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¿Los jueces deben hacer buen derecho o razonable política pública?

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¿Los jueces deben hacer buen derecho o


razonable política pública?
“…Si el objetivo central de la decisión judicial es la persuasión mediante la interpretación
de las normas, en el caso del derrame de Quintero la pregunta es ¿cuál es la justificación
de la Corte para entregar competencias a la SMA? La respuesta pareciera estar en una
manera de comprender la intervención pública ambiental, (…) en un argumento de lege
ferenda, en un genuino deseo de política pública…”
Martes, 30 de enero de 2018 a las 12:04

Luis Cordero

Hace más de un siglo Oliver Wendell Holmes Jr . señaló que “grandes


casos hacen mal Derecho” (1904), porque una situación excepcional,
común en asuntos importantes, se puede transformar en una regla general
si no se advierten los riesgos que supone extender un criterio inadecuado.

Eso es precisamente lo que sucedió este mes con la decisión de la Corte


Suprema (9.1.2018, rol 15549-2017) sobre las competencias de la
Superintendencia del Medio Ambiente (SMA) en el asunto sobre las
Luis Cordero atribuciones para conocer las materias asociadas al derrame de petróleo
ocurrido en la bahía de Quintero el año 2014, en el terminal marítimo de la
Ver más Empresa Nacional de Petróleo (ENAP). En ese asunto, la SMA se había
declarado incompetente afirmando que el asunto estaba asociado a un
incidente respecto del cual no existía ningún instrumento de gestión
ambiental que le otorgara competencia para intervenir, especialmente porque no había una Resolución
de Calificación Ambiental (RCA) fiscalizable asociada a dicho terminal. Esa tesis fue confirmada por el
Tribunal Ambiental y era bastante lógico que así fuera, porque, tal como he explicado, el modelo de
competencias ambientales en el sistema institucional chileno está construido sobre la base de
“instrumentos de gestión ambiental” y no sobre los “componentes del medio ambiente”, cuestión por lo
demás que quedó explicada en su totalidad en el mensaje presidencial que dio origen a los Tribunales
Ambientales.

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Sin embargo, la tesis de la Corte Suprema fue distinta. En su opinión, dado que la definición legal de
medio ambiente es amplia y está planteada como “sistema global” (art. 2, letra ll, Ley 19300), no
existirían razones para afirmar que la SMA no podría fiscalizar y aplicar sanciones en un caso como
este. Con tal finalidad, cita como precedente de su decisión el “caso Pitama”, un asunto que en rigor no
se refería a competencias de fiscalización ambiental, si no de daño ambiental y estándar de diligencia
con las obligaciones establecidas en una RCA, donde esa concepción amplia tiene sentido para efectos
de la reparación ambiental establecida en la ley.

Para llegar a esa conclusión y anular la decisión del Tribunal Ambiental, la Corte utiliza una supuesta
interpretación amplia y no restringida de las competencias de la autoridad. En concreto, señaló que las
atribuciones de la SMA deben ser “entendida en el contexto, más amplio, de la normativa destinada a
cautelar el derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación y, en consecuencia, sus
atribuciones y facultades no pueden ser comprendidas como restringidas y limitadas” (c. 7, sentencia
de reemplazo).

La decisión de la Corte es objetable en múltiples sentidos. Por un lado, porque dispone, sin justificación
suficiente, de una regla propia de competencia del legislador. Enseguida, porque al decidir de ese modo
justifica la objeción de “activista” que, en mi opinión, inadecuadamente se utiliza para casos de
legalidad objetiva y, por último, porque da señales indebidas desde el punto de vista de los incentivos
regulatorios asociadas a las reglas de competencias en organismos ambientales.

Como ha sostenido P. Kahn (2016), la sentencia es un ejercicio de persuasión —distinta a la ley que
impone su orden—, porque precisan el sentido de las reglas, pero ofreciendo las razones que las
justifican. A través de ella se enuncia la manera en que debemos actuar hacia el futuro, sobre la base
de exponer una “narrativa” sobre nuestro pasado, el que utiliza al decidir los hechos y el derecho en un
asunto concreto.

