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Introducción

Ignacio Muñoz Delaunoy y Luis Osandón Millavil


compiladores

LA DIDÁCTICA
DE LA
HISTORIA
Y LA
FORMACIÓN DE CIUDADANOS
EN EL MUNDO ACTUAL

CENTRO
DE INVESTIGACIONES
DIEGO BARROS ARANA

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Ignacio Muñoz Delaunoy y Luis Ossandón Millavil

© Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos. 2013


Inscripción Nº 225.606

ISBN 978-956-244-270-1

Derechos exclusivos reservados para todos los países

Directora de Bibliotecas, Archivos y Museos


y Representante Legal
Sra. Magdalena Krebs Kaulen

Director del Centro de Investigaciones Diego Barros Arana


y Director Responsable
Sr. Rafael Sagredo Baeza

Editor
Sr. Marcelo Rojas Vásquez

Ediciones de la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos


Av. Libertador Bernardo O’Higgins Nº 651
Teléfono: 23605283
Santiago. Chile

impreso en chile/printed in chile

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LA HISTORIA Y SUS FUNCIONES

Ignacio Muñoz Delaunoy

1. Presentación

¿Por qué los sistemas educativos obligan a los estudiantes a gastar muchas
horas en el estudio de hechos y procesos que ocurrieron hace mucho tiempo?,
¿por qué se utiliza esa información, precisamente, para iniciarlos en el cono-
cimiento de su medio social? La gente piensa, normalmente, que la Historia
es una disciplina respetable y necesaria porque aporta a los ciudadanos los
conocimientos generales que son indispensables para transformarse en personas
cultas. Esta idea corriente es errónea. La adquisición de información detallada
de hechos remotos no hace a nadie más culto o más inteligente, no prepara a
nadie para ser mejor persona o para enfrentar los desafíos que plantea la vida
o el trabajo. El aprendizaje de fechas, nombres y sucesos sirve sólo para ganar
concursos de memoriones o pasar las pruebas en el colegio y la universidad.
¿Por qué razones podemos decir, entonces, que sigue siendo importante
la enseñanza de la Historia?
Los profesores de Historia, en los distintos niveles de la enseñanza, son los
principales responsables de preparar a los jóvenes para la vida ciudadana. Son
sus ideas y conocimientos los que, en principio, van conformando la base de
sus actitudes y posturas políticas, éticas y estéticas. Por eso se les llama corrien-
temente profesores de ‘Humanidades’ y, últimamente, de ‘Ciencias Sociales’.
¿Un título merecido?, ¿posee el profesor de Historia cualidades especiales que
lo califican para ser, frente a todos los posibles candidatos, el responsable de
elaborar los marcos conceptuales que necesitan los jóvenes para entender el
medio social que los envuelve? Eso es, por lo menos, discutible. A diferencia
de los cientistas sociales, que se esmeran por poner razón a los problemas que
son urgentes para los contemporáneos, los historiadores consideran de buen
tono desprenderse de todo compromiso con el presente. No estudian lo que
pasa en el aquí y el ahora, sino lo que le ha sucedido a otros pueblos, en otras
situaciones, en otros momentos. ¿Tiene sentido esto?, ¿qué ventaja real puede
haber en transformar a los jóvenes en expertos en asuntos un poco exóticos,
al mismo tiempo que en analfabetos con relación a su presente?
La respuesta a esta curiosa desviación, favorable a la historia, es también
histórica. Esta disciplina ha tenido un lugar importantísimo en el currículo
escolar y universitario en los últimos dos siglos. Esto se ha debido, en gran
medida, al importante servicio que ha prestado la Historia al proceso de forma-
ción de los Estados-nacionales y de las distintas instituciones que conforman el
horizonte del hombre moderno. Los profesores de Historia han sabido generar
en los estudiantes cariño por el territorio y por sus tradiciones. Han sido ellos

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los responsables de transformar a los jóvenes, con su pedagogía rutinaria, en


ciudadanos que pagan los impuestos y que dan continuidad a las costumbres
republicanas. Gracias a su trabajo ha podido delinearse el mundo político y
social bajo el cual vivimos. No sólo eso. Los historiadores son los autores de
las ‘grandes narrativas’ que son necesarias para que los habitantes del país
puedan mirar en forma cohesionada el mundo, con sus grandes procesos y para
que puedan reelaborar, subjetivamente, los avatares que se dan a escalas muy
locales, transformándolos en las piezas de un proyecto colectivo más amplio.
El problema es éste. La modernidad está aquí, transformada en un estándar
internacional bastante inflexible. Los países que ella necesita, ya existen. Tienen
sus fronteras, sus banderas, sus héroes, sus tradiciones. Las instituciones que
les dan forma, están a plena máquina, permitiendo que la vida social fluya
con naturalidad y orden hacia direcciones que son claras, aunque no siempre
auspiciosas.
¿Para qué necesitamos en la actualidad que siga habiendo Historia, cuando
ya han sido desatados todos los nudos que interesaban a una profesión tan
ligada, en sus orígenes, al proceso de formación de los Estados-nacionales?
Hay muchos que piensan que ya es tiempo de entregar a manos de verdaderos
profesionales de las Ciencias Sociales las tareas formativas que hoy cumplen
los profesores de Historia, de una manera un poco intuitiva. ¿Por qué no
delegar a los sociólogos, economistas o antropólogos la misión de abordar
los problemas que afligen a Latinoamérica y a nuestro país en el presente?
Estos especialistas tienen una larga experiencia práctica en el estudio de las
temáticas sociales, manejan con solvencia teorías, métodos y conceptos que
son adecuados, saben formularse buenas preguntas y saben cómo arribar a
respuestas interesantes y exactas.
Los cuestionamientos al papel que la Historia cumple en la esfera educativa
se han amplificado por efecto de ciertos procesos internos que ha vivido la
disciplina a partir de los años ochenta. Hay muchos que piensan, hoy, que el
problema que confronta la enseñanza de la Historia es más profundo. No se
trata, simplemente, de objetar la vigencia de un discurso que ya cumplió con
la misión para la cual nació, sino de dudar acerca si ese discurso tuvo, alguna
vez, una razón de ser.
Éste es el predicamento de los posmodernos. La Historia, mantienen, no
es un objeto autónomo que tenga su existencia ganada de manera absoluta.
Se trata de un producto culturalmente condicionado, que es parte constitutiva
del mundo (moderno) que está en disolución. Como forma contingente que es,
este discurso podría ser practicado de otra manera, o podría ser abandonado
por completo, como pasó tiempo atrás, con actividades que tenían respeto
social, como la alquimia o el arte del tarot.
Hoy, no necesitamos la Historia dentro de la escuela, más de lo que pueda
necesitarse cualquiera de las otras artes muertas. ¿Razones? Los posmodernos
alegan que este discurso, tal cual se ha practicado, es funcional, efectivamente,
con aspectos del mundo moderno, pero de una manera negativa: el discurso

