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DICTAMEN SOBRE EL ARTÍCULO 268 -2-, DEL CÓDIGO PENAL


SOMETIDO A ESTUDIO

Transcripción del texto del art. 268 (2) del Cód. Penal:
“Será reprimido con reclusión o prisión de dos a seis años, multa
del cincuenta por ciento al ciento por ciento del valor del enriquecimiento
e inhabilitación absoluta perpetua, el que al ser debidamente requerido no
justificare la procedencia de un enriquecimiento patrimonial apreciable
suyo o de persona interpuesta para disimularlo, ocurrido con posterioridad
a la asunción de un cargo o empleo público y hasta dos años después de
haber cesado en su desempeño.
Se entenderá que hubo enriquecimiento no sólo cuando el
patrimonio se hubiese incrementado con dinero, cosas o bienes, sino
también cuando se hubiesen cancelado deudas o extinguido obligaciones
que lo afectaban.
La persona interpuesta para disimular el enriquecimiento será
reprimida con la misma pena que el autor del hecho.”

TEMAS EN CONSULTA.

Seguidamente habré de responder el temario consultado


sistematizando las cuestiones que advierto y sus consecuencias; teniendo
en cuenta no solo el material que me ha sido facilitado por el Ministerio
Público de la Defensa (Antecedentes jurisprudenciales, Derecho extranjero
según respuestas proporcionadas por países específicamente requeridos al
efecto; y algunos elementos doctrinarios) sino también la investigación
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especial que para esta tarea hice y las reflexiones particulares que me han
surgido inclusive a través del sentido común que aprecio tanto como
nuestra normativa constitucional.
De este modo y a manera introductoria anuncio que abordaré la
materia empezando por los interrogantes que me genera la redacción legal
de la figura analizada y que entiendo que en el lenguaje penal podríamos
denominar “indeterminaciones del tipo penal”; luego incursionando en el
aspecto más tratado de la inversión de la carga de la prueba; después en la
llamativa situación en que queda la “persona interpuesta”; y al fin un
especial capítulo para destacar las consecuencias de estos dilemas puestos
a prueba ante nuestro sistema constitucional, lo que en otras palabras
equivale a decir las garantías constitucionales comprometidas. Desde luego
que habrá un último punto dedicado a las “Conclusiones”, que reservaré
para emitir la opinión consultiva que en definitiva es el propósito de este
dictamen académico.

I) INDETERMINACIONES DEL TIPO PENAL.

I.1) INDETERMINACIÓN DE LA EXPRESIÓN “SER DEBIDAMENTE


REQUERIDO”:

El primer aspecto que llama mi atención es el empleo del término


“debidamente requerido”, moviéndome de inmediato a la inquietud del
opuesto: cómo sería “indebidamente requerido”. Es decir que si esperamos
de la ley y tanto mas de la penal una precisión tal que no de lugar a
equivocidades, la vaguedad de la expresión que estoy analizando no puede
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ser admitida. Cuando hablo de equivocidad estoy diciendo que las opciones
son varias y peor aun en este caso indeterminadas.
Veamos ¿Cual sería la manera debida de requerir? Presumo que
para responder tendríamos que contar con bastantes datos que ni siquiera
hallé al investigar en la legislación complementaria; tal como por ejemplo
la autoridad específica que puede o debe requerir tanto como la
oportunidad y los mecanismos para hacerlo.
Como ejercicio intelectual es interesante trabajar algunos
ejemplos hipotéticos y medir su razonabilidad así como su funcionalidad.
Imaginemos que se trata de requerir a un juez ¿dónde hallamos legalmente
establecido el modo y la autoridad para concretarlo? No hay dudas que se
trata de un delito de acción pública, pero ¿podría entonces el titular de una
Comisaría o el Jefe de la Policía Federal requerir que justifique su
enriquecimiento? a los Ministros del Poder Ejecutivo ¿también? o debería
ser el Presidente de la Nación que los nombra. ¿Cómo debería anoticiarse
la sospecha que justifique el requerimiento o éste podría hacerse preventiva
y periódicamente?
Como antes dije, no encontré en la legislación complementaria
consultada ningún texto que específicamente resuelva estas dudas por más
esfuerzo e interpretaciones extensivas que quiera dársele a algunas normas
destinadas a la ética pública, como la presentación de declaraciones juradas
anuales y las reclamadas al asumir y dejar un cargo público. Ninguna de
estas previsiones están destinadas concretamente a “completar” la norma
penal, ni podemos entender que el funcionario está “implícitamente
requerido” pues al hacer esas declaraciones no las hace “bajo sospecha” de
alguna ilicitud sino cumpliendo un recaudo legal genérico. No admito
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como posible que el “debidamente requerido” se de por satisfecho con ese


tipo de declaraciones juradas ni tampoco las impositivas, pues el
funcionario no está en ellas siendo expresamente requerido para que
justifique un “...enriquecimiento patrimonial apreciable suyo o de persona
interpuesta...” como reza el artículo analizado. La representación
intelectual concreta de esta hipótesis entiendo que debe estar claramente
presente en el funcionario a la hora de contestar el requirimiento de
justificación para que éste sea útil en la esfera penal, ya que lo contrario
traicionaría gravemente las garantías constitucionales de defensa y de no
autoincriminación. Pero no quiero anticipar con esto mis conclusiones por
lo que no abundaré en mayores consideraciones en la inteligencia de que
los interrogantes hasta aquí planteados muestran sobrada elocuencia para
hablar de indefiniciones y equivocidades. Cabe señalar que una sola
dubitación insalvable de la norma sería suficiente para afectar el principio
de tipicidad que caracteriza al derecho penal y que no es otra cosa que la
versión estricta en esa órbita de la garantía constitucional de legalidad y
razonabilidad (arts. 18, 19 y 28 CN). Dejo aquí la reflexión, insisto para no
anticiparme más.

