Está en la página 1de 309

CORNELIO TACITO

Edición de Juan Luis Conde

CATEDRA
LETRAS UNIVERSALES
Apenas sabem os nada sobre Tácito. Incluso el
apodo familiar con el que hoy se le conoce,
Tacitus/Tácito, es u n adjetivo que expresa algo
«no manifestado", «no expreso», «reservado». Lo que
podem os afirmar sobre su biografía y personalidad
son en gran parte conjeturas que resultan del cruce
de datos sueltos entre la historia de su tiem po y su
propia obra histórica: que probablem ente nació
a m ediados de los años 50 d.C., que fue senador
y llegó a cónsul, que form ó parte de la élite
social y económ ica de la Roma del Principado y
alcanzó el techo político que le ofrecía su época.

T
Tácito inicia su relato en las Historias
incorporándose a la larga tradición de los historiadores
republicanos, la analística, que acostum braba a
narrar la historia de Roma año a año. Así p one de
relieve las incongruencias entre el ideal republicano
de Roma y la dura realidad dinástica e imperial.
La analística había construido durante la República
un auténtico personaje colectivo, Roma, cuya
im portancia era superior a la de cualquier individuo
y se plasmaba en acciones particulares de
personajes individuales. Ahora, en cambio, los
personajes individuales han suplantado a Roma
com o materia narrativa y la historia colectiva se
ha vuelto historia personal; su escritura exige una
nueva m anera y u n nuevo talento expositivo.
La conciencia de un pasado roto y u n presente
mistificador establece la lectura política y estética
de la historia que Tácito nos cuenta.

Letras U n iv ersa les


CORNELIO TÁCITO

· J l. ©
Historias
"W W

Edición d e Ju a n Luis C onde

T raducción d e Ju an Luis Conde

CÁTEDRA
LETRAS UNIVERSALES
Letras U niversales
Título original de la obra:
Historiarum Libri

1.a edición, 2006

Diseño de cubierta: Diego Lara

Ilustración de cubierta: Representación del adiestramiento militar


en la antigua Roma

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido


por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las
correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para
quienes reprodujeren, plagiaren, disttibuyeren o comunicaren
públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística
o científica, o su üansformación, interpretación o ejecución
artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada
a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.

© Ediciones Cátedra (Grupo Anaya, S. A.), 2006


Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid
Depósito legal: M. 31.317-2006
I.S.B.N.: 84-376-2319-7
Printed in Spain
Impreso en Lavel, S. A.
Humanes de Madrid (Madrid)
INTRODUCCIÓN
E s c r it o r , delator

1808 Napoleón y Goethe se encontraron en Weimâr.

E
n
La Comédie Française se había trasladado hasta allí para
representar una tragedia de Voltaire (La Muerte de César)
ante el congreso de soberanos europeos que se había reuni­
do en Erfurt y, junto con ellos, ambos asistían al espectáculo.
La conversación discurría ante testigos, entre otros el poeta
Wieland y Talleyrand, que es quien relata el episodio1. El Em­
perador preguntaba si les gustaba lo que veían y Goethe
aprovechó para hacer un elogio de la tragedia:

Una buena tragedia debe considerarse como la más digna


escuela de los hombres superiores. Desde un cierto punto de
vista, está por encima de la historia. Con la mejor historia no
se consigue más que un pequeño efecto.

Napoleón se mostró de acuerdo. Hizo un comentario so­


bre la diferente capacidad de emocionarse del lector solitario
y del público reunido en un teatro (“Cuando están reunidos,
los hombres reciben impresiones más fuertes y duraderas”,
dijo), y no quiso dejar escapar la oportunidad de exhibir ni su
erudición ni su capacidad de provocación:

1Mémoires Tí, 1807-1815, Pans, 1957, págs. 122-123. (La traducción es mía).

[9]
Les aseguro que ese historiador que ustedes citan siempre,
Tácito, nunca me ha enseñado nada. ¿Conocen ustedes un
mayor y a menudo más injusto detractor de la humanidad?
A las acciones más simples, él les encuentra motivos crimina­
les; convierte a todos los emperadores en canallas profundos
para hacer así más asombroso el genio que les tiene poseídos.
Con razón se ha dicho que sus Anales no son una historia del
imperio, sino una nota registral (“relevé des greffes”) de Roma:
todo son acusaciones, acusados y gentes que se abren las ve­
nas en el baño. Él, que habla sin cesar de delaciones, él es el
más grande de los delatores. ¡Y qué estilo!, ¡qué noche tan
oscura! Personalmente no soy un gran latinista, pero la oscu­
ridad de Tácito se observa en diez o doce traducciones italia­
nas o francesas que he leído, y he llegado a la conclusión de
que le es propia, que nace de eso que se llama su genio tanto
como de su estilo, y que resulta tan inseparable de su manera
de expresarse porque está en su manera de concebir.

La detallada noticia que Talleyrand nos proporciona sobre


el episodio resulta, de entrada, una buena muestra de la im­
portancia que la obra de Cornelio Tácito había ido adquirien­
do en Europa desde que Boccaccio la rescatase en el siglo xiv
de los anaqueles de Montecassino y del prestigio que goza­
ba en los círculos intelectuales ilustrados: ser tema de con­
versación entre Goethe y Napoleón no parece poca cosa...
Por lo demás, Goethe debió de quedarse pasmado ante lo que
oía. “El más grande de los delatores”: se trata de un aserto
ciertamente severo y negativo, aunque también es verdad
que, como Emperador de media Europa, el corso no era un
lector libre de prejuicios.
En 1808, Napoleón cumplió cuarenta años, una cifra que
quizá resulte admirable si pensamos en un político y un mili­
tar en la cúspide de su poder; puede incluso sorprender su sol­
tura y osadía para formular juicios literarios, si lo compara­
mos con la media de los políticos y militares —y hasta con la
de los críticos literarios. Pero conviene también tener en cuen­
ta su edad a la hora de cotejar su crítica con la del físico y afo-
rista alemán Georg Christoph Lichtenberg, desaparecido
poco antes, en 1799, la cual podría resultar representativa del
pensamiento ilustrado e, indirectamente, arroja sobre el gene­
ral francés un juicio poco halagüeño como lector:

[1 0 ]
Es señal infalible de un libro bueno el que con los años
nos guste cada vez más. Un joven de dieciocho años que qui­
siera, tuviera la oportunidad y, sobre todo, pudiera decir lo
que siente, emitiría, creo yo, el siguiente juicio sobre Tácito:
“Tácito es un escritor difícil, que dibuja bien los caracteres
y, a veces, los pinta magistralmente, pero que afecta oscuri­
dad y suele intercalar en el relato de los acontecimientos cier­
tas observaciones que no lo esclarecen mucho; hay que saber
mucho latín para entenderlo”. A los veinticinco, y suponien­
do que haya hecho algo más que leer, quizá diría: “Tácito no
es el escritor oscuro que yo pensaba que era, pero m e parece
que latín no es lo único que hace falta saber para entenderlo.
Uno mismo ha de poner mucho.” Y a los cuarenta, teniendo
ya cierto conocimiento del mundo, tal vez diga: “Tácito es
uno de los escritores más grandes que jamás han existido5’2.

Bueno: por muy capaz de expresarse que fuera Napoleón,


para Lichtenberg no ha pasado, como lector, de los dieciocho
años... Y sin embargo no conviene desdeñar su lectura a la li­
gera. Aun recurriendo a conceptos analíticos propios de su
tiempo, no deja Napoleón de poner el dedo en la llaga sobre
algunos de los aspectos más controvertidos del autor. ¿Oscuro
y perverso, o genial escritor? Los juicios extremos sobre una
obra suelen hacer derivar la curiosidad de los interesados ha­
cia el autor mismo en busca de explicaciones: el sentido de su
obra, sus intereses o las motivaciones últimas de su escritura se
rastrean en su biografía. Inútil o no, poca luz puede arrojar
esta vez la peripecia vital de nuestro autor sobre tanta tiniebla.

El e n ig m a y s u s c ir c u n s t a n c ia s

Cuando queremos hablar de Cornelio Tácito, nos encon­


tramos con un verdadero enigma: apenas sabemos nada de él.
En torno a su persona parece haberse tramado una auténtica
conspiración de silencio. Ni siquiera estamos seguros de su

2 Aforismos E 197.

[II]
nombre completo: ¿cuál fue realmente su praenomen, Publio o
Gayo? La respuesta quedará probablemente para siempre sin
confirmar. De este modo, pues, el enigma adquiere tintes bor-
gianos, porque su cognomen, ese apodo familiar por el que hoy
se le conoce, Tacitus, es un adjetivo del verbo taceo (“callar”,
“no decir”) cuyo significado es asimilable al que le damos en
la expresión “acuerdo tácito”, o sea, “no expreso”, “no mani­
fiesto”, “reservado”. No en vano ése fue el pseudónimo esco­
gido por un grupo de articulistas del diario A B C en los pri­
meros años de la Transición española, decididos a mantener
el anonimato.
Hasta finales del siglo xx, todo lo que la arqueología pare­
cía habernos dejado sobre él consistía en una inscripción que
registra su paso como procónsul por la provincia de Asia, en
el año 112. Tan recientemente como en 1995 la revisión de
una inscripción funeraria ya catalogada permitía leer el nom­
bre completo de un senador: [..Tajcitus. Su título de quaestor
Augusti —un puesto de confianza del emperador— y el tipo
de escritura permiten datarla desde finales del siglo i d.C. has­
ta mediados del n. Conocemos bastante bien la composición
de la clase dirigente del Senado durante ese periodo y el único
que parece ajustarse a los datos es nuestro hombre. La noticia
la publicaba Geza Alfôldy bajo el elocuente título “¿Rompe el
Silencioso su silencio?”3. El descubrimiento ha dado pie a
una reconsideración de su carrera política y ciertos extremos
de su actividad como historiador4, pero los datos mayores de
su biografía no han dejado de ser un misterio.
Para frustración de algunos, no podemos celebrar ningún
centenario o milenario, ni el de su nacimiento ni el de su
muerte: seguimos ignorando ambas fechas. Con la significati­
va excepción de “su amigo” Plinio el Joven — a cuya corres­
pondencia debemos alguna oportuna mención—, ningún
contemporáneo habla de él y, durante mucho tiempo, la pos­

3 “Bricht der Schweigensame sein Schweigen?: eme Grabsinschrift aus


Rom”, M D AI(R), 102, págs. 251-268.
4 Cfr. A. R. Birley, “The Life and Death o f Cornelius Tacitus”, Historia
2000 49 (2), págs. 230-247.

[1 2 ]
teridad pareció olvidarse de su paso por la tierra. Él mismo es
poco dado a revelar datos de su vida, y cuando lo hace es con
su proverbial vaguedad e imprecisión.
Los caminos que nos llevan a especular sobre su origen
son, cuando menos, pintorescos: por Plinio sabemos que a
un ciudadano romano le llamó la atención el acento de Tá­
cito. Eso significa que no era, con gran probabilidad, origi­
nario de la capital del imperio. Pero ¿era itálico o procedía de
alguna provincia? Nuevas conjeturas han llevado a los espe­
cialistas a proponer distintas alternativas, entre las cuales un
origen galo goza de cierto consenso. ¿Tal vez de la Bélgica,
donde se ha documentado un procurador con el mismo nom­
bre?, ¿o tal vez de la Narbonense, de Fréjus, de donde proce­
día su suegro?
Lo que podemos afirmar sobre su biografía y personalidad
son en gran parte conjeturas que resultan de un cruce de da­
tos sueltos entre la historia de su tiempo y su propia obra his­
tórica —pero, irónicamente, lo que sabemos de su tiempo se
lo debemos en buena parte a su obra histórica.
Sabemos, por ejemplo, que en el año 88 d.C. Tácito era pre­
tor: eso significa que, ateniéndonos a las edades mínimas exi­
gidas para acceder al cargo, nació a mediados de los años 50
(tal vez el 55). Su infancia transcurrió durante el principado
de Nerón y, si — como otros ilustres provinciales— se tras­
ladó a Roma a edad temprana, es posible que en su adoles­
cencia fuera testigo del incendio del Capitolio y la sangrienta
toma de la ciudad por las tropas de Vespasiano, a fines del
año 69, episodios ambos que se relatan en la obra a la que sir­
ve esta introducción.
Sabemos también que fiie senador y, recorriendo paso a
paso el escalafón reglamentario, llegó a cónsul, es decir, que
formó parte de la élite social y económica de la Roma del
Principado y alcanzó el techo político que le ofrecía su época
— emperador aparte. Es verdad que ni el Senado ni la magis­
tratura del consulado tenían ya, desde que Augusto transfor­
mó de raíz el sistema político romano salvaguardando la fa­
chada, el mismo valor que durante la República.
Hasta finales del siglo i a.C. el Senado era la institución
que había propulsado y capitalizado la expansión imperialis­

ta ]
ta de Roma. A él pertenecía la oligarquía social y económica
de la Urbe, siguiendo una mezcla tradicional de criterios de al­
curnia y propiedad. Por su parte, los dos cónsules representa­
ban durante un año el vértice del poder ejecutivo, en un siste­
ma colegiado e improrrogable destinado a evitar el máximo
tabú republicano: el poder de uno solo.
Sin embargo, podría decirse que la oligarquía fue también
víctima de su propio éxito: la explotación de un imperio sin
rivales creó un foso creciente de desigualdad entre los ciu­
dadanos romanos y, a la postre, una escisión entre las clases
dirigentes. Las luchas entre reformadores y conservadores, ali­
neados tras la fuerza de generales al mando de ejércitos pro­
fesionales, desembocaron en una larga serie de guerras civiles
entre cuyos resultados cabría contar con la práctica extinción
física de la vieja aristocracia.
El nuevo régimen instaurado por Augusto al final de este
ciclo sangriento — el Principado— trajo consigo el tan temi­
do poder de uno solo y, un poco a la manera de la monar­
quía m oderna respecto a los señores feudales, dejó a la oli­
garquía desmochada y atrapada entre la casa imperial y la
foerza de nuevos sectores emergentes, como los acaudalados
caballeros o los libertos, en general profesionales e intelec­
tuales griegos bien preparados para la administración y la ges­
tión de las finanzas. Como resultado, el antiguo poder del Se­
nado fue severamente recortado y el cargo de cónsul trans­
formado poco menos que en una distinción honorífica: en el
año 97, Tácito sólo fue uno de una larga serie. El poder de he­
cho quedó en manos del emperador o príncipe y su círculo.
El imperio se dividió en provincias armadas y desarmadas: és­
tas, las más romanizadas, bajo el mando de un procónsul ci­
vil, nominalmente a cargo del Senado; las otras, gobernadas
por un legado militar bajo las órdenes directas del empera­
dor, convertido así en patrón único de todos los ejércitos y a
quien los soldados prestaban juramento de lealtad. Eso no
impedía que la tropa acuartelada en Roma —en especial los
pretorianos y su prefecto— se convirtieran en los verdaderos
árbitros del poder.
Sangre nueva para los estamentos u órdenes superiores fue
llegando primero de Italia y después de las provincias: es po­

[1 4 ]
sible que, entre ellos, el propio Tácito. Como prueba de que
la ideología es más poderosa que la sangre, entre sus páginas
pueden rastrearse, traducidos en emociones, algunos de los
rasgos definitorios de la ideología aristocrática durante el Prin­
cipado: nostalgia de la República (la Libertas, en su jerga polí­
tica), miedo fundado al poder imperial y recelo del sistema di­
nástico, orgullo de clase (o, si se prefiere, clasismo), desprecio
por los libertos y advenedizos en general...
La vida bajo los sucesores de Augusto, los Julio-Claudios,
no fue sencilla para aquellos hombres. Tiberio, Caligula,
Claudio y Nerón han pasado a la historia como emblemas de
la infamia —aunque convenga no olvidar que el relato de sus
obras estuvo en manos precisamente de sus víctimas aristo­
cráticas. A comienzos del verano del año 68 el vaso se colmó;
el ejército y el Senado se concertaron para acabar con el go­
bierno de Nerón: por vez primera, los senadores emplearon
sus poderes para destituirlo mientras dos sublevaciones te­
nían lugar en sendas provincias occidentales. En la Galia, el
propretor Julio Víndice se declaró en rebeldía y de poco sirvió
a Nerón su aplastamiento a manos del gobernador de la Ger­
mania Superior, Verginio Rufo: el de la Hispania Citerior, Sul­
picio Galba fue proclamado emperador por sus tropas — por
primera vez no en Roma, por primera vez no por las tropas
de la guarnición de la Urbe— y emprendió camino hacia la
capital. Los últimos momentos de Nerón han sido relatados
sin ninguna compasión por los historiadores de entonces y
aireados por la moderna novela histórica: “¡Qué gran artista
muere conmigo!”5, pudieron ser sus últimas palabras. Con la
muerte de aquel “artista” concluyó la dinastía Julio-Claudia y
se abrió un periodo vertiginoso marcado por la lucha encar­
nizada por el poder.

5 Véase Suetonio, Vida de los Doce Césares, “Nerón”, XLIX,


E l s e o t i d o d e l a o b r a (y s u s c o n t r a s e o t i d o s )

El final de los Julio-Claudios coincide aproximadamente


también con la mayoría de edad política de Tácito. En una de
sus inusuales referencias autobiográficas, en el Prefacio de las
Historias, nos informa de que su carrera política se inició con
Vespasiano, el hombre que pondría fin a las luchas del año 69
instaurando una nueva dinastía: los Flavios. Cuando Tácito
alcanza la pretura, en el año 88, está en el poder el tercer em­
perador flaviano, Domiciano, hijo menor de Vespasiano y
hermano de su predecesor, Tito. Los tiempos no pueden ser
más decepcionantes y atroces. En cierto modo, Domiciano
parece una réplica de Nerón: su carácter y la galopante bar­
barie de su estilo de gobierno le recuerdan. A lo largo de sus
quince años de dominio, pero especialmente desde el año 93
y hasta su asesinato, en el 96, se vivió un m undo de pesadilla
donde, en palabras del propio Tácito, “los más comprometi­
dos (promptissimi) cayeron asesinados por la crueldad del prín­
cipe y unos pocos sobrevivimos, por así decirlo, no ya a los
demás, sino a nosotros mismos”6. El patetismo de la frase no
oculta lo fundamental: que él sobrevivió al régimen de terror.
No sólo eso: como él mismo reconoce en el Prefacio de las
Historias (non abnuerim; una expresión que delata su incomo­
didad al confesarlo), nada de eso detuvo su carrera política.
A pesar de los supuestos celos contra su suegro, el yerno fue
distinguido con diversos cargos civiles, militares y religiosos.
Incluso su consulado, aunque ejercido en el año 97, ya en
época de Nerva, tuvo que ser aprobado por el tirano.
Así pues, el año 96 y el 68 presentan un extraño paralelo:
ambos señalan el fin de un tirano y de una dinastía. Y si la lle­
gada de los Flavios marca un antes y un después en la biogra­
fía personal y en la carrera política de Tácito, su caída señala
el arranque de su carrera literaria: las grandes líneas de fractu­
ra de la vida pública se funden así con las líneas de la mano
de su existencia particular.

6 A g r. 3, 2 .

[i6]
Y es a partir de estas circunstancias donde comienza un
debate todavía vigente sobre el sentido último de su obra his-
toriográfica. Ronald Martin ha resumido el asunto de la si­
guiente manera:

La carrera y la obra de Tácito presentan, así, la paradoja,


única en su tiempo, de que un hombre que había progresado
sin obstáculos a través de todas las etapas de la carrera senato­
rial escribiera sobre el sistema político bajo el que él mismo
había prosperado de un modo que subrayaba violentamente
cómo ese sistema tendía a sacar lo peor del príncipe y del Se­
nado7.

La incredulidad de Napoleón intuía parte de esa paradoja.

