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El

Ángel de la Muerte

Por

Zahorí


Nota del Autor


Relato de los hechos ocurridos en el núcleo familiar, donde la educación,


como objetivo interno, victimiza a sus miembros en su afán, quizás de
manipular su estado emocional. Tuve que entrar en algunos detalles sobre el
apego y los obstáculos para el disfrute, el goce y la satisfacción de las
relaciones. Dejar expuestas las acciones, como cualquier ser humano, que
impiden la visualización de las necesidades y deseos y dejan sentimiento de
culpa.
Aun en contra de un nacimiento no deseado por su padre, y por el ruego de
su madre: nace Krial. Por ello, y por el sufrimiento de ella; decide nacer para
cobrar venganza a su malvado padre. Él quería su aborto.
Muestra claramente una problemática social entre “lo correcto y lo
incorrecto”. Dilema que lleva a determinaciones de trágico acontecer. En un
marco de cultura machista y violencia intrafamiliar.
Las situaciones narradas, en esta novela, encuadran dentro de una serie de
paradigmas caducos de realidades recortadas y creencias acomodadas a los
intereses de los jefes de hogar y a la sociedad en general. Toma algunos
aspectos plasmados en el tratado de mi autoría “El poder se escribe con J”.
**
La paradoja de nuestro tiempo es que tenemos edificios más altos y
temperamentos más reducidos, carreteras más anchas y puntos de vista más
estrechos. Gastamos más, pero tenemos menos, compramos más, pero
disfrutamos menos. Tenemos casas más grandes y familias más chicas,
mayores comodidades y menos tiempo. Tenemos más grados académicos,
pero menos sentido común, mayor conocimiento, pero menor capacidad de
juicio, más expertos, pero más problemas, mejor medicina, pero menor
bienestar.
GEORGE CARLIN
Hoy en día hay dos ingresos, pero más divorcios; casas más lujosas, pero
hogares rotos. Son tiempos de viajes rápidos, pañales desechables, moral
descartable, acostones de una noche, cuerpos obesos, y píldoras que hacen
todo, desde alegrar y apaciguar, hasta matar…
GEORGE CARLIN

I
Gestación

Martes trece de junio. Una noche cargada de nubarrones presagian


torrenciales aguaceros, acompañados de tormentas eléctricas. Una pareja de
recién casados va rumbo al aparta hotel; alejado trece kilómetros al sur de
Sady. No era el lugar más turístico y apropiado, pero el más económico; y por
lo menos tranquilo. Además, ellos estaban exhaustos por la boda.
Alejados del bullicio y de las preocupaciones cotidianas, tenían trece días -
semana larga- de descanso; entregados a la libertad que proporciona el retiro
voluntario y el amor de un principio. Juntos jamás las habían tenido, a pesar de
su largo noviazgo y de las múltiples oportunidades que se les presentaron. En
ciernes, padres y hermanos, no se ponían de acuerdo sobre el connubio (gozan
del beneficio de la duda); pero ellos siguieron firmes en sus planes. En poco
tiempo tuvieron la idea de reunir las dos familias para lograr un consenso
general. Así fue, y el plan dio resultado, porque ninguno de los dos grupos
(que jamás habían intimado) querían que una decisión en contra diera la
sensación de discriminación o algo por el estilo. De todas maneras, ellos
pronto serían mayores de edad, o sea que podían decidir a su albedrío; sin
permiso de nadie podían casarse y vivir juntos, sin depender de la familia. Por
esa época los jóvenes (menores de edad) ya vivían en pareja, aun en contra de
sus padres.
Muy de mañana ellos, cada uno por su lado, tomaron el carro camino al
parque, se bajaron junto al atrio de la pequeña capilla, entraron en la iglesia -
seguido por un séquito de acompañantes- y comenzaron con la ceremonia.
Más alegres que nerviosos se sintieran, de cierta forma liberados por la
decisión espontánea; esa que satisface y desinhibe.
Estaban allí, parados el uno al lado del otro, dispuestos a llevar a cabo la
consumación de su noviazgo; sin que nadie pudiera impedirlo. En pocos
momentos serían esposos. Se cruzan miradas en tierna complicidad;
orgullosos, realizados por lo que consideraban una unión que sólo la muerte
podía romper. Demasiadas emociones como para pensar en el futuro. Los
gestos reemplazaban las palabras. Se tomaron de la mano y Sofranio le dio un
fuerte beso por la misma alegría de tenerla entre sus brazos. No se cambiaban
por nadie ni por nadie en el mundo; no querían saber de otra cosa que no fuera
de ellos mismos. Casados para siempre.
Y aunque existía tranvía, ellos prefirieron ir en un todoterreno: era amplio
y seguro. Josefina les ofreció su camioneta; pero ellos se abstuvieron de tan
generoso ofrecimiento.
Querían guardar cierta independencia con el resto de la familia, no querían
intromisiones en su vida privada; ellos querían estar libres de: consejos,
música, algarabía, alegatos económicos y, sobre todo, de la rutina. De esa
rutina que esclaviza por su abundancia en detalles de poca valía. Gradia, quien
era bastante locuaz, no paró de hablar del hermoso paisaje; mas cuando quiso
hablar de cosas íntimas, con él, su mente se turbó. Fue un momento de
aquellos en que el tabú y los complejos se mezclan para esconder, en lo más
impenetrable de la mente, todos los temores; un instante tan común que lo
sentiría por el resto de su vida. Fue más un acondicionamiento que un
sentimiento, y que jamás dejaría fluir palabras de dicho contenido. De allí la
justificación que ata, quizás, a los remordimientos de un pasado; y que no deja
elección sino a la esperanza.
Vientos fríos, mecen sus cabellos, los obliga al abrigo total. Allá a lo lejos,
al frente, la planicie se funde con el cielo: dan la sensación de infinito. Y la
oscuridad, rota por las luces del carro, da al entorno una aureola de mágico
misterio. El paisaje combina el valle con la meseta para limitar con pequeñas
elevaciones de tupida vegetación. Palmeras, ficus y samanes: adornan, a lo
largo y ancho del terreno, los verdes pastizales; las casas, ubicadas distantes
unas de las otras, van unidas por el cableado de gruesa trenza acerada; en
grupos de seis. Conducen energía de alta tensión; acondicionadas, luego, en
cables más delgados propios para las viviendas de la región. Ellos siguen su
recorrido hacia otras ciudades hasta terminar en una estación generadora. Allí
la naturaleza, aunque ha sido rota por el hombre, parecía conservar su encanto
virginal; aún no estaba contaminada. Sus habitantes naturales gozan de
libertad no responsable, así el espacio se le hubiese achicado. Era un buen
refugio, donde podía aislarse de la ciudad.
Podía asegurarse que él tampoco se atrevía a comentar sobre el asunto. En
efecto, no había creído que su familia asintiera la unión con ella. Ellos eran
gentes con tantos prejuicios que, en ciernes, era difícil saber cuál iba a ser su
reacción final. A él le era permitida cierta irreverencia: en el vestir, en el actuar
e incluso libertad en la apetencia de cuanto él considerara, por capricho o
necesidad; no así a Gradia. Ella, por mandato social, debía ser: discreta,
recatada, señorita y buen prospecto de ama de casa. Y, al menos por esos días,
ella se olvidaría de su papel de niña ejemplar para dedicarse al goce que
proporcionan esos primeros días de convivencia en pareja; porque sabía que
luego, sino todo, volvería a ser parecido a lo de antes. Era el destino, y ella
estaba segura que nadie podía cambiarlo a su libre albedrío. A menudo se
inquietaba si él la aceptase como era, mas se callaba por temor, quizás por
descubrir cosas que derrumbaran el encanto mágico del amor eterno; y la
realidad atrapara sus esperanzas hasta convertirla en amargura. Se sentía bien
así, a su lado, porque era un hombre gentil, cariñoso, y complaciente; todo un
caballero - pensaba Gradia-. Sofranio, por el contrario, era callado, nadie
podía imaginar lo que deseaba, pero era calculador y en eso era el mejor. No
hablaba más de lo necesario para obtener lo que quería. El disimulo y la
discreción lo hacen vivaz. A veces reía para que la cortesía diera fe de sus
sentimientos, y así era cuando se reunía con familiares y amigos. Todos lo
consideraban un buen hombre. Habría que esperar...
La pareja iba en coche por el sendero de Naska; dejan, a su paso, sólo una
sombra tal que la vegetación, y el propio sendero, se pierde a la vista. Las
tinieblas se hacían más intensas, y el carro rodaba más despacio. Por
momentos aceleraba para evitar la modorra, otras veces se detenían para
estirar los músculos. Lo propio hacen algunos carros que van en esa dirección.
No tenían afán.
A su llegada, la cena estaba preparada. La comida caliente y de buena
sazón, les parecía lo apropiado para una noche fría y cuando se tenía hambre.
No habían acabado la cena, cuando un trío rompe la monotonía del ruido de
cubiertos y vasos. Las tonadas amenizan el ambiente, ahogan el sonido natural
de la noche. La compensación: navegar en pensamientos de alguna
