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Introducción

“Nadie educa a nadie. Nadie se educa a sí mismo. Los hombres se educan entre sí mediatizados por el
mundo. No hay palabra verdadera que no sea unión inquebrantable entre acción y reflexión” (Paulo Freire,
Pedagogía del Oprimido)

En las últimas décadas, y de forma más marcada a partir del siglo XXI, distintas disciplinas del campo de las
ciencias sociales y de las humanidades han demostrado un notable interés por el tópico que abordaremos en
el presente trabajo, la adolescencia y sus conflictos con la ley penal. Tanto desde el Trabajo Social como
desde la Sociología, principalmente, dicha problemática se ha constituido como un objeto de estudio central
en sus agendas investigación, con el objetivo de detectar, describir y explicar los supuestos y las
construcciones sociales que yacen detrás de numerosas intervenciones estatales que buscan regular y
administrar a este actor social.
En miras de hacer un aporte a esos debates, nos proponemos, por un lado, mantener una postura
descriptiva repasando una amplia bibliografía especializada en la temática, la cual nos conduzca a pensar y
formular propuestas concretas para una potencial intervención y resolución de esta cuestión socialmente
problematizada de cara al futuro.
En este sentido partimos de la idea de que la problemática abordada posee una lectura alternativa, en
la cual la ley penal es entendida como el principal elemento productor de tensión y confrontación con
respecto a los patrones de conducta, relación y vinculación de jóvenes de determinados estratos sociales.
Comprendiéndola, por lo tanto, como un actor más que persigue objetivos específicos que apuntan al
ordenamiento de la sociedad en su conjunto, y al control y disciplinamiento de ciertos sectores sociales en
particular. Accionar potenciado y sustentado por ciertas lógicas discursivas cimentadas, expresadas y
reproducidas desde el Estado y los medios de comunicación masivos, a partir de la década de 1990, y que se
han constituido como hegemónicas estableciendo que debemos entender por “(in)seguridad”, de una forma
poco clara y precisa ciertamente, y a qué actores le debemos adjudicar su autoría. En esta línea, nuestra tesis
es que la elaboración de la noción de “(in)seguridad” parte de la construcción de una otredad negativa que
tiende a asociarla exclusivamente con el delito callejero, que atenta contra las libertades civiles1, perpetrado
por “jóvenes” de los sectores populares, habitantes del espacio callejero, en gran medida, y corporizados en
la figura del “pibe chorro” (Scandizzo, 2010). De este modo se constituyen como la “materia prima”
(Neuman, 1997) esencial para el desarrollo de una industria delictual, que habilita el posterior despliegue de
una serie de intervenciones estatales con fuerte sesgo punitivista (o de “mano dura”) tendientes a su encierro
en instituciones de distinta índole, ya sean reformatorios (colonias y granjas, entre otros), comisarías e
inclusive cárceles para adultos. Ello no implica que la adolescencia, y en especial aquella “juventud”
excluida y marginada, no haya formado parte previamente de la agenda del Estado, como una dimensión
más de la cuestión social sobre la cual intervenir. Muy por el contrario, diversas han sido los

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Principalmente al derecho a la propiedad.
conceptualizaciones que se han formulado en torno a este grupo social, y a la niñez en su conjunto,
marcando sus características centrales y sus prácticas y espacios para llevarlas a cabo, apartadas de los
adultos; dando lugar, de ese modo, a una serie de intervenciones con el objetivo de regularlas y
administrarlas, cuestión que abordaremos en el primer apartado. Seguido de ello, analizaremos cómo la
“seguridad pública” se constituye como un asunto político en el marco del neoliberalismo en sintonía con los
procesos de exclusión y marginalidad desencadenados a finales del siglo XX, sin pasar por alto la
construcción de la subjetividad actual en nuestros/as jóvenes. Luego haremos un repaso de las políticas
securitarias y las políticas penales implementadas en las últimas décadas, además de llevar a cabo una breve
descripción sobre el sistema penal juvenil actual. Por último, traeremos a este trabajo algunas propuestas que
han sido exitosas en los últimos veinte años en la región latinoamericana, y ver qué de esto sería posible
aplicar a nuestro país.

