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La oscuridad del instante vivido

Michael Francis Gibson

conocí a evgen bavcar


ˇ en 1975 en parís. En ese entonces era
todavía un joven de 29 años que había dedicado su tesis de doctorado a la
teoría estética de Ernst Bloch y Theodor Adorno. Yo también me interesaba
en el pensamiento de Ernst Bloch y fue por eso que el librero Martin Flinker,
que vendía ediciones alemanas sobre el Quai des Orfèvres en París, me pre-
sentó con Evgen. A mí me había seducido la teoría del sueño y la vigilia o
Tagtraum expuesta en las primeras páginas de El principio esperanza, plan-
teamiento fundamental para la filosofía de Bloch, y con el fin de saber más
de ella fui a Tubinga en febrero de 1975 para entrevistarme con él, que tenía
entonces noventa años. Yo debía obtener de esa charla dos horas de transmi-
sión para Radio-Canadá, mismas que integré en una serie de once emisiones
de una hora y que reunía a una cuarentena de personas: artistas, filósofos,
científicos y psicoanalistas, entre otros, para discutir al nivel adecuado las
condiciones de la creación en el arte contemporáneo. Esta serie, con el título
Los horizontes de lo posible, fue difundida por France-Culture en 1981. La tesis
central de esos programas afirmaba que era imposible que el arte verdadero
se diera en ausencia de un más allá (dicho de otra manera, de una trascen-
dencia) así fuese en la inmanencia, según la fórmula llena de sentido de
Bloch quien, como todos saben, era un marxista bastante singular.
michael francis gibson

100 El tema de las condiciones para una creación verdadera y objetiva-


mente fundada en la continuidad del proceso del mundo constituye el nú-
cleo de mi reflexión desde hace unas tres décadas y me sigue pareciendo
fundamental para toda empresa artística, en una época y un mundo al que
un sistema cerrado de pensamiento (un positivismo vulgar que en la ac-
tualidad domina en la práctica) contribuye a vaciar de su sustancia. Evgen,
dicho sea de paso, también había participado en esas emisiones, y yo había
apreciado la sencillez de sus formulaciones y la penetración de su pensa-
miento. Si propuse como título de este escrito la fórmula de Ernst Bloch: “la
oscuridad del instante vivido” es precisamente porque ese concepto tam-
bién nos permite tocar la cuestión de la trascendencia que me propongo
abordar bajo una luz que me parece nueva y que ha jugado un papel evi-
dente en la reflexión de Evgen Bav ar, y esto por un doble motivo, a la vez
filosófico y personal.
“Das gerade gelebte Augenblick ist völlig dunkel”, decía Bloch, para refe-
rirse a cómo el instante vivido es totalmente oscuro. No es sino más tarde
que puedo percibirlo, tenerlo bajo mi mirada, débilmente iluminado, darle
vueltas por sobre mi cabeza, producirlo extrayéndolo de lo inmediato. Nun-
ca comenzamos en la luz, sino más bien en la oscuridad.
Hay una diferencia sensible entre hablar de ceguera y ser ciego. Evgen
Bav ar, por su actividad, nos confronta constantemente con la ceguera: la
suya, que es física, pero también la de nuestra época que, debido a esta de-
ficiencia que acabo de evocar, es de orden espiritual y teórico. Hay que decir
que Bav ar es ciego sin remedio y que soporta el contragolpe, sutil o burdo,
de todos los prejuicios y fantasmas que esgrime la gente con la que se en-
cuentra día a día.
Evocando recientemente la historia del ciego al que Jesús devuelve la
vista, me dijo que habría sido preferible (para el ejemplo inherente al relato)
que el ciego siguiera sin ver, a cambio de obtener la aceptación, como tal, del
resto de la humanidad. Yo objeté que el tema del milagro trata de otra cosa:
muestra la transformación que se produce en el instante en que una perso-
na dispone por fin de una interpretación, cualquiera que sea, que le permi-
ta actuar sobre el mundo. El milagro surge entonces de la interpretación,
de una interpretación que libera a todos de su impotencia primera y muda,
la inviste de energía y le permite caminar de nuevo, ver y frecuentar a los
la oscuridad del instante vivido