recordación. Luego todo fue silencio; excepto afuera donde los bichos,
habitantes de la noche, continúan con su trabajo.
En otros tiempos, ya hace bastante, el lugar era sitio de recreación de los
veraneantes; pero el desarrollo de la capital había absorbido a sus gentes en
otro tipo de diversiones, y todo esto cuando se contaba con recursos
suficientes; además la gente, cada vez, menos pasea. Se encierran en casas y
apartamentos atrapados por los avances audiovisuales. De un gran complejo
turístico, inmerso en la llanura, había pasado a un deshabitado lugar de
caminos de herradura y espacios enmalezados, apenas si se divisan las
demarcaciones de los predios, con guaduas y alambre de púas, y lo que algún
día fueron caminos. Sólo la de ellos destacaba en medio del abandono.
La planicie contaba con más área de pastos verdes que de terrenos
pedregosos, la vegetación de palmas es la antesala a espesos y pequeños
bosques de guaduas y pinos. El amarillo de algunos pastos y los árboles
resecos: dan testimonio de la escasa pluviosidad. Y es que, por esa época,
aunque soplan vientos fríos en las tardes, el sol campea todo el día. Allí, en
Naska, y hasta bien cerca de Sady, flora y fauna conforman un remanso de paz
para el espíritu y descanso para el cuerpo. Así era hasta entrado el mes de
marzo y sólo en Naska. Hasta que las gentes, poco a poco, las fueron
abandonando; atraídos, quizá, por la ciudad misma. Sólo quedaron pocos sitios
de veraneo, lo demás se lo fue devorando la propia naturaleza. Y ahora ya no
se ven tantas gentes que invadan los predios. Cuando había algún
excursionista o un evento como el de Sofranio y Gradia no se podía dejar
pasar la oportunidad de vender un buen servicio, pues la temporada baja - la
de invierno- deja sólo desolación y pocos empleados para mantener.
Días después, a ellos se les había bajado la fogosidad de ese primer
instante de intimidad. Eran jóvenes y la entrega era total; sólo el uno para el
otro: en cuerpo y alma. Cada uno conserva la ilusión, con ribetes de seguridad,
de haber sembrado la semilla de la vida. Se sentían padres. Cuando llegaron a
Sady compraron víveres, algunos enseres y algo de bisutería; para su nueva
morada. Era lo necesario para comenzar su vida en pareja.
No habían recorrido seis kilómetros de la vía a Madras, cuando Gradia
dijo:
- Me siento agotada, el viaje fue largo. Vamos a casa de mi madre, y
descansamos esta noche.
- Eso está muy bien - dijo complacido Sofranio; él también lo estaba.
Comieron pastas en salsa y queso, tomaron jugo de lulo, conversaron hasta
bien entrada la noche y tomaron algo de licor; para matar el frío del recinto.
Luego se dirigieron al segundo piso; desde allí podían ver un cielo rutilante y
una luna menguada, sentados en el amplio balcón. Las luciérnagas destellan en
la penumbra y el canto de los grillos rompe el silencio de la noche. La luz
disminuye, una nube viajera oculta la luna; y sólo queda la mortecina luz del
balcón. No- se tomaron el trabajo de cambiarse; se metieron en el tálamo
tendido. El sueño era pesado. Habían dormido cuatro horas, pero estaban
incómodos por el sopor de llevar ropa. Estaban sudorosos y maltrechos.
Sofranio lo había advertido cuando le dijo que la habitación tenía poca
ventilación. Gradia sentía paralizado el cuello y la mano derecha entumecida.
Seguramente se había quedado inmóvil para ese mismo lado. Menos mal
despertó y estaba consciente de su estado.
Cuando quiso cambiarse de ropa y ponerse cómoda, un rayo de luz penetra
por la celosía. El aroma de una exquisita fritura se cuela por entre las rendijas
de puertas y ventanas; hasta escuchó el ruido de ollas y utensilios de cocina.
La curiosidad la condujo a abrir la puerta. Él se puso cómodo y reposó entre
dormido y despierto.
- Mamá, ¿eres tú? - pregunta en tono bajo
- Sí..., baja un momento.
- ¿Qué preparas?
- El desayuno - contesta Séfora.
Sofranio se sentó, y luego salió al pasillo. Aún estaba soñoliento.
- ¿Dónde estás?, Gradia - grita él -. Tengo sed – agrega.
- Ya le subo un vaso con jugo - contesta ella.
- ¿Qué hora es? - replica él.
- Las nueve y dieciséis.
- Bueno, tráigalo rápido.
Sofranio arregló la cama y se paró en el balcón. Se sentía molesto. Media
hora después llegó, ella, bandeja en mano.
- ¡Ah!, Gradia, cuánta demora - dijo Sofranio-. Estuve tentado a bajar para
ver qué hacías – agrega.
A Gradia le extrañó el comentario, mas le pareció haber escuchado antes
aquello. Efectivamente el recuerdo la llevó a sus padres. El cuerpo se le enfrió
por unos instantes.
- Me siento algo rara en el cuarto, acompañada; pero también feliz.
- Se oyeron pasos -. Oigo que alguien sube por las escaleras. Puede ser tu
mamá.
- No, es guardián; ese perro es muy inquieto.
- ¡Ah!, sí, es él.
¡Qué calor hace! ¿Cierto? - pregunta ella.
- Sí, y mucho. Pero este jugo me refresca.
- Es por helado y fresco.
- Bueno, ya debemos irnos para nuestra casa - dijo Sofranio.
- ¿Nos podemos quedar hasta después de medio día? - preguntó en tono
suave.
- No, arréglate y nos vamos - ordena Sofranio.
- Está bien; pero no se enoje.
- ¿Quién se está enojando? Retire ese desayuno, no lo quiero
Un estruendo escuchase en la habitación. Sofranio, con o sin culpa, había
echado por tierra la bandeja. Ella se agacha para recogerlo todo y, luego de
recibir un pequeño empujón, sale de la habitación.
- ¡Por mil demonios!, ella me dejó solo y quién sabe qué estaría haciendo
mientras dormía - pensaba en voz alta
Trata de disimular el asunto, pero Séfora le inquiere.
- ¡¿Qué pasó?!
- El desayuno se derramó. Seguro fue al, él, levantase de la cama.
- Pero ¿cómo no tuvo cuidado? ¡Pobre hija mía...!
- ¡Está enojado! - dijo Gradia.
Una nube de humo baja lenta por las escaleras hasta llegar a la cocina,
donde estaban ellas; parecía venido del patio. Pues fue allí donde se dispersó,
y no se sabía, a ciencia cierta, la procedencia. El olor a trapo quemado hizo
que instintivamente abrieran la puerta, para no sofocarse. Luego se escucharon
unos estruendos en el segundo piso, y un golpe seco como si algo pesado
hubiese caído desde lo alto.
- ¡Es la casa!, se nos quema - exclamó Séfora, mientras corría hacia el ante
jardín -. ¡Sandalio, auxilio, ayuda a Sofranio!
Quisieron subir para ayudar a apagar el incendio, pero el humo se los
impedía y el miedo los tenía pasmados. Logró pasar hacia el patio, allí
encontró tirado a Sofranio; inconsciente y chamuscado yace él. Confundida,
entre histérica y desalentada, Gradia pensó lo peor: que estaba muerto, y que
la alcoba se consumía en llamas. No atinaba a hacer algo; solamente ideas
atropelladas cruzaban por su cabeza. Sandalio, un poco más calmado, llamó a
vecinos y amigos; llenaron baldes y ollas con agua para lanzarlas desde un
balcón aledaño. Y aunque no se veían llamas, el humo salía negro y
abundante.
- ¡Ayúdenme..., ayúdenme...! - gritaba Gradia.
El humo se había dispersado del primer piso. El ambiente era un sólo
hedor a trapo quemado y la confusión cundía por doquier.
- ¡Ayúdenme...! - repetía Gradia.
Séfora logró, por fin, atravesar la sala y salir al patio. Todos sabían que
debían actuar con prontitud y llamar a especialistas en estos casos. El viento se
llevó el humo hacia arriba y ello ayudó en la tarea. Del suelo sólo salía humo
de algunos pedazos de alfombra en ignición, todo estaba empapado. Las
llamas, si las hubo, se habían extinguido; las paredes y los enseres quedaron
llenos de hollín y chamuscados, las telas deshechas. Ya se podía respirar a
pesar del calor allí encerrado.
- ¡No podemos moverlo, está desmayado! - gritaron ellos -. ¡Ayuda por
favor!
Lo tomaron de pies y manos y lo colocaron sobre el sofá.
- ¡Dios mío, se muere...! - sollozaba Gradia-. Lloraba por él y culpase de lo
ocurrido. Tenemos que llevarlo a un hospital – agrega.
Deprisa y agitado, Sandalio se cambió de ropas. Era el único hombre y
quien además conducía el viejo todoterreno; tenía la sensatez necesaria como
para llevar a buen recaudo a su desmayado yerno. Todo lo hacía por el amor a
su hija y porque quizá no sabía del carácter de Sofranio; además ésta era su
casa y él su huésped. Les dijo: "arreglen el cuarto, saquen todo lo quemado y
después veremos qué vamos a hacer"; pero ellas sumidas en llanto poco o nada
escucharon. Estaban agitadas, el cabello revuelto, los vestidos tiznados.
- Lléveselo, lléveselo ya - gritaba Gradia llena de angustia. Séfora le
abraza y la retira hacia la alcoba- ¡Oh, Grady!, tranquila, nadie tiene la culpa –
seguía aconsejándola -. Él se salvará...
- ¡Vamos, tenemos que arreglar este desorden! - le dijo muy quedo -;
empezamos por el segundo piso. Recojamos todo y lo tiramos al patio.
-¿Y los muebles? - inquirió Gradia-. Eso no, luego revisaremos su estado.
- Está bien, está bien.
Cuando terminaron la selección de cosas quemadas, y seguras de que no
quedaba rastro de cosas a medio prender, las amontonaron en el patio de la
casa. Una tensa calma regresó a la residencia.