La construcción de la “niñez” desde el siglo XIX hasta la actualidad.

Si tomamos como punto de partida el proceso de construcción del Estado-nación moderno hacia finales del
siglo XIX, con la consolidación de lo que Botana (2002) denominó el “orden conservador”, basado en una
economía agroexportadora, y marcado a su vez por la llegada desde Europa de grandes contingentes y por el
positivismo, la infancia, en aquel entonces, comenzó a formar parte de la cuestión social generando un
posicionamiento específico del Estado por medio de dos discursos de intervención dirigidos a la misma, uno
instalado en el campo pedagógico y el otro en la “minoridad-riesgo” (Facciuto, 2016). El primero estuvo
orientado hacia los niños entendidos como sujetos infantes en posición de miembros legítimos de una
familia (acorde al modelo liberal conservador con una marcada estructura patriarcal, cuya finalidad era la
procreación), inscriptos en el sistema educativo público y obligatorio. Asume la escuela, en este esquema,
un rol protagónico como aparato ideológico del Estado encargado de trabajar por la homogeneización a
través de la transmisión de los saberes considerados legítimos y la enseñanza de los valores, símbolos y
signos que hacen al sostenimiento y a la reproducción de una identidad y de un orden social desigual
naturalizado, que contribuirán a la formación cívica del niño, concebido como al mismo tiempo como algo
inocente, frágil e inacabado pero que requiere amparo y educación de la familia y de la escuela,
respectivamente, por ser portador del futuro (Lewkowicz, 2004).
Mientras que los “menores”, pertenecientes en gran medida a los sectores populares y trabajadores,
carecían de ello, encontrándose desamparados moral y materialmente, sin resguardo y con altas
probabilidades de recurrir a la delincuencia para lograr subsistir, poniendo en jaque a la paz y el orden social.
De esta configuración del “menor abandonado y delincuente” se nutrió el paradigma del “Menor en Peligro
Material o Moral” pensado desde el Estado, que condujo al despliegue de nuevos dispositivos legales e
institucionales para la intervención en el ámbito familiar por medio de jueces nacionales y provinciales,
como fue la ley 10.903 de “Patronato de Menores” (1919) que introdujo modificaciones sobre la patria

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potestad, en miras de construir nuevas sensibilidades que permitiesen redefinir la culpabilidad del “menor”
en relación a un hecho delictivo y evitasen su ingreso al sistema penal adulto. Y que por lo tanto se intentase
un proceso de resocialización por canales paralelos, por medio de la generación de una nueva moral ligada a
prácticas laborales en el encierro y el aislamiento apartado del entorno en el cual se venía desenvolviendo
(tales son los casos de los institutos dependientes del Patronato de la Infancia y de la Sociedad de
Beneficencia2), con la finalidad de proteger-controlar y estudiar al “menor” sin garantía alguna de respeto de
sus derechos. Posteriormente, con la sanción de la Ley 4.664 en la provincia de Buenos Aires en 1936, se dio
lugar a la creación de los primeros Tribunales de Menores en esa jurisdicción y en toda la República
Argentina, un fuero judicial especial para esos casos, en donde el juez de menores pudiese actuar como padre
de familia, gozando de bastante discrecionalidad y con el poder de emitir medidas de protección, asistencia y
represión como las enumeradas anteriormente.

Como indica Llobet (2010) la utilización del término “menor” para designar a ese subconjunto de la
infancia no fue inocente, y por el contrario, tuvo la intencionalidad de definirlos conceptualmente de forma
negativa, enfatizando la ausencia de las facultades cognitivas necesarias para un desarrollo autónomo e
individual, ubicándolos, de esta manera en una posición de inferioridad y subordinación hacia el adulto
(Costa y Gagliano, 2008).

Con el transcurrir de las décadas posteriores la Argentina atravesó numerosas transiciones vinculadas
a cambios en los patrones de acumulación y a interrupciones en el orden institucional, que de todos modos
no impidieron el establecimiento de un incipiente estado de bienestar que se constituyó como la condición
necesaria, pero no suficiente, para el cambio de la concepción de una infancia abandonada y delincuente en
infancia privilegiada, lo que permitió el inicio de la visibilización del niño como sujeto de y con derechos
(Fazzio, 2010). Sujeto social que fue ganando interioridad y espesura (Llobet, 2010), haciendo ineludible la
necesidad de sumergirse en la subjetividad del mismo para la comprensión de sus motivaciones y conflictos
sin el empleo de las rigideces disciplinarias enumeradas anteriormente, y por el contrario, contemplando
nuevas estrategias de tratamiento no ligadas a la internación y a la separación del ámbito familiar.

