Está en la página 1de 4

El Bajo Pueblo en la Independencia

Desde el primer momento, cuando se reunieron los vecinos nobles de la capital para formar la primera junta
de Gobierno, la revolución aristocrática no contempló involucrar al populacho en la escena política, ni
tampoco la plebe mostró mayor entusiasmo por verse arrastrada a un enfrentamiento que no sentían como
algo propio; quizás porque presentía que se intervención no iría más allá de conformar la llamada carne de
cañón y engrosas las filas de los muertos. Existía un clima de indiferencia y apatía.
Ello en parte se debía a que el quiebre institucional de 1810 no motivó a la masa a sumarse a la
gesta emancipadora, simplemente porque el reemplazo de las viejas normativas no transformó en la nada
la actitud antipopular de la élite. Por el contrario, cada paso que daban los patricios fue dirigido a
resguardarse de un inesperado ataque popular. Por su parte, los plebeyos siguieron las banderas que
levantaron las autoridades, sin importarles demasiado si eran republicanas o monarquistas, porque para
ellos era ellos era mucho más efectiva la fuerza del fusil (enganche forzoso), la atracción de la aventura o
el afán por obtener botín. A pesar de ello, su participación militar fue decisiva.
Ya en el período de la reconquista (1814 con el desastre de Rancagua hasta 1817 con la victoria en
Chacabuco) la cuestión se complicó aún más, cuando, con esta guerra civil, los peones se vieron forzados
a disparar sus armas contra sus propios hermanos. El creciente desprestigio del bando patriota tras Rancagua
y el colapso de los antiguos mecanismos de control social, proporcionaron al peonaje la oportunidad para
desplegar su insubordinación, espíritu pícaro y su crónica falta de respeto.
¿Pero por qué el bajo pueblo se marginó de la lucha? Pues porque la estructura seguía siendo la misma, la
tierra seguía en posesión de unos pocos terratenientes, la cual era trabajada por una masa de miserables. No
hubo reformas sociales, políticas o económicas que modificaran las condiciones de vida del bajo pueblo.
La revolución de 1810 tampoco representó ningún gran cambio. La abolición de la esclavitud, la
eliminación del sistema de castas y la instauración de un régimen formal de igualdad ante la ley no
significaba nada para la mayoría de los chilenos. Para ellos la revolución solo había sido un cambio de
administración, pues a nivel local eran los mismos terratenientes los que detentaban el poder.
El beneficio que ambos bandos reportaban al bajo pueblo era nulo; peor aún, la liberación del
tutelaje madrileño permitió que la aristocracia chilena comenzara a ejercer su poder sobre los plebeyos sin
las salvaguardias jurídicas que les había brindado el antiguo sistema monárquico. Así, confrontados con la
oposición de sumarse a los bandos en pugna, irrumpió el bajo pueblo desempeñando su nuevo rol de
desertor o bandolero. Empero, a diferencia de sus ancestros, los nuevos tránsfugas portaban armas de fuego,
se movían en bandas y habían recibido entrenamiento militar. Muchos se convirtieron en experimentados
arrieros, cuatreros o salteadores, y no pocos participaron en los malones araucanos que asolaron el
territorios trasandino.
Sin embargo, sería un error afirmar que todos los chilenos dieron la espalda a la causa patriota,
incluso de tierras lejanas, decenas de hombres acudieron a luchar por la causa. De tal manera que se puede
dividir al bajo pueblo en dos: en aquellos que eran indiferentes a la lucha y aquellos que abarrotaban los
cantones de reclutamiento.
Para los miembros de la élite, que detentaban el poder, era un hecho casi natural que sus hijos ejercieran el
mando durante el período de convulsiones que siguió a 1810. Del mismo modo, los nuevos jefes no se
vieron obligados a distinguir entre los antiguos peones e inquilinos y el nuevo pueblo uniformado: para
ellos, los pobres debían seguir sus órdenes y perder sus vidas, si era necesario. Reaparecería en el ejército
la vieja relación de patrones y dependientes bajo la nueva nomenclatura de oficiales y soldados. Todo esto
porque el principal objetivo de la élite revolucionaria no consistía en modificar las condiciones de vida de
los de abajo, sino triunfar sobre sus enemigos monarquistas, extirpar sus instituciones y perseguir a los que
se resistieran a la nueva política. Muchos de los hacendados se enlistaban como voluntarios, haciendo lo
mismo con sus peones y servidores, los patrones no dudaban en enrolar a sus jornaleros.
