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Todo numero multiplicado por 0, dará; multiplicado por 1, dará por resultado el mismo

numero…

Principio matematico.

Sonidos, siseos tras la pared. Zumbidos.


Son los bordeadores nuevamente.

El pasto no ha crecido. Donde vivimos no hay mas que tierra yerma vuelta árida por ellos, los
mismos encargados de cuidar los ligustros, los canteros, los árboles con flores se han ido. “Ya no
es como antes”, decían, cuando remojaban sus barbas y metían sus brazos hasta el codo en agua
fría, luego de trabajar los jardines, “el pasto no crece, los tallos no se estiran. El cielo ya no brilla
entre los huecos que dejamos en las copas de los árboles, formando mandalas, estrellas; sí, las
copas tienden a entrelazarse, los árboles echan raíces al cielo lo mismo que a la tierra… pero
todo esto, ahora, esta perdido…” y, resignados, se alejaban los viejos magos de los jardines.
Cabizbajos, como escarabajos que llevan su pelota de bosta, ellos llevaban su bola de pasto. Al
verlos patearlas, descubrí que eran como el viento, que formaban parte del paisaje, como una
tormenta de tierra o el aroma a tierra mojada que sube desde el suelo luego de una pequeña lluvia
veraniega.
Pero ellos se estaban retirando. Lo veía desde mi ventana y, sin saber exactamente qué hacer,
quise evitar este éxodo.
Por eso, cada mañana, esperaba al alba a aquellos que habían ido quitando la magia de estos
jardines, de estas lonjas de tierra henchidas de promesas. Los bordeadores.
Albas esperándolos. Hasta que por fin, llegaron.
Seres gigantescos, monstruosos, dispuestos a todo con tal de cegar.
Sesgar. Oradar era su labor.
Los pájaros trinaron, se alejaron.

Cuando uno de ellos paso cerca de la ventana quise hablarle.


Oiga, ¿es necesario que vengan a bordear dos veces por mes? ¿No se dan cuenta que el pasto
no crece al ritmo que ustedes vienen a cortar? ¿Quién los manda?
No hubo respuesta. Intenté una vez más. ¿No ves que ya no hay pasto ni vegetación para que
cortes? Allí uno de ellos me miró. Impasibles, blindados, sus máscaras de trabajo no dejaban ver
aberturas, no podía ver sus rostros, no podía distinguir si sus ojos se fijaban en mí o por el
contrario, mirando hacia delante tenían un horizonte solamente formado por islas de maleza que
sesgar.
Al ver que se detuvo, le hice gestos con la mano. Pero no hubo diálogo posible. Mas que caer en
saco roto, mis objeciones tuvieron una suerte difusa.
Con su máquina mágica, bordeo mi discurso; mi reclamo se redondeo sin arte como se redondea
un bollo de cinta de papel con sí misma; y cuando estuvo lo suficientemente formada la bola, la
dejó correr, como una pequeña pelotita, para que los perros del barrio o quizá algún nene, jugara
con ella.
Sin ya nada que decir, me aleje en mi ventana; pude ver tropas, contingentes de bordeadores
subir por la loma, sesgando plantas, jardines; más allá, árboles, estanques se abatían a su paso. El
progreso había llegado, también, a Barrio Rucci.

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