Si el objetivo central de la decisión judicial es la persuasión mediante la construcción interpretativa de


las normas, en el caso del derrame de Quintero la pregunta es ¿cuál es la justificación utilizada por la
Corte para entregar competencias a la SMA? La respuesta pareciera estar en una manera de
comprender la intervención pública ambiental. Para la Corte resultaría inadmisible que una definición
legal tan amplia como la de medio ambiente establecida en la Ley 19.300 planteada sobre la idea de
“sistema global” disponga de una autoridad administrativa con competencias de fiscalización tan
limitadas. En ese caso su argumento deja de ser jurídico y se transforma en uno de lege ferenda, un
genuino deseo de política pública.

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En efecto, en un reciente estudio sobre acceso a la justicia ambiental (Cordero, Durán, Palacios, Rabi,
Sahueza y Urquiza, 2017) se demostró que si bien nuestro país disponía de instituciones a las cuales los
ciudadanos podían acceder para la tutela ambiental (SMA y Tribunales Ambientales), por el diseño
normativo de los reguladores ese acceso se encuentra condicionado a la existencia de instrumentos de
gestión ambiental, de manera que las posibilidades que los ciudadanos puedan intervenir ante ella se
encuentra limitada por las competencias legales así estructuradas en el diseño legal. La propuesta de
dicha investigación es que resulta indispensable reformar la ley para ampliar las hipótesis de acceso a
justicia ambiental, dotando a la SMA de atribuciones sobre la afectación de componentes ambientales y
no en base a la existencia de simples actos administrativos. Una reforma de ese tipo, señala el informe,
implica un cambio estructural en el modelo normativo, administrativo y presupuestario de esa
institución.

Así las cosas, es posible sostener que, mirado superficialmente los hechos de este caso, la
argumentación de la Corte Suprema pareciera ser correcta desde la perspectiva de política pública. El
problema, sin embargo, es que al decidir así termina por conferir en concreto una competencia
respecto de la cual solo la ley puede disponer. Exceder ese ámbito es el que tradicionalmente se explica
bajo la etiqueta “activismo judicial”. Como lo ha afirmado la literatura clásica sobre este tema, un juez
es activista cuando se “inclina a usar su poder para decidir de acuerdo con sus propias concepciones
sobre el bien social”, en oposición a aquellos que entienden que esa definición corresponde, en
principio, al legislador democrático (Schlesinger, 1947; Lindquist – Cross, 2009; Carman Jr. 2017). Esta
cuestión es relevante en los ámbitos del contencioso administrativo en que se discuten simples reglas
de legalidad objetiva —como sucede en el caso de derrame de Quintero con relación a las
competencias de la SMA—, de aquellas donde lo que se debate es una cuestión de derechos
fundamentales, un lugar donde el ideario activista se puede dar con mayor facilidad por la manera en
que se reclama la intervención judicial.

Pero ¿por qué importa que una decisión como esta defina una “nueva” atribución de una agencia
administrativa en base a una simple “supremacía judicial”? Es importante, no solo porque se dispone de
una regla constitucional de competencias, sino que también por los incentivos que genera en el diálogo
regulatorio institucional, ya que promueve irresponsabilidad, distorsiona el sistema legislativo y da
señales equivocadas a los legisladores (Tushnet, 1999), pues al final del día importa poco lo que estos
regulen como competencias para autoridades administrativas, si existirán jueces que podrán sustituir al
legislador de acuerdo a la simple invocación de cuál es el mejor modo de actuar para proveer una
solución de interés público, al margen incluso de la existencia de reglas de competencias ambiguas o
porosas.

Un razonamiento de ese tipo, oculto en una aparente promoción de la dignidad humana y del interés

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colectivo, encierra finalmente un cierto desprecio por la regulación democrática y de alguna manera
transforma a la decisión judicial en una imposición autoritaria, no una persuasión racional que justifica
el Derecho y la decisión del caso concreto.

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