I.2) INDETERMINACIÓN DE LA EXPRESIÓN “NO JUSTIFICARE LA


PROCEDENCIA DE UN ENRIQUECIMIENTO PATRIMONIAL APRECIABLE” :

En esa misma misma línea de equivocidades, suscitadas a partir


de las indeterminaciones que presenta el tipo penal a estudio, se inscribe la
expresión “no justificare la procedencia de un enriquecimiento patrimonial
apreciable”; expresión que adquiere singular importancia dado que, siendo
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la conducta incriminada la “no justificación”, es esta acción y no otra, la


que determina el momento consumativo del ilícito.
En ese orden y no obstante que la valoración tendiente a
determinar la efectiva justificación o no de la procedencia del
enriquecimiento en que se fundó el requerimiento, responde a una
apreciación subjetiva no objetivable en su integridad, la imprecisión del
enunciado típico ut supra citado resulta de la falta absoluta de referencia a
los medios, condiciones y modo bajo los que procede tener por acreditada
aquella justificación. En ese contexto, se observa que concurre también en
la especie un supuesto de indeterminación de la norma proyectado sobre
aspectos neurálgicos del delito relativos a su ejecución misma, desde que
tal indeterminación recae sobre las pautas que, en abstracto, habrían de ser
consideradas por la autoridad “legitimada” para tener por justificada o no
la procedencia del enriquecimiento.
Continuando entonces con el ejercicio intelectual propuesto en
el punto anterior, tendiente a evaluar la razonabilidad así como la
funcionalidad de la norma sobre la base de los supuestos que
hipotéticamente pueden llegar a suscitarse, habré de observar lo siguiente.
Tal como quedó explicitado más arriba, la circunstancia de no
establecerse con especificidad en el texto legal los parámetros en base a los
cuales la autoridad “legitimada” debe apreciar y, por ende, determinar la
efectiva justificación de la procedencia, genera numerosas situaciones de
tratamiento dispar -violatorias del principio de igualdad ante la ley-, atento
el margen de discrecionalidad existente en ese aspecto que reposa, ni mas
ni menos, que sobre la consumación misma del delito.
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Por lo demás, existe también indeterminación del tipo penal al


consagrarse como único indicador calificante del enriquecimiento
patrimonial susceptible de generar el requerimiento debido y la
consumación del delito ante su no justificación, el hecho de tratarse de un
enriquecimiento “apreciable”. Ante ello, cabe preguntarse, bajo qué
presupuestos de hecho la autoridad requirente deberá evaluar la magnitud
del enriquecimiento en cada caso concreto, a fin de determinar si se trata
en rigor de un crecimiento patrimonial “apreciable”. Obsérvese que la
alteración patrimonial que puede interpretarse sustancial respecto de
algunas personas puede no serlo respecto de otras, y viceversa.
De tal suerte y siendo que el tipo penal se reduce a señalar que el
enriquecimiento patrimonial debe ser “apreciable”, dicha vaguedad
legislativa en punto a las pautas objetivas hubo de ser completada por la
elaboración doctrinaria y los escasos precedentes jurisprudenciales
existentes sobre el particular.
En ese orden, resulta opinable cuándo habría enriquecimiento
apreciable. Ello, por ejemplo, podría darse cuando se exhiba una mejora
sustancial en la situación económica del agente, tomando en consideración
el momento de asunción del cargo y las posibilidades normales de
evolución durante el tiempo del desempeño en la función pública o en el
lapso de dos años posteriores al cese en el ejercicio de la misma.
Así es que existe postura pacífica, tanto en la doctrina como en
la jurisprudencia, para considerar que el término “apreciable” alude a algo
desproporcionado, es decir, sin correspondencia entre lo que el
funcionario tenía, lo que tiene y lo que razonablemente no pudo tener, pero
que a pesar de ello tiene. Verificados pues, tales extremos, se parte de la
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presunción de considerar la existencia de actos ilícitos por parte del


funcionario o empleado público que lo han llevado a esa gran prosperidad
o mejoría económica.
Por otra parte, es a partir de las imprecisiones señaladas en la
norma que nacen también otras equivocidades que se suman a las ya
aludidas y que giran, fundamentalmente, en orden a cómo debe justificar
el funcionario el enriquecimiento patrimonial reprochado, para no verse
incurso en el delito.
Así, puede ocurrir que el funcionario público requerido no
justifique la procedencia del enriquecimiento patrimonial apreciable sea
porque no quiera o no pueda hacerlo. Ahora bien, sea cual fuere la razón
que lo indujo a ello, lo cierto es que podría llegar a ser considerado culpable
por el enriquecimiento ilícito aún cuando, tal vez, el mismo tuviere una
procedencia legítima.
En efecto, sin perjuicio de las consideraciones que más adelante
se desarrollarán respecto de la inversión de la carga de la prueba, en tanto
que la figura en estudio pone en cabeza del funcionario sospechado el
deber de demostrar su inocencia mediante la justificación de la procedencia
del enriquecimiento, lo que interesa destacar en este acápite es que el
funcionario puede eventualmente no justificar dicha procedencia porque
no puede o no quiere hacerlo pues, se encuentra constitucionalmente
amparado para ello en ejercicio del legítimo derecho que le asiste de
negarse a declarar. En ese contexto, ninguna consecuencia jurídica puede
válidamente derivarse para el funcionario público que “no justificare la
procedencia de un enriquecimiento patrimonial apreciable”, pues dicho
resultado puede eventualmente obedecer a circunstancias acaecidas en la
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esfera de intimidad de aquél y que, por ende, nada tienen que ver con la
presunción inferida en la ley con relación a algún acto de corrupción.
De tal suerte, concluyo que la norma cuestionada en cuanto le
impone al funcionario el deber de justificar la procedencia del
enriquecimiento patrimonial bajo amenaza de sanción penal, pone en crisis
también el principio de reserva consagrado en el art. 19 de la Constitución
Nacional, dada la disyuntiva eventualmente generada entre acogerse a su
legítimo derecho constitucional de negarse a declarar sin que ello implique
presunción en su contra o develar aspectos relativos a su fuero más íntimo
de privacidad.

