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POLÍTICO
RESÚMEN
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0. Introducción
El presente ensayo realiza una lectura problemática del reconocimiento como categoría
política. A partir del contraste entre los desarrollos de Taylor y Nussbaum explora los
obstáculos y dificultades que se presentan al interior de una apuesta liberal y comunitaria
a la hora de reducir la exclusión, la marginación y el falso reconocimiento. Sin embargo,
antes de reducir el paralelo a una búsqueda de diferencias, sostendremos que la lectura
conjunta de ambas propuestas ilumina, a partir del segundo liberalismo expuesto por
Taylor, una apuesta robusta en el que las metas colectivas de una sociedad o comunidad
diferenciada pueden ser impulsadas por emociones políticas que pueden llegar a operar
como soportes de principios políticos institucionales, sin que ello signifique la ausencia
de una cultura crítica o la absolutización de ciertas comprensiones de la vida buena sobre
otras.
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económico, el modelo propuesto en Crear capacidades está pensando como un esquema
normativo de justicia política. La incursión en el ámbito normativo permite a Nussbaum,
en contraste con Amartya Sen, formular una lista de diez capacidades centrales que serían
necesarias para que cualquier ser humano en aras de la dignidad humana llevara una vida
acorde a ella.
De acuerdo con la definición formulada por Nussbaum, las capacidades serían una
serie de áreas de libertad que responden a la pregunta ¿qué es capaz de ser y hacer una
persona? Más allá de ser simples habilidades, responderían a una combinación de las
destrezas del agente en conjunto con las posibilidades externas condicionadas por la
sociedad, la economía y la política. De este modo, hablaríamos de capacidades
combinadas para indicar el modo en que el desarrollo de una capacidad estaría sujeta
tanto al Estado y sus instituciones como al desarrollo de los agentes. Así, según señala
Nussbaum, la capacidad sería “la libertad sustantiva para elegir, para alcanzar diferentes
combinaciones de funcionamientos” (Nussbaum, 2012, págs. 40-41). En esta definición
clásica de la capacidad “el funcionamiento” sería el darse efectivo o la realización de una
capacidad. Por tanto, una persona que pasa hambre y otra que ayuna ejecutan el mismo
funcionamiento pero tienen capacidades distintas, pues quien pasa hambre, la padece, no
está en posibilidad de elegir (Nussbaum M. , 2012, pág. 42).
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Este último elemento nos permite concertar el marco conceptual básico desde el cual
se formulan las diez capacidades centrales que todo ciudadano debería tener en una
sociedad justa que goce de un pluralismo razonable y en la cual las capacidades de libre
asociación (afiliación) y razón práctica son arquitectónicas y dominantes frente a todas
las demás. Dicho marco está conformado por los siguientes cinco puntos: 1.las personas
antes de ser comprendidas como medios para alcanzar un determinado resultado, deben
ser comprendidas como fin en sí mismo, 2. El modelo de las capacidades está centrado
en la libertad de las personas y en garantizar su posibilidad de elección.3. Las capacidades
que se le reconocen a las personas se diferencian en sentido cualitativo: no es posible
suplir la ausencia de una de ellas a partir de aumentos en otra; 4. El enfoque se centra en
las desigualdades y omisiones sociales arraigas relacionadas con discriminación; 5.
Designa un rol importante al Estado para garantizar el acceso a capacidades. (Nussbaum,
2012, pág. 38). Existiría por tanto una labor sustancial del Estado que al promover
capacidades en lugar de funcionamientos específicos entraría a garantizar las libertades
de cada ciudadano, sin intervención directa en su estilo de vida personal.
Una vez determinada la agencia del Estado se abre la pregunta de qué tipo de
capacidades debería promulgar una sociedad para ser considerada justa. La gradación y
formulación de las capacidades se da a partir de una comprensión intuitiva de la dignidad,
retroalimentada por los principios constitucionales del derecho de cada sociedad. Desde
este marco, señala Nussbaum, la racionalidad práctica y la filiación juegan un rol
arquitectónico y primordial en el resto de las capacidades propuestas. En primer lugar, la
racionalidad práctica, entendida como la capacidad que hace posible la toma de decisiones
en el ámbito de la vida práctica, domina en tanto está entretejida de forma coherente con
el resto de las capacidades. En otras palabras, una buena política es aquella que respeta el
ámbito de la libre elección de cada una de las capacidades. (Nussbaum, 2012, pág. 60).