II
Madras

Enclavado muy cerca de las cruces, hacia el nordeste de Sady. En la


circunvalar que rodea el barrio, donde Sandalio tenía una casa de alquiler,
estaba Madras. Allí el sol de la tarde bajaba rojizo por entre la colina, dándole
un aspecto cobrizo a techos y vegetación. Diez o quince minutos, desde la casa
de sus padres, eran suficientes para arribar a la morada permanente de
aquellos.
La circunvalar unía la avenida Palo alto y la calle de la Escopetera, no
conducía, precisamente, a un sitio determinado de la localidad. Era una vía
rápida que descongestionaba el centro de Sady. Esa era la vida que circundaba
a Madras. Allí y desde fines de junio ocuparon el inmueble.
Mas, la vía no siempre había rodeado el barrio, tampoco el barrio con sus
calles y casas estaban erigidas como ahora. Eran potreros y malezas con
ranchos aislados y unidas por trochas; muy conocidas por las gentes como
"ciudad perdida", desde hace poco menos de sesenta años. El progreso había
sido lento. Aunque era zona de humedales, el ensanche de la ciudad y su
necesidad creciente de vivienda: hicieron desaparecer el hábitat de la fauna y
la flora nativas. El asentamiento de familias, sus casas, sus hijos: hicieron del
lugar un paisaje de sólo recordación, plasmada en retratos y pinturas. Hasta su
nombre cambió. Y casi ya nadie lo recordaba. En ciernes los terrenos fueron
tapizados con tierra y piedra para darle firmeza, y luego construyeron
improvisadas casas de tapia y techumbre de caña y teja o lata de zinc. Más
tarde, y con el paso de calles y avenidas, las casas fueron vendidas a gentes de
mayores ingresos; quienes edificaron conjuntos cerrados de apartamentos y
casas de moderno estilo y fina construcción. Los viejos residentes se habían
desplazado a zonas más apartadas: marginales y de ladera.
Desde las cruces, un cerro no tan alto, se podía divisar el extenso barrio - si
así podía denominarse -. Sus cerca de trescientas familias le daban más aire de
pequeña ciudad. El cruce, de la avenida circunvalar con la recta calle, da la
sensación de estar medido con transportador. El lago, otrora azulado y limpio,
yace ahora verdoso y lleno de buchón. Curiosamente a su alrededor el
asentamiento era más pobre. Allí los servicios tenían diferencia de instalación
y diseño, lo que hacía presumir el abandono de su entorno. Los Lenguado
habían construido más cerca de la avenida, donde los servicios eran mejores:
agua, luz y teléfono, funcionaban de manera aceptable. Tiendas, al por menor,
fuentes de soda y pequeños mercados dan al lugar vida de comercio. Esa es
Madras, donde ellos formarían su hogar. Inician vida en pareja.
Gradia Lenguado, con sus dieciséis años cumplidos, despertó plena de
entusiasmo. El sol penetra tenue por entre la persiana de diminutas hojas. El
suave calor le hace estirar pies y manos con un bostezo, que bien podía ser de
apetito matutino. La alcoba se fue iluminando; y aunque ella poco sufría de
sed pues casi no sentía necesidad, se vio obligada a beber de aquel preciado
líquido antes de desayunar. Se levantó y fue al cuarto de baño del segundo
piso. Le era más fácil y seguro ducharse a puerta abierta; además el calentador
de agua estaba allí precisamente. Sus padres lo ubicaron en ese sitio por
comodidad.
Gradia era una joven sin complicación, que jamás se preocupó por
fruslerías. Todo para ella es color de rosa: sentimientos de esperanza le
auguran un futuro promisorio. Cuando terminó su baño de costumbre, bajó al
primer piso en busca de la cocina. Prepara el desayuno. Mientras llama a
Séfora para contarle lo de sus mareos. Ella no dio mayor importancia; quizá
porque estaban recién casados. Séfora, no obstante, le recomendó ir al médico,
camino al hospital en donde aún yace Sofranio. Se repone de la caída.
Entonces ella procedió en consecuencia y salió de la casa.
Gradia tenía sus temores. En su casa nadie, a menos que no lo supiera,
sufría de diabetes; ¿entonces...? Por su mente cruzaron pasadas y confusas
escenas románticas con Sofranio. En fin, ella pensó que era alguna indigestión
o algo por el estilo. Total, ya estaba casada, poco importaba lo demás, y
aunque sus padres eran muy estrictos sólo pondrían mala cara y dirían como
siempre: “de dos males el menor”. Las apariencias se habían colmado. Ello no
requería de más regaños, así que fue donde el doctor Patricio. Luego de un
minucioso examen, le entregó un papel doblado y le recomendó volver dentro
de un mes. Después de un rato, y como no pasaba transporte, regresó a casa.
Debía llevarle algo de comer y ropas limpias a Sofranio. Cuando leyó el papel
rompió en llanto. Unas lágrimas diluidas entre la alegría y el temor que
producen: la responsabilidad y la reacción ajena. Enseguida salió rauda hacia
el hospital para contárselo a su esposo. Era el apoyo en esos precisos
momentos.
Era muy temprano para visitas; pero, como él estaba en pabellones de
pensionados, tenía ciertos privilegios. ¡Por algo se paga más! Ella no había
asistido a un centro hospitalario desde que su papá sufrió una afección
gastrointestinal; y era consciente de que allí no había mucho qué hacer, fuera
de levantarse, observar, por las pequeñas ventanas, calles y avenidas, acostarse
y pensar. Sin las visitas el tiempo transcurría nostálgico. La compañía de seres
queridos significaba mucho más de lo que él manifestaba públicamente.
Cuando llegó, él ya estaba bañado. Y aunque, dentro, el aire es fresco olor
a medicamento, invade cada uno de los cuartos; afuera el día resplandece por
un sol canicular y penetra por las pequeñas celosías. El viento caliente resopla
y produce cierto sofoco al interior del recinto: obliga a prender ventiladores y
aires acondicionados. El joven obrero, como todo recién casado, no podía
ocultar la alegría de verla rozagante; podía ver en ella la satisfacción
correspondida, como también la fragilidad de niña consentida. Quedó sentado,
quieto, con la mirada puesta en ella. Sólo extendió sus fuertes brazos. Aun
cuando la presencia de ella siempre le alegraba, Sofranio, instintivamente,
sintió cierto temor. La tempranera visita le incomodaba un poco; pero ya nada
podía hacer: sólo esperar.
Encuentro terrible aquel; y comenzó cuando ella le enseñó ese papel, que
había guardado celosamente entre su corpiño. Sólo bastó un “Positivo”,
antecedido por la palabra “gravidez”, para enfurecerse hasta arrojarla contra la
pared. No se había levantado, aún, cuando con improperios le ordenó salir del
recinto. Aunque confundida, no recordó que no hacía mucho tiempo desde el
anterior maltrato físico; mas nunca pensó que volviera a ocurrir. Esa relación
pronta saldría a la luz pública, pues era algo difícil de ocultar, a través del
tiempo. Golpes y magulladuras dejarían cicatrices en su cuerpo y profundo
dolor en el alma. Silenciosa, solloza, baja lerda en busca de la salida. La
alegría se le ahogó por la incomprensión de Sofranio. Su ser amado. ¿Será
posible que un amor aberrante oculte los atropellos, de aquellos quienes dicen
querernos?
El dolor que sentía era más una sensación normal que física, - piensa ella -.
No oía el ruido de los motores, ni pitos, ni el bullicio: estaba sumida en sus
pensamientos. Si no fuera por el sorpresivo movimiento de la vida que lleva en
su vientre, ella seguiría en el marasmo que le produce ese futuro incierto.
Uno de los vecinos se le acercó. Era Licinia. Estaba tan exangüe que
estuvo a punto de desmayarse junto al limen de la puerta. La fuerte emoción la
colocaba en ese estado de indefensión. Pero Licinia había hecho todo lo
posible por llevarla hasta el interior. Descansar en el sofá y beber algo: era lo
más prudente. Siempre necesitase de ambos para reponer fuerzas perdidas.
Ella era la única hija de los Roncess que permanecía en casa; cocinaba para
todos.
Para Gradia la situación se le estaba complicando, pues todo su futuro, sus
sueños estaban puestos en Sofranio. Sentía como si todo se le estuviese
derrumbando. Era una responsabilidad muy grande que la asustaba. Temía, por
su matrimonio, que una separación la dejara al garete con aquel bebé quien se
encontraba en pleno ciclo biológico - final de la octava semana -. ¡Por favor,
señora, cuídese! - le dice Licinia antes de dejarla -. Alejase cojeando.
Estaba abrumada, realmente. Pensamientos confusos le atropellan hasta
hacerla horrorizar. Tenía referencias sobre amoríos que, como el humo, crecían
y luego se esparcían, sumiendo a los protagonistas en angustia perenne. Sus
padres, aunque en ciernes la apoyaban, ahora le dejan que cumpla con su
destino; al fin de cuentas fue ella quien tomó la decisión libre y espontánea.
Total, ellos hicieron lo propio, otrora.
A pesar de todo, Sofranio, durante el noviazgo, era cariñoso y le había
colmado de gran comprensión. Aunque, de vez en cuando, se embriagaba; la
trataba bien. Todos los años pasaba la Navidad con su familia y siempre
conservó buenos modales. Cada vez se embriagaban con las mieses del calor
de hogar; así, en parte, él fingiera afecto y comprensión. No tenían ni idea de
que él la golpeaba cada vez que algo no le gustaba. Y claro casi nunca le
parecía lo de ella. Cuando la golpeaba, ella trataba, y de suyo lo conseguía, de
ocultarlo. Y así lo amaba, continuaba fiel a la promesa de estar con él hasta la
muerte. Era un lenitivo que la llevaba a la indefensión misma. Era como estar
prisionera y al mismo tiempo libre. Masoquista o no le era inherente a la
relación misma.
El conflicto, si así puede llamarse, era su gran secreto; pues si su padre se
enterara iba a tener serios problemas: la separaría de Sofranio. Ni a su propia
madre se lo había dicho. Y aunque le mortificaba, porque nunca vio eso en sus
padres, prefería callar y hacer un esfuerzo por comprender al "pobre Sofranio"
- como siempre le decía -. Ella era muy sensible y quizá este sentimiento la
indujo a la compasión antes que a la estimación. ¿Qué haría sola, día tras día,
si Sofranio me dejara? – se preguntaba.
Gradia, intranquila, prefirió hablar con él. Cosa que no se le había ocurrido
hasta ahora: se daba cuenta de la magnitud del asunto. Se veía deambular sola
con sus remordimientos a cuestas y con un hijo desorientado, arrastrado,
quizá, por el bajo mundo de las drogas y el placer libidinoso. Pero también se
daba cuenta de que era importante aclarar las cosas, pues si no lo hacía su sino
