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UNIVERSIDAD DISTRITAL FRANCISCO JOSÉ DE CALDAS

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Colombian reality show
y otros relatos

Jairo Hernando Gómez Esteban

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Gómez Esteban, Jairo Hernando
Colombian reality show y otros relatos / Jairo Hernando Gómez Esteban. -- Bogotá : Universidad
Distrital, 2011.
174 p. ; cm. -- (Colección de literatura)
ISBN 978-958-8337-94-4
1.Cuentos colombianos - Siglo XXI 2. Literatura colombiana I. Tít. II. Serie
Co863.6 cd 21 ed.
A1282237

CEP-Banco de la República. Biblioteca Luis Ángel Arango

© Universidad Distrital Francisco José de Caldas


© Facultad de Ciencias y Educación
© Jairo Hernando Gómez Esteban

ISBN: 978-958-8337-94-4
Primera edición: Bogotá D.C., marzo de 2011
Dirección Sección de Publicaciones
Rubén Carvajalino C.
María Alexandra Gutiérrez Ojeda
Coordinación editorial
Matilde Salazar Ospina
María Ximena Amado Sánchez
Diagramación
Cristina Castañeda Pedraza
Corrección ortotipográfica
Julián Pacheco
Diseño de cubierta
Javier Barbosa
Impresión
Imprenta Nacional de Colombia

Preparación editorial
Sección de Publicaciones
Universidad Distrital Francisco José de Caldas
Miembro de la Asociación de Editoriales
Universitarias de Colombia (Aseuc)

Fondo de Publicaciones
Universidad Distrital Francisco José de Caldas
Cra. 19 No. 33-39
Teléfono 3239300 Ext. 6203
Correo electrónico: publicaciones@udistrital.edu.co

Todos los derechos reservados. Esta obra no puede ser reproducida sin el permiso previo escrito del Fondo
de Publicaciones de la Universidad Distrital.

Hecho en Colombia

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CONTENIDO

Dilema de amor y de oficio 9

La alegría de Bach 27

Una vida irredenta 51

Colombian Reality Show 63

¿Te gusta Pessoa a vos? 71

En un olor amargo de pistolas, en un color


azul de ojos perdidos 89

Pensamientos de un muerto 105

Sophia vida mía 115

¡Entréguenme el estado! 133

De isla en isla de disturbio en disturbio 151

La vida no es un argumento 159

Autobiografía de un profesor ocasional 163

Historia de amor 173

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A Isabel

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DILEMA DE AMOR Y DE OFICIO

S
ólo dos mujeres estaban en el salón de recibo del prostíbu-
lo. Era la hora del almuerzo y ambas estaban sentadas en
un sofá sucio y con quemaduras de cigarrillo en varias par-
tes, pero aún conservaba la belleza barroca de otros tiempos.
— ¿A qué horas piensas ir a la iglesia? —preguntó Sandra.
— Voy a ir a misa de siete —repuso Nancy—. Después de
que deje organizado el cuarto y arregle mi ropa.
— ¿Quiénes van a venir hoy?
— Creo que ninguna, todas se fueron para sus pueblos.
— Pero Patricia no tiene a dónde ir.
— Sí, es probable que Patricia llegue más tarde.

Manuela, el sirviente negro afeminado con cuerpo de boxeador


y cara de toro de lidia, se acercó arrastrando como siempre sus

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pantuflas rosadas bordadas en lentejuelas, las miró con una falsa
resignación y casi susurró:
— ¿Ni siquiera un bareto nos podemos fumar el jueves
santo?
— ¡No, Manuela! —gritó Nancy—. Eso sería más peca-
do que tirar o tomar trago. En estos tres días tenemos
que estar completamente sanas. Al menos la muerte de
Nuestro Señor tenemos que respetar.

La casa estaba ubicada en una calle cerrada de Chapinero, mi-


metizada entre residencias y discotecas. Siempre oscura y con
una atmósfera espesa y abigarrada, en los días santos las venta-
nas se abrían de par en par y el aire fresco corría libre por entre
las mesas, limpiaba las habitaciones, sacudía los pesados visillos
y volvía a recomponerse en los dos pequeños patios en donde
se secaban las sábanas. Las paredes –como la mayoría de bur-
deles pobres del mundo– tenían afiches de mujeres desnudas y
personajes de la farándula; de colores ocres y malvas, algunas se
escarapelaban con abulia, como queriendo negarse al paso del
tiempo y la erosión. Una escalera de madera que crujía a cada
paso llevaba al segundo piso donde estaban las habitaciones: ca-
mas de hierro, lámparas de vidrio, mesitas de noche cojas, baci-
nillas escaldadas, bombillos rojos, toallas rucias, tapetes rotos.
El Judas de Handel que salía de la radio, tocaba cada objeto de
la casa.

Nancy no se permitía escuchar otra música. Desde niña


aprendió que la única música que se puede oír en Semana Santa
es “música clásica”. Hasta bien entrada la adolescencia entendió
que bañarse, hacer oficio o reírse, no eran actividades que pudie-
ran ser consideradas como pecados por realizarse durante estos
días. Llevaba cinco años ejerciendo el oficio y nunca había roto

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esas reglas autoimpuestas, ni siquiera tres años antes, cuando un
mafioso, por tentarla, “por joderme”, le había dicho a la dueña, le
había ofrecido hasta un millón de pesos por acostarse con ella.

Cuando llegó de Icononzo, con dieciocho años recién cumpli-


dos, dispuesta a trabajar de doméstica y terminar el bachillerato
que nunca comenzó, se dio cuenta de que sin ninguna recomen-
dación era prácticamente imposible conseguir un empleo en una
ciudad que excluye a los inmigrantes que no manejan sus códi-
gos y lenguajes, y que no reconocen sus tiempos y sus rituales.

Durante tres años trabajó en cafeterías, restaurantes y pana-


derías. Todos iguales. Ganaba para vivir al día, diez o doce horas
diarias sin poder sentarse nunca, sólo diez minutos para comer
el mismo almuerzo cada día de la semana. Siempre aguantando
las chanzas y los abusos de algunos hombres que se aprovecha-
ban porque sabían que si ella se oponía corría el riesgo de ser
reprendida o echada por sus patrones. Siempre frustrada con los
hombres con quienes salía o se acostaba: de un día para otro des-
aparecían sin ninguna razón ni advertencia. “Debe ser que usted
es mal polvo a pesar de ser trozudita”, le decían entre risas sus
compañeras de trabajo cuando Nancy se quejaba de un nuevo
abandono. “Mal polvo no; pendeja es lo que soy por creerle a
esos hijueputas”. Sin embargo, esa conciencia de la naturaleza
huidiza de los hombres le sirvió para tomar la decisión inmedia-
ta de abortar la única vez que quedó embarazada. “Lo hice como
una santa, nunca vayan a cometer ese error” les decía a Sandra
y a Patricia cuando éstas se quejaban de algunos clientes que se
rehusaban a usar condón.