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La historia y sus funciones

histórico nace y vive para servir los intereses de los poderosos, para garantizar
la continuidad de sus privilegios y de las instituciones en que ellos se sustentan.
Porque, ¿qué otro papel podría desempeñar la devoción patriotera por los lími-
tes o la celebración de las instituciones en que se basa el orden social vigente?
Conservar lo que hay, mantener el status quo, las tradiciones, si se quiere, pero
también todas las formas de exclusión y las anomías sociales que han florecido
en el mundo moderno, incluidas entre éstas los excesos más abominables cono-
cidos por nuestra época, los cuales han sido justificados por razones históricas (por
ejemplo, los genocidios). ¿Por qué una sociedad abierta, interesada en el bien
de la mayoría, podría necesitar perpetuar un discurso castrador, que oprime y
limita, que es funcional a los intereses de unos pocos, en desmedro del conjunto?
Lo que necesita nuestra sociedad, más bien, es terminar con la Historia de una
buena vez –con el discurso desarrollado por la disciplina académica que llama-
mos ‘historia’– y comenzar a explorar la textura de la realidad desde dentro de
un enfoque humanista que sea políticamente más liberador, que aliente nuevos
enfoques, miradas y lenguajes, que aproveche el espíritu crítico, que se da de
manera natural en las personas, para abrir sus almas y conciencias, estimulando
su creatividad, haciendo de ellas agentes activos de la innovación social, política
y productiva, constructores activos de mundos mejores1.
En este capítulo voy argumentar en contra de este punto de vista y, por
tanto, a favor de la Historia. Comenzaré explicitando el conjunto de funciones
que la Historia ha cumplido a lo largo de su trayectoria. Esta discusión inicial
será complementada, en el capítulo siguiente, con una revisión detenida de los
cambios internos vividos por la disciplina, desde su fundación como profesión
hasta nuestros días. Los planteamientos expuestos en ambos capítulos servirán

1
Jean François Lyotard, Gianni Vattimo y otros posmodernos comenzaron a hablar del ‘fin
de la historia’ años atrás. Algunos teóricos de la Historia prolongaron las ideas de estos filósofos
llevándolas a nuestro propio territorio y comenzaron a hablar de la inminencia de un resultado
trágico. Hayden White fue el primero en plantear la urgencia de transformar rotundamente el
discurso histórico para erradicar de él los componentes políticos conservadores. Estas ideas se
prolongaron y adquirieron un carácter más extremo en el pensamiento de sucesores suyos, como
Keith Jenkins. Se planteó, como resultado de toda esta parafernalia de ideas, una paradoja bien
extraña. Al mismo tiempo que se anunciaba la inminente muerte de la disciplina, vivíamos una
etapa de hiperinflación en la productividad del trabajo historiográfico; millares de profesionales
inquietos obtenían sus doctorados; se ampliaba el número de plazas académicas; proliferaban
los centros de investigación; se publicaba una verdadera avalancha de títulos nuevos sobre casi
cualquier tópico; la historia registraba, al mismo tiempo, un verdadero peak de popularidad, trans-
formada en producto estrella en el mercado de consumo popular. Las tesis de Hayden White son
expuestas en “La política de la interpretación histórica: disciplina y desublimación”, pp. 75-101.
La expansión que da Keith Jenkins a estas ideas seminales son formuladas en su “After History”,
pp. 7-20 y en su ¿Por qué la historia? Etica y postmodernidad . Para conocer una visión más articulada
y completa de los puntos de vista de los teóricos posmodernos de la historia, es recomendable
revisar los trabajos de Frank Ankersmit, en particular sus ensayos “Historismo y postmodernismo.
Una fenomenología de la experiencia histórica”, pp. 352-460 y “The origins of postmodernist
historiography”, pp. 87-117. Una visión crítica que discute el aporte de los posmodernos en Perez
Zagorin, “History, the referent, and narrative: reflections on postmodernism now”, pp. 1-24.

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Ignacio Muñoz Delaunoy

como marco de referencia para el tratamiento que harán otros autores de este
libro sobre las distintas dimensiones del desarrollo didáctico de la enseñanza
de la Historia.

2. Funciones

Las disciplinas nacen, se desarrollan y perduran porque aportan algo a las


personas y a las sociedades que ellas integran y conforman. Esto pasa, en
general, con todas las ciencias, incluso, con las más abstractas y puras, las más
alejadas por sus temas de lo cotidiano del hombre. Todas se constituyen para
dar respuesta a las preguntas que surgen de la curiosidad de un ser humano
un poco perdido en la vida, que quiere conocerse mejor y dominar su medio.
Ellas aportan, además, información e instrumentos con una bajada práctica
evidente, a través de soluciones tecnológicas o culturales, que se traducen en
beneficios visibles en la vida cotidiana. La gente corriente entiende esto: sabe,
de manera intuitiva, en qué consisten las disciplinas, los temas que tratan, las
respuestas que buscan, los beneficios que pueden procurar a la gente.
Ésta es la norma, pero hay casos y casos. Hay ciertas ramas del conoci-
miento que tienen una posición bastante falsa dentro de la conciencia de la
sociedad. Las personas se encuentran con ellas todo el tiempo, y piensan, por
lo mismo, que las conocen bien. Sin embargo, no las conocen en absoluto.
Es la situación de la Historia.
¿Cuál es el valor social de la Historia?, ¿por qué razones conviene seguir
practicando esta especialidad tan antigua, que lleva cerca de veinticinco siglos
sobre la faz de la Tierra?, ¿cumple la Historia alguna función social importante?
La opinión pública de nuestro tiempo tiene la idea, errada, de que la única fun-
ción de esta disciplina es no cumplir ninguna función en particular. A diferencia
de las demás disciplinas, que ayudan a vivir mejor, se espera que el estudio
histórico se limite a procurarnos un saber contemplativo sobre el pasado, sin
ningún propósito detrás, sin buscar con ello ningún bien y ningún mal, como
si los temas mismos y los resultados del trabajo investigativo no despertaran
un interés especial en el historiador, como si su misión se limitara a brindar al
público acceso a un conocimiento completamente desprendido de toda dimen-
sión práctica, un saber que se siente orgulloso de no servir absolutamente para
nada: la pura satisfacción de mirar las cosas remotas, “tal cual han sido”.
¿Es recomendable iniciar el estudio de un tema del pasado bajo la guía
de un interés específico conectado con la realidad de nuestro presente? La
opinión pública es lapidaria: eso no se puede, mirar el pasado desde un interés
presente es transformarse en adulterador de verdades.
Si esta idea tan asentada tuviera asidero, quizá no valdría la pena gastar
el dinero de los contribuyentes manteniendo a millones de profesores y estu-
diantes de Historia. Afortunadamente, es falsa.