sería desastroso. La situación había estado controlada por el silencio; pero
Sofranio cada vez usaba más la fuerza, hasta rayar en lo irracional.
Debilitada por los hechos, y por su estado mismo, se sentía sin fuerzas;
incapaz de ejercer, con reciedumbre, el derecho conferido por la naturaleza de:
ser humano y racional. Después de acariciar su abdomen y sentir aquellos
tenues movimientos que, sincronizados con su palpar, forman pequeños
abultamientos; testigos de la motricidad del feto, tomó nuevas fuerzas. Fue a la
cocina para refrescar la garganta y mitigar el mareo que le produce el sopor.
Distingo el latido del corazón de ella, que se acelera cuando, él, sin
ninguna consideración, le dice: “debe abortar, ese niño nos traerá más
problemas...”. Atónita - puedo sentir sus sollozos -, estaba, descorazonada,
sentía que todo confabulaba para impedir el disfrute de esa felicidad de
tenerme. Al fin de cuentas era su primogénito. Todo pareció sacudirse, como
si un terremoto me hubiese obligado a girar en brutal torbellino, trato de
asirme a algo, sólo pateo en desesperado intento por parar. Él, aún ebrio, le
había dado un empellón tan fuerte que la sentí caer sobre el sofá en incómoda
posición. Respiro con dificultad.
- ¡Ay! –gritó -. ¡Desgraciado Sofranio! ¡Qué horror! - gritó de nuevo,
llevándose las manos al vientre
El calor de su mano estimula mis sentidos hasta tranquilizarme, y aunque
podálico quedé me sentía cómodo. Podía sentir su mano. Sí, era ella que me
transmitía ternura y sosiego.
- ¿Qué pasa, llorona? - preguntó despótico.
- El bebé- contestó ella -, ha cambiado de posición y me duele el abdomen.
Sofranio la tomó por el brazo, bruscamente, y le ordenó que fuera al
médico.
- Yo no soy doctor. ¡Ojalá abortara...! ¡Maldita sea...!
Gradia lamentó su suerte y rengueando va hacia la alcoba. Se arregla un
poco para salir. Estaba preocupada por aquel feto maltratado. Temía por su
salud. La espantosa experiencia le deja una amargura tal que siente de la unión
un trabajo pesado y aburrido, de sufrimiento sin fin. Sintió fastidio por todo su
entorno. Sentía derrumbarse cual castillo de naipes. Triste y solitaria va con
sus penas a cuestas.
- ¡Cuénteme señora! ¿Qué le pasa? La veo preocupada –le pregunta
Patricio (el ginecólogo), mientras le ayuda a acostarse sobre la camilla.
- ¡Ay, doctor! - el feto se movió bruscamente y tengo mucho dolor
Luego de auscultarla.
- No está en posición normal, debió ser un golpe muy fuerte - se rascó la
cabeza y agregó -: trataré de acomodarlo, de nuevo, en su sitio.
Me dejé deslizar suavemente por la presión de sus dedos, y luego de
sobrecogerme por el frío de algo que colocó sobre su vientre. Ese adminículo
era algo pesado y su temperatura traspasó el saco amniótico.
- ¿Es posible alguna complicación? - preguntó, ella, angustiada
- Por ahora no, pero debe cuidarse, señora
Se le había pasado el dolor; anonadada se viste, y se dispone a abandonar
el consultorio.
- ¡Gracias a Dios!, doctor, no pasó a mayores...
Ella salió teniéndose el estómago, y a paso lento va jadeante hacia la calle.
- ¡Hola hija! ¿Cómo está? - pregunta Séfora-. Y ¿de dónde viene? – agrega.
- ¡Ay, mamá! - echase a llorar entre sus brazos.
Como pudo la entró y la sentó en el sofá.
- ¿Dónde está papá? - pregunta entrecortada.
- ¡Ah! Él salió al centro. Iba a hacer varias diligencias - contesta, su
madre, muy quedo.
Unos segundos en silencio; las dos cogidas de las manos, tensas, no se
atreven a seguir con la conversación. Séfora, y aunque lo presentía, por no
saber exactamente lo que pasaba, y ella por temor a decir lo que venía
ocultando.
- Hablemos hija; debemos arreglar esta situación - dijo Séfora en tono
conciliador, pero firme.
La atropellada, pero descarnada, narración de: improperios y vejámenes,
convierten el dolor en odio - hacia Sofranio-; que al mezclarse con la
confusión sólo deja espacio para el desahogo reflejo en el llanto mutuo, y en
esa lástima humillante. Yo no podía ser indiferente, salto de un lado hacia el
otro en torpes movimientos faltos de sosiego. Pero esas manos delicadas, de
aquella, que sin recelo consuela a mi madre, los orienta hasta llegar a la
posición normal (cabeza abajo). Luego silencio, el reposo de ella deja al medio
acuoso, en que habito, en calma y puedo descansar.
Gradia está en casa de su madre, acostada cómodamente sobre la cama
principal, aire fresco circula por la habitación; sólo el ruido de ollas y
utensilios de cocina, de alguien quien prepara alimentos, rompe el silencio del
lugar. Los tres estamos allí.
El deseo de alimento, excítame el estómago y entonces el reflejo se
convierte en movimientos. Ella se despierta con ganas de comer. Por mucho
tiempo no había estado en reposo; lejos de gritos altisonantes y del maltrato de
aquel, que alguna vez colocó, con ternura, la semilla en el vientre de mi
madre. Ternura que ahora es sensación de vago acontecer. De repente, y sin
haber terminado de almorzar, siento el correr apresurado que mueve sin
compasión el saco vitelino y, aunque el líquido amortigua el movimiento
brusco, me impulsa hacia arriba. Ella está vomitando.
No alcanzo a recibir el alimento completo. Siento debilidad, el agite me
deja casi inmóvil.
Sandalio se encuentra, ya, allí, en la sala de la casa; sentado a manteles:
almuerzo humeante, de exquisito olor, está listo para ser ingerido. Alimento
que fortalece al cuerpo.
Los tres están allí sentados: el padre, la madre y ella (Gradia). Se miran
comer mientras Gradia bebe agua aromática. Evita devolver más alimento. Él
molesto, más por el desamparo de Gradia que por el estado mismo de su
embarazo, refunfuña entre dientes quejas contra Sofranio. Se refiere a él como
“ese hombre” cuando dice algo suyo. Desvelase uno cuidando a los hijos y
¿para qué? Para después entregarlos a un descuidado hombre, que en ciernes
fingía amor eterno y al corto tiempo deja todo al desgaire - el desdén quita
reciedumbre a sus palabras -. “Daría lo que fuese por retroceder el tiempo,
para tenerla aquí y por mucho tiempo” - agrega, con esa tristeza que bien
puede adivinarse en los ojos -. Él no sabe aún lo de Gradia. Temor o heroísmo
lo ha impedido.
- Olvídate de él - gruñó Sandalio-. Si no eres feliz, no tengo inconveniente
en recibirte. ¡Bastante falta nos haces!
Ella enmudece. Por un instante le pareció terrible vivir sin Sofranio. De
todas, maneras él era el padre de su hijo - piensa.
- Aunque haya problemas - dijo muy quedo -, debo estar a su lado. Es mi
esposo. Yo soy su mujer. ¿Qué pensaría la gente si lo dejo abandonado?
- A mí me tiene sin cuidado. Total, de ellos no vivimos - asevera Séfora-
Antes que maltrato, te queremos, aquí, con nosotros. Ante todo, tú eres
primero nuestra hija. Es lo que importa
La temperatura ha bajado, dieciséis grados, presagia aguacero; demasiado
temprano para ella. A menos que saliera, ya, para su casa, evitaría la humedad
del medio ambiente. Enfermaría de catarro y en su estado sería terrible. En fin,
a cualquiera podía sucederle y no era para echarse a morir - dice Sandalio-. Si
tuviera el carro, la llevaría; pero está en el taller – añora.
- Él no te ha llamado. ¿Verdad? - dice iracundo -. ¡Ya no lo hará!
- Está en su trabajo, no le queda tiempo para llamar - interpela en voz baja,
Séfora.
- Quisiera estar seguro de ello - agrega escéptico Sandalio, quien presiente
que algo no andaba bien. “La preocupación es la fuerza que mueve el interés"
- le recuerda.
Ella incorporase, lentamente, y antes de marcharse dice:
- Los llamaré, tan pronto llegue a casa.
La joven madre confesó que él no había llamado, aunque algo se
preocupaba. Sonrojase un poco.
- ¡Si ve...! Sospecho que él ha perdido el interés de antes, ahora se ha
vuelto crapuloso - asegura Sandalio.
Gradia siente deseos de decirlo todo a Sandalio. “Tienes mucha
experiencia. ‘Parece como si lo adivinaras todo’. Me haces sentir tan
avergonzada”- dice ella -; pero prefiere callar, así lo acordó con su madre. Un
secreto que encierra fatales misterios y distorsiona la verdad. Él era irascible y
podía ocasionar una tragedia con sus cuitas; ella lo sabía muy bien. Sandalio
siempre ha sido trabajador incansable, mas el dinero le ha sido esquivo; sólo
para vivir con cierta comodidad. En lo que sí tuvo suerte fue con ellas: Séfora
- su esposa- y Gradia - hija dócil y considerada con él.
Si no se hubiera casado tan joven, o si, por lo menos, hubiera esperado
unos años más, llevaría una vida más sosegada, quizá no padeciera una
maternidad precoz y una humillación denigrante. Séfora sabía que su esposo
era alcohólico y estaba segura de que jamás lograría convivir con él, así
quisiera ayudarlo. Gradia no encajaba en su forma de vida. Séfora confiaba en
ella; pero sería ella quien tomaría, en últimas, la decisión más conveniente.
“Es el juego de la vida” – decía -. Sabía del dolor que su hija padecía; mas era
tan paciente, tan buena, que desesperaba. Una angustia que, aunque ajena la
sentía propia. No es la suerte que quiso para su única hija. No sólo debía
atender todo lo de la casa, sino recibir maltrato y esperar un hijo en adversas
circunstancias. Debería estar estudiando de manera sosegada y libre de
penurias – piensa -. Otra cosa sería si viviera con ellos, bajo su égida; pero
demasiado lejos queda su morada como para estar, aunque fuese de vez en
cuando, con ella. Además, Sofranio prefería la soledad, le parecía ridículo el
vínculo estrecho con su familia.
- Me cogió la tarde - dice Sandalio-. Debo irme ya. Si decide vivir con
nosotros, avísenos - dice, antes de darle un beso en la frente.
- Claro que sí, papá. Cuando llegue a casa lo pensaré, y, de pronto, le
comento a Sofranio. Puede que entre en razón. ¡Es tan terco que...!
- No se aguante, que todo problema tiene solución. ¡Adiós! - se despide
Sandalio.
No era presión, ni una solicitud para que viviera con ellos. Sólo un voto de
confianza, un apoyo físico y moral. Ese adiós era más bien un hasta luego. Si
alguna sospecha tenía se la llevó camino al trabajo. Ellas lo vieron marcharse,
algo preocupado por Gradia. Se quedaron inmóviles, unidas por los
acontecimientos.
Gradia abrazó a su mamá y se despidió presurosa.
Quizá no quiere irse, pero debía hacerlo. Aguantar un poco más. Era su
esposo, el padre de su hijo. Era su compromiso.