II) INVERSIÓN DE LA CARGA DE LA PRUEBA.

La norma considerada prevé que el delito de enriquecimiento


ilícito de funcionario público se consuma cuando al ser éste debidamente
requerido “…no justificare la procedencia de un enriquecimiento
patrimonial apreciable suyo o de persona interpuesta…”
De esta manera, se prescribe en la norma a estudio la inversión
de la carga de la prueba desde que el tipo penal se construye a partir de una
presunción de culpabilidad derivada de la existencia de un enriquecimiento
patrimonial apreciable y de la calidad de funcionario público del titular del
mismo. Es así que, ante la concurrencia de tales presupuestos y una vez
requerido, en debida forma, el funcionario público debe demostrar su
inocencia al imponérsele el deber de justificar la procedencia lícita del
enriquecimiento patrimonial apreciado a su respecto bajo amenaza de
pena.
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Dicho en otras palabras, en la figura a estudio se parte de un


presunto resultado, en sí mismo, insusceptible de reproche penal, cual es
la existencia de un progreso económico, un enriquecimiento patrimonial
apreciable en cabeza de un funcionario público –erigido en la norma bajo
la apariencia de una imputación penal concreta- y, a partir de allí, lo que se
incrimina es la no justificación de su procedencia por parte de aquél en
oportunidad de ser “debidamente requerido” para ello.
Así, a tenor de la fórmula empleada en el texto legal vigente, el
funcionario público se encuentra compelido a justificar la procedencia del
enriquecimiento patrimonial en oportunidad de ser requerido, pues en caso
contrario, se lo considera incurso en el delito de enriquecimiento ilícito, sin
ningún otro elemento de cargo más que su propia incapacidad de justificar
el origen lícito de dicho enriquecimiento.
De tal suerte, y por las razones antedichas, el delito de
enriquecimiento ilícito consagrado en el art. 268 (2) del Cód. Penal
edificado a partir de una flagrante inversión de la carga de la prueba –el
denominado “onus probandi” en materia penal-, vulnera las garantías del
debido proceso legal y de la defensa en juicio contenidas en el art. 18 de la
Constitución Nacional.
En efecto, una de las derivaciones de aquellas garantías se integra
por la presunción de inocencia en virtud de la que, en materia penal, es la
parte acusadora la que tiene a su cargo la demostración de la culpabilidad
del imputado, y no éste la de su inocencia.
La aplicación de dicho principio rector, demuestra la
inconstitucionalidad de la figura a estudio desde que, a tenor de los
postulados invocados, corresponde al Estado demostrar la ilicitud en el
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origen del enriquecimiento patrimonial apreciable para que tal resultado


pueda ser, válidamente, objeto de reproche penal; circunstancia que no se
da en la norma del art. 268 (2) del Cód. Penal.
En esa inteligencia, el dispositivo legal de referencia, viola la
presunción de inocencia derivada de las garantías del debido proceso y de
la defensa en juicio, en virtud de la que nadie puede ser obligado a declarar
contra sí mismo. Ello es así, pues a raíz de la imperfecta técnica de
elaboración legislativa, se parte de una presunción de culpabilidad del
funcionario nacida a partir de la existencia de un enriquecimiento
patrimonial apreciable suyo o de persona interpuesta, de manera tal que si
dicho funcionario, en ejercicio de su legítimo derecho de negarse a declarar,
no aporta los elementos tendientes a demostrar la licitud en el origen de
los bienes que integran aquél patrimonio, se convierte automáticamente y
por esa sóla circunstancia en autor penalmente responsable del delito.
Así, el legítimo ejercicio de un derecho constitucionalmente
reconocido –el de negarse a declarar contra sí mismo-, e inscripto en un
conjunto de principios y garantías que gozan de la misma jerarquía –debido
proceso, defensa en juicio, principio de legalidad y de reserva- no puede
emplearse, de manera cuasi-coactiva, para determinar la culpabilidad del
agente en el delito.
Es cierto que existe una calificada corriente doctrinaria y
jurisprudencial que sostiene que no existe la incompatibilidad del texto
legal citado con el precepto del art. 18 de la Carta Magna, entre ellos cabe
citar a Severo Caballero, Sebastián Soler, Javier De Luca, entre otros.
Estos autores arriban a la conclusión de que no se da la colisión
mencionada porque el cumplimiento de un deber sustancialmente
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adquirido por el manejo de los fondos públicos confiados al funcionario,


en relación a sus funciones, no puede permitir alegar la violación de la
presunción de inocencia que consagra el citado art. 18 de la Ley
Fundamental1. En sentido similar, se expide Sebastián Soler agregando que
la acción típica del funcionario, en los términos del artículo 268 (2) del
Código Penal, supone una actitud dolosa, un abuso funcional del cargo que
ocupa y que desplaza la presunción de inocencia del art. 18, por cuanto se
impone la necesidad de subrayar la existencia de deberes a los que está
obligado el funcionario en la administración de los fondos públicos.
Cabe reparar que los mencionados autores basan sus
conclusiones en el cumplimiento de un deber adquirido por el funcionario
como consecuencia del manejo de los fondos públicos y que se presume
por parte de aquél una conducta dolosa.
De estas opiniones se desprende claramente la vulneración del
principio de inocencia pues se parte de considerar que el funcionario actuó
dolosamente y que tiene un deber impuesto meramente por su calidad de
funcionario, sin que fuere menester acreditar los extremos antedichos
debido a que su responsabilidad surgiría de la simple circunstancia de
negarse a declarar contra sí mismo.
Otro distinguido doctrinario, Marcelo Sancinetti, en la vereda
opuesta se refiere a la opinión de Creus en el sentido de que la ley no
consagra una presunción sino que impone un deber penando el
incumplimiento de este último. Para él, ese es el núcleo del delito pues
sostiene que allí nada se presume. Marcelo Sancinetti critica esta posición