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La historia y sus funciones

a) Entretención y terapia

Hay algo para lo que sirven las historias. Eso lo sabe, intuitivamente, cual-
quiera. En los encuentros familiares, en las situaciones sociales que se dan en
un plano de intimidad, cuando hay mucho que decir y mucho que escuchar,
las personas, de cualquier nivel y condición, se cuentan historias. Esos relatos
aportan momentos de comunicación, de encuentro personal en lo humano y,
sobre todo, de esparcimiento para quienes los ofrecen y quienes los reciben.
Y ahí está: una de las funciones más antiguas y evidentes de la Historia es
procurar el solaz de esta diversión2.
Las cosas que se dan en otros tiempos, en otros países, en otras culturas,
por algún motivo, que tendrá que ver con el modo como funcionan las extrañas
mentes humanas, son intrínsecamente interesantes para casi todo el mundo.
Lo exótico entretiene, a la vez que fascina. Además, proporciona a los seres
humanos la oportunidad de satisfacer necesidades innatas que la ideología más
reciente nos ha ayudado a conocer.
Las historias que exponen la vida de las personas de otros tiempos son nece-
sarias por los mismos motivos por los cuales resultan interesantes, para millones
de seres humanos, las revistas o los programas de farándula que exponen las
vidas refulgentes de los famosos: al ver como viven esas personas tan distintas
y distantes las personas corrientes logran escaparse, por algunos minutos, de sus
propias aflicciones inmediatas, de una vida propia a veces algo deslucida.
Las historias nos hacen bien porque nos olvidamos de nuestros padecimien-
tos, nos olvidamos un poco de nosotros mismos al entrar en los otros, en lo
extraño. Por eso conviene hablar de una función terapéutica, señala Beverley
Southgate3.
Pero las historias dan lugar a algo mucho más interesante que el beneficio
transitorio de la evasión.

b) Sentido

La mente humana, al parecer, necesita encontrar sentido a un mundo que


normalmente no ofrece ninguno. Para eso sirven los relatos. Gracias a ellos,
sean propios o ajenos, las personas logran dotar de dirección a su experiencia
vital, conectándola con un piso esencial de orden.
Magnífico antídoto contra las asimetrías y rugosidades del caos bajo el cual se
vive, tanto en el plano más global, abarcando las realidades de sistemas sociales
completos, como en los planos más íntimos, donde se desenvuelve el individuo

2
Marc Bloch advertía la importancia que tenía la Historia, en este plano mínimo inicial, en
su bien conocida Introducción a la Historia: “Es verdad que, incluso si hubiera que considerar a
la historia incapaz de otros servicios, por lo menos podría decirse a su favor que distrae”. No se
refiere a simple diversión, sino a ese instinto inicial, esa curiosidad primaria, que es la fuente de
todo conocimiento, p. 11.
3
Beverly Southgate, History: what and why? Ancient, modern and postmodern perspectives.

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Ignacio Muñoz Delaunoy

perdido en una vacuidad rutinaria. ¿Por qué vacuidad? Porque en el ámbito del
existir las experiencias se suceden de una manera extraña, que no se parece nada
al orden perfecto en el que son encadenados los hechos en una organización
narrativa. Los momentos y los días se amontonan sin ton ni son; las emociones
son confusas, los pensamientos pálidos; los sucesos rebotan en las mentes y se
desfiguran contaminados por experiencias anteriores, a veces muy lejanas, y
por proyecciones alimentadas por ansiedades profundas4. Las trayectorias se
difuminan, sin que se perciban orientaciones que den una proyección a lo que se
vive, desde algo hacia algo. Las piezas, además, no suelen encajar. En el plano de
la vida terrestre hay infinidad de experiencias que están de más, que no aportan
nada a la biografía personal, que se viven con resignación, a sabiendas de que
eso, que está pasando, no tiene ningún significado, que no está configurando
ningún destino. Al lado de esos excesos de experiencia, se constatan carencias
graves: experiencias que las personas quisieron tener, para lograr construir una
identidad más armoniosa y fiel a su esencia, pero que no se dieron nunca. ¡Mala
suerte! La gracia de los relatos es que tienen todo eso que falta en el ámbito de
la experiencia. Dentro de las historias los principios y los finales son claros, hay
una trama que logra empujar los hechos hacia una dirección que es visible y
alentadora. Todos los hechos y acciones están en el lugar adecuado, generando
en el lector o el auditor la sensación de estar al frente de una obra integrada y
significativa, como debe pasar en el paraíso (cosa de examinar relatos breves
como los de Chejov). No sobra nada y no falta nada. Todo se ve, perfectamente,
en el lugar que le corresponde en el orden narrativo.
Para eso están, pues, las historias. Son el cable a tierra con el sentido. Al
narrativizar las experiencias vividas a diario, las personas logran organizar
simbólicamente su micromundo personal, con resultados que dan el consuelo
del sentido. Obtienen, junto con eso, el mejor medio que existe para lograr
una comunicación significativa.
Las historias, efectivamente, son un magnífico medio para lograr la co-
municación más profunda. Cuando las personas o los grupos sociales quieren
hablar a los otros acerca de lo que son, de su lugar en el mundo, del tipo de
aflicciones que las estragan, cuando desean ubicarse en el mapa de las rela-
ciones afectivas o sociales, construyen historias, transforman sus experiencias
informes en relatos destinados a ser contados a los otros o al sí mismo; relatos
que le dan profundidad a la vida.

4
Frederick A. Olafson nos ha hecho ver, en una obra muy poco conocida en nuestro mundo
lingüístico, cuánto debe la experiencia al cruce que se produce en la mente del agente, a cada
momento, entre un futuro intuido y un pasado imaginado. Este amasijo de lo pasado con lo futuro,
a la vista de un cierto presente, que siempre está siendo modificado, propone, es una creación
personal, que cada cual va modelando, con mano de artesano, a medida que fluye por la vida. El
principal medio para realizar este trabajo creativo es el relato. No se trata, en su entender, de una
simple forma presentacional, sino de un recurso de inteligibilidad esencial, que está al alcance
de cualquier persona como una especie de segunda lengua, acaso como una primera lengua (Fre-
derick A. Olafson, The dialectic of action. A philosophical interpretation of history and the humanities).

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La historia y sus funciones

Lo que pasa en el plano de las pequeñas narrativas, pasa también en


la órbita mayor de las grandes narrativas, que son el asunto que concierne,
profesionalmente, tanto al historiador como al profesor de Historia: los histo-
riadores recolectan fragmentos de tipos diversos de realidades; información,
ideas, preguntas, explicaciones, imágenes; toman todo eso y lo transforman,
mediante acto de “imaginación configurante”, en un relato interpretativo, que
pone cada cosa en su lugar. Estos relatos, bendecidos por una mano experta,
son fundamentales para la vida social, pues aportan a las personas y a los
grupos los discursos en términos de los cuales ellos logran mirarse a sí mismos
como parte de una cultura o un proyecto dado. Con las armas que aporta este
alineamiento inicial, los grupos pueden lanzarse, con provecho, a la acción en
el presente y en el futuro5. ¿Qué otra disciplina puede aportar tan activamente
a la constitución del contorno subjetivo que permite la vida social?

c) Identidad

Desde sus comienzos, nos recuerda Josep Fontana, la Historia ha cumplido una
función social muy clara, aunque “haya tendido a enmascararla, presentándose
con la apariencia de una narración objetiva de acontecimientos concretos”6.
Esto, en distintos frentes, pero uno señaladísimo: la Historia promueve la
cohesión, haciendo que las personas se sientan parte de algo y continuadores
de algo.
Las historias aportan esos ingredientes primarios que sirven para fijar
la identidad en las personas y los cuerpos sociales: al mirarse en el pasado
las personas y las instituciones logran, de algún modo, saber quiénes son.
Esto sucede, sabemos, porque el pasado es una dimensión permanente de la
con­ciencia humana, lo mismo que un componente insoslayable de toda or­
ga­nización o cuerpo social. No importa cuán innovadora sea una persona o
un grupo, cuán interesada esté en lanzarse siempre hacia el futuro, haciendo
tabla raza con lo que vino atrás, porque, incluso, en esos casos especiales de
negación, aquello que es rechazado permanece fijado en la conciencia bajo
la forma de una huella invertida: ser miembro de una comunidad, comenta
Eric Hobsbawm: “es situarse a sí mismo con respecto al propio pasado, aun
cuando sólo sea para rechazarlo”7.

