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Edson Pacheco me llamó la semana pasada tenés que venir urgente para Bogotá, Cabrita

dijo y colgó el teléfono. Edi es de Lima. Lo conocí cuando acababa de pelearse con su socio
colombiano, Joaco, problemas con el negocio sentenció Edi sin abundar en los detalles, que
yo tampoco me atreví a pedir. Ahora, vende el mismo café, a un precio menor, y está más
sonriente. No es mi amigo, aunque nos comportamos como si lo fuéramos. Edi es un lector
voraz y sin criterio. En una misma conversación puede comentar, sin ruborizarse, desde La
via del tarot de Jodorowsky pasando por las Confesiones de San Agustín hasta Agujeros
negros y pequeños universos de Stephen Hawking. A veces maneja un tono pedante,
demasiado confiado en el fluir de sus asociaciones, y siempre está preparado para disparar
una ironía. Cuando nos vemos, evitamos cualquier tipo de conversación de índole personal,
tomamos un café atrás del otro, hasta que perdemos la mente, aceleramos la lengua, y las
palabras se agolpan hasta que alcanzamos una especie de trance intelectual o, como le gusta
decir a Edi, un goce intelectual. Conversamos durante horas, llenos de fantasía, atravesados
por una corriente erótica que hace cuerpo con las palabras. Sin embargo, nunca dimos el
paso, cuidamos la distancia necesaria para que pueda existir un negocio. Por eso, cuando Edi
cedió ante el diminutivo cabrita antes de colgar el teléfono, supe, de manera inmediata, que
tenía una algo especial entre sus manos, un café que debía probar cuanto antes, unos granos
que bajo ninguna circunstancia él esperaba encontrar.
Nos citamos en el bar La Huerta en el centro bogotano. Como de costumbre, nos sentamos
en la mesa más alejada de la barra. Pedí dos espressos, pero Edi me corrigió, quería un
capuccino ¿probando cosas nuevas? Edi sonrió y acomodándose el flequillo para beber
espresso tenemos toda la noche por delante. Vi sus manos robustas temblar por primera vez.
Le di un sorbo a mi espresso y Edi, ya sabés que no tengo toda la noche. Entonces metió la
mano en su bolsillo, sacó un paquete envuelto en papel madera que colocó sobre la mesa
región de Palestina en Huila y me clavó los ojos esperando una respuesta. Guardé en silencio
el paquete en mi bolsillo y fui directo al baño. No podía arriesgarme a ser vista por Ospina,
el dueño de La Huerta, en el medio del bar, probando un café que no fuera el suyo. Trabé la
puerta, desgarré el papel madera y acerqué un puñado de granos hasta mi nariz. El loco del
café me inundó la cabeza. Fasciné con la fragancia a coriandro y lavanda. Las frescas notas
cítricas se hicieron paso por mis fosas nasales. Realmente, me dejaron fuera de combate. Salí
del baño conmovida, me senté frente a Edi, que me miraba satisfecho ¿acaso no es fabuloso,
Cabra? Cien por ciento arábica. Mis manos hervían. Edi, no podemos seguir en este lugar,
bebiendo el café de Ospina, tenemos que prepararnos unas tazas con estos granos de café.
Entonces se puso de pie ¿quieres venir a mi casa? Es aquí cerca, son solo unas cuatro
cuadras. Salimos de La Huerta, plena noche cerrada y tropical, en dirección al departamento
de Edi. En la puerta, su cara se transformó, me detuvo tomándome por los hombros. Sus ojos,
atravesados por un desconocido rayo verde, se partieron con un gesto que yo ya conocía. No
es necesario que hagamos esto, Edi. Puso su mano sobre mi boca. Cabrita, en este momento,
recuerdo unos versos de Frank O´Hara y recitó there´s nothing worse, than feeling bad and
not being able to tell you. Not because you´d kill me or it would kill you, or we don´t love
each other. It´s space. Saqué unos granos de café del paquete y respiré profundo de su
cautivante frescura. Edi se apresuró en traducir no hay nada peor que sentirse mal y no poder
decírtelo. No porque fueras a matarme o eso fuera a matarte, o porque no nos amemos. Es
el espacio. Acaricié su mejilla envíame toda la producción que tengas de este café a la
dirección de siempre, Edi y me alejé de su espacio; mientras que mis dedos se deslizaban por
mi bolsillos hasta alcanzar la seguridad del papel madera.

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