III
Advenimiento y algo más...

Gradia, ya en su casa, sentada en su lecho, acaricia el estómago


suavemente: verifica la vida que lleva en el vientre. Él se mueve juguetón, va
de un lado a otro hacia el sitio donde ella palpa; y aunque por su mente
cruzaron confusos pensamientos, el cuerpo está en reposo. Ánimo de pasajera
contemplación, rota por la presencia de su esposo. Sofranio.
Él la observa sin decir palabra. Sus ojos saltones enrojecidos le aterran, no
había en ellos asomo alguno de ternura, como antes cuando lo conoció. Largos
segundos de torva mirada le recorren dejándola desnuda, indefensa. Y aunque
no hay palabras, por sus gestos puede adivinarse el rechazo de aquel; no se
sabe si hacia ella o hacia esa pequeña vida inocente que lleva en su vientre.
Gradia deseaba salir corriendo, llamar a Séfora - su madre -; pero él, parado en
el umbral, con el ceño fruncido le deja inmóvil. Quería volverse humo y
desaparecer para nunca más volverlo a ver; pero la agonía de ese inverosímil
soliloquio la lleva casi al deliquio.
- ¿Qué te pasa Sofranio? ¿Por qué me miras así?
Él continuaba, allí, parado.
- Sofranio, debo salir al médico.
Pero esa mirada, de profundo odio, le seguía a cada paso, en cada
movimiento.
- Por favor, no me atormentes más. Debo... - acariciase el estómago y
cabizbaja aproximase a Sofranio.
Para salir debía obtener permiso de él. Debía, Sofranio, quitarse del umbral
de la puerta; mas temía que la golpease, así no lo asistiera la razón. Tal vez ni
tendría fuerzas para empujarlo, pues ella siempre fue una niña enclenque a
quien la rudeza jamás le había tocado. Recordó, por unos instantes, las cosas
buenas que había hecho a su lado, olvidó su artería, pensó en lo felices que
hubiesen sido sino fuese por los vicios de Sofranio: alcohol y drogas. Pensó
también, en su hijo “ad portas” de nacer; pero con incierto futuro en su sino.
- Sofranio, tengo que ir. No puedo perder al niño. Nunca me perdonaría si
no lo salvara. ¡Por favor! - suplica, con lágrimas en los ojos.
Conmovido - algo poco usual, desde que ella quedó embarazada -, vaciló
un poco se hizo a un lado. Ella entendió que él la autorizaba y corriendo sale
como una asustada ave liberada de su jaula. Al cruzar él la empujó y entrase
riendo; la risa seca retumba por toda la casa. Vocifera palabras entrecortadas,
que forman frases fracturadas, de tosco contenido. Una vez en la sala telefoneó
y, cuando quiso articular frases coherentes, sólo atina a decir: “vengan...
reventó la fuente... Necesito un doctor...”. Torpemente dejase caer en el sofá
con las piernas separadas; abraza con fuerza el estómago y cierra los ojos con
fuerza en su afán de resistir. Había estado tan tensa que las fuerzas le
abandonaron. Estaba sola sin más apoyo que el hijo en su vientre.
- ¡Ay! - exclama Gradia, quien casi no puede pararse -. ¡Oh, gracias al
cielo! Necesito atención urgente. ¡Pobre criatura, está desesperada, no
encuentra sosiego! - agrega melancólica.
- Lo siento hija - dijo la voz suave de su madre -, vamos al hospital.
- ¿Y el médico? - refiriéndose a Patricio.
- ¡Tranquila! Él nos está esperando. Ya le avisé. Vas a estar bien - le
asegura Séfora.
Y mi papá...
- Él salió en el vehículo hacia donde el ginecólogo; lo llevará al hospital.
Lo lamento, hija, es por su trabajo que no acudió a nosotras. El médico estaba
retirado del sanatorio. Atendía varios partos. Ahora debe estar con tu padre
Tomaron un vehículo, público, expreso hacia el hospital.
- No sé. Yo no entiendo de esto. Creo que se mueve demasiado.
- Tranquila, hija. Para ayudarse tiene que relajarse un poco, pensar en que
todo va a salir bien. Nosotros haremos todo lo posible porque así sea; así las
dificultades. En todas partes del mundo y este mismo instante miles de
mujeres están a punto de dar a luz. Miles, porque muchas otras ya lo hicieron.
Ya casi llegamos. El tráfico está pesado, las largas filas nos van a retrasar un
poco. Es difícil adelantar por el carril izquierdo para llegar al hospital. Será
mucho mejor tener paciencia. Estamos muy cerca.
- Pero tengo dolores fuertes - balbucea Gradia-, deberíamos caminar. Sólo
son dos cuadras. Estoy muy mojada. No hay manera de salir del tráfico
pesado.
- Ten calma, hija. Haré que traigan una camilla hasta acá, ten fe y espera
un poco más.
Así fue. Ella salió a paso largo. Gradia quedase debatiéndose en medio de
gemidos. Sóbase el vientre.
El movimiento lento, pero continuo, del automóvil la acercó hasta el
acceso a la puerta del hospital. Con la rapidez que obliga la circunstancia; el
conductor sale y la auxilia. La lleva apoyada sobre sus hombros y la acuesta
en una camilla. Luego de despedirse fue conducida "ipso facto" hacia la sala
de partos. Séfora no apareció a tiempo. Pero más tarde, y luego de preguntar
aquí y allá, estaba en la sala de espera.
Allí está; sola pero acompañada. Sí, un contrasentido que sólo se explica
esa condición real dada por el desamparo de su ser amado; pero aliviada por su
médico -Patricio- y algunas enfermeras. Dolor en el alma, alivio en el cuerpo.
Preparada para el nacimiento, pero no dilataba lo suficiente; el parto
dificultase a pesar de todo...
Su cuerpo flaquea, sumida en un ligero letargo, mareada y confundida, el
pulso agitado a reventar hace brincar la piel de la muñeca y de las sienes;
escucha la voz de un párvulo que va y viene en un eco de espeluznante
resonancia. Como un espejismo el niño está frente a ella.
“No quiero salir de tu vientre, y aunque has tenido fugaces momentos de
alegría; bien por el sosiego de la soledad, bien por la contemplación del
paisaje, bien por aquellos serenas y armoniosas melodías, que tanto me
agradan, o bien por las caricias de tu tierna mano sobre mi endeble cuerpo; no
deseo verme frente a aquel quien todo lo agradable lo ha hecho fugaz y lo
desagradable perenne. Ése que ha hecho su alegría en las entrañas de la
maldad misma. Sí, es sólo por él. Como quisiera solazarme con todas aquellas
cosas buenas que de ti he percibido. Pero... Si nazco no será por propia
voluntad, aunque quisiera m ...”
En medio del desvarío, pronuncia frases de incoherente formación; mas
puede adivinarse una súplica a alguien que sólo ella ve metido, quizá, en su
imaginación. El llanto de un bebé la saca del deliquio. Había nacido por
cesárea. “Señora, ha tenido un lindo niño” - fue lo último que escuchó antes de
un nuevo desmayo.
Allí acostada ya en su cama, al lado su madre, sintió profundo sentimiento
de ternura hacia él. ¡Que ese pequeño cuerpo, era su hijo! Tenía que tocarlo y
abrazarlo, aunque fuese con sumo cuidado. Le acarició la cabeza de ralos
cabellos, tomó su cara y la condujo suave hacia su pecho. Sintió, en esa
sensación, la grandeza de su naturaleza: la maternidad.
Ya llegó su papá – le dijo Séfora-. Pronto ingresará aquí.
Se sentó, recostada sobre la almohada. Estaba aún confundida. el estómago
le ardía y el dolor era inminente. No sabía si la operación la dejaría apta para
atender al pequeño. Sentía calor y el sudor aparece en gotas sobre la frente y la
nariz.
De pronto se acordó de Sofranio. Quedó pensativa, angustiada, pasándose
un trapo por la cara. Recuerda a aquel joven garboso, lleno de entusiasmo y
que vivía sólo para ella. Dedicado a su trabajo y cada vez más la colmaba con
detalles agradables. No había hablado con él desde el día anterior, pero en ese
instante le pareció que era mucho tiempo. Ya debería estar a su lado – piensa.
Instintivamente le dice a su madre que busque el número de la fábrica y lo
llame. No podía creer que él no estuviese allí, con ella y su hijo. ¿Dónde se
había metido? ¿De qué sirve tener esposo si en momentos de apremio no está
presente? Más que un pensamiento, es un presentimiento de que algo nefasto
le hubiera ocurrido. Sus padres le decían que cuando uno anda por malos
caminos, algo le pasa; pues nada bueno puede sacarse de deambular, beodo,
por sitios peligrosos. ¡Ése es el destino! - agregan con desdén.
Tocaron a la puerta. Gradia se puso alerta, porque quería ver a su esposo
cuando ella se abriera. Las imágenes agolpasen en su cabeza; un temor jamás
sentido la tiene trémula. En ese momento suena el teléfono, le pareció que no
era él y más bien era la voz de su padre, quien presurosa toma entre los fuertes
brazos a la pequeña criatura, aún soñolienta. Séfora conversa con él; una señal
que confirmaba que él no vendría, sólo una simple comunicación con ella.
Volvió a sonar el teléfono. Era, al fin y al cabo, una llamada protocolaria
de algún familiar. Sintió nostalgia seguida de pena por su pequeño hijo. Ahora
implora ayuda al cielo y desea perdón a sus culpas. Séfora salió de la
habitación y allí, en el pasillo, recostado contra la losa fría, cabizbajo, está él.
Desgarbado, con el cabello revuelto, un rostro de varios días sin afeitar; sus
ojos enrojecidos hacen adivinar el trasnocho; el temblor al caminar, la
debilidad; y el tufo al hablar, el reciente estado de embriaguez. Volvió hacia
ella y preguntó:
- ¿Ahí es la habitación de Gradia?
Entonces pudo comprobar que era, ni más ni menos, Sofranio. Le abrió la
puerta, sin pronunciar palabra. Cuando le pasó el asombro, articuló en tono
bajo, y a las espaldas de Sandalio:
- Está beodo, ¡No lo puedo creer...! ¡Tengamos mucho cuidado!
- Vengan, no se alejen – les suplicó, entre alegría y susto.
Temerosos, pero en estado de alerta, se hicieron a un lado; mientras
Sofranio acercase al bebé.
- ¡Hola! - saluda con lengua pesada -. Este es mi hijo. Yo siempre pensé
que era lindo. Ilustre heredero de su padre - agrega con mueca de satisfacción
- ¡Adiós!
- Espere – le ordenó Gradia-. No podía creer que en esos momentos fuera
indiferente con ella. Necesito que esté a mi lado, pues debo conseguir drogas y
pañales y mi papá sale para el trabajo. Séfora está contestando al teléfono
- ¿Me vio cara de mensajero? - dijo con rudeza, Sofranio-. Ya me voy, lejos
de aquí. ¡Suerte! - agrega en tono irónico.
- ¡Por Favor! Quédese un poco más - suplica Gradia-. Es tu hijo, no puedes
dejarlo así. ¿Quiere cargarlo, aunque sea por unos minutos?
- No, es muy frágil, y puedo dejarlo caer. Ya lo vi. No puedo quedarme
más; necesito dormir un poco.
Gradia agachó la cabeza y no pudo contener el llanto. No pensó que fuese
mal padre. Parecía más bien cansado y abrumado, estaba maltrecho y
abandonado; pero en el fondo tenía cierto pudor. Algo de él le atraía, así la
fatalidad. No era lógica esa actitud, así no lo deseara, pues ante tan hermosa
vida de la criatura de sus propias entrañas, el sentimiento es más fuerte que la
inclinación misma.
Sofranio caminó hacia la puerta, con la mirada puesta en el piso. Quería
salir rápido de allí y sentarse a libar, o irse a vagabundear; no podía resistir la
presencia de Séfora y de Sandalio. Odiaba sus recriminaciones, él no quería
regaños. Era mayor de edad. Si pudiera les había dado una tunda a los dos, sin
el más mínimo recato.
- No te vayas - suplícale, en un último intento por retenerlo-. Quiero estar
siempre contigo -a pesar de tener la sensación de humillación.
Sofranio no respondió; siguió hacia la puerta. La cierra tras de él. No
entendía la súplica, pues creía que el amor no era sinónimo de pérdida de la
dignidad. Para él esa conducta le resta importancia a lo trascendente. No
dejaría imponerse, de sus suegros, tales normas; así su vida fuera un desastre.
Atrapado en los hilos del destino busca refugio en su mundo pernicioso. Creyó
prudente disipar el enfado y librarse del mal humor cuando el reencuentro con
ella tuviese lugar en casa. Esa joven asustada y melodramática que vio en el
hospital no encaja dentro de su forma de ser actual.
Gradia aún conserva, pero sin resentimiento, el disgusto en el hospital; lo
toma como algo pasajero que al final la comprensión daría espacio para
retener a Sofranio. Tenía un hijo de él, y ello los uniría para siempre – piensa
-. De pronto le vio en el ante jardín. Era él, cansado como lo había visto en
muchas otras ocasiones. De inmediato incorporase y en medio de la
incertidumbre salió a su encuentro. Todo fue tan rápido que pronto estuvo
frente a él, a sólo un metro de distancia.
- Retírate - dijo de pronto -. Déjate de zalamerías, estoy cansado, voy a
acostarme.
Ni la abrazó, le soltó las manos y se hizo a un lado.
- ¡Por favor!, no lo hagas – le suplicó Gradia.
