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OPINIÓN
A su vez, amplios sectores del público parecen dispuestos a escuchar con atención esas voces
que aluden al pasado. En el Informe Preliminar de la Encuesta Nacional de Lectura y Uso del
Libro, de mayo de 2001, se señalaba que entre los "temas" más leídos aquello que los
encuestados llamaban historia ocupaba el primer lugar. Por supuesto que esta información
debe completarse con muchas otras, como las cifras de lectores de libros frente a las de
quienes sólo leen diarios; quien esté decidido a un análisis en detalle, por otra parte, debe
afrontar la mucho más delicada y compleja tarea de definir qué es para estos lectores un texto
de historia. Sin embargo, el dato no deja de ser significativo. Pueden agregarse a él los éxitos
de venta de libros como el de Ignacio García Hamilton sobre San Martín, el de Pacho O´
Donnell sobre Rosas, o el más reciente de Jorge Lanata, que ha llegado a los 100.000
ejemplares en muy poco tiempo. Parece existir, entonces, un mercado amplio –muy amplio si
se tiene en cuenta el estado del negocio editorial– para libros que, se supone, son libros de
historia y se presentan como tales.
Otros indicios pueden agregarse a este conjunto. Uno de ellos es la recurrencia, por parte de
actores muy diversos, y en algunos casos fuertemente críticos del estado de las cosas, a un
procedimiento clásico: la exaltación de los próceres, la conmemoración de los héroes de la
nacionalidad. Libros con fragmentos de escritos de Moreno o San Martín, o su lectura en actos
públicos de resistencia cultural, son productos y prácticas corrientes en estos días. Es posible
conjeturar que, al menos en parte, esta actitud de mirar hacia el pasado y evocarlo se funda en
la creencia de que allí puede hallarse alguna clave para enfrentar la situación actual.
En los años que rodearon el paso del siglo XIX al siglo XX, se ingresaba a lo que suele
denominarse la era de la política de masas; en ese mundo en transformación, el Estado y las
elites interpelaron a los miembros de grandes grupos humanos en su condición de ciudadanos,
lo que significaba considerarlos parte de una comunidad política que, se planteaba, era la
nación. Mientras la ampliación del derecho al voto aceleraba la incorporación de las masas a la
escena electoral, el Estado buscó una de las fuentes de su legitimidad en la organización de
identidades colectivas en clave nacional. Esas identidades no estaban ya allí, sino que debían
ser construidas y, por ende, imponerse a las que existían, que solían ser aldeanas, regionales,
quizás de clase en algún caso, étnicas. Ellas debían ser reemplazadas por la certeza de
integrar aquella comunidad nacional cuyas evidencias materiales eran débiles aún, y uno de
cuyos núcleos se encontraría en la existencia de un pasado común. La "invención de
tradiciones" fue así una acción crucial en los esfuerzos estatales por construir identidades
nacionales, y la escuela una herramienta muy importante en tal empresa. En el sistema
escolar, que entre otras cosas funcionaba como un ámbito de estandarización cultural, y
también por fuera de él, el Estado se empeñaba en enseñar y celebrar el pasado de la nación,
en versiones que muchas veces rozaban el mito, entendiendo que de tal modo contribuía a
legitimar su existencia a ojos de aquellos grupos sociales que comenzaban a ser integrados. La
enseñanza y la celebración ritual del pasado nacional, que no eran sin duda fenómenos del
todo nuevos, asumieron por entonces un sentido político muy preciso: dotar de legitimidad a la
nación que se estaba construyendo y al orden que en ella reinaba.
Los fenómenos a los que aludimos fueron particularmente visibles en Europa, pero tuvieron
lugar también en América Latina, con características específicas. En la Argentina, la gran
inmigración de fines del siglo XIX y comienzos del XX hizo que muchos de los esfuerzos
nacionalizadores estuvieran destinados a los extranjeros, y en particular a sus hijos. En el
cruce de todos estos procesos, iba consolidándose la certeza de que la investigación en
historia, su enseñanza y la celebración ritual del pasado tenían un sujeto privilegiado y un
objetivo claro: se trataba de escrutar y honrar el pasado de la nación, para fomentar entre
tantos hombres el sentimiento de pertenecer a ella. La historia profesional se constituía como
una empresa simultáneamente científica y patriótica, y los historiadores que formaban en sus
filas se planteaban dirigir la enorme misión, tan funcional a los intereses estatales, de crear o
consolidar la llamada "conciencia nacional".