5
Louis O. Mink, uno de los precursores en el estudio de la historia como relato, postula
que éstos, los relatos, son los principales instrumentos cognitivos empleados por el historiador
para imponer sentido a la realidad. Gracias a las magias de la ficcionalización, empujada por un
acto de imaginación configurante, los intérpretes logran dotar a su materia del tipo de orden que
es característico del género (una forma de ficcionalización que se distingue de la propiamente
literaria porque está siempre prendida de la realidad, como vara de medida). El planteamiento
más completo de estas ideas es accesible en Louis O. Mink, “Narrative form as cognitive instru-
ment”, pp. 182-203.
6
Josep Fontana, Historia: análisis del pasado y proyecto social, p. 15.
7
Eric J. Hobsbawm, “The social function of the past: some questions”, p. 3.

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Todos los seres humanos tienen, pues, una relación con el pasado, porque
vienen de alguna parte, porque descienden de alguien, porque son continuado-
res de algo y van orientados, desde las profundidades de estos orígenes, hacia
otras posiciones, con el rostro siempre enfilado hacia el futuro.
La presencia viva de ese pasado permite que las personas y las instituciones
puedan estabilizarse en el tiempo, manteniéndose internamente cohesionadas.
Por eso todos los grupos humanos realizan un trabajo activo con la memoria.
Por eso, también, los Estados y las corporaciones contratan a historiadores
profesionales para inventarles un pasado amable que sirva para generar siner-
gias que son necesarias para mantener vivo el cuerpo social.
Hay, por cierto, distintas maneras de relacionarse con el pasado. ¿Cuántas,
cuáles? Cada sociedad o microsociedad elige la que le sienta mejor, entre ellas,
a veces, la que aporta la Historia, como disciplina académica.
Lo que no es posible elegir –nunca– es la interrupción de este nexo.
Cortar los puentes que ligan a las personas con el pasado (o tratar) constituye
indicio de un desorden de la personalidad, algo grave que los siquiatras tratan
correctamente como una enfermedad. Lo mismo pasa con las sociedades: ellas
tampoco pueden librarse del pasado, sin afectar con ello la integridad de su
proyecto colectivo8.

d) Ideología

La mayor parte de las sociedades tienden a considerar al pasado como un “pa-


trón” en términos del cual puede juzgarse cómo hay que vivir, qué cosas vale
la pena celebrar, cuál es el orden que conviene mejor a sus particularidades.
El pasado es “patrón” para el presente de distintas formas.
El pasado aporta, primero que todo, un punto de referencia moral que
refleja una idea determinada acerca de la manera en que debe estar organizado
éticamente el mundo. Las sociedades suponen, de una manera natural, que
existe una especie de orden moral universal en términos del cual puede juz-
garse qué es bueno y qué es malo. ¿Existirá realmente? Eso no lo sabe nadie.
Pero lo importante es esto: las sociedades, lo mismo que las personas, dan por
sentada la realidad de ese orden; con eso basta para que este orden imaginado,
ipso facto, adquiera consistencia en el ámbito de la convivencia.
La Historia sirve para trabajar esta dimensión ética de la vida social. Los
relatos compuestos por los historiadores, y difundidos por los profesores,
aportan a los ciudadanos ‘ejemplos’ de lo que se considera virtuoso dentro de
este orden moral tácito. Aportan, junto con esta casuística, un modelo integral
de virtud, de gran cobertura, que sirve para abrigar a todos los componentes
del cuerpo social, fijándole a cada subgrupo una posición específica.

8
La relación fluida que existe entre historia y memoria ha sido extensamente estudiada por
los filósofos contemporáneos de la historia. Véase la sección “Historia y memoria”, en María Inés
Mudrovcic, Historia, narración y memoria: los debates actuales en filosofía de la historia, pp. 111-153.

32

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La historia y sus funciones

La Historia no sólo utiliza el pasado para aportar a las personas coordena-


das éticas. También se sirve de él para plasmar, en los mundos narrativos, un
orden político que es presentado como espejo a los contemporáneos.
Este espejo presenta siempre dos caras. La primera, refleja y refracta un
modelo idealizado de conducta, que transforma determinados momentos o
elementos procedentes del pasado, en punto de referencia para conducir las
acciones de los agentes en el presente, incluyendo entre éstas las dirigidas a ge-
nerar cambios. Lo pasado, de esta manera, se proyecta al futuro, transformado
en una curiosa meta: la del retorno. En el caso de la segunda, el mecanismo se
invierte. No es lo pasado lo que se proyecta hacia adelante; son los intereses
éticos, estéticos y políticos de los contemporáneos los que son retroproyectados,
por decirlo de alguna manera, hacia el pasado, transformando ese dominio, un
poco extraño y distante, en algo más familiar, discernible por las emociones,
controlable por la razón y, desde luego, funcional, con los partidismos que
sean el caso.
En la intersección entre estas dos facetas, en que se funden los horizontes
del presente con los del pasado, se van generando los tejidos más finos que
necesita una convivencia republicana.
Esta vinculación tan íntima entre la Historia y la política, que frecuente-
mente es negada, resulta definitoria de su carácter, como disciplina, por un
motivo adicional que conviene destacar.
La Historia se articuló como campo académico y profesional al mismo
tiempo que lo hacían los Estados-nacionales, y ha ayudado, desde el principio,
al progreso de esta novedad del siglo xix, inventado a cada Estado recién
aparecido un pasado propio, siempre coloreado por las directrices y urgencias
del capitalismo y el orden burgués. Luego de colaborar en la tarea de fundar
los Estados-nacionales, las historias han servido para dar estabilidad a las
repúblicas y a sus sistemas económicos, ayudando a que los cambios se den
de manera evolutiva, más que revolucionaria.
La Historia ha sido un importante instrumento de la política no sólo por
su capacidad para generar la atmósfera cultural, que es necesaria para que los
individuos se metamorfoseen en ciudadanos adecuadamente integrados al
Estado moderno. Lo ha sido, también, por un segundo motivo, que es menos
evidente.
Los investigadores del siglo xix estaban seguros de que la Historia era capaz
de plasmar la realidad cruda del pasado, dentro de sus textos, manteniendo
vivos los colores primarios. Para lograr que las narraciones pudieran ofrecer
representaciones auténticas de lo real y no simples copias, pensaban, bastaba
observar una estricta cautela interpretativa: el interprete debía abandonar sus
propias perspectivas e intereses; de esa manera era posible generar un puente
efectivo con lo alterno que permitía que la fuerza original de lo desconocido
pudiera fluir hacia el texto sin ninguna interferencia. Esta noción decimonónica
de la Historia como discurso neutro, sin carga ideológica, ha sido la principal