Una tarde de domingo, caminando por el Parque Nacional, se


encontró con una antigua compañera de trabajo. Iba vestida con
elegancia y sobriedad y se veía que le estaba yendo muy bien.

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“Me volví puta” le dijo sin ningún preámbulo cuando Nancy le
preguntó en qué andaba. Pasaron juntas el resto de la tarde rien-
do, burlándose de la torpeza y estupidez de los hombres, rene-
gando del trabajo de empleada y de la miseria de sueldos que
pagaban, exaltando las posibilidades económicas y libertarias de
la putería. Al día siguiente, Nancy renunció a la cafetería y con
la liquidación compró minifaldas apretadas, blusas escotadas,
zapatos brillantes y collares de perlas falsas y se presentó en la
casa de Chapinero con un maquillaje discreto y una maleta con
sus enseres básicos. “Vengo no sólo a trabajar sino a vivir aquí”,
le dijo a la dueña con la misma seriedad y firmeza que ostentaba
sus creencias religiosas.
— ¿Quieres ir a misa de siete con nosotras? —le preguntó
Nancy a Patricia cuando ésta entró corriendo por la llo-
vizna que acababa de empezar.
— ¡Uy! sí —dijo Patricia—. Con esta suerte tan picha con
la que ando, me toca ir a rezar a ver si se me arregla.
— Pero no sólo por eso... —dijo Nancy, frunciendo el
ceño.
— No, no sólo por eso —volteó la cara Patricia mirando a
Sandra, haciendo una mueca de desagrado.

Limpiar el cuarto a fondo, arrojar malos y buenos recuerdos a la


basura, remover afiches, vírgenes y sagrados corazones, y, sobre
todo, cambiar el lugar de la cama se había convertido en un ritual
inalterable para Nancy en Semana Santa. Cuando regresó a Ico-
nonzo después de cinco años de no visitar a su madre y confesar-
le el oficio al que se dedicaba, se enredaron en una discusión tan
virulenta que al final terminó con la prohibición total de volver
al pueblo o de enviar plata. “Al menos cambie de lugar la cama
cada año”, le dijo la madre cuando Nancy cruzaba el umbral.

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Nunca entendió por qué pero la Semana Santa de ese mismo año
empezó a ubicar la cama en sitios a veces inverosímiles hasta el
punto de que algunos clientes se reían o se molestaban por tener
que hacer el amor en una cama al revés o al lado de la puerta.

Después de la limpieza y revolcón de su cuarto, Nancy se en-


tregaba minuciosamente a sus abluciones y baños con yerbas.
Para empezar, se desnudaba completamente y se paraba varios
minutos frente al espejo de cuerpo entero que tenía al lado del
tocador. Se miraba como si mirara estúpidamente la nada y lue-
go, con actitud de cirujano plástico, comenzaba a examinar cada
una de las partes de su cuerpo. Primero la cabeza. Iniciaba con el
largo cabello liso negro azabache, lo peinaba delicadamente ce-
rrando los ojos hasta alcanzar un relajamiento total y no pensar
en nada. Después venían los ojos, por lo común inexpresivos, y
fulminantes y enardecidos en los momentos de exaltación o de
furia, los limpiaba sin ninguna emoción de tantas tintas y pin-
turas. Sus pómulos se hundían levemente, y la boca, fina y de
labios delgados, no adoptaba por lo general ninguna mueca ni
emoción. El cuerpo macizo y ondulante —de caderas anchas,
senos pequeños y piernas torneadas ni largas ni cortas, envuel-
ta en una piel canela limpia y lustrosa que hacía de Nancy una
mujer apetecible y voluptuosa para los ojos de cualquier hombre
con su líbido bien puesta— era sometido a la acción aséptica
y demoledora de un estropajo nuevo que sacaba sin escrúpulos
erupciones y asperezas de la piel, dejándola suave y tersa como
la cara de un bebé.

La magnífica albahaca, yerba sagrada, la utilizaba para espan-


tar los malos espíritus, ahuyentar la envidia y conjurar el Mal; la
noble altamisa para que la plata y los buenos negocios nunca fal-
ten; la peligrosa ruda, preferiblemente si la ha robado, es el mejor

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amuleto para la buena suerte y el conjuro de cualquier maleficio.
Eran unos baños lentos y silenciosos, en los cuales Nancy depo-
sitaba muy seriamente toda la fe de que era capaz. Por eso sentía
que se limpiaba por dentro y por fuera. Desde hacía algún tiem-
po había entendido que su trabajo no tenía nada de pecaminoso
ni vergonzante y, por tanto, sus baños no tenían nada que ver
con expiación de culpas o exorcismos de demonios transmitidos
por relaciones sin condón. No. Su ritual era una apuesta total por
el futuro: “que no contraiga ninguna clase de enfermedades, que
me conserve hermosa y atractiva mucho tiempo, que no me falte
la plata nunca, que no me embarace, que no me enamore, que
pueda comprar el apartamento que quiero, que mi madre me
perdone antes de que se muera, que siga siendo feliz”.

Estos mismos deseos eran los que estaba pidiendo durante la


misa de viacrucis acompañada de Sandra y Patricia porque Ma-
nuela había preferido irse con sus amigos. Estaban vestidas de
negro, sin una gota de maquillaje y ningún tipo de adorno. Si no
fuera por la estrechez de los trajes, hubieran podido pasar por
beatas intolerantes o compungidas madres de familia. No mira-
ban a nadie y nadie las miraba, concentradas, repetían los amén
y los perdónanos señor que pedía el sacerdote. Nancy sentía la
misma calma que tenía con los baños de yerbas, el mismo relaja-
miento, el mismo abandono. La oración, más que el diálogo con
Dios, era poner la mente en blanco, una huida de sí misma, un
desprendimiento de la realidad, desincrustada de sus temores
y fantasmas. Era consciente de que todas estas sensaciones no
tenían nada que ver con lo que algunos curas llamaban “la paz
interior”; sin embargo, prefería no pensar en eso para no arrui-
nar el momento. Era parecido a cuando tomaba trago o fumaba
marihuana, simplemente se dejaba llevar por la sensación, rela-
jándose, desdoblándose, replegándose.