Ahora bien, durante aquellos años ser soldado de la Patria significaba para los peones dejar atrás el
anonimato que les caracterizó durante más de dos siglos. Por ese mismo motivo, y como un medio de
incentivar un sentimiento de apego a las nuevas instituciones, una de las primeras medidas adoptadas por
el gobierno independiente consistió en introducir banderas, uniformes y emblemas que generaran un lazo
de identidad entre los reclutas y sus respectivos regimientos. Sin embargo, a falta de recursos se produjo en
continuo incumplimiento de estas reglamentaciones. Los ejércitos pasaron a ser conglomerados
improvisados, sin oficiales preparados ni suficiente disciplina. Ello mismo mermaba su capacidad logística
y el poder militar. Incluso muchas veces no tenía caballos que montar, por lo que se recurría a mulas y
burros.
La escasez en el ejército y la miseria en el mismo siempre fue una constante en la colonia; sin
embargo, en 1810 los problemas se agravaron. Escasez de comida, ropa, zapatos eran lo cotidiano. De tal
manera, que el peón debía afrontar la lucha con escaso armamento y buscar los medios de subsistencia en
el saqueo. Ello se acrecentaba más cuando se extraían brazos de las labores agrícolas para engrosar las filas
de los ejércitos, empobreciendo aún más el comercio chileno. A esto se le debe sumar el requisamiento de
los bienes para sustentar a las filas. Además de la miseria, para lo peones y gañanes la permanencia en el
ejército había sido un doble castigo: de una parte se les obligó a abandonar sus tierras y familias, y de otra
se les impuso un severo sistema disciplinario. En esas circunstancias, una vez que habían sido capturados
y enrolados por los temidos comandantes de levas, la única alternativa que les quedaba era el motín o la
fuga.
La falta de lealtad también fue una constante, por lo que no erar raro que parte del ejército realista
o patriota se pasara al otro bando cuando las tornas se vieran en su contra. Incluso muchos jefes patriotas
estimulaban la deserción en el bando contrario, ofreciendo dinero a quienes se pasasen a sus filas con
monturas y armamento.
Sin duda, ambos ejércitos enfrentaron durante la guerra obstáculos formidables: los realistas,
comandados por oficiales extranjeros, operaban sobre un país cuya geografía no conocían. Los patriotas,
por su parte, sin muchos oficiales ni veteranos, debían confiar en la ventaja que les ofrecía un abultado
ejército de improvisados soldados que huían cada vez que reventaba la metralla.

Infantes de la patria
Tiene su antecedente en la década de 1760 y fue creada bajo la gobernación de Manuel de Amat. El Batallón
de Milicias Disciplinadas de Pardos no había tenido experiencia en batalla; sin embargo, a partir de 1813,
los milicianos recibieron su bautismo de fuego, inaugurando una sucesión casi ininterrumpida de
escaramuzas, combates y batallas contra las fuerzas mandadas por el virrey del Perú y que culminarían en
la batalla de Rancagua. En el intertanto, los sucesivos gobiernos patriotas habían levantado un discurso
altisonante respecto de los mulatos. Los llamaron nuestros hermanos y ponderaron su servicio militar como
el más noble tributo que un hombre podía brindar a su patria, equiparándolos militarmente con fuerzas
veteranas. Posteriormente, la Junta que Gobernaba Chile decidió cambiar el nombre de la fuerza de Batallón
de Infantería Disciplinada de Pardos por el de Batallón de Infantes de la Patria, nombre por el cual serían
conocidos los milicianos mulatos libres de la ciudad de Santiago. Algunos de ellos habían sido esclavos,
otros provenían de padres en la misma situación o bien tenían hijos o mujeres que lo estaban: por ello, más
que buscar la igualdad, aquellos que se enlistaban en el cuerpo buscaban el prestigio social. Incluso hubo
algunas compañías que participaron activamente junto a José Miguel Carrera.
También, ya en 1814 se formó el cuerpo de ingenuos de la Patria compuesto únicamente por
esclavos, quienes recibían su libertad al momento de enlistarse (podían hacerlo a partir de los 13 años,
mientras que “ingenuo” viene a significar aquel que ha nacido libre y no ha perdido su libertad, unir con el
discurso antiesclavista de los patriotas.)
