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EL MESTIZAJE EN MÉXICO

Adolfo García de la Sienra


Facultad de Economía
Instituto de Filosofía
Universidad Veracruzana

1. Introducción
¿Quiénes son los mexicanos?, ¿de dónde provienen?, ¿hacia dónde van (o de-
bieran ir)? La primera interrogante pregunta por la identidad de los mexica-
nos, la segunda por su origen y la tercera por cuál de los factibles futuros que
se les abren debieran de optar. Desde luego, no es posible contestar la prime-
ra pregunta sin contestar la segunda, como es imposible contestar la tercera
sin contestar las dos anteriores. El objetivo del presente trabajo es ofrecer una
respuesta a la pregunta por el origen.

2. El origen
La comprensión del origen del mexicano se ha visto obnubilada por leyenda,
mito y distorsión, y esto ha creado serios problemas de identidad. El británico
anglicanismo fomentó siempre la Leyenda Negra en un intento por demostrar
la supuesta inferioridad de los católicos españoles —a los que pintaban como
haraganes, rapaces y libidinosos— supongo que como base de la legitimidad
de los ataques de sus corsarios y piratas a los buques y puertos españoles. Esta
leyenda ha sido fomentada también por los liberales mexicanos, por lo demás
bastante identificados con la ideología estadounidense de principios del siglo
XIX , ya que veían al vecino del norte como una especie de modelo a seguir,
frente al supuesto atraso y oscurantismo que representaba la herencia hispá-
nica. Como señala Meyer (1994: 25-31), la derrota sufrida por el incipiente
Estado Mexicano en la guerra contra la Unión Americana (que le costó la
“pérdida” de un territorio que realmente nunca había alcanzado a poblar)

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desató en varios pensadores mexicanos, los liberales, un anticlericalismo im-