33

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marca de origen de la disciplina, tal como ha demostrado Peter Novick9 en su


notable estudio sobre el desarrollo de la historiografía estadounidense.
El resultado de este apetito de neutralidad ha sido la paradoja: los histo-
riadores han dado vida a un discurso de naturaleza esencialmente ideológica,
pero que gusta presentarse a sí mismo como una representación neutra10.
En esta forma tan curiosa de negación radica, precisamente, la eficacia
política de la Historia.
Los textos históricos se ganan al lector haciéndolo sentir que los conte­nidos
que exponen no nacen nunca de la pluma de un escritor sino de la realidad
cruda del pasado mismo. Pero esta idea es falsa. Los libros de His­toria no
hablan nunca al lector del pasado, por sí mismo, sino de lo que una sociedad
determinada encuentra interesante de otra sociedad: escriben sobre el pasado
con el corazón bien puesto en los intereses y necesidades del tiempo propio,
preocupados de los problemas que convocan el interés de sus contemporáneos.
La gracia de la fórmula del discurso, que no es discurso, es que ayuda a
que eso no se note dentro de los textos, permitiendo que el mensaje de que
éstos son portadores pueda calar profundamente en la mente de un lector que
siente que está recibiendo algo inmaculado.
La ideología, advertimos, es un componente muy presente en la Histo-
ria; y es bueno que sea así. Los historiadores pertenecen a su propio tiempo.
Precisamente por ello pueden aportar a su trabajo claves interpretativas que
les permiten dialogar con otros tiempos. Por ello, además, son magníficos
formadores de los nuevos ciudadanos.

e) Pensamiento

Tanto la función ‘terapeutica’ como la ‘existencial’, descritas más atrás, cons-


tituyen motivos legítimos para la Historia, pero insuficientes, por sí mismos,
debido a que sus alcances máximos son bastante mínimos: su techo es siempre
la esfera de la experiencia individual.
La Historia se vuelve imprescindible solamente cuando se trata de dar
cumplimiento a objetivos sociales más amplios, relacionados con los temas
examinados en los dos últimos apartados. No hay una manera más efectiva
de dar estabilidad y continuidad a los cuerpos sociales que la que aporta la
Historia. No hay manera más completa que la que ella nos ofrece para formar
ciudadanos adaptados a las necesidades del sistema. Los historiadores tradi-
cionales, que son el motivo de discusión del capítulo siguiente, lo percibieron
bien. Por ese motivo transformaron la función de ‘identidad’ y la función
‘ideológica’, en la espina dorsal de su práctica.

Peter Novick, Ese noble sueño: la objetividad y la historia profesional norteamericana.


9

Debemos a Roland Barthes un elaborado análisis de esta paradoja constitutiva. Véase su


10

conocido ensayo “El discurso de la historia”, pp. 35-50.

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La historia y sus funciones

Esto no ha cambiado de manera significativa en las últimas décadas, pese


a todas las transformaciones que ha conocido tanto la disciplina como la di-
dáctica. La Historia sigue ofreciendo la principal matriz para la formación de
ciudadanos. Pero su manera de ayudar al cumplimiento de esta necesidad ha
variado con el tiempo.
Hoy, ha comenzado a considerarse que la principal contribución de la
Historia a los procesos educativos no tiene que ver con los conocimientos que
aporta, como con la singularidad de su enfoque. Más específicamente, con las
destrezas cognitivas que están asociadas a la adquisición de ese enfoque, que
son vistas, a su vez, como instrumentos esenciales para desenvolverse en el
mundo global bajo el cual vivimos.
Como se trata de la función más importante para nuestros intereses con-
temporáneos y la más relevante para los propósitos que se plantea este libro,
se le va a dar un tratamiento más amplio que a las otras, en lo que resta de
este capítulo.
La Historia, efectivamente, tiene algo con lo que no cuentan otras huma-
nidades o Ciencias Sociales. Los cultores de disciplinas como la Sociología o
la Economía disponen de instrumentos que les permiten forjar conocimientos
más precisos y generales. Sin embargo, estos recursos, que sirven para asegurar
control sobre determinados aspectos de la realidad, se quedan cortos cuando se
trata de entender el significado y la razón de ser de procesos sociales amplios,
que involucran muchas variables y que conllevan siempre dinámicas internas
de transformación.
La Historia se hace fuerte en el área en que flaquean los demás ramos del
menú escolar: el área del sentido, por decirlo de alguna manera.
Los viajes narrativos a otros lugares y mundos de alguna manera logran
abrir las compuertas de la mente de los jóvenes a los conceptos cruciales que
necesita la convivencia, les ayudan a tener una relación existencialmente pro-
funda con los otros (y consigo mismos), les ayudan a transformar el mundo
caótico de la experiencia en un universo bien estructurado, en el cual vale la
pena vivir. Desaparecen los contornos un poco ásperos de la realidad cruda,
lo suficiente para que se atenúe la anomía y para estimular energías sociales
positivas, tanto para la conservación como para el cambio.
Al mismo tiempo que sucede esto, los jóvenes logran adquirir un conjunto
amplio de competencias, habilidades de pensamiento, actitudes, sensibili-
dades, modos de mirar, propios de la disciplina, que les permiten entender
con mucha mayor riqueza su propio contorno y las realidades bajo las cuales
viven. El descubrimiento de lo importante que es el estudio del pasado para
el desarrollo de competencias, que son claves para entender el presente, ha
permitido que la Historia recupere esa función como ‘maestra para la vida’
que había perdido hace mucho tiempo, en la fase de su profesionalización,
asumiendo, en la actualidad, la tarea de formar seres humanos integrales que
sean capaces de desenvolverse bien en su presente.