La mayoría de los hombres de casta que lucharon en los cuerpos de infantes habían caído en
combate, estaban prisioneros o se habían desbandado por los campos. Los que quedaban con vida
constituían una de las pocas fuerzas organizadas que subsistieron en los días posteriores a la derrota de
Rancagua. Posteriormente algunos de ellos se unieron al Ejército de los Andes bajo el mando de O’Higgins,
incluso otros estaban bajo el mando de Las Heras. También existía la posibilidad que alguno de ellos se
enlistara en los ejércitos realistas, aunque no lograron conformar un cuerpo como tal.
Una vez que las fuerzas realistas fueron derrotadas en la batalla de Chacabuco (1817), San Martín
y O’Higgins lograron hacerse con gran parte de Chile, mientras que los partidarios de la monarquía optaron
por reagruparse en Concepción y allí hacerse fuertes. El nuevo gobierno procuró la reorganización del
Ejército de Chile y las milicias asociadas a él. Posteriormente, en 1817, se volvió a levantar el cuerpo de
infantes de la Patria, compuesto de negros, mulatos (mezcla de blanco y negro) y zambos libres (indígena
y negro). Finalmente combatiría en los campos de Maipú en 1818.

Oficiales napoleónicos.
Tras la derrota de Napoleón en Waterloo, muchos de sus oficiales emigraron a América,
especialmente a Norteamérica para escapar de una situación desfavorable en Europa al ser los vencidos.
Igualmente no pocos oficiales ingleses, tras la paz que trajo la caída de Napoleón, emigraron, lo mismo con
españoles peninsulares.
El ejército de los Andes. Tras la derrota en Rancagua, y la retirada a Santiago y de ahí a Buenos Aires, al
mando de José de San Martín se conformó durante todo el año de 1816 el Ejército de los Andes. El plan de
San Martín era formar un ejército que pasara por Chile y allí derrotar a los realistas, unir fuerzas con los
locales y de ahí pasar al verdadero objetivo: Perú por vía marítima. A ello le siguió la batalla de Chacabuco,
en 1817, cuando los patriotas logran una aplastante victoria, pero, por no lograr concretar la persecución de
los vencidos, las fuerzas realistas se reagrupan en Talcahuano. A ello le siguió el sitio del mismo puerto, lo
que resulto en un infructuoso intento de asalto. Ante la llegada de Mariano Osorio, O’Higgins se retira a
Concepción y posteriormente a Talca para reunirse con San Martín. Al norte de Talca se produce la batalla
de Cancha Rayada, en la que son derrotados los patriotas.
En Santiago, creyendo que O’Higgins había muerto (solo había sido herido), cundía el pánico. Pero
una vez llegado él y San Martín, se dieron a la tarea de reagrupar al ejército y salir al encuentro de los
realistas que ya cruzaban el Maipo (1818). Las tropas de Osorio fueron aniquiladas y se aseguró la
independencia de Chile, aunque aún quedaban reductos realistas. De ahí siguió la tarea de organizar la
escuadra expedicionaria al Perú y reducir los últimos bastiones realistas (Valdivia y Chiloé). El primero en
caer fueron los fuertes de Valdivia (1820), mientras que Chiloé, tras la batalla de Ayacucho en 1824, no
caería hasta 1826 tras la victoria de Ramón Freire.
Mientras ello ocurría, en el sur (Chillán, Biobío, la frontera y parte de la Araucanía) se desarrolló
la guerra a muerte, la cual consistía en una guerra de guerrillas en la que diversos grupos ofrecían resistencia
a las fuerzas patriotas, lo que degeneró en verdaderas bandas dedicadas al pillaje. Oficiales como Benavides
y Juan Manuel Pico se encargarían de ello (aunque serían ajusticiados), les seguirían los hermanos Pincheira
hasta su derrota en 1832.

TÁCTICAS Y ARMAS
Durante la segunda mitad del siglo XVII se produjeron nuevos cambios en cuanto al armamento y a las
tácticas militares que afectaron, principalmente, a la infantería. Con el fin de la guerra de los Nueve Años
(1697) comenzaría la era del fusil y la infantería de línea.