pulsado por la convicción de que la religión impuesta por el conquistador era
la causante del atraso del pueblo mexicano. Éste es el origen de las Leyes de
Reforma y de una fuerza política que desde luego ha tenido una gran relevan-
cia en la conformación del México moderno.
Uno de los mitos y distorsiones más perniciosos es el relativo al origen del
mestizaje. Octavio Paz dibujó este mito con una gran fuerza poética en el La-
berinto de la soledad, donde escribió:
La Chingada es la Madre violada. . . . La Chingada es . . . pasiva. Su pasividad
es abyecta: no ofrece resistencia a la violencia, es un montón inerte de
sangre, huesos y polvo. Su mancha es constitucional y reside . . . en su
sexo. Esta pasividad abierta al exterior la lleva a perder su identidad: es la
Chingada. Pierde su nombre, no es nadie ya, se confunde con la nada, es
la Nada. Y sin embargo, es la atroz encarnación de la condición femenina.
( Paz 1981: 94)
A Paz no le pareció inadecuado asociar esta representación a la Conquista:
Si la Chingada es una representación de la Madre violada, no me parece
forzado asociarla a la Conquista, que fue también una violación, no sola-
mente en el sentido histórico, sino en la carne misma de las indias. El sím-
bolo de la entrega es la Malinche, la amante de Cortés. Es verdad que ella
se da voluntariamente al conquistador, pero éste, apenas deja de serle útil,
la olvida. Doña Marina se ha convertido en una figura que representa a las
indias, fascinadas, violadas o seducidas por los españoles. ( Paz 1981: 94)
Debido al conflicto que revela la presencia del mito de la Chingada en la
imaginación y sensibilidad de los mexicanos, éstos han llegado a los extremos
del hispanismo o el indigenismo. Pero ambos extremos reniegan de los orí-
genes de México, en los que están entreverados lo indígena con lo español e
inclusive cierta influencia africana y asiática, y los condenan. Es por ello —dice
Paz— que
la tesis hispanista que nos hace descender de Cortés con exclusión de la
Malinche, es el patrimonio de unos cuantos extravagantes —ni siquiera son
blancos puros. Y otro tanto se puede decir de la propaganda indigenista,
que también está sostenida por criollos y mestizos maniáticos, sin que jamás
los indios le hayan prestado atención. El mexicano no quiere ser ni indio
ni español. Tampoco quiere descender de ellos. Los niega. Y no se afirma
en tanto que mestizo sino como abstracción: es un hombre. Se vuelve hijo
de la nada. Él empieza en sí mismo. ( Paz 1981: 95-96)
Es por ello que a los liberales del siglo XIX y principios del XX les cuadró de
maravilla la antropología filosófica de la Ilustración, con su concepto abstracto
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del hombre y su tendencia a negar toda tradición para recomenzar “desde ce-
ro”. El indigenismo que caracterizó a la demagogia de los regímenes de la Re-
volución Mexicana, en cambio, arroja dudas sobre su carácter supuestamente
liberal. Más bien, estos regímenes adoptaron la mitología de la Malinche co-
mo uno de los pilares de su ideología, fomentando en los mexicanos una baja
autoestima y una tendencia a la autodenigración.
¿Cómo resolver este conflicto sin recurrir a la negación de nuestro pasado,
sin desconocer los valiosos y ricos orígenes virreinales, pero también la pizca
de verdad que se encierra en el liberalismo? ¿Cuál es la clave para superar
ese problema? La respuesta está en el conocimiento de la verdad histórica: la
verdad nos hará libres.
Para comenzar, el símbolo de Cortés y la Malinche, si bien es conveniente
para transmitir la idea del mestizaje en un mural, no es más que una pobre
metáfora que —como toda metáfora que se estira en demasía— termina falsi-
ficando la realidad. De hecho, la relación de Cortés con Doña Marina no es
representativa de la forma en que se realizó el mestizaje en el Virreinato. Ade-
más se olvidan las circunstancias individuales que rodearon la relación entre
esos dos personajes. La entrega de Malintzin a Cortés en Tabasco se encuadra-
ba en una costumbre muy arraigada entre los pueblos indígenas, que era la de
entregar mujeres como presentes a dignatarios de otras tribus o grupos polí-
ticos. Si tomamos en cuenta el hecho de que Cortés se encontraba muy lejos
de su esposa, rodeado de peligros en una tierra extraña y hostil, en medio de
una guerra, y con el apoyo de una joven inteligente y bella como Malintzin, se
entiende —aunque moralmente no se pueda justificar— el engarce amoroso
que tuvo lugar entreambos. Se ha criticado que Cortés nunca quiso honrar a
Malintzin casándose con ella, pero la realidad es que no hubiera podido ha-
cerlo incluso si lo hubiera querido: ya estaba casado en España y al llegar su
esposa a Coatzacoalcos tuvo que renunciar a Malintzin casándola con uno de
sus capitanes. La esposa murió la misma noche que llegó a Coyoacán, pero ya
Malintzin se hallaba casada en ese momento. La sugerencia de que Cortés des-
preció a Malintzin porque no se casó en segunda nupcias con mujer indígena,
sino con otra española, es una mera suposición probablemente basada en la
autodenigración que sufren quienes dicen esas cosas. Desde luego, el español
nunca vio a la mujer indígena como inferior a la española en términos de atri-
butos femeninos o en general humanos, pero hay que tener en cuenta que las
diferencias culturales y sociales podían ser definitivas. Naturalmente, después
de la Conquista un caballero español prefería casarse con española antes que
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con indígena pero la única razón de ello era la posición social: si había indíge-
na noble disponible, ese obstáculo se obviaba y por ello prácticamente todas
las princesas aztecas y tlaxcaltecas terminaron casadas con algún conquistador.
Los hijos de estas uniones son lo que se conoce como la élite de los llamados
“criollos”. Por ejemplo,
Gonzalo Cano Moctezuma, hijo de Juan Cano e Isabel Moctezuma, se es-
tableció como uno de los líderes de la nobleza criolla. Martín Cortés, el
ilegítimo hijo mestizo de Cortés y Doña Marina, y medio hermano del otro
Martín Cortés, el hijo legítimo y heredero de Cortés, fue también un noble
prominente. Doña Leonor de Alvarado Xicoténcatl, la hija mestiza legiti-
mizada de Pedro de Alvarado y una hermana del cacique tlaxcalteca Xi-
coténcatl, se elevó tan alto como para llegarse a casar con un primo del
Duque de Albuquerque, uno de los más grandes nobles de Castilla. ( Israel
1975: 62)