1 Caballero, José Severo “El enriquecimiento ilícito de los funcionarios y empleados públicos después de la
reforma constitucional de 1994”, publicado en La Ley, T. 1997-A, Sec. Doctrina, págs. 793/800.
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diciendo que “ahora puede bastar, pues, con que recurra a una metáfora.
Si un esquema como ése fuese legítimo (incumplimiento del deber y que
nada se presume), el Estado podría resolver todas las dificultades
probatorias estableciendo, junto a cada delito determinado (de comisión o
de omisión), una figura omisiva, sujeta a la misma pena, consistente en no
demostrar la inocencia de aquel mismo delito, presumido por alguna
circunstancia que generase una sospecha.”
A continuación el citado autor ejemplifica su aserto mediante la
elaboración de una fórmula de presunción semejante para el caso del
homicidio. Para ello plantea la siguiente redacción del art. 80 (1) del Cód.
Penal: “Será reprimido con la pena del homicidio agravado por codicia, el
que no justificare el lugar donde se hallaba en el momento de la muerte de
un pariente a quien aquél hubiere heredado por un valor económico
apreciable”.2
En el desarrollo del tema, el aludido doctrinario, señala que la
garantía de no declarar contra sí mismo (nemo tenetur) existe “…
justamente para no ser obligado a declarar en casos en que una conducta
previa del declarante pueda haber sido más que ilícita. ¡Delictiva!” y sigue
manifestando que la naturaleza procesal de la garantía citada no le quita
jerarquía pues “… las garantías constitucionales penales no guardan un
orden de jerarquía entre sí: ellas no colisionan, siempre protegen al
individuo. Desde este punto de vista, que una garantía constitucional
corresponda al derecho procesal no le resta ni un ápice de valor puesto que

2Sancinetti, Marcelo, “El delito de enriquecimiento ilícito de funcionario público”, Ad Hoc, 1994, págs.
94/95.
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es constitucional, rige siempre. Lo que se oponga a ella es


inconstitucional.”
Por su parte y dentro de la misma postura doctrinaria, el profesor
Edgardo Donna observa que el tipo penal, tal como está redactado en el
art. 268 (2) del C.P., es inconstitucional. En ese orden, señala que “los
principios constitucionales de inocencia, de culpabilidad, de ‘in dubio pro
reo’, todos con jerarquía constitucional, más aún luego de la reforma
constitucional de 1.994, quedan todos derogados de un plumazo, por la
idea preventiva de meter en cárcel a los funcionarios públicos, como
ejemplo para el resto de la sociedad, con lo cual el daño es mayor, porque
el Estado de Derecho queda sin sustento.” Y agrega, el citado autor, con
especial referencia a la inversión de la carga de la prueba que “si en el
legítimo derecho que la Constitución reconoce a toda persona, el
funcionario público, que hemos puesto como ejemplo, decide abstenerse
de declarar, basado en el principio constitucional de que nadie puede ser
obligado a declarar en contra de sí mismo y que los códigos han
reconocido, afirmando que el silencio del imputado no puede ser tomado
en su contra, en este caso sí lo es y nuestro funcionario sería condenado.”
Finalmente y sobre la base del análisis personalmente efectuado
de la información proporcionada por la Defensoría General en materia de
legislación comparada, merece destacarse el tratamiento que, en orden al
problema de la inconstitucionalidad del delito de enriquecimiento ilícito
por inversión de la carga de la prueba, se diera en Costa Rica, como así
también en las reservas efectuadas por Canadá y Estados Unidos para la
incorporación a sus respectivos ordenamientos de la figura contenida en el
art. IX de la Convención Americana contra la Corrupción. Destácase que
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justamente se trata de aquellos países de la historia americana que, por un


lado, más se destacaron por su trayectoria en la vida democrática y en el
respeto de los derechos y garantías individuales en tanto que, por otro,
figuran entre aquellos que presentan menores índices de corrupción.
Teniendo ello presente, con respecto a lo primero, es decir, al
tratamiento jurisprudencial dado en Costa Rica, debe observarse que en
aquél país el delito en estudio se encontraba consagrado en la norma del
art. 26 de la Ley 6872, en la que se estipulaban una serie de supuestos a
partir de los que se presumía la existencia de enriquecimiento ilícito;
supuestos que se presentaban cuando el servidor público: -adquiera bienes
de cualquier índole o naturaleza, sin poder probar el origen lícito de los
recursos de que ha dispuestos para ello (inc. a), -se enriquezca de cualquier
modo como consecuencia exclusiva del cargo, sin acreditar la licitud de su
aumento de fortuna y la verosimilitud de las fuentes de recursos invocadas
(inc. c), y –cuando él o sus familiares, en los grados y lazos de parentezcos
determinados en la norma, se enriquezcan sin poder dar demostración
fehaciente de la licitud del incremento de sus bienes o fortuna (inc. e). (El
subrayado me pertenece)
Lo interesante del caso costarricense deriva, a los efectos de la
presente opinión consultiva, de la derogación del delito en crisis por
declaración de inconstitucionalidad de los citados incs. a), c) y e) del art. 26
de la Ley nro. 6872, dispuesta por la Sala Constitucional de la Corte
Suprema de Justicia de la República de Costa Rica en la Acción de
Inconstitucionalidad Nro. 842-P-90, -Ricardo Umaña Zúñiga-, pues con
alegación de las normas de la Constitución Costarricense vulneradas y de
los artículos de los Pactos Internacionales de Derechos Humanos
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ratificados por dicho país –en especial de la Declaración Universal de


