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La epistemología en Santo Tomás de Aquino

La enseñanza de la historia de la Filosofía, desde hace ya algún tiempo, ha


realizado, voluntariamente, un salto de muchos siglos, dejando en el olvido a todo
un grupo y una época de pensadores que, durante cerca de diez siglos, no dejaron
de realizar aportaciones importantes a nuestra ciencia. La Edad Media, período al
que nos referimos, con la errónea idea de obscurantismo que la historia oficial nos
entrega y de quien, historiadores de las ideas y de las técnicas han, ya,
demostrado su amplísimo bagaje cultural, técnico y científico, pasa al último de los
términos en cuanto a estudios de filosofía se refiere. Sin embargo “ninguna
persona cultivada se figura, hoy en día, que, entre la Antigüedad y el
Renacimiento, no hubo nada: entendemos por eso que el pensamiento humano no
funcionara o no produjera más que obras sin interés” (Jugnet, 1949, p. VIII). Como
lo señala, por otra parte, Copleston

La transición cultural del mundo medieval al posmedieval repercutió en la filosofía;


y el desarrollo científico del Renacimiento tuvo gran influencia y estimuló nuevas
formas de pensar. Pero, aunque hubo novedad, también hubo continuidad. Es un
gran error tomar al pie de la letra las declaraciones de algunos escritores que,
como Descartes, afirman haber roto con el pasado y haber inaugurado una era
filosófica completamente nueva. Las alusiones despectivas que aparecen
frecuentemente en los escritos de los pensadores renacentistas pueden
conducirnos al error y hacernos pensar que, de hecho, se inició un periodo
enteramente nuevo sin ninguna conexión con el pasado. (2014, p. 15)

A pesar de esto, la ignorancia del pensamiento medieval perdura, lo que,


creemos, no ha hecho más que ir en detrimento del conocimiento que podemos
poseer de la Filosofía: en efecto, al igual que con otras muchas áreas del
conocimiento, la filosofía es una construcción racional de la Humanidad, en su
afán por descubrir y entender el mundo que nos rodea. Entender sus
aportaciones, así como el contexto histórico, cultural y social en el que se forman
sus grandes teorías contribuye a un mejor conocimiento de la Filosofía, de la
ciencia en general, pero también de la civilización y de las diferentes culturas que
a lo largo del tiempo han contribuido a su formación.

Nadie se atrevería a sostener que al estudiar el desarrollo de la sociedad política


en Europa podemos omitir, con provecho, toda consideración de la Edad Media.
Porque es evidente que se trata de un periodo formativo muy importante dentro de
este desarrollo, que no podría ser comprendido sin hacer referencia al primero.
(Copleston, 2014, p. 15)

A pesar de lo anterior, la Edad Media, con sus universidades y sus hospitales,


con sus avances ingenieriles y su recuperación de la cultura greco-romana, etc.,
permanece desconocida o, por lo menos, mal conocida para el grueso de nuestros
contemporáneos, aún dentro de los círculos intelectuales que debieran tener
acceso a su cultura. En consecuencia, los pensadores de esa época que dejaron
huella dentro de la historia de las ideas, permanecen, también, desconocidos por
parte de doctos y noveles. Es el caso, en particular, de santo Tomás de Aquino.

Religioso de la orden de los Predicadores, fundada por Domingo de Guzmán,

“santo Tomás de Aquino fue un profesor universitario y su obra tiene el sello


impersonal y objetivo que asociamos generalmente con los escritores dedicados a
este tipo de trabajo. En su vida no hay una nota dramática sobresaliente,
comparable a la que ha hecho imperecedero el recuerdo de Sócrates. Tampoco se
trata de un personaje extraño y solitario del tipo de Nietzsche, atracción constante
para biógrafos y psicólogos. (Copleston, 2014, p. 7)

Se tiende a confundir en un todo inamovible la teología del aquinate con su


filosofía. Si bien, es cierto que la preocupación esencial de santo Tomás fue la de
explicar la posibilidad de la Revelación cristiana a través de las categorías
humanas a las que la filosofía nos da acceso, también es cierto que es capaz de
distinguir los aciertos y ventajas que el amor a la filosofía aporta al hombre en su
formación intelectual, necesaria para la plena realización de todas sus
potencialidades y, en ese sentido, comenta, utiliza y explicita la filosofía que le fue
heredada.

