Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
expulse al Vaticano
Por Carlos Esteban | 21 marzo, 2019
Y en el cambio entra tanto que es difícil no ver que lo que antes se hacía se ha dejado de hacer, y lo que
antes se evitaba se ha empezado a hacer con entusiasmo.
De lo primero es bastante llamativo la actitud de la jerarquía con la causa de la familia natural, hace no
tanto tan identificada con la Iglesia Católica que era fácil confundirlos. Primero se nos pidió que no
nos “obsesionáramos” con esos asuntos. Ahora se celebra en Verona un encuentro de familias, y el
Vaticano ha empezado a marcar distancias.
Primero fue Parolin, el secretario de Estado, diciendo que le parecía bien “la sustancia, pero no las
formas”, sea lo que fuere lo que quiera decir. No creo que sea difamatorio, o siquiera discutible, que en
este pontificado no tiene el mismo peso la defensa de la familia, no ya que cuestiones doctrinales de
mayor alcance, sino incluso que la defensa del medio ambiente o la inmigración masiva, dos asuntos a
los que la Iglesia no puede decirse que haya dedicado hasta hoy una importancia exhaustiva, y
tampoco el Evangelio.
Otro cambio llamativo es la actitud con la ONU. La Organización de Naciones Unidas es, como su
propio nombre indica, la máxima expresión del globalismo y de la opinión de las élites, es decir, de lo
que antes llamaban los teólogos ‘el Mundo’, en oposición a la Iglesia. Esta ha mantenido hasta ahora
con la ONU relaciones, en el mejor de los casos, tirantes, especialmente por la agresiva política de la
organización internacional en defensa del aborto irrestricto, el neomaltusianismo rampante y una mal
disimulada fobia a la familia natural tanto como a la relación natural entre los sexos.
Pero eso era antes y esto es ahora, y ‘esto’ es algo denterosamente parecido a una luna de miel. Se nos
invita a seguir los dictados de la ONU en esto y en aquello, se celebra que la Santa Sede y la ONU
actúen coordinadamente y, en general, se nos pide que miremos a la organización con sede en Nueva
York como un agente del bien.
Pero el Mundo es un mal aliado para la Iglesia, algo que deberíamos haber aprendido en estos últimos
veinte siglos, y en la Santa Sede ha debido caer como una bomba que una asociación presuntamente
católica, Catholics for Human Rights, haya escrito al secretario general, Antonio Guterres, pidiendo que
retire al Vaticano su condición de observador permanente en la organización.
La razón que aduce la asociación es que la Santa Sede no puede participar en el desarrollo de las
políticas sobre el papel de la mujer mientras mantenga su doctrina sexista. No hay ni que decir que el
‘Catholics’ del nombre es, sin más, una pantalla conveniente para la enésima organización progresista,
en este caso una que ya antes ha urgido a una ‘reforma’ de las religiones en general y de la católica en
particular.
No es que creamos que la iniciativa, de momento, vaya a tener éxito, aunque la petición ha tenido eco
en medios de la talla del New York Times y el Washington Post. Pero es un primer indicio de lo que,
tarde o temprano, será un inevitable choque de trenes. La asociación tiene razón en que la doctrina
defendida desde siempre por la Iglesia católica es incompatible con los fines que se ha propuesto
Naciones Unidas. Ahora solo queda rezar para que, cuando llegue el momento, nuestra jerarquía no
tenga la tentación de aguar la doctrina para recibir las palmaditas en la espalda de los burócratas
globales.
El Concierto de Tres Culturas tiene la finalidad, según Arco Forum, de centrarse “en la promoción de
valores como la convivencia, la tolerancia y el diálogo, por medio de la creación de lazos entre
diferentes culturas facilitando su reconocimiento mutuo ofreciendo tres visiones diferentes del arte
sonoro a lo largo de la historia”.
Esta idea “facilitará el conocimiento y contribuirá al acercamiento de un gran público a las tres
tradiciones religiosas mediante la interpretación de estilos musicales cristianos, musulmanes y judíos-
sefardíes en un ambiente de respeto mutuo, fraternidad y colaboración”.
Con la Semana Mundial de la Armonía Interconfesional, que se viene celebrando desde 2011, se
quiere, según Arco Forum, “poner de relieve la necesidad imperiosa de que las distintas confesiones
y religiones dialoguen” para que “aumente la comprensión mutua, la armonía y la cooperación entre
las personas” y que “los imperativos morales de todas las religiones, convicciones y creencias incluyen
la paz, la tolerancia y la convivencia”.
El lema elegido para esta edición es “el desarrollo sostenible a través de la Armonía Interconfesional”.
A diferencia de otras ediciones del concierto, que se celebraba en el marco de la Semana Mundial de la
Armonía Interconfesional “declarada por la Asamblea General de las Naciones Unidas”, este año han
decidido celebrarlo de manera especial por tres motivos, según Arco Forum.