Derechos Humanos, del Pacto Internacional de Derechos Civiles y
Políticos y de la Convención Americana sobre Derechos Humanos- se
sostuvo, partiendo de la doctrina fijada por el Tribunal en numerosos
precedentes relacionados con la presunción de inocencia, el derecho a la
prueba y a un debido proceso legal con todas las garantías, que la norma
aludida es irrazonable, arbitraria y desproporcionada.
Para así concluir, y en sintonía con la postura sustentada en la
presente, el Tribunal Constitucional costarricense observó que “los incisos
del artículo 26 efectivamente imponen al funcionario público de que se
trate, el deber de demostrar el origen del aumento en su patrimonio, que
exceda el monto de su salario o las sumas que legalmente pueda devengar,
invirtiendo el tipo penal de manera evidente la carga de la prueba en contra
del encausado violando con ello de modo flagrante, el principio de
inocencia, en los términos prescritos por el artículo 39 constitucional,
concerniéndole al órgano acusador la demostración de la procedencia ilícita
del patrimonio del servidor público. De este modo no es siquiera posible
pensar en alguna interpretación de la norma que permita al juez penal su
aplicación sin la lesión de los derechos fundamentales del imputado.” (El
destacado me pertenece)
Por su parte, a la postura en tales términos adoptada por Costa
Rica respecto de la vigencia del delito de enriquecimiento ilícito, se suman
las reservas de Canadá y Estados Unidos para su incorporación a los
ordenamientos respectivos, en oportunidad de proceder al depósito del
instrumento de ratificación de la Convención Americana contra la
Corrupción.
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En el particular, ambos países han sido contestes en rechazar la


incorporación del delito de enriquecimiento ilícito tal como se encuentra
consagrado en el art. IX de la Convención en la inteligencia de que en el
mismo se impone la carga de la prueba sobre el imputado lo cual es
incompatible con la presunción de inocencia garantizada tanto en la
Constitución de Canadá como de los Estados Unidos y con los principios
fundamentales del sistema jurídico de ambos países.

III) SITUACIÓN DE LA “PERSONA INTERPUESTA”.

Otro aspecto a tener en cuenta al analizar el tipo penal del delito


de enriquecimiento ilícito de funcionario público es el de la conducta
atribuida en la norma a la “persona interpuesta” para disimular el
enriquecimiento.
En primer término, cabe tener presente que en el texto del art.
268 (2) del Cód. Penal –según Ley 16.648- se establecía que “la persona
interpuesta para disimular el enriquecimiento será reprimida con prisión de
1 a 4 años” en tanto que, en su actual redacción aprobada por Ley 25.188,
se prevé la penalización de aquélla con la misma pena que el autor del
hecho.
Sea cual fuere el monto de pena estipulado en la norma para la
incriminación de quien aparece como “testaferro” o “personero” del
funcionario público, lo que interesa destacar en este aspecto, como una
consecuencia más de la imperfecta técnica de redacción legislativa, es que
se penaliza a quien, sin tener ninguna intervención en la ejecución de la
conducta típica descripta –no justificar la licitud del enriquecimiento-, se
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convierte automáticamente en responsable del delito a causa del accionar


reprochable del otro: el autor.
En efecto, partiendo de la base de que la figura en estudio es un
delito de omisión que, como se dijera, se consuma cuando el funcionario
público, debidamente requerido, no justifica la procedencia de un
enriquecimiento patrimonial apreciable suyo o “de persona interpuesta” y
dado que, en este último supuesto, la condición de “personero” determina,
por sí sola, la concurrencia del tipo penal a su respecto, reaparecen
también, en lo que a este punto concierne, las deficiencias técnicas y
reparos constitucionales a los que se aludirá más adelante.
En el particular, tales deficiencias técnicas se presentan porque
siendo la acción típica la de omitir la justificación de un incremento
patrimonial apreciable y siendo el funcionario público la persona exclusiva
y debidamente requerida para ello, no se advierte sobre la base de qué
presupuestos de hecho el legislador pretende tener como partícipe y/o
autor del delito –consistente en la omisión de justificar- a la persona
interpuesta.
Obsérvese, que la norma del art. 268 (2) del Cód. Penal no
describe una acción punible para el caso del “testaferro”, pues ésta sólo se
prevé para quien es el autor principal.
De tal suerte el comportamiento de la persona interpuesta que
pretende incriminarse, no constituye un modo de proceder punible por sí
mismo, sino que la ilicitud de su conducta dependerá de la efectiva
realización, por otro, del tipo penal descripto en el primer y segundo
párrafo de la norma: el funcionario público que omite justificar la
procedencia del enriquecimiento patrimonial apreciable.
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Por todo lo hasta aquí dicho resulta inadmisible en, nuestro


actual contexto constitucional, la incriminación de la persona interpuesta
desde que la misma queda incursa en el delito de enriquecimiento ilícito
por el quehacer del funcionario público, sin que ningún conocimiento, y
menos aún participación de su parte se hubiere acreditado en punto al
debido requerimiento y no justificación del enriquecimiento; extremos que,
como quedara dicho, constituyen el núcleo de la conducta específica
incriminada por el art. 268 (2) del Cód. Penal.

IV) MOMENTO CONSUMATIVO DEL HECHO. TRANSCURSO


DEL PLAZO DE PRESCRIPCIÓN PENAL.

