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No es algo nuevo en la historia de la humanidad que existan distintas formas para

dominar a la población o al menos mantenerla sometida. En el presente, con la


monumental y avasalladora era de las tecnologías de la información, con redes sociales
de todo tipo y el Big Data, la vida “privada” de las personas se ha trasladado al
ciberespacio. Podemos encontrar casi todo lo que que buscamos sobre alguien o algo.

Chul Han nos dice que antes, nuestra sociedad se caracterizaba por estar sumida en un
panóptico, haciendo una lectura Foucaultiana y de Bentham, donde la vigilancia estaba
supeditada a las cámaras de seguridad no solo en las calles de las ciudades, sino
también en los centros médicos, psiquiátricos, carcelarios, etc. Fundamentado en la
represión y en la coacción de los individuos para hacerles obedecer y controlarles.
Ahora, en cambio, existe lo que el autor denomina “psicopolítica” y es “aquel sistema
de dominación que, en lugar de emplear el poder opresor, utiliza un poder seductor,
inteligente, que consigue que los mismos hombres se sometan por sí mismos al
entramado de dominación”

Vale decir, es un sistema donde en vez de coartar al individuo para ejercer su libertad y
establecer límites materiales, económicos y de consumo, lo que hace es promover
estos factores, donde finalmente no hay un límite que se pueda alcanzar. Lo que Chul
Han llama “positividad”, opera con estímulos positivos, busca engranar en vez de
someter las aspiraciones de los individuos. Entonces, ¿qué ocurre? La sociedad es del
rendimiento, donde la proactividad y la optimización (en el cual se basa el coaching)
son constantes para producir y aumentar el rendimiento. Y esto, con el paso del tiempo,
transforma al individuo en explotador y explotado a la vez, siendo él mismo su propio
destructor.

De esta manera, “el régimen neoliberal adopta una forma sutil. No se apodera
directamente del individuo. Por el contrario, se ocupa de que el individuo actúe de tal
modo que reproduzca por sí mismo el entramado de dominación que es interpretado
por él como libertad” (Byung-Chul Han, 2014, p. 46).

Así entonces, el individuo tiene una concepción de la libertad que en realidad está
subyugada y anclada en una forma de exceso de positividad y rendimiento que hacen
creer en la libertad, cuando el propio individuo se somete a sí mismo inconscientemente
y cree que, por medio de incentivos sin límites, está realizando lo que de verdad desea.
Cuando en realidad está en un círculo vicioso que se reproduce donde lo más distante
es precisamente dicha libertad.

De acuerdo al diagnóstico de Byung-Chul Han, el problema clave de este auge de la


positividad es que, como escribe en un libro que se llama En el enjambre, “el sí es por
esencia más carente de ruido1 que el no”. ¿Y esto qué quiere decir? Bueno, si nos

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El término ruido aplicado a la comunicación no se refiere solo a una molestia sonora, sino a cualquier interferencia en este
proceso; también se conoce como perturbación de la información. El ruido puede presentarse en el canal o medio de comunicación,
en el código (lenguaje u otro) y en la forma.
acercamos al territorio de las redes sociales, el territorio de la “revolución digital”, como
lo llama Han, vamos a encontrar algunos ejemplos para percibir las condiciones para
esta otra aparente “revolución de la alegría”.

En las redes sociales, dice Han, lo que se nos invita a comunicar es lo que sentimos, no
lo que pensamos. Y eso ocurre porque los sentimientos, lo afectivo, lo que nos afecta,
se rige bajo una instantaneidad perfectamente compatible con la instantaneidad de la
comunicación digital. De manera tal que si estamos desprovistos del tiempo necesario
para pensar (incluso a partir de un afecto), las redes sociales se ajustan a la circulación
instantánea de lo afectivo y se desentienden de lo reflexivo.

¿Pero por qué positivo? Porque los afectos siempre se equiparan entre sí en tanto
afectos, y por eso son afirmativos en sí mismos. Los afectos no enfrentan ni exigen
nada más que lo que son (y por eso, nos recuerda Han con criterio, ver el mundo no es
lo mismo que captar el mundo). Basta sentir algo y comunicarlo, basta experimentar
cualquier cosa ‒para lo cual, por otro lado, basta con estar vivo y tener wifi‒ para ser un
interlocutor válido y legítimo en las redes sociales. Por eso, señala Han, las redes son
un medio del afecto. Y por eso, dice también, la positividad carece de ruido. Si vamos a
regirnos bajo un sistema del afecto, entonces no hay ninguna jerarquía inequívoca que
distinga a emisores de receptores: todos los afectos se expresan al unísono y valen por
igual. Esta, dice Han, es la lógica democratizante del afecto.

¿Y si el poder fuera entonces capaz de intervenir en nuestra mente y condicionarla a


un nivel prerreflexivo? Al fin y al cabo, basta estudiar un poco lo que nos gusta, lo que
compartimos y lo que comentamos en Facebook hace apenas un rato para anticipar
con bastante éxito lo que nos va a gustar, lo que vamos a compartir y lo que vamos a
comentar un rato más adelante. En este punto, por supuesto, conviene pensar más allá
de Facebook y concentrarnos en internet en general, es decir, concentrarnos en la
noción de una plataforma digital a la que está conectada casi la mitad de la humanidad.

¿Y por qué, entonces, sería descabellado considerar que las empresas multinacionales
y los partidos políticos invierten sus recursos para saber qué es lo próximo que
estaríamos dispuestos a comprar y lo próximo que estaríamos dispuestos a votar? La
pregunta no es si esto ocurre o si podría ocurrir. Esto ya ocurre. La verdadera pregunta
es hasta qué punto la psicopolítica digital restringe nuestra libertad de acción. De ahí
que Han señale que “la psicopolítica digital transforma la negatividad de la decisión libre
en la positividad de un estado de cosas”. De hecho, la persona misma, dice Han,
se positiviza en cosa. Una cosa que, atrapada por sus propios hábitos en la web, se
vuelve cuantificable, mensurable y controlable.
Sin embargo, tal vez es más relevante considerar que la forma en que este poder se
invisibiliza al invitarnos a “expresarnos”, a “contar qué nos pasa” y a responder “qué
estamos pensando” ‒toda esa factoría instantánea para una literatura del yo‒, sí nos
habla de un poder que elige estimular y seducir en lugar de clasificar y amenazar. ¿Y
quién va a protegernos, entonces, de lo que nos gusta?

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