Igualmente, resulta una capacidad arquitectónica pues de ella brotan el resto de las
capacidades. En la medida en que a cada una de las capacidades viene aparejada una serie
ampliada de funcionamientos sobre los cuales se elige, la forma o determinación de una
capacidad de la lista está atravesada por la razón práctica.
Ahora bien, solo en relación con la capacidad de afiliación se hace realmente explícito
el lugar que el reconocimiento cobra en el modelo de las capacidades. La afiliación, como
capacidad dominante y arquitectónica, introduce las notas propias del reconocimiento en
dos exigencias vinculadas estrechamente. En primer lugar, la capacidad de afiliación se
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traduce en “a) poder vivir con y para los demás, reconocer y mostrar interés por otros
seres humanos, poder participar en formas diversas de interacción social” y b) y “disponer
de bases sociales necesarias para que no sintamos humillación y sí respeto por nosotros
mismos, que se nos trate como seres humanos dignos de igual valía que los demás. Esto
puede introducir disposiciones que combatan la discriminación por razones de casta, etnia
u orientación sexual”. (Nussbaum, 2012, pág. 54). [La cursiva es nuestra].
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una exigencia protagónica por parte de los grupos minoritarios y los movimientos
feministas en la actualidad. (Taylor, 1994) .
La problematización de esta categoría cobra fuerza con dos giros que en la historia se
proyectan como los antecedentes directos de una nueva comprensión del reconocimiento
y la identidad. En primer lugar, con la supresión del honor como sistema de jerarquización
social que definía el estatuto de cada individuo en la sociedad según su clase social, se
empieza a configurar la noción moderna de dignidad. En contraste con el honor,
distribuido por preferencias, la premisa subyacente de esta noción es ser una cualidad
igualmente compartida por cada ser humano. Dicha comprensión se cristaliza en las
sociedades contemporáneas bajo una política de reconocimiento sustentado en el plano
de la igualdad, la cual a través de los años ha tomado la forma de “una exigencia de igual
estatus para todas las culturas y sexos” (Taylor, 1994, pág. 81).
Sin embargo, solo con el segundo giro histórico se desarrolla una comprensión aún más
radical de la identidad. De la mano de Rousseau y Herder se da un desplazamiento de la
interioridad moral a la autenticidad. La conciencia entendida en primer lugar como una
voz interna que dictamina la corrección moral, pasa a ser entendida como una forma
propia de ser que debe ser escuchada para no traicionar aquello que somos. No es la
sociedad democrática únicamente la que logra romper con los estamentos jerárquicos del
honor, sino que el deseo de encontrar la forma original propia pone el acento en la
interioridad de cada individuo, en su carácter diferenciado y auténtico. (Taylor, 1994,
pág. 81). Como señala Taylor, esta identidad interior no goza de un tipo de
reconocimiento a priori, sino que ha de ganarlo en pugna o intercambio con otros
significantes, individuos. La interlocución de los significantes estructura la identidad o la
malogra. De ahí que el protagonismo del reconocimiento provenga a su vez del posible
fracaso que puede enfrentar en la vida social.
De este modo, el reconocimiento ha logrado instituirse en la vida social como una política
incesante de la igual dignidad, de carácter democrático; “mientras que en la esfera íntima
hemos cobrado conciencia de cómo el reconocimiento o la falta de este da forma o
deforma las identidades”. (Taylor, 1994, pág. 83). Ahora bien, el análisis de Taylor se
concentra ante todo en la esfera social-pública para entender lo que la política puede
significar, llegando a contraponer dos modelos políticos para estimar el sentido que han
cobrado las denominadas políticas del reconocimiento en la esfera pública.