La vuelta a la democracia y la restauración del estado de derecho en 1983, en conjunto con la


redacción de la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño y de la Niña a lo largo de la década,
contribuyeron a un proceso de institucionalización del discurso de derechos con la introducción de la
“Doctrina de la Protección Integral”. La misma permitió establecer el paradigma del niño como “Sujeto de
Derecho”, cuyo interés merece ser oído y antetodo es objetivo y límite de toda intervención estatal. Mientras
que su puesta en riesgo pasó a ser comprendida como el “resultado de la omisión o inexistencia de políticas
sociales básicas” (Murga y Ansola, 2011:15), que garantizaran de manera efectiva el ejercicio de sus
derechos, pasando a ser responsables de ello el Estado, la comunidad y la familia. Este cambio de paradigma

2
Institución que también se encargaba de entregar “menores” a familias consideradas de “buena moral”.

2
desembocó en un reposicionamiento del Estado que puso como eje central de su discursividad la ampliación
de la ciudadanía, mediante la promoción y la protección de sus derechos. Elemento que en el campo jurídico
se vio cristalizado en el aseguramiento de las garantías procesales que en el régimen anterior habían sido
atropelladas con burdas discrecionalidades y arbitrariedades. Sin embargo, la consolidación e
implementación social, económica y política del neoliberalismo en los años ´90, produjo un enorme proceso
de desmantelamiento de las protecciones sociales garantizadas desde el Estado que condujeron a un
estrepitoso aumento de los índices de desempleo e informalidad laboral que derivaron en una aceleración de,
no sólo los índices de pobreza e indigencia, sino también de los procesos de exclusión, marginalidad y
vulnerabilidad de enormes segmentos de la sociedad, lo que acarreó, a su vez, a grandes sectores de niños,
niñas y adolescentes a un inhabilitamiento del ejercicio efectivo de sus derechos reconocidos
internacionalmente, porque como indica Lewkowicz (2004), el futuro para el mercado no es una prioridad,
como sí lo es para el Estado, y por el contrario constituye una “abstracción filosófica” (p. 1). Los niños,
niñas y adolescentes son puro presente para el mercado, donde no hay ninguna institución que genere futuro,
y por lo tanto prevalece su lógica, la de la fluidez, en la que nada se solidifica y se consolida, provocando un
declive de las instituciones generadoras de infancia como la escuela y la familia (desencadenando un proceso
de desubjetivación sobre el cual ahondaremos en el próximo apartado). Síntoma de ese proceso de
marginalidad y exclusión fue la multiplicación constante de jóvenes que comenzaron a habitar, solos o con
sus familias, pero sin alternativa, el espacio callejero. En parte con la finalidad de mejorar su calidad de vida
tanto por medio de la realización de trabajos (en su mayoría informales) como a través de la materialización
de ciertas ilegalidades de forma grupal o individual (principalmente delitos callejeros), convirtiéndose así en
un sostén más para la subsistencia familiar (Scandizzo, 2003).

Si bien es cierto que el Estado posneoliberal recuperó cierto terreno cedido en materia de garantía de
los derechos sociales y económicos, luego de más de una década de retracción, ello no quita que hasta hoy
en día se detecten resabios del paradigma del “Menor en Peligro Material o Moral”, cristalizado en
numerosas intervenciones estatales con sesgo punitivista. En este sentido, y en sintonía con Scandizzo
(2014), el despliegue de operaciones discursivas y prácticas, que tuvieron como eje central a la niñez como
“Sujeto de Derecho”, no lograron romper esa tradicional división del universo infantil entre “niños” y
“menores”, y por el contrario, han tendido a fragmentar al campo de la “minoridad” entre “menores
vulnerables” y “menores peligrosos”, sobre este segundo subgrupo se enfoca el presente análisis.

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