mi es-
posa. Sin palomas.
Me tiré en el sillón. Al poco rato me quedé dormido.
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