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La política de la igual dignidad ha llegado a significar en realidad dos cosas totalmente
distintas. En primer lugar, con la transferencia del honor a la dignidad se da inicio a una
política que pretende la igualación en derechos y títulos (Taylor, 1993). Para algunos
defensores del giro, dicha igualdad radica únicamente en los derechos civiles y el acceso
al voto. Mientras que, algunos autores de corte liberal-igualitario como Nussbaum,
sostienen que dicha igualdad debería extenderse a la esfera socio-económica, pues las
desigualdades sistemáticas en materia de capacidades impedirían que se gozara de los
supuestos derechos concedidos por el Estado. (Nussbaum, 2012). El segundo principio
político de reconocimiento, por su parte, se configura desde el ideal mismo de
autenticidad. A partir de la voz interior brota la exigencia de que cada quien sea
reconocido por su identidad única. Si en la política de la igual dignidad se pretende
establecer para todos una misma canasta de derechos e inmunidades (Taylor, 1993), en la
política de la diferencia lo que se exige es que sea reconocida la identidad única de una
persona o un grupo. Hablamos, por tanto, de una contraposición de modelos, en la cual,
si ignorásemos la política de la autenticidad, la diferencia sería asimilada bajo una canasta
homogénea de derechos.
Ahora bien, aunque parece haber puntos de enlazamiento entre ambos principios
políticos, tal como el rechazo de cualquier tipo de exclusión o discriminación, es muy
difícil para el principio de la autenticidad proyectar todas sus exigencias a partir del
principio de igual dignidad. Mientras que en el principio de Igual dignidad la dignidad y
el respeto se ven salvaguardados desde lo que es universalmente compartido y neutral, no
necesariamente se hace patente en él la diferencia de cada cultura que busca ser
reconocida. Por esta razón, para construir un marco comprehensivo -con vistas a un
posterior diálogo entre los enfoques-debemos profundizar en el alcance, obstáculos y
dificultades que se presentan al modelo de Nussbaum y de Taylor, como respectivos
defensores y representantes de la política de la Igual dignidad y la política de la diferencia.
Tal como señala Taylor en las políticas del reconocimiento el principio de la diferencia
podría leerse como un giro interpretativo del principio de la igualdad dignidad. Así como
algunos de sus defensores –entre los que podríamos incluir a Nussbaum y a Rawls- han
estimado que los factores socioeconómicos inciden en la generación de ciudadanos de
primera y segunda clase, los defensores de la política de la diferencia han intentado
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“redefinir la no discriminación exigiendo que se haga de estas distinciones la base del
tratamiento diferencial” al observar el modo en el que el falso reconocimiento puede
llegar a ser opresivo (Taylor, 1993, pág. 62). Sin embargo, mientras la política de la igual
dignidad impulsa ciertas medidas de discriminación a la inversa para así garantizar con
el tiempo un estado de derecho ecuánime, los defensores del principio de diferencia
consideran que, al restablecer la igualdad de derechos, la lucha por el reconocimiento de
la propia identidad aún tendría cabida. La política de la igual dignidad se sustenta desde
una neutralidad “ciega a la diferencia”, mientras el segundo principio exige que nunca
cese la reivindicación de la identidad. Veamos cómo se expresan estas posturas en la
argumentación de Taylor y Nussbaum.
En Las emociones políticas Nussbaum explora con detalle el lugar que el liberalismo
político juega en su modelo normativo de sociedad justa. Tomando como punto de partida
los desarrollos de Rawls en Teoría de la justicia, establece el modo en que, para garantizar
la igualdad de todos los ciudadanos, sería necesario que una sociedad no fundara sus
principios políticos sobre ningún tipo de doctrina religiosa, moral, metafísica o
epistemológica, ellos deben ser de carácter neutral frente a cualquier comprensión
sustantiva de la vida buena para llegar a ser objeto de un consenso entrecruzado.
Para que sea posible este entrelazamiento en el que coinciden las diferentes visiones
sustantivas de la vida, sin que ninguna de ellas prime sobre otra, es necesario que los
principios sean a) de naturaleza concreta, referida exclusivamente a derechos políticos y
a la estructura política de la sociedad y b) estén sustentados en principios relativamente
poco profundos. Es decir, justificados independientemente, sin adherencia a
comprensiones epistemológicas o metafísicas. En síntesis, el contenido de dichos
principios solo podrá estar fundamentado en nociones éticas sustanciales y generales tales
como la igualdad y el respeto. (Nussbaum M. , 2014, pág. 159).
