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LICENCIATURA EN RELACIONES INTERNACIONALES

ESTUDIOS REGIONALES DE NORTEAMÉRICA


“Evidencia 2”

Alumno: Zaira Jaqueline Camarillo Carmona


Matrícula: 1826224
Aula: A01
Grupo: 3CP
Turno: Vespertino.

Monterrey, Nuevo León a 26 de marzo del 2019


Estudio de las tendencias políticas y sociales en el siglo XX

Un muy destacado científico ha expresado la opinión de que la raza humana sólo


tiene un cincuenta por ciento de posibilidades de sobrevivir al siglo XXI. Ésta es en
cierto sentido una afirmación extrema; pero muy pocos disentiríamos de la idea de
que nuestra especie y nuestro globo enfrentan ahora peligros sin precedentes para
la presente centuria, aunque sólo sea por el extraordinario impacto que la tecnología
y la economía humanas ejercen sobre el medio ambiente. A este ensayo mío no le
conciernen tales escenarios apocalípticos: supondré que, si la humanidad
sobrevivió al siglo XX, igualmente lo hará en el siglo XXI.
El mundo de principios del siglo XXI se caracteriza por tres sucesos principales: Las
enormes fuerzas que aceleran la velocidad de nuestra capacidad de producción y
que, al hacerlo, cambian la faz del mundo. Esto es así y así continuará. Un proceso
de globalización acelerado por la revolución en el transporte y las comunicaciones,
nos indica que: a) sus efectos mayores corresponden directa o indirectamente a la
globalización económica; aunque b) se presenta en todos los campos excepto en
los del poder político y la cultura, en la medida en que dependen del idioma.
El reciente pero rápido cambio en la distribución de la riqueza, el poder y la cultura,
de un patrón establecido que duró de 1750 a 1970 a uno todavía indeterminado.
El incremento en nuestra capacidad para producir –y para consumir– difícilmente
requiere de comprobación alguna. Sin embargo, deseo hacer tres observaciones.
La primera concierne a la explotación de recursos cuyo abastecimiento es
naturalmente limitado. Esto incluye no sólo las fuentes de energía fósil de las cuales
la industria ha dependido desde el siglo XIX –carbón, petróleo, gas– sino de los más
antiguos fundadores de nuestra civilización, a saber: agricultura, pesca y bosques.
Estas limitaciones naturales o son absolutas dada la magnitud de las reservas
geológicas y de tierras cultivables, o relativas cuando la demanda excede la
capacidad de estos recursos para su propia renovación, como la excesiva
explotación pesquera y de bosques. Cerca del final del siglo XX el mundo no se
había aproximado aún al límite absoluto de las fuentes de energía, ni a un
incremento sustancial en la productividad agrícola y las extensiones cultivables,
aunque el ritmo de incorporación de nuevas tierras aflojó durante la segunda mitad
del siglo. Los rendimientos por hectárea de trigo, arroz y maíz subieron a más del
doble entre 1960 y 1990. Sin embargo, los bosques fueron seriamente amenazados.
La deforestación en pequeña escala ha sido un antiguo problema y ha dejado marca
permanente en algunas regiones, notablemente el Mediterráneo. La
sobreexplotación pesquera empezó a alcanzar su punto crítico en el Atlántico norte
alrededor de los últimos treinta años del siglo XX y se extendió a todo el globo
debido a la preferencia por algunas especies. Esto, hasta cierto punto, se ha
compensado con la acuicultura, que en la actualidad produce alrededor del 36 por
ciento del pescado y marisco que consumimos –cerca de la mitad de las
importaciones de pescado de los Estados Unidos. Aunque la acuicultura todavía se
encuentra en etapa inicial, el esfuerzo podría terminar en la mayor innovación en la
producción de alimentos desde que se inventó la agricultura. Esta vastedad de
alimentos alcanzada, que permite alimentar a más de seis mil millones de personas
mucho mejor que a los dos mil millones de principios del siglo XX, se logró a través
de los métodos tradicionales, además de las tecnologías mecánica y química; de
modo que no tiene sentido argumentar que la humanidad no puede ser alimentada
sin manipulación genética.
El agotamiento de los recursos no renovables o limitados ciertamente planteará
serios problemas al siglo XXI, particularmente si la crisis medioambiental no se
encara seriamente.
Mi segunda observación se ocupa del impacto que la revolución tecnológica ha
tenido sobre la producción y la mano de obra. En la segunda mitad del siglo XX, por
primera vez en la historia la producción dejó de ser de mano de obra intensiva para
volverse de capital intensivo y, progresivamente, de información intensiva. Las
consecuencias han sido dramáticas. La agricultura sigue siendo el principal
deponente de mano de obra. En Japón la población agrícola se redujo del 52,4 por
ciento después de la Segunda Guerra Mundial al 5 por ciento en el presente. Lo
mismo en Corea del Sur y Taiwán. Aun en China la población agrícola ha disminuido
del 85 por ciento en 1950, al 50 por ciento hoy en día. No hay necesidad de