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Ignacio Muñoz Delaunoy

Debemos este descubrimiento al trabajo desarrollado por un conjunto de


sicólogos que intentaron dar impulso a una especie de “revolución cognitiva”.
Lo que interesaba a estos sicólogos, nos comenta Sam Wineburg, era conocer los
condicionantes del aprendizaje verdadero en el ámbito de la Historia. ¿Cómo
se aprende Historia? Los estudios existentes ofrecían resultados francamente
desalentadores. Los jóvenes examinados daban muestra de tener muchas ideas
y conocimientos históricos en su cabeza, pero poco de eso se había originado
en los circuitos formales de enseñanza. ¿Qué pasaba aquí? Lo concreto es que
luego de sobrellevar varios años de pedagogía sistemática en Historia era poco o
nada lo que los jóvenes lograban retener. Casi todo su bagaje de conocimientos,
actitudes y procedimientos había sido adquirido por conductos informales.
Para entender las razones de este fenómeno tan curioso, propusieron, lo
importante era dejar de preguntarse por los factores que incidían en el fracaso.
Lo que había que hacer, más bien, era establecer cuáles eran las condiciones
que permitían que un número limitado de estudiantes lograra coronar con
éxito sus procesos, transformándose en personas históricamente educadas11.
Se formularon preguntas sencillas, pero importantes. ¿Cómo opera, en gene­
ral, todo esto del aprendizaje en Historia?, ¿qué parte del conocimiento de
los jóvenes se debe a las vías no formales de socialización, es decir, a lo que
apren­den libremente en su casa, viendo películas, viajando por Internet, con­
versando con sus amigos?, ¿cómo ligar eso con las ganancias limitadas per­
cibidas en las clases formales recibidas en el liceo o el colegio?, ¿cómo logra
la mente juvenil sacar provecho a todo esto? Esta perspectiva focalizada en
los condicionantes positivos necesitó, para desarrollarse, iniciar un estudio
dirigido a conocer con más profundidad la disciplina. La teoría de la Historia
de la época estaba cargada para el lado de la gran filosofía y de las cuestiones
epistemológicas más esenciales. Sus discusiones ultrasofisticadas acerca de la
estructura básica de la explicación histórica o sobre el modo cómo se fusionan
los horizontes de comprensión eran impresionantes, pero poco iluminadoras
de las cosas más sencillas de un quehacer con una orientación más práctica que
reflexiva. ¿Qué es lo que hacen los historiadores cuando desarrollan su trabajo
con normalidad?, ¿en qué consiste la Historia, como campo diferenciado de
conocimiento?, ¿qué elementos de ese quehacer son cruciales para configurar
el enfoque histórico?, ¿qué aspectos de este quehacer y esta forma de mirar
el mundo pueden constituir un valor para la formación de los ciudadanos de
nuestro tiempo?, ¿podemos decir, al final, que vale la pena asegurar un lugar
tan importante a la Historia dentro del currículo escolar? Luego de conocer la
disciplina de una manera más franca, estos especialistas pudieron individualizar
un conjunto habilidades de pensamiento y capacidades que sólo se desarrollan
como resultado de un trabajo con la Historia, y pudieron diseñar las estrategias
didácticas necesarias para transferirlas a los estudiantes12.

11
Sam Wineburg, “Making historical sense”, pp. 306-307.
12
Sam Wineburg, “The psycologhy of teaching and learning History”.

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La historia y sus funciones

El esfuerzo de los sicólogos sirvió para dar el puntapié inicial a un proceso


de estudio de la disciplina que ha permitido conocer mejor aquello que la
Historia puede aportar a nuestra sociedad.
Los historiadores son, todavía, lo más parecido que existe a ese humanista
universal que se daba en el periodo anterior a la profesionalización de las dis-
ciplinas en el área de los estudios sociales. Cuando se definieron los campos
de investigación, se afirmaron las academias, tomaron forma los métodos, los
vocabularios y las culturas disciplinares, lo que terminó ocurriendo, de ma-
nera evidente, fue la especialización. Ese rayado de cancha permitió que cada
disciplina pudiera hacerse competente en el estudio de una parcela específica
de la realidad. El resultado fue el rigor. Se ganó en precisión, a medida que se
producía un angostamiento en la cobertura. Este beneficio neto permitió dar a
las humanidades el carácter de verdaderas ciencias, con aparatos conceptuales
potentes que les permitían explicar la realidad y adelantarse a ella a través de
las predicciones.
Todas las humanidades entraron en el carril de la especialización, menos
una. Hasta bien avanzados los sesenta, los historiadores se resistieron a dar el
salto hacia la conciencia teórica y la plena madurez metodológica. Es cierto
que siempre hubo, en este dominio disciplinar, partidarios inteligentes y vo-
luntariosos de la unidad de las ciencias, que alentaron un acercamiento más
decidido con las disciplinas vecinas. Pero los cruces transdisciplinares efectivos
han sido mucho menos importantes de lo que se piensa o lo que se querría,
incluso, en las últimas décadas cuando el discurso oficial ha comenzado a
clasificar a la Historia como una ciencia social. ¿Consecuencias? Los historia-
dores y los profesores de Historia subsisten como los únicos que perseveran en
el propósito seminal de las humanidades: aportar a los lectores y aprendices
interpretaciones generales sobre grandes procesos de transformación, que in-
corporen al mismo tiempo todas las variables implicadas, entreveradas en una
red de sentido amplia, en lugar de aportarnos una visión más especializada,
pero que mira lo social desde una ventanita muy pequeña.
La contumaz limitación que muestran los historiadores con relación a la
generalización ha sido otro punto a favor de su importancia en el terreno edu-
cativo. La razón de esto es menos extraña de lo que parece. Los investigadores
de los campos duros del conocimiento intencionan su trabajo con el propósito
de descubrir leyes universales, leyes que hagan referencia a elementos o reglas
con valor constante, vigentes en cualquier parte y en cualquier tiempo. Esta
voluntad generalizadora, que es la base de la fuerza de la ciencia, deja plan-
teado un problema para la comprensión del mundo social. Porque obliga a
la mente a suponer que la realidad es algo fijo, que no se mueve, algo regido
por un número limitado de reglas, también fijas; estimula, junto con ello, una
tendencia a la simplificación que no conviene para entender fenómenos sociales
cuya naturaleza es tan compleja.
Las Ciencias Sociales, efectivamente, no intentan adentrarse en las com-
plejidades de los asuntos humanos para despejar grandes interrogantes. Lo que