Ni siquiera el conjunto de las obras atribuidas a Cornelio


Tácito está libre de incertidumbres. Tradicionalmente vienen
siendo catalogadas en dos grupos, atendiendo a las dimensio­
nes y alcance de los proyectos: obras menores y mayores. En­
tre las primeras se incluye el opúsculo titulado El diálogo de
los oradores, que por su tema y factura8 ha merecido incluso se­
rias dudas respecto de su atribución. Entre quienes aceptan la
autoría de Tácito, la mayoría, tampoco hay acuerdo respecto
a la fase de su vida en que lo escribió. Si mantenemos al res­
pecto una abstención precavida y nos limitamos al resto, po­
dríamos decir que toda su obra ve la luz a partir de los años 97
o 98, ya con un nuevo emperador en el poder, Trajano, y una
nueva dinastía consolidada, los Antoninos. En conjunto, las
obras menores aparecen en los últimos años del siglo i de
nuestra era y las mayores, fruto de lo que podríamos denomi­
nar su vejez, en las dos primeras décadas del n.
Al menos en apariencia, pues, Tácito actúa como los anti­
guos senadores republicanos, quienes dedicaban su vida acti-

7 Tacitus, Londres, 1981, pág. 38.


8 Su género y estilo son característicamente ciceronianos. Por lo demás, el
tema de fondo —la decadencia de la oratoria latina después de Cicerón— no po­
día resultar ajeno a Tácito, alumno aventajado de las escuelas de retórica y, por lo
visto, aclamado como uno de los grandes oradores de su tiempo. Otra ironía.

[I?]
va a la política y reservaban para el otium del retiro —cuando
ya su carrera había alcanzado el culmen del consulado y en­
traba en el declive— la actividad literaria. Pero sólo en apa­
riencia. Su primera obra, el Agrícola, no da la impresión de de­
berse a una fase de su vida privada, sino más bien de la vida
pública de Roma: en realidad, sólo podía haber sido publica­
da tras la caída de Domiciano.
El grueso de su contenido es una biografía de su suegro, Ju­
lio Agrícola, general al servicio de Domiciano quien, como el
propio Tácito, sirvió bajo el tirano sin contratiempo, haciéndo­
se con un lugar de honor entre los militares de su época por
sus campañas en Britania entre los años 78 y 84. Tácito se en­
carga de sembrar insinuación tras insinuación sobre los celos
de Domiciano, que habrían precipitado el retorno y retiro de
Agrícola y, en último extremo, su muerte por envenenamiento.
Nada de eso puede demostrarse: lo más probable es que Agrí­
cola fuese un hombre cumplidor y bienintencionado que no
supo mostrar el menor orgullo ante un déspota que le utiliza­
ba y le despreciaba. Se trataba de otro superviviente que, tam­
bién probablemente, terminó suicidándose incapaz de sopor­
tar una enfermedad dolorosa. La familia decidió que no po­
día presentar al general Agrícola como lo que realmente era
ante una opinión pública dispuesta a aceptar el caos y la im­
punidad como una suerte de orden protector. Y ése es preci­
samente el mensaje de la obra, a juzgar por sus primeros y sus
últimos capítulos, en los que Tácito descarga sobre Domicia­
no un ataque brutal que se confunde, en su formulación, con
una descarga no menos apasionada de su propia conciencia.
De mala conciencia habla también Pierre Grimai9. Έλ Agríco­
la, dice, no es en ningún caso una narración desnuda, ni se
trata de un simple elogio fúnebre pronunciado en un acto de
piedad filial. Se trata más bien de un alegato, de una autojus-
tificación por vía interpuesta: la apología de uno de aquellos
colaboracionistas con la tiranía servía también para justificar
su propia actitud política. Algunos pasajes parecen realmente

9 Cfr. Tacite. Oeuvres Completes, París, Gallimard, Bibliotèque de la Pléiade,


1990, Introduction, pág. XXII.

[18]
una clara súplica de perdón — aunque sea bajo la cobertura
de un reparto colectivo de la culpa:
Nuestras propias manos llevaron a Helvidio a prisión, la
visión de Máurico y Rústico nos avergonzó, Seneción nos
bañó con su sangre inocente. Nerón por lo menos apartó
sus ojos y ordenó los crímenes, pero no los contempló: la
peor de las desgracias bajo Domiciano era observar y ser ob­
servado10.

El más fiero detractor de los césares confiesa que les obe­


deció mansamente... Otros estudiosos han empleado tam­
bién términos procesales para el asunto: Ronald Syme, quizá
el más reputado experto en la obra de Tácito, repasa los dis­
tintos motivos que indujeron a Tácito a embarcarse en la em­
presa de su escritura. El listado de probables razones conclu­
ye: “y quizá otras cosas, aún más profundas”. Con calculada
discreción remite a una nota a pie de página cuyo texto reza:
“Tales como la defensa culpable de un senador que debía po­
sición y éxito a la Roma de los Césares: al obsequium, no a la
libertas”u .
Según el grado y su circunstancia, obsequium se traduce por
“obediencia”, “pleitesía” o “servilismo”...

Domiciano es sólo el primero de los césares en recibir las


andanadas. Paulatina y meticulosamente, otros vendrán des­
pués, pero antes de proseguir con su ajuste de cuentas con los
césares y muy poco después del Agrícola, quizá en el año 99,
aparece su trabajo de carácter etnográfico y última de las lla­
madas obras menores: la Germania. Arrastrados por el peso
general de su obra, también aquí ha buscado la filología una
conexión entre la gran política, con mayúsculas, y la expe­
riencia personal de Tácito. La presión de las tribus germanas
sobre la frontera norte del imperio, el Rin, convertía a estos
pueblos en un asunto crucial en la política de los nuevos
amos de Roma; Tácito escribía para un público ávido de una

10Agr. 45,1-2.
11 Tacitus, Oxford, 1989 (=1958), pág. 520.

[19 ]
información al respecto y, probablemente, para la plana ma­
yor de Trajano, a la que ofrecía un material de indudable in­
terés geoestratégico. Para el lector de nuestro tiempo, su ma­
yor interés radica en la proyección que Tácito hace de las idea­
les virtudes de la vieja Roma sobre estas gentes de prístina y
ejemplar inocencia, de quienes en ocasiones habla con genui­
na admiración: quizá sea éste el primer ejemplo occidental en
que se construye la noción del “buen bárbaro”, aunque al
nostálgico aristócrata y crítico moralista tal vez le importase
menos subrayar lo que los germanos atesoraban que lo que
Roma ya no tenía.
Por otro lado, la pericia que exhibe parece en deuda con un
conocimiento in situ de las costumbres y poblaciones germa­
nas. Se ha especulado con el paso de Tácito por los territorios
del Rin, bien como tribuno militar en su primera juventud o
bien con un cargo administrativo durante el cuatrienio del 89
al 93, durante el cual nos consta que está ausente de Roma sin
que tengamos información sobre su paradero — a veces, lo
que sabemos del enigma sólo nos sirve para comprobar cuán­
to ignoramos. En todo caso, esas regiones son también parte
esencial de los contenidos de la primera de sus grandes obras
históricas, la que conocemos como Historias, y cuya traduc­
ción estamos presentando.

Las obras mayores, Historias y Anales, aparecen por este


orden, quizá en forma de entregas, seguramente previa reci­
tación pública. Según San Jerónimo, ambos proyectos —cu­
yos actuales títulos son de procedencia renacentista— con­
taban treinta libros en total. Hasta nosotros han llegado
amputados, pero, en cualquier caso, podemos afirmar que
obedecían al intento de relatar la historia del poder en Roma
desde la muerte de Augusto hasta la de Domiciano: es de­
cir, pasar revista al dominio de los cesares hasta su propio
tiempo.
Las Historias son las primeras en aparecer, concluidas hacia
el año 108 o 109. Estaban compuestas probablemente de
doce libros (o tal vez catorce), en los que se abarcaban los
años 69 al 96, es decir, el proceso de guerras intestinas que se
cierra con el triunfo de Vespasiano y los años de gobierno de

[20 ]
la dinastía flavia. Apenas conservamos, sin embargo, los cua­
tro libros iniciales prácticamente al completo y una parte del
quinto. Sobre ellos hablaremos por extenso más abajo.
Se ha dicho que la carrera literaria de Tácito ofrece una ca­
racterística evolución hacia la singularidad estilística. Por eso
tal vez sean los Anales su obra más conocida y reconocida, la
más “tacitiana”: en ella el historiador se remontaba al funeral
de Augusto, en el año 14, para relatar desde allí la historia de
la dinastía precedente, los Julio-Claudios.
La decisión de comenzar a la muerte de Augusto sugiere
una peculiar lectura de la historia por parte de Tácito, quien
consideraría origen de su materia, más que el fundador del ré­
gimen, la consolidación del sistema dinástico y la destrucción
del espejismo de excepcionalidad que supuso el primer prínci­
pe, cerrando así las puertas a cualquier posibilidad de restaura­
ción republicana. En cualquier caso, el ajuste de cuentas con
los príncipes de Roma continúa implacable: a pesar de todas
sus declaraciones de neutralidad, la obra histórica de Tácito
dista mucho de ser una narración desapasionada y libre de las
incrustaciones debidas a su propio trayecto vital y a la ideolo­
gía aristocrática.
También en esta obra existe una considerable laguna: se han
perdido totalmente los libros comprendidos entre el VII y el X,
y con ellos el relato del reinado de Caligula y buena parte del
de Claudio. Además, la narración se interrumpe abruptamen­
te en el XVI. A juzgar por el volumen de información pen­
diente, quizá constase de 18 libros. La parte final de la vida de
Tácito es, si cabe, más misteriosa aún que el resto de su bio­
grafía, de modo que no podemos siquiera saber si llegó a con­
cluir su obra tal como la había concebido o si perdió la vida
antes de poder relatar cómo perdió Nerón la suya.

En la novela E l largo aliento, yo mismo jugaba con estos ele­


mentos: su protagonista es u n personaje cuyas circunstancias
remiten naturalmente a Cornelio Tácito. Es otoño del año 118
y el emperador Adriano, recién llegado al poder y a Roma,
ofrece una cena a las personalidades de la capital del imperio.
Entre ellos un envejecido historiador (tiene ya más de sesenta
años) que habla poco y que, entre sofisticados platos que con­

U r]
sume sin ningún placer, desconfía para sus adentros de su an­
fitrión —otro dinasta—, reniega de una fama que le convier­
te en adorno de la fiesta y hace amargo recuento del precio de
la supervivencia. Como para el personaje, quizá también para
el verdadero Tácito justificarla ha sido su obsesión, el proble­
ma moral de su escritura, la razón por la que moriría prácti­
camente con el cálamo en la mano. Para ello no sólo le bas­
taba con fustigar implacablemente a los verdugos. Quien ex­
hibió una capacidad coriácea para soportarlos12 necesitaba
arrojar también sospechas sobre sus víctimas, contaminados
de una u otra forma por las lacras a las que no parecen poder
escapar los humanos y a quienes acusa de la última posible de
las inmoralidades: la ambición de gloria con la vida — o con
la muerte. De su habilidad para insinuar sin afirmar es buen
ejemplo la observación que incluye en las Historias sobre
Helvidio Prisco, un miembro de la oposición estoica, cuyo
estilo de vida elogia sin reparos y de cuyo final por orden de
Domiciano, como citábamos más arriba, él mismo fue testi­
go mudo: “Algunos creían que perseguía la fama, dado que lo
último que se pierde es el deseo de gloria —y eso incluye a los
sabios”13.
Para justificar un equilibrio tan precario entre la sumisión
y la rebeldía, protegiendo a la vez la dignidad personal y el
prurito legalista, Tácito se ve, en cierto modo, abocado a ade­
lantar un tema caro a la narrativa anglosajona y que han po­
pularizado películas como Rebelión a bordo: cuál es la actitud
correcta cuando el capitán de la nave Bounty enloquece. Espi­
gando a lo largo de su obra, la respuesta de Tácito no es pre­
cisamente un grito de rebelión. También la nave del Estado
debe poco a los amotinados, porque el beneficio de su acti­
tud no excede el ámbito de la fama personal y concluye en su
ejecución a manos del tirano. Aquellos que salvan la nave del
naufragio, en cambio, son quienes, amparándose en el sentido
del deber, respetan el principio de autoridad sin caer en abier-

12 “Dimos, ciertamente, una prueba extraordinaria de resistencia”, escribe


(Agr. 2, 3).
13IV, 6.

[22.]
ta rebeldía. Su formulación más explícita la encontramos de
nuevo en el Agrícola:

Sepan quienes tienen por costumbre admirar lo prohibido


que, incluso bajo malos príncipes puede haber grandes hom­
bres; que la obediencia y la humildad, si van acompañadas
por el trabajo y la energía, superan la gloria de muchos que,
por abruptos caminos, se hicieron famosos con su muerte os-
tentosa —pero de ningún provecho para el Estado14.

Para nosotros, en suma, Cornelio Tácito es el autor que


vive y muere en sus textos. Fuera de ellos, escaso rastro de su
vida sobre la tierra: cartas ajenas, una pobre estela con su nom­
bre como gobernador de Asia y quizá una lápida como sena­
dor. Nacido bajo la tiranía de un actor loco que tomó su rei­
no por un escenario dantesco, moriría escribiendo sobre él.
Entre tanto, tres guerras civiles, la esperanza y de nuevo la
decepción de una tiranía aún más despótica. Vio cómo a su
alrededor caían ajusticiados hombres inocentes y dignos,
cómo otros prefirieron el suicidio a aquel oprobio, mientras
él, mudo, discreto y astuto, avanzaba en una carrera política
en la sombra: “Hasta la memoria habríamos perdido junto
con la voz”, escribe, “si hubiésemos tenido tanta capacidad
para olvidar como tuvimos para callar”15. Esperó a un nuevo
renacimiento — que no era sino la definitiva muerte de sus
ideas— para verter su bilis contra el pasado. Escribió y escri­
bió. Su bilis le dio fama y prestigio: viejo conforme a sus de­
seos y contra su conciencia, aquellos a quienes despreciaba le
colmaron de honores.

14 En su vehemente La verdad sobre Tácito, Isidoro Muñoz Valle zanjaba así


el caso (pág. 15): “Probablemente su mala conciencia es la que mueve a Táci­
to a restar mérito al proceder de aquellos que bajo Domiciano militaron deci­
didamente en la oposición aun con peligro de su vida: interpreta maliciosa­
mente su actitud como vana ostentación y deseo de renombre. Resulta —cla­
ro está— mucho más seguro servir al “déspota” en vida y vituperarle después
de su muerte.”
15Agr. 2, 3.

NI
L a s “H is t o r ia s ” c o m o n a r r a c ió n

Una narración, cualquier narración, consiste fundamental­


mente en acciones y personajes. Vayamos con las acciones.

E l largo año 69

En el estado en que las conservamos, el grueso de las His­


torias abarca el relato de un largo año, el 821 de la fundación
de Roma o 69 de nuestra era, el año de los cuatro emperado­
res: Galba —entronizado hacía escasamente seis meses— ,
Otón, Vitelio y, finalmente, Vespasiano, se relevan por las bra­
vas en el puesto. En cierto modo, los cuatro libros parecen
ajustarse estación a estación al transcurso de ese año, y tan
sólo la parte final del cuarto y los veintiséis capítulos que con­
servamos del quinto pertenecen ya al 70. Con su desarrollo
abortado, las peripecias de la transmisión del texto han pro­
porcionado a la obra una cierta redondez que, naturalmente,
no entraba en los planes de Tácito. Refuerza esa sensación el
hecho de que la narración arranca el primero de enero y, por
eso, la elección del momento podría pasar desapercibida. Sin
embargo, el mero hecho de comenzar en esa fecha y con la
mención de los dos cónsules plantea ya algunos retos inter­
pretativos: ¿por qué comenzar en las calendas de enero y no
más atrás, teniendo en cuenta que los acontecimientos que
desencadenan el proceso de lucha por el poder en Roma se
precipitan en junio del 68? En un autor cuyos textos resultan
tan proclives a las especulaciones no ha faltado quien obser­
vara16 que el único acontecimiento de relevancia que sucede
en esa fecha es la insurrección de las legiones de Germania Su­
perior contra Galba, de la que Vitelio acabaría beneficiándose
y, de ese modo, convirtiéndose en el adversario al que los fla-
vianos tendrían que desbancar. Pero, en un escritor tan poco

16 Véase M. Bassols de Climent, Tácit. Histáries, Fundació Bemat Metge,


vol. I, Introducció, pág. XIX.

[2-4]
amigo de las precisiones de cifras y fechas, mucho menos de
las coincidencias, no parece un camino muy fiable especular
con una trama que anticipa sus misterios. Parece más lógico
pensar en una declaración programática.
Al iniciar su relato con la mención de los cónsules y su
toma de posesión, Tácito, en primer lugar, se incorpora a una
larga tradición: la de los historiadores republicanos que acos­
tumbraban a narrar la historia de Roma año a año, la analísti­
ca. De ese modo pone de relieve las incongruencias entre el
ideal republicano de Roma —nunca abolido oficialmente—
y la dura realidad dinástica e imperial: el gobierno de los em­
peradores no se ajustaba a los patrones de la legitimidad del
poder republicano, que, por medio de la mención de los cón­
sules, había servido durante siglos como sistema de datación.
Tras adoptar el planteamiento analístico, Tácito introduce
una segunda denuncia: la analística había construido cuida­
dosamente durante la República un auténtico personaje co­
lectivo, Roma — o, si se prefiere, el pueblo romano— cuya
importancia superior a la de cualquier individuo estaba en la
raíz de la ideología senatorial y cuya “biografía” y carácter,
plasmados en acciones particulares de personajes individua­
les, se consignaba cómodamente en el marco anual. Ahora,
en cambio, los personajes individuales —los príncipes— han
suplantado a Roma como materia narrativa. No solamente el
poder: también la historia colectiva se ha vuelto historia per­
sonal y su escritura exige una nueva manera y un nuevo ta­
lento expositivo17. La conciencia de un pasado roto y un pre­
sente mistificador establece, pues, la lectura política y estética
de la historia que Tácito se dispone a satisfacer.

La tensión entre el ideal de la tradición y las nuevas reali­


dades se mantendrá a lo largo de toda la obra y, entre otros
efectos, obligará al autor a avanzar en su relato con un siste­
ma de compromiso entre la tradicional narración cronológica
y una cierta concepción episódica que, cuando entran en con­

17 Cfr. C. Codoñer, Evoháón del concepto de historiografia en Roma, Universi-


tat Autónoma de Barcelona, Bellaterra. 1986, pág. 123.