comprobar la sangría de campesinos en América Latina desde 1960, pues es
evidente. Para decirlo pronto, salvo la India y algunas zonas del África
subsahariana, no quedan países campesinos en el mundo. La dramática caída de
la población rural se ha compensado con un alto crecimiento de las zonas urbanas
que, en el mundo en desarrollo, han dado origen a ciudades gigantes.
En el pasado, este caudal de mano de obra redundante y no calificada era absorbido
por la industria –en la minería, la construcción, el transporte, las manufacturas, etc.
Esta situación aún prevalece en China, pero en el resto del mundo, incluyendo a los
países en desarrollo, la industria ha venido deshaciéndose aceleradamente de la
mano de obra. Este descenso en la industria no es sólo debido a la transferencia de
la producción de regiones de altos costos a otras de bajos, sino que también va
implícita la substitución de tecnologías cuyos costos declinan por mano de obra
calificada cuyos costos son inelásticos y al alza con el propio desarrollo económico.
Desde 1980, los sindicatos de la industria automotriz en los Estados Unidos han
perdido la mitad de sus miembros. Igualmente, Brasil empleaba un tercio menos de
trabajadores aun cuando produce casi el doble de vehículos automotores en 1995
que en 1980. El incremento en el sector de los servicios junto al crecimiento
económico no ofrece una alternativa viable para dar salida a la mano de obra
redundante tanto industrial como agrícola, generalmente de baja escolaridad y con
poca capacidad de adaptación. Sin embargo, hasta ahora, el empleo a las mujeres
ha resultado relativamente beneficiado, al menos en los países desarrollados.
La mayor parte de la mano de obra redundante la absorbe la economía informal
que, según estimaciones de la Organización Internacional del Trabajo (OIT),
comprende el 47 por ciento del empleo no agrícola en el Medio Oriente y Norte de
África; 51 por ciento en América Latina; 71 por ciento en Asia y 72 por ciento en el
África Subsahariana. El problema se observa muy agudo en los países más pobres
y en aquellos otros devastados por la transición económica, como la ex URSS y los
Balcanes. Mientras se ha argumentado a favor de la flexibilidad y efectividad de la
economía informal sobre todo en el caso latinoamericano, la verdad es que ésta es
siempre bastante menos significativa en los países desarrollados (alrededor de diez
por ciento en Estados Unidos). En cambio, el contraste entre un rápido crecimiento
económico y la incapacidad para generar suficientes empleos es particularmente
impactante en la India, cuyo crecimiento se cimienta en capital e información
intensivos, pero con un 83 por ciento de la fuerza laboral en el sector informal. El
gobierno de Manmohan Singh se ha visto en la necesidad de garantizar un mínimo
de días de trabajo a la población rural más pobre.
Mi tercera observación es obvia, y es que el enorme incremento en la capacidad
humana para producir depende mayormente de los conocimientos y la información.
Esto es, en un gran número de gente con altos estudios y no necesariamente sólo
en el campo profesional de la investigación y el desarrollo. Aquí, la riqueza
acumulada y el capital intelectual de la era de la industrialización occidental continúa
dándoles a los países del norte enormes ventajas sobre los países en desarrollo.
Aunque el número de asiáticos laureados con Premios Nobel de Ciencia va en
aumento desde 1980, sigue siendo pequeño. Los recursos intelectuales en el resto
del mundo en desarrollo siguen a la espera de un mejor aprovechamiento. Además,
los jóvenes investigadores del mundo en desarrollo pueden trabajar en los centros
de investigación del Norte, reforzando así su predominancia.
Sin embargo, el siglo XXI está siendo testigo de la rápida transferencia de
actividades innovadoras, base del progreso moderno, antes monopolizadas por las
regiones del Atlántico norte. Esto es muy reciente. El primer laboratorio extranjero
para investigación y desarrollo se estableció en China en 1993 (por Motorola); pero
en pocos años setecientas empresas transnacionales han hecho lo mismo,
mayormente en el sur y el este de Asia, una región especializada en diseño de
semiconductores. Y aquí, una vez más, las disparidades regionales parecen
aumentar, ya que el progreso depende también de que los gobiernos sean efectivos,
se cuente con infraestructura adecuada y, sobre todo, con población educada por
encima de los niveles básicos. No hay duda de que en países como la India y, en
menor grado, Brasil, la baja escolaridad de la mayoría de la población es un
obstáculo; sin embargo, esto se ha compensado por el relativo buen
aprovechamiento del escaso número de los altamente educados. Los avances en
este aspecto, en el mundo en desarrollo, todavía enfrentan un largo camino. El
crecimiento de algunas regiones y el rezago de otras es muy evidente, así como el
aumento en las disparidades. Según la revista R&D, en la lista de países más
atractivos para invertir, están –en ese orden– China, Estados Unidos, India, Japón,