demás. Lo cierto es que Evgen tenía razón en términos de experiencia de 101


vida. En efecto, sabe que seguirá siendo ciego toda su vida y el milagro que
espera es el que le permitiría ser admitido en el seno de la comunidad de
los hombres como cualquier otro. Pero sobre este punto, y a falta de una
teoría o un mito adecuados, la práctica se declara impotente. Digamos, para
resumir, que Bav ar reclama la restauración de lo que podríamos llamar un
estatuto mítico para los ciegos. No hablo de un estatuto nuevo, pues desde
la antigüedad existía uno que, al otorgar a los ciegos la cualidad de viden-
tes, dejaba entrever que ellos están, más que los demás, capacitados para
tocar lo invisible con los dedos. La obra de Bav ar, en ese sentido, es una
protesta en el sentido original que encontramos en la palabra “protestan-
te”: protesta o proclama su fe. Protesta que comparte las mismas necesida-
des de los que sí ven y nos hace comprender que a él también lo persigue
“la necesidad fundamental de la imagen”. Su obra es, pues, tanto un audaz
manifiesto hecho por un ciego que sufre más por la actitud de la gente con
la que se topa que por la ceguera misma, como una profecía: una manera
de hacernos reconocer ciertas burdas carencias en nuestra representación
actual del mundo.
Comencemos entonces por la oscuridad y la imagen, y a la vez hable-
mos del caso de Evgen Bav ar, fotógrafo, y de la significación que reviste su
trabajo, no como curiosidad exótica, sino como mensaje que llega hasta no-
sotros desde el fondo de esa oscuridad atravesada por imágenes en la que
su vida tiene lugar, lo mismo que la nuestra, lo queramos o no.
Hace un instante pronuncié la palabra “profecía” y ahora me dispongo
a desarrollar una teoría de la acción profética y finalmente, para que queden
más claras las bases sobre las que reposa mi interpretación, una teoría de la
representación mítica surgida de mi trabajo como crítico e historiador de
arte y de mis reflexiones relativas a los fundamentos de la cultura.
Hablemos, pues, de la imagen. Y qué mejor manera de abordar el asun-
to de la imagen que mediante la historia de un perro (además, los perros
guían a los ciegos) la cual, sobre todo, tiene la ventaja de conducirnos sin
rodeos al corazón del tema. Pucci era una linda perrita pastor alemán que,
a la edad de tres meses, ladraba y sacudía la cola al verse en películas ama-
teurs. También olisqueaba, a veces, el trasero de esculturas de cuatro patas
y un día la vi ladrarle al retrato de una niña que yo había descolgado y apo-
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102 yado contra la pared. Ese comportamiento persistió por unos meses, hasta
que creció lo suficiente para distinguir entre los seres vivos y su imagen.
Desde entonces, Pucci se desinteresó del cine y nunca más miró un cuadro.
Se trataba de una auténtica decisión, pues parecía sentirse incómoda por
haberse dejado engañar (¡Konrad Lorenz nos ha demostrado que los perros
pueden experimentar vergüenza!), y ciertas noches, cuando sus amos veían
películas en casa, ella se echaba a sus pies dando la espalda a la pantalla y
respondía a aquellos que la incitaban a seguir las escenas agitando amiga-
blemente la cola y negándose a alzar la mirada hacia la imagen engañosa.
Esa decisión de Pucci revela una forma de sabiduría animal completamente
opuesta a la nuestra. Pucci se dio cuenta de que las imágenes son irreales: es
cierto que parecen perros o humanos, pero una nariz crítica sabrá establecer
la diferencia. Por lo tanto, elige ignorarlas. Tal decisión era a la vez muestra
de dignidad y signo de un cinismo enteramente justificado, se trataba, des-
pués de todo, de una perra. Para ella esas formas móviles en la pantalla eran
ilusorias, pero eso solamente en la medida en que hubiesen parecido reales
al principio. Pero nosotros sabemos, o deberíamos de saber, que las imáge-
nes que nos conciernen realmente no son de este mundo. Incluso sin ser
sobrenaturales, no son de este mundo... Así son las cosas para un perro: el
sentido de su vida se da por entero en el presente de ese mundo. Con noso-
tros no sucede así, pues el sentido y el valor de nuestra vida tienen lugar en
un más allá; incluso el Wittgenstein del Tractatus Logico-Philosophicus lo
afirma. Solamente que nosotros vivimos en un tiempo en el que ya no sabe-