En este punto cabe tener presente que, así como está redactado
el texto legal en análisis, la conducta típica es la no justificación del
enriquecimiento patrimonial apreciable y no, la de enriquecerse
ilegítimamente.
Esto significa que si el delito se consuma al no justificar el
funcionario público la procedencia de dicho enriquecimiento, no puede
abrirse el proceso judicial si antes no hubo requerimiento debido para ello
proveniente de la autoridad legitimada a tal fin que, como se dijera
anteriormente, no sabemos cuál es. Indiscutibles son, además, las razones
en virtud de las que no puede pretenderse que dicho requerimiento y
ulterior justificación opere en sede judicial pues, en tal caso, el debido
proceso se habría iniciado sin la base del hecho delictivo precedente en el
que debe sustentarse “prima facie” el inicio de toda investigación penal,
pues el mismo se cometería en el expediente judicial, ante el Juez que luego
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de provocarlo y evaluar su no justificación, debería juzgarlo con los serios


reparos que tales extremos acarrean respecto de su imparcialidad para la
resolución del caso.
En razón de lo expuesto y partiendo de la base de que el
momento consumativo del delito está dado por la no justificación del
enriquecimiento patrimonial apreciable, al ser debidamente requerido para
ello, habré de señalar también mi preocupación en punto a la
indeterminación temporal concurrente en la especie.
Ello pues si bien, del texto legal a estudio deriva la concurrencia
de un límite temporal en el enriquecimiento para que el funcionario pueda
ser válidamente requerido al establecerse que aquel incremento patrimonial
debió haber “ocurrido con posterioridad a la asunción de un cargo o
empleo público y hasta dos años después de haber cesado en su
desempeño”, lo cierto es que recordando, una vez más, que el delito se
consuma cuando al ser debidamente requerido el funcionario no justifica
la procedencia de dicho enriquecimiento y no previéndose en la norma un
límite temporal que condicione la posibilidad de efectuar tal requerimiento,
pareciera que el presunto autor, en el delito de enriquecimiento ilícito,
queda permanente e indefinidamente expuesto a que, por su sólo paso por
el ejercicio de la función pública, se lo requiera e investigue por las
alteraciones sufridas en su situación patrimonial durante el desempeño en
la Administración Pública y hasta dos años después de haber cesado en el
mismo.
De tal suerte, y si bien en virtud de las deficiencias estructurales
señaladas no hay posibilidad alguna de consumación de dicha hipótesis
delictiva hasta tanto el funcionario público no sea debidamente requerido,
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lo cierto es que la indefinición temporal admitida para ello consagra una


suerte de encubierta e inaceptable imprescriptibilidad. Y digo inaceptable
porque en la notable evolución que llevamos verificada en el derecho de
gentes internacional los únicos ilícitos que no prescriben son aquellos
considerados crímenes de guerra o contra la humanidad, en cuyo catálogo
obviamente no se incluye el tipo delictual que aquí nos ocupa que no está
destinado a tutelar derechos humanos sino la transparencia administrativa
y de los funcionarios públicos, aspectos éstos que en la medida que
concitan un interés general de la sociedad podrían eventualmente
encuadrar en la categoría conocida como intereses de incidencia colectiva,
pero insisto no como derechos humanos imprescriptibles.

V) GARANTÍAS CONSTITUCIONALES COMPROMETIDAS.

V.1) PRINCIPIO DE LEGALIDAD:

Este principio constitucional al que suele aludirse mediante el


empleo de la fórmula “nullum crimen, nulla poena sine lege”, como es
sabido, se encuentra consagrado en los arts. 18 y 19 de la Constitución
Nacional.
Así pues, teniendo presente que dichos dispositivos
constitucionales establecen, por un lado, que “Ningún habitante de la
Nación puede ser penado sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho
del proceso” -art. 18- y, por otro, que “Ningún habitante de la Nación
será obligado a hacer lo que no manda la ley ni privado de lo que ella no
prohibe” -art. 19-, la conjunción de los mismos demanda, en la
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investigación de un hecho presuntamente constitutivo de ilícito, la


anterioridad de éste al proceso mismo.
En ese orden, al ser el requerimiento debido un elemento del tipo
indispensable para su consumación -concretada cuando el funcionario
público no justificare la procedencia del enriquecimiento apreciable-, la
facultad de requerir prevista en el texto legal del art. 268 (2) del Cód. Penal,
consagra la posibilidad de un proceso –sea administrativo o judicial- previo
al hecho mismo que será objeto de investigación penal, dicho en otras
palabras, la redacción legal expone a que no exista el hecho previo al
proceso sino su configuración en el desarrollo del mismo. Por lo tanto,
dicha exigencia del tipo penal resulta, sin lugar a dudas y a tenor de los
postulados consagrados en los citados arts. 18 y 19 de la Constitución
Nacional, violatoria del principio de legalidad.
Sin perjuicio de ello, debe observarse también desde la
perspectiva de dicho principio constitucional que el catálogo de
equivocidades a que dan lugar todas y cada una de las indeterminaciones
que albergan los elementos del tipo correspondientes a la figura en estudio
-analizadas en el pto. I) de la presente- determina, sin resquicio de duda, la
tacha de inconstitucionalidad del art. 268 (2) del Cód. Penal. En efecto, si
esperamos de la ley y tanto más de la ley penal una precisión que no de
lugar a equivocidades, como lo dije anteriormente, una sola dubitación
insalvable de la norma ya es suficiente para afectar el principio de tipicidad
que caracteriza al derecho penal y que no es otra cosa que la versión estricta
en esa órbita de la garantía constitucional de legalidad. Lo contrario
importaría abrir, aunque mas no fuere por vía de excepción y para la
exclusiva situación de los funcionarios públicos sujetos por esa sola
22

condición a un sistema de garantías de menor protección, un camino de


consecuencias inciertas hacia la inseguridad jurídica.