el Reino Unido y Rusia. De América Latina, Brasil ocupó el lugar diecinueve (debajo
de Austria), y México el veintitrés.
Y paso a la globalización, esto es, el desarrollo mundial como una sola unidad,
cuyas transacciones y comunicación están libres de trabas locales y de otra índole.
Esto, en principio, no es nada nuevo. Teóricos como Wallerstein registran un
“Sistema Mundial” desde la circunnavegación del globo durante el siglo XVI. Desde
entonces se han ido registrando otros varios e importantes avances, principalmente
en los campos económico y de las comunicaciones. Dejaré fuera de las
comparaciones la fase del proceso previa a 1914.
Esa economía nunca abordó seriamente asuntos de producción y distribución de
bienes materiales aun cuando sí creó un libre flujo global en las transacciones
financieras –aunque en menor escala que las actuales. Fueron tiempos de
migraciones de mano de obra casi totalmente irrestrictas por los gobiernos, y en
este sentido, una globalización más avanzada que la presente. Y mientras que las
comunicaciones sufrieron cambios benéficos y sustanciales en los sistemas
postales, telegráficos y organismos de coordinación internacional a mediados del
siglo XIX, el número de personas involucradas en transacciones internacionales fue
escaso. De hecho, la globalización de la producción ha sido posible gracias al
revolucionario avance en las comunicaciones, que virtualmente han abolido las
limitaciones en cuanto a lugar, distancia y tiempo se refiere y al no menos dramático
adelanto en la transportación de mercancías desde los años sesenta –carga aérea
y contenedores–, aun cuando la innovación tecnológica fue menor que en las
comunicaciones humanas.
Aquí, tres puntos son relevantes.
El primero es la peculiar naturaleza de este proceso a partir de los años setenta,
concretamente el triunfo sin precedente de un capitalismo que descansa en la libre
movilidad global de todos los factores de la producción y la de los gobiernos atentos
a no interferir en la distribución de los recursos dispuesta por el mercado. Ésta no
es la única versión del concepto de globalización. En las décadas anteriores a 1914,
su progreso corrió paralelo rivalizando con las políticas proteccionistas, moderadas
en la mayoría de los países industrializados y extremas en los Estados Unidos.
Durante las décadas doradas posteriores a 1945 esta práctica de sustitución de
importaciones corrió paralela a las políticas, no tan infructuosas, del mundo no
comunista. No queda claro que los programas neoliberales extremos aseguren un
máximo de crecimiento económico, asumiendo que fuese deseable. El más rápido
crecimiento del Producto Interno Bruto per cápita observado en el “mundo capitalista
avanzado” no se dio en el “orden liberal” de 1870 a 1913, ni tampoco en el “orden
neoliberal” de 1973 a 1998, sino solamente en los “años dorados” de 1950-1973. El
crecimiento económico de los inicios del siglo XXI ha descansado primordialmente
en un dinamismo que Maddison llama “las quince economías asiáticas resurgentes”,
cuyo crecimiento ha sido asombroso. Pero no fue el neoliberalismo el que presidió
la extraordinaria revolución industrial de Corea del Sur, Taiwán, China y, aun, la
India a principios de los años noventa. A la inversa, la situación de 168 economías,
fuera de estos dínamos, mostró un rápido deterioro en el último cuarto del siglo XX
y fue una catástrofe para la ex URSS, los Balcanes y algunas regiones africanas.
Algunos aspectos de esta globalización neoliberal tienen relevancia directa sobre la
situación mundial general a principios de este siglo XXI. Primero, es patente el
incremento en la desigualdad económica y social tanto entre países como al interior
de ellos. Esta desigualdad eventualmente podría disminuir, pues las economías
asiáticas más dinámicas podrían alcanzar a los viejos países capitalistas
desarrollados; pero en el caso de la India y China, con sus miles de millones de
habitantes, hace que la brecha sea tan grande y que el paso al que pudieran
alcanzar el mismo PIB per cápita de los Estados Unidos sea tan lento como un
caracol. Lo que es más, la rapidez con que crece la brecha entre países ricos y
pobres reduce el significado práctico de estos avances. Sería inapropiado usar a los
52 multimillonarios de Rusia como índice comparativo del estándar de vida en ese
país. Éstos representan otra más de las consecuencias de la globalización
neoliberal, cuya novedad es que pequeños grupos de ricos globales son tan
adinerados que sus recursos podrían ser de la magnitud del ingreso nacional de
países como Eslovaquia, Eslovenia, Kenya o, en el caso de los muy ricos, del orden
del PIB de Nigeria, Ucrania y Vietnam. Este tipo de crecimiento ha generado en la
India un mercado de clase media tipo occidental contado por decenas –algunos
aseguran que cientos– de millones; sólo hay que subrayar que, hacia 2005, en este
país el 43 por ciento de la población vivía con menos de un dólar al día. Fuertes y