El concierto se ha organizado con el apoyo y “la amable colaboración del Arzobispado de Madrid, el
Centro Cultural Islámico de Fuenlabrada, ACC Arte Scritta, la Basílica-Parroquia Virgen Milagrosa, la
Comisión Ibérica del DIM, la Comunidad Judía Bet Janucá de Andalucía, la Parroquia de Nuestra
Señora del Buen Suceso, la Comunidad Judía Reformista de Madrid, el Foro Abraham y la Madrileña
TV”.
Hoy se ha dado a conocer un extracto del nuevo libro del cardenal guineano
Robert Sarah, prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de
los Sacramentos, y el sitio web Dominus est lo ha traducido del francés original.
Por su interés lo reproducimos aquí para nuestros lectores. El libro tiene como
título ‘Le soir approche et déjà le jour baisse’.
¿Por qué tomar de nuevo la palabra? En mi libro anterior, os invito al silencio. Sin embargo, no puedo
callarme. No debo callarme. Los cristianos están desorientados. Cada día, recibo de todas partes
las llamadas de auxilio de quienes ya no saben qué creer. Cada día, recibo en Roma a sacerdotes
desanimados y heridos. La Iglesia atraviesa la experiencia de la noche oscura. El misterio de
iniquidad la envuelve y la ciega.
Diariamente nos llegan noticias cada vez más aterradoras. No pasa ni una semana sin que un caso
de abuso sexual se nos revele. Cada una de estas revelaciones lacera nuestro corazón de hijos de la
Iglesia. Como decía san Pablo VI, el humo de Satanás nos invade. La Iglesia, que debería ser un lugar
de luz, se ha convertido en una madriguera de tinieblas. Ésta debería ser una casa familiar segura
y apacible, y ¡he ahí que se ha convertido en una cueva de ladrones! ¿Cómo podemos soportar que
entre nosotros, en nuestras filas, se haya introducido predadores? Numerosos sacerdotes fieles se
comportan cada día como pastores solícitos, en padres llenos de dulzura, en guías firmes. Pero ciertos
hombres de Dios se han convertido en agentes del Maligno. Estos han buscado profanar el alma de
los más pequeños. Han humillado la imagen de Cristo en cada niño.
Los sacerdotes del mundo entero se han sentido humillados y traicionados por tantas abominaciones.
Después de Jesús, la Iglesia vive el misterio de la flagelación. ¡Su cuerpo está lacerado. ¿Quiénes son
los que golpean? Aquellos mismos que deberían amarla y protegerla! Sí, me atrevo a tomar prestadas
las palabras del Papa Francisco: el misterio de Judas se cierne sobre nuestro tiempo. El misterio de la
traición transpira por los muros de la Iglesia. Los abusos sobre los menores lo revelan de la
manera más abominable. Pero se necesita tener el valor de mirar nuestro pecado a la cara: esta
traición ha sido preparada y causada por muchos otros, menos visibles, más sutiles pero al mismo
tiempo profundos. Vivimos después de mucho tiempo el misterio de Judas. Lo que ahora sale a la luz
tiene causas profundas que es necesario tener el valor de denunciar con claridad. La crisis que
vive el clero, la Iglesia y el mundo es radicalmente una crisis espiritual, una crisis de la
fe. Vivimos el misterio de la iniquidad, el misterio de la traición, el misterio de Judas.
Permítanme meditar con ustedes sobre la figura de Judas. Jesús le había llamado como a todos los
apóstoles. ¡Jesús le amaba! Él lo había enviado a anunciar la Buena Nueva. Pero poco a poco la duda se
apoderó del corazón de Judas. De manera insensible, se puso a juzgar la enseñanza de Jesús. Se dijo a
sí mismo: este Jesús es demasiado exigente, poco eficaz. Judas quiso hacer venir el Reino de Dios
sobre la tierra, enseguida, por medios humanos y según sus planes personales. Sin embargo,
había escuchado a Jesús decirle: « No son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni mis caminos son
vuestros caminos » (Is 55, 8). Judas se alejó a pesar de todo. Ya no escuchó a Cristo. Ya no le acompañó
en aquellas largas noches de silencio y de oración.
Judas se refugió en los asuntos del mundo. Se ocupó de la bolsa, del dinero y del comercio. El
mentiroso continuaba siguiendo a Cristo, pero ya no creía. Él murmuraba. La tarde del Jueves Santo, el
Maestro le había lavado los pies. Su corazón debió estar bien endurecido para no dejarse tocar. El
Señor estaba ahí frente a él, de rodillas, servidor humillado, lavando los pies de aquel que debía
entregarlo. Jesús posó sobre él una última vez su mirada llena de dulzura y de misericordia. Pero el
diablo ya se había introducido en el corazón de Judas; él no bajó la mirada. Interiormente, debió
pronunciar la antigua palabra de la revuelta: «non serviam», «no serviré». En la Última Cena, él
comulgó mientras que su proyecto esperaba. Aquella fue la primera comunión sacrílega de la
historia. Y él traicionó.