Y, en ese sentido, encontramos en los trabajos de Tomás, no únicamente textos


teológicos (si bien, es cierto que los más representativos del conjunto de su
pensamiento son la Suma contra los gentiles y la Suma teológica, ambos, tratados
sistemáticos de teología), sino también “otros escritos en los que santo Tomás
desarrolla temas especiales y algunos de ellos tienen un valor incalculable para el
estudio de su filosofía” (Copleston, 2014, p. 9). Así, el aquinate redactó textos
puramente filosóficos como los comentarios a las obras de Aristóteles y las
cuestiones disputadas sobre la verdad (De Veritate), la potencia (De Potentia) o el
mal (De malo). La única dificultad para el estudiante novel, será el hecho de la no
existencia de un tratado sistemático de filosofía, sino la necesidad de encontrar, a
lo largo de los diferentes textos del Doctor Angélico, los diferentes elementos que
desarrollan su pensamiento filosófico. Dentro de éstos, no escapa a la pluma de
santo Tomás, el estudio de la naturaleza y valor del conocimiento humano.

Contrariamente al proceso que realiza la filosofía moderna para quien, a partir


de Descartes, el establecimiento del conocimiento debe comenzar por la
demostración de su posibilidad, en Santo Tomás el conocimiento es asumido
como una realidad que, de hecho, es innegable.

En efecto, para el aquinate, el simple hecho de reconocernos dentro de este


mundo implica una continua aprehensión de la realidad, lo que permite la
existencia de conceptos en nuestra inteligencia.

Así, pues, en vano sería buscar la noción de crítica del conocimiento en el


sentido moderno en que lo entiende la filosofía.

No estará de más señalar que una buena parte de las tesis fundamentales de
Santo Tomás, le vienen de la filosofía de Aristóteles; en ese sentido, y para el caso
que nos incumbe (la epistemología) Tomás se sitúa completamente en el mismo
punto de partida que el estagirita: la Realidad. De ello se entiende que el nombre
que se atribuye a esta corriente filosófica sea el de REALISMO.

Lo anterior conlleva varias implicaciones: en primer lugar, no existe justificación


alguna de la existencia del mundo exterior. Tal y como lo hace la ciencia, el
realismo parte del hecho de que nuestra percepción de la realidad es absoluta;
estamos situados dentro de un mundo del que nosotros formamos parte y que
posee sus propias leyes; la labor del científico (y a fortiori del filósofo) consiste en
entender e interpretar dichas leyes y, a partir de ellas, elaborar una explicación del
universo que respete el equilibrio entre nuestra existencia y la del mundo.

Al mismo tiempo, y de forma análoga a la de la ciencia, el realismo tomista


reconoce el hecho de que la explicación de nuestras percepciones puede ser
diferente de lo que, espontáneamente, nos parece ser cierto. Así, filosofar
consiste en desvelar lo que a primera vista puede parecer dudoso, incierto o difícil
de conocer.

En sentido estricto, la crítica del conocimiento no es, para santo Tomás, un


estudio que deba dar inicio a la filosofía. Se trata de un análisis reflexivo, por lo
que supone la existencia de un saber ya constituido. Es necesario conocer para
poder estudiar el valor de nuestro conocimiento. Suponer, como lo hace el
racionalismo, que el posible comenzar por la duda es, para el realismo tomista, un
sinsentido y una contradicción total. Es, para él, un estudio que ocupa un lugar
“apologético” dentro de la metafísica.

Nos permitimos citar un trabajo nuestro en el que señalábamos:

Es necesario partir de una evidencia que la experiencia inmediata nos otorga: el


principio fundamental del conocimiento es la Realidad. Esto significa que el
conjunto de objetos que nos rodean y que forman parte espontánea de nuestra
vida, que tienen existencia real y efectiva, son los estímulos primeros de los cuales
dependerá nuestro conocimiento a lo largo de nuestra vida. (Olivar Robles, 2015,
p. 36)

Quizás un primer aspecto que es necesario deducir de lo señalado anteriormente


es que, sin duda alguna, la epistemología tomista es, abiertamente, dogmática.
Sabemos que lo anterior tiene “de qué hacer saltar a más de uno de nuestros
contemporáneos (…), sin embargo, es necesario reflexionar, ¿qué se entiende por
dogmatismo? La palabra ha tomado, en nuestros días, un gusto peyorativo, y
evoca, no sabemos bien qué inconciencia afirmativa sin justificación” (Jugnet,
1949, p. 30).