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Salieron de la iglesia, cogidas de gancho, solemnes y serenas
miraron la plaza y se ofendieron de la atmósfera festiva que se
respiraba en la plaza de Lourdes. “Ya no respetan nada”, mur-
muró Sandra malhumorada. Se comieron un helado en Picos y
caminaron por la carrera trece las cinco cuadras hasta la casa.
Entraron y se quitaron los mantones y, quizás por costumbre,
Patricia dejó la puerta abierta. “Juguemos parqués” propuso
Sandra. “Sí, rico, juguemos parqués” contestaron las otras dos.
Ya Nancy le había metido dos fichas a la cárcel a Sandra y Patricia
comenzaba a aburrirse cuando entró precipitadamente Augus-
to, pálido y jadeante.
— Buenas noches —saludó.


II

Augusto era un hombre de treinta y ocho años, alto y bien pare-


cido, casado y padre de una niña de diez años, con un muy buen
empleo como contador de una empresa nacional, hombre metó-
dico y contradictorio, se había enamorado de Nancy desde hacía
un año, cuando entró por equivocación a la casa de Chapinero.

Indefectiblemente se despertaba todos los días de la sema-


na a las seis de la mañana. Sin variar un ápice los movimientos,
saludaba con un desangelado “hola, buenos días” a su mujer, se
dirigía al baño de la habitación, orinaba lenta y prolongadamen-
te, se tomaba una taza de café cerrero, leía los titulares de prensa
y una que otra columna (no gastaba más de quince minutos) se
metía al baño, desayunaba casi siempre lo mismo y a las ocho
en punto estaba saliendo de la casa. Los fines de semana los de-

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dicaba a ver deportes o programas de la National Geographic, ir
a cine de vez en cuando (generalmente películas infantiles para
compartir con Laura, su hija), buscar un parque no tan lleno de
gente algunos domingos, o leer revistas ligeras de farándula. En
ocasiones, Augusto sentía que se aburría demasiado y, recordan-
do sus travesuras de estudiante y la necesidad de romper esa vida
chata y cuadriculada, compraba en Chapinero un cigarrillo de
marihuana y se lo fumaba a escondidas de Rosalba.

Cuando llegaba a la empresa se aseguraba de que la corbata


estuviera bien puesta, los zapatos brillantes y el cabello peinado.
Saludaba con formalidad a sus compañeros de oficina, se senta-
ba en su escritorio, prendía el computador, miraba lentamente
a su alrededor, se mordía suavemente la comisura de los labios,
suspiraba hondo, casi con tristeza, como despidiéndose de algo
o de alguien, y se hundía en la pantalla y el tecleado hasta la
hora del almuerzo. Compartía el almuerzo con los ejecutivos y
funcionarios más altos de la empresa. Todos lo consideraban un
buen tipo, amable y cortés, pero bastante simple y anodino. Au-
gusto había registrado esa percepción que los demás tenían de
él desde siempre, incluso desde adolescente, cuando su padre lo
exhortaba a que tuviera amigos y se divirtiera y le presentara a
sus novias, pero él se conformaba con ver los partidos que pasa-
ban por televisión o salir ocasionalmente con algunos primos, o
con Andrés Felipe, su amigo de colegio, un muchacho igual de
reservado y tímido que él.

En la universidad conoció a Mafe, una muchacha hermosa y


llena de vida que se vestía de forma inusual y con todos los atri-
butos que puedan caber en una misma persona: revolucionaria,
espiritual, rumbera, tierna, depresiva, intelectual, deportista, un
poco bruja y experta catadora de marihuana. A través de Mafe,

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conoció a muchas personas que le abrieron un mundo de posi-
bilidades culturales que jamás había imaginado, como las ter-
tulias sobre Gurdjieff, las discusiones políticas sobre las nuevas
formas de entender la relación de pareja, las rumbas en donde
escuchaba las músicas más exóticas del mundo, las conversa-
ciones de cafetería en donde se hablaba de los efectos ilumina-
dores del yagé, las terapias de grupo gestálticas, los debates en
clases electivas sobre género, feminismo y posmodernidad, las
sesiones privadísimas con médiums y espiritistas, las encerronas
de fin de semana para fumar hachís, opio o diversas clases de
cannabis sativa, los debates con los artistas acerca de la vigencia
revolucionaria del teatro de Brecht, la literatura comprometida
y la trova cubana, los diálogos con los encapuchados sobre la si-
tuación del país; en fin, fueron tantas cosas y tantas las personas
que Augusto conoció a través de Mafe que —lo que él creyó al co-
mienzo que era amor por ella— terminó finalmente convertido
en un sentimiento de lealtad, camaradería y acompañamiento
incondicional que sólo es posible entre verdaderos amigos.

La prematura muerte de Mafe se llevó consigo todos esos


mundos fabulosos y desopilantes que nunca volvió a recuperar,
y tampoco quiso intentar hacerlo. Un cáncer avieso y voraz la
fue deshilvanado en nada durante tres meses de tortura y de-
vastación. Entonces Augusto se encerró en su casa durante seis
meses después del grado como contador público, hasta que su
padre le consiguió un trabajo en una empresa pequeña pero en
pleno ascenso económico. Allí fue donde Augusto adquirió una
disciplina de hierro y sus movimientos acompasados y fijos. El
manejo de sofisticados y difíciles programas de computación lo
absorbían de tal forma que cuando levantaba la cabeza ya era la
hora del almuerzo. Ya sentado en la mesa, se daba cuenta de que
no había pensado durante toda la mañana en él mismo. Pensar

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en él era pensar en Mafe, y pensar en Mafe era pensar en ese otro
mundo que estaba afuera, que lo llamaba y le reclamaba la vuelta
a la vida, era Mafe, desde el otro lado de las cosas, quien lo jalaba
y él lo sabía. Su sexo con Rosalba, con quien se casó tres años
después, se fue volviendo cada vez más lánguido, y en el pago
de las deudas se le iba la mitad del excelente sueldo que ganaba;
la otra mitad le permitía tener la vida apacible perfectamente
cómoda que llevaba. Cuando decidía fumarse un cigarrillo de
marihuana, un jíbaro que se paraba en la esquina de la cuadra en
donde estaba la casa de Chapinero, ya lo reconocía. En una oca-
sión, particularmente aburrido, no lo encontró. Siguió subiendo
la calle y vio la puerta del prostíbulo abierta, estaba tan hastiado
de su rutina que decidió entrar. Nunca antes lo había hecho. Al
menos tres mujeres lo miraron, pero fue Manuela quien prime-
ro se le acercó. Casi sin saludarlo le pidió que le consiguiera un
bareto.”Pero tienes que tomar algo mientras que voy a traértelo”,
le susurró Manuela comiéndoselo con los ojos. Entonces vio por
primera vez a Nancy, la miró tan intensamente que ya ninguna
otra tuvo fuerzas ni ganas de acercársele.
— ¿Cómo te llamas?
— Augusto.
— ¿Por qué será que los Augustos son hombres tan tris-
tes?
— ¿Has conocido muchos Augustos?
— Sí, tres.
— ¿Y qué te hace pensar que los tres son tristes?
— Que los tres renunciaron a la vida, se quedaron en la
forma de vida que siempre llevaron.
— (...)