crecientes desigualdades en la riqueza, el poder y las oportunidades para tener una
vida mejor no son la receta para la estabilidad política.
La segunda característica de la globalización, respaldada por las políticas
socialmente ciegas del Fondo Monetario Internacional, ha sido el agudo crecimiento
en la inestabilidad económica y en las fluctuaciones económicas. Los viejos países
industriales han estado resguardados, comparativamente, de las depresiones
cíclicas, excepto por los bruscos virajes a corto plazo del mercado bursátil; sin
embargo, el impacto ha sido dramático en grandes partes del mundo y,
notablemente, en América Latina, el sudeste asiático y la ex Unión Soviética. Sólo
tenemos que recordar las crisis de principios de 1980 en Brasil y, a fines de los
noventa, las de Indonesia, Malasia, Tailandia y Corea del Sur y, sin olvidar, la de
Argentina a principios del año 2000. Sólo recordemos los cambios políticos que
siguieron a estas crisis en varios países. Las economías volátiles no son receta para
la estabilidad política.
La tercera característica de la globalización neoliberal es que, al sustituir un conjunto
de economías nacionales por una economía global, se reduce severamente la
capacidad de los gobiernos para influir en las actividades económicas de su territorio
y se daña su capacidad recaudatoria. Esta situación se agudizó mayormente al
aceptar todos los lógicos del neoliberalismo. Desde la terminación de las economías
de planeación centralizada, todos los países, incluyendo a los más grandes, están
en mayor o menor grado a merced del “mercado”. Esto no implica que hayan perdido
todo peso específico en la economía. Todos los gobiernos centrales y locales, por
la naturaleza de sus actividades, son los principales empleadores de la fuerza
laboral. Es más, así han retenido su mayor valor histórico: el monopolio de la ley y
el poder político. Y esto significa que ya no funcionan como actores económicos en
el teatro mundial, ni siquiera como dramaturgos, aunque sí como escenógrafos.
Pues los actores de hoy, las grandes corporaciones transnacionales, se ven en la
necesidad de acudir a ellos pues también son los propietarios de los teatros
nacionales que requieren para sus operaciones. La globalización neoliberal ha
debilitado seriamente a los Estados nacionales como los conductores del poder y
artífices de la política.
Políticamente, el aspecto más serio de este debilitamiento es el de que priva a los
gobiernos, sobre todo a los de las economías desarrolladas del Norte y Occidente,
de sus ambiciosos y generosos planes sobre seguridad social, mismos que ya
desde los tiempos de Bismarck habían sido reconocidos por los gobernantes como
la mejor herramienta para la estabilidad social y política, esto es, el Estado
benefactor. En vez de esto, el mercado global fundamentalista ofrece un proyecto
de prosperidad para todos –o casi todos– a través de los beneficios de un
crecimiento económico interminable. Aun en los países como el Reino Unido donde
el programa neoliberal ha proveído a la gente de una genuina y bien distribuida
riqueza, no han disminuido las demandas de los ciudadanos por más empleos,
garantías para sus ingresos básicos, seguro social, salud y pensiones. Sólo la
capacidad o voluntad de los gobiernos para proveer lo anterior ha posibilitado el
cumplimiento de esas ambiciones.
Esto me trae a la segunda y más amplia de las propuestas sobre globalización y es
que ésta, en mayor o menor grado, es universal pero se queda corta ante un
problema humano mucho mayor: la política. Históricamente han existido y existen
mecanismos económicos en el mundo, pero ninguno dirigido a la creación de un
gobierno mundial. Las Naciones Unidas y otros organismos prevalecen por la
conveniencia y el permiso que los propios países les otorgan. Los Estados
nacionales son las únicas autoridades en el mundo y sobre el mundo para ejercer
el poder de la ley y el monopolio de la violencia. De hecho, en el transcurso del siglo
XX se dio fin a la era de los viejos y nuevos imperios y, durante la Guerra Fría, se
estabilizaron las fronteras de los Estados nacionales, revertiéndose la vieja
tendencia hacia la concentración del poder político debido a la expansión imperial y
por el surgimiento de Estados nacionales ampliados. Por implicación, esto resultó
antiglobalizador. Hoy en día, hay cuatro veces más naciones técnicamente
soberanas que hace cien años. Desde luego, en cierto sentido esta multiplicación
de Estados nacionales ha favorecido la globalización económica pues muchas de
las pequeñas y enanas unidades políticas dependen totalmente de la economía
global porque poseen recursos indispensables –petróleo, destinos turísticos,
territorios base para la evasión fiscal, empresas transnacionales. Así pues, algunos
países se han beneficiado desproporcionadamente con la globalización. De los
quince Estados nacionales con el PIB más alto per cápita en el 2004, doce tienen
una población que va de los cien mil a los diez millones de habitantes. La mayoría