Creemos que

no es posible hablar del tomismo como de una filosofía dogmática, si por ello se
entiende un pensamiento cerrado e intolerante.

Es necesario comenzar explicando qué se entiende por dogmatismo. La palabra


dogma procede del verbo griego dokein, que significa opinar. En ese mismo
sentido hablamos de lo “ortodoxo” o sea la correcta opinión. Si hemos entendido
eso, es fácil asimilar el correcto sentido de “dogma”. Un dogma es una opinión o
una idea en la cual creemos. Todos poseemos dogmas, por el simple hecho de
que todos poseemos opiniones en cuyo valor creemos, desde una simple opinión
de gusto, hasta una idea política. Asimilar la noción de dogma únicamente a una
visión errónea de lo que es el dogma católico es hacer prueba de deshonestidad
intelectual.

Así analizado, nos daremos cuenta de que, no solamente la actitud espontánea del
ser humano es dogmática, sino que toda filosofía es forzosamente dogmática,
incluso el más férreo escepticismo, porque toda teoría tendrá que partir al menos
de un principio a partir del cual su pensamiento tiene sentido. Alguno esgrimirá
como principio la existencia de la Realidad, alguien su imposibilidad para
conocerla; otro afirmará que nada cambia o que todo el movimiento es continuo,
etc. Absurdo sería reprochar al pensamiento el ser dogmático. (Olivar Robles,
2015, p. 44)
Así, pues, si respetamos el uso correcto de la palabra dogmático y lo atribuimos
al tomismo, podemos decir que éste “estima que podemos saber algo
válidamente, aún siendo restringida y pobre nuestra inteligencia. (El tomismo) no
supone, evidentemente, ni la omnisciencia e infalibilidad del pensador que enuncia
sus tesis, ni el carácter exhaustivo de la aprehensión del mundo o de nosotros
mismos a la cual podemos acceder” (Jugnet, 1949, p.30).

Por otra parte, el realismo tomista rechaza también la posibilidad del


escepticismo más radical. Santo Tomás retoma, esencialmente, los argumentos
que Aristóteles empleó contra los sofistas. Y, al tiempo que presenta estos
argumentos, expone, también, los principios básicos de la crítica del conocimiento
tomista:

En primer lugar, es necesario partir de lo que, tanto el estagirita como el


aquinatense denominan, los principios primeros del ser. Se trata de proposiciones
a las cuales nuestra inteligencia adhiere naturalmente, sin demostración alguna (y
de hecho son la base de todas las demás demostraciones) por el simple hecho de
estar en contacto con la realidad. Dichos principios primeros son evidentes y por lo
tanto, innegables. Huelga decir que la comprensión del contenido de los principios
primeros es inmediata e independiente del conocimiento de su formulación teórica
o de su definición. Para santo Tomás, el primero de todos es el principio de
identidad que podemos formular de la siguiente manera “lo que es, es; lo que no
es; no es”. Dicho primer principio es la base y sustento de todo el conocimiento
que podemos adquirir; es también la base de la posibilidad de estar en contacto
con la realidad. En efecto, por muy pobre y limitada que pueda ser nuestra
inteligencia, desde que hay algún tipo de contacto de ella con el mundo, el
principio de identidad estará ahí, mediando entre el mundo y nosotros. Así, es un
hecho que, incluso instintivamente, lo que nos mantiene vivos es diferente de lo
que no -la leche materna que el bebé consume no es lo mismo que agua; la voz
de mamá es la voz de mamá -y no es la voz de papá, etc. Nuestra inteligencia
percibe que las cosas son eso que son; en eso consiste el principio de identidad.

Por otra parte, el mismo principio tiene una formulación llamada “negativa” y es,
quizás la manera más común de entender este principio. Se trata del llamado,
principio de no contradicción. Su expresión: “una cosa no puede ser y no ser, al
mismo tiempo y según la misma razón”. Evidentemente, si aquello que es, es, por
obvias razones, no puede ser otra cosa, o no, al menos, podrá serlo al mismo
tiempo, y si lo es, no lo será en el mismo entendido. La tiza que, antaño, el
maestro dirigía a la cabeza del alumno como cariñoso incentivo que motivara su
disposición al aprendizaje, si bien no dejaba de ser tiza durante el lanzamiento y
posterior percusión del objeto (la cabeza), no era arrojado en calidad de tiza, sino
de objeto contundente. Así, aunque al tiempo que era tiza era también lanzada,
era tiza y objeto percutor bajo razones diferentes. Por otra parte, lo que es, no
puede no ser. Si yo estoy aquí, no puedo no estar.