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— ¿Qué quieres tomar?
— ¿Qué quieres tomar tú?
— Vodka.
— Excelente, ¿pero es...?
— Yo te garantizo que es Absolut. Te cuesta un poquito
caro pero me doy cuenta de que te gusta.
— No te preocupes, es perfecto.
— ¿Y mandaste a Manuela por un bareto?
— Sí, ¿será que me lo puedo fumar aquí?
— Tendrías que pagar la pieza.
— ¿Y la pieza te incluye a ti?
— No, yo soy aparte. Sesenta mil pesos aparte.
— ¿Y la pieza?
— Veinte mil.
— Ochenta mil pesos por una trabita...
— Y un buen polvo... si tú quieres —sonrió Nancy.

Hacía mucho tiempo que Augusto no hacía el amor bajo los efec-
tos de la marihuana, y un poco de tiempo más que no lo disfruta-
ba tanto. Esa noche salió borracho, con una deuda de quinientos
mil pesos en su tarjeta de crédito, y completamente enamorado
de Nancy. Cuando regresó, tres días después, Nancy le confesó
que en realidad cobraba treinta mil, “Pero es que era tan claro que
era la primera vez que entrabas a un sitio de éstos, que tocaba co-
mer marrano” le dijo muerta de la risa. Al mes, después de haber
ido unas diez veces, cayó en la cuenta de que era imposible ena-
morarse de una puta. Era como enamorarse de la soledad, como

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amar un cuerpo siempre ausente. Decidió que cada vez que la
viera sería una fiesta, como aquélla, una de las más memorables,
en que terminó recitándoles Canonicemos a las putas de Sabines
y todas querían acostarse gratis con él. Su amor se convirtió en
un deseo en estado puro y en la necesidad absoluta de divertirse.
El problema era cuando llegaba y Nancy estaba ocupada. Se de-
volvía y toda la semana se dedicaba a odiarse minuciosamente.
Su rendimiento en el trabajo dependía de este azar y su libertad
feliz quedaba dependiendo de ese destino incierto, entonces se
sumergía en un limbo gris que lo inmovilizaba y lo adormecía
con pesadillas tortuosas y humillantes.

Durante los once meses siguientes su vida se convirtió en un


trampolín de emociones abigarradas, preguntas metafísicas e
insomnios apesadumbrados. Rosalba se daba cuenta, pero calla-
ba. En dos ocasiones lo había seguido en sus repentinas salidas,
las dos veces había ido a buscar a Nancy. Refugiada cada vez más
en su trabajo de educadora preescolar, sentía que su esposo se
estaba despeñando por un desbarrancadero sin final y ella no
podía hacer nada. Su vida sexual se había vuelto dolorosa y más
que esporádica. Alguna que otra vez en la madrugada, Augusto
la embestía dormida y, sin ningún preámbulo, la penetraba en-
furecido y en silencio, y luego de un orgasmo mudo, la rodeaba
en sus brazos y ella alcanzaba a sentir las lágrimas que rodaban
por sus mejillas. Las ausencias y borracheras fueron motivo de
agrias discusiones al comienzo, luego se resignó a un silencio
culpabilizante que Augusto recibió con agradecimiento porque
lo descargaba de la odiosa responsabilidad de dar explicaciones.
Por su parte, Laura se alejaba cada vez más de él. Las películas y
salidas de fin de semana se fueron reduciendo hasta desapare-
cer y quedar convertidas en un helado corriente en la plazoleta
del barrio y largas horas de chat con los amigos. Laura miraba a

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Augusto como cuando se mira a un desconocido que se está aho-
gando en el mar y uno no sabe nadar.

El día que apareció pálido y jadeante en la casa de Chapine-


ro, Augusto no pensaba visitar a Nancy. Más que aburrimiento,
una sensación de tedio y de vacío le impedía concentrarse en las
películas típicas de Semana Santa que pasaban ese jueves en te-
levisión. Con la idea de alquilar una película de terror en el Bloc-
kbuster de Chapinero, aprovecharía para comprarse un bareto
y quitarse tanta abulia de encima. Buscó al jíbaro en la esquina
de costumbre y en el preciso momento en que éste le entregaba
la papeleta, un policía apareció en la acera de enfrente. Le pidió
papeles y después de insultarlo, le insinuó que tenía que darle
plata para dejarlo ir.
— Pero uno tiene derecho a la dosis mínima —exclamó
Augusto, desafiante.
— ¡Que dosis mínima ni que hijueputas! —aulló el po-
licía—. O me da cien mil pesos o me lo llevo para la
Cárcel Distrital de una, dijo, agarrándolo del cuello de
la camisa.
—¿Qué le pasa? —Augusto retrocedió un paso y lo empujó
con violencia. El policía trastabilló y cayó golpeándose
fuertemente en la cabeza contra el borde de la acera.
Augusto se agachó a mirarlo y se dio cuenta que estaba
privado, quizás muerto, y empezó a correr.
— ¡Lo mató, lo mató, cójanlo que mató a un policía! —co-
menzó a gritar una mujer que había visto todo desde
una ventana.

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III

— ¿Qué te pasa? —le preguntó Nancy cuando lo vio en-


trar.
— Ven, necesito hablar contigo en tu pieza —le dijo Au-
gusto llevándosela del brazo.
— En semana santa yo no trabajo, Augusto —dijo Nancy
seriecísima, hierática.
— No te preocupes, no se trata de eso —alcanzó a sonreír
Augusto—. Es algo más importante.

Sandra y Patricia se miraron y optaron por ponerse a ver televi-


sión. Cuando entraron a la pieza, Augusto se quitó el buzo de
lana y lo arrojó sobre la cama que estaba al lado de la puerta. Se
sentó en la silla del tocador, respiró profundo, miró la habita-
ción como miraba la oficina antes de ponerse a trabajar, y por fin
dijo:
— Necesito que me ocultes al menos esta noche, creo que
he matado un policía.
— ¿Queeeeé?
— Después te cuento todo, ahora lo que necesito es que
cierren la puerta, y si viene la policía no los dejes subir
aquí. ¿Me puedo subir al techo de la casa?
— Sí.

Cuando Nancy estaba pasando el seguro, la policía timbró.


— ¡Necesito saber quiénes han venido hoy a tirar! —gritó
el que mandaba.