El mosquete y fusil. A finales del siglo XVII, los mosquetes se fueron estilizando, dando paso al fusil, un
arma más ligera, con una longitud de unos 170 cm y un peso cercano a los 5 kg, con un calibre que rondaba
en los 18 mm. En un principio, el fusil no estaba asociado a ningún timo de mecanismo de disparo, incluso
durante cierto tiempo se empleó la llave de mecha; sin embargo, la llave de chispa se impuso sobre las
demás. El fusil con llave de sílex revolucionó las formas de guerrear, pues era mucho más ligero que el
mosquete y tenía prestaciones superiores. El alcance del arma podía rozar los 200 metros, manteniendo
cierta precisión hasta los 100. Un fusilero bien entrenado podía efectuar tres disparos por minuto. Cada 20
o 30 disparos había que cambiar la piedra y limpiar el fondo del ánima del cañón. Hasta casi finales del
siglo XVII hubo unidades que seguían usando la bandolera con los apóstoles; sin embargo, el cartucho de
pólvora con la bala y la cantidad justa de pólvora se impuso con prontitud. Con ello se popularizó la
cartuchera, una cartera de piel que contenía hasta veinte alvéolos para cartuchos. La operación de carga del
fusil era más rápida que la del mosquete. A mediados del siglo XVII también se popularizó la bayoneta,
que antaño no era otra cosa que cuchillos atados a la punta de los mosquetes. Las primeras de estas
bayonetas eran relativamente anchas y se empotraban directamente en el cañón del arma, impidiendo el
posterior disparo (bayoneta encastrada). Este inconveniente se solucionó con la bayoneta de cubo, la cual
era fijada al exterior de cañón para posibilitar el disparo. Permitía disparar y enseguida arremeter contra el
enemigo: ello provocaría la eliminación de los piqueros de los campos de batalla y los mosqueteros, los
cuales quedaron unificados en un solo soldado, el fusilero. Los nuevos fusiles también revolucionaron la
organización de la infantería. La tendencia de desplegar las unidades en largas formaciones de tres o cuatro
líneas. De esta manera, se podía aprovechar al máximo la potencia de fuego de la unidad: había nacido la
infantería de línea, pues combatía de esta forma.
Otro de los artefactos sistematizados fue la granada. Se trataba de un pequeña esfera de cristal,
cerámica o meta llena de pólvora y metralla, que se detonaba a partir de una mecha.
El vestuario. En este período se consolidaron definitivamente los uniformes definidos por el color de la
casaca, que contrastaba con la divisa que era el color de las bocamangas, el cuello y el forro. La combinación
de color y divisa servía para identificar unidades y nacionalidades. Hacia la mitad del siglo XVIII, las cosas
empezaron a cambiar. Las casas se hicieron más cortas, y los faldones llevaban botones para facilitar la
marcha. Se generalizó el uso de las mochilas para el equipo individual que permitía transportar una pequeña
manta o capote en la parte superior. La cartuchera ventral se estilizó. Se elaboró pólvora más fina y el frasco
de pólvora desapareció, ya que con la misma pólvora del cartucho se podía preparar la cazoleta.
Infantería ligera. A lo largo del siglo XVIII se consolidaron las fuerzas de infantería ligera, o de fusileros
de montaña. Se trataba de fuerzas de élite aptas para luchar desplegadas en formaciones de guerrilla y en
zonas montañosas. Acostumbraban a ejercer como exploradores y vanguardias. También cubrían las
retiradas y ejecutaban emboscadas.