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intentan, más bien, es aislar una o dos variables, con el propósito de establecer
correlaciones bastante elementales. Toda la economía es encajada en sistemas
de ecuaciones que reducen las complejidades de la vida a unos pocos indica-
dores claves; toda la política es jibarizada hasta ponerla al servicio de modelos
de elegancia lógica, que apenas tienen un parecido con nada auténtico.
El problema con los hechos sociales es que son muchísimo más complejos
de lo que cabe en una ecuación o un gráfico. Constatamos, para partir, que
rara vez se da, en el campo de lo humano, un escenario fijo, que permita
discernir continuidades. La realidad social no ofrece la forma de un cuadro
congelado, sino, más bien, la de un flujo continuo, que no se detiene nunca.
En una época y lugar dados, la economía es gobernada por determinados
principios; digamos, los que son propios de un régimen colonial; en el
momento siguiente ese marco general cambia de dirección y de valencia;
nos encontramos en medio de un mundo en el que son determinantes los
principios del capitalismo; nuevo contexto, nuevas reglas, nuevos conceptos,
nuevas variables para sopesar.
Los entes sociales son organismos vivos, con memoria, que aprenden a
partir de la experiencia, que cambian de piel todo el tiempo, impidiendo que
sea posible estrellarse, dos veces, contra la misma piedra. Para aprehenderlos
es fundamental tener la capacidad para mirar lo real como un proceso que
se vive con ritmos disparejos, involucrando distintas capas. Ahí está la gran
fortaleza de los historiadores. Su enfoque los hace sensibles al movimiento;
su aparato perceptor los hace hábiles para discernir las direcciones inquietas
que muestran procesos de transformación que maduran siguiendo dinámicas
internas, que reflejan y a veces refractan los condicionantes externos. Procesos
amplios, relevantes, gobernados por cientos de variables, a la vez, no por dos a
tres variables sueltas, dos o tres principios elementales. ¿Por qué unos países se
desarrollan y otros no?, ¿cómo podemos entender la brecha de desencuentro
que existe entre Oriente y Occidente, que genera estallidos de violencia que
la política de nuestros días no sabe como elaborar?, ¿por qué la democracia
prende en algunos lugares del mundo y en otros sobrevive como un implante
artificial? Para enfrentar preguntas de esta envergadura es importante adoptar
una mirada holística que sopese todas las variables, que no rehuya ninguna
complejidad (porque no exista, por ejemplo, una base de conocimiento empí-
rico ya decantada). La parrilla metodológica de los cientistas sociales, con su
lógica simplificadora, que establece símiles entre los hechos de la naturaleza y
los de la sociedad, no da abasto para una tarea tan amplia. Para eso, el único
camino viable para comprender fenómenos relevantes, con un desarrollo
fuído, es el que ofrece la Historia.
La Historia es un discurso que intenta aprender, como totalidad, cuerpos
sociales que se despliegan en distintos planos, que se mueven, que se realizan,
además, de manera siempre arbitraria, debido a que se alimentan del actuar
inducido por voluntades relativamente libres. Lo interesante aquí son dos
cosas: este discurso poroso, flexible y ambicioso permite tejer interpretacio-

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La historia y sus funciones

nes que empalman mucho mejor con la textura de realidad, volviéndola más
significativa y aprehensible para quienes quieran conocerla.
Aquí comienza a asomar la premisa que interesa a esta argumentación
(y al total de este libro, ocupado de hablar con entusiasmo de la historia y
su enseñanza): hay un modo específicamente histórico de pensar la realidad;
quienes lo adquieren desarrollan capacidades que les permiten examinar los
fenómenos sociales del pasado con la agudeza que logra el historiador; al lado
de ello, adquieren una batería de actitudes, competencias, destrezas mentales
que son de gran utilidad para entender las situaciones del presente y para
actuar con solvencia en ese presente.
Nos preguntábamos más atrás por las razones que justifican, hoy, el pa-
pel que cumplen los profesores de Historia, y ya comienza a vislumbrarse la
respuesta.
Vivimos en un mundo global, de comunicaciones desbocadas, que expe-
rimenta dinámicas de cambio no conocidas, que exige constantes acomodos,
gran plasticidad social, capacidad para rehacerse, pero sin perder el núcleo
mínimo de identidad que necesitan tanto las personas como los cuerpos so-
ciales para subsistir sin disgregarse. ¿Quién más podría orientar a los jóvenes
que un profesional dueño de una visión holística, alguien que es consciente
de que todo es transitorio, que sabe desdoblarse para ver lo que fluye y se
rehace, aprovechando como aliciente la estupefacción y la empatía: alguien
que comulga, por definición, con el relativismo como actitud primaria?
Los niños y jóvenes que son inseminados por la perspectiva histórica
logran percibir (a veces) que el mundo social es algo sumamente complejo,
entreverado, inestable, con lo cual hay que aprender a vivir.
Pero, ¿cómo enseñar a los estudiantes, en lugar de conocimientos histó-
ricos, a pensar históricamente? La Historia se parece al Arte o la Filosofía,
en que no se aprende escuchándola o leyéndola, sino, más bien, haciéndola.
Esto es, pasándose muchas horas revisando todos los documentos y luego
transfigurando esa experiencia en una interpretación narrativa, de tipo oral o
escrito. Cuando los jóvenes hacen este trabajo de resignificación de lo real a
partir de los indicios fragmentarios aportados por fuentes primarias y secun-
darias, van desarrollando determinadas capacidades que no están al alcance
de las personas corrientes, menos aún de estudiantes que estén cursando la
enseñanza media. Esta batería de instrumentos de pensamiento, que reflejan
la sintaxis proposicional-explicativa de la disciplina, son los que permiten a los
historiadores alcanzar una comprensión más rica de los procesos de cambio;
constituyen, por lo mismo, el principal aporte que puede hacer la disciplina
al sistema educativo.
Quienes tienen la capacidad para examinar los hechos con los lentes
hermenéuticos del historiador logran discernir con más facilidad los patrones
o direcciones que rigen su vida individual, saben cómo operar dentro del
medio bajo el cual viven. Logran, por lo mismo, forjar proyectos individuales
o colectivos más potentes y más viables.

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La posesión de una conciencia histórica, de una perspectiva holística y


procesual como la del historiador, con todas sus actitudes subyacentes, ayuda
a combatir el dogmatismo, a confrontar mejor los conflictos, a aprovechar
con más ventajas las oportunidades que abre el momento, a tener una vida
familiar y profesional más rica, intensa y diversa. Vuelve a los ciudadanos más
tolerantes, resilentes y proactivos.
Las personas históricamente educadas desarrollan más apego a las tradi-
ciones y a los demás elementos de identidad que necesitan los cuerpos sociales
para prolongarse en el tiempo. Junto con eso, logran encontrar mejores caminos
para modificar el mundo que los envuelve, de una manera positiva, y para
abrigar sueños más amplios de transformación que se proyectan por fuera del
ámbito de lo directamente experiencial: aquellos líderes que han internalizado
la perspectiva histórica saben entender mejor los factores contextuales que
condicionan todo curso de acción, saben mover las cuerdas que son necesarias
para hacer viables los cambios, saben minimizar las externalidades negativas
que arroja todo proceso de transformación. Especialmente si sus lentes her-
menéuticos se han forjado dentro de los parámetros de las nuevas corrientes
historiográficas, que han devuelto a la Historia, con honestidad, a su vieja
posición, como formadora de conciencias éticas y políticas.
Gracias al giro que ha tomado la Historia en las últimas décadas, sobre el
cual se va a hablar más adelante, ha sido posible redescubrir la importancia
de la Historia como formadora de las actitudes esenciales de la persona hacia
el mundo. La historia tradicional trató de borrar de su discurso la mancha
de la ideología, inventando una extraña retórica de la antirretórica que hacía
aparecer las páginas de los textos como espejos neutros, capaces de mostrar
el mundo exterior sin mancharlo con ningún condicionamiento13. De neutro,
nada. El espejo imaginado por esa Historia tradicional, sabemos, conllevaba
ingredientes ideológicos de valencia muy clara: nuestras historias tradicionales
infundían en los lectores apego por formas de modernidad política, económi-
ca y cultural que eran caras para la elite decimonónica. La ‘nueva Historia’
reclamó el derecho y la ventaja de transformar nuestro discurso en un medio
más ciudadano, que asumiera, de manera positiva, su función ideológica.
Especialmente luego de la irrupción de algunos aires de la posmodernidad
dentro del territorio del historiador.
El valor de la historia se percibe mejor viendo las cosas al revés.
Los modos ‘no expertos’ de examinar los fenómenos, que son caracterís-
ticos de la gente corriente, restringen seriamente nuestra capacidad para com-
prender cualquier situación social compleja del pasado en sus propios términos.
El no experto suele pasar por alto el contexto que rodea el hecho, miran-
do el pasado siempre con los ojos del presente (como si el comportamiento

13
Elaboro en forma más detallada las premisas de la historia tradicional que mira el discurso
histórico como un no discurso en Ignacio Muñoz Delaunoy, “El discurso sin autor: la teoría de
la enunciación de los historiadores de los Annales”, pp. 1-42.