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— Qué pena mi teniente pero nosotras en Semana Santa
no trabajamos —dijo Nancy muy seria—. Es más, aca-
bamos de llegar de misa de siete.
—¿No ha venido nadie en la última media hora? —pregun-
tó el teniente, reparando en cómo estaban vestidas.
— Pero cómo quiere que se lo diga, nosotras no abrimos
hoy, vea que las luces están apagadas, no hay música,
sólo estamos nosotras tres —respondió Nancy visible-
mente molesta.
— Está bien —se resignó el teniente—. Si viene un tipo
alto con un buzo de lana color mandarina nos llama in-
mediatamente.
— ¿Qué hizo Augusto para que la policía lo esté persi-
guiendo? —le preguntó Sandra cuando los policías se
habían ido.
— Parece que mató un policía.

Después de que Augusto les contó lo que había ocurrido y todos


se convencieron de que ya no había nada que temer, le pidió a
Nancy que lo dejara quedar esa noche. “Te juro que no voy a to-
carte”, le dijo delante de Sandra y Patricia. Hablaron hasta tarde
esa noche, Augusto les contó su pedazo de vida con Mafe y ellas
se sorprendieron de que hubiera existido una mujer así. El vier-
nes se despertaron a mediodía y Augusto le pidió a Nancy que
lo dejara quedar hasta el sábado. Era la primera vez que dormía
con Nancy y podía mirarla a fondo: la apacible serenidad con
la que se dilataban los pliegues de su cara, la inconsciente vo-
luptuosidad de sus labios exangües, la infantil distensión de sus
músculos, el flujo de vida a través del movimiento parpadeante
de sus ojos cerrados, en fin, Augusto sabía que poder mirar dor-

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mida a la mujer amada significa poseerla más allá de ella misma
y al mismo tiempo sentir la lejanía de su muerte. Nancy estuvo
de acuerdo en que se quedara hasta el sábado.

Pasaron un día tranquilo preparando un suculento sancocho


de pescado y hablando de cosas simples y elementales. Augus-
to se sentía liviano, liberado, tranquilo. Por la noche, Nancy los
obligó a rezar a todos, y, ya estando solos en la pieza, Augusto le
dijo lo que había estado pensando durante todo el día:

— ¿Te gustaría irte a vivir conmigo?


— No me pidas eso porque sabes que no lo voy a hacer.
— ¿Por qué no? Te saldrías de esto y podrías estudiar y tra-
bajar en otra cosa.
— Esto es mi vida y me gusta, además yo ya estoy muy vieja
para ponerme a estudiar o para aprender un oficio.
— Pero no te haría falta nada. Yo te quiero Nancy y estoy
dispuesto a todo...
— Te lo agradezco pero lo último que quiero es que un
hombre me mantenga y depender de él toda la vida.
— Pero sólo sería por un tiempo...
— ¡Que no, Augusto! Yo soy feliz como vivo con mi trabajo
y no me interesa cambiarlo no sólo por lo que gano, sino
precisamente por mi independencia, ¿no lo entiendes?
— No muy bien. Siempre creí que ustedes trabajaban en
esto por obligación.
— Pues creíste mal. La gran mayoría lo hacemos porque
nos gusta... y además, porque no sabemos hacer otra
cosa.

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— ¿Te parece muy terrible, no? Pues entiende que este es
un trabajo como cualquier otro, y tan digno o más que
el tuyo. Al fin y al cabo hacerle las cuentas a unos rica-
chones dueños de una empresa multinacional, como tú
la llamas, no es que sea la gran cosa ni el gran ejemplo
de dignidad.
— Nancy, por favor...
— Por favor ¿qué? Tú sabes que en el fondo es así. Mejor no
hablemos más de eso que me vas a hacer poner de mal
genio, y hoy, eso es pecado.

Augusto la miró dormir durante un largo rato hasta que el sue-


ño lo venció. “De todas maneras, me voy a separar de Rosalba”,
fue el último pensamiento antes de quedarse dormido. Mientras
tanto, Rosalba esperaba a que Augusto apareciera, y como nunca
llegó, al mediodía decidió llamar a la policía.

El sábado se levantaron a media mañana y después de un de-


sayuno frugal, Nancy decidió que saldrían a visitar monumen-
tos en la tarde. “Puedes hacer lo que quieras, ir con nosotras,
quedarte o irte para tu casa” le dijo a Augusto mirándolo ino-
pinadamente. Cuando la policía timbró en la puerta a la una de
la tarde, Augusto estaba dormitando en la pieza de Nancy. Sin
saludar, empujaron a Patricia al entrar y mirando desafiante a
Nancy, el teniente ordenó a los dos policías que revisaran toda la
casa. “Aquí hay un hombre en una pieza, mi teniente” se escuchó
la voz de uno de ellos desde la pieza de Nancy. El teniente subió
a grandes zancadas seguido por Nancy.
— ¿Usted es Augusto Linares?
— Sí, ¿por qué?

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— Su mujer lo anda buscando hace tres días, mire a ver si
la llama —dijo el teniente mirando la extraña ubicación
de la cama en la habitación, deteniéndose en el buzo
color mandarina que estaba sobre la silla del tocador—.
¿Cuántos días hace que está aquí encerrado? — le pre-
guntó a Nancy.
— Mmm...
— ¡Dígame la verdad o mando cerrar esta mierda!

Nancy miró a Augusto, bajó la cabeza, suspiró honda, profunda-


mente.
— Tres —dijo.

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LA ALEGRÍA DE BACH

El desesperanzado no rechaza la muerte; antes bien, detecta sus pri-


meros signos y los va ordenando dentro de una particular secuencia que
conviene a una determinada armonía que él conoce desde siempre y que
sólo a él le es dado percibir y recrear
continuamente.

Álvaro Mutis

Corazón mío:

T
e escribo este inesperado correo para transmitirte una in-
fausta noticia para mí y, quizás, sin mucha importancia para
ti. No se me ocurre ningún eufemismo ni circunloquio por-
que sé que tú tampoco los necesitas: tu padre ha muerto.

Quizás como él siempre lo había temido, murió ayer, un día 13,


fecha de sus angustias y desvelos. Terriblemente supersticioso como

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era, los días trece de cada mes se ponía siempre inquieto, al punto
de que yo, por las noches, tenía que sentarme a su lado y acariciar-
le la mano. En la sala —como tú sabes— hay un reloj con el cucú
silenciado. En esa fecha él no paraba de mirar el reloj y contaba
cada minuto como esperando que el cucú apareciera y le diera el
golpe mortal. Ayer transcurrió de idéntica forma. Estábamos senta-
dos en el viejo sofá y el reloj no desfallecía en su incesante tic-tac.
Finalmente llegó la medianoche. Tu padre se puso de pie, subió a
la alcoba para acostarse y yo me fui para la cocina a prepararle
su infusión de yerbabuena que tomaba todas las noches antes de
dormir. Cuando llegué a la habitación y puse el pocillo en la mesita
de noche me di cuenta que estaba muerto. Me dio un susto mortal
y lo primero que hice fue mirar el reloj que estaba en la mesita y
vi que aún no era medianoche y recordé que hacía quince días el
reloj de la sala se había parado y Marina lo había adelantado diez
minutos cuando le dio cuerda. Lo más difícil es que ahora estoy
profundamente atormentada por la idea de que Juan Fernando, tal
vez no habría tenido ese infarto fatal, si el reloj de la habitación no
le hubiera indicado que aún no era medianoche.