Ella apartase, como movida por un resorte. La casa silente, sólo, y de vez
en cuando, el llanto chillón del bebé rompe con esa tensa calma. Ella bien
pudo reprocharle, pero prefirió esperar a que él descansara un poco. Una
disputa podría provocar una inmediata separación y la intervención directa de
sus padres. Debía arreglar sus asuntos en privado. Seguía con la seguridad, de
un arreglo pronto y conveniente, de su cambio de actitud. Aunque así deséalo,
él termina gritando improperios contra ella y el bebé. Con profundo dolor y
sintiéndose sola en el mundo, confundida se encierra en la habitación. Parecía
no cansarle el padecimiento. Este problema llena toda su atención, impídele
ver esa realidad que tiene entre sus brazos. Era evidente que el hijo era fruto
del amor profesado, que la unión debía mantenerse en aras del amor y por qué
no del recato ante la sociedad. Ello va con su modo de pensar. Le parecía que
todo se estaba derrumbando, como si él hubiera olvidado todas las promesas y
deferencias para con ella. Estaban perdidos en la fantasía...
Cada vez el convencimiento es mayor y sus deducciones, aunque
acertadas, ignoradas. Así lo entendía. Una ligera percepción le indujo, de
alguna forma, a pensar en sus padres y en la aprobación de una separación
entre ella y Sofranio; y empezó a sentir cierto rechazo hacia él y un regocijo
de hogar bajo la égida de ellos. Era sin duda su ambivalencia. Una duda que
cierne hacia el futuro esa vacua esperanza que ata y coarta lo más sensible del
ser: la libertad. Huir o quedarse era el dilema, pues las motivaciones, de uno y
otro, eran opuestas. Sentimientos de ternura y de consideración tornase en
deseos de venganza, odios y resentimientos. Y es que ellos escondieron el
sentir durante las relaciones primas; y ahora salen incendiarias en sus mentes y
corazones.
Algo sí estaba sucediendo, en su mente procesa, y con rapidez, indicios
concluyentes. Los hechos son tan contundentes que pensó, por unos segundos,
que él lo sabía. Salió rápido de la habitación. Avanzó por las escaleras,
temerosa de su esposo, aunque decidida a enfrentársele de una vez por todas.
Ella empuja, suavemente, la puerta; la cierra tras de sí, y Gradia acercase
lentamente hasta sentarse a su lado. No sabía qué decirle, cómo debía
empezar. Le tomó la mano y dijo: “aquí traigo a nuestro hijo, voy por una
cobija”.
Dos hechos sucedieron, cuando ella traspasó el umbral, Sofranio balbuceó:
- Esta mujer no entiende. Su amor es enfermizo. Me trae a alguien a quien
nunca deseé. Ahora ¿cómo haré para hacerle entender? Estoy cansado...
¡Quizá es un pretexto hacia la razonable reivindicación!
El bebé, al verle el rostro, llora persistentemente. Él mírale con un odio de
muerte. Tapase los oídos con las almohadas.
- ¡Qué pasa! - dijo, ella, angustiada
- Nada - gritó Sofranio-. Ese niño llora por todo, no me quiere. ¡Retíralo,
no lo quiero a mi lado!
Gradia enrolló la cobija y la puso bajo su brazo.
- Ya me lo llevo - dijo ella, deseosa de salir corriendo de allí- Ahí lo dejo
solo.
-¡Gracias a Dios!, necesito reposo absoluto - replicó Sofranio.
- Está bien - contestó Gradia, y salió rauda.
Él murmuró algo ya inaudible por ella, quien cerró abruptamente la puerta.
Ellos no se explican cómo soportaban, aún, esa situación. Tenían tan sólo
dieciséis meses de casados y los problemas tornasen, cada vez, más álgidos.
La nostalgia y la amargura les impiden ver con claridad. La conciencia
apresúralos a una esperanza incierta. Esa pesadilla diaria los lleva a una
búsqueda de lo deseable, mas no a una realidad razonable. Siempre evitando la
confrontación, corriéndole a la realidad, aparentando su estado; un estado que
no es más que su propia depresión.
Gradia recoge algunas cosas y toma al pequeño en sus brazos. En ese
momento apareció Sofranio por las escaleras. “Está furioso” – pensó -. Mas
Gradia no reparó en sus intenciones. Sólo sentía una peligrosa actuación que
debía evitar, una discusión más que terminaría en maltrato verbal y físico para
contar a sus padres, y de pronto a las autoridades; y un motivo para marcharse
tan pronto como alcanzara la salida. No quería estar en su compañía y menos
con su pequeño en los brazos. Sofranio era la justificación de sus temores.
“Permaneceremos unidos por siempre”- resuena en su mente, en voz de
Sofranio-. Ella quería ir directamente a casa de Séfora. Allí estaría más segura,
obtendría el afecto manifiesto, así la amargura de la indiferencia. Sentirse
responsable la libera, alcanza el beneficio del disfrute.
Quizá Sofranio tenía la mejor de las intenciones, pero su forma de actuar lo
convirtió en un desalmado compañero y en un paria. Les faltó hacer muchas
cosas, entre otras: dialogar, así la reivindicación fuese un pretexto. Sofranio,
aunque en parte se sintiera culpable, estaba seguro de que su familia le
rechazaría como sanción a su borrascoso sino. “Si no hubiese nacido ese hijo,
no sentiría aquel sacrificio sin porvenir” - piensa.
Apoyado en la baranda baja los escalones, y una vez frente a ella dijo:
- Gradia. ¿Para dónde vas?
- ¿Y?... es que le interesa aún mi destino... - airada y confusa respóndele -.
He estado tratando de hablarle, pero... Aclararlo todo, mas... sólo recibo la
indiferencia de una relación perecedera. Voy a casa de mis padres, por unos
días y luego buscaremos una salida digna a este asunto.
- Pero si yo... En fin... Jamás creí... No soy bueno para dar explicaciones.
¡Quédate!, sólo cuando esté listo para dejarte partir lo harás - dice amenazante.
La reacción contradictoria y sin justificación deja perpleja a Gradia, quien
dejase caer sobre el sillón; no tenía elección y por ello la amargura. No ha
terminado de acomodar al bebé en su cuna, cuando él la toma bruscamente y
la posee en un acceso carnal desenfrenado; resultado, quizá, del largo período
de abstinencia. Trémula va hacia el teléfono.
- No lo hagas... – le dice con tono de súplica.
- Déjame llamar, no más... - balbucea, ella, exhausta.
- Hazlo si quieres, pero no te dejo salir de aquí - dice, enojado.
Ella insiste, pero nadie le responde. El bebé llora y desiste en su intento.
- ¡Cállalo!, o lo hago yo... - sube jadeante las gradas, va rumbo a su
habitación.
Gradia, obediente con la orden, toma al bebé y se encierra. Se quedan
dormidos.
Inconsciente de si estaba dormida o solamente soñolienta, ve a su hijo
salirse de la cuna y correr por el espacio, como unos elfos, saltarín y juguetón.
Ella tras él, procura cogerlo; siéntese responsable por su hijo. Luego de un
largo trasegar llegan a un recinto, donde una sombra yace tendida sobre su
lecho. La penumbra impedía identificar esa sombra, se presumía viva por sus
movimientos esporádicos. De súbito, Krial, entra en la penumbra y ella, con
miedo debilitador, retrocede y echa a correr sin saber a dónde. Sentía una
culpa que desnuda la inocencia y presentida en la negativa acción de
venganza. Instintivamente vio en él a un enemigo. Se detuvo a considerable
distancia.
Krial, sereno, seguro de sí mismo, está frente a Gradia; ella confusa, pero
en actitud receptiva. Acercase y acaríciala con la ternura de un niño; siente,
quizá, compasión de su madre, verla tan débil y temerosa que no puede
mostrar otro sentimiento. ¡Si hubiese sido más fuerte, en lugar de esa
inocencia culposa...! Ahora la culpa se hizo evidente como si él la hubiese
desnudado frente a ella. Uno teme por muchas cosas, las más por algo que se
debe. De súbito echa a correr hasta el cansancio, las fuerzas le abandonan y
cae; temía más por algo nefasto que a todo. Él la toma entre sus pequeños
brazos y la lleva hasta su lecho. “Cuando despiertes, tómame y sal corriendo,
no te detengas, ‘llévame a casa de Séfora’, así el horror...”- dice Krial a su
oído -. Gradia dejó escapar un grito.
Krial, en la cuna, le sonríe. Ella entendió que había sido más que un sueño.
Aquel ángel era idéntico a su pequeño hijo. Siguiendo el instinto, salió
cautelosamente de la habitación y no había terminado de sacar el cerrojo de la
puerta, que da al ante jardín, cuando él baja, lerdo y jadeante, las escaleras.
Sus miradas se encuentran en un lenguaje de percepción: angustia y terror. Él,
con las vestiduras rasgadas y el rostro con hilos rojos que adivinan una pelea
con algún tipo de felino. Pero ella salió corriendo, estropeando a su paso flores
de la más variopinta gama. Sus piernas parecían tan fuertes como para
perderse rápido por entre los arbustos en flor. Gradia temía al maltrato y era
capaz de huir tan lejos como para evitar otro encuentro. Llegó a la avenida
principal y sin mirar atrás tomó un pequeño vehículo rumbo hacia casa de
Séfora. Va con su imaginación revuelta; ideas e imágenes chocan,
abrumadoras, en su cabeza. Culpa y justificaciones la liberan en la medida en
que se rompen las reglas comunes. La situación se le había salido de las
manos. Ni siquiera el avieso Sofranio era capaz de reaccionar, estaba
despavorido a la espera de ayuda. ¿Quién les creería esa historia? Así todos los
vecinos supieran que ellos estaban allí, en su propia casa y solos.
Gradia llegó tan desorientada que hizo sentir remordimiento a Séfora.
¡Pobre mamá, es tan joven...! Parece tan sensible. Y ese hombre tan proclive
¿por qué no lo había abandonado? Séfora sentía cierta alegría, a pesar de todo,
pues esa relación tenía fin incierto. ¿Sería que su fuerza de voluntad estaría a
prueba de separación?
- ¿Qué pasó hija? – le preguntó perpleja, Séfora-. ¿Y Sofranio?; parece
como si un espanto viniera tras de ti – agrega.
- No sé, es que Sofranio... Lo vi bajar por esas escalas, así herido, con esa
mirada torva. ¡Qué horror! No quiero volverlo a ver.
- ¡Claro que no, hija! –le repuso Séfora, la fuerza de sus palabras le dan
valor -. Quería que Gradia le dejara para siempre, que le olvidara -. Todo se
arreglará, además él... Bueno, ya te ha asustado bastante, lo mismo que a
nosotros. El único pecado nuestro es haber sido indiferentes. Tú no eres
responsable y si lo fueras pagaste con angustia - agrega con valor.
- Déjame llamar a las autoridades - dijo Gradia anhelante.
Séfora la miró, quizá, desconcertada; pero entiende su deseo de aclararlo
todo o simplemente de ayudarlo.
-Sí... sí, pero recuerda no hablar más de la cuenta, podría...
Trémula, Gradia, va hacia el teléfono con tanta diligencia como el terror se
lo permitías. Séfora inclinase, asustada por el desenlace de tan engorrosa
situación, y tomó entre los brazos a su nieto Krial. Jamás hubiera pensado
ponerlo, algún día, en manos de autoridad alguna, pero todo lo ameritaba. No
tenía más salida. La congoja la tenía al borde de la locura; por su mente pasa,
una y otra vez, la imagen de un hombre abatido y exangüe; una impresión de
difícil olvido. Un día, quizá, el más tenebroso de su vida, como si todo, y en
un sólo instante, derrumbase bajo sus pies; pero al tiempo siente la sensación
del fin de una pesadilla. Quizá por encontrarse bajo la égida de sus padres.
Ellos le ayudarían a recorrer el resto del camino con su pequeño Krial – piensa
-. Realmente tuvo la certeza de la maldad de su esposo. Séfora dijo:
- Gradia necesita de nuestra ayuda, y quiere quedarse con nosotros.
Tenemos que comprarle cosas a nuestro nieto.
- ¡Claro! Ni más faltaba. Pero... ¿está dispuesta a separarse de él? -
pregunta Sandalio, en su afán de ratificarle ayuda.
- Es lo mejor para todos - contesta, Gradia, agobiada.
- Y ¿cuándo? - replicó Sandalio.
- Tan pronto como todo esté claro. Lo primero es su salud.
- ¡Caramba!... Cuando Séfora me dijo lo sucedido pensé que esa relación
no duraría mucho tiempo -Sandalio sabía el peligro que corría su hija, pero no
quiso intervenir -. Hemos estado sufriendo durante todo este tiempo. Yo
siempre quise tenerla aquí y descansar un poco. ¿Y mandaron la autoridad
hasta allá? - pregunta Sandalio, preocupado.
- Sí - interpuso Séfora con reciedumbre -. Ya deben estar allá, y ellos le
han de prestar ayuda necesaria. ¿Verdad, Gradia?
- Creo que sí - repuso ella, ambivalente -. Esperemos a ver qué pasa, para
ir hasta allá...
- Sí, es lo mejor. Pero si aún está, tendremos que trasladarlo a una clínica;
tal vez a una para enfermos mentales - dice Sandalio
- Y ¿por qué? - inquiere Gradia.
- Por lo extraño del asunto, no hay explicación lógica - agrega, más
calmado, Sandalio.
- Entonces, esperemos un poco más - dice Séfora.
- Sí - asiente Gradia.