Judas es para la eternidad el nombre del traidor y su sombra se cierne hoy sobre nosotros. Sí, como él,
¡hemos traicionado! Hemos abandonado la oración. El mal del activismo eficaz se infiltró por
doquier. Buscamos imitar la organización de las grandes empresas. Olvidamos que sólo la
oración es la sangre que puede irrigar el corazón de la Iglesia. Afirmamos que tenemos tiempo para
perder. Queremos emplear ese tiempo en obras sociales útiles. Aquel que ya no reza, ya ha
traicionado. Ya está listo para todos los compromisos con el mundo. Camina sobre el camino de
Judas.
Toleramos todas las puestas en causa. La doctrina católica es puesta en duda. En nombre de
posturas llamadas intelectuales, los teólogos se divierten deconstruyendo los dogmas,
vaciando la moral de su sentido profundo. El relativismo es la máscara de Judas disfrazada de
intelectual. ¿Cómo asombrarse cuando nos enteramos que tantos sacerdotes rompen sus
compromisos? Relativizamos el sentido del celibato, reivindicamos el derecho a tener una vida
privada, lo que es contrario a la misión del sacerdote. Algunos llegan incluso a exigir el derecho a
conductas homosexuales. Los escándalos se suceden, entre los sacerdotes y entre los obispos.
El misterio de Judas se extiende. Quiero entonces decir a todos los sacerdotes: Permaneced
fuertes y rectos. Ciertamente, por causa de algunos ministros, seréis etiquetados como
homosexuales. Se arrastrará al lodo a la Iglesia católica. Se la presentará como si estuviera
compuesta por completo de sacerdotes hipócritas y ávidos de poder. Que vuestro corazón no se turbe.
El Viernes Santo, Jesús fue acusado de todos los crímenes del mundo, y Jerusalén gritaba:
«¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!» No obstante las encuestas tendenciosas que os presentan la situación
desastrosa de eclesiásticos irresponsables con una anémica vida interior, al mando del mismo
gobierno de la Iglesia, permaneced serenos y confiados como la Virgen y San Juan al pie de la Cruz. Los
sacerdotes, los obispos y los cardenales sin moral no empañarán en nada el testimonio luminoso de
más de cuatrocientos mil sacerdotes a través del mundo que, cada día y en fidelidad, sirven santa y
alegremente al Señor. A pesar de la violencia de los ataques que pueda sufrir, La Iglesia no
morirá. Es la promesa del Señor, y su palabra es infalible.
Los cristianos tiemblan, vacilan, dudan. He querido este libro [‘Le soir approche et déjà le jour baisse’]
para ellos. Para decirles:
¡No duden! ¡Mantengan firme la doctrina! ¡Mantengan la oración! He querido este
libro para reconfortar a los cristianos y a los sacerdotes fieles.
El misterio de Judas, el misterio de la traición, es un veneno sutil. El diablo busca hacernos dudar de
la Iglesia. Quiere que la veamos como una organización humana en crisis. Sin embargo, ella es más
que eso: ella es Cristo continuado. El diablo nos empuja a la división y al cisma.
PUBLICIDAD
El diablo quiere hacernos creer que la Iglesia ha traicionado. Pero la Iglesia no traiciona. La
Iglesia, llena de pecadores, ¡ella misma es sin pecado! Habrá siempre bastante luz en ella para quienes
buscan a Dios. No seáis tentados por el odio, la división, la manipulación. No se trata de crear un
partido, de dirigirnos los unos contra los otros: «El Maestro nos ha puesto en guardia contra estos
peligros al punto de tranquilizar al pueblo, incluso respecto a los malos pastores: no era necesario que
a causa de ellos se abandonara la Iglesia, este púlpito de la verdad […] No nos perdamos entonces en
el mal de la división, por causa de aquellos que son malvados», decía ya San Agustín (carta 105).
La Iglesia sufre, ella es burlada y sus enemigos están al interior. No la abandonemos. Todos los
pastores son hombres pecadores, pero llevan en ellos el misterio de Cristo.
¿Qué hacer entonces? No se trata de organizar y poner en obra estrategias. ¿Cómo creer que
podríamos mejorar por nosotros mismos las cosas? Ello sería entrar todavía en la ilusión
mortífera de Judas.
Ante la avalancha de pecados en las filas de la Iglesia, estamos tentados a querer tomar las
cosas en nuestras manos.
Estamos tentados a querer purificar la Iglesia por nuestras propias fuerzas. Esto sería un error.