Por lo tanto, con respecto a los principios primero, podemos afirmar con Jugnet
(1949, p. 31) que “la adhesión a los principios primeros se impone a todo ser
razonable, vale absolutamente y la inteligencia coge, en su acto mismo, la verdad
esencial del conocimiento”.

Se opone, también, santo Tomás, al relativismo derivado del escepticismo.


Derivada del planteamiento de Protágoras del Hombre-medida, resulta la
afirmación “lo verdadero es lo que parece tal a cada uno de nosotros. Luego, hay
tantas verdades como representaciones individuales. Cada uno posee una verdad
a la medida” (Jugnet, 1949, pp. 32 y 33). Siguiendo a Platón y a Aristóteles, santo
Tomás negará que la posición del sofista griego sea verdadera, puesto que, si algo
no puede ser y no ser al mismo tiempo y según la misma razón, resulta evidente
que una misma cosa no puede, sin contradicción, ser verdadera y falsa a la vez,
según el gusto de quien la piense. La tierra no puede ser el centro del sistema
solar y girar alrededor del sol al mismo tiempo, ni siquiera en el pensamiento;
nacer y morir no son la misma cosa, ni física ni lógicamente.
De ahí mismo se desprenderá, como bien se puede intuir, la crítica al relativismo
bajo todas sus formas.

Resulta, de ahí, que santo Tomás, no solamente critica el relativismo sofista y


escéptico, sino que se adelanta, varios siglos antes, al idealismo del pensamiento
moderno. En efecto,

hay un enlace necesario entre la idea según la cual solamente conocemos


nuestras representaciones (y de ninguna manera las cosas reales y distintas del
pensamiento) y la aserción escéptica según la cual el sí y el no son igualmente
verdaderos, en tanto que son concebidos por Pedro o Pablo. (…) (Santo Tomás
asimilando los postulados del relativismo a los de un anticipado idealismo)
establece la reciprocidad de las dos aserciones siguientes: a) la afirmación y la
negación son posibles sobre el mismo sujeto y b) todo lo que aparece es
verdadero. Quien admite la primera debe admitir la otra. (…) Pero si todo lo que
aparece es verdad, lo que no aparece a nadie no es verdad, e, incluso, no es en
absoluto. Nada existiría si no hubiera un sistema sensitivo que aprehendiera las
cosas y, por consiguiente, nada existiría si los animales y el hombre no existieran.
Pero esto es imposible. A menos que se quiera decir con eso que se trata de lo
“sensible en acto” (la cosa actualmente aprehendida por los sentidos). Como tales,
las cosas existen realmente fuera de nosotros, pero anteriormente al hecho de ser
vistas, tocadas, etc., son solamente “sensibles en potencia” (…). Si se pretende
que el objeto de sensación y el sentido cognoscente deben concebirse
correlativamente y recíprocamente el uno con relación al otro se está equivocado,
puesto que el sentido se refiere al objeto para funcionar, y no a la inversa. Luego,
es imposible que todo lo que aparece sea verdad. (Jugnet, 1949, pp. 36 y 37).

Como ha quedado establecido hasta el momento, los fundamentos


epistemológicos de santo Tomás pueden resumirse de la siguiente manera. El
mundo es independiente de nosotros, tal y como nos muestra la experiencia
común a todos los seres humanos; dicha realidad posee sus propias leyes a las
cuales nuestra inteligencia adhiere espontáneamente respetando los principios
primeros del ser.
Por otra parte, es un hecho que el conocimiento es una realidad posible; de
hecho, el conocimiento es necesario para poder reflexionar acerca de su valor y su
naturaleza. Por lo tanto, y una vez más, siguiendo la experiencia espontánea de la
inteligencia humana, santo Tomás está convencido de que existen verdades a las
que la misma puede acceder, sin, toda vez, considerar nuestro intelecto como
infalible ni capaz de agotar la totalidad de la realidad a través de la intelección. De
ahí se desprende que, para el Doctor Angélico, el escepticismo (y por extensión,
todo idealismo absoluto que se asemeje al relativismo) sea una postura
insostenible en sí misma y contraria a la inteligencia humana.

Corresponde, entonces, explicitar en qué consiste la teoría del conocimiento


según santo Tomás de Aquino.