IV
Locura y Demonios

Gradia observaba atónita, estaba paralizada de terror. La sangre helada.


Consciente de no poder arrimarle; su vida podía correr peligro, pero era
incapaz de dejarlo allí: confundido y delirante. Se sentía indigna ante la
desgracia suya. Lo único que pudo hacer fue llorar sin consuelo. En sus oídos
retumba con tortura: ¡Gradia, infeliz!, ¡sálvame de ese asesino! ...- gritos de
Sofranio, envuelto en vendas que hacen adivinar laceraciones y hematomas
protuberantes. Quizás, algunas, producidas por las personas que tuvieron la
difícil tarea de llevarlo al sanatorio.
- Krial y Gradia son cómplices... están confabulados para hacerme daño y
como yo... ¡Son malvados! Sí... ¿Dónde está Krial?
- Esto es absurdo, atenta contra la libertad razonable. ¡Está loco! - balbucea
Sandalio-. ¡Ya basta!, vámonos a casa. Olvidaremos todo cuanto sea posible -
ordena, enojado, él.
- ¿Me van a dejar solo? Si lo hacen, no les permitiré que me vean más...
Gradia sintió desmayo, no resistía verlo así... La voz de su padre fue lo
último que ella escuchó. La llevaron a una sala de reposo. Sandalio sintió una
mezcla de desprecio y compasión por él, pero sólo fue por unos instantes pues
la confusión de voces de socorro y el sangrado de la cabeza, de ella, le
revuelven los pensamientos. Pensó que iba a morir, mas era sólo un hematoma
leve por el golpe contra la pared. No obstante, sintió temor. Está tenso, los
músculos apenas si le obedecen.
Dio media vuelta y se encontró, no precisamente con Séfora, con Sirilo -
padre de Sofranio-; lerdo y demacrado va con ojos fijos hacia Sandalio. La
mirada fiera le hace retroceder. Temió que se abalanzara sobre él y su bastón
diera en su cuerpo. Comprendió que debía alejarse de allí pues el anciano no
resistiría una paliza suya. Echó a correr. ¡Está, también, loco! - gritó Sandalio
en medio del personal.
- ¡Guardia...! - gritó Sandalio-. ¡Me va a atacar, ése...! Tiene la firme
intención – agrega.
Protegido por el guarda, Sandalio se sintió bien seguro. Estuvo a punto de
ser agredido, pero todo estaba bajo control; además, él nada tenía que ver con
el padre de Sofranio. Apenas si se disponía a entrar a la enfermería cuando
escuchó aquel alboroto. En medio de la vocinglera pudo escuchar a Séfora, o
al menos eso creyó: “No reacciona, la respiración es deficiente. ¡Llévesela, por
favor!, enfermera; no es posible que la dejen morir...”
Sandalio, sobresaltado, dudó por algunos segundos en entender que era a
su hija a quien llevaban a sala de emergencia. Cuando tenemos momentos de
apremio la mente no coordina con claridad.
- ¿De quién huyes, Sandalio? El médico te está buscando - inquiere Séfora.
Era el padre de ese loco quien quiso atacarme; menos mal que el guarda de
seguridad se lo llevó a otro lado. ¡Ojalá, lo pongan a buen recaudo! “Vamos a
ver qué le pasa a nuestra hija" - tartamudea Sandalio.
Ellos no entendían cómo había pasado todo aquello, puesto que, en ciernes,
tenían la esperanza de un final feliz y aunque habían sido un poco indiferentes,
sólo obedecía a evitar intromisión alguna (se justificaban). Estaban
desconcertados.
Ella delira. “Hijo no lo hagas..., le vas a hacer daño...” -balbucea Gradia-.
Así no registre altas temperaturas en su cuerpo. De nuevo Krial estaba allí, a
cierta distancia: “Eres medrosa, Gradia”. Siguió adelante. “Sígueme mamá...
No temas”. Abrió, al fin, la puerta batiente. Entraron y se detuvieron a pocos
pasos de distancia de la cama donde yacía Sofranio. Ella sin sospechar lo que
ocurriría, en pocos segundos, aterida se hallaba. Algo nefasto habría de pasar.
Gradia retrocedió entonces hacia la puerta, está atenta a tomar las de
Villadiego, no quiere estar cerca del inminente peligro. Krial sonríe y
desaparece, como por arte de magia. Él, ojos fieros como si trataran de salirse
de sus órbitas, lanza grito lastimero. Hilos rojos salen por boca y nariz; como
si alguien le estuviera destrozando por dentro. Un “maldito Krial”, balbucea
antes de que Gradia se aleje rauda. No quería presenciar tan terrible tortura;
mas de algo sí estaba segura: Sofranio no estaba loco.
Un estridente grito, escuchase en el recinto, sobresaltó a propios y
extraños. Gradia había recobrado el conocimiento.
Séfora y Sandalio le acariciaron la cabeza y tratan de mantenerla tranquila
y segura. Para ir luego en busca de ayuda médica y, para ello, Sandalio debía
dejarlas a solas; pues debía asegurarse que podía marcharse, con ella, a casa.
Tal vez quedaría traumatizada y los pies no resistieran ni el lento caminar. Ella
había tenido una pesadilla de horribles acontecimientos. Por unos instantes
recordó los juegos de niña alegre y extrovertida; besos, abrazos y caricias se
hicieron tan presentes que dibujaron una mueca de sonrisa sobre su rostro.
Pensó también, en el sufrimiento de su corta vida marital. Sintió una especie
de remordimiento. Nunca se había puesto a pensar en los momentos de su
vida; inmerso en el trabajo lo olvidó, y ahora quería recobrar ese tiempo de
indiferencia con ella. Esa sonrisa humedece los ojos de Sandalio. Se ha
liberado.
Una vez en casa, no quiso recordar lo de Sofranio y cuando preguntó por
Krial, Laura echó a llorar; las palabras fracturadas hacen incomprensible la
razón de su tristeza. Apenas secaba sus lágrimas, volvían a aparecer a raudales
como si hubiesen abierto las compuertas de una gran represa. Trató de
calmarse, pero ni así podía pronunciar palabra. Había estado tantas horas
asustada que su mente, aún, no coordinaba las ideas. Se dirigió al baño. Echó
agua fría en la cabeza. Desplomase sobre el asiento adjunto al de Gradia y
comenzó lentamente, con lengua pesada, a decir:
“El niño estaba helado. Sin respiración el corazón no le palpitaba. Fui a
pedir ayuda, pero el teléfono no tenía tono. Traté de llamar a cualquier vecino,
pero temía dejarlo a solas. Le aseguro, señora, le dejé sano y dormido; fui a la
cocina y cuando llegué... Le moví, pero... nada. Las extremidades blancas y
flácidas me confirmaron lo peor...”.
De pronto Gradia se acordó del desmayo en el sanatorio y se paró, de
súbito, recostándose contra la pared de la sala. Era un hombre abatido, estaba
exangüe y recluido solo y a merced de unos médicos que lo creían loco; sí, por
contar una historia que raya en lo inverosímil, pero que la realidad de los
hechos oculta esa verdad a propios y a extraños. No había comentado lo de
Krial, pero la convicción, de su culpa, tenía fuerza de veraz.
Entró rápidamente en la alcoba de Krial, fue afanosamente hacia la cuna.
El temor disipase cuando sonriente encuentra a su bebé. Mas las dudas
aumentan, no podía creer la historia de Laura; pero él, de alguna manera, había
estado allá. ¿Y entonces lo de Sofranio...? De qué servía creerlo o no, si los
hechos estaban allí. Le cruzó el terrible pensamiento de que acaso Krial les
atormentaría hasta llevarlos a nefasto fin: la muerte. Sofranio nunca le quiso y
ella le forzó a nacer, entonces se desquitaría con demenciales actuaciones. Los
llevaría a la locura; y de allí al suicidio sólo había un pequeño paso. Ése,
quizá, era el destino no elegido, pero que guarda ilusas sensaciones de una
sanción.
Sonó el teléfono. Gradia sobresaltase porque creía que era del sanatorio.
Toda clase de conjeturas cruzan por su mente; la imaginación trasiega por los
sueños con Krial y el desenlace con Sofranio. Dudas y más dudas le perturban
los sentidos. El repicar persistente es un sonido que para ella trae trágicos
acontecimientos, y oblígale a caminar lerda y trémula hacia el auricular. Es
como si de antemano supiera lo de Sofranio: locura o muerte.
Luego de una pausa, volvió a repicar. Ella estaba allí parada, decidida a
afrontar cualquier contratiempo. Alzó el auricular y le fue audible la voz
gruesa de un hombre:
- ¿Es la señora Gradia, esposa del paciente Sofranio?
Entonces pudo confirmar que era alguien del sanatorio, quizá el médico
cirujano del sanatorio. Tartamudeó un sí muy quedo. Luego de escuchar
atentamente, atropelladas frases salieron impidiendo respuesta alguna. Krial
ríe frenéticamente como si alguien le hiciese cosquillas. Por alguna razón