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decidiera ejecutar. Por lo tanto, tendría la posibilidad de perseguir su propio bien siempre
y cuando respetara los principios políticos base –no interfiriera con las capacidades de
otros -. (2) En segundo lugar, el argumento (1) podría ser formulado, como señala Taylor,
bajo un enfoque epistemológico. Dada la pluralidad y el escepticismo sobre las cuestiones
relativas al bien en la vida humana se haría mucho más simple concertar acuerdos en
materia de derechos –principios concretos- que en lo relativo al bien que debería perseguir
una sociedad. (Taylor, 1992). (3) Finalmente, la equidad solo podría ser salvaguarda en
tanto la sociedad no adopte y favorezca visiones de orden valorativo sobre la vida. Al
oficializar una comprensión de la vida buena se genera un trato distintivo para aquellos
ciudadanos que comparten la visión oficial y los que la rechazan.
Para Taylor (1) la sociedad podría llegar a ordenarse en torno a bienes colectivos si
entramos a considerar un nuevo tipo de bien que trasciende la persecución y elección de
un plan de vida individual. Existen una serie de bienes que, pese a ser deseados por un
grupo pequeño, solo pueden ser realizados gracias al trabajo común. La naturaleza misma
de dichos bienes (la participación política, la supervivencia de una cultura, o la
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pervivencia de una lengua) hace que su alcance solo tenga cabida a través de la voluntad
general. En este sentido, no habría una especie de paternalismo impositivo, sino que estas
sociedades diferenciadas reconocerían el valor de las metas que persiguen.
(2) Asimismo, dada la naturaleza de este tipo de bienes no es posible que el cuerpo estatal
y sus principios políticos se mantenga neutrales sin vulnerar a quienes lo persiguen. La
pervivencia de una lengua o una cultura que están en riesgo de ser olvidadas, bajo el peso
de la neutralidad, se encaminarían a su extinción. Más allá de impulsar políticas culturales
a través de las cuales un ciudadano tuviese la posibilidad (capacidad) de aprender dicha
lengua-, las metas colectivas deberían garantizar la creación de miembros que a futuro
encontraran valioso y estuvieran interesados en vivir dichas prácticas culturales, pues el
mero interés individual no sería suficiente para su pervivencia. En este sentido, el cerco
de la neutralidad puede llegar a expresarse como el reflejo de una cultura hegemónica o
dominante (Taylor, 1993, pág. 89).
Aún más, apoyado en los planteamientos de Franz Fanon, Taylor señala cómo el falso
reconocimiento -la proyección de una imagen negativa sobre una cultura determinada- no
solo ha deformado la identidad de mujeres, grupos étnico y minorías, sino que ha operado
como un dispositivo de colonización y dominación histórica que hace de las diferencias
el sustento de un sentimiento de inferioridad. Así pues, toda verdadera reivindicación
tendría que empezar por la subversión de la falsa imagen que ha sido proyectada. En este
sentido, más allá de la inclusión de la literatura afro en las escuelas públicas, por ejemplo,
habríamos de examinar dónde han sido implantadas esta serie de imágenes y preguntarnos
¿qué hace valiosa a esta cultura? ¿qué podríamos reconocer de ella? (Taylor, 1993, págs.
95-97).
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De este modo, si bien el liberalismo político –tal como ha sido formulado hasta ahora- no
pretende negar la diferenciación cultural, no posee elementos suficientes para sustentar la
vivencia de metas colectivas ni recursos para subvertir la discriminación histórica que ha
traído consigo la neutralidad. Si solo atendemos a la comprensión kantiana de la
autodeterminación, el Estado adquiere únicamente un rol procedimental en el cual antes
de plantear cuál sería el tipo de bien que debería perseguir una sociedad, debe garantizar
que la búsqueda de los distintos bienes individuales sea respetada.
Por su parte, Taylor, en medio de su genealogía del giro de giro de la igual dignidad,
señala cómo el modelo planteado por Rousseau para abolir las jerarquías del honor posee
una falla fatal. En contraste con el precepto que hace de la dignidad una cualidad
inalienable en todos los seres humanos, el modelo político de Rousseau concede una
importancia esencial a la estima, a las preferencias que recibe cada miembro de la
sociedad (honor); su rol no desaparece, sino que es redistribuido. La estima no
correspondida construye relaciones asimétricas que generan dependencia y atentan contra
la libertad de los ciudadanos. De aquí que, en aras de diluir estos yugos, el modelo
rossseuniano plantea una distribución indistinta del honor, de la estima, sustentada en una
fuerte unidad de propósito entre los ciudadanos que no dé lugar a roles diferenciados. En
otras palabras, “en el modelo de Rousseau tres cosas parecen inseparables: libertad (no
dominación), ausencia de roles diferenciados y un propósito común muy compacto”
(Taylor, 1993, pág. 77). La estructura propia de tiranías homogeneizantes.