“No hay nada en el intelecto que no haya pasado antes por los sentidos”.
Sentencia aristotélica que santo Tomás hace suya y que, sin constituir un
argumento de autoridad, explicita en pocas palabras el resumen de la
epistemología tomista.

Habiendo sentado el hecho de que para el aquinate es importante respetar la


experiencia ordinaria de todo ser humano, es necesario comprender que, de cierta
manera, para él, la filosofía consiste en una explicitación del “sentido común”. Para
Tomás, el valor de la filosofía no consiste en la complejidad con la que el lenguaje
pueda expresar sus conceptos sino en hacer inteligible la percepción del “hombre
común”, es decir, del no filósofo.

En ese sentido, el principio fundamental de la epistemología tomista es que todo


conocimiento comienza con la experiencia sensible para, posteriormente, poder
obtener conceptos inmateriales en la inteligencia. Explicitemos lo anterior.

Puesto que el conocimiento es un hecho que se debe explicar, es claro que no


existen muchas posibilidades para hacerlo. Básicamente, nos encontramos ante
dos de ellas: ya sea, el conocimiento es adquirido por alguna facultad humana que
nos ponga en contacto con el mundo; o bien, las ideas están ya en nuestra
inteligencia, esperando únicamente algún factor que “active” ese conocimiento
(análogamente podríamos comparar con las vacunas: el virus se encuentra ya en
nosotros y el contacto con el virus como agente externo, activa la defensa del
agente patógeno previamente existente en nosotros). A esta segunda posibilidad,
la historia de la filosofía ha otorgado en nombre de la “teoría de las ideas innatas”,
que generó una gran escuela a lo largo del tiempo, incluyendo entre sus
expositores a personajes de la talla de Platón, san Anselmo y Descartes, entre
otros. Pues bien, santo Tomás rechaza definitivamente la teoría de las ideas
innatas. Para él, la razón es muy simple: no existe, en la experiencia común,
ninguna prueba de que el conocimiento se realice de esa manera. De hecho, está
al alcance de cualquiera darse cuenta de que, a falta de contacto con la realidad,
los conocimientos, simplemente, no existen. Es imposible tener un conocimiento
de un país diferente del nuestro, si no es a través del conocimiento directo de
dicho lugar, o de la lectura o escuchar acerca de él. Suponer que el contacto con
dicho objeto de conocimiento (inmediato o mediato -a través de la lectura, por
ejemplo) no es más que el elemento activador del conocimiento previamente
instalado en nuestra inteligencia, supone, simplemente, una serie de causas
intermedias que son totalmente dispensables al momento de explicar el hecho del
conocimiento. En última instancia, se vuelve innecesaria la preexistencia del
conocimiento, puesto que de todos modos se requiere el contacto con el objeto. Si
se quita el supuesto de la idea innata, resulta una teoría exactamente similar a la
de la epistemología tomista. Máxima efectividad, con menos esfuerzo.

Resulta, entonces que se vuelve necesario tornar la atención hacia la primera de


las dos posibilidades antes señaladas: el conocimiento comienza gracias al
contacto de nuestros sentidos con la realidad. Antes de conocer, nuestro intelecto
es como una pizarra en blanco. Mientras no existan experiencias sensibles o éstas
sean precarias, la pizarra-intelecto, no contendrá más que escuetas líneas que no
serán conceptos realmente significativos o, si de alguna manera lo son,
difícilmente producirán conexiones lógicas lo suficientemente sólidas para una
correcta intelección. El experimento no es difícil: el niño que pasa toda la tarde
frente al televisor tendrá mayores dificultades para conceptualizar y, en general,
aprender, que aquel que llena su existencia de experiencias significativas que, no
solamente desarrollan directamente su inteligencia (los beneficios de la música, el
deporte, las artes en general, son ampliamente conocidos), sino que, más aún, le
permiten unir su percepción del mundo en un todo enriquecido por cuando conoce
de él.

Así, los sentidos son el puente entre nuestro intelecto y la realidad. Son
facultades a través de los cuales podemos apropiarnos inmaterialmente del
mundo.

En el pensamiento realista, existen dos especies de sentidos: los sentidos


externos, que son los cinco que tradicionalmente conocemos (vista, gusto, etc.) y
otro grupo de sentidos, menos conocidos hoy día que se conocen como sentidos
internos. Éstos -imaginación, memoria, instinto y sentido común- son quienes
permiten el paso de la percepción sensible a la concepción abstracta en el
intelecto, al hacer que la sensación pueda ser representada y conservada en la
memoria para su posterior aplicación a cada caso individual.