mos dónde situar ese más allá. Ésa es la dificultad que debemos superar y
con más razón puesto que somos, como nos lo demuestra Evgen Bav ar a
través de sus acciones, una especie que tiene necesidad de imágenes.
Bav ar se dedicó profesionalmente a la fotografía cuando tenía ya más
de treinta años, con una reflexión de filósofo de la imagen sólidamente
fundamentada. Pero el alcance de su actividad se reveló de forma muy pau-
latina. En principio, por supuesto, está el significado que puede tener para
el público esa paradoja aparente del ciego fotógrafo; luego la enseñanza
que esa actividad nos procura con respecto a lo que viven los ciegos que, en
el imaginario de quienes sí ven, con frecuencia son reducidos a sombras sin
sol. Y finalmente está ese regalo que nos ofrece, esa lección sobre nuestra
relación con la imagen, lo invisible y las tinieblas, del fondo de las cuales
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surge la imagen mental, con el mismo título que el mythos o su casi sinó- 103
nimo, el logos.
En la medida en que el marco de referencia común de nuestra época se
ha vuelto el del positivismo vulgar, la interioridad y la subjetividad nos re-
fieren inevitablemente a la sombra y a lo irreal; su estatuto se parece de
manera singular al de los ciegos. En efecto, ¿qué se nos exige hoy día? No
palabras ni imágenes, sino hechos y actos. Mas he aquí un ciego que pertur-
ba la mirada positivista al proponerle los hechos que son sus imágenes y los
actos que establece cotidianamente su hábil manejo de la cámara fotográ-
fica. Esas fotos constituyen así una especie de intrusión o ultraje a una cier-
ta lógica de la que el espíritu positivista, que es también el del mercado, de
la ganancia, del cálculo sin perspectivas, no sabe exactamente cómo librarse.
Estoy hablando de un espíritu sin duda limitado, pero maravillosamen-
te eficaz a su manera, que permite enviar hombres a la Luna. Es sin embargo,
limitado, pues no sabría reconocer la necesidad de la imagen y de lo simbó-
lico (o mejor aún, de lo emblemático) que hace que un hombre sea un hom-
bre... y no un perro, así sea tan irresistible como Pucci. En efecto, nuestra
época se quiere cínica, en el sentido literal que evoqué hace un momento.
Presume que no tenemos más necesidad de tales imágenes que los perros y
que deberíamos, como los canes, denunciar la ilusión que nos engaña. Si
otras épocas tenían una actitud más profunda y más cargada de humanidad
para con los ciegos, se debe a que partían de una de esas analogías simples
de las que los mitos se alimentan: el mundo exterior nos deslumbra de la
misma manera en que la luz del día nos impide durante cierto tiempo distin-
guir lo que sucede en una habitación oscura en la que entramos de repente.
El mundo de la imagen verdadera se identifica en eso con el mundo invisible
que el ciego ve mejor que los que sí podemos ver, pues la luz del día no dis-
trae ni deslumbra su mirada. Es así como se dice que Hera enceguece a Tire-
sias, pero Zeus compensa esa pérdida concediéndole el don de la profecía.
Regresaré a la cuestión de la profecía dentro de poco, pues es un aspec-
to central del trabajo de Bav ar. Notemos por el momento que el don de la
profecía, es decir, de ver en el más allá, en esa oscuridad en la que se mueven
los dioses, es de hecho la consecuencia de una ceguera asumida con resolu-
ción y sabiduría. Vemos que en las sociedades antiguas, primitivas como
solemos llamarlas con una exquisita suficiencia, tenían un sentido bastan-
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104 te más agudo de lo que el ser humano en verdad necesita para ser plena-
mente humano. Es por eso que el que Homero fuera ciego resultaba del todo
concebible, pues el invidente encontraba entonces el lugar mítico que le co-
rrespondía en el conjunto de la sociedad, en vez de ser orillado con ofensivas
deferencias hasta los márgenes; ahí donde ya no puede molestar la visión
indigente que resulta de esta extrema dificultad experimentada hoy día
para relacionar entre sí el mundo de los hechos y el mundo de lo vivido. Fren-
te a esos obstáculos, la estrategia de Bav ar consiste en presentarse como un
artista conceptual. Yo no estoy muy convencido de esa etiqueta, si bien reco-
nozco la utilidad de ellas en el mundo del arte contemporáneo. Mi reticencia
procede sobre todo de que la evolución conceptualista en el arte está, por
regla general, más enfocada en el formalismo lógico que en el encuentro
existencial, mientras que en el caso de Bav ar, justamente, nos enfrentamos
con lo existencial. Es cierto, sin embargo, que la obra es en efecto conceptual
en la medida en que es solamente bajo ese aspecto que él la percibe.
Es por esto que me gustaría introducir otra categoría que todavía no es
común en la historia del arte, pero que permite dar cuenta de un fenómeno
particular y muy familiar en la historia del arte de los últimos cincuenta
años: se trata de la acción profética. Me valí de esta categoría por primera
vez en una serie de conferencias llevadas a cabo en el American Center for
Students and Artists en París en 1975, y también le consagré una emisión de
una hora titulada “Profetas y provocadores” en la serie radiofónica antes
mencionada, Los horizontes de lo posible. Para simplificar mi exposición, de-
mos algunos ejemplos: hay un artista que se rasura el cabello y la barba, lo
reúne todo y lo divide en tres partes: quema la primera; arroja la segunda al
aire mientras blande un cuchillo y dispersa al viento la tercera. Otro más: el
artista consigue una tela de lino y la coloca en la grieta de un peñasco cerca
de un río; luego de dejar pasar suficiente tiempo, vuelve a buscarla y cons-
tata y hace constatar que está enmohecida. Finalmente un tercer y último
ejemplo de acciones de esta especie: un artista empaca sus cosas y las depo-
sita en la calle; al caer la noche practica una abertura en el muro de la casa
donde habita; sale con la cabeza cubierta por una tela y se aleja, aún velado,
con su equipaje sobre los hombros. Estas tres acciones de rasgos singular-
mente contemporáneos datan de hace aproximadamente 2700 años. De
hecho se trata de acciones llevadas a cabo no por artistas en el sentido ac-
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tual, sino por hombres designados como profetas e inscritos en el canon de 105
la Biblia: Ezequiel la primera y la última, y Jeremías la segunda.1 Habría
podido citar muchas más acciones de esta especie de los mismos profetas
o de otros, pero estas tres bastan para nuestros propósitos, y demuestran
que se trata de una práctica que desde hace mucho tiempo cuenta con re-
gistros. Luego de cada una de esas acciones, esos personajes explicaban su
sentido. Actualmente, por supuesto, este último papel corresponde con fre-
cuencia a la crítica.
Presenciamos en el siglo xx un conjunto de acciones igualmente insóli-
tas que son las que me llevaron a formular esta categoría que llamo la acción
profética. Recordarán por ejemplo cuando Joseph Beuys toma un avión para
Nueva York y se hace recibir por una ambulancia, en la que sube completa-
mente envuelto en una manta de fieltro; la ambulancia lo lleva a una galería
de arte donde le quitan la envoltura y es introducido en una jaula, donde
permanecerá por varios días y sus noches en compañía de un coyote, antes
de regresar como había llegado: sin haber visto el continente americano.
La particularidad de ese tipo de acción, tan extendida en nuestra época,
reside en no hacer referencia a una divinidad que hubiese obligado al artis-
ta o profeta a realizarla (a menos que el inconsciente oficie ahora, para ellos,
de divinidad), y que su alcance es sobre todo moral y político, por lo menos
en el caso que acabo de citar. Beuys quiere con sus actos hacer un statement,
una declaración respecto a la postura política y cultural de los Estados Uni-
dos, país del que no quiere conocer nada salvo el coyote, ese habitante pri-
migenio del continente que figura en la acción. Me parece no obstante que
el trabajo de Bav ar, fotógrafo ciego, contemplado como una acción proféti-
ca nos conduce más lejos en lo inexplorado y lo invisible, en un ámbito que
Beuys ni siquiera roza.
Bav ar recurre a la imagen proyectada por un ciego y nos enfrenta a dos
actividades diferentes vinculadas con la ceguera: por una parte nos invita a
tocar con el dedo las vivencias cotidianas del ciego, pero también nos per-
mite avanzar en ese mundo oscuro donde madura la imagen; mundo que es
común a los ciegos y a los que ven, justamente en la medida en que esa

1 Ezequiel 5, 1-2. Jeremías 13, 1-7 y Ezequiel 12, 1-7. Citemos también Oseas 1, 2, que se casa
con una prostituta que le da dos hijos. Él le da a cada uno de los niños un nombre que
dota de alcance a la acción en su conjunto.
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106 imagen no viene de afuera, sino del interior en tinieblas común a ambos.
Pero, ¿qué es entonces esta imagen y qué la engendra? El problema de la
oscuridad del instante vivido evidentemente no se plantea desde la pers-
pectiva positivista típica a la que me refiero aquí por comodidad. Ésta per-
tenece ostensiblemente a la ciencia. De hecho, es una transposición o
traslación (comparable a la de la Santa Casa de Loreto) de un desarrollo que
sigue perfectamente justificado en el marco científico, hacia un dominio
mucho más vasto que es, sin su conocimiento, no filosófico sino mítico. Se
trata desde ese momento de una fe sin fundamento en la transparencia
permanente, la luminosidad inmediata, sin zonas de sombra que eliminen
el misterio (y por lo tanto lo vivido); una transparencia, en suma, espiritual-
mente cegadora. Recuerdo aquí la bella fórmula del pintor y poeta belga
Christian Dotremont, una suerte de invocación que permanece en suspen-
so: “Oh, Noche, tú, sin la cual las cosas no serían más que lo que muestran”.
Pero, ¿cómo hacer en este siglo, tan literal y tan poco literario, para di-
rigirnos a esta dimensión de lo oscuro y lo invisible en la que siempre he-
mos creído ver un ámbito reservado a las religiones? ¿Cómo responder a las
preguntas que planteaba hace unos instantes: qué es esta imagen y qué la
engendra? Me parece importante reconocer de entrada que ese tipo de ima-
gen nos viene de una fuente distinta al inconsciente individual y que existe
en ese ámbito una doble dinámica. La primera, la más familiar, resulta de
las tensiones constantes entre las diversas instancias de la psique, entre las
pulsiones, la conciencia y el superyó. El psicoanálisis se esfuerza en dar
cuenta de esta dinámica, pero es igualmente aceptable bajo una forma sim-
plificada, para todas las ideologías que niegan la historia y proclaman la
primacía de un presente sin referencias y, según el término de Pierre Legen-
dre, de un sujeto-rey. El reconocimiento de la segunda dinámica nos obliga
a reconocer la historia de la conciencia humana y a resituar al sujeto en
términos de su dignidad real en el proceso más amplio del mundo que no
cesa de revelarse. La exploración de esta historia nos lleva a las peligrosas
corrientes de conflictos ideológicos, que se remontan al debate que opuso
Jean-Jacques Rousseau a Denis Diderot, Émile Durkheim a Auguste Comte,
Sigmund Freud a Carl-Gustav Jung o Milan Kundera y Alain Finkielkraut a
las simplificaciones de la ideología Bennetton. Sin embargo, es posible tra-
zar una economía del carácter crudamente ideológico y pasional del asunto,
la oscuridad del instante vivido