En la década de 1520 a 1540 “sólo 6 por ciento de los inmigrantes de Espa-


ña habían sido mujeres”. Sin embargo, “las muchachas ‘españolas’ [es decir,
mestizas hijas de caballeros encumbrados y madre indígena de alcurnia], lejos
de ser escasas, se hallaban en exceso y esto deprimió la tasa de matrimonios
mixtos casi hasta cero; pues, en general, no se pensaba que fuera apropiado u
honorable que los españoles se casaran con mujeres indígenas” (Israel 1975:
61). Pero creo que a estas alturas debemos tener en claro que ello se debía
a razones de clase social y no raciales: “cuando los conquistadores tomaban
esposas indígenas, usualmente aspiraban al estrato más alto de la sociedad na-
tiva” (ibid).
A pesar de que la bula Altitudo divini consili del papa Paulo III, la cual dejó
fuera de duda que los naturales del Nuevo Mundo podían recibir los sacra-
mentos, se publicó en 1537, ya para el año de 1534 en Puebla la mitad de los
españoles casados lo estaban con mujer indígena. Pero Puebla fue una ciudad
“española” sumamente ordenada y disciplinada. Por unos años después de la
Conquista se encontraron vagando por el Virreinato varios barbajanes españo-
les con pretensiones de hidalguía que se entrometían en las zonas indígenas
causando toda suerte de estropicios en contra de los indígenas y sus mujeres.
Fue una tarea que se propuso la nueva administración virreinal la de controlar
a esos sujetos obligándolos a casarse y a establecerse en un pueblo español. Sin
embargo, los delitos de esos pelafustanes —aislados y fuera de la ley— no mar-
can la tónica del fenómeno del mestizaje durante esos años y menos durante
la guerra de Conquista.
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Una de las prohibiciones que estableció Cortés durante la guerra de Con-