V.2) PRINCIPIO DE INOCENCIA:

Tal como lo señalé en el punto II) de la presente, el tipo penal a


estudio se construye a partir de una inversión de la carga de la prueba dado
que, a los efectos de verificar la concurrencia del delito de enriquecimiento
ilícito, se parte de una presunción de culpabilidad derivada de la existencia
de un enriquecimiento patrimonial apreciable y de la calidad de funcionario
público del titular del mismo.
Es así que, ante la concurrencia de tales presupuestos y una vez
requerido, en debida forma, el funcionario público debe demostrar su
inocencia al imponérsele el deber de justificar la procedencia lícita del
enriquecimiento patrimonial apreciado a su respecto bajo amenaza de
pena.
Dicho en otras palabras, en la figura sujeta a examen de
constitucionalidad, se parte de un presunto resultado, en sí mismo,
insusceptible de reproche penal, cual es la existencia de un enriquecimiento
patrimonial apreciable en cabeza de un funcionario público y, a partir de
allí, lo que se incrimina es la no justificación de su procedencia por parte
de aquél en oportunidad de ser “debidamente requerido” para ello.
Así, a tenor de la fórmula empleada en el texto legal vigente, el
funcionario público se encuentra compelido a justificar la procedencia del
enriquecimiento patrimonial en oportunidad de ser requerido, pues en caso
contrario, se lo considera incurso en el delito de enriquecimiento ilícito, sin
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ningún otro elemento de cargo más que su propia incapacidad de justificar


el origen lícito de dicho enriquecimiento.
De tal suerte, y por las razones antedichas, el delito de
enriquecimiento ilícito consagrado en el art. 268 (2) del Cód. Penal
edificado a partir de una flagrante inversión de la carga de la prueba –el
denominado “onus probandi” en materia penal-, vulnera las garantías del
debido proceso legal y de la defensa en juicio contenidas en el art. 18 de la
Constitución Nacional.
En efecto, una de las derivaciones de aquellas garantías se integra
por la presunción de inocencia en virtud de la que, en materia penal, es la
parte acusadora la que tiene a su cargo la demostración de la culpabilidad
del imputado, y no éste la de su inocencia.
La aplicación de dicho principio rector, demuestra la
inconstitucionalidad de la figura a estudio desde que, a tenor de los
postulados invocados, corresponde al Estado demostrar la ilicitud en el
origen del enriquecimiento patrimonial apreciable para que tal resultado
pueda ser, válidamente, objeto de reproche penal; circunstancia que no se
da en la norma del art. 268 (2) del Cód. Penal.
En ese orden, teniendo presentes los fundamentos expuestos en
la parte pertinente de la presente opinión consultiva, sólo me resta
reflexionar que si el derecho penal está regido -entre otras garantías- por el
principio de inocencia y el debido proceso, por la libertad de declarar o no
hacerlo en las imputaciones sobre uno mismo y, finalmente, por la
legalidad de la prohibición de un hecho determinado del que se fuera
personalmente culpable, entonces, tampoco se pueden burlar esos
principios de legalidad y de presunción de inocencia convirtiendo en el
24

hecho prohibido el no demostrarse inocente de un delito que tampoco se


identifica.

V.3) IGUALDAD ANTE LA LEY:

El principio constitucional de igualdad ante la ley consagrado en


el art. 16 de la Carta Magna y afianzado por la inveterada doctrina de la
Corte Suprema de Justicia de la Nación como el principio en virtud del que
la ley debe ser igual para los iguales en igualdad de circunstancias resulta, a
tenor del tipo penal contenido en el art. 268 (2) del Cód. Penal, violentado
desde una doble perspectiva de análisis, en perjuicio del funcionario
público requerido.
En el ámbito interno, dicha afectación se presenta por la
circunstancia de que, con la vigencia del delito a estudio, se coloca al
funcionario público por su sola condición de tal como sujeto de derecho
sometido a un sistema de garantías de menor protección que el resto de los
individuos.
En efecto, la vigencia del delito de enriquecimiento ilícito de
funcionario público, tal como se encuentra tipificado en nuestro
ordenamiento jurídico, importa admitir una grave excepción al principio
constitucional de igualdad ante la ley, desde que su aplicación equivale a
afirmar la posibilidad de que los pilares básicos del sistema penal fijados, a
partir del conjunto de garantías y derechos individuales concurrentes en la
materia por imperio constitucional, puedan ser removidos en virtud de las
características personales del sujeto destinatario de imputación penal.
25

Ello es así, pues en mérito a los razonamientos precedentemente


expuestos en lo que concierne tanto a las imprecisiones contenidas en el
tipo penal a estudio como a la afectación de las garantías constitucionales
involucradas en la materia, el funcionario público sometido a proceso por
el delito de enriquecimiento ilícito queda, por ello y por su sola condición
de tal, sujeto a un proceso celebrado sin la observancia de las garantías
fundamentales del debido proceso legal y la defensa en juicio, todo lo que
equivale a sumirlo a una especie de “capitis diminutio” con relación al resto
de los individuos sujetos de imputación penal.
Así, el delito de enriquecimiento ilícito se estructura a partir de
una presunción de culpabilidad derivada de la existencia de un
enriquecimiento patrimonial apreciable y de la calidad de funcionario
público del titular del mismo, debiendo este demostrar su inocencia al
imponérsele el deber de justificar la procedencia lícita de aquel
acrecentamiento económico bajo amenaza de pena. Así, una estricta
observancia del principio de igualdad ante la ley demandaría contemplar
delitos residuales de estructura semejante al aquí considerado, para
cualquier persona en la que se aprecie un enriquecimiento que podría
presumirse también derivado de otros ilícitos.
Que, por otra parte, resulta inadmisible -en el actual contexto
constitucional configurado y ampliado por los Pactos Internacionales de
Derechos Humanos- el fundamento en virtud del cual se aduce que no hay
en el caso del art. 268 (2) del Cód. Penal violación de garantías
constitucionales; ya que la transparencia en el ejercicio de la función
pública justificaría un régimen especial de mayor restricción para el
funcionario porque éste accede a la administración pública conociendo de
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antemano que quedaría sujeto al deber de justificar sus incrementos