¿Qué haríamos nosotros? ¿Un partido? ¿Una corriente? Tal es la tentación la más grave: el oropel de la
división. Bajo pretexto de hacer el bien, nos dividimos. No reformamos la Iglesia por la división y el
odio. ¡Reformamos la Iglesia comenzando por cambiarnos a nosotros mismos! No dudemos,
cada uno en nuestro lugar, en denunciar el pecado comenzando por el nuestro.
Tiemblo ante la idea de que la túnica sin costuras de Cristo corra el riesgo de ser desgarrada de nuevo.
Jesús sufrió la agonía viendo por adelantado las divisiones de cristianos. ¡No le crucifiquemos de
nuevo! Su corazón nos suplica: ¡tiene sed de unidad! El diablo teme ser nombrado por su nombre. Él
ama envolverse en la niebla de la ambigüedad. Seamos claros. «Mal nombrar las cosas, es sumar a la
desgracia del mundo», decía Albert Camus.
En este libro no dudaré en tener un lenguaje firme. Con la ayuda del escritor Nicolas Diat, sin quien
pocas cosas habrían sido posibles y que ha estado desde que escribí ‘Dios o nada’ con una fidelidad sin
falla, quiero inspirarme en la palabra de Dios que es como una espada de dos filos. No tengamos
miedo de decir que la Iglesia tiene necesidad de una reforma profunda y que ésta última pasa
por nuestra conversión.
A menudo me preguntan: ¿Qué debemos hacer? Cuando la división amenaza, es necesario reforzar la
unidad. Ésta no tiene nada que ver con una atención del cuerpo como existe en el mundo. La unidad de
la Iglesia tiene su fuente en el corazón de Jesucristo. Debemos mantenernos cerca de él. Ese corazón
que ha sido abierto por la lanza para que podamos refugiarnos en él, será nuestra casa. La unidad de la
Iglesia reposa sobre cuatro columnas. La oración, la doctrina católica, el amor a Pedro y la caridad
mutua deben convertirse en las prioridades de nuestra alma y de todas nuestras actividades.
No hay un caso histórico de un Papa que haya perdido el papado durante su mandato
debido a una herejía o supuesta herejía. El Papa Honorio I (625-638) fue póstumamente
excomulgado por tres Concilios Ecuménicos (el Tercer Concilio de Constantinopla en
681, el Segundo Concilio de Nicea en 787 y el Cuarto Concilio de Constantinopla en
870) con el argumento de que apoyaba la doctrina herética de aquellos que
promovieron el monoteletismo, ayudando así a difundir esta herejía. En la carta con la
que el Papa San León II (+ 682-683 ) confirmó los decretos del Tercer Concilio de
Constantinopla, declaró el anatema sobre el Papa Honorio (“anathematizamus
Honorium”), indicando que su predecesor “Honorio, que no iluminó esta Iglesia
apostólica con la doctrina de la tradición apostólica, sino que intentó subvertir la
inmaculada fe con una impía traición”. (Denzinger-Schönmetzer, n. 563)
Dom Prosper Guéranger dio una breve y lúcida explicación teológica y espiritual de este
caso concreto de un Papa herético, diciendo: “¡Pero qué habilidad hubo en esta
campaña del diablo! Y en los abismos ¡qué aplausos el día en que [Papa Honorio] el
representante del que es la luz, se creyó que estaba complicado con los poderes de las
tinieblas para introducir la oscuridad y la confusión! Evita, oh León, que se repitan
situaciones tan dolorosas”. (El Año Litúrgico, Burgos 1955, vol. 4, p. 533)
También está el hecho de que durante dos mil años nunca hubo un caso de un Papa
que durante su mandato fuera declarado depuesto por el delito de herejía. El Papa
Honorio I fue declarado anatema solo después de su muerte. El último caso de un Papa
herético o semi-herético fue el caso del Papa Juan XXII (1316 – 1334) cuando enseñó su
teoría de que los santos disfrutarían de la visión beatífica solo después del Juicio Final
en la Segunda Venida de Cristo. El tratamiento de ese caso particular en esos tiempos
fue el siguiente: hubo advertencias públicas (Universidad de París, Rey Felipe VI de
Francia), una refutación de las teorías papales equivocadas a través de varias
publicaciones teológicas y una corrección fraterna en nombre del Cardenal Jacques
Fournier, quien finalmente se convirtió en su sucesor como el Papa Benedicto XII (1334
– 1342 ).
La Iglesia, en los muy raros casos concretos de un pontífice que comete graves errores
teológicos o herejías, definitivamente podría convivir con un Papa así. La práctica de la
Iglesia hasta ahora fue el de dejar el juicio final sobre un Papa herético reinante a sus
sucesores o a un futuro Concilio Ecuménico, como en el caso del Papa Honorio I. Lo
mismo probablemente habría ocurrido con el Papa Juan XXII, si no se hubiera
retractado de su error.