Sin embargo, esta angustia la he podido atenuar con la lectura de


una pequeña libreta de notas que encontré detrás de las obras com-
pletas de Thomas Mann que estaba ostensiblemente escondida. Se
me ocurrió que si veía los autores más amados por Juan Fernando,
de alguna manera volvería a encontrarme con él, y eso fue lo que
me llevó a sacar La montaña mágica y descubrir por accidente esta
libreta.

Arena, hija querida, me haría mucho bien transcribir estas anota-


ciones de tu padre en el computador e ir enviándotelo poco a poco
en archivos adjuntos. Desde que decidiste exiliarte en Suecia como
refugiada política —y de paso no poder volver a Colombia—, tu

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padre sintió que una parte de ti se había muerto. “Es como escribir-
le o hablarle a un fantasma, a alguien que no tiene cuerpo, que sólo
existe en la imaginación y el recuerdo, me decía con una tristeza
sobrehumana, desquiciante, conmovedora. Por eso fue dejando de
escribirte y de pasar al teléfono cuando llamabas, por eso no quiso
volver una segunda vez a Uppsala a visitarte, y por eso, ¡ay Dios!,
no volvió a mirar las fotos de Ulrica que nos enviabas por e-mail.
Se sumergía en una depresión y una tristeza tan grandes que en
varias ocasiones temí por un suicidio. Por eso dejé de mostrárselas,
por eso dejé de contarle sobre los progresos de su nieta. Todas estas
explicaciones no pretenden justificarlo —o tal vez sí—; sólo quiero
que te prepares para entender la profunda soledad de este hombre
que, como tu amado y estudiado Strindberg, ese misógino, también
vivió su propio Inferno y muy pocas veces pudo salir de él.

Dale un beso a Olof de mi parte y a Ulrica dile que su abuelo la va a


seguir adorando en donde esté. Por mi parte, debo atender los cien-
tos de personas —políticos, estudiantes y colegas de Juan Fernan-
do— que vienen a darme el pésame. No sabía —o no creía— que
tu padre fuera tan reconocido. No sabría decir si eso lo hace más
difícil o más llevadero.

Un beso y un fuerte abrazo.

Madre:

Todo esto ha sido tan devastador y lancinante que Olof tuvo que
separarme de Ulrica durante dos días (los dos días que he demo-
rado en contestarte) para que pudiera llorar a mis anchas. No sé
cómo empezar. No sé si darte el pésame o decirte que yo no odiaba

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a mi papá, que nunca lo he odiado, que sólo me dolió mucho que
no volviera a escribirme o a hablarme, que digas que la muerte de
mi padre no tiene importancia para mí, que después de haberme
encerrado en mi dolor, egoísta que soy, fue que pensé en ti, en tu
dolor y en tu soledad.

Mamá, mamita, perdóname por no poder estar contigo, por no ha-


ber entendido a mi papá… por todo… No quiero sentirme culpable
de nada, pero es inevitable. ¿Por qué los muertos nos hacen sentir
culpables? Yo sólo quise alejarme de ese país asesino, hipócrita y
cínico, tal y como papá me lo enseñó. No quería que mis hijos se
criaran allá, en ese lodazal de violencia y corrupción, sin futuro y
sin certezas. Pero por qué te digo todas estas cosas que tú ya sabes,
por qué esta necesidad de justificarme. ¡Ay! madre, tengo tanta ra-
bia y tanta tristeza, que siento como si papá no hubiera muerto de
muerte natural sino que lo hubieran asesinado, que nos lo hubieran
arrancado alevosamente, cobardemente, como mueren la mayoría
de colombianos.

Me intriga mucho esa libreta que encontraste, ¿es un diario?; ¿una


crónica?; ¿pensamientos al desgaire? A mí también me haría mu-
cho bien leerlo, por favor envíame lo que hayas podido transcribir
hasta ahora. ¿Por qué crees que estaba detrás de La montaña mági-
ca, acaso estaba enfermo y tú no me habías dicho nada? Por favor,
cuéntamelo todo, creo que ya no hay nada que ocultar ni peligros
que conjurar. Ven a pasar una temporada aquí, o mejor aún, a que-
darte para siempre con nosotros. Tú sabes cuánto te quiere Olof
y cuánta falta le haces a Ulrica. Te quiero madre y me siento más
cerca de ti que nunca.

Un beso.

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Corazón mío:

De ninguna manera quiero ser injusta contigo, sólo que fue tanto el
distanciamiento que tuviste con tu padre en los tres últimos años,
que llegué a creer que ese enfriamiento se había trocado en des-
amor. Ahora me doy cuenta que nunca habías dejado de amarlo.

Sí, Arena mía, como siempre tengo que rendirme ante tu perspica-
cia: Juan Fernando estaba enfermo. Tenía cáncer de esófago, pero
“el monstruo”, como lo llaman todos los que padecen este mal, lo
tenía controlado: se había detenido en un estado estacionario. Qui-
zás su depresión, su “desasimiento de la vida”, como él llamaba a
su tristeza evocando a Pessoa, fue más fatídica que el mismo avance
del monstruo. Sus disputas y rompimiento definitivo con Alejandro,
su amigo y colega de toda la vida, la inminencia de una pensión
forzosa y tener que dejar para siempre sus seminarios y proyectos
de investigación en el doctorado que él mismo había contribuido
a crear en la universidad, el fracaso comercial de sus dos últimos
libros de cuentos, y en fin, su hundimiento en una soledad cáusti-
ca, rayana en la misantropía, comenzaron a debilitar su, ya de por
sí, frágil corazón. Escribiendo estas palabras, caigo en la cuenta de
que en el fondo de mí, una voz secreta ya me había anunciado su
muerte.