patrimoniales de consideración. Estoy convencido de que ese
conocimiento anterior y supuesta aceptación del funcionario carecen de
toda validez a la hora de justificar este régimen de discriminada restricción;
y ello así por el elemental principio de que los derechos y garantías
constitucionales son irrenunciables en tanto hacen a la dignidad humana.
Digo que es inadmisible ese fundamento que pretende superar
los cuestionamientos efectuados a la norma desde la óptica del principio
constitucional de igualdad ante la ley pues, tal como lo adelanté, con dicho
razonamiento se subvierte el sistema irrenunciable de garantías en su
conjunto. Ello es así en tanto un interés de carácter general y de incidencia
colectiva, no obstante el loable propósito al que responde, jamás puede
ponderarse por encima de los derechos y garantías individuales por la sola
calidad de funcionario público del titular de los mismos, en una suerte de
“fuero personal” a la inversa (recuérdese el art. 16 de la Constitución
Nacional que no los admite ni para privilegiar ni, obviamente, para
disminuir los derechos esenciales conforme su art. 28) pues tales derechos
y garantías resultan inherentes a la persona humana más allá de toda
condición funcional.
Párrafo especial merece la impresión que el caso ofrece
observado desde la perspectiva del orden internacional al que nuestro país
se insertó, pues es evidente que genera un tratamiento desigual ante la
normativa supranacional de los tratados porque los funcionarios de otros
países no verán vulnerados sus derechos y garantías mientras que los
nuestros sí. Este no es un dato menor si se repara que la Argentina integra
un sistema internacional de aseguramientos con jerarquía supranacional, de
27

conformidad con los arts. 31 y 75, inc. 22, de la Carta Magna; y que esto
supone que debe existir esta igualdad ante la ley no sólo dentro de nuestra
Nación sino también respecto de los restantes países signatarios de este
sistema globalizado de derechos humanos en el que decidimos enrolarnos.
De modo tal que, teniendo siempre presente que los convenios para
erradicar la corrupción no se incluyen en el aludido art. 75, inc. 22, y tienen
por tanto jerarquía inferior a los que se encuentran incluidos en esta última
norma, la conclusión no puede ser otra que priorizar los derechos humanos
en juego –como la igualdad ante la ley- por sobre aquel otro compromiso
internacional y el defectuoso texto legal materia de análisis.

CONCLUSIONES.

Como resultado de las reflexiones que he venido realizando,


corresponde ahora que defina, de modo concluyente, la opinión a la que
finalmente arribo; lo que haré puntualizándola en dos rubros, el primero
de diagnóstico y el segundo de ineludible recomendación que siento mi
deber realizar.
1.- Sin perder de vista que la inconstitucionalidad de una norma
legal es la última ratio del sistema conforme lo ha señalado la Corte
Suprema desde antiguo, pero teniendo presente que aquello que resulta
definitivamente insalvable debe someterse al control de constitucionalidad
que exige el objetivo de “afianzar la justicia” marcado por el Preámbulo de
nuestra Constitución; al no encontrar ningún mecanismo que permita
superar las objeciones constitucionales halladas en el art. 268 (2) del Cód.
Penal, mi opinión es que su texto resulta de flagrante inconstitucionalidad
28

y por ello carente de validez legal sustantiva, con las consecuencias que ello
significa para los procesos judiciales en los que pretenda aplicarse dicha
norma.
2.- Como consecuencia de lo afirmado en el punto que precede
no puedo menos que recomendar la urgente modificación del art. 268 (2)
del Cód. Penal, a lo menos para ajustar su redacción en términos que
guarden cierta equivalencia con los informados por la encuesta de derecho
extranjero que se me facilitó y que en su columna III) muestra otros
mecanismos de redacción legislativa que en principio no merecen los
reproches constitucionales formulados al nuestro. Y ello así para no
pretender apartarnos del compromiso internacional asumido en la
Convención Interamericana contra la Corrupción, como han preferido
hacerlo Bolivia, Costa Rica, Canadá y Estados Unidos que han descartado
esa figura delictiva fundamentalmente por la inversión de la carga
probatoria.
No quiero concluir esta recomendación sin desarrollar unas
breves consideraciones más sobre algunos aspectos que deberían orientar
la tarea de reforma legislativa, siempre siguiendo la inspiración de lo que
aquí comprobamos en la legislación comparada, a saber:
1- Corrección del verbo definitorio de la conducta típica,
2- Definición de los medios, condiciones y demás pautas objetivas
destinadas a apreciar la significación de un enriquecimiento patrimonial
“apreciable”, así como su justificación.
3- Definición de la situación de la persona interpuesta aclarando la
acción u omisión concretada por su propia voluntad.
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4- Indicadores precisos del momento consumativo y lo atingente


al instituto de la prescripción de la acción.
Buenos Aires, 15 de septiembre de 2.003.-

Félix Roberto Loñ


Profesor de Derecho Constitucional
Universidad de Buenos Aires y Nacional de La Plata
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Buenos Aires, 15 de septiembre de 2.003.-

A la Sra. Defensora Pública Oficial Adjunta


de la Defensoría General de la Nación,
Dra. Pamela Bisserier.

De mi mayor consideración:

Tengo el agrado de dirigirme a la Sra.


Defensora Pública Oficial a fin de remitirle adjunto al presente la opinión
académica que respecto de la posible inconstitucionalidad del art. 268 (2) del
Código Penal me fuera requerida a modo de colaboración; autorizando
expresamente su empleo en todos los casos y situaciones que lo considere de
utilidad.

Sin otro particular, Saludo a la Sra.


Defensora Pública Oficial con distinguida consideración.

Félix Roberto Loñ


Profesor de Derecho Constitucional
Universidad de Buenos Aires y Nacional de La Plata

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