Tácticas. Las monarquías tendieron a crear ejércitos más permanentes, normativizados y controlados. Los
uniformes y las banderas regimentales se generalizaron para dar cohesión y espíritu de cuerpo a las
unidades. El orden cerrado y la maniobra de fusileros se conviertieron en la técnica fundamental. En el
contexto de sistematización y potencialización de la disciplina del orden cerrado, la música militar fue en
ascenso. Pífanos y tambores continuaron usándose para la transmisión de órdenes. Además aparecieron
bandas militares y composiciones musicales, absolutamente espectaculares en algunos casos. --. En cuanto
a las tácticas sobre el campo de batalla, los batallones se desplegaban generalmente en cuatro líneas de
infantes. Cuando el enemigo se acercaba, la primera línea podía poner la rodilla a tierra y las siguientes dos
líneas procedían a disparar a la vez, o sucesivamente. Para optimizar el nuevo sistema, los soldados
necesitaron más instrucción y coordinación que en los periodos anteriores. --. Los soldados combatían de
pie porque era la única manera que tenían de recargar el fusil de manera mínimamente cómoda, Por otra
parte, el alcance efectivo de los disparos no iba más allá de los 150 metros, y en la práctica, disparar a más
de 90m era perder el tiempo. Las balas rebotaban por el cañón y salían con una trayectoria de difícil
predicción. Pero una descarga masiva, de muchas armas a la vez, y a corta distancia, podía tener efectos
letales. Los combates entre infantería adquirieron cierta complejidad, y los oficiales debían calcular muy
bien cuando daban la orden de disparar. A ello de le debe sumar la atención que debían poner para impedir
que los soldados flaquearan, pues las reacciones de pánico y las desbandadas eran frecuentes, tanto en la
defensa como en el ataque. --. Cuando los atacantes estaban a poca distancia del enemigo, podían parar y
disparar una descarga y a continuación debían arremeter a la bayoneta contra los defensores. No tenían
tiempo de pararse a recargar, ya que, de hacerlo, podía facilitar que los defensores les enviaran descargas
adicionales. Lógicamente, los defensores no se estaban quietos y también realizaban cálculos. Normalmente
no disparaban cuando los atacantes estaban demasiado lejos. Si los oficiales controlaban los nervios,
esperaban a que el enemigo se acercara al menos a 100 m. entonces ordenaban abrir fuego al unísono
intentando diezmar a los atacantes. El humo de la descarga creaba automáticamente una neblina que
ocultaba parcialmente a los defensores. Esto era positivo, ya que si los atacantes paraban a disparar perdían
precisión a la causa de la cortina de humo. Después de la descarga, los defensores procedían a recargar
frenéticamente. Si lo hacían rápido, podían realizar una nueva andanada a bocajarro cuando el enemigo
estaba ya muy cerca, y si les infringían pérdidas podían arremeter a la bayoneta contra los atacantes.
Igualmente, las líneas de soldados con fusil y bayoneta resultaban disuasorias para la caballería. Los
caballos se negaban a lanzarse contra las centellantes puntas de las bayonetas. Las filas de los soldados
disparando contra los caballos y manteniendo los fusiles como lanzas no eran fáciles de romper.
LA ERA NAPOLEÓNICA: la tecnología mejoró lentamente a lo largo del siglo XIX, las armas se
tornaron más precisas y mortíferas, pero a mediados de siglo los soldados de a pie continuaban combatiendo
en líneas, disparando fusiles que se cargaban por la boca del cañón, y los de a caballo cargando a golpe de
sable; poco había cambiado desde el siglo XVIII. Los soldados de línea de las Guerras Napoleónicas
lucharon con bicornios, chacós, sombreros de copa, mochilas de madera y piel, gibernas, casacas, calzas o
pantalones, fusiles de avancarga, bayoneta y sable. Este equipo básico no experimentó demasiados cambios
durante la primera mitad del siglo XIX.
Sistema de percusión. A mediados del 1820 se comenzó a usar otro mecanismo de disparo basado en la
percusión. Un martillo percutor golpeaba una pequeña cápsula dotada con fulminante de mercurio,
denominada pistón, que explotaba encendiendo la pólvora del interior del cañón. Era una innovación
modesta ya que no aumentaba la precisión del arma, pues se seguía usando un cañón de ánima lisa. Por otro
lado, se eliminaban las condicionantes atmosféricas, ya que incluso con lluvia se podía disparar, además se
mejoraba la cadencia de tiro, pues la colocación del pistón era muy rápida. Sin embargo, la aplicación de
este mecanismo fue lenta, viéndose incluso llaves de chispa hasta pasado 1850.
Otra innovación reseñable la constituyó el rayado de los cañones de los fusiles, que otorgaba al
arma más potencia, precisión y distancia de tiro. La nueva arma era resultante pasó a ser conocida como
rifle. El rayado implicó el diseño de munición más idónea, lo que condujo al uso de balas cilindro cónicas,
las cuales se adaptaban mejor al cañón, aunque seguían empleándose con el cartucho de papel.
Tácticas. Las tácticas de las guerras napoleónicas no diferían en exceso de la del siglo anterior. La infantería
seguía formando en línea a causa de las limitaciones de los fusiles. La preparación, la moral y el número
de soldados siguió siendo fundamental a la hora de conseguir una victoria.

También podría gustarte