Te agradezco mucho la invitación que me haces pero sabes que yo


también tengo responsabilidades y, como tu padre, tampoco podría
vivir en otro país. ¿Cómo dejar a mis estudiantes, mi casa, mis her-
manos, mis amistades, mis libros, en fin, todo eso que ahora llaman
red social? Sí, ya te escucho diciendo que allá también puedo tra-
bajar y que Jane Austen, Virginia Woolf y Doris Lessing son bienve-
nidas en cualquier instituto o universidad sueca; pero sabes que mi
inglés oral no es óptimo, y además aquí, aunque no lo creas, hemos
conformado un grupo de académicas e investigadoras en literatura

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escrita por mujeres (por supuesto a mí me han encargado el capí-
tulo británico) que tiene mucho futuro por sus posibilidades no sólo
estéticas sino también sociales y políticas. Tal vez más adelante, en
unos seis o siete meses, podríamos encontrarnos en Londres (debo
hacer unas consultas en Cambridge y Oxford) y luego sí pasaríamos
juntos una temporada en Uppsala.

Por otra parte, no quiero adelantarte nada acerca del cuaderno, ni


emitir ningún juicio, sólo comienza a leerlo y me vas diciendo lo
que piensas. Naturalmente que ocupas un lugar preponderante en
el texto. Te envío la trascripción de lo que creo que es un fragmen-
to concluido. No me contaste cómo recibió Ulrica la noticia de la
muerte de su abuelo, ni tampoco Olof. Yo también te quiero mucho
y siento tu compañía todo el tiempo… Como la de Juan Fernando.

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No sé qué quiero escribir ni por qué lo hago en esta libreta de
colegial, sí, sí lo sé, porque no quiero que Cynthia lo lea, no quie-
ro que lo lea nadie. Desde que inicié, ya sabía que la iba a ocultar
e incluso que la iba a colocar detrás de La montaña mágica. No
voy a contar una historia más, llevo publicados cinco libros de
cuentos, el primero, premio nacional, del segundo al quinto, las
ventas se han ido degradando de mediocres a ignominiosas. Esto
lo quiero escribir porque si no lo hago me suicido. Tal vez sólo
quiero exigirle a mi historia una narración para mí, aunque soy
consciente de que nadie es autor de la historia de su propia vida,
sí quiero, como actor, entender qué pasó y cómo llegué a ser lo
que soy. Contarme una narración bifronte: la que escribo para
este cuaderno, y la que tiene sentidos ocultos, inconscientes o
inadvertidos para mí. ¿Por qué no quiero que lo lea Cynthia?
¿Qué temo? Me conoce más que yo mismo y es mucho más inte-
ligente que yo, y tal vez porque si se lo muestro, le va a ser muy
difícil disimular —tarde o temprano— un británico “ya sabía
todo esto”. ¿Cómo amo hoy a mi mujer después de treinta y tres
años? No puedo pensar en Cynthia sin sentir a su lado a Arena y
por derivación a Ulrica, mis tres mujeres; siempre rondándome
el numero tres, llevó treinta y tres años casado, mi hija tiene el
mismo número de años y yo voy a cumplir sesenta y tres años que
este año cae en trece. Cynthia, que siempre ha creído que yo le
veo más de un sentido a cada hecho o acontecimiento, me dice
—no sé si para consolarme o burlarse— que los supersticiosos
son personas inteligentes y pone tres ejemplos célebres: García
Márquez, Faulkner y Hemingway, “los tres muy masculinos en-
tre otras cosas”. En nosotros todo siempre se vuelve literatura, al
fin y al cabo los tres somos profesores de literatura. ¿Qué otro
camino le quedaba a Arena? Pero es mejor que nosotros dos, o
quizás heredó lo mejor —y también lo peor—. Heredó mi fra-

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caso como escritor y nunca se atrevió a publicar sus cuentos que
nunca me quiso mostrar, heredó de Cynthia su expresión dura y
fría que tanta perplejidad me produce en las dos. Pero es magní-
fica. Su tesis doctoral sobre Strindberg recoge toda la educación
que ha absorbido a lo largo de su vida. Su pasión por el teatro
hizo que terminará amando la literatura más que nosotros, unos
fracasados, porque al fin y al cabo, Cynthia tampoco se atrevió
a publicar su novela y cuando por fin se decidió a hacerlo, salió
Las horas, la excelente novela de Cunnigham, y mandó detener
la edición de inmediato. “Nadie aguantaría dos novelas sobre
Virginia Woolf” dijo con algo de resignación y mucho de orgu-
llo herido. Cynthia, Cynthia, como me gusta escribir las letras
de tu nombre. Te he inventado tantos nombres y tantas formas
de ser en mis narraciones, pero en ninguna has sido tú. “¿Qué
habría sido de mí si no te hubiera conocido?” le pregunta André
Gide a su esposa Madeleine al caer repentinamente en la cuenta
de que ella ha muerto. Yo nunca hubiera publicado, creo que
nunca hubiera escrito. Sería otro hombre, insatisfecho, con otras
expectativas y movido por otras necesidades, quizás un comer-
ciante o, probablemente, el mismo profesor de literatura pero
sin literatura, como la mayoría de mis colegas. Todos los profe-
sores de literatura son escritores frustrados. Cynthia me liberó
de esa frustración, pero no me pudo salvar del fracaso. Aunque
eso ya no me importa, me cansé de escribir, quiero un poco de
silencio en mi interior, tal vez sea un síntoma del primer paso
hacia la muerte pero me harté de escribir para otros ¿Y si hubiera
triunfado, estaría sintiendo lo mismo?; ¿hasta dónde me hubie-
ra envanecido? Es tan fácil creerse famoso y caer en la trampa del
simulacro y del gesto.

Estoy cansado y enfermo, con el monstruo palpitante y el áni-


mo plano. Creo que voy a morir un trece porque ese día me gus-

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taría morir. Cynthia cree que yo tengo el mal augurio de que voy
a morir en esa fecha, y probablemente haya algo de cierto en eso,
al fin y al cabo quién no teme morir, pero también es cierto que
en el fondo de mí, un demonio avieso lo desea. ¿Por qué no me
suicido si siempre he jugado con la idea? Tal vez mi curiosidad
por cualquier expresión de lo humano, una inexplicable ansia
de vivir y un miedo infantil a la muerte me lo han impedido.
Sin embargo, en momentos inesperados, una bandada de cuer-
vos viene a hacerme compañía: angustia, resentimiento, hastío,
arrepentimiento y, sobre todo, una rabia sorda, seca, fría. Pero,
ya sea por un espontáneo instinto de conservación o por el mi-
nucioso e incesante control que ejerzo de mis relaciones con el
mundo exterior, logro aplacarlos. He encontrado un método que
generalmente me funciona: divido el día en unas determinadas
unidades de tiempo y luego procedo a llenarlas con actividades
específicas, incluyendo los descansos, muy obsesivamente, sin
transgresiones. Cuando falla el método me sumerjo en un va-
cío oscuro, en una oquedad densa y agobiante cuya única salida
—creo yo en ese momento— sólo es posible a través de la muer-
te. Ciorán cuenta que cuando era joven sus héroes eran suicidas:
Gerard de Nerval, Otto Weinninger, Heinrich Von Kleist, pero
con los años “perdí el orgullo de la juventud”, agotado por la es-
pera de la experiencia del no ser, decidió aguantar hasta el últi-
mo aliento, como parte del pacto de solidaridad que debemos
seguir cimentando para mantener lo más connatural de nuestra
especie: la infamia. Siempre me he sentido poseído por el espíri-
tu trágico del romanticismo, por una desconfianza entre escép-
tica y dramática hacia la especie humana, lo cual me provoca un
hastío que me cubre como ropa mojada y me humedece el alma.
Por eso detesto ese patético deseo de duración e inmortalidad
que tienen los seres humanos; ese calamitoso impulso a ser, a