quista fue la de no forzar a las mujeres (otras fueron no blasfemar el nombre
de Dios, no pelear con otro español, no apostar armas ni caballo, no robar ni
dañar un indígena salvo en combate, no insultar a indígenas amigos, y no usar
como esclavos a los tamemes). Esta prohibición impactó mucho a los indíge-
nas, los cuales en sus conquistas solían violar a las mujeres de otras tribus con
el propósito de humillar a sus enemigos (Mark 1994: 236). Además, como una
costumbre indígena (ya mencionada) era la de regalar mujeres como ofrenda
después de las batallas o simplemente por razones diplomáticas, si algo tenían
en exceso los hombres de Cortés eran bellas jóvenes. Como dice Mark (1994:
226), “había muchas más indias, esclavas o disponibles, de las que podían ne-
cesitar los agotados españoles”. Esto no es ningún agravio a la conciencia del
mexicano, sino tan solo un resultado de las costumbres que prevalecían en la
Mesoamérica prehispánica y del estado de guerra en que ésta se hallaba. Por lo
tanto, lo que sí se puede afirmar con base histórica es que la violación no fue
una práctica de los conquistadores o en general de los inmigrantes españoles,
con las excepciones de siempre debidas a algunos pelagatos que creyeron que
podían hacer de las suyas en el Nuevo Mundo.
La disponibilidad de la mujer indígena a relaciones casuales con españo-
les se debía en primer lugar, por lo tanto, a las condiciones de la guerra y
las mismas costumbres tributarias de los indígenas. Pero hay otra causa que
dio lugar a ese tipo de relación, incluso después de la guerra, que tiene que
ver con razones psicosociales. Tal vez jamás podamos nosotros llegar a imagi-
narnos el cataclismo que representó para los indígenas la destrucción de su
mundo. Desde su punto de vista se trató de un cataclismo cósmico: la muerte
de sus dioses, la desaparición de sus modos de vida, la profanación de sus es-
pacios sagrados, la anulación de su cosmovisión. Como resultado de esto, las
restricciones sociales, los equilibrios y la disciplina del mundo indígena desa-
parecieron en una vorágina de incertidumbre y destrucción. Esto explica que
los indígenas varones —muchos de ellos— encontraran en el alcohol un me-
dio de aturdir su conciencia, de escapar de un mundo que había perdido su
sentido (Israel 1975: 14). ¿Qué debían hacer las mujeres ante esta situación?
Después de una eternidad de represión sexual mayúscula (al grado de que
Fray Gerónimo Mendieta se asustaba de ver la estricta castidad en que eran
mantendidas) las jóvenes indígenas se encontraban perdidas en una vorágine
en la que no estaba claro cuáles iban a ser las reglas morales o el orden social
que se iba a establecer. En estas condiciones, ligarse con uno de los nuevos se-
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ñores de la tierra era una forma de garantizar una descendencia —si bien fuera
ilegítima— capaz de pelear un lugar en el nuevo orden. Podemos ver en esta
actitud una estrategia evolutiva racional —o instintiva— que dio lugar a niños
mestizos que fueron sin embargo criados como indígenas en los pueblos de
indios.1 Seguramente también había un deseo, un poco de gratificación ante
el desastre social que imperaba. Tampoco esto me parece ningún agravio si se
entienden las condiciones históricas en que tuvo lugar.
Pero además el grueso del mestizaje no tuvo lugar de ninguna de las formas
anteriormente señaladas. A pesar de la infame institución de la Encomienda
(que la Corona procuró abolir y abolió a la primera oportunidad), la Nue-
va España alcanzó un cierto equilibrio hacia 1540. Las órdenes mendicantes
(franciscanos y dominicos) había logrado crear algo parecido a una “repúbli-
ca de indios” procurando efectivamente la segregación racial pero sobre todo
cultural respecto del europeo. Según Mendieta, el Rey Felipe II tenía el deber
de procurar que hubiera tan poco contacto como fuera posible entre indíge-
nas y no indígenas, pues la oportunidad de
crear una comunidad cristiana modelo bajo protección real se hallaba to-
davía allí, afirmaba, al ser los indios una “suave cera” que sería rápidamente
moldeada para construir una utopía perfectamente ordenada. “Su tempe-
ramento es tan bueno para este propósito, decía, “que yo, un pobre bueno
para nada . . . podía gobernar, con poca ayuda de otros, una provincia
de cincuenta mil indios organizados y ordenados con un cristianismo tan
excelente, que parecería como si toda la provincia fuera un monasterio”.2
Pero si se le permitiera a los colonialistas y sus negros infiltrar las comuni-
dades indias, advertía, entonces los infelices indígenas pronto serían com-
pletamente corrompidos y depravados y todo se perdería. ( Israel 1975: 15)

Hacia 1545, Nueva España había encontrado cierto orden: los pueblos in-
dígenas se hallaban consolidados bajo el cuidado de comprometidos frailes,
las grandes ciudades españolas como Puebla habían sido fundadas, los vagos
europeos sometidos, reprimidos y obligados a vivir casados en ciudades espa-
ñolas, y la economía empezando a mejorar. Fue precisamente entonces que
se desató una plaga, el primer gran cocoliztli, que causó uno de los más gran-
des desastres demográficos en la historia de la humanidad. De veinte millones
de habitantes que había en 1545, sólo quedaban seis millones en 1548. Por
si fuera poco, en 1576 se desató el segundo gran cocoliztli, quedando sólo
1 Una pregunta interesante es la de si estos niños tuvieron más defensas ante las grandes epidemias

que se iban a presentar unas décadas después.