parece causarle gracia los pesares de su padre.
- Espere señora - le pidió el médico -. Él salió bien de la cirugía y la
recuperación será rápida; pero...
- Siga doctor - insistió Gradia-. No es el momento para más expectativa.
- Está bien. La evaluación del sicólogo sugiere ligero desequilibrio mental
y recomienda recluirlo en un hospital para tratamiento mental. No es nada
grave, pero esa historia de su hijo Krial y ese odio hacia usted: no dejan duda
sobre algún tipo alucinación. Debe ser tratado a tiempo antes que se convierta
en esquizofrenia agresiva
Gradia enmudeció. Ella no lo creía así. Pues, entonces, ella también lo
estaría. Entendía que los hechos rompieron con la armonía de unos cánones
establecidos y ello considerase locura. No había lógica alguna para explicar
los sucesos, sino un absurdo razonable que justifica y remuerde la conciencia
en un agite inútil. Ella desesperase. Tenía que continuar con el mutismo de su
realidad, so pena de... Pronunció un “bueno doctor” y colgó. Caminó torpe por
entre los muebles con la mirada ausente. Anhela sentarse en el sofá y dejar
fluir la amargura de su corazón, desahogarse con Séfora - su madre -, mas no
podía articular palabra mientras la mente no ordene las ideas. La confusión
invádele. Era como una sonámbula. Ademanes discordantes consecuentes sólo
con su realidad imaginada.
- Tranquilízate – le dijo Séfora-. No quiero verte en ese lamentable estado.
Gradia continuó muda; sumida en el silencio, quizá, culposo -a pesar de
que no era su intención -. Sentía la dignidad envilecida por el desamparo
forzoso hacia él. Pero para ella, ahora, lo más importante era Krial y su futuro;
ignorar, y con el tiempo, la conducta de aquel. Dejarlo todo a la normativa de
sus padres, así la imposición. Siempre había estado bien con ellos. Le parecía
fundamental el apoyo en la recuperación del dolor en su alma y en la alegría
de otrora; porque sin duda la armonía llegaría. Esos momentos aciagos
pasarían a los recuerdos, y de ahí al olvido sólo sería cuestión de tiempo.
Ella tiene muy presente el maltrato y los motivos que la alejan de él; había
tomado conciencia que no debía ser parte de sus delirios, y liberarse de
Sofranio; tanto como le fuese posible. En esos momentos llegó su padre,
cansado, venía de trabajar. De inmediato abrazase a Sandalio y al mismo
tiempo, y en pocas palabras, le contó lo de Sofranio.
- Tranquila hija, todo pasará. Allá lo dejé en el psiquiátrico. Es mejor que
no lo veas más; no resistiría verte sufrir.
La condujo suavemente hacia la alcoba, donde yacía Krial; sonriente y
juguetón.
- ¡Gracias, papá!; por favor ayúdelo...
En un momento, Sandalio salió y cerró tras de él la puerta de la habitación.
La casa era grande y cómoda para todos. Ellos prefieren conservarla silente en
pro del sosiego de sus moradores. Los asuntos de disputa los hacen tan
privados como para que nadie intervenga. Ahora sí estaban seguros de que
todo iba a arreglarse. Así fue. Ella se quedaría para siempre con ellos, llena del
amor y de la ternura que le fueron negados. De ello no cabría la menor duda.
La percepción le hace comprensible la situación. Y aunque ellos nada tenían
que ver con el asunto, era evidente cierta animadversión hacia su familia. Era
sin duda un joven desorientado. Perdido en el pernicioso mundillo de vicios y
placeres; fruto, quizá, de ese amor mal entendido que desborda en la
permisividad. Si se hubieran dado cuenta, poco tiempo atrás, seguramente le
hubieran ayudado a Gradia en la toma de la decisión de casarse con él. ¿Se lo
Habían impedido? Tal vez ella, fugada del hogar, se uniría en concubinato con
él. Todo estaba muy claro. Ahora ella dilucida segura en sus conclusiones. El
hecho de que aquel estaría allá por mucho tiempo, al menos mientras persista
en esa historia, cruzó por su mente. Era cierto. Temerosa de entrar en aquellos
sueños, no obstante quedarse dormida; estaba decidida a enfrentarlo todo.
De nuevo, unidos en los sueños, Krial va adelante; la dirige. Ella tras él no
puede retroceder; es como si algo la empujara a seguirle. No valen las súplicas
de Gradia. Confundida va, no sabe hacia dónde, así la presunción. Pasase la
mano por la frente y pudo constatar que sudaba copiosamente. Tras largo
trasegar sintió cansancio; la fatiga carcómele el estómago. “Ya casi llegamos
al hosp...” - dice Krial con mueca de sonrisa -. La toma de la mano, en gesto
de ayuda. Era su madre.
Llegaron al hospital para enfermos mentales. Ella adivinó que vería a
Sofranio, mas no imaginaba lo que sucedería. Era su tormento. Allí estaba
frente a él. La mirada penetrante de Sofranio heló el cuerpo de Gradia, y el
susurro de súplica la sacó del éxtasis; lloró y le abrazó. Mas cuando vio a Krial
se separó bruscamente y situase en la puerta de salida.
- Están ustedes más locos que yo. Vean como me tienen. Ahora estoy
conminado por algo que ellos no quieren ver, y sólo porque se sale de la
lógica. Estoy atrapado, nadie me cree y ustedes se aprovechan de la situación.
Ella, con los ojos a punto de salírsele de sus órbitas, mira a Krial - quien
ríe a mandíbula batiente, y deja, en el ambiente, un eco de satánico suceso -.
El miedo y la angustia rayan en el delirio.
- Y ahora ¿qué? - pregunta coja de Sofranio.
Gradia se dejó caer, lentamente, sobre el mullido butaca cercana a la
pequeña cama -en espuma y forrada en material sintético-Esa pesadilla les
consumía; cada vez el sufrimiento era mayor. La tortura, poco a poco, les va
haciendo más invulnerables al dolor y más consecuentes con la situación.
Aceptan su sino. Ya era suficiente –piensan -. Mas para Krial no lo era tanto.
Él no reparó el estado de Gradia; la vio sólo como una persona cargada de
remordimiento, más que como una madre afligida. Una razón más para
rechazar a su padre. No quería verlo más en su vida. Lo culpa del sufrimiento
de su madre.
“Tenemos que vivir, solos, sin él” - dijo poco antes de proceder con
Sofranio- " Acabemos de una vez por todas, y tú y yo nos liberaremos de su
rencor. Allí, en casa de la abuela, lo único que haremos será vivir tranquilos.
Para mí eso es suficiente. Es el hogar donde el afecto es el común
denominador."
Y aunque sus palabras tranquilizan a Gradia, lo que va a hacerle a Sofranio
la aterroriza; porque lo convertiría en un parricida y a ella en cómplice, no
confesa, de ese delito. Quería salir corriendo al lado de sus padres antes que
presenciar aquel acto de barbarie. Gradia estaba segura de que en ese mismo
acto llevaría la penitencia. Sí, de un sufrimiento por siempre. Y sentiría la
acusación colectiva cuando estuviese frente a sus padres e incluso frente a
vecinos y amigos. Miradas inquisidoras le dirían: “tú lo mataste”. Si no fuese
porque lo consideraban loco y la preocupación era por su estado de víctima de
aquel; ella misma lo hubiese confesado. Así lo tildaran de demente. Ella
observó, instantáneamente, esa mirada vidriosa de ausente visión. Ojos
saltones que miran a un infinito silencioso y sin color. Ausente de color por
falta de vida.
Llora la ausencia de Sofranio, más como una realidad que como un
pecado. Ya no había nada por hacer. Ni siquiera el desprecio le quedaba; tal
vez esa remota idea, que esclaviza, de la esperanza. Calma la angustia, así la
absurdidad.
- Gradia, ¿qué le sucede? - pregunta Séfora, preocupada.
- No sé, estaba dormida y... ¿Cómo está Krial? - inquiere, Gradia,
asombrada.
- Él... él está yerto..., no responde. ¡Qué tragedia! - llora a cántaros, Séfora.
- Entonces... aquella mujer tenía razón..., él es...
- Su papá está en la sala... Recibe llamada del hospital –agrega- No sé qué
pasaría con... Por su rostro puede adivinarse algo nefasto.
- ¡Tranquila mamá!, ya todo pasará... Lo hecho, hecho está...
Llena de pena, propia y ajena, Séfora y Sandalio, resignados, abrazan - con
la ternura connatural a la nobleza humana- a su joven hija. Ella había vivido
una experiencia, un destino, y así debían aceptarla a plenitud. Tenían el reto de
la reivindicación, así fuese solamente un pretexto...

FIN

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