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El mundo de los absurdos

Un día muy absurdo, a un científico loco se le ocurrió crear una ciudad


donde las personas se automutilaran. Esta conducta era manipulada por el
científico al principio sin resistencia de parte de las personas mutiladas,
inyectándoles un remedio que podía regenerarles el tejido cercenado y
utilizando cuando era necesario formas de dopaje contra la rebeldía y el
dolor. En esta ciudad, sin saber muy bien cómo, se hizo costumbre un día
que cada persona se arrancara un miembro de su propio cuerpo y que se
alimentara de ello sin que el científico tuviese que hacer nada. Fue así
como en la ciudad dejaron de plantarse arboles frutales y verduras, y en
un minuto solo se comió dedos, piernas, ojos, pies, etc.

Pasaron los años y de estas ciudades surgieron las primeras migraciones.


Estos humanos empezaron a edificar sus ciudades con formas del cuerpo
humano, tal era el grado de penetración que habían desarrollado con la
actividad de comerse a si mismos que todas sus actividades hacían
referencias al cuerpo. Un barrio formaba la figura de dos pulmones, una
casa la de un cerebro, y así con todas las partes del sabroso cuerpo
humano.

El científico empezó a experimetar un día dejando pedazos de cuerpos de


personas con las que él experimentaba secretamente en su laboratorio,
arrojándolas a la calle, encima del césped, y entonces la gente pudo ver
brazos completos tirados en el suelo, pulmones sobre la tierra, corazones,
dedos, genitales, etc. Humanos. La gente quedó atónita. Era algo nuevo.
Ver toda esa amalgama de miembros corporales de personas
desconocidas. Nunca antes se había probado bocado que no fuera una
propia parte del cuerpo. Pero nadie tocó nada. Tal era el miedo que les
infundía experimentar comiéndose algo ajeno.
El científico al ver la reacción, quiso insistir con el experimento, y esta vez,
dejó un pulmón de un niño, rosadito y bien conservado en un plato de
greda, con un caldo que humeaba sabrosos olores. Lo quiso coger
Leopoldo, un niño que era conocido por su insaciabilidad y voracidad
mórbida. Le dio un mordisco y luego otro. Fue tal la sorpresa, tal la
variedad de sabores y texturas nuevas que pudo hallar con su paladar, que
al tercer bocado su lengua engulló la presa lentamente, desmenuzando la
materia en su saliva, descubriendo que este alimento era más sabroso que
el que sacaba de su cuerpo. Su deleite fue una fiesta observada con
morbo. Al ver a Leopoldo tomar la iniciativa con tanto deleite, se
contagiaron de su valor y tomaron los platos servidos de sus vecinos (que
el científico dejó calculadamente): uno tomó una oreja, otro un dedo. Al
día siguiente más personas hicieron lo mismo. Hubo absoluta complicidad
entre todos, sin el mayor atisbo moral. El científico observaba y registraba
sin espetar nada.

No había necesidad para estos humanos el comer carne de animales; mas


bien preferían comerse entre ellos, armando grandes banquetes y fiestas
donde se comían orejas, manos, ojos, etc. Los animales de este planeta
eran toscos, grandes pero mansos, y a pesar de esto, no se los comían ya
que eran vistos como una forma degradada de primitivismo o salvajismo
de eras anteriores.

Un día otro niño curioso quiso algo de los animales. Algo super loco se le
ocurrió en su mente, que fue crear un idioma para comunicarse con ellos.
Usaba todo su cuerpo. Aprendió el canto y la inteligencia de ellos,
volviéndose un animal. Este conocimiento fue enseñado en universidades
y transmitido de generación en generación, como lo enseñaron los
misticos chaolines en otro tiempo. Los humanos trataban muy bien a los
animales dándoles partes de sus propios cuerpos para alimentarlos.

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