[2-5]
flicto, Tácito siempre se siente obligado a justificar. También
los excursos y digresiones — geográficos, culturales, políti­
cos— rompen la secuencia de acontecimientos, y también ve­
mos al autor disculpándose por introducirlos sin que por eso
renuncie a hacerlo a voluntad.
Esta complejidad narrativa no sólo está condicionada por
el magnetismo de los personajes individuales, la continuidad
de los “teatros de operaciones” o las injerencias del autor.
Existe también —y perdóneseme la expresión— una profun­
da “deslocalización” en la producción de noticias de interés:
sin dejar de ser el centro neurálgico, ya no es sólo Roma, ni si­
quiera Italia, el foco único de las novedades; todo un mundo
participa. Ese torrencial sumario moral que sigue al Prefacio
— con su enumeración más que caótica, cataclísmica18— tra­
ta de abarcarlo a gruesos brochazos: en las páginas de las His­
torias nos movemos con naturalidad pero sin respiro desde las
tierras pantanosas de Holanda hasta los desiertos de Libia, des­
de las fértiles riberas del Ródano a los palmerales de Judea.
Entre los territorios que lo circundan, el mar interior actúa
con voluntad propia, a veces como una cinta trasportadora y,
a veces, como un tapón en la fluidez de las comunicaciones.
La cartografía, siempre verbal, no siempre es igual de precisa:
Tácito se mueve sin demasiadas indicaciones por Occidente;
no así por la geografía de Oriente y del sur africano, donde se
siente exigido a detallar. ¿Concesiones al lector de su tiempo
y a los conocimientos que le supone, o revelaciones sobre su
propia falta de familiaridad?
Sea como fuere, el material que se maneja dibuja un cua­
dro tenebroso y trágico, plagado de historia militar, cuya epi­
gramática conclusión no deja lugar a las dudas: "no es misión
de los dioses nuestra salvación, sino nuestro castigo”. El lector
tendrá oportunidad de comprobarlo al recorrer los hitos cla­
ve de la narración: la batalla de Bedriaco, el saqueo de Cre­
mona, el incendio del Capitolio y la posterior captura de
Roma a hierro y fuego. Y al horror y sadismo de las guerras ci-

18 Cuya composición no ha dejado de imitarse: compárese, por ejemplo,


con la Introducción de Marvin Harris a La cultura norteamericana contemporánea.
viles, se une el misterio de las batallas en lugares exóticos y
desconocidos. Lo físico y lo anímico se dan la mano: lo que
las frías ciénagas germanas representan para una mentalidad
mediterránea lo representa también el mundo religioso judío
para un pagano que se siente en posesión de la verdad civiliza­
da. Y en el territorio familiar, en el ombligo de ese mundo, en
Roma, el miedo y la inseguridad se enseñorean y, con ellos,
todas las miserias que suelen acompañarles.

E l alma de lospersonajes

En ese complejo mapa y con esos lúgubres colores se mue­


ven los personajes individuales. El lector contemporáneo se
enfrenta a un autor que, obligado por su materia y su con­
cepción personalista de la nueva historia, debe poner a punto
un particular análisis psicológico. Pero, teniendo en cuenta
que no podemos esperar una psicología precisamente freu-
diana, resulta un verdadero problema saber de qué se trata.
Respecto a la adecuación entre sus juicios psicológicos y la
realidad que pretende diagnosticar se ha escrito abundante­
mente, hasta convertirlo en un tópico de los estudios tacitia-
nos, pero de forma bien poco coïncidente19: tan pronto se
dice que por propio impulso y de su tiempo se ha acercado
decididamente a dicha realidad20, como que una de las debili­
dades de su actitud psicológica es, precisamente, la lejanía de
lo real21. Realismo aparte, mientras que para unos lo psico­
lógico es en Tácito el criterio fundamental, incluso el úni­
co objetivo22, otros pueden opinar tranquilamente que el
análisis psicológico no es en su caso una preocupación do-

19 Para un estudio detallado e información bibliográfica, véase Ch. Neu-


meister, “Die psychologische Geschichtsschreibung des Tacitus”, en V. Poschl
(ed.), Tacitus, Wege der Forschung XCVII, Darmstadt, 1986, págs. 194-218.
20 Cfr. U. Zuccareili, “Le esitazioni di Tacito, sono dubbi di storico o in-
certezze di psicologo?”, GIF, XVIII, págs. 261-274.
21 “Realitátsferne” es el término empleado por W. R. Heinz, Die Furcht ais
politisches Phânotnen hei Tacitus, Amsterdam, 1975.
22 Cfr. W. Ries, Geriicbt, Gerede, offentiliche Meiming, Heidelberg, 1969, pág. 94.

Μ
minante23. Alineados con Racine — quien en 1676 le descri­
bía como “le plus grand peintre de l’antiquité”—, unos con­
sideran que Tácito es un maravilloso conocedor de los hom­
bres; otros, en cambio, un psicólogo más o menos mediocre.
¿Cómo explicar juicios tan encontrados? Tal vez para con­
testar a esa pregunta haya que preguntarse antes sobre la clase
de psicología que estamos buscando. A expensas de la dispa­
ridad de los expertos, el lector sin prejuiciar está cordialmen­
te invitado a llegar a sus propias conclusiones: ahí tiene, por
ejemplo, a los príncipes. Tomemos a Galba. Se trata de un
hombre que no se correspondía con los tiempos: la mención
inicial a su segundo consulado invita al lector a preguntarse
cuándo fue el primero. La respuesta es el año 33, aún bajo Ti­
berio. Es, pues, un hombre demasiado viejo para su tarea, su­
perado por las circunstancias y, por eso mismo, condenado a
cometer error tras error. Hay un pasaje privilegiado donde
comprender la clase de trabajo que Tácito se plantea al respec­
to: su retrato24.
La posición del retrato, siempre al final de la vida, como un
epitafio, debía condensar un juicio definitivo sobre el difun­
to. Se trata, desde luego, de un juicio ético y —por razones
que expondremos más adelante— también una especie de
“juicio final”. Para ello, los autores construían conforme a cier­
tas prescripciones retóricas (debía incluirse su origen familiar
y otros datos de su fortuna física y social). Además poseían un
correlato plástico de enorme importancia cultural: la imago, el
busto de los antepasados, una pieza clave en la devoción do­
méstica de los romanos. El retrato debía ser, si se quiere, un
busto interior del personaje, un vaciado de su alma, de su “ver­
dadero carácter”, con entidad suficiente para permanecer en
la memoria y proponer una visión estática de lo que el movi­
miento de la vida hubiera podido encubrir o disimular.
La forma de la muerte poseía un interés clave para los ro­
manos: la relación entre el personaje y su muerte se transfor­

23 Cfr. H. Bardon, “Sur Tacite psychologue”, Anales de Fitología Clásica, 6,


1953-1954, pág. 23.
24 Cfr. I, 49.

[a8]
maba en correlato objetivo de su vida. Era una instantánea ela­
borada en la agonía, y eso transformaba el asunto en una cru­
da alternativa entre lo sublime y lo grotesco. Las últimas pala­
bras poseían el valor de un documento: en ese momento se
veía al agonizante dotado de una libertad sin condiciones y,
perdidos cualquier miedo y cualquier ambición, su mensaje
sólo podía ser sincero y esclarecedor. Si estas palabras no po­
dían reportarse, el historiador debía buscar en el escenario los
datos precisos para ilustrar literariamente esa instantánea. Este
es el caso de Galba: su final, patético, degradado y escindido
produce una imagen dantesca de los desajustes del personaje.
El sentido del juicio (Galba era un héroe de medias tintas,
un personaje desenfocado, anacrónico, con el pie cambiado
respecto a su propio tiempo) se encuentra asombrosamente
reproducido a escala formal. Todo un arsenal de recursos re­
tóricos se pone a su disposición: litotes, gradaciones, compa­
raciones, contraposiciones — siempre territorios intermedios,
nunca afirmaciones sin contraste, hasta llegar a esa m onu­
mental paradoja final: “un emperador idóneo si no hubiese
llegado a serlo” (capax imperii nisi imperasset).
De los cuatro emperadores, tal vez el más interesante sea
Otón. También comparte la ambivalencia de Galba, pero en
otro sentido: traidor y envilecido durante su vida, se ganó un
respeto con su muerte. Esta duplicidad —interpretada en tér­
minos de la oposición cuerpo/alma25— persiste en el juicio
de Tácito, y su gusto por ahondar en ella convierte a O tón en
una especie de “malvado interesante”, desde luego mucho
más rico que Galba, hasta el punto de hacernos sospechar si
el peor no es también el preferido: es el más elocuente, el más
profundo, el mejor dibujado.
También otra forma de vida anímica conflictiva se observa
en Vespasiano, esta vez en la forma de una oscilación espiri­
tual, un debate permanente entre actitudes alternativas, conse­
jeros enfrentados o posibilidades encontradas26. El resultado
es una sólida sensación de que el personaje era un indeciso

25 Hombre, pues, de carácter, aunque propenso a la molicie: cfr. 1,22 y II, 11.
16 Véase, por ejemplo, II, 74, II, 80 o IV, 81.

NI
cuya voluntad está gobernada por circunstancias externas
que, producto del azar, parecen designios divinos.
Frente a ellos, Vitelio es m ondo y lirondo, despreciado sin
paliativos: es un niño de papá, pasto de los siete pecados capi­
tales en serie. En algún grado o a manos llenas, los protago­
nistas, los dueños del poder, siempre tienen alguna mácula. El
ojo que les mira tiene mala fe: siempre les mira de cintura para
abajo, un tipo de escrutinio al que tampoco escapan personajes
secundarios. Cuando27 denuncia las razones de Cécina y Baso
para abandonar a Vitelio y pasarse a Vespasiano, Tácito desen­
mascara lo que llamaríamos la lectura de “cintura para arriba”,
edulcorada, de la que eran autores los historiadores que se­
cundaban la propaganda flaviana. Según ellos, todo había sido
cosa de patriotismo y anhelo de paz. Él les corrige enérgica­
mente, y asegura que lo que les convirtió en tránsfugas fue el
resentimiento contra Vitelio porque se sentían ninguneados.
Como los personajes de la novela de William Faulkner Mien­
tras agonizo, detrás de las aparentes buenas —e incluso heroi­
cas— intenciones sólo hay motivaciones egoístas cuyo ocasio­
nal carácter épico sólo sirve para agrandar su monstruosidad.
Visto así, Napoleón tenía razón: Tácito no deja títere con
cabeza. No, al menos en el m undo de los varones y podero­
sos de su tiempo. Si hay que buscar en las Historias algún hé­
roe modélico —ya nos lo advierte el autor en su sumario mo­
ral— hay que irse lejos de los papeles protagonistas e incluso
de los secundarios: es en los personajes anónimos (una madre
ligur que esconde a su hijo y no lo delata al precio de su vida,
dos soldados rasos que pierden la suya para destruir una cata­
pulta enemiga) donde hay que encontrarlos —una amarga
ironía de la que sin duda alguna era consciente un autor eli­
tista, machista y clasista sin ningún complejo.
¿Qué hay que entender, pues, por psicología cuando se ha­
bla de tal en Tácito? Independientemente de la valoración
que merezca, nadie podrá negar su inclinación a describir las
motivaciones “internas” en las actitudes de los personajes que
intervienen en su obra histórica, a identificar las emociones

27II, 101.

[30 ]
como motor de los comportamientos y a imbricar todo este
precipitado psicológico en la acción narrativa. ¿No podría tra­
tarse de simple y poderosa dramaturgia?28. Tal vez, y sin que
Napoleón llegase a percibirlo, más de tragedia que de historia.
Incluso si así fuera, no terminan ahí los peros: se ha dicho
que sus figuras históricas adolecen de una notable mutilación
de la personalidad individual, que más que individuos, lo que
Tácito maneja son arquetipos. W. H. Alexander29 habla de “ca­
racteres estáticos” y, dicho está, su “psicología” dista mucho de
aceptar personalidades complejas a la manera freudiana: Táci­
to parece compartir con otros pensadores de la Antigüedad la
noción de que la personalidad de los individuos es una y sólo
una. Si, a lo largo de su vida, pueden observarse discrepancias,
éstas sólo se deben a disimulo o represión del auténtico y ver­
dadero carácter, inalterable de la cuna a la sepultura. De este
modo, no hay cambio posible de la personalidad, sino, a lo
sumo, un paulatino desenmascaramiento30.
Admitiendo, pues, que no encontraremos en él referencias al
subconsciente, su terreno favorito se situaría en lo que podría­
mos llamar el “consciente oculto” de los personajes31. La auda-

28 Así, St. G. Daitz, “Tacitus’ technique o f character portrayal”, American


Journal o f Philology, LXXXI, pág. 52: Έ1 efecto de conjunto (...) es innegable­
mente el de un tour deforce literario que los modernos historiadores se apresu­
rarían a evitar y un novelista estaría seguramente ansioso por conseguir.” (La
traducción es mía).
29 Véase “The “psychology” o f Tacitus”, CJ, 47, págs. 326-328.
30 Tácito no es precisamente un optimista. Parte de un principio antropo­
lógico que podríamos calificar de antiroussoniano y que, como se ha hecho
notar, rescataría siglos más tarde el mismísimo Maquiavelo: el ser humano
no es ingenuamente bueno y susceptible de verse corrompido por la socie­
dad, sino, más bien al contrario, el individuo es intrínsecamente malvado y
sólo el freno social puede hacerle actuar con bondad. Finalmente, el desen­
mascaramiento de la maldad se produce a lo largo de un proceso que acentúa
sus perfiles conforme pasa el tiempo y van desapareciendo las “riendas” socia­
les que sujetan la personalidad. Libre de ellas, ésta terminará desbocándose.
Ejemplos proverbiales de este planteamiento son un Nerón o un Tiberio en
los Anales.
31J. Cousin (“Rhétorique et psychologie chez Tacite”, REL, 1951, págs. 228-247)
utiliza la expresión "arrière-plan de la conscience”. Véase a ese respecto el capítu­
lo 1,22, un ejercicio —tan tendencioso como fino— de reconstrucción del pen­
samiento oculto de Otón, o el debate interior de Vespasiano en II, 74 y 75.

[3 1 ]
cia que exhibe en la recomposición de su pensamiento recuer­
da ciertas licencias literarias, propias de un autor omnisciente.
Para ello le asiste la enorme flexibilidad del estilo indirecto en
latín, al que resulta a veces pesado y difícil dar réplica en caste­
llano. Pero, ni rastro del análisis de la idiosincrasia del perso­
naje que Bajtin consideraba el alma del estilo indirecto: la voz
del personaje se somete siempre a la del propio narrador, que
todo lo impregna. Lo mismo podría decirse de los numerosos
discursos que, sin duda reconstruidos, pone en boca de sus per­
sonajes: todos están tocados de la brillantez oratoria que cabría
presumir en el propio Tácito. Como responsable último, en fin,
a él mismo le condicionan a su vez las concepciones generales
de su época y ciertos “ismos” (moralismo, retoricismo, pesimis­
mo), propios o compartidos con otros —y que también pue­
den rastrearse a la hora de juzgar cualquier otro aspecto de su
fiabilidad como historiador o de su personalidad como escritor.

El e s t il o c o m o m a n i p u l a c i ó n

La naturaleza moral de la historia

Porque lo que Napoleón detecta (mala fe contra los pode­


rosos, el oscurantismo), ¿de dónde sale? No es imposible que
sea lo mismo que Lichtenberg admira... En ese caso, los con­
dicionantes de su fiabilidad como historiador pudieran ser
también las razones de la grandeza de su escritura. ¿Cuáles
son esos condicionantes?
En primer lugar la naturaleza misma y el concepto de la
historiografía entre los antiguos. En vano pediríamos a un his­
toriador de la Antigüedad, en términos generales, el objetivis­
mo documental y positivista que hoy asociamos al trabajo del
historiador. Ellos entenderían perfectamente que “verdad” es
lo contrario de “mentira”, pero, si utilizamos una terminolo­
gía contemporánea, podríamos decir que, para ellos, la “ver­
dad” histórica no entraba en contradicción con la ficción. Lo
que, técnicamente, se oponía a la verdad es el partidismo.
Por encima de lo literario, la historiografía ocupa en la An­
tigüedad pagana un espacio singular que no dudaría en califi­
car de mítico: entre gentes descreídas de un Más Allá tangi­
ble, el relato histórico venía a satisfacer las muy humanas an­
sias de inmortalidad. Dicha inmortalidad no se concebía se­
riamente como una vivencia real posterior a la muerte, sino
como pervivencia en la memoria de la posteridad: ése era el
cielo pagano al que llamaban "gloria”. En un pasaje32, Tácito
se sirve de Otón —que a menudo desborda su personaje para
convertirse en un motor de reflexión— para formular esta idea
en términos muy precisos: “La naturaleza hizo una muerte
igual para todos: sólo la distingue el olvido o la gloria de la
posteridad”.
En ese marco de ideas, el historiador ocupa un lugar muy
especial. Su papel vendría a ser el de un San Pedro pagano: en
su tarea de redactor de la historia, él es quien decide quién
pasa y quién no a la posteridad. Además decide en calidad de
qué se pasa: como modelo de virtudes o como dechado de vi­
cios —también la condena al infierno duraba para siempre.
Para los vivos, pues, la historia es una lección permanente de
moral. Con respecto a los muertos, no es tanto “verdad”
como “justicia”.
Ése es el origen de las fórmulas rituales de profesión de
neutralidad que los historiadores hacían en los prefacios: en
Historias, Tácito declara solemnemente que “de ninguno ha­
blará con afecto o rencor”. Y de ahí también las acusaciones
que ocasionalmente hace a sus colegas cuando entiende que
determinados emperadores son objeto de su aversión o de su
favoritismo. Naturalmente, la declaración de principios no
era garantía de su cumplimiento, ni detectar la paja en ojo aje­
no eximía al propio de la viga.
Para informarse a la hora de reconstruir lo que constituía su
materia narrativa, Tácito disponía de un amplio abanico de
fuentes. Pero los antiguos no eran demasiado cuidadosos a la
hora de citar. A lo largo de sus páginas apenas encontramos
mencionados a dos de ellos (Vipstano Mésala y Plinio el Viejo).
Por otro lado, los hechos a los que se refiere estaban lo suficien­
temente cercanos como para que dispusiese de testimonios

321, 21 .

[33]
personales33 y, en tanto que senador, tenía a su disposición las
actas del Senado y otros archivos y documentos. Sin embar­
go, poco o nada podemos concluir sobre su fidelidad a las
fuentes, habida cuenta de que se han perdido en su práctica
totalidad.
En cualquier caso, no todas las fuentes eran limpias. Por
ejemplo, es sabido que los acontecimientos del año 69 habían
generado una abundante literatura, en gran parte de tipo pro­
pagandístico. El partido flaviano se había distinguido especial­
mente durante y después de la campaña con el objetivo de di­
fundir la idea de que Vespasiano se había visto obligado, in­
cluso contra su voluntad, a asumir el poder a instancias de sus
tropas y su sentido del deber para salvar al Estado del caos en
que estaba sumido. El pasaje antes citado respecto a Cécina y
Baso demuestra que Tácito es consciente de esa actividad pan-
fletaria y, en la introducción a su excelente traducción inglesa,
Kenneth Wellesley34 subraya el propósito de Tácito de denun­
ciar implícita o explícitamente las mentiras más groseras de los
historiadores partidistas. Ni que decir tiene que la figura de
Vitelio no debía salir muy bien parada. Y sin embargo, esa ten­
dencia antiviteliana es particularmente perceptible en su propia
obra: en su comentario histórico, G. E. F. Chilver lo advierte
con frecuencia e incluso se atreve a rescribir un pasaje para que
el lector, a la vista de la alternativa, pueda juzgar sobre la ten-
denciosidad de Tácito. Ese pasaje se encuentra al final del capí­
tulo 94 del libro segundo y, si el lector tiene a bien consultarlo,
podrá cotejarlo con la reesciitura de Chilver, que traduzco35:

La escasez de fondos obligó luego a Vitelio a posponer el


esencial donativo a las tropas. Sólo mediante un gravamen
especial a los libertos que se habían enriquecido en pasados

33 Conservamos una carta de Plinio el Joven (VI, 16) dirigida a Tácito para
informarle, como él le había pedido, de los datos que poseía referentes a la
muerte de su tío, Plinio el Viejo, ocurrida durante la erupción del Vesubio en
el año 79 y de la que él mismo había sido testigo. La fecha de la carta podría
situarse entre el año 106 o el 107, lo que significa que Tácito estaba por esas
fechas reuniendo material para esa parte de las Historias.
34 Tacitus. The Histories, Penguin Books, 1984, pág. 13.
35 Pág. 256.

[34]
gobiernos file capaz de mantener los espectáculos circenses
de la temporada: aquel verano la edificación debió limitarse
a la provisión de algunos establos en los laterales del circo.

Chilver se pregunta: ¿qué ha añadido o modificado Táci­


to? Haciéndose eco de otros casos, como éste, de manifiesta
parcialidad, Wellesley concluye36:

Tácito se da cuenta de que mucha historia contemporá­


nea es propagandista, pero no siempre consigue zafarse de su
influencia. Parte del barro se queda pegado.