Desde fines del siglo XIX, entonces, y por mucho tiempo, los historiadores se mostraron
confiados en que practicaban una disciplina científica, seguros de que tenían un papel en la
sociedad, satisfechos del reconocimiento estatal, despreocupados por la visible circunstancia
de que por fuera de los claustros circularan otras imágenes del pasado. Algo más de un siglo
después, algunas cosas han cambiado.
Rupturas y continuidades
A lo largo del siglo XX, los historiadores comenzaron a explorar otras dimensiones de la
actividad humana; parece también evidente la distancia que separa al capitalismo de fines del
siglo XIX del actual, así como la situación argentina en una y otra coyuntura.
Sin embargo, algunas otras cosas que atañen directamente al problema que he propuesto han
permanecido casi inalteradas. Entre ellas, la que a mi juicio resulta más notoria es la
persistencia en la Argentina de una imagen heredada del siglo XIX, que hace de los
historiadores una suerte de custodios de la tradición nacional, asignándoles la tarea de explorar
el "alma de la nación". Esa persistencia, que no puede considerarse general, ha sido sostenida
por ciertas demandas que el Estado plantea a la disciplina, probablemente por el tipo de
historia enseñado en muchas escuelas y, con absoluta seguridad, también por los argumentos
que todavía proponen algunos historiadores, enrolados en el sector más conservador de la
profesión, que continúa sin registro alguno de que tal programa no sólo no parece deseable,
sino que es imposible. Una expresión de estos razonamientos tradicionales, que de todas
maneras no son mayoritarios, puede hallarse en la declaración que la Academia Nacional de la
Historia incluía en su informe del año 2000 acerca de la enseñanza de la historia en la
Argentina. Allí se apelaba nuevamente a la vieja fórmula, insistiendo en que el objetivo de tal
actividad es "la formación de la conciencia nacional". Desde ya, esta situación revela también
los límites que otros historiadores, comprometidos en renovar la práctica de su disciplina, han
tenido a la hora de divulgar sus propias concepciones acerca de la historia y de los "beneficios"
colectivos que pueden esperarse de su enseñanza.
Por fuera del mundo de la historia profesional, circula también una creencia más general y más
profunda, que en parte se alinea con las posiciones historiográficas tradicionales. Ella postula
que los programas políticos o los modelos de organización social son más legítimos por ser
más "nuestros", y más legítimos y más nuestros si logran inscribirse en una tradición nacional
que suele remontarse a Mayo de 1810, o incluso a algún momento más lejano. También se
advierte la presencia de ese presupuesto en el planteo de muy dudosas continuidades
esenciales; por ejemplo, cuando se afirma que la violencia en el sistema político del siglo XX
deriva de las matanzas de indios ejecutadas por los conquistadores españoles, o que las
formas patológicas del capitalismo argentino proceden de la existencia del contrabando en el
siglo XVII. En estos modos de concebir la relación entre el pasado y el presente la explicación
es reemplazada por la apelación a los orígenes: allí habrían estado, desde el comienzo, las
características nacionales esenciales, en la acción de Moreno o aun en la de Pedro de
Mendoza. Desde el instante primigenio, ellas sólo se despliegan en el tiempo, y la función de la
historia se reduce a detectar esos rasgos primordiales.
Una reflexión sobre estos aspectos me parece, hoy, imprescindible, y su puesta en práctica
podría tener efectos en muchos ámbitos. Por una parte, reabriría la oportunidad para que los
historiadores que creemos que nuestros procedimientos entrenan en el ejercicio del juicio
crítico sobre la realidad volviéramos a actuar allí, en la sociedad; ése es un horizonte que
nunca debimos haber abandonado si, como es mi convicción, la condición de historiador es
sólo uno de los modos de ser del intelectual. A su vez, ayudaría a desmontar aquella imagen
que sólo asignaba al historiador las tareas de custodio de la tradición, las que no parecen exigir
el menor ejercicio de inteligencia. Si el mundo de la cultura y aun la sociedad reclamaran de la
historia algo más, probablemente saldrían a la luz los trabajos ya disponibles de muchos
historiadores, que difícilmente contribuyan a la consolidación de una identidad colectiva, pero
que bien pueden ayudar en la explicación de algunos aspectos decisivos de la crisis actual. A
pesar de la urgencia por actuar ante tantos males, la situación reclama un esfuerzo de
pensamiento; liberada de aquella obligación patriótica, un cierto modo de practicar la historia
puede colaborar en esta empresa. •