Los papas fueron depuestos varias veces por poderes seculares o por grupos
criminales. Esto ocurrió especialmente durante la llamada edad oscura (siglos X y XI),
cuando los emperadores alemanes depusieron a varios papas indignos, no por su
herejía, sino por su escandalosa vida inmoral y su abuso de poder. Sin embargo, nunca
fueron depuestos de acuerdo con un procedimiento canónico, ya que eso es imposible
debido a la estructura divina de la Iglesia. El Papa obtiene su autoridad directamente de
Dios y no de la Iglesia; por lo tanto, la Iglesia no puede deponerlo por ninguna razón.
La teoría u opinión teológica de que un Papa herético puede ser depuesto o perder el
cargo era ajena al primer milenio. Se originó solo en la Alta Edad Media, en una época
en que el Papa-centrismo llegó a un cierto ápice, cuando inconscientemente el Papa se
identificó con la Iglesia como tal. Esto presagiaba ya, en la raíz, la actitud mundana de
un príncipe absolutista según el lema: “L’État, c’est moi!” O en términos eclesiásticos:
“¡Yo soy la Iglesia!”
La opinión, que dice que un Papa herético ipso facto pierde su cargo, se convirtió en
una opinión común a partir de la Alta Edad Media hasta el siglo XX. Sigue siendo una
opinión teológica y no una enseñanza de la Iglesia y, por lo tanto, no puede reclamar la
calidad de una enseñanza constante y perenne de la Iglesia como tal, ya que ningún
Concilio Ecuménico y ningún Papa han apoyado explícitamente tal opinión. La Iglesia,
sin embargo, condenó a un Papa herético, pero solo póstumamente y no durante su
mandato. Incluso si algunos Santos Doctores de la Iglesia (como San Roberto
Bellarmino, San Francisco de Sales) sostuvieron tal opinión, no demuestra su certeza o
el hecho de un consenso doctrinal general. De hecho se sabe que algunos doctores de
la Iglesia se han equivocado; tal es el caso de Santo Tomás de Aquino con respecto a la
cuestión de la Inmaculada Concepción, el asunto de la materia del sacramento de las
Órdenes o el carácter sacramental de la ordenación episcopal.
Hubo un período en la Iglesia en el que hubo, por ejemplo, una opinión teológica
común objetivamente errónea que afirmaba que la entrega de los instrumentos era la
materia del sacramento del Orden, una opinión, sin embargo, que no podía invocar la
antigüedad y la universalidad, aunque tal opinión fue, por un tiempo limitado, apoyada
por un Papa (por el decreto de Eugenio IV) o por libros litúrgicos (aunque por un
período limitado). Sin embargo, esta opinión común fue corregida posteriormente por
Pío XII en 1947.
La teoría de deponer a un Papa herético o la pérdida de su cargo ipso facto por herejía,
es solo una opinión teológica que no cumple con las categorías teológicas necesarias
de antigüedad, universalidad y consenso (semper, ubique, ab omnibus). No ha habido
pronunciamientos del Magisterio ordinario universal o del Magisterio papal, que
apoyen las teorías de la deposición de un Papa herético o de la pérdida de su
cargo ipso facto por herejía. Según una tradición canónica medieval, que luego se
recopiló en el Corpus Iuris Canonici (la ley canónica válida en la Iglesia latina hasta
1918), un Papa podría ser juzgado en el caso de la herejía: “Papa a nemine est
iudicandus, nisi deprehendatur a fide devius”, es decir, “el Papa no puede ser juzgado
por nadie, a menos que se lo haya encontrado desviándose de la fe” (Decretum
Gratiani , Prima Pars, dist. 40, c. 6, 3. pars). El Código de Derecho Canónico de 1917, sin
embargo, eliminó la norma del Corpus Iuris Canonici, que hablaba de un Papa
herético. El Código de Derecho Canónico de 1983 tampoco contiene tal norma.
La Iglesia siempre ha enseñado que incluso una persona herética, que es excomulgada
automáticamente debido a una herejía formal, puede, sin embargo, administrar los
sacramentos de manera válida y que un sacerdote herético o excomulgado
formalmente puede, en un caso extremo, ejercer incluso un acto de jurisdicción
impartiéndole a un penitente absolución sacramental. Las normas de la elección papal,
que fueron válidas hasta que Pablo VI incluido, admitieron que incluso un cardenal
excomulgado podría participar en la elección papal y él mismo podría ser elegido Papa:
“Ningún cardenal elector podrá ser excluido de la elección, activa o pasiva, del Sumo
Pontífice, a causa o bajo pretexto de excomunión, suspensión, entredicho u otro
impedimento eclesiástico; estas censuras deberán ser consideradas en suspenso
solamente por lo que se refiere a tal elección.” (Pablo VI, constitución
apostólica Romano Pontifice eligendo, n. 35). Este principio teológico debe aplicarse
también al caso de un obispo herético o un Papa herético, que a pesar de sus herejías
puede realizar válidamente actos de jurisdicción eclesiástica y, por lo tanto, no
pierden su cargo ipso facto por herejía.