2 Gerómino de Mendieta, Historia eclesiástica indiana, pp. 500-505.
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dos millones de indígenas hacia 1578. Lo que esto significa es que la pobla-
ción indígena de la Nueva España prácticamente desapareció. Esto provocó
una severa depresión en los pueblos de indios y desmoralizó a los frailes que
trabajaban en la construcción de la utopía indiana.
Otro golpe al proyecto de las órdenes mendicantes fue la institución del
repartimiento, un sistema de uso del trabajo indígena basado en el control de
los caciques. A pesar de la intervención caciquil, el repartimiento sienta las
bases para el trabajo indígena asalariado, lo cual eventualmente hace que el
indígena abandone las pueblos indios para irse a trabajar a las ciudades espa-
ñolas. Muchos indígenas se aculturaron de esta manera, hablando el castella-
no y usando ropa de tipo europeo. Muchos mestizos establecieron ranchos y
contrataron mano de obra indígena dando lugar a la figura del peón. De esta
manera, el proyecto de apartheid de las órdenes mendicantes se vio frustrado
y empezó a darse una gran interacción entre todas las razas representadas en
la Nueva España, convirtiendo al Virreinato en un gran crisol listo para re-
cibir las grandes oleadas de jóvenes españoles que iban inmigrar a la Nueva
España en los siglos posteriores. Por cierto que la emigración de España a
Hispanoamérica estuvo regulada por severas leyes que prohibían enviar, por
ejemplo, delincuentes o incluso mendigos. Como señala Carreño (2005), la
Corona siempre procuró que viajaran a Nueva España artesanos y trabajado-
res y nunca la consideró como una colonia penal o lugar para desechar a sus
indeseables. Los barbajanes que lograron llegar fueron reducidos a una forma
de vida decente o —cuando los sujetos eran irreductibles— regresados encade-
nados a España. Es por ello que los cientos de miles de jóvenes españoles que
llegaron a México en los siglos XVII y XVIII eran ciertamente pobres pero ja-
más canalla desechada por su país de origen, sino artesanos y trabajadores que
pusieron los cimientos de lo que iba ser la economía mexicana. Estos jóvenes
se casaron con mexicanas —indígenas y mestizas— y constituyeron así el gran
grueso del mestizaje. Este gran proceso histórico demográfico no tiene nada
que ver con violencia o agravio, sino que constituye el único experimento exi-
toso, en la historia de la humanidad, de fusión de un pueblo europeo con uno
no europeo. Éste es nuestro verdadero origen, del cual nadie tiene por qué
avergonzarse. Ha llegado el momento de poner punto final a la denigración
de nuestras abuelas y madres, a la negación de nuestros antepasados. El ma-
chismo y la violencia contra las mujeres, de la cual las Muertas de Juárez son
la más evidente muestra, tiene su origen en el mito de la Violada, de la Chin-
gada, de la mujer despreciada y desvalorada al infinito. Destruyamos ese mito,
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repudiemos ese mito y aprendamos a mirar a la mujer mexicana con el respe-


to que se merece. Para lograr eso necesitamos escarbar en el origen de esas
imágenes que mantienen al pueblo mexicano permanentemente sobajado y
humillado.
Es difícil trazar su origen a una fuente específica, pero no hay duda de que
todos los movimientos revolucionarios, incluyendo los del siglo XIX , quisieron
inculcar en el pueblo mexicano la falsa idea de que somos aztecas que vivimos
sojuzgados trescientos años por europeos hasta que al final los expulsamos
para restaurar la gloria de México-Tenochtitlán. Esa imagen no corresponde
al proyecto histórico de país que fue la Nueva España. Si acaso, es aplicable
a la historia de la colonia británica en la India, donde los ingleses jamás se
mezclaron con la población ni tampoco destruyeron la cultura autóctona tan
profundamente como la Conquista destruyó las culturas del Nuevo Mundo.
Los ingleses, por ejemplo, no convirtieron a los hindúes a su religión. La te-
rrible catástrofe, para las culturas aborígenes, que representó la Conquista
determinó que la nueva cultura que se iba a crear durante el Virreinato fuese
enteramente nueva, dolorosamente nueva. Ésta es la realidad histórica y hay
que asumirla como es. Por lo tanto, el hecho es que la dirección de la cultura
durante tres siglos en México estuvo a cargo de la cosmovisión católica roma-
na en su versión hispánica. ¿Es bueno o malo eso? Depende de la dirección
espiritual que gobierne a uno. Desde un punto de vista liberal, esa realidad
histórica no podría ser peor. No faltan liberales que suspiran porque Mesoa-
mérica no fue conquistada por los anglosajones, o que quisieran convertir a
México en una imagen de los Estados Unidos de América. Desde luego, en
cualquier caso, eso implica despreciar y renegar de nuestros orígenes. ¿Será
posible construir una gran nación sobre estos fundamentos?
A pesar de todos los esfuerzos, de las explosiones de violencia revoluciona-
ria que clamaban por justicia, el pueblo mexicano nunca logró ser liberal ni
socialista. Nunca aprendimos a pensar como los empiristas ingleses, los deís-
tas franceses o los panteístas alemanes. ¿Por qué? Porque nuestros maestros
no fueron Hume, Rousseau o Hegel, sino Fray Alonso de la Vera Cruz, Diego
Marín de Alcázar y todos esos grandes teólogos y filósofos del Virreinato que
enseñaban a Francisco Suárez, a Juan de Santo Tomás o al mismo Tomás de
Aquino. Todos los cristianos debemos encontrar en estos pensadores valiosas
tesis a discutir, aceptar o rechazar, pero nunca ignorar. En todo caso, hay que
mirar hacia adelante pero haciendo una transición ordenada de la escolástica
virreinal hacia el personalismo, en el caso de los católicos, y hacia la Refor-
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ma, en el caso de los cristianos no católicos. Digo esto porque el liberalismo