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de personas que vivían en otros mundos respondiera a la misma lógica que


gobierna nuestro propio mundo social) o interpretándolo como si fuera el
resultado de un destino (como si las cosas sucedidas fueran parte, siempre, de
un proceso irreversible).
El problema con el presentismo es que impide a los jóvenes ver lo que hay
afuera de ellos mismos. Esto pasa no sólo con las situaciones pasadas. Pasa,
de igual manera, con cualquier situación algo compleja del presente. El pro-
blema con las interpretaciones finalistas (o teleológicas) de lo humano, es que
transforman el devenir en algo irrefutable, restando todo protagonismo a las
personas. Al eliminar las posibilidades alternativas, los desafíos, lo incierto,
en mundo deviene en una caricatura hipersimplificada, que empalma poco o
nada con la compleja realidad de los asuntos humanos.
¿Cómo logramos que los estudiantes adquieran esa capacidad especial
que permite a los historiadores evitar la tontería interpretativa? La tarea no es
sencilla. Como ha afirmado Sam Wineburg14 los procedimientos explicativos
de la disciplina (y sus nociones fundamentales), son antinaturales: pensar his-
tóricamente es contrariar el sentido común, es actuar en contra de la manera
cómo la gente corriente examina los hechos humanos.
Los historiadores y los profesores no reparan en eso. Asumen que los estu-
diantes pueden llegar a los mismos resultados que ellos, en forma espontánea:
dan por sentado que si les ponen al frente un conjunto de documentos ellos
podrán, de alguna manera, desarrollar la visión histórica de un proceso.
No hay viabilidad en esta pretensión.
Para lograr que un estudiante pueda poner en movimiento los procesos
cognitivos que son habituales en los historiadores hay que desmontar lo que
ellos traen puesto en la cabeza, con mucha actitud, a través de una conducción
que sea sistemática e intencionada15. Y esto sólo puede lograrse dirigiéndolos
para que realicen las mismas tareas que emprenden cotidianamente los histo-
riadores cuando investigan.
No es fácil transformar a nuestros estudiantes en investigadores capaces
de construir interpretaciones propias de los hechos, en el escenario que ofrece
una historiografía, como la actual, tan rica en frentes y posibilidades.
La ‘nueva Historia’ se planteó como una superación del paradigma tradicio-
nal. Luego de casi medio siglo de renovación, el panorama un poco monocorde
que ofrecía la Historia decimonónica, tan enfocada en las temáticas políticas, ha
sido enriquecido a través de la incorporación de nuevos problemas, enfoques,
áreas de estudio, formas de trabajo e instrumentos analíticos. Esta apertura
de horizontes ha permitido que tome forma una historia más rica, que intenta
ofrecer reconstrucciones que integran en un solo cuadro las distintas dimen-
siones que conforman la vida –lo económico, lo social, lo cultural, junto con

14
Wineburg, “The psycologhy...”, op. cit.
15
Frederick D. Drake & Sarah Drake Brown, “‘A systematic approach to improve students’
historical thinking”, pp. 465-489.

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Ignacio Muñoz Delaunoy

lo político–. Para hacer operativa esta ampliación se ha pedido colaboración


a las Ciencias Sociales vecinas, que han aportado conceptos e instrumentos
metodológicos que nunca habían sido parte del acervo de recursos con que
contaba el investigador. Los hechos históricos, como resultado de estos cam-
bios, han devenido en objetos mucho más complejos, superando, a veces, las
capacidades de aprehensión de estudiantes que están limitados cognitivamente
por el umbral de desarrollo que permite su edad.
Pero las dificultades que plantea la ‘nueva Historia’ son también la base
para sus posibilidades más interesantes. La historia tradicional, con sus contor-
nos bien delineados, aportó a las sociedades tan diversas del siglo xix un eje
articulador que sirvió para alinearlas. Gracias a ella las personas se pudieron
transformar en ciudadanos integrados, respetuosos de las instituciones que
necesitaba la modernidad; gracias a ella pudo contarse con la base ciudadana
que era indispensable para apuntalar los Estados-nacionales, que fueron los
actores de los procesos más importantes.
Pero el tiempo de los relatos tradicionales, gentiles con los poderes es-
tatuidos, que alentaban la pasividad ciudadana que necesita la mantención
del statu quo, ya pasó. Estos discursos cumplieron muy bien, podemos decir,
con una función conservadora, que era necesaria en su momento, ayudando
a perpetuar las posiciones y privilegios ganados por la elite, determinados
partidos, sindicatos, géneros, razas o culturas.
Las cosas han cambiado.
Luego de la Segunda Guerra Mundial todos los pulsos se aceleraron. Co-
braron importancia abrumadora las variables económicas y sociales. Declinó
el poderío del “europeo”, al mismo tiempo que se creaba un orden verdade-
ramente mundial, en la economía y también en la cultura, capitaneado por
nuevos poderes globales. Se plantearon en el mundo otros problemas, otras
prioridades y escalas. Para abarcarlas fue necesario dar vida a la ‘nueva historia’.
Gracias a esta creación de múltiples formas, obra de vanguardistas franceses,
estadounidenses, ingleses y alemanes, ha sido posible explicar con inteligencia
crítica los procesos interesantes de los tiempos contemporáneos.
Pero la ‘nueva historia’ no es otro discurso dominante, destinado a destronar
al tradicional. Se trata, más bien, de una actitud, o acaso, de un momento en la
cultura contemporánea. Se ha roto el monopolio ejercido por un tribunal muy
limitado de escritores, que definía de manera convergente las directrices del
discurso. La Historia ha sido devuelta a la sociedad. Hoy, todo grupo reclama
el derecho de representarse en sus propios relatos, desaparece la noción de
centro, la historia se abre hacia todo tema, dimensión o perspectiva posible.
Esta democratización del conocimiento ha permitido que vuelva a aflorar todo
el potencial formador de la Historia, en el frente más amplio que demandan
las situaciones contemporáneas.
La ‘nueva historia’, con su carácter tan poliforme, educa para la libertad,
abre la mente a los problemas reales del tiempo, aporta las claves interpretativas
para entender el medio y para transformarlo, aporta las actitudes subyacentes

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que necesita el ciudadano del siglo xxi que interesa a este libro: un ciudadano
que debe vivir bajo la dinámica de cambio continuo que es propia de este
tiempo agitado; un ciudadano innovador, cuyo principal activo es su capacidad
para plantarse frente a un futuro abierto, de manera creativa.

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