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Emociones políticas: el silencio de las emociones
De este modo, el cuestionamiento que guía Las Emociones políticas de Nussbaum hace
de eje transversal para afrontar las críticas formuladas a Kant y a Rousseau. ¿Cómo es
posible generar una psicología moral que trascienda los límites del liberalismo habitual,
dé cabida a la persecución de metas comunes y combata las tendencias al menosprecio y
dominación sin asumir las licencias coactivas del modelo rousseauniano?
Para Nussbaum los problemas enfrentados por los modelos liberales habituales para
estructurar una psicología política razonable están trazados por su comprensión
“tradicional” de las emociones como fenómenos que distorsionan la realidad e impiden
el juicio sobre ella. En contraste, la concepción defendida en Emociones políticas señala
un componente cognitivo fuerte. Las Emociones, de hecho, involucran creencias, juicio
sobre la realidad y una visión eudaimónica; es decir, un marco de referencia alineado con
aquello que consideramos hace la vida valiosa. Cuando sentimos ira, por ejemplo,
partimos de la creencia de que alguien o algo nos han causado un daño que no creíamos
merecido. (Nussbaum M. , 2014).
Sin embargo, sería ingenuo suponer que las convicciones de cada uno de los ciudadanos
habrán de corresponderse con los principios que persigue una sociedad concreta sin más.
Para garantizar la naturaleza democrática del modelo político, Nussbaum señala cómo el
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impulso de los principios siempre debe estar acompañada de un espacio crítico, soportado
en el derecho básico de libre expresión, que explicite la tensión entre las convicciones de
algunos sectores de la sociedad y los principios que ella defiende. Solo a través de esa
dialéctica es posible que el entrecruzamiento de las distintas comprensiones de la vida
buena se de en los principios. Así, en la sociedad norteamericana, por ejemplo, las
distintas organizaciones que promulgaban el racismo durante los años 60s, poco a poco
dejaron de abogar por la discriminación racial como una parte constitutiva de su forma
de vida. Al menos en la arena pública, señala Nussbaum, la tensión de los principios y las
creencias personales despojó al racismo de su legalidad.
Ahora bien, para salvaguardar dicha tensión entre los principios políticos y las visiones
omnicomprensivas es necesario que la libertad de expresión también se vea protegida, de
ahí que, en inicio, las distintas manifestaciones de exclusión no puedan ser penalizadas,
pero sí “contrarrestadas” a través de una cultura política que luche contra los goznes del
menosprecio y la dominación en la naturaleza humana. Así, si bien el Estado no posee
mecanismos para judicializar las marchas que promueven el racismo, por ejemplo, puede
visibilizar la opresión que hace de la discriminación un acto reprochable y poco
razonable. De este modo, la inclusión del otro no estaría sustentada en la sujeción a la ley,
en un acto de condescendía hacia los excluidos, sino al conocimiento y exploración de
una forma de vida. Por esta razón, Nussbaum, antes de apelar al Estado de derecho como
estratagema de inclusión, prefiere rastrear la operatividad de la vergüenza y la
repugnancia como emociones que toman lugar en el ocultamiento de lo humano y son
nocivas para una sociedad justa.
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que ha posicionado dentro de la Ley a la vergüenza y la repugnancia como emociones
determinantes para estimar la gravedad de un delito o sus posibles atenuantes.
Así pues, como ya hemos señalado anteriormente, la comprensión de las emociones que
sustenta la genealogía de Nussbaum responde a un alto grado de contenido cognitivo en
cada una de ellas. La repugnancia, además de estar acompañada por las nociones de
impureza y contagio, está enmarcada en una estructura proyectiva en la cual, la serie de
rasgos que hacen vulnerables al propio cuerpo en la primera infancia comienzan a ser
proyectados para así marcar una brecha de purificación. Para que este distanciamiento
resulte eficaz, se proyectan los rasgos de animalidad (el mal olor, la viscosidad y la
suciedad) sobre un grupo de personas marginal que, en el imaginario colectivo, se
transforman en agentes de contaminación, y aún más importante, en una especie de
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frontera entre la pureza y los rasgos temidos: una brecha entre un “ellos” contaminado y
sucio y un “nosotros” puro, sin falla.