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permanecer, les impide ver que la muerte, como dice Schopen-
hauer, es el gran desengaño.

Lo peor de todo es que todas estas anacrónicas y neuróticas


ideas decimonónicas se las he transmitido a Arena, haciéndole
creer desde niña que el mundo y el hombre no se podían enten-
der desde la ciencia o la política y que las únicas posibilidades
que nos quedan son el arte, el mito y la leyenda. Cynthia nunca
se opuso a este tipo de educación, su pasión estética siempre ha
sobrepasado sus idearios políticos y educativos… Igual que a mí.
Recuerdo cómo yo magnificaba una frase de El sueño, la primera
obra que Arena vio de Strindberg con apenas doce años: “qué
pena dan los hombres”, repetía yo una y otra vez sin darle ningu-
na explicación. Al llegar a casa, antes de retirarse a su cuarto, me
hizo la pregunta que nunca me ha abandonado, y por el contra-
rio, con el tiempo se convirtió en una certeza: “¿Papi, y tú tam-
bién das pena?”. Claro que doy pena, soy el clásico amoral dosto-
yevskiano que sufre más por su incapacidad de creer en algo que
por sus padecimientos físicos o sus errores involuntarios. Es un
doloroso nihilismo que sólo se atenúa con la escritura o la men-
tira, que en el fondo es lo mismo. Doy pena y me avergüenzo de
mí mismo porque en realidad no soy nada: ni malo, ni bueno, ni
justo, ni canalla, ni honrado, ni sabio, ni feliz, ni asesino, ni com-
prometido, ni vicioso, ni héroe; simplemente un mediocre más,
un típico burgués intelectual atormentado y neurótico, siempre
buscando absolutos, siempre incompleto, inconcluso.

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Madre:

Siempre recordaré la historia de Bach que papá me contó en una de


sus crisis más duras (cuando le tocó refugiarse en Londres, durante
el gobierno de torturas y persecuciones políticas de Turbay Ayala):
el gran músico acababa de regresar de un largo viaje, y encontró
que durante su ausencia habían muerto su esposa y dos de sus hijos.
Sin embargo, en la misma fecha escribe en su diario: “Dios mío, no
dejes que pierda mi alegría”.

Yo tenía siete años y desde entonces he vivido con eso que Bach lla-
maba su alegría. Me ha salvado de odios y tristezas, de separaciones
y miserias. A veces, como ahora, me oigo decirle a Olof: “Estoy per-
diendo mi alegría, lo siento físicamente, siento que se está yendo,
que me estoy secando” Entonces me echo a llorar con una tristeza
tenebrosa y amarga, como con la que he llorado después de releer
mil veces esas dos páginas que has trascrito. Es un sentimiento tan
complejo, madre, en donde se mezclan la culpa, la rabia, la impo-
tencia, el resentimiento y, de alguna manera, (sabes que siempre
odié los oxímoron) una lúgubre alegría. ¿Y sabes por qué? Porque
creo que papá sí fue un gran ser humano, a pesar de que él mismo
no se lo creyera. Quizás no fue un gran escritor, ni siquiera un buen
escritor, pero su inmensa condición humana nadie la puede negar,
ni siquiera sus enemigos, porque teniendo el poder para hacerlo,
nunca tomó represalias ni retaliaciones contra nadie, ni siquiera
contra Páez Zafón, quien —a pesar de su cáncer de piel, lento y co-
rrosivo, se preocupó tanto por hacerse lo suficientemente desagra-
dable y dañino con mi padre— le posibilitó seguir publicando sus
diatribas y horrorosos poemas en la revista de la facultad. Entiendo
que estaba enfermo, pero parece que murió de tristeza. La alegría
de Bach, que estoy segura que a él también lo acompañó durante
toda su vida, se le extinguió ¿Por qué, madre? ¿Qué hicimos o de-
jamos de hacer para que papá se dejara morir?; ¿se sentía tan fra-

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casado con su obra que ya no podía seguir viviendo? ¿Ya no le veía
sentido a su trabajo?; y tú, madre, te lo pregunto sin inculparte,
¿qué lugar ocupabas en su vida? Perdóname, pero quisiera enten-
derlo todo para seguir sintiéndolo cerca; sabes que siempre he sido,
o ustedes me formaron, excesivamente racional, y para sentirlo ne-
cesito entenderlo en su vida cotidiana. Y madre, tú me vas a ayudar,
no te pido que me hagas infidencias íntimas, sólo las cosas básicas
de todos los días. Entiéndeme que es una vía posible para recons-
truirme, o como diría una de esas detestables deleuzeanas que tú
tanto lees, para deconstruirme. Como dice papá, en nosotros todo
termina volviéndose literatura, y a través de sus anotaciones, estoy
segura, podré alcanzar esa zona gris que los seres humanos nunca
entendemos bien sea porque buscamos olvidarla, o bien, porque
tratamos de cubrirla con un manto de deliberada indiferencia.
Me preguntas cómo recibieron Olof y Ulrica la noticia de la muerte
de papá. Olof se derrumbó en una silla, se tomó la cabeza con las
manos como lo hace cuando tiene una desavenencia, pero al mi-
nuto se incorporó para preguntarme cómo me sentía, y yo no pude
más que deshacerme en sus enormes brazos, sintiendo, como siem-
pre que me abraza, que me refugiaba en una casa amplia y segura.
“¿Entonces no va a volver a visitarnos nunca más el abuelo?”, fue
lo primero que dijo Ulrica, y me abrazó las piernas con tanta fuerza
y por tanto tiempo que Olof, quien cree que a las manifestaciones
de amor de los niños se les debe permitir todo el tiempo que ellos
necesiten, terminó separándola de mí con unas lágrimas gruesas y
pesadas que bajaban por sus mejillas.

No omitas nada.
Te quiero madre.

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