Un cisma formal, con dos o más pretendientes al trono papal, que sería una
consecuencia inevitable de una deposición incluso canónicamente promulgada de un
Papa, necesariamente causará más daño a la Iglesia en su conjunto que un período
relativamente corto y muy raro en que un Papa difunde errores doctrinales o
herejías. La situación de un Papa herético siempre será relativamente corta en
comparación con los dos mil años de la existencia de la Iglesia. Uno tiene que dejar este
caso raro y delicado a la intervención de la Divina Providencia.
Uno puede desheredar a los hijos de una familia. Sin embargo, uno no puede
desheredar al padre de una familia, por muy culpable o monstruoso que sea su
comportamiento. Esta es la ley de la jerarquía que Dios ha establecido incluso en la
creación. Lo mismo se aplica al Papa, quien durante su mandato es el padre espiritual
de toda la familia de Cristo en la tierra. En el caso de un padre criminal o monstruoso,
los niños deben apartarse de él o evitar el contacto con él. Sin embargo, no pueden
decir: “Elegiremos a un nuevo y buen padre de nuestra familia”. Sería contra el sentido
común y contra la naturaleza. El mismo principio debería ser aplicable, por lo tanto, a la
cuestión de deponer a un Papa herético. El Papa no puede ser depuesto por nadie, solo
Dios puede intervenir y lo hará en su tiempo, ya que Dios no falla en su providencia
(“Deus in sua dispositione non fallitur”). Durante el Concilio Vaticano I, el obispo Zinelli,
relator de la comisión conciliar sobre la fe, habló en estos términos sobre la posibilidad
de un Papa herético: “Si Dios permite un mal tan grande (es decir, un Papa herético), los
medios para remediar tal situación no faltarán” (Mansi 52, 1109).
Uno puede imaginar que en el futuro la autoridad suprema de la Iglesia (el Papa o un
Concilio Ecuménico) podría estipular las siguientes normas canónicas vinculantes o
similares para el caso de un Papa herético o un Papa manifiestamente heterodoxo:
Los episodios narrados en el Evangelio acerca de cómo Nuestro Señor calmó el mar
tormentoso y rescató a Pedro que se estaba hundiendo en el agua, nos enseñan que
incluso en la situación más dramática y humanamente desesperada de un Papa
herético, todos los Pastores de la Iglesia y los fieles deben creer y confiar en que Dios
intervendrá en su Providencia y Cristo calmará la tormenta y restaurará en los sucesores
de Pedro, sus vicarios en la tierra, la fuerza para confirmar a todos los pastores y fieles
en la fe católica y apostólica.
El Papa San Agatón (678 – 681), quien tuvo la difícil tarea de limitar el daño que el Papa
Honorio I causó a la integridad de la Fe, dejó vívidas palabras de un llamamiento
ardiente a cada sucesor de Pedro, quien debe estar siempre atento a su grave deber de
resguardar la pureza virginal del Depósito de Fe: “¡Ay de mí, si me olvido de predicar la
verdad de mi Señor, que ha predicado sinceramente! ¡Ay de mí, si cubro con silencio la
verdad que me ha sido ordenado dar a mi grey, es decir, enseñar al pueblo cristiano e
imbuirlo en ella! ¿Qué diré en el examen futuro hecho por Cristo mismo, si me sonrojo,
– ¡Dios no permita! – por predicar aquí la verdad de sus palabras? ¿Qué satisfacción
podré dar por mí mismo, qué por las almas comprometidas conmigo, cuando Él exija
un informe estricto del oficio que he recibido?” (Ep. “Consideranti mihi” ad Imperatores)
Cuando el primer Papa, San Pedro, estaba materialmente encadenado, toda la Iglesia
imploró su liberación: “Pedro estaba encarcelado pero la iglesia hacía sin cesar oración
a Dios por él.” (Hechos 12: 5). Cuando un Papa está propagando errores o incluso
herejías, está en cadenas espirituales o en una prisión espiritual. Por lo tanto, toda la
Iglesia debe orar sin cesar por su liberación de esta prisión espiritual. Toda la Iglesia
debe tener una perseverancia sobrenatural en tal oración y una confianza sobrenatural
en el hecho de que es Dios quien gobierna a Su Iglesia en última instancia y no el Papa.
Cuando el Papa Honorio I (625 – 638) adoptó una actitud ambigua hacia la
propagación de la nueva herejía del monotelismo, San Sofronio, patriarca de Jerusalén,
envió a un obispo de Palestina a Roma, diciéndole las siguientes palabras: “Vaya a la
Sede Apostólica, dónde están los cimientos de la santa doctrina, y no deje de orar hasta
que la Sede Apostólica condene la nueva herejía”.
