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Olvido y construcción de la inocencia.

Consecuencias políticas de una experiencia del tiempo

¿Quién no ha escuchado alguna vez la tan difundida expresión “no es posible vivir del pasado”?
¿Quién no ha sido seducido por la simplísima idea que señala el futuro como la dirección hacia la que
hay que tender, dejando atrás (puesto que están detrás) las rencillas de antaño? En relación con la
dictadura militar de 1976-1983, C. Menem sostenía: “...los argentinos tenemos que mirar hacia
delante, olvidar aquello que nos separó en el pasado, porque los que se la pasan mirando al pasado
se convierten en una estatua de sal”. La primera pregunta que me asalta es: ¿qué experiencia del
tiempo opera en esta moralización del futuro (hacia el futuro debemos ir, en el futuro debemos
pensar) y en esta negación del pasado (superarlo, olvidarlo, reconciliarnos con él)? La segunda:
¿cuáles son las consecuencias políticas que acarrea esta experiencia del tiempo?
Veamos lo relacionado con la primera cuestión. Desde hace dos mil años el cristianismo mantiene la
idea de que el tiempo es como una línea recta, a través de la cual nuestra vida se desplaza
irremediablemente desde un extremo a otro. El pasado, en lo cual el presente se transforma de
manera vertiginosa, es lo transitado. El futuro, lo que resta desandar. Todos sabemos que cuando el
recorrido lineal se termina (fin de la vida individual o de la Historia) sobreviene una instancia de
Judicial (Juicio Final). Todas las inequidades, responsabilidades, opresiones y violencias sufridas a lo
largo del trayecto del tiempo (convertidas en pasado) son reparadas al final del camino. ¿Se
comprende ahora por qué el futuro? Allí habita la Justicia reparadora. Pero ésta no es la Justicia de
los hombres. ¡Creer o reventar!
La modernidad tan sólo sacralizó esta milenaria experiencia del tiempo. La Justicia Divina pasó a
llamarse Progreso, y otra vez todo tipo de injusticia acaecida quedó librada (para su compensación) al
curso inexorable de la naturaleza -y de la sociedad- hacia delante. El progreso solucionaría las
desigualdades y las infamias. Sólo bastaba librarse al transcurso del tiempo, confiar en él. La “mano
invisible” de la naturaleza y de las leyes sociales terminaría dando a cada uno lo suyo. ¡Creer o
reventar!
Menem es un desagradable ejemplo de esta experiencia del tiempo. Pero, ¿cuáles son las
consecuencias políticas de esta concepción en el marco de nuestra historia más reciente? El primer
efecto de desentendimiento del pasado se materializa en los indultos (1989-1990) de los máximos
responsables de la Junta Militar. Irrumpe el concepto de “pacificación”. El tiempo por venir pacificará,
calmará los ánimos (escatología menemista). Es necesario darle “tiempo al tiempo”, es decir, olvidar,
no prestarle atención a lo acontecido. De esta manera, el tiempo -y no el hombre- se convierte en el
sujeto agente de la Justicia. Otra vez, ¡creer o reventar! El precio de esta concepción es alto. El
pasado comienza a desdibujarse (olvidarse) en el orden de las responsabilidades y culpabilidades. No
hay nada que el futuro no pueda ayudar a pacificar. El Estado de Derecho se hace a un lado (en
materia de obligaciones) para darle paso al curso de la historia.
Esta construcción del olvido, basada en una suerte de “escapismo del pasado”, cimienta las bases
sociales para que el imaginario de la inocencia se extienda en las conciencias individuales. Si no
existen juicios ni castigos es porque no hay culpables, es decir, sólo hay “inocentes” (el indulto no
hace otra cosa que trocar la figura de la responsabilidad por la de la inocencia). En otras palabras, la
experiencia del tiempo cristiano-menemista no sólo legitima la violación a los DD.HH. (desplazando la
administración de la justicia desde el Estado de Derecho hacia un limbo situado en el no-lugar del
futuro), sino que también diluye el sentido de lo acontecido (deforma el pasado) al restarle
responsabilidad a sus actores.
Pero lo paradójico de esta experiencia del tiempo se vuelve evidente casi a la vuelta de la esquina. Es
en la calle donde nos cruzamos con los represores del autodenominado Proceso. Es en las clínicas
privadas (y hasta en los hospitales públicos) donde nos encontramos con médicos que controlaban
las sesiones de tortura. Es en los departamentos de policía donde constatamos que muchas
prácticas, extendidas entre el ´76 y el ´83 aún siguen vigentes. Es en el Poder Judicial donde
descubrimos que jueces y fiscales aún profesan simpatías varias por acusados de delitos de lesa
humanidad (es el caso de los ex-camaristas Tomás Inda y María Fernádez). La pregunta es,
entonces, ¿los acontecimientos y los actores de la última dictadura militar, son estrictamente parte del
pasado, o de alguna manera se siguen plegando sobre el presente, sobrecogiéndonos en cada
esquina? ¿Es lícito hablar de “pasado”? ¿No deberíamos pensar mejor en una especie de largo
presente, en una terrible actualidad de los acontecimientos, que se seguirá prolongando hasta que no
se ajusticie a los responsables?
Si esto es así, el pasado no es algo que está detrás. No es algo que haya que olvidar, a riesgo de
convertirse uno en una estatua de sal. Ese pasado es nuestro presente, transitado por los mismos
responsables y pleno de las mismas ausencias. Y lejos de las más complejas o simples visiones
escatológicas de la historia, la Justicia no es algo que se manifieste al final de los tiempos ni en un
futuro próximo. La Justicia es el deber y el derecho del presente.

Guillermo A. Vega

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