Tal como recalca Nussbaum, esta serie de emociones más allá de enclaustrarse en la vida
individual, en el relato personal de un ser humano, se inscriben en las convicciones y
leyes que configuran a una sociedad, a tal punto que la repugnancia y la vergüenza son
empleadas en la arena política y en la legislación para estimar la gravedad o el porqué de
una conducta que es considerada criminal (Nussbsum, 2006). Así pues, antes de apelar a
la Ley como el elemento estructural para desarticular el falso reconocimiento y la
discriminación, debemos empezar por reconocer una narrativa distinta de la
vulnerabilidad. Por lo tanto, la sinergia entre una sociedad que apela a la justicia básica
social debería contemplar esta narrativa nueva como meta colectiva. Una meta cuya
naturaleza solo puede ser conquistada si el Estado, las instituciones e incluso la Ley
misma no son indiferentes a ella, sino que la impulsan en conjunto. De este modo, en
sintonía con el proyecto filosófico de Taylor, la posibilidad de seleccionar una vida sin
repugnancia o vergüenza no es suficiente para contrarrestar los esquemas estructurarles
que dan lugar a ella, aún más, los procesos que están en juego son los de la identidad
misma, las relaciones de dependencia que mantenemos frente a otros seres humanos.
Se trata ante todo de una hipótesis inicial que ha de operar como acercamiento primario
y cuya validez solo podrá ser confirmada en el estudio auténtico de cada cultura en
cuestión. En realidad, señala Taylor, cuando nos aproximamos a una cultura notablemente
distinta a la nuestra, es difícil que podamos configurar una visión clara del aporte de la
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suya a la nuestra. Acercarnos, por ejemplo, a una comprensión de la vida buena realmente
distinta solo podría tener lugar bajo la fusión de horizontes gadameriana. La fusión de
horizonte responde a una cierta ampliación del horizonte propio que se pone como un
nuevo margen de evaluación con respecto al cual se evalúa el trasfondo de la nueva
cultura con la que nos encontramos.
Esta ampliación responde a la creación de nuevos vocablos comparativos que den lugar
a los contrastes, sin aprisionar el valor de las nuevas culturas en nuestras categorías
previas. Una vez realizamos dicho ejercicio, el horizonte ampliado desde el cual
renovamos el juicio, transforma a su vez nuestras propias comprensiones de la vida.
(Taylor, 1993, págs. 97-100). Si consideramos nuestra limitada participación en la
historia de la humanidad, reconocer valor únicamente en nuestra propia cultura no sería
más que un gesto de arrogancia que podría propender a la dominación ya señalada por
Nussbaum.
(III) Un liberalismo complejo (tipo 2), “se distingue por la forma en la que trata a las
minorías incluyendo a aquellos que no comparten la misma visión pública de lo bueno, y
los derechos que asigna a todos los miembros” (Taylor, 1993, págs. 90-95). Los derechos,
tal como en el enfoque de las capacidades, se transforman en cuestiones fundamentales,
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decisivas del modo en que han sido planteados por el liberalismo clásico. Como señala
Taylor, en un liberalismo tipo 2, la serie de derechos (capacidades esenciales en
Nussbaum) deben ser decretados fundamentales y encontrarse libres de inmunidad o
ataque. De este modo, tal como hemos intentado mostrar, existirían sociedades con metas
comunes que serían liberales siempre y cuando lograran respetar la diversidad de aquellos
que no profesan adhesión a las metas. Este punto en concreto fue abordado en el proyecto
de Nussbaum y la libre expresión.
(IV) De este modo, los puntos determinantes que trazan una diferencia entre el esquema
liberal sistemático que hemos expuesto y los elementos renovados que introduce
Nussbaum dándole cierto aire de familia con Taylor -en cuanto al reconocimiento se
refiere- están en la ruptura con la desconfianza hacia las metas colectivas dentro de las
sociedades, pero aún más, (V) en su cuestionamiento del derecho universal como la piedra
angular para romper con la discriminación. Tal como hemos mostrado en el ocultamiento
de lo humano, la ley universal misma podría encerrar discriminación y dominación, sino
se trabaja sobre goznes psicosociales más fuertes, tales como la fusión de horizontes o
una nueva narrativa de la vulnerabilidad.
Referencias
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