u otras formas de humanismo secular son incompatibles con la fe cristiana en
todas sus formas. Y todos podemos encontrar en el pensamiento social cris-
tiano —que contiene elementos tanto católicos como reformados— un marco
de pensamiento para el diálogo y la búsqueda conjunta de un destino común
para la Nación.
Desde esta perspectiva, el Virreinato es un periodo formativo que debe
apreciarse en todo su valor y esplendor, así como reconocido en sus limita-
ciones. Pero podemos rescatar del Virreinato la tendencia a la integración
racial, la idea de una administración pública honesta y eficiente, la convicción
de que es obligación del estado la defensa de la gente honrada y trabajadora
contra los bandidos y delincuentes en general, el amor a las bellas artes, la ex-
celencia en las artes y oficios, la inclusión integradora de los indígenas, la idea
de una sociedad armónica y ordenada, de una arquitectura social donde todos
encuentran un lugar respetable. Pero desde luego no podemos asumir actitu-
des reaccionarias y suspirar por un pasado que jamás retornará. La pluralidad
religiosa ha venido para quedarse, el corporativismo es disfuncional y contra-
dice la tendencia a la individuación y la diferenciación social que empezó en el
mismo Virreinato, con la tendencia a la desaparición de las formas indígenas
comunales. El mestizaje —no solo racial, sino también cultural— es la forma
que el proceso de integración, individuación y diferenciación asumió en la
Nueva España. Las formas comunitaristas están condenadas a desaparecer an-
te las fuerzas del desarrollo histórico. La causa de ello no es el liberalismo ni
la mera globalización, sino un proceso histórico que puede asumir distintas
formas.3 Tenemos que encontrar nuestro camino en ese desarrollo histórico
pero tomando fuerzas de nuestro pasado. No queremos ser otro Estados Uni-
dos pero sí queremos una economía entre las mejores del mundo, que sea
sustentable y que garantice un trabajo digno a todos; pero sobre todo quere-
mos justicia, que cada quién reciba lo que se merece sin que se le nieguen las
oportunidades de desarrollarse como persona.

Referencias
Carreño Palma, L. ( 2005) . “Emigración y colonización española en América”.
http://histogeo.ulagos.cl/apuntes_emigracion_y_colonizacion.doc.
García de la Sienra, A. ( 2003) . “Neoliberalismo, globalización y filosofía social”. En
Diánoia 51, pp. 61-82.
3 Para una presentación y defensa de estas tesis. véase García de la Sienra (2003).
10 GARCÍA DE LA SIENRA

Israel, J. I. ( 1975) . Race, Class and Politics in Colonial Mexico 1610-1670. Oxford: Oxford
University Press.
Marks, R. L. ( 1994) . Cortés. Buenos Aires: Javier Vergara Editor.
Meyer, J. ( 1994) . La Cristiada 2. El conflicto entre la iglesia y el estado 1926-1929. México:
Siglo XXI.
Paz, O. ( 1981) . El laberinto de la soledad. México: Fondo de Cultura Económica.

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