integrando a nuestra reflexión las conclusiones de algunas disciplinas cien- 107


tíficas más recientes. Durkheim sostenía ya que las obligaciones civilizato-
rias son externas al psiquismo y no podrían explicarse en términos de la
sola psicología, y se oponía al punto de vista que sería adoptado por Freud.
Durkheim plantea que contenemos nuestras tendencias, hábitos e instin-
tos, y que detenemos su desarrollo por un acto de inhibición.
Pero, ¿cómo podemos descuidar el hecho capital de que los primeros
hombres surgieron de una sociedad pre-humana que se mantenía y funcio-
naba gracias a un conjunto de comportamientos rituales análogos a los ob-
servados incluso en la actualidad en los primates no-humanos y que les
sirven, como lo demostraron Julian Huxley y Konrad Lorenz, “para la comu-
nicación, el control de la agresión y los apareamientos”? Mas desde el mo-
mento en que admitimos que la sociedad precede al hombre y que
concebimos la aparición en su seno de un primer humano potencial que ya
no está genéticamente determinado a ejecutar esos rituales, surge la pre-
gunta: ¿cuál ha sido su comportamiento en sus relaciones con los demás
miembros de su sociedad? Al reflexionar sobre ello, ¿no resulta evidente que
el hombre ha debido comportarse en todo aspecto como los demás miem-
bros de su grupo, sin lo cual no habría sobrevivido? ¿No era necesario que
aprendiera e imitara el repertorio de los movimientos rituales que permiten
que esa sociedad funcione? De esta manera vemos desarrollarse una socie-
dad humana en cuyo seno se perpetúan comportamientos antiguos por
efecto de la costumbre, si bien ninguno de los hombres que la componen
está obligado ni presionado para actuar así; pues, pese a todo, esos compor-
tamientos han conservado su triple función ya mencionada. Es así como el
ritual sigue siendo el tejido de la sociedad y el hombre: en la medida en que
es un animal social, es, de forma inevitable, un animal ritual.
Ese comportamiento ritual, que desde entonces se transmite y apren-
de, no puede dejar de plantearle un problema desde el momento en que
enuncia o se hace la pregunta verdaderamente fundadora de toda cultura:
“¿Por qué nos comportamos de esta manera?” Se comprende perfectamen-
te que las primeras personas en plantearse tal interrogante no eran capa-
ces de responderla, pero tampoco podían eludirla. Una vez entrevista, la
pregunta permanece, se aferra, se incrusta. Ninguna sociedad podría des-
hacerse de ella: “¿Por qué nos comportamos de esta manera?” Ésta es la
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108 interrogante obsesiva, exasperante, lógica, estética, ética que todos nos
planteamos, desde los albores de la humanidad hasta nuestros días y desde
la infancia hasta la muerte. Pero, ¿qué sucede con esas preguntas sin res-
puesta? ¿Cómo nos deshacemos de ellas? ¿Cómo encararlas, sino recurrien-
do al símbolo e inventando el relato de los orígenes, el único en rendir
cuenta de los comportamientos de nuestra tribu? Es decir, que el ritual en-
gendra el mito y no a la inversa. Cada mito es, en un sentido, la racionali-
zación de un ritual preexistente: si llevamos a cabo ésta u otra acción no es
sin motivo ni razón. Es porque nuestros primeros padres, en los primeros
días de la humanidad, se vieron honrados con la visita de un espíritu o un
dios que les enseñó de qué manera deben comportarse los hombres y las
mujeres en todas las circunstancias de la vida.
Se comprenderá entonces que este rodeo a la vez demasiado largo y
muy incompleto nos impone una conclusión que debe afinarse: el mundo
que llamamos invisible, del que forman parte los dioses y los espíritus, es
una proyección no tanto de nuestras esperanzas y temores, como de nues-
tra herencia ritual que es la única que nos permite existir en tanto que
seres sociales. Es decir, que el más allá de nuestros ancestros, cuyo topos es
buscar en el espacio intangible entre los individuos (y por lo tanto en lo
invisible), sigue jugando el papel que Huxley y Lorenz han reconocido al
ritual filogenético de las sociedades animales, un papel de comunicaciones,
de control de la agresión y de los apareamientos, de intercambio, de apaci-
guamiento y de amor.
Podemos observar, pues, que el proceso del arte y el proceso de la cul-
tura se imbrican uno en el otro y se perpetúan mediante la lucha perma-
nente que opone el individuo a su herencia; el presente a la historia; el
consciente a su bagaje inconsciente; el pleno día de la acción a la noche
profunda en el seno de la cual madura nuestra existencia. La tentación de
nuestra época, sobre todo a partir del horror de sus dos grandes guerras
suicidas, ha sido la de querer negar el pasado para darle mejor fundamento
a la igualdad y la justicia. Sin embargo, sería demasiado simple y hay partes
del mundo donde la historia sigue siendo más inmediata y tangible y, por
lo mismo, más evidente que en otras. Para Evgen Bav ar, un día tomó la
forma de un detonador de obús que lo proyectó en su infancia, a la oscura
evidencia de un pasado que hay que iluminar, antorcha en mano, con el fin
la oscuridad del instante vivido

de reconocer las formas. Y es así como nos encontramos con las grandes 109
imágenes que son en nuestra vida espiritual grandes corrientes oceánicas.
Rainer Maria Rilke las llamaba ángeles y nos prevenía de que son terribles.
Él lo sabía bien por haber estado en contacto con ellos, mientras que la gran
mayoría de la gente, la mayor parte del tiempo, se contenta con mirarlos de
lejos, como contemplamos las estrellas para después afirmar con toda ino-
cencia que son frías.
La luz nunca es algo dado. El instante vivido es oscuro por varias razo-
nes, y principalmente porque ignoramos el sentido y el motivo de nuestras
acciones en el momento en que las llevamos a cabo. No es sino teniéndolas
a distancia, a través de otra persona, mediante una cultura consciente de sí
misma, o bien de una obra de arte o, finalmente, por el alejamiento en el
tiempo que aclara poco a poco nuestras acciones pasadas, que atravesamos
paulatinamente esta oscuridad.
Tal es entonces la lección de las tinieblas que Evgen Bav ar nos ofrece
al asumir en lo cotidiano, sin pathos ni énfasis, ese papel de profeta o vi-
dente que se dirige a nosotros mediante imágenes que surgen de ese ins-
trumento engañosamente banal e ilusoriamente objetivo que es la cámara
fotográfica.

Traducción de Una Pérez Ruiz

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