Al lidiar con el trágico caso de un Papa herético, todos los miembros de la Iglesia,
comenzando con los obispos, hasta los simples fieles, tienen que usar todos los medios
legítimos, como las correcciones privadas y públicas del Papa errante, constantes y
ardientes oraciones y profesiones públicas de la verdad para que la Sede apostólica
pueda nuevamente profesar con claridad las verdades divinas, que el Señor confió a
Pedro y a todos sus sucesores. “Así el Espíritu Santo fue prometido a los sucesores de
Pedro, no de manera que ellos pudieran, por revelación suya, dar a conocer alguna
nueva doctrina, sino que, por asistencia suya, ellos pudieran guardar santamente y
exponer fielmente la revelación transmitida por los Apóstoles, es decir, el depósito de la
fe.” (Concilio Vaticano I, Constitución Dogmática Pastor Aeternus, cap. 4)
Cada Papa y todos los miembros de la Iglesia deben recordar las palabras sabias y
atemporales, que el Concilio Ecuménico de Constanza (1414 – 1418) pronunció sobre el
Papa como la primera persona en la Iglesia que está obligada por la Fe y que debe
escrupulosamente velar por la integridad de la fe: “Dado que el Romano Pontífice
ejerce el poder tan grande entre los mortales, es justo que se le vincule a todos los
lazos indiscutibles de la fe y los ritos que deben ser observados con respecto a los
sacramentos de la Iglesia. Por lo tanto, decretamos y ordenamos, con el fin de que la
plenitud de la fe brille en un futuro Pontífice Romano con singular esplendor desde el
primer momento de ser Papa, de este momento en adelante el que será elegido
Romano Pontífice deberá hacer la siguiente confesión y profesión en pública.”
(Trigésima novena sesión del 9 de octubre de 1417, ratificado por el Papa Martín V).
En la misma sesión, el Concilio de Constanza decretó que todo Papa recién elegido
debía hacer un juramento de fe, proponiendo la siguiente fórmula, de la cual citamos
los pasajes más importantes:
“Yo, N., elegido Papa, con corazón y boca confieso y profeso al Dios todopoderoso, que
creeré firmemente y mantendré la fe católica según las tradiciones de los apóstoles, de
los concilios generales y de otros santos padres. Conservaré esta fe sin cambios hasta el
último punto y la confirmaré, defenderé y predicaré hasta el punto de la muerte y el
derramamiento de mi sangre, y seguiré y observaré en todo sentido el rito transmitido
de los sacramentos eclesiásticos de la Iglesia Católica.”
El mismo juramento papal nombró, en términos concretos, fidelidad a la lex credendi (la
Regla de la fe) y a la lex orandi (la Regla de la oración). Con respecto a la lex credendi (la
Regla de Fe), el texto del juramento dice:
“Verae fidei rectitudinem, quam Christo autore tradente, per successores tuos atque
discipulos, usque ad exiguitatem meam perlatam, in tua sancta Ecclesia reperi, totis
conatibus meis, usque ad animam et sanguinem custodire, temporumque difficultates,
cum tuo adjutorio, toleranter sufferre” (“Prometo mantener con todas mis fuerzas,
hasta el punto de la muerte y el derramamiento de mi sangre, la integridad de la
verdadera fe, cuyo autor es Cristo y que a través de sus sucesores y discípulos fue
entregado a mi, humilde servidor, y que encontré en su Iglesia. Prometo también
soportar con paciencia las dificultades de la época”).
Pío X se convirtió en el primer Papa en la historia de la Iglesia Latina que realizó una
reforma tan radical del orden de la salmodia (cursus psalmorum) que dio como
resultado la construcción de un nuevo tipo de Oficio Divino con respecto a la
distribución de los Salmos. El siguiente caso fue el Papa Pío XII, quien aprobó para el
uso litúrgico una versión latina radicalmente cambiada de los milenarios y melodiosos
textos del Salterio de la Vulgata. La nueva traducción al latín, el llamado “Salmo Piano”,
era un texto artificialmente fabricado por académicos y, en su artificialidad, difícilmente
se podía pronunciar. Esta nueva traducción latina, acertadamente criticada con el
adagio “accessit latinitas, recessit pietas”, fue de facto rechazado por toda la Iglesia bajo
el pontificado del Papa Juan XXIII. El Papa Pío XII también cambió la liturgia de la
Semana Santa, un tesoro litúrgico de la Iglesia de milenios de antigüedad, al
introducir rituales inventados parcialmente ex novo. Los verdaderos cambios litúrgicos
sin precedentes, sin embargo, fueron ejecutados por el Papa Pablo VI con la reforma
revolucionaria del rito de la Misa y de del rito de todos los otros sacramentos, una
reforma litúrgica de tal radicalidad ningún Papa antes osaba efectuar.