De esta manera, aparece el proceso del conocimiento, tal como es enseñado en


la escuela tomista:

Todo conocimiento comienza con una experiencia sensible, a través de


cualquiera de nuestros sentidos externos o, en ocasiones, por un conjunto de ellos
(en tomismo, un objeto percibido por varios sentidos a la vez recibe el nombre de
objeto común); posteriormente, la imaginación genera una representación
(imagen) de la sensación, que es conservada en la memoria. Con esta
información, el intelecto agente genera un concepto universal, el cual consiste en
la abstracción de la esencia del objeto, es decir de la identificación de lo que lo
hace ser lo que es con independencia de los accidentes, es decir, con
independencia de las características externas que son puramente contingentes
(pueden ser o no ser sin afectar substancialmente al todo). Con el concepto
universal en mente, el intelecto paciente podrá reconocer y aplicar la esencia
abstraída al objeto en el que, posteriormente, pueda identificar dicha esencia.
Como se ve, enunciar la médula de la teoría del conocimiento en Tomás de
Aquino no implica más que unas cuántas líneas. Es su contexto epistemológico lo
que implica un mayor esfuerzo de comprensión, puesto que, quizás, nos exige
adentrarnos a consideraciones lógicas y metafísicas diferentes a las que las
filosofías posteriores nos tienen acostumbrados. En efecto, de acuerdo con el
pensamiento tomasiano, es imposible separar la epistemología (y de cierta
manera, incluso la lógica) de la metafísica de la que depende. Como se vio en el
anterior párrafo, los conceptos a los que la crítica del conocimiento tomista nos
lleva, son irremediablemente metafísicos: el objeto final del conocimiento humano
es la esencia, es decir lo que hace que una cosa sea lo que es. Cabe recalcar
que, para santo Tomás, no es el concepto el objeto de conocimiento; el concepto
es el instrumento del que se sirve nuestro intelecto para conocer el objeto.

Creemos que, con la anterior explicación, queda sentado que el tomismo se


sitúa claramente como una opción entre el empirismo y el racionalismo más
radicales. Para santo Tomás, el proceso natural del conocimiento implica siempre
y necesariamente la participación de nuestros sentidos en la aprehensión de la
realidad, de tal manera que la privación de ellos constituye la imposibilidad de
conocer según su propia naturaleza. Se entiende fácilmente que, de vivir hoy día,
santo Tomás encontraría que hablar de “capacidades diferentes” no es más que
un eufemismo propio de nuestras sociedades pseudo-tolerantes, puesto que la
ausencia de un sentido es, en sí mismo, un mal para nuestro intelecto.

No estaría completo el presente artículo, si no nos permitiéramos una, al menos,


breve presentación de las aplicaciones que, a nuestro juicio, tiene la epistemología
tomista más allá de las puras consideraciones intelectuales.

Nos parece que, particular relieve toma esta posición epistemológica en áreas
como la pedagogía y la educación. Es posible notar, actualmente, un profundo
interés académico y curricular por proponer constantemente a los educandos, la
realización de una serie de actividades que, hace algunas décadas, no figuraban
comúnmente en los curricula escolares. Idiomas, destrezas tecnológicas y de la
información, actividades artísticas, etc., pueblan, ahora, las propuestas educativas
de las escuelas. Y, ahí en donde el ciudadano común, el no filósofo, cree discernir
una actitud puramente comercial, el filósofo tomista, viendo más allá de eso,
entiende que se trata de la posibilidad de enriquecer, valiosamente, la vida
intelectual del joven, ayudándole a extender su visión del mundo y, sobre todo,
dándole los aportes propios de los sentidos, para la creación de conceptos ricos y
sólidos que le permitan el correcto desarrollo de su intelecto, a la vez que, a través
del esfuerzo, se enseña a dominar su sensibilidad, permitiendo el sano desarrollo
de sus facultades constitutivas, la inteligencia y la voluntad, única manera de
perfeccionar al hombre, aquél a quien Aristóteles llamaba EL DIOS MORTAL.

Bibliografía:

Copleston, Frederick, (2014), El pensamiento de santo Tomás, Fondo de Cultura


Económica, México

Jugnet, Louis, (1949), Pour connaître la pensée de Thomas d’Aquin, Bordas,


Francia (la traducción de los textos es propia).

Olivar Robles, Diego, (2015) Perennidad del tomismo, in Revista Fructus, México.

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