Los códigos literarios

Desde el siglo anterior al menos y, desde luego, en época de


Tácito, la historiografía latina, como cualquier otra rama de la
cultura literaria, estaba sometida a la retórica. Cicerón había
escrito reiteradamente que la historiografía era un género em­
parentado con la oratoria y que las reglas de su elaboración no
se distinguían en lo fundamental del discurso de un abogado.
Y el discurso de los abogados tampoco aspiraba a la objetivi­
dad impoluta: el orador que se llevaba el gato al agua en un
pleito no era aquél que se ceñía a la verdad, sino aquel otro
que lograba que su versión de lo acontecido fuese aceptada
como la más verosímil. Conseguir “eso” —verosimilitud,
plausibilidad, probabilidad— era el fundamento mismo de la
educación retórica. Si el objetivo del abogado era persuadir a
un jurado, el del historiador, seducir a su lector, obligarle a
aceptar un determinado punto de vista y, en su propósito,
ninguno de los dos tenía por qué contar las cosas tal y como
fueron, sino más bien como pudieron ser. En un incendio, el
fuego arde como en cualquier otro, pero a la hora de relatarlo
hay que dotarlo de plasticidad, de vida: hay, efectivamente,
que hacerlo arder. Ésa es la tarea del “arte” —y la escritura de
la historia es, en la Antigüedad, una de las bellas artes.

36 K. Wellesley, op. cit, pág. 15.

t35l
Al subrayarse su obediencia retórica, la historiografía entra­
ba en un sistema de verosimilitudes más próximo a nuestra
moderna lectura de la novela histórica — de la ficción, a fin
de cuentas— que de la historia propiamente dicha. Si esto es
cierto para cualquier texto histórico, no digamos ya si sospe­
chamos, como en el caso de Tácito, su función vindicativa.
Tampoco, pues, ese elemento retórico favorecía el verismo es­
crupuloso del historiador. Debía, sí, manifestar respeto por
un código de honor que le obligaba a actuar como un juez in­
sobornable e imparcial. Sin embargo, una vez satisfecho el
compromiso, el fruto de su trabajo no dejaba de ser un arte­
facto literario regido por los códigos de su tiempo.

En el momento en que Tácito escribe, esos códigos estaban


en deuda, por un lado, con las tradiciones del género histo-
riográfico y, por otro, con la cultura literaria general de su
época.
Por su parte, el género no se atenía a criterios únicos. En pa­
ralelo a la tradicional analística, cuyo planteamiento era en lo
fundamental encomiástico de la idea de Roma, en el siglo i a.C.
se había desarrollado una tendencia histórica más interesada en
un tipo de proyectos que dejaban de rastrear desde sus oríge­
nes el destino triunfal de Roma y se ceñían, en formato m o­
nográfico, a su propia época. Su principal propulsor, Salustio,
había consagrado una teoría según la cual el año 146 a.C. repre­
sentaba un hito ambivalente: desde el momento en que, derro­
tada por fin Cartago, Roma dominaba el mundo sin rivales, la
degeneración moral se había apoderado a su vez de ella. Sin
desprenderse, pues, de una cierta lectura mítica de la historia de
Roma, adoptaba respecto a ella una visión decadentista. El pe­
simismo era su sello característico. Y no resulta difícil encontrar
en las Historias pasajes que demuestren el pesimismo de Tácito
y su adscripción a esta corriente crítica que idealizaba el pa­
sado y renegaba del presente como decadencia. De Salustio
a Tácito, la historia de Roma puede leerse como un proceso
degenerativo asociado al avance del monopolio del poder: si
para Salustio la raíz del mal coincidía con el comienzo de la
hegemonía incontestada de Roma, para Tácito está vinculada
a la apropiación del poder romano por parte de un hombre

[36]
en solitario37. Para la conciencia crítica, no hay época peor
que la propia. Pero, paradójicamente, el correr de los tiempos
cuenta, y los mismos que para Salustio eran ya decadentes,
son todavía para Tácito reserva de virtudes morales en las que
consolarse y de las que, si fuera posible, tomar lección38.
El militante pesimismo tacitiano le hace afín a otros auto­
res de lo que podríamos denominar la “literatura de la indig­
nación” —pienso ahora en un Baltasar Gracián, e incluso en
un Thomas Bernhard—, fiistigadores sin piedad de su propia
época o misántropos en general, bien por nostalgia de otros
tiempos o bien desesperados de esperar que la especie huma­
na renuncie a sus miserias. En cuanto a Tácito, nadie se libra
de sus ataques: desde luego no los emperadores, pero tampo­
co el Senado — cobarde y venal—, ni los libertos, ambiciosos
e intrigantes. Si su psicología es rencorosa, también lo es su
sociología. Ése no es un dato novedoso tratándose de un pen­
sador de la Antigüedad, quienes confunden frecuentemente
la excelencia social y económica con la moral. Pero en Tácito
es especialmente reseñable: no pierde ocasión para verter so­
bre ese personaje colectivo que hoy denominaríamos “las ma­
sas”, tanto civiles como militares, el mayor de los desprecios.
Él escribe desde el elitismo y el individualismo; desde ellos, y
con ayuda de la ironía o el puro sarcasmo, contempla al vul­
go, convertido en una hidra de múltiples cabezas que le sirve
para denunciar si no los pecados de la especie humana, sí sus
“defectos de fabricación”. Defectos aparentemente sin reme­
dio: Tácito exhibe un poderoso escepticismo sobre la capaci­
dad humana para aprender de la experiencia o de la historia.
Adocenadas y sin criterio, el rasgo distintivo de las masas es la
volubilidad: aduladora por naturaleza, la plebe de Roma tan
pronto aclama a uno como a otro emperador y, con la misma
facilidad que un niño pasa de la risa al llanto, pasa la solda­
desca de la cólera a la compasión, y viceversa. También como
los niños, funcionan por contagio: en cuanto surge la opor­
tunidad, insiste Tácito en la necesidad de separar a los ejérci­
tos y evitar las concentraciones para garantizar su control.

37 Cfr. II, 38.


38 Cfr. III, 51 o III, 72.

[37]
Pese a no conocer el psicoanálisis, su estudio del deseo de­
bería estudiarse con más atención. Así, si el mal cívico por
excelencia es el deseo del poder, el mal humano es el que po­
dríamos denominar “deseo de mentira”: sea lo que sea, cuan­
to más absurdo, más creíble y cuanto más real, más inacep­
table. Se diría que el propio Tácito ha terminado por creer
firmemente en el dominio todopoderoso de lo irracional39.
Los judíos, objeto de su más absoluta incomprensión, se lle­
van la palma a la hora de sus juicios negativos (y racistas para
el más comprensivo): cuando las señales del cielo se desatan
sobre Jerusalén, ellos creen que ha llegado la hora anunciada
de su poder. Tácito apostilla40:

A quienes estas premoniciones habían augurado era a Ves­


pasiano y Tito, pero al vulgo — que interpretaba en su pro­
vecho, como suele el humano deseo, un destino de tal mag­
nitud— ni siquiera el infortunio le enderezaba a la verdad.

E l estilo contra la claridad

La historiografía crítica no sólo compartía un punto de vis­


ta moral; adoptaba también un estilo propio. Se ha dicho
que, en Roma, estilo y actitud iban de la mano41, que los his­
toriadores denotaban a través de su escritura la posición polí­
tica que asumían respecto a su materia. Da la impresión de
que Tácito estaba condenado a escribir como escribía, porque,
circunstancialmente, el “estilo pesimista” salustiano con el
que se identificaba compartía carácter con el modelo literario
de su época, la llamada Edad de Plata, y personificado por Sé­
neca: ambos eran anticiceronianos de raíz. De ese modo,

39 A este propósito son dignas de leer las páginas que Golo M ann escribe
bajo el epígrafe “El mundo del absurdo”, en su “Versuch über Tacitus” (Zeiten
undFiguren, Fischer T. V., 1979, págs. 359-392). Se reproducen también en el
Tacitus editado por Viktor Poeschl.
40 V, 13.
41 A este respecto, cfr. A. J. W oodman, Rhetoric in ClassicalHistoriograpJjy,
Londres-Sydney, 1988, Prólogo, pág. X.

[38]
frente al ideal de la prosa de Cicerón —largos y pulidos perio­
dos, simetrías, concordancia y armonía por encima de todo—
lo que encontramos en Tácito es una complacencia extrema
en el epigrama y la irregularidad. Tal vez sea eso lo que delei­
taba a Lichtenberg y exasperaba a Napoleón: los amantes del
aforismo podrán admirar a un autor que no pierde ocasión
de construir una frase tan oscura como punzante, de la que si
no la verdad, desde luego la claridad es la primera víctima. En
cierto modo Tácito padece de un horror obvielalh: ¿por qué
decir algo de una manera simple y llana, parece preguntarse,
si la retórica nos proporciona recursos sobrados para enalte­
cerla —y enrevesada? En búsqueda del registro más elevado,
la prosa se llena de hendíadis, aliteraciones, quiasmos, zeug­
mas y cien figuras más; en aras de la variación, la narración
transita por todas las formas y tiempos verbales posibles en
combinaciones que a veces suponen retorcer la propia lengua
del traductor: todo con tal de que nada sea trivial.
No parece, sin embargo, que los ascendientes de Salustio y
Séneca lo expliquen todo. Cuesta creer que una “voluntad de
estilo” surgida de actitud consciente pueda dar cuenta de la
manera metódicamente obsesiva en la que Tácito experimen­
ta con el vocabulario, excluyendo con escrúpulo las palabras
corrientes, recuperando arcaísmos y poetismos insólitos y lue­
go abandonándolos, acuñando giros y expresiones que sólo
se encuentran en su obra, rehuyendo con alergia no ya los da­
tos precisos en términos de fechas y cifras, sino cualquier tec­
nicismo de los muchos ámbitos en que se mueve su narra­
ción, invirtiendo incluso con extraño capricho el orden del
nombre de sus personajes. La escritura arbitraria, obsesiva y
permanentemente insatisfecha de Tácito ha terminado por
convertirle a él mismo en paciente del psicólogo: a falta de
otros datos sobre su personalidad, se han desmenuzado sus
textos en busca de las sombras de su inconsciente, se ha ha­
blado de nostalgia de agresividad, de constante ambivalencia,
de tendencias neuróticas, de personalidad atormentada, de
homosexualidad reprimida...42. ¿Qué decir?

42 Cfr. J. Lucas, Les obsessions de Tacite, Leiden, 1974.

[39]
ESTA EDICIÓN

No quisiera causar la impresión de que este traductor alega


las dificultades que posee el latín de Tácito para rogar com­
prensión. Más bien todo lo contrario: una escritura como la
suya impone al traductor que quiere estar a su altura una gran
responsabilidad, pero, al mismo tiempo, le concede una in­
mensa libertad. El latín de Tácito es tan singular, que deja
abiertas muchas de las posibilidades que habitualmente se
niegan a un traductor — con excepción, claro está, de la bana­
lidad. La huida de los tecnicismos arropa muchas veces los
posibles errores de precisión. No hay palabra lo suficiente­
mente rara, elevada o insólita que no pueda encontrar un lu­
gar. Ni siquiera los anacronismos me parecen un anatema:
después de asegurarse de que se ha entendido bien, sólo hay
que preocuparse de que el registro castellano sea el más alto
posible y procurar no caerse desde allí...
El lector en castellano tiene ya otras traducciones a su dis­
posición, españolas y americanas, y siempre es más sencillo el
camino cuando otros ya han abierto brecha: además de la
pionera de Carlos Coloma, de 1629, no quiero dejar de men­
cionar aquí la traducción de José Luis Moralejo, cuya profun­
da comprensión del latín me ha simplificado a menudo la ta­
rea. En catalán tenemos la fortuna de contar también con la
edición bilingüe de Mariá Bassols de Climent (en colabora­
ción con Miquel Dolç) para la Fundación Bernât Metge: a la

[4 1 ]
calidad de su traducción se añade la abundante información
que se proporciona a pie de página.
Al igual que en esta introducción, debo admitir que a la
hora de la traducción he pensado con preferencia en un lec­
tor de literatura que en un filólogo o un historiador: también
las notas que acompañan al texto tienen como objetivo prio­
ritario permitir un avance sin contratiempos por el texto antes
que proporcionar información o erudición adicional. Sobre
las Historias existen completísimos comentarios y estudios,
de los que incluyo una selección bibliográfica a la que el lec­
tor interesado puede dirigirse en su busca.

La única fuente manuscrita de las Historias es el Mediceus II,


conservado en la Biblioteca Laurentiana de Florencia. El códi­
ce no ostenta ningún título especial. Comienza con el libro XI
de los Anales — el Mediceus I contiene los anteriores— y aca­
ba con el XVI en el folio 103v. En el 104v, como si fuese el li­
bro siguiente, numerado el XVII, comienzan las Historias:
ambas obras se habían copiado y transmitido como si fuesen
una sola, respetando la secuencia cronológica de los hechos
que trataban.
En 1569, el jurisconsulto lionés Vertianus (o Vertranius)
Maurus separó las dos obras y Justo Lipsio lo secundó. Podría
decirse que, a partir de ahí, se inició un trabajo de partición
progresiva: Gruter fue el primero que, en su edición de 1607,
introdujo la división, aceptada luego universalmente, de los
libros en capítulos. Para mi traducción he seguido, casi al pie
de la letra, la edición de Kenneth Wellesley para Teubner43, la
más reciente, y guiado por la confianza en uno de los mayo­
res especialistas en el tema: como la mayoría de las ediciones
de la segunda mitad del siglo xx, la suya incluye la numera­
ción de capítulos en parágrafos. Sin embargo, como él mismo
hace en la mencionada traducción inglesa, aparecida por pri­
mera vez en 1964, yo no los he reflejado en la mía.

43 Comelii Taciti Libri Q iú Supersunt (II-l), Historiarum Libri, Leipzig, Teub­


ner, 1989.

U 2-]
En cambio, me ha convencido su división de los libros en
episodios, tal como aparecen en el índice, que yo sigo con dis­
crepancias menores. A su vez, me he permitido seguir “divi­
diendo” el texto, de la forma que el lector del original latino
podrá comprobar, en lo tocante a la parrafación: cambios de
voz, de tema o de escena me han aconsejado utilizar el pun­
to y aparte con mayor profusión de lo habitual en las traduc­
ciones y, desde luego, en las ediciones, en las cuales es muy
raro encontrar cambios de párrafo dentro de cada capítulo. Es
probablemente en la puntuación donde me he tomado más
libertades, confiando siempre en ayudar al lector contempo­
ráneo y en que Cornelio Tácito no se sintiera traicionado por
mis decisiones.

[43]
BIBLIOGRAFÍA

Repertorios bibliográficosy compilaciones

La ingente profusión de estudios sobre la vida y obra de Tácito a


lo largo del siglo xx ha sido compendiada en varios trabajos:

H a nslik , R,, “Tacitus, 1939-1972”, Lustrum, 16 (1971-1972) y 17


(1973-1974).
— “Tacitus: Forschungsbericht”, Anzeiger fiir die Altertumswissen-
schaft, 13 (1960); 20 (1967); 27 (1974).
R ô m e r , F., “Tacitus: Forschungsbericht IV, 1. Teii”, Anzeigerfiir die
Altertumswissenscbaft, 37 (1984);
— “Tacitus: Forschungsbericht IV, 2. Teii”, Anzeiger fiir die Alter-
tumswissenschaft, 38 (1985).
B e n a r io , H. W., “Recent work on Tacitus”, Classical Weekly, 58 (1964),
63 (1970), 71 (1977), 80 (1986), 89(2) (1995-1996).

De especial interés como revisión de los más relevantes temas ta-


citianos hasta la década de los noventa:

Aufitieg und Niedergang der romischen Welt, II, XXXIII, 2 (1990), 3 y 4


(1991).

Una actualización bibliográfica (y mucho más) sobre las Historias


puede encontrarse en:

D a m o n , C., Tacitus: Histories I, Cambridge, 2002.

[45]
Monografias de referencia sobre Tácito

Pa r a t o r e , E., Tacito, Roma, 1951.


Sy m e , R., Tacitus (2 vol.), Oxford, 1958.
— Ten Studies on Tacitus, Oxford, 1970.
M a r t in , R., Tacitus, Londres, 1981.
P o e s c h l , V. (éd.), “Tacitus”, Wege der ForschungXCVll, Darmstadt,
1986.
G r im a l , P., Tacite, Paris, 1990.
W o o d m a n , A.J., Tacitus reviewed, Nueva York, 1998.

A ellas habría que añadir los siguientes artículos y capítulos:

L ô f s t e d t , E., “Tacitus the historian”, en Roman Literaiy Portraits,


Oxford, 1958.
B o rzsák , St., “P. Cornelius Tacitus”, en Pauly-Wyssowa, Reakncyclopà-
die der Classischen Altertumswissenschaft, Supp. XI, Stuttgart, 1968.
G o o d y e a r , F. R. D., “Tácito”, en E. J. Kenney-W.v. Clausen (eds.),
Historia de la literatura clásica. II. Literatura latina, Madrid, 1989.
C izek , E., “Tacite et l’apogée de l’historiographie à Rome”, en His­
toire et historiens à Rome dans l’A ntiquité, Lyon, 1995.
M o r a l e jo , J. L., “Tácito”, en C. Codoñer (éd.), Historia de la litera­
tura latina, Madrid, 1997.

Sobre las Historias

Dos estudios ya clásicos merecen una deferencia:

F a bia , P., Les sources de Tacite dans les Histoires et les Annales, Paris, 1893.
C o u r b a u d , E., Lesprocédés d’art de Tacite dans les Histoires, Paris, 1918.

Los comentarios más recientes son:

H e u b n e r , H ., Tacitus. Die Historien, H eidelberg, 1963 (I), 1968 (II),


1972 (III), 1976 (IV), 1982 (V).
W ellesley , Κ., Tacitus. The Histories, Book III, Sydney, 1972.
C h ilv er , G. E. R, A Historical Commentary on Tacitus’Histories la n d II,
Oxford, 1979.
— y T o w n e n d , G. B., A Historical Commentary on Tacitus’Histories TV
andV, Oxford, 1985.

t46]
Debemos incluir aquí, por el interés informativo de sus notas, la
edición bilingüe de M. Bassols de Climent, P. Comeli Táeit. Histories I,
Barcelona (1949),7/(1949), /7/(1957) y I V (1962).

Además de la reciente edición de C. Damon citada más arriba,


posee una detallada bibliografía temática y libro a libro la traducción
de K. Wellesley, Tacitus. The Histories, Penguin Books, 1984 (=1964).

[47]
HISTORIAS
LIBRO PRIMERO
P r e f a c io y s u m a r io m o r a l d e l a o b r a

1 El consulado de Servio Galba, por segunda vez, y de Tito


Vinio será el comienzo de mi obra1, pues los anteriores ocho­
cientos veinte años transcurridos desde la fundación de Roma
fueron relatados por numerosos autores con elocuencia e in­
dependencia parejas en tanto se rememoraban los hechos del
pueblo romano. Después de que se luchó en Accio y convino
a la paz que todo el poder se dejase en manos de uno solo2,
aquellos grandes talentos se vieron interrumpidos. La verdad
quedó maltrecha de muchos modos a un tiempo: primero,
por el desinterés hacia los asuntos de Estado como algo sin
incumbencia; luego por el deseo de adular o, al revés, por el
odio hacia el poderoso. Así, entre hostiles y sumisos, a nadie
inquietaba la posteridad.
Pero es fácil que los halagos del escritor se acojan con des­
dén, mientras que la aversión y el reproche siempre encuen­
tran oídos prestos, porque en la adulación subyace la incul­
pación de servilismo y en la malicia, una apariencia engañosa
de libertad.