La siguiente oración de Dom Prosper Guéranger, en la que se elogia al Papa San León II
por su ardua defensa de la integridad de la Fe después de la crisis causada por el Papa
Honorio I, debería ser rezada por cada Papa y todos los fieles, especialmente en nuestro
tiempo:
“San León, Mantén al pastor por encima de la región de las nieblas traidoras que suben
de la tierra; conserva en el rebaño esta oración de la Iglesia que debe hacerse
continuamente a Dios por él: (Hc. 13, 5) y Pedro, aunque haya sido enterrado en el
fondo de las cárceles más oscuras, no cesará de contemplar el brillo claro del Sol de
justicia; y todo el cuerpo de la Santa Iglesia estará en la luz. Porque dice Cristo: el ojo
ilumina el cuerpo; si el ojo es sencillo, todo el cuerpo resplandecerá (Mt. 6, 22).
Aleccionados por ti sobre el valor del beneficio que el Señor confirió al mundo al
apoyarle en la enseñanza infalible de los sucesores de Pedro, estaremos mejor
preparados para celebrar mañana la solemnidad que se anuncia. Ahora ya conocemos
la consistencia de la roca que sostiene a la Iglesia; sabemos que las puertas del infierno
no prevalecerán contra ella (Mt. 16, 18). Porque jamás el esfuerzo de estos poderes del
abismo llegó tan allá como en la triste crisis [del Papa Honorio] a la cual tú pusiste fin;
ahora bien, su éxito, por doloroso que fuese, no estaba en contra de las promesas
divinas: la asistencia infalible del Espíritu de verdad no se prometió al silencio [el apoyo
de la herejía del Papa Honorio] de Pedro, sino a su enseñanza.” (El Año Litúrgico, Burgos
1955, vol. 4, p. 533-534)
La Iglesia tiene un carácter tan divino que puede existir y vivir por un período limitado
de tiempo, a pesar de un Papa herético reinante, precisamente por la verdad de que el
Papa no es sinónimo o idéntico a la Iglesia. La Iglesia tiene un carácter tan divino que
incluso un Papa herético no puede destruirla, aunque dañe gravemente la vida de la
Iglesia, pero su acción tiene una duración limitada. La Fe de toda la Iglesia es mayor y
más fuerte que los errores de un Papa herético y esta Fe no puede ser derrotada, ni
siquiera por un Papa herético. La constancia de toda la Iglesia es mayor y más duradera
que el desastre relativamente breve de un Papa herético. La roca verdadera sobre la
que reside la indestructibilidad de la fe y la santidad de la Iglesia es Cristo mismo,
siendo el Papa solo su instrumento, como cada obispo y sacerdote es solamente un
instrumento de Cristo Sumo Sacerdote.
La salud doctrinal y moral de la Iglesia no depende exclusivamente del Papa, ya que por
ley divina la salud doctrinal y moral de la Iglesia está garantizada en situaciones
extraordinarias de un Papa herético por la fidelidad de la enseñanza de los obispos y,
en última instancia, también por la fidelidad de la totalidad de los fieles laicos, como el
Beato John Henry Newman y la Historia lo demuestran suficientemente. La salud moral
y doctrinal de la Iglesia no depende en tal medida de los errores doctrinales
relativamente cortos de un solo Papa que deje vacante a la Sede Papal. Como la Iglesia
puede soportar un tiempo sin Papa, como ya ocurrió en la Historia por un período de
incluso varios años, la Iglesia es tan fuerte por la constitución divina que también puede
suportar a un Papa herético de corta duración.
El acto de deposición de un Papa por herejía o declarar vacante su cátedra por pérdida
del papado ipso facto por herejía, sería una novedad revolucionaria en la vida de la
Iglesia, y tiene que ver con un tema muy importante de la constitución y la vida de la
Iglesia. Uno tiene que seguir en un asunto tan delicado, incluso si es de naturaleza
práctica y no estrictamente doctrinal, el modo más seguro (via tutior) del sentido
perenne de la Iglesia. A pesar del hecho de que tres concilios ecuménicos sucesivos (el
Tercer Concilio de Constantinopla en 681, el Segundo Concilio de Nicea en 787 y el
Cuarto Concilio de Constantinopla en 870) y el Papa San León II en 682 excomulgaron
al Papa Honorio I por herejía, ellos no declararon ni siquiera implícitamente que
Honorio haya perdido el papado ipso facto por herejía. De hecho, el pontificado del
Papa Honorio I fue considerado válido incluso después de haber apoyado la herejía en
sus cartas al Patriarca Sergio en 634, ya que reinó después de eso otros cuatro años
hasta el 638.
20 de marzo de 2019