sin un poder o peso significativos. No obstante, aun los Estados pequeños y
aquellas etnias aspirantes a formar el suyo propio, son rocas que rompen el oleaje
de la globalización. Ha habido intentos ocasionales de contrarrestar la
fragmentación política del mundo, principalmente a través de áreas regionales de
libre comercio como el Mercosur, pero sólo la Unión Europea ha logrado ir más allá
de lo meramente económico, pero aun sin que se vean indicios claros de avance
hacia una federación, ni siquiera a Estados confederados, como estaba en la mente
de sus fundadores. La UE, pues, permanece como un hecho irrepetible y producto
de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría.
Y abundando: los Estados nacionales son lugares políticos y la política tiene una
considerable fuerza internacional en una época en que todos los países,
democráticos o no, y aún las teocracias, tienen que tomar en cuenta el sentir de sus
ciudadanos. Esa ha sido una fuerza suficiente para ponerle un freno a la
globalización neoliberal. El ideal de una sociedad global de libre mercado supone la
irrestricta distribución de recursos y resultados en base a criterios de mercado. Por
razones políticas, los gobiernos no pueden correr el riesgo de dejar en manos del
mercado la distribución del producto nacional. Otra, la globalización requiere de un
solo lenguaje –una versión globalizada del inglés pero, como lo demuestra la historia
reciente en Europa y el sur de Asia, los países pagan las consecuencias si fallan al
tomar en cuenta los idiomas dentro de sus territorios. Un mundo neoliberal requiere
moverse libremente en la transacción de todos los factores de la producción. Sólo
que no existe el libre movimiento internacional de la mano de obra, a pesar del
hecho de encontrarse una enorme brecha entre los niveles de salarios de los países
pobres y los ricos; millones de pobres en el mundo quieren migrar a las economías
desarrolladas. ¿Y por qué no hay libertad migratoria? Porque no existe gobierno
alguno en las economías desarrolladas que se atreva a pasar por alto la resistencia
masiva de sus ciudadanos hacia la irrestricta inmigración, tanto en el plano
económico como en el cultural. No defiendo esta situación, sólo señalo su enorme
fuerza.
La política, a través de la acción del Estado, proporciona así el necesario contrapeso
a la globalización económica. Sin embargo, difícilmente hoy encontramos gobiernos
que rechacen las desventajas de la globalización o que pudieran suspenderla en
sus territorios, si quisieran. Claramente no todos los países son iguales.
Ciertamente, la proliferación de países pequeños y virtualmente débiles da gran
prominencia y peso global a un puñado de países o uniones fuertes que dominan
hoy en día el mundo: China e India, los Estados Unidos, la Unión Europea, Rusia,
Japón y Brasil, quienes tienen alrededor de la mitad de la población mundial y casi
las tres cuartas partes del PIB. La globalización económica opera a través de
empresas transnacionales sin poder militar ni político, pero que funcionan en un
marco determinado por sus propios países de origen, sus políticas, alianzas y
rivalidades.
No obstante, los progresos y la voluntad de globalización continuarán aun si –lo que
no es imposible– el ritmo para lograr el libre intercambio mundial aflojase en las
próximas décadas. Esto me trae a mi tercera proposición: la creación de una
economía mundial como una sola y total unidad interconectada y sin obstáculos aún
está en la infancia. Así, si tomamos los bienes de exportación como si fuesen el PIB
de los 56 países económicamente significativos del mundo, este alcanzó su primer
punto máximo alrededor de 1913 con cerca del nueve por ciento de los PIBs
conjuntos, pero entre este año y 1990, sólo hubo un crecimiento del 13,5 por ciento;
ni siquiera se duplicó. El Instituto Federal Suizo de Tecnología, en Zurich, ha
establecido un índice de globalización. En este índice los diez países más
económicamente globalizados del mundo sólo incluyen una economía avanzada, la
del Reino Unido (como el número 10). De las economías mayormente desarrolladas,
Francia clasifica en el puesto 16; los Estados Unidos en el 39 un poco adelante de
Alemania y Noruega; Japón ocupa el puesto 67; Turquía clasifica en 52; China en
55; Brasil, 60; Rusia, 76 y la India ocupa el lugar 105. La clasificación en
globalización social se distribuye más uniformemente entre las economías
occidentales. Con excepción de la mayor parte de América Latina, la globalización
social (si se prefiere cultural) refleja un mayor avance que la económica.
Esto indica que el mundo continúa abierto a los choques y tensiones de la
globalización. Consideremos que, mientras los pasados treinta años nos han traído
las más grandes migraciones masivas, sólo el 3 por ciento de la población mundial
vive fuera de su país de origen. ¿Qué tan lejos nos llevarán los todavía modestos
avances de la globalización? Júzguenlo ustedes.

III
Si hemos de juzgar los cambios en la riqueza, el poder y la cultura en el equilibrio
global, debemos, por tanto, definir lo que se entiende por equilibrio mundial, o mejor,
por desequilibrio –como prevaleció el planeta en el período de 1750 a 1970. Con
una sola excepción –la población– hubo un gran predominio de la región del
Atlántico norte, al principio confinada a las partes más relevantes de Europa pero
que en el transcurso del siglo XX se inclinó hacia las antiguas colonizaciones de
emigrantes europeos a Norteamérica, específicamente los Estados Unidos. Europa
y las regiones colonizadas por emigrantes europeos nunca fueron más que una
minoría de la población global, digamos el veinte por ciento en 1750, y tal vez el
treinta o 35 por ciento hacia 1913. Desde entonces, ha caído hasta llegar alrededor
del quince por ciento.
En cualquier otro sentido, el predominio del Atlántico norte fue absoluto.
Cualesquiera que hubiesen sido las circunstancias, la economía mundial se
transformó gracias a las tecnologías y al sistema capitalista occidentales. Pero aquí
debe hacerse una distinción entre el original predominio europeo y la más reciente
fase norteamericana. En el siglo XIX la dinámica global venía del capitalismo
europeo pues los Estados Unidos eran mayormente una economía independiente:
hasta el siglo XX su impacto sobre América Latina, por ejemplo, era menor
comparado con el de Gran Bretaña. Los territorios del mundo estaban ocupados y
divididos entre los poderes europeos occidentales del Atlántico Norte y el Imperio
ruso. En términos militares la situación no era del todo desequilibrada, pero ninguna
potencia que no contase con los recursos técnicos y de organización occidentales
podría haberse enfrentado a otra que sí los tuviese. En lo que se refiere al campo
intelectual, excepto el religioso, las ideas que cambiaron la política y la cultura en el
mundo llegaron de Europa.
REFERENCIAS

Erik Hobsbawn. (31/06/2008). El siglo XX: un mundo en transición. 21/03/2019, de


Letras Libres Sitio web: https://www.letraslibres.com/mexico-espana/despues-del-
siglo-xx-un-mundo-en-transicion

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