1Año 69 d.C.
2 Año 31 a.C. En la toma del poder por parte de Augusto sitúa Tácito el fin
de la República. El nuevo régimen se conoce como Principado por el título de
Princeps otorgado al propio Augusto y a sus sucesores.

[53]
Yo no recibí de Galba, de O tón o de Vitelio ni perjuicio ni
beneficio. No negaré que mi carrera política se inició con
Vespasiano, progresó con Tito y se vio impulsada aún más
con Domiciano, pero de ninguno hablará con afecto o ren­
cor quien hace profesión de honestidad insobornable. Si mi
salud lo permitiera, el principado del Divino Nerva y el go­
bierno de Trajano, tema más rico y menos arriesgado, lo he
reservado para la vejez, merced a una época de rara fecundi­
dad en la que es posible opinar lo que se quiera y decir lo que
se opina.
2 Emprendo un relato cuajado de calamidades, de batallas
atroces, de sediciones y revueltas; un tiempo en que hasta la
paz fue inmisericorde. A hierro perecieron cuatro emperado­
res; hubo tres guerras civiles, numerosas en el exterior y a me­
nudo combinadas; la suerte nos fue favorable en Oriente y
adversa en Occidente: hubo levantamientos en Hinco3, ines­
tabilidad en las Galias, Britania fue sometida y, de inmediato,
abandonada; se aliaron en contra nuestra los pueblos sárma­
tas y suebos; del intercambio de derrotas los dados4 se gana­
ron un respeto; a punto estuvieron incluso de levantarse en
armas los partos5 tras el ridículo señuelo de un falso Nerón.
Por su parte, Italia se vio afligida por desastres sin preceden­
te o inusitados desde hacía una larga serie de siglos. Ardieron
o quedaron sepultadas las más prósperas ciudades de la costa
campana y Roma fue devastada por incendios, los santuarios
más antiguos calcinados: las manos de los propios ciudada­
nos pegaron fuego al Capitolio. Se mancilló lo más sagrado y
se ultrajó sin medida. El mar se llenó de exiliados, los escollos
de cadáveres.
En la ciudad de Roma la saña fue especialmente atroz. La
nobleza, la riqueza y los cargos políticos, lo mismo rehusados

3 Región de los Balcanes.


4 Los sármatas ocupaban la región al norte del Bajo Danubio; los suebos,
el este de Alemania y de la República Checa; los dacios eran los habitantes de
la Dacia, la actual Rumania.
5 El enemigo oriental por excelencia: ocupaban territorios de los actuales
Irán e Iraq.

[54]
que desempeñados, adquirieron el valor de inculpaciones, y
se premiaba la virtud con una muerte segura. Las recompen­
sas a los delatores no se hicieron menos detestables que sus
crímenes puesto que, quienes obtenían como botín ya fueran
cargos sacerdotales y el consulado, ya fueran procuraciones o
el poder en la sombra, todo lo pervertían y por todo sembra­
ban el odio y el terror. A base de sobornos, se puso a los es­
clavos en contra de sus amos, a los libertos en contra de sus
patronos, y a quien no tenía enemigos, le bastaban sus ami­
gos para hallar la perdición.
3 No fue, sin embargo, una época tan estéril en virtudes
que no ofreciera también buenos ejemplos: madres que
acompañaban a sus hijos prófugos; esposas que seguían a sus
maridos al destierro; parientes audaces, yernos valientes y es­
clavos cuya lealtad resistió incluso las torturas; hombres bri­
llantes arrastrados a la inmolación que sobrellevaron con co­
raje el momento supremo y emularon con su muerte las más
ilustres muertes de los antiguos.
Junto a las múltiples desdichas de los asuntos humanos,
por cielo y tierra se manifestaron portentos, relámpagos omi­
nosos y anuncios del porvenir, sombríos o felices, ambiguos
o diáfanos. Y lo cierto es que nunca antes se había probado
con desgracias más atroces para el pueblo romano ni señales
más precisas que no es misión de los dioses nuestra seguridad,
sino nuestro castigo.

D ia g n o s is d e l im p e r io

4 Pero antes de dar forma a mi proyecto, me parece opor­


tuno recordar cuál era la situación de la Capital, cuál el espí­
ritu del ejército, cuál el estado de las provincias, qué estaba
sano en el mundo y qué enfermo, para que se conozcan no
sólo los avatares y acontecimientos, que a menudo son resul­
tado del azar, sino también sus razones y causas.
El final de Nerón, si bien fue acogido con alegría en un pri­
mer momento de entusiasmo, había suscitado emociones dis­
pares, no sólo en la Urbe, entre los senadores, el pueblo o la
guarnición de la ciudad, sino entre todas las legiones y sus je-

[55]
fes, una vez destapado un arcano del imperio: se podía elegir
príncipe fuera de Roma. Pero los senadores estaban contentos
y se aprestaron a disfrutar de la libertad sin restricciones, aho­
ra que el príncipe era nuevo y estaba ausente; los caballeros
más destacados tenían casi tantas razones para la alegría como
los senadores; la parte del pueblo con principios y vinculada
a las grandes familias, los clientes y libertos de los condena­
dos o desterrados, sintieron resurgir la esperanza. La chusma,
habituada al circo y los espectáculos teatrales, lo mismo que
los esclavos más viles y quienes, una vez devoradas sus fortu­
nas, se nutrían de la infamia de Nerón, andaban desconsola­
dos y ávidos de rumores.
5 La guarnición de Roma, imbuida del ya duradero voto
de lealtad a los Césares, había tomado parte en el derroca­
miento de Nerón más por añagazas y presiones que por
propia iniciativa. Cuando se da cuenta de que el donativo
prometido en nombre de Galba no llega, ni ofrece la misma
oportunidad de gratificaciones y grandes recompensas la paz
que la guerra y de que, por si eso fuera poco, estaba en des­
ventaja respecto del favor de un príncipe al que habían elegi­
do las legiones, inclinada como estaba ya de por sí a la re­
vuelta, se muestra dispuesta a secundar los propósitos crimi­
nales del prefecto Nimfidio Sabino, quien planeaba tomar el
poder.
Y, a pesar de que Nimfidio es eliminado en el intento y la
rebelión descabezada, quedaban numerosos cómplices entre
los militares y no dejaban de oírse en sus conversaciones que­
jas de la vejez y la tacañería de Galba: les asustaba su severi­
dad, antaño elogiada y ensalzada en los cuarteles, porque ya
no toleraban la vieja disciplina y Nerón les había acostum­
brado durante catorce años a apreciar los vicios de los empe­
radores tanto como antaño respetaban sus virtudes. A ello se
sumó la proclama de Galba, irreprochable en interés público
y arriesgada para el suyo propio, de que él reclutaba a la tro­
pa, no la compraba; y es que lo demás no se amoldaba a eso.
6 Galba era un viejo incapaz, a quien Tito Vinio — el más vil
de los mortales— y Cornelio Lacón — el más cobarde— ha­
cían víctima del odio que genera la bajeza y causaban la ruina
con el desprecio que inspira la abulia.

[56]
El camino de Galba6 fue lento y salpicado de sangre por las
muertes del cónsul designado Cingonio Yarrón y del consu­
lar Petronio Turpiliano: acusados el uno de complicidad con
Nimfidio y el otro de cabecilla al servicio de Nerón, sin que
nadie les escuchara ni defendiera, pudo parecer que se ejecu­
taba a inocentes.
Su entrada en Roma, tras la escabechina de tantos miles de
soldados desarmados, resultó ominosa, y espantosa incluso
para quienes la perpetraron7.
Con la llegada de la legión hispana8y la permanencia de la
que Nerón había formado con la marinería, la ciudad se llenó
de un número insólito de militares; además, estaban los con­
tingentes de Germania, Britania e Ilírico que había reclutado
también Nerón y que había hecho venir para sofocar la inten­
tona de Víndice después de haberlos enviado a las Puertas
Caspias y a la guerra que preparaba contra los albanos: mate­
rial ingente para las asonadas, si no inclinado en favor de na­
die en particular, sí dispuesto para quien tuviese la osadía.
7 La casualidad hizo coincidir el anuncio de las muertes de
Clodio Macro y Fonteyo Capitón. A Macro, que promovía a
las claras un alzamiento en Africa, lo había matado el procu­
rador Trebonio Garuciano por orden de Galba; de Capitón,
que albergaba idénticos proyectos en Germania, se habían en­
cargado los legados Cornelio Aquino y Fabio Valente antes
de que se lo ordenasen. Algunos eran de la opinion de que
Capiton, si bien padecía las lacras de la avaricia y la lujuria,
era ajeno a cualquier maquinación sediciosa; pero como los
legados, después de animarle, no consiguieron empujarlo a la
revuelta, tramaron la falsa incriminación y Galba, por debili­
dad de carácter o para no tener que indagar más a fondo, ha­
bía dado su aprobación sin importarle cómo sucedió lo que
ya no podía cambiarse.

6 Desde Hispania a Roma. El trayecto le costó más de dos meses, desde ju­
lio del 68 hasta principios o mediados de octubre.
7 Aquí como en otros pasajes (I, 31, 37 y 87) se hace referencia al oscuro in­
cidente durante el cual las tropas de Galba diezmaron a los legionarios de ma­
rina que, al parecer sin propósito hostil, le salieron al paso en el Puente Milvio.
8 La VIIa, reclutada por el propio G^lba.

[57]
En cualquier caso, ambas muertes fueron acogidas como
malos agüeros: estuviera bien o mal hecho, todo reportaba la
misma ojeriza a un príncipe ya de entrada mal visto. Todo es­
taba en venta; la arrogancia de sus libertos era por demás; las
cuadrillas de sus esclavos, dispuestos a sacar provecho del gol­
pe de suerte, se daban prisa porque el amo era viejo. Los ma­
les de la nueva corte eran los mismos, e igual de graves, pero
no se disculpaban igual. Hasta la edad de Galba era motivo
de sorna e incomodo para gentes habituadas a la lozanía de
Nerón y, como es costumbre del vulgo, a comparar a los em­
peradores por su belleza física y su porte.
8 Y así estaban los ánimos en la Capital, como correspon­
de a una población tan numerosa. En cuanto a las provincias,
al frente de Hispania estaba Cluvio Rufo, hombre con don de
palabra y hábil en las tareas de la paz, pero inexperto en la
guerra. Las Galias, aparte del recuerdo de Víndice, estaban
comprometidas por la reciente concesión de la ciudadanía ro­
mana y la perspectiva de un alivio en los impuestos. Sin em­
bargo, las ciudades de las Galias más próximas a los ejércitos
de Germania9 no habían recibido el mismo honor; algunas
incluso, tras ver cómo mermaba su territorio, medían con do­
lor parejo los beneficios ajenos y las ofensas propias.
Los ejércitos de Germania — cosa peligrosísima tratándo­
se de tantas fuerzas— estaban exaltados y furiosos, orgullo­
sos por la reciente victoria y temerosos de que diera la im­
presión de que habían ayudado a la parte contraria: habían
tardado en hacer defección de Nerón y Verginio no se había
apresurado en apoyar a Galba. No estaba claro si había rehu­
sado el imperio: sí constaba que la tropa le había ofrecido el
mando. El asesinato de Fonteyo Capitón indignaba incluso
a quienes no tenían motivos para lamentarlo. Carecían de
jefe, puesto que Verginio había sido apartado so pretexto de
amistad, y el hecho de que no se reincorporase e incluso fue­
se objeto de insidias les resultaba una acusación contra ellos
mismos.

9 Y que habían simpatizado con Verginio Rufo, encargado de aplastar la re­


belión de Víndice.

[58]
9 El ejército de Germania Superior10 despreciaba al legado
Hordeonio Flaco, un hombre provecto y enfermo de gota,
sin coraje ni autoridad; ni siquiera era capaz de imponer dis­
ciplina a una tropa en calma y, al intentar contener a los re­
calcitrantes, su debilidad todavía los enardecía más.
Las legiones de Germania Inferior pasaron mucho tiempo
sin consular, hasta que se presentó, enviado por Galba, Aulo
Vitelio, hijo del Vitelio censor y tres veces cónsul; eso parecía
suficiente acreditación.
En el ejército de Britania no se produjo el menor descon­
tento. Lo cierto es que ninguna otra legión se comportó a lo
largo de todas las guerras civiles con mayor docilidad, ya sea
por la lejanía y el Océano que las separaba, o porque aleccio­
nadas por frecuentes campañas preferían dirigir sus odios con­
tra el enemigo. También había calma en Ilírico; aunque las
legiones que Nerón había reclamado, durante el periodo de
incertidumbre en Italia, hicieron llegar una delegación a Ver­
ginio. Pero los ejércitos, separados por grandes distancias —el
remedio más saludable para preservar la lealtad de los milita­
res— , no se contagiaban ni las flaquezas ni las fuerzas.
10 Hasta la fecha, el Oriente estaba en calma. Controlaba
Siria y cuatro legiones Licinio Muciano, un hombre que había
dado que hablar por sus éxitos tanto como por sus fracasos.
De joven había cultivado amistades ilustres que secundaran
sus ambiciones; más tarde, después de dilapidar una fortuna
y ponerse en situación resbaladiza, entre sospechas incluso de
haber provocado las iras de Claudio, se recluyó en lo más
recóndito de la provincia de Asia, tan cerca del destierro
como después lo estaría del Principado. Era una mezcla de fri­
volidad y de energía, de afabilidad y de soberbia, de buenos y
malos modales. En los momentos de ocio, se daba a los exce­
sos; si estaba en campaña, sus virtudes eran grandes. Su vida
pública suscitaba elogios, la privada, feas habladurías. Pero a
un hombre de sus características, dotado de un repertorio de
habilidades para seducir a los subordinados, a los allegados y

10 La provincia más meridional de las dos en que se dividía Germania.

[59]
a los compañeros, le resultó más práctico hacer entrega del
poder que quedarse con él.
Flavio Vespasiano dirigía la guerra de Judea (puesto para el
que le había elegido Nerón) con tres legiones. Tampoco abri­
gaba Vespasiano ánimos o propósitos contra Galba, y prueba
de ello es que había enviado a su hijo Tito a mostrarle sus res­
petos y cultivar su trato, como recordaremos en su momento.
Las señales y oráculos con que el destino manifestaba su ocul­
to designio de reservar el imperio para Vespasiano y sus des­
cendientes nos resultaron increíbles hasta que el desenlace les
dio la razón.
11 Desde los tiempos del Divino Augusto, el mando de
Egipto y de las tropas con las que se domina lo ejercen en ca­
lidad de reyes los caballeros. Ese procedimiento pareció el
más adecuado para retener bajo nuestra tutela una provincia
de difícil acceso y cosechas feraces, levantisca y propensa a los
motines por culpa de la superstición y la inmoralidad, igno­
rante de la ley y desentendida de los magistrados. El rey era a
la sazón Tiberio Alejandro, nativo del lugar.
Tras el asesinato de Clodio Macro, Africa y su legión se
conformaban con cualquier príncipe después de haber proba­
do a un amo inferior. Las dos Mauritanias11, Recia12, Nóri-
co13, Tracia14 y las demás provincias gobernadas con procura­
dores, según estuvieran más próximas a uno u otro ejército, se
dejaban arrastrar a la simpatía o al odio por influjo de los que
más se hacían valer. Las provincias desarmadas15 y en primer
lugar la propia Italia, condenada a ser esclava de cualquiera,
habían de ir a parar al botín de guerra.
Ésta era la situación de los asuntos de Roma, cuando Ser­
vio Galba, por segunda vez, y Tito Vinio inauguraron como

11 Tingitana (Marruecos occidental) y Cesariense (este de Marruecos y oes­


te de Argelia).
12 Provincia integrada por territorios de la actual Suiza, Tirol y sur de
Alemania.
13 Provincia coincidente en gran parte con la actual Austria.
14 Bulgaria y el territorio europeo de Turquía.
15 Las provincias senatoriales, donde no podía haber tropas regulares.

[6o]
cónsules el que sería el último año de sus vidas y que a pun­
to estuvo de ser fatal también para el Estado.

La m uerte de G alba y e l a d v e n im ie n t o d e O tón

12 A los pocos días del primero de enero una carta de Pom-


peyo Propincuo, procurador de Bélgica, anunciaba que las le­
giones de la Germania Superior, rompiendo su juramento de
lealtad, reclamaban otro emperador y, para que la sedición tu­
viese una acogida menos airada, concedían al Senado y al
pueblo de Roma el privilegio de la elección.
Esta noticia aceleró la decisión de Galba, quien ya tiempo
atrás venía considerando para sus adentros y con su círculo de
allegados la posibilidad de adoptar un sucesor. Lo cierto es
que no había tema de conversación más frecuente por aque­
llos meses entre la ciudadanía, primero por el capricho irrepri­
mible de chismorrear sobre eso y, en segundo lugar, porque la
edad de Galba era ya decrépita. A pocos guiaba la cordura y
el interés por el Estado: la mayoría, con estúpidas esperanzas,
según de quien fueran amigos o clientes, repartían rumores
sobre la candidatura de éste o de aquél. Todo redundaba en
aversión hacia Tito Vinio, quien, día tras día, cuanto más po­
der acumulaba, más detestable se volvía. Y es que la propia
blandura de Galba estimulaba la avidez de sus amigos, desbo­
cada por la situación extraordinaria en que les había puesto la
fortuna —porque ante un hombre débil y crédulo se delin­
quía con menos miedo y con más rédito.
13 El poder fáctico del Principado se repartía entre el cón­
sul Tito Vinio y Cornelio Lacón, prefecto del pretorio; y no
menos influencia tenía Icelo, liberto de Galba, a quien llama­
ban Marciano después de concederle los anillos de caballero.
Andaban a la greña y, así como en cuestiones menores cada
uno tiraba para su lado, en lo tocante a la decisión de elegir
un sucesor se escindieron en dos bandos. Vinio favorecía a
Marco Otón; Lacón e Icelo, de común acuerdo, no apoyaban
tanto a uno en concreto como a uno distinto. Tampoco ig­
noraba Galba la amistad que unía a O tón y Tito Vinio, y los
rumores de quienes nada dejaban pasar en silencio señalaban

[61]
a Vinio, que tenía una hija viuda, y a Otón, que estaba solte­
ro, como suegro y yerno.
Tengo la impresión de que existía inquietud por el Estado:
de nada hubiera valido quitárselo a Nerón si había que entre­
gárselo a Otón, un hombre que había pasado una infancia
despreocupada, una juventud conflictiva, y que agradaba a
Nerón porque imitaba sus lujos. A él, como cómplice de sus
placeres, le había encomendado la concubina imperial Popea
Sabina hasta desembarazarse de su esposa Octavia. Luego,
sospechando de su interés por la propia Popea, lo relegó a la
provincia de Lusitania con la excusa de una legación. Otón
había administrado la provincia con buen tino y fue el prime­
ro en cambiar de bando; actuó con diligencia y fue, durante
la guerra, el más brillante de cuantos secundaron a Galba. En
cuanto se hizo idea de que podía ser adoptado, cada día que
pasaba se aferraba con más fuerza a la esperanza, consciente
de que contaba con amplio favor entre los militares y de que
los cortesanos de Nerón se inclinaban hacia quien considera­
ban émulo de su patrono.
14 Pero cuando Galba tuvo noticia de la sedición germáni­
ca, aunque hasta la fecha nada había de seguro sobre Vitelio,
presa de la inquietud porque no imaginaba cuál de los ejérci­
tos haría estallar la violencia y sin fiarse siquiera de la guarni­
ción de la Capital, pone en marcha la elección imperial — el
único remedio que se le ocurría. En presencia, aparte de Vinio
y Lacón, del cónsul designado Mario Celso y del prefecto de
la Urbe Ducenio Gémino, después de unas pocas palabras in­
troductorias sobre su ancianidad, ordena que comparezca Pi­
són Liciniano, ya fuera por propia elección o bien, como pen­
saron algunos, por presiones de Lacón. Éste había trabado
amistad con Pisón en casa de Rubelio Plauto, pero mostraba
su favor simulando astutamente no conocerlo y la opinión po­
sitiva que existía sobre Pisón añadía crédito a su propuesta.
Pisón era hijo de Marco Craso y Escribonia, noble, pues,
por las dos casas; de expresión y presencia chapadas a la an­
tigua, resultaba severo para un juez ecuánime y algo huraño
para quienes interpretan con malicia. Esa parte de sus cos­
tumbres de la que tanto recelaban los agoreros complacía al
adoptante.

[6*]
15 Así pues, después de tomar a Pisón de la mano, cuentan
que Galba dijo lo siguiente:
“Si yo te adoptase como un particular, por ley curiada y
ante pontífices, como manda la tradición, sería para mí una
distinción acoger entre mis penates progenie de Gneo Pom-
peyo y Marco Craso16, y para ti, un honor añadir a tu noble­
za la dignidad de las familias Sulpicia y Lutacia. Ahora, cuan­
do por acuerdo de dioses y hombres fui llamado al poder im­
perial, es la excelencia de tu carácter y tu amor a la patria lo
que me impulsa a ofrecerte a ti, un hombre de paz, el Princi­
pado por el que nuestros antepasados peleaban con las armas
y que yo conseguí con la guerra. Ese ejemplo nos dio Au­
gusto, que elevó a una cúspide sólo inferior a la suya a Mar­
celo, hijo de su hermana, luego a su yerno Agripa, más tarde
a sus sobrinos y finalmente a su hijastro Tiberio Nerón17. Pero
Augusto buscó sucesor en su propia casa, y yo, en el Estado,
no porque me falten parientes o compañeros de armas, sino
porque tampoco acepté el imperio movido por la ambición.
Y sean testimonio de mi criterio no sólo mis familiares a los
que te antepuse, sino también los tuyos: tienes un hermano
de nobleza igual, mayor que tú, digno de esta fortuna si no
fueses tú más capaz. Está tu edad, que ya dejó atrás las velei­
dades de la adolescencia; está tu vida, que no oculta en el pa­
sado nada por lo que debas disculparte.
Hasta hoy soportaste una fortuna siempre adversa: los bue­
nos tiempos prueban los ánimos con punzones más afilados,
porque las penurias se soportan, pero el éxito nos corrompe.
La lealtad, la independencia, la amistad, bienes superiores del
espíritu humano, los conservarás tal vez tú con la misma te­
nacidad; pero el servilismo de otros los hará mermar: serás
víctima de la adulación, las zalamerías y el peor veneno del
sentimiento verdadero, el interés personal. Es posible que tú
y yo hablemos hoy entre nosotros con absoluta franqueza;
los demás preferirán hacerlo con nuestro cargo que con nues­

16 Los socios de Julio César en el Primer Triunvirato.


17 Se trata del emperador Tiberio, hijo de un matrimonio anterior de su es­
posa Livia.

[63]
tras personas, porque convencer a un príncipe de que haga lo
que es preciso cuesta mucho esfuerzo y, en cambio, darle la
razón a un príncipe, sea cual sea, le ahorra a uno conflictos.
16 Si el cuerpo inmenso del imperio pudiese sostenerse fir­
me y en equilibrio sin un tutor, yo mismo sería la persona
adecuada para que la República diese comienzo. Pero ya hace
tiempo que el estado de necesidad ha llegado a tal punto, que
ni mi vejez podría ofrecer al pueblo de Roma otra cosa que
un buen sucesor, ni tu juventud otra que un buen príncipe.
Bajo Tiberio y Gayo18, Claudio y Nerón hemos sido poco
menos que el patrimonio de una familia. Por libertad se ten­
drá el que empecemos a ser elegidos. Con el fin de la Casa de
los Julio-Claudios la adopción se encargará de encontrar al
mejor, pues nacer hijo de príncipes es un azar, y ningún tri­
bunal se detiene a examinar más. La adopción, en cambio, re­
quiere juicio íntegro y, si estás dispuesto a elegir, el consenso
es una señal. No olvidemos el ejemplo de Nerón, envanecido
por la larga sucesión de Césares: no fue Víndice con una pro­
vincia indefensa, ni yo con una sola legión quien lo apeó de
la pública cerviz, sino su propia crueldad y su propia depra­
vación. Y es el primer caso de un príncipe condenado: a no­
sotros, que hemos pasado la prueba de la guerra y el examen
del tribunal, nos mirarán con rencor aunque nuestro com­
portamiento sea intachable.
Sin embargo, no has de tener miedo porque, en medio de
la agitación que ha sacudido nuestro mundo, dos legiones
aún no estén en calma: ni siquiera yo estoy en una posición
segura y, tan pronto como tengan noticia de la adopción, de­
jaré de parecerles viejo, que es lo único que ahora me repro­
chan. La peor gente siempre añorará a Nerón; tarea mía y
tuya es que no lo añore también la buena. No es éste mo­
mento de más consejos y, si mi elección ha sido acertada, se
ha colmado mi propósito. Es método a la vez útilísimo y ra­
pidísimo de dirimir entre buenas y malas acciones considerar
qué es lo que nos gustaría y qué lo que no nos gustaría si otro
fuera el príncipe. Aquí no pasa como en los pueblos que tie­

18 El emperador que conocemos por su apodo: Caligula.

[ 64 ]
nen rey, donde no hay duda de cuál es la casa de los amos y
todos los demás son esclavos: tu gobierno habrá de ser sobre
hombres que no pueden tolerar ni completa esclavitud ni
completa libertad.”
Al decir estas cosas y otras semejantes, Galba actuaba como
si estuviese en trance de nombrar príncipe; los demás, como si
el nombramiento fuese un hecho.
17 Cuentan que ni a los que le observaban en el momento
ni más tarde, cuando todas las miradas se concentraban en él,
Pisón delató el menor indicio de sentirse abrumado o pletóri-
co. Habló a su padre y emperador con respeto, y con modes­
tia sobre sí mismo. Nada le alteró el rostro o la compostura,
como si el poder imperial fuese más una posibilidad que un
deseo.
Se discutió a continuación si la adopción debía celebrarse
ante los Mascarones19 o en el Senado o en el cuartel de los
pretorianos. Se decidió ir al cuartel: resultaría un honor para
los militares, cuyo favor, si malo era granjearse con propinas
y sobornos, no había por qué desdeñar con buenas maneras.
Entre tanto se había congregado alrededor del Palacio la
curiosidad pública, impaciente por conocer tan alto secreto.
Algunos, al intentar sofocar los rumores malamente, los alen­
taban.
18 El 10 de enero, un día de lluvias espantosas, se había vis­
to turbado por truenos, relámpagos y celestiales amenazas
fuera de lo habitual. Estas señales, que desde antiguo indu­
cían a posponer los comicios, no disuadieron a Galba de acu­
dir al cuartel, bien porque las despreciaba achacándolas a la
casualidad o porque lo que establece el destino no por anun­
ciado puede evitarse.
Frente a una concurrida asamblea de soldados, pronuncia
la breve arenga de un general: adoptaba a Pisón siguiendo el

19 Los Rostro, habitual tribuna de oradores emplazada en el Foro y decora­


da con los mascarones de proa de las naves cartaginesas capturadas durante la
Primera Guerra Púnica. Alude aquí al poder civil, representado los comicios
que allí se celebraban, en contraste con las dos alternativas siguientes: el Se­
nado, feudo de la nobleza, y el Ejército. La decisión de Galba evidencia de
dónde consideraba que radicaba el verdadero poder.

[65]
precedente del Divino Augusto y conforme a la costumbre
militar de que un hombre elija a otro hombre20. Y para res­
tar importancia a la sedición que se trataba de ocultar, ase­
gura además que las legiones IVa y XXIIa, en las que había
pocos partidarios de la rebelión, no habían pasado de las pa­
labras y los gritos, y pronto estarían cumpliendo con su de­
ber. No añade a su discurso ni un melindre ni una moneda.
Sin embargo, los tribunos, los centuriones y los soldados que
estaban próximos responden con muestras de agrado; los de­
más se quedan abatidos y silenciosos, como si hubiesen per­
dido en la guerra la inveterada obligación de recibir un do­
nativo incluso durante la paz. Claro está que las simpatías
hubiesen podido ganarse con una pizca de generosidad por
parte de aquel viejo parsimonioso: fue víctima de su rigor pa­
sado de moda y de su severidad excesiva, a la que ya no esta­
mos hechos.
19 Luego, ante el Senado, el discurso de Galba no fue ni
más aseado ni más largo que ante la tropa; el de Pisón, cortés,
hizo que los senadores aplaudieran: muchos con sinceridad;
los que no le eran favorables, más efusivamente; los neutrales,
en mayor número, por palmaria adulación, pensando en sus
negocios particulares y no en el interés público. Y en los si­
guientes cuatro días que mediaron entre la adopción y la
muerte de Galba, nada más volvió a hacer ni decir Pisón en
público.
Como las noticias de la rebelión germánica llegaban cada
día con más insistencia a una ciudadanía propensa a prestar
oídos y crédito a cualquier novedad cuando es desagradable,
los senadores acordaron que era preciso enviar una delegación
al ejército de Germania. En secreto se discutió la conveniencia
de que marchara también Pisón, para darle mayor rango: los
otros llevarían la autoridad del senado, Pisón, el prestigio de
un César. Había también acuerdo en enviar con ellos a Lacón,
el prefecto del pretorio: él se opuso a la propuesta. También
los delegados (puesto que Galba había consentido que los se­

20 Un sistema de recluta por cooptación empleado ocasionalmente por los


romanos y otros pueblos itálicos.

[66]
nadores eligieran) se nombraron, se excusaron o reemplaza­
ron con penosa irresponsabilidad, maniobrando cada quien
para quedarse o partir según le impulsaban sus temores o sus
ambiciones.
20 La siguiente preocupación de Galba fue el dinero; des­
pués de revisarlo todo, concluyeron que lo más justo sería ir
a buscarlo allí donde estaba la causa de la bancarrota. Nerón
había diseminado dos mil doscientos millones de sestercios
en donaciones: Galba ordenó reclamar uno por uno a los be­
neficiarios, ofreciéndoles que conservaran una décima parte
de tamaña generosidad. Pero a algunos ya no les llegaba ni
para esa décima parte después de haber mostrado con lo aje­
no la misma prodigalidad que con lo propio, y a los depreda­
dores irrecuperables no les quedaban tierras o inversiones,
sino exclusivamente los medios para mantener sus vicios. Se
hicieron cargo de la confiscación treinta caballeros romanos;
era un tipo de trabajo insólito, complicado por las intrigas y
las cifras. Por todas partes había picas21 y subasteros, y la ciu­
dad se alborotó con los procesos. Y sin embargo estaba rebo­
sante de alegría, porque tan pobres quedaban ahora a quienes
Nerón había dado como a quienes había quitado.
Por aquellas fechas se destituyó a algunos tribunos: Anto­
nio Tauro y Antonio Nasón, del pretorio; Emilio Pacense,
de las cohortes urbanas, y Julio Frontón, del cuerpo de Vigi­
les. Contra los demás no se tom aron medidas, pero, sintién­
dose todos sospechosos, cundió el recelo no fuera a ser que
con trucos y por miedo uno tras otro estuviesen siendo
expulsados.
21 Entre tanto a Otón — quien nada podía esperar de una
situación arreglada y no pensaba más que en perturbarla— le
acuciaban muchas circunstancias a un tiempo: llevaba un
tren de vida gravoso hasta para un príncipe, y la escasez en la
que vivía en su condición de particular se le hacía intolerable.
Estaba furioso con Galba, resentido con Pisón. Incluso se in­
ventaba miedos para excitar más sus deseos: pensaba que ya
había sido una molestia para Nerón, y que no debía esperar la

21 Una lanza clavada en el suelo marcaba el lugar de las subastas públicas.

[67]
vuelta a Lusitania y el honor de un segundo destierro. Los po­
derosos siempre sospechan de aquél a quien se señala como a
su sucesor y lo detestan. Eso le había pequdicado en el caso
de un príncipe viejo y más le perjudicaría tratándose de un jo­
ven de carácter violento y al que un largo destierro había vuel­
to una fiera: podía matarle... Así que había que actuar con
osadía ahora que la autoridad de Galba declinaba y la de Pi­
són todavía no se había consolidado. En los momentos de
cambio, se decía, tienen oportunidad los grandes proyectos
y, cuando la calma es más perjudicial que la temeridad, no
hay que dudar. La naturaleza hizo una muerte igual para to­
dos: sólo la distingue el olvido o la gloria de la posteridad y,
si el mismo final aguarda al culpable que al inocente, seña de
hombre con agallas es merecerse la muerte.
22 No era el espíritu de O tón acomodado como su cuer­
po, y a eso se añadía que sus libertos y esclavos de confianza
— a quienes se concedían más contemplaciones que las debi­
das en casa de un particular— tentaban su avidez con imá­
genes de la corte de Nerón y de su lujo, de las amantes, las es­
posas y demás placeres de reyes. Le decían que serían suyos
si era audaz, y le reprochaban que fueran de otro si no se m o­
vía. Hasta los astrólogos le acosaban, asegurándole que ha­
bían observado en las estrellas nuevas evoluciones y un año
propicio para O tón — esa clase de gente pérfida con los po­
derosos, que engañan al esperanzado y que en nuestra ciu­
dad siempre estarán prohibidos y siempre estarán presentes.
La alcoba de Popea había acogido a muchos astrólogos, de­
plorable ajuar de un matrimonio imperial. Uno de ellos, Pto­
lomeo, que había acompañado a O tón en Hispania, le augu­
ró que sobreviviría a Nerón, y con el desenlace había ganado
crédito: ahora, especulando con los rumores de quienes ha­
cían cálculos sobre la vejez de Galba y la juventud de Otón,
había conseguido persuadirle de que finalmente accedería al
poder imperial. O tón escuchaba los presagios como si ha­
blase la ciencia y el nuncio de los Hados, por el ansia que tie­
ne la naturaleza hum ana de creer más a gusto lo misteriosó.
Y no faltaba un Ptolomeo, convertido ya en instigador del
crimen —un paso sencillísimo de dar después de semejante
deseo.

[68]
23 Pero no está claro si la idea criminal fue sobrevenida: ya
antes había tanteado los ánimos de los soldados con vistas a
la sucesión o la organización de una fechoría. En ruta, por las
formaciones y por los puestos de centinela, iba llamando por
su nombre a los soldados más veteranos y les trataba de “com­
pañeros de fatigas”, en recuerdo de los tiempos compartidos
en la escolta de Nerón. A unos los saludaba, preguntaba por
otros y les ayudaba con dinero o favores, dejando caer fre­
cuentes quejas y palabras ambiguas sobre Galba y cuanto se le
ocurría que podría soliviantar a la soldadesca. Las maniobras,
la falta de víveres, la dureza del mando se toleraban peor
cuando gente habituada a recalar con la flota en las bahías de
Campania y las ciudades de Grecia tenía que enfrentarse a los
Pirineos, a los Alpes y a la interminable extensión de nuestras
vías cargada penosamente de armamento.
24 A los ánimos ya caldeados de los soldados arrimó la tea,
como suele decirse, Mevio Pudente, uno de los hombres de
Tigelino. Éste había sabido engatusar a los más veleidosos o
a los que la penuria predisponía a embarcarse en asonadas, y
había llegado hasta el punto de que, so pretexto de un con­
vite, cada vez que Galba cenaba en casa de Otón, repartía en­
tre la cohorte de guardaespaldas cien sestercios por cabeza.
Otón añadía en secreto recompensas individuales a ese dis­
pendio en apariencia público, y con tal entusiasmo se aplica­
ba al soborno que, a Cocceyo Próculo, un miembro de la
guardia imperial que pleiteaba con su vecino por una parte de
las tierras, después de adquirir de su propio peculio el campo
entero del vecino, se lo regaló — ante la desidia del prefecto,
a quien lo mismo se le pasaban las trampas conocidas que las
escondidas.
25 Puso entonces al frente del proyecto criminal a Onomas-
to, uno de sus libertos. Él fue quien sobornó a Barbio Prócu­
lo, enlace de la guardia imperial y a Veturio, asistente22 del mis­
mo cuerpo: cuando descubre entre conversación y conver­
sación que eran taimados y resueltos, les colma de dinero y

22 Respectivamente tesserarius y optio: dos subalternos cuya baja graduación


justifica la observación posterior de Tácito.

[69 ]
promesas, y les cede un capital con que comprar a su vez la
complicidad de otros muchos. Dos voluntarios del peloton
se hicieron cargo del traspaso del imperio del pueblo roma­
no —y cumplieron su misión. Unos pocos se implicaron en
la fechoría; los demás titubeaban y hubo que espolearlos con
diferentes tretas: a los soldados que gozaban de privilegios
por decisión de Nimfidio, haciéndoles ver que estaban bajo
sospecha; al resto de la soldadesca, aprovechando la irritación
y la frustración que les causaba el permanente aplazamiento
del donativo. Había a quienes enardecía el recuerdo de Nerón
y la nostalgia de la indisciplina anterior. Sin distinción, todos
compartían el pavor a cambiar de destino.
26 La plaga terminó por infectar también los ánimos de las
legiones y los auxiliares23, que ya estaban alterados desde que
se supo que la lealtad del ejército de Germania vacilaba. Y a
tal punto tenían los malvados preparada la sedición, e inclu­
so los más honrados su encubrimiento, que al día siguiente
hubiesen proclamado a O tón al regresar de la cena, si no hu­
biera sido por sus temores de que la noche les diera sorpresas:
toda la ciudad estaba salpicada de campamentos y no es fácil
que los borrachos se pongan de acuerdo. No les disuadió su
preocupación por el Estado — que, sin haber bebido, estaban
dispuestos a mancillar con la sangre de su propio príncipe—,
sino la posibilidad de que, en lo oscuro, alguien se presentase
a los ejércitos de Panonia24 o de Germania haciéndose pasar
por Otón, a quien la mayoría no conocía.
Los cómplices sofocaron muchos indicios de que la rebe­
lión estaba a punto de estallar. Algo llegó a oídos de Galba,
pero impidió que lo tomara en serio el prefecto Lacón, un
hombre que desconocía el ánimo de los militares, se oponía
a cualquier propuesta, por excelente que fuera, si no la había
sugerido él y se negaba a escuchar a los expertos.
27 El 15 de enero, cuando Galba ofrecía un sacrificio ante
el templo de Apolo, el harúspice Umbricio le auguró visceras

23 Tropas provistas tradicionalmente por los aliados.


24 Provincia del curso medio del Danubio que abarcaba desde Eslovenia a
Hungría.

[70]
sombrías, emboscadas tendidas y un enemigo en casa. Otón
— que estaba a su lado— lo oyó y, por razones opuestas, in­
terpretó que el augurio era feliz y favorable para sus propósi­
tos. Y no tardó mucho su liberto Onomasto en anunciarle
que le esperaban el arquitecto y los contratistas, cuyo signifi­
cado convenido era que los soldados estaban ya agrupados y
la conjura dispuesta. Otón puso esa disculpa a quienes le pre­
guntaron, simulando que quería comprar una finca cuya an­
tigüedad le hacía dudar, y que había decidido revisarla antes.
Del brazo de un liberto se marchó al Velabro por la Casa de
Tiberio, y de allí al Miliario Áureo25, que queda por debajo
del Templo de Saturno.
Allí, veintitrés guardias imperiales le saludan como empe­
rador y, aterrado como estaba por el escaso número de quie­
nes le homenajean, se apresuran a sentarlo en una silla para,
espada en mano, proclamarlo. Parejo número de soldados se
les suman en el camino, unos porque estaban compinchados,
la mayoría por el espectáculo; parte entre gritos y ruido de es­
padas, parte en silencio, van animándose a seguir el curso de
los acontecimientos.
28 Al mando de la vigilancia del cuartel estaba el tribuno
Julio Marcial. Su comportamiento — por las dimensiones que
adquiría la repentina insurrección o porque temía que el so­
borno llegaba más a fondo en el campamento y, si se resistía,
se arriesgaba a morir— dio motivo a muchos para sospechar
que era cómplice. Los demás tribunos y centuriones antepu­
sieron los hechos a un heroísmo poco seguro. Y ese fue el es­
tado de ánimo: pocos se atrevieron a la peor de las fechorías;
muchos la desearon; todos la permitieron.
29 Entre tanto, Galba, ajeno a los acontecimientos, moles­
taba con sus sacrificios a los dioses de un imperio que ya no
le pertenecía. Entonces le alcanza el rumor de que se ha pro­
clamado emperador en el cuartel a cierto senador; luego, no­
ticias de toda la ciudad confirman que es O tón el proclama­
do. Según con quien se topaba, había quienes exageraban la
verdad, víctimas del miedo, y quienes le quitaban importan-

25 El “Kilómetro 0” de Roma, erigido por Augusto en el Foro,

[/i]
cia, incapaces de olvidar la adulación siquiera en esos m o­
mentos. Así que, después de una discusión, se decidió son­
dear los ánimos de la cohorte que tenía encomendada la vigi­
lancia de Palacio; pero no debía hacerlo el propio Galba, cuya
autoridad había que conservar intacta como último recurso.
Fue Pisón quien se dirigió a los convocados ante la escalinata
de la Casa del siguiente modo:
“Hoy se cumplen seis días, compañeros de armas, desde
que, sin saber qué pasaría ni si debía anhelar o temer ese títu­
lo, me hicieron César. En vuestra mano está el destino de
nuestra familia y el del Estado. Y no porque personalmente
me asuste un desenlace infausto: después de haber probado la
desgracia, lo más que la bonanza me puede enseñar es que no
tiene menos peligro. Lo lamento por mi padre, por el Senado
y por el propio imperio si es preciso que hoy muramos o, des­
gracia igual para un hombre de bien, que matemos. Consue­
lo del último cambio era que en la Urbe no había corrido la
sangre y que el traspaso se hizo sin discordia: creíamos que
con la adopción bastaría para que no hubiese enfrentamien­
to, al menos después de Galba.
30 No voy a apelar a mi nobleza o a mi mesura, ni creo ne­
cesario hacer relación de mis virtudes comparándolas con las
de Otón. Los vicios de los que él tanto se ufana han bastado
para subvertir el imperio, ¡menos mal que era amigo del em­
perador! i Se habrá ganado el imperio con esa pinta y ese gar­
bo, o con esos abalorios de mujer? Se equivocan aquellos a
quienes impresiona por espléndido quien no es más que un
manirroto: un hombre de esa calaña sabrá dilapidar, pero no
sabrá hacer regalos. El anda pensando en el sexo, en juergas y
en compañía femenina: se imagina que ésas son las grati­
ficaciones del Principado, de las cuales espera quedarse en
exclusiva con los placeres y los antojos, y repartir con todos
el bochorno y la deshonra. Lo cierto es que nadie empleó
con honradez el poder que obtuvo con infamias.
Galba fue elegido por consenso de toda la humanidad; a
mí, Galba me nombró César contando con vuestro consenti­
miento. Si el Estado, el Senado y el Pueblo son ya palabras va­
cías, os interesa a vosotros, compañeros, que no sea la canalla
quien elija emperador. De vez en cuando hay noticias de al­

[72-]
guna rebelión de las legiones contra sus mandos; la fama de
vuestra lealtad, en cambio, se ha mantenido intacta hasta la
fecha. Y fue Nerón quien os abandonó, no vosotros a Nerón.
¿Van a designar emperador una treintena escasa de traidores y
desertores a quienes nadie permitiría que eligieran a su centu­
rión o a su tribuno? ¿Toleráis ese precedente y os hacéis reos
del mismo delito con vuestro silencio? Este desgobierno tras­
cenderá a provincias y nosotros seremos víctimas del crimen,
vosotros, de la guerra. Y no sacaréis más de la muerte de un
príncipe que de vuestra inocencia, porque no pagarán mejor
otros el crimen que nosotros la lealtad.”
31 Dispersa la guardia imperial, el resto de la cohorte no
hizo caso omiso a la arenga y la generala se aprestó, como su­
cede en los momentos de confusión, más bien a lo loco y sin
un plan, unos sin saber qué hacer, otros, según se creyó lue­
go, porque disimulaban su traición. También se envió a Ma­
rio Celso a parlamentar con los miembros del ejército de Ilí-
rico que acampaban en el Pórtico de Vipsanio26 y se dieron
instrucciones a los primipilares Amulio Sereno y Domicio Sa­
bino para que hiciesen venir del Atrio de la Libertad27 a los
soldados de Germania. Galba desconfiaba de la legión de ma­
rinería, a la que había diezmado nada más entrar en Roma y
rencorosa por ello.
Al cuartel de los pretorianos acuden los tribunos Cetrio Se­
vero, Subrio Dextro y Pompeyo Longino, por ver si podía
avenirse a mejores razones la sedición recién brotada antes de
que madurase. Los soldados vierten amenazas sobre Subrio y
Cetrio, y a Longino lo reducen con golpes y lo desarman: su
promoción se debía a su amistad con Galba y no al reglamen­
to militar, y eso le hacía leal a su príncipe particular y más sos­
pechoso para los pérfidos. La legión de marineros se une a los
pretorianos sin dudarlo; los miembros del ejército de Ilírico
reciben a Celso con las picas enhiestas. Los estandartes ger­

26 Soportales ajardinados en la zona donde actualmente confluyen la Via


del Corso y la del Tritone.
27 El edificio donde se encontraban los archivos de los censores, en algún
lugar cerca de la Curia.

[73]
mánicos siguieron indecisos un tiempo porque las fuerzas to­
davía estaban exhaustas y los ánimos sedados: después de que
Nerón los hubiera enviado a Alejandría y regresaran enfermos
por la larga travesía, Galba los colmaba de cuidados sin repa­
rar en gastos.
32 La muchedumbre llenaba ya Palacio: libres y serviles
mezclados reclamaban a gritos escandalosos la muerte de
O tón y la ejecución de los conspiradores, con el mismo áni­
mo que si estuviesen reclamando algún entretenimiento en el
circo o en el teatro. No les guiaba la razón o la verdad, por­
que en el mismo día iban a reclamar lo contrario con el mis­
mo ímpetu, sino la costumbre de adular a cualquier empera­
dor arraigada entre quienes tienen licencia para el aplauso y el
fervor gratuito.
Entre tanto, Galba se debatía entre dos opiniones. Tito Vi­
nio proponía resistir dentro de la Casa, poner a los esclavos
en primera línea, asegurar los accesos y no salir al encuentro
de los descontentos: había que dar tiempo a los malvados
para arrepentirse y a los honrados para concertarse. Al crimen
le conviene la prisa, a la cordura, la paciencia. En último ex­
tremo, argumentaba, y si había motivos, la misma libertad
tendrían para salir más tarde, porque volver, si había que la­
mentarlo, sería arbitrio ajeno.
33 Los demás pensaban que había que darse prisa antes de
que creciera una conjura todavía débil y asunto de pocos: tam­
bién Otón se echaría a temblar — él, que se había escurrido a
escondidas y puesto en manos de desconocidos, estaría ensa­
yando ahora, por culpa de la indecisión y la parálisis de quie­
nes pierden el tiempo, el papel de príncipe. No hay que espe­
rar, decían, a que, después de controlar el cuartel, ocupe el
Foro y, delante de los ojos de Galba, marche hasta el Capitolio,
mientras un excelente emperador y sus valientes amigos —al
menos de puertas adentro— se encierran en la Casa dispues­
tos por lo visto a soportar el asedio. ¡Y menuda ayuda iban a
encontrar en los esclavos cuando se desvaneciera el acuerdo
entre muchedumbre tan numerosa y, lo más importante, la in­
dignación inicial! Aquello era tan inseguro como oprobioso.
Aunque fuera para caer, había que enfrentarse a la encrucijada:
eso empañaría la imagen de O tón y honraría la propia.

t74]
Vinio rechazaba esta opinion hasta que Lacón le espetó una
sarta de amenazas. Le animaba Icelo, empeñado en convertir
su inquina personal en la ruina del Estado.
34 Galba ya no dudó más y se inclinó por la propuesta más
sugestiva. Sin embargo se decidió enviar a Pisón por delante
al cuartel, porque era joven, con gran renombre, distiguido re­
cientemente por el favor imperial y, además, hostil a Tito Vi­
nio — o, si no lo era de verdad, porque los descontentos así lo
querían, y es más fácil dar crédito al rencor.
Nada más salir Pisón, se extendió el rumor, al principio
vago e inseguro, de que se había dado muerte a O tón en el
cuartel. Luego, como sucede con los grandes embustes, algu­
nos afirmaban que ellos habían intervenido y lo habían visto:
el chisme lo creyeron los que se alegraban y a quienes nada
importaba, y se llenaron de júbilo. Muchos pensaban que el
rumor lo habían inventado y propalado otonianos ya infiltra­
dos, quienes en falso habrían divulgado las alegres nuevas
para hacer salir a Galba.
35 Entonces no sólo el pueblo y la plebe ignorante prorrum­
pió en aplausos y efusiones desaforadas, sino que incluso nume­
rosos caballeros y senadores, olvidando cualquier precaución
una vez pasado el miedo, forzaron las puertas de Palacio y se
precipitaron al interior para mostrarse ante Galba. Se lamenta­
ban de que otros les hubiesen arrebatado la oportunidad de la
venganza —sobre todo los más cobardes, quienes, amedrenta­
dos en los momentos de peligro como los hechos demostraron,
eran ahora un derroche de palabras y feroces de boquilla. Na­
die sabía y todos aseveraban, mientras Galba, derrotado por
la penuria de verdades y la unanimidad del error, con la coraza
puesta, sin edad ni fuerzas para resistirse a la turba que había
irrumpido, se dejaba llevar en una silla. El guardia imperial Ju­
lio Atico le salió al paso en los aledaños de Palacio mostran­
do una espada ensangrentada y exclamó que él mismo había
dado muerte a Otón. Galba le replicó: “Y, ¿quién te dio la or­
den, camarada?” Su coraje a la hora de atajar la indisciplina
militar era extraordinario, su ánimo, imperturbable frente a
las amenazas e inasequible a los sobornos y las zalamerías.
36 En el cuartel se habían disipado todas las dudas, y tan
enardecidos estaban que, como no les bastaba con arroparle

[75]
entre filas y cuerpos, dejaron a O tón en medio de las enseñas,
subido a una peana que hasta poco antes sostenía una esta­
tua de Galba fundida en oro, y lo rodearon con sus estandar­
tes. Y ni los tribunos ni los centuriones podían acercarse: por
si fuera poco, eran los soldados rasos los que daban las órde­
nes de vigilar a los mandos. Todo era un estruendo de aclama­
ciones, tumulto y mutuas arengas, no como entre el pueblo y
la plebe, que se manifiestan con gritos desacordes de enerva­
da adulación, sino que, conforme avistaban a otro soldado
que concurría, le estrechaban la mano, lo abrazaban con sus
armas, lo ponían al lado y se apresuraban a tomarle juramen­
to. El emperador se comprometía con los soldados y luego
los soldados se comprometían con el emperador. Y O tón se
prestaba: reverenciaba a la chusma con los brazos abiertos, les
tiraba besos y se sometía a cualquier servidumbre con tal de
ser el amo.
Después de tomar juramento a la legión de marinería en
bloque, confiado ya en sus fuerzas y pensando que había que
inflamar también colectivamente a los que hasta ahora había
soliviantado uno por uno, tomó la palabra desde la empaliza­
da del cuartel:
37 “No sabría decir, compañeros de armas, en calidad de
qué me dirijo a vosotros, porque ni me atrevo a presentarme
como un particular después de que vosotros me hayáis nom ­
brado príncipe, ni como un príncipe mientras el imperio sea
de otro. Tampoco habrá certeza de vuestro nombramiento en
tanto haya duda de si tenéis en el cuartel al emperador del
pueblo de Roma o a su adversario. ¿No oís cómo se reclama
al mismo tiempo mi condena y vuestra ejecución? Lo que sí
es evidente es que, muramos o nos salvemos, sólo lo haremos
juntos. Y ya adelantó Galba una muestra de la clemencia
que nos reserva cuando, sin que nadie se lo pidiera, diezmó
a tantos millares de soldados que no tenían la menor culpa.
El horror se adueña de mí al recordar la funesta entrada en
Roma y la única victoria de Galba: cuando, a la vista de todos
los romanos ordenó aniquilar a quienes, tras rendirse y supli­
car, había tomado juramento de lealtad.
Quien con semejantes augurios entró en la Urbe, ¿qué otra
gloria ha añadido al Principado si no las muertes de Obultro-

[76]
nio Sabino y Cornelio Marcelo en Hispania, de Betuo Cilón
en Galia, de Fonteyo Capiton en Germania, de Clodio Ma­
cro en Africa, de Cingonio en el camino, de Turpiliano en la
Capital, de Nimfidio en el cuartel? ¿Qué provincia, por re­
mota que sea, qué campamento queda sin mancillar y ensan­
grentar o, como diría él mismo, sin enmendar y corregir? Por­
que lo que otros llaman crímenes, él lo llama remedios. A todo
le da un nombre falso: a la crueldad dice rigor, a la tacañería,
ahorro, a las torturas y abusos que sufrís, disciplina.
Sólo han pasado siete meses, e Icelo ha robado más de lo
que Políclito, Vatinio y Egíalo28 sacaron juntos. Tito Vinio no
se hubiese empleado con más codicia y arbitrariedad si él mis­
mo fiiese el emperador: ahora nos tiene sometidos como si
fuésemos de su propiedad, y nos desprecia como si pertene­
ciéramos a otro. Sólo con su hacienda hay suficiente para el
donativo que nunca recibís y con el que todos los días se os
sermonea... 38 Y para que no quedase siquiera esperanza en
su sucesor, Galba llamó del destierro al hombre más parecido
a él en malhumor y cicatería que pudo encontrar. Por la tor­
menta pudisteis notar, soldados, cómo hasta los dioses se
oponen a esa infausta adopción.
Una y la misma es la actitud del Senado y del pueblo ro­
mano: aguardan vuestra hombría, en la que descansa la forta­
leza de los propósitos honestos, y sin la cual de nada valen
por muy excelentes que sean. No os llamo a la guerra y al pe­
ligro: las armas de todos los soldados están de nuestro lado.
Ahora mismo, no hay una cohorte de civiles defendiendo a
Galba, sino vigilándolo. En cuanto os divisen, a una señal
mía, no habrá más que una competición: a ver quién me hace
sentir más en deuda. No hay tiempo para las dudas en una
empresa que sólo puede elogiarse si se lleva a efecto”.
Ordenó luego abrir el armero. Inmediatamente se precipi­
tan sobre las armas haciendo caso omiso del reglamento cas­
trense, de modo que apenas podía distinguirse entre pretoria­
nos y legionarios por sus emblemas; mezclan cascos y escudos
de auxiliares sin que ninguno de los centuriones o tribunos se

28 Libertos de Nerón.

[77]
lo ordenase, cada uno jefe e instigador de sí mismo. Y el prin­
cipal estímulo de los peores era que los buenos estaban deso­
lados.
39 A Pisón le había acobardado el estrépito de la revuelta,
cada vez mayor, y los gritos que retumbaban hasta las calles
de la ciudad; y como, entretanto, el cortejo de Galba se aproxi­
maba al Foro, había ido a su encuentro. También Mario Cel­
so había regresado con malas noticias mientras unos pensaban
que había que regresar a Palacio, otros, que había que dirigir­
se al Capitolio y no pocos aconsejaban ocupar los Mascaro­
nes. La mayoría se limitaba a contradecir las opiniones de los
demás y, como suele suceder en las discusiones sin salida, la
mejor parecía aquélla cuya oportunidad ya había pasado.
Se cuenta que Lacón planeaba matar a Tito Vinio a espal­
das de Galba, bien filera para aplacar con su castigo los áni­
mos de los soldados o porque le creía cómplice de Otón o, en
fin, simplemente por odio. El momento y el lugar le tenían in­
deciso, porque una vez desatada la muerte, es difícil ponerle
coto. Terminaron por alterar su plan las noticias alarmantes y
la desbandada de los más allegados, una vez que se disipó el
entusiasmo de quienes antes habían exhibido eufóricos su leal­
tad y su coraje.
40 A Galba lo llevaba de acá para allá el impulso oscilante
del gentío, que atestaba las basílicas y los templos como si se
hubiese congregado para asistir a algún espectáculo. El pue­
blo y la plebe no proferían ni un sonido, sino que a todo pres­
taban oído y atención con gesto absorto. Ni había alboroto ni
había calma: así es el silencio de un gran miedo y una gran
furia. Sin embargo, a O tón le dieron aviso de que la plebe se
estaba armando: ordena cargar y capturar las posiciones de
peligro. Así que los soldados de Roma, como si fuesen a expul­
sar a Vologeses o a Pácoro del trono ancestral de los Arsáci-
das29 y no a degollar a su propio emperador, viejo e indefen­
so, irrumpen en el Foro armados pavorosamente y al galope,
disuelven a la muchedumbre y pisotean el Senado con los
cascos de sus caballos. Ni la contemplación del Capitolio, ni

29 La dinastía imperante entre los partos.

[ 78 ]
la presencia sagrada de los templos aledaños ni la imagen de
los príncipes pasados y por venir les disuadió de cometer un
crimen cuya venganza corresponde siempre al sucesor.
41 Ante la inminencia de la tropa armada, un portaestan­
dartes de la cohorte que acompañaba a Galba (se da el nom­
bre de Atilio Vergilión) arrancó de su enseña la efigie de Gal­
ba y la arrojó al suelo. A esa señal, todos los soldados se ma­
nifestaron de parte de Otón, el pueblo desalojó el Foro a la
carrera y los dardos apuntaron a los indecisos. Junto al Lago
de Curcio, los porteadores de Galba sintieron pánico, volca­
ron la silla y lo hicieron rodar por los suelos.
Se nos han trasmitido versiones discrepantes de sus últimas
palabras. Dependiendo de si le despreciaban o le admiraban,
unos autores aseguran que preguntaba implorante de qué mal
era culpable, y suplicaba unos pocos días de plazo para pagar
el donativo; son más los que relatan que se aprestó a ofrecer
el cuello a sus verdugos: “Vamos”, les animó, “herid si pensáis
que beneficia al Estado”. A los asesinos no les importaron sus
palabras.
Del verdugo no se sabe mucho: según algunos fue un vetera­
no que se llamaba Terencio, según otros, Lecanio; más corrien­
te es la tradición de que Camurio, un soldado de la XVa
Legión, le hundió la espada en la garganta. Los demás le mu­
tilaron espantosamente piernas y brazos, pues llevaba prote­
gido el pecho. La mayoría de las estocadas se infligieron con
salvaje ferocidad contra un cuerpo ya decapitado.
42 A continuación atacaron a Tito Vinio. También hay du­
das sobre si enmudeció presa del miedo o a voces insistía en
que O tón no había ordenado su ejecución. Y esto último, o
bien se lo inventó despavorido o reconoció así su complici­
dad en la conjura. La fama de su vida hace pensar más bien
en lo segundo: que fuera cómplice de un crimen del que era
causante. Cayó frente al Templo del Divino Julio, primero de
un tajo en la corva, luego, el legionario Julio Cario lo atrave­
só de parte a parte.
43 Nuestra era conoció aquel día al insigne varón Sempro­
nio Denso. Este centurión de la cohorte pretoriana, a quien
Galba había encomendado la custodia de Pisón, desenvainó
su daga y se enfrentó a los hombres armados. Recriminándo-

[79]
les sus actos y atrayendo sobre él con gritos y empujones a los
asesinos, permitió la fuga de Pisón pese a que estaba herido.
Pisón se refugió en el Templo de Vesta, donde el esclavo pú­
blico que lo atendía se apiadó de él. Oculto en su cubil, apla­
zaba una muerte inminente amparado no ya por lo sagrado
del santuario, sino por lo recóndito. Llegaron entonces como
desaforados a quienes O tón había enviado expresamente para
matarle: Sulpicio Floro, de las cohortes de Britania, a quien
Galba había concedido recientemente la ciudadanía, y el guar­
dia imperial Estayo Murco. Lo sacaron a rastras y lo acribilla­
ron a las puertas del templo.
44 Cuentan que ninguna muerte produjo a Otón mayor
alegría, que ninguna otra cabeza había escrutado con ojos tan
ávidos, tal vez porque en aquel momento por vez primera su
espíritu se veía libre de inquietudes y podía abandonarse al
gozo, o tal vez porque, si el recuerdo de la majestad de Galba
o de la amistad en el caso de Tito Vinio podían empañar con
un tinte de tristeza sus crueles entrañas, creía que para ale­
grarse de la muerte de un enemigo y un rival como Pisón le
asistían el derecho humano y el divino.
Ensartadas en picas, las cabezas fueron paseadas entre las
enseñas de las cohortes, junto al águila de una legión, mien­
tras competían por mostrar sus manos ensangrentadas los eje­
cutores, los participantes, los que con motivo o sin él se ufa­
naban de la fechoría como de algo hermoso y memorable.
Más de ciento veinte solicitudes de recompensa por alguna
acción notable durante la jornada se encontró Vitelio más tar­
de: ordenó arrestar a todos y darles muerte, no por honrar a
Galba, sino por la costumbre arraigada entre los príncipes de
asegurar el presente y vengar el porvenir.
45 Cualquiera diría que el Senado era distinto, que el pue­
blo había cambiado: todos corrían hacia el cuartel, se ade­
lantaban unos a otros, peleaban por llegar los primeros; in­
sultaban a Galba, elogiaban la decisión de la tropa, cubrían
de besos la mano de Otón. Cuanto más falsos eran sus gestos,
más los prodigaban. Y Otón los acogía de uno en uno, mien­
tras de palabra y con ademanes procuraba sosegar el ánimo
soliviantado y amenazante de los soldados. Exigían el sacrifi­
cio de Mario Celso, cónsul designado y amigo fiel de Galba

[8o]
hasta el trance final, ofendidos por su energía y su probidad
como si fueran trapacerías. Era evidente que eso señalaría el
inicio de la matanza y el saqueo, el principio del fin de la gen­
te de bien. Otón no tenía todavía autoridad para impedir los
crímenes, pero sí para ordenarlos. Así que, fingiendo enfado,
dio orden de que se encadenase a Celso y, con la promesa de
que había de sufrir castigo más severo, lo sustrajo a una muer­
te inminente.
46 Luego, todo discurrió al arbitrio de los soldados. Por su
cuenta eligieron a los prefectos del pretorio: a Plocio Firmo
—un antiguo soldado raso que a la sazón estaba al frente de
los Vigiles y que se había sumado al bando de Otón cuando
Galba aún estaba vivo— se le añade Licinio Próculo, al pre­
sumirse que, por su estrecha vinculación con Otón, había se­
cundado sus propósitos. Al mando de las cohortes urbanas
ponen a Flavio Sabino, siguiendo el criterio de Nerón, bajo
cuyo régimen había ejercido el mismo cargo. Muchos veían
en él la imagen de su hermano Vespasiano.
Se exigió la supresión de las exenciones de servicio que se
pagaban habitualmente a los centuriones, una especie de im­
puesto que los soldados debían hacer efectivo cada año. Uno
de cada cuatro estaba de permiso o haraganeaba dentro del
propio campamento si había saldado sus cuentas con el cen­
turión, y a nadie le importaba el m onto del impuesto ni la
manera en que se costeaba: compraban el rebaje a base de
hurtos y atracos o realizando funciones de esclavo. Encima,
los soldados más adinerados se veían abrumados de faenas y
abusos hasta que compraban su exención. Cuando, arruina­
dos por los gastos, languidecían de indolencia, regresaban al
servicio empobrecidos en lugar de adinerados, perezosos en
lugar de trabajadores. Y así, uno tras otro, envilecidos por la
misma penuria y la misma indisciplina, se veían abocados a
la rebeldía, a la discordia y, finalmente, a la guerra civil. Pero
Otón, a fin de que su generosidad con la soldadesca no le
granjease la aversión de los centuriones, prometió que pagaría
las exenciones anuales con dinero del fisco imperial. Esta fue,
sin lugar a dudas, una medida útil y sancionada en lo sucesi­
vo por los buenos príncipes con su permanencia en las orde­
nanzas.

[Si]
Al prefecto Lacón, aparentando que se le iba a confinar en
una isla, lo apuñaló un veterano que Otón había enviado
para matarlo. Marciano Icelo fue ejecutado en público, como
corresponde a un liberto.
47 La última de las desgracias de una jornada que transcu­
rrió entre crímenes fue la alegría. El pretor urbano convoca el
Senado; el resto de los magistrados rivaliza en adulaciones;
los senadores acuden a la carrera. Para O tón se decretan la po­
testad tribunicia, el título de Augusto y todas las dignidades
del Principado, mientras cada cual se esfuerza por hacer olvi­
dar las injurias e insultos que, lanzados al alimón, nadie pudo
advertir si habían calado en su ánimo: la brevedad de su man­
dato dejó sin aclarar si había ignorado las ofensas o las dejó
para otro momento.
Transportaron a O tón a través de un Foro todavía ensan­
grentado y sorteando cadáveres hasta el Capitolio y de allí a
Palacio: después, permitió que los cuerpos fueran sepultados
o incinerados. Al de Pisón dio reposo su esposa Verania y su
hermano Escriboniano; al de Tito Vinio, su hija Crispina. Para
ello tuvieron que localizar y comprar sus cabezas, que los ase­
sinos habían guardado para su venta.
48 Pisón estaba a punto de cumplir treinta y un años. Su
fama fue mejor que su suerte. A sus hermanos Magno y Craso
les habían dado muerte, respectivamente, Claudio y Nerón.
El mismo, después de un largo destierro, fue César por cuatro
días: su precipitada adopción, en la que fue preferido a su her­
mano mayor, sólo le sirvió para morir antes que él.
Tito Vinio pasó sus cuarenta y siete años de vida con un
comportamiento voluble. La familia de su padre contaba con
pretores entre sus antepasados; su abuelo materno había sido
un proscrito. El comienzo de su servicio militar fue escanda­
loso: había tenido por legado a Calvisio Sabino, cuya esposa
sintió el feo antojo de curiosear el campamento. Entró por la
noche con uniforme de soldado y, después de profanar los
puestos de guardia y demás dependencias militares con idén­
tica desfachatez, se atrevió a cometer adulterio en la plana ma­
yor: y del delito se acusaba a Tito Vinio. Así que, por orden
del César Gayo lo cargaron de cadenas. Luego, liberado por
el cambio de circunstancias, avanzó sin contratiempo en su

[8a]
carrera política. Tras la pretura se le confió una legión y pro­
bó su valía. Más tarde, se vio salpicado por una acusación de
especial vileza: al parecer había robado una copa de oro en
un banquete ofrecido por Claudio, y éste ordenó al día si­
guiente que Vinio fuera el único al que se sirviera en vajilla de
barro. Pero, como procónsul, Vinio dirigió la Galia Narbo­
nense con rigor y honestidad. Luego, su amistad con Galba lo
arrastró al abismo. Era decidido, taimado, emprendedor y, se­
gún hacia dónde le inclinase el instinto, depravado o laborio­
so con la misma energía.
La enorme riqueza de Tito Vinio hizo inútil su testamento;
en cambio, la pobreza garantizó el respeto a la última volun­
tad de Pisón.
49 Al cadáver de Galba, que había quedado abandonado y
en ese tiempo había sufrido todo tipo de vejaciones al ampa­
ro de la oscuridad, el mayordomo Argio, uno de sus siervos
más antiguos, rindió humilde sepelio en el jardín particular
del difunto. La cabeza, ensartada y desfigurada por las zarpas
de cantineros y palafreneros, fue hallada al día siguiente ante
el túmulo de Patrobio (un liberto de Nerón a quien Galba ha­
bía condenado), y restituida al cuerpo ya incinerado.
Ése fue el final de Servio Galba. Durante setenta y tres años
había sobrevivido a cinco príncipes siempre con éxito — un
hombre más afortunado cuando mandaron otros que cuando
él mismo tuvo el poder.
Su familia era de antiguo abolengo, muy rica: él tenía un
talento mediocre, y su moral se mantuvo más bien al margen
de los vicios que dentro de la virtud. Ni descuidó ni traficó
con la fama. No codició el dinero ajeno; con el suyo fue par­
co, con el público, avaro. Condescendía sin límite con sus
amigos y libertos cuando daba con buena gente; si resultaban
malvados, ignoraba su conducta hasta la complicidad. Pero su
ilustre cuna y el miedo en que se vivía indujeron a tomar por
sabiduría lo que en realidad era desidia. Mientras sus fuerzas
le asistieron, cosechó gloria militar en Germania. Gobernó
África con moderación y, ya entrado en años, Hispania Cite­
rior con equidad comparable: mientras sólo fiie un particular
pareció más que un particular, y todo el mundo le habría con­
siderado un emperador idóneo si no hubiese llegado a serlo.

[83]
50 Sobrecogida y amedrentada a un tiempo por la atroci­
dad del reciente crimen y por los conocidos hábitos de Otón,
la Urbe se vio sacudida, además, por las noticias sobre Vitelio,
acalladas antes de la muerte de Galba a fin de que se creyera
que la rebeldía sólo afectaba al ejército de Germania Superior.
Entonces no sólo los senadores y los caballeros — quienes, al
fin y al cabo, comparten las responsabilidades del Estado—,
sino incluso la muchedumbre dio públicas muestras de deso­
lación por el hecho de que, de todos los mortales, el destino
parecía haber elegido para causar la perdición del imperio a
los dos peores en desvergüenza, cobardía y frivolidad.
Y no sólo se hablaba ya de los recientes ejemplos de una
paz inmisericorde, sino que se traían a colación los preceden­
tes de las guerras civiles, cuando la ciudad de Roma había sido
tomada una y otra vez por sus propias tropas, Italia devasta­
da, las provincias asoladas — se recordaba a Farsalia y Filipos,
a Perusa y Módena30, nombres bien conocidos de públicas
calamidades. También estuvo el orbe a punto del colapso
cuando eran los buenos los que peleaban por el Principado,
se decía, pero Gayo Julio31 había preservado el imperio des­
pués de su victoria, como lo había preservado el César Augus­
to. Si, en lugar de ellos, los vencedores hubieran sido Pompe-
yo y Bruto, se hubiese conservado una República. Pero ahora,
¿por quién había que acudir a rezar a los templos?, ¿por Otón
o por Vitelio? Oración blasfema sería cualquiera de ellas, de­
testable cualquier ofrenda en nombre de dos personajes so­
bre cuyo enfrentamiento una cosa estaba clara: el vencedor
habría de ser el más abominable. Había quienes especulaban
sobre Vespasiano y el ejército de Oriente y, puesto que Ves­
pasiano era más capaz que los dos, preveían con horror otra
guerra más y otra calamidad. Además, Vespasiano no tenía
una fama intachable: sólo él, de todos los príncipes que le
precedieron, cambió para mejor.

30 Escenarios de célebres batallas en la sucesivas guerras civiles que enfren­


taron a los romanos durante los años 40 del siglo i a.C.
31Julio César.

[84]
La r e b e l i ó n d e V i t e l i o

51 Abordaré ahora los inicios y las causas de la revuelta de


Vitelio. Después de aniquilar a Julio Víndice con todas sus tro­
pas, el ejército estaba exultante de botín y de orgullo: como re­
sultado de su victoria en una guerra en la que, sin riesgos ni
esfuerzo, había obtenido incalculables beneficios, prefería
ahora la campaña al acuartelamiento, la recompensa a la sol­
dada. Durante largo tiempo las tropas habían soportado un
servicio mal pagado, endurecido por el carácter de la tierra y
del cielo y el rigor de una disciplina que, inexorable en tiem­
po de paz, relajan las contiendas civiles —cuando por ambos
bandos circula el soborno y la traición queda sin castigo.
Sobraban hombres, armas y monturas para usar y para ex­
hibir. Pero antes de la guerra cada quien sólo conocía su cen­
turia o su escuadrón: a los ejércitos los separaban las fronteras
provinciales. Concentradas contra Víndice, las legiones llega­
ron a familiarizarse con las Galias y consigo mismas: luego
querían más armas y más conflictos. A quienes antes fueron
aliados los llamaban ahora enemigos o vencidos. Por si eso
fuera poco, la parte de la Galia colindante con el Rin tomó
partido por ellos y se convirtió en la más feroz instigadora
contra quienes, harta ya del nombre de Víndice, llamaba “gal-
bianos”. Así que, dirigiendo su odio contra los sécuanos, los
eduos y, a continuación, contra cualquier comunidad con
fama de opulenta, se dejaron sugestionar por asedios de ciu­
dades, devastaciones de cultivos y rapiña de hogares. Además
de la avaricia y la soberbia —principales defectos de los fuer­
tes— les exasperaba la insolencia de los galos que, para escar­
nio del ejército, presumían de que Galba les había hecho re­
misión de la cuarta parte de sus impuestos y donaciones pú­
blicas. Se añadió un rumor difundido con astucia y que la
inconsciencia hacía creíble: las legiones estaban siendo diez­
madas y los centuriones más activos, destituidos. De todas
partes llegaban noticias espantosas y de Roma, malos augu­
rios. Lyon se declaró desafecta y su obstinada lealtad a Nerón
hizo que los rumores proliferaran. Pero el material que nutría
con más abundancia la credulidad o la inventiva se encontra-

t8 5]
ba en los propios campamentos: era el odio, el miedo y, al so­
pesar sus propias fuerzas, la confianza.
52 A finales de noviembre del año anterior32, Aulo Vitelio
había hecho su entrada en la Germania Inferior. Se presentó
en los campamentos de invierno con paños calientes para las
legiones: la mayoría recuperó su rango, se suspendieron las
degradaciones, se levantaron las sanciones. Muchas de estas
medidas obedecían a un intento de ganarse voluntades, pero
algunas eran razonables, entre ellas las que habían transfor­
mado de raíz la sórdida cicatería mostrada por Fonteyo Capi­
tón para conferir o retirar empleos militares. Y pese a que se
limitaba a actuar como legado consular, a todo lo que hacía
se le daba más trascendencia. Si, para los partidarios de la dis­
ciplina, Vitelio se estaba humillando, sus simpatizantes lla­
maban buen carácter y bondad al hecho de que sin mesura ni
juicio regalase lo propio y prodigase lo ajeno. Las ganas de be­
neficiarse hacían ver virtudes donde sólo había defectos.
Igual que había gente prudente y tranquila, en los dos ejér­
citos había malvados y agitadores. De ambiciones desme­
didas y especial temeridad eran los legados de las legiones
Alieno Cécina y Fabio Valente. Éste último se había vuelto
contra Galba, a quien acusaba de haber dejado pasar sin
agradecimiento el que hubiera descubierto los titubeos de
Verginio y reprimido los propósitos de Capitón. Soliviantaba
a Vitelio haciéndole ver la efervescencia del ejército: le decía
que gozaba de una fama universal y que no encontraría el me­
nor reparo en Hordeonio Flaco. Britania se pondría a su lado
y detrás vendrían los auxiliares de Germania. Las provincias
no habían comprometido su lealtad, el poder del viejo era
precario y no tardaría en hacer traspaso: no tenía más que
abrir los brazos y dar la bienvenida a la fortuna que venía a su
encuentro.
Verginio —añadía— había dudado no sin motivo: su fami­
lia era ecuestre y su padre, un desconocido. No hubiese esta­
do a la altura del poder si lo hubiera recibido y, rechazándo­
lo, estaba a salvo. En cambio, el padre de Vitelio había sido

32 68 d.C.

[86]
tres veces cónsul, censor, colega del César33: eso inevitable­
mente convertía a su hijo en candidato a emperador y le reti­
raba la salvaguarda del simple particular.
Con estas ideas hacía mella en un carácter apocado, avi­
vando así aún más sus deseos que sus esperanzas.
53 Por su parte, en la Germania Superior, Cécina, un joven
atractivo, de cuerpo enorme y espíritu insaciable, ágil de pa­
labra y porte erguido, encandilaba el ánimo de los soldados.
Pese a su juventud, Galba lo había puesto al mando de una le­
gión después de que se pasase a su bando sin vacilar siendo
cuestor en la Bética. Más tarde, cuando se descubrió que ha­
bía desviado dinero público, ordenó que se le juzgase por
malversación. Cécina, resentido, decidió revolverlo todo y
restañar con los males del Estado sus heridas privadas.
En el ejército estaban ya las semillas de la discordia, porque
había participado al completo en la guerra contra Víndice, no
se había pasado al bando de Galba hasta que la muerte de Ne­
rón fue un hecho y en el acto de juramento se le habían ade­
lantado los estandartes de la Germania Inferior. Además, los
tréviros y língones, y las otras comunidades a las que Galba
había afligido con severísimos edictos y mermas de territorio,
habían estrechado relaciones con los campamentos de las le­
giones. El resultado eran conversaciones sediciosas, soldados
más venales por el trato con paisanos y la sensación de que
cualquier otro se beneficiaría del apoyo ofrecido a Verginio.
54 Siguiendo la antigua costumbre, los língones habían en­
viado las diestras34 como regalo a las legiones, símbolo de
hospitalidad. Sus emisarios, con aspecto compungido y triste,
enardecían los ánimos lamentándose por los puestos de man­
do y los barracones de las ofensas de que eran víctimas y de
las recompensas a los vecinos y, cuando encontraban quien
quisiera escucharles, de los peligros y agravios del propio ejér­
cito. Y poco faltaba para el amotinamiento cuando Hordeo-
nio Flaco ordena que los emisarios se marchen y, para que su
partida pase más desapercibida, que salgan del cuartel por la

33 Del emperador Claudio.


34 Se trata de manos enlazadas hechas de bronce o plata.

[8 7]
noche. De ahí el siniestro rumor: la mayoría sostenía que ha­
bían sido ejecutados y, si no tomaban precauciones, lo si­
guiente sería que los soldados más atrevidos y que se habían
quejado de la situación morirían al amparo de la oscuridad y
sin que los demás lo supieran. Las legiones quedaron com­
prometidas por un pacto secreto; a los auxiliares se les invita
con suspicacia inicial, por el temor de que, rodeadas como es­
taban por sus cohortes y regimientos de caballería, se prepa­
rase un ataque contra las legiones. Luego, ellos abrazarían aún
con más decisión estos propósitos, porque el consenso entre
los malvados es más fácil para la guerra que para la concordia
en tiempo de paz.
55 Sin embargo, las legiones de la Germania Inferior se avi­
nieron a proclamar su adhesión a Galba en el solemne jura­
mento del primero de enero no sin grandes titubeos: en las
primeras filas se escucharon voces esporádicas, los demás, en
silencio, esperaban a que los de alrededor tomasen la iniciati­
va, porque es enraizada actitud humana la de secundar con
presteza lo que nadie se atreve a emprender. Lo cierto es que
entre los propios legionarios no había unanimidad: los de
la Ia y la Va llegaron al punto de arrojar piedras a las estatuas
de Galba; las legiones XVa y XVIa, sin atreverse a pasar de los
abucheos y las amenazