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21/3/2019 Viaje al fondo de la tabla periódica de los elementos | Letras Libres

Viaje al fondo de la tabla periódica de los elementos


¿Por qué la tabla periódica de los elementos químicos es uno de los logros más importantes del conocimiento
humano? ¿En qué radica su persistencia?

Desde los primeros intentos por encontrar denominadores comunes en la diversidad de materiales que
conforman nuestro mundo por parte de Alexandre de Chancourtois, John Newlands y, sobre todo, por Lothar
Meyer y Dimitri Mendéleiev, el enfoque fue macroscópico, siempre acompañado por la incertidumbre de apenas
poder atisbar en el interior de un mundo microscópico, el cual estaba a punto de develarse por completo. “El
descubrimiento de la periodicidad de los elementos químicos es una de las piedras angulares en el desarrollo de
la química”, asegura Tomás Rocha, investigador de la UNAM. “Ha permitido sistematizar y racionalizar
propiedades químicas, es decir, aquellas relacionadas con la reactividad de los elementos descubiertos hasta el
momento. E incluso nos abre la posibilidad de predecir rasgos distintivos de los que no se conocen todavía”. Si
bien desde el siglo XVIII Robert Boyle y Antoine Lavoisier concibieron la idea de elemento –una materia cuyos
átomos son similares–, no fue sino hasta que John Dalton enunció su teoría atómica, a principios del siglo XIX,
cuando se empezó a descubrir un orden subyacente, periódico, en la diversidad de materiales rocosos, acuosos,
gaseosos. A partir de entonces los químicos encontraron una ruta para determinar la verdadera marca distintiva
de cada elemento: el número de protones en su núcleo. “Por ejemplo, el número atómico del carbono es seis, lo
que significa que todos los núcleos de los átomos del elemento carbono tienen seis protones”, indica el doctor
Rocha.

Sin embargo, durante un tiempo se pensó que la masa atómica (el número total de protones y neutrones) y no el
número atómico (sólo protones) era el camino correcto. Sin estar del todo equivocados, el panorama se afinó aún
más gracias a una serie de hallazgos.

Uno de ellos fue el descubrimiento de los isótopos por Frederick Soddy en 1913, es decir, átomos con el mismo
número atómico pero diferente masa. Así, dos isótopos son dos átomos con distinta masa atómica, pero con el
mismo número atómico, y por ello tienen la misma posición en la tabla periódica. Por ejemplo, el protio (1H), el
deuterio (2H) y el tritio (3H) son átomos con masas distintas (uno, dos y tres, respectivamente), pero con el
mismo número atómico, es decir, uno. Entonces, estos átomos tienen las mismas propiedades químicas
(reactividad) y les corresponde el mismo lugar (topos) en la tabla periódica de los elementos. Son versiones del
mismo elemento que se distinguen por sus diferentes masas nucleares.

La tabla periódica “no sólo consolidó la química como una disciplina esencial para entender el mundo en el que
vivimos”, me dijo alguna vez Derek Barton, Premio Nobel de dicha disciplina, “también tendió puentes entre
esta ciencia y el fascinante mundo de la física cuántica”. Factor decisivo en la sinergia adquirida por estas dos
ciencias fue la invención de la difracción cristalográfica, avance tecnológico en física que profundizó en la
naturaleza periódica de los elementos químicos. Fue así como Henry Moseley, hacia 1913, probó una treintena
de elementos, desde el aluminio hasta el oro, con dicha técnica. Lo que descubrió lo dejó atónito: las ondas de
rayos X variaban de manera regular su posición al pasar de un elemento a otro, sin dejar de empatar su posición
en la tabla. Así, encontró que la periodicidad de los elementos ocurre en función de su número atómico y no de
su masa.

Un tercer factor crucial por el que la tabla perdurará hasta el final de los tiempos fue la tarea de Glenn Seaborg y
sus colaboradores, quienes entre 1940 y 1955 encontraron el sitio correspondiente a nueve elementos, todos ellos
posteriores al Actinio, por lo que se les conoce como actínidos. De esa manera se descubrió que los elementos
más pesados que el Uranio forman un grupo aparte en la tabla.

Lothar Meyer ya había propuesto años atrás que, si se graficasen los volúmenes atómicos en función de las
masas atómicas, se obtendría una gráfica donde los picos máximos los ocuparían los elementos más
electropositivos, es decir, aquellos que pierden fácilmente electrones al experimentar reacciones químicas. “El
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volumen atómico no es la única propiedad que exhibe este tipo de comportamiento a lo largo de la tabla”, aclara
el doctor Rocha.

Se comporta de forma parecida la energía de ionización, esto es, la que se requiere para expulsar el último
electrón externo de un átomo cuando se halla en su estado fundamental, de mínima energía. Lo mismo sucede
con la energía liberada cuando un átomo en fase gaseosa y en su estado fundamental agrega un electrón a su
estructura. El efecto pantalla sigue la regla. Se le conoce así a la disminución de la fuerza atractiva del núcleo de
un átomo sobre los electrones externos debido a la presencia de aquellos que se encuentran en capas internas.
También se ha visto que la electronegatividad (la capacidad de un átomo en una molécula de atraer electrones) es
fiel a la naturaleza periódica que define los elementos.

Un aspecto interesante tiene que ver con la distribución de los electrones en los orbitales atómicos, esto es, con
su configuración electrónica y la naturaleza cuántica de las subpartículas. Sabemos que los electrones son
fermiones, mientras que existen otras llamadas bosones. Una diferencia notable entre estas familias de
subpartículas es que los fermiones no hay restricción en el número máximo de partículas que puede ocupar un
nivel energético. Especulando un poco, podríamos pensar que si los electrones fueran bosones, entonces las
configuraciones electrónicas de los elementos serían muy distintas y, de hecho, algunos de los bloques de la
tabla periódica ¡desaparecerían!

“No hay duda”, afirma el doctor Tomás Rocha, “la periodicidad de los elementos y, por ende, de una gran parte
de la Química general se basa en la naturaleza fermiónica de los electrones y los niveles energéticos que ocupan
tales electrones dentro de los átomos”. Conforme se han develado las intimidades de la materia, la fascinación de
los químicos por los ladrillos fundamentales terminó de consolidar los puentes a los que se refería Derek Barton.

Carlos Chimal

escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es la novela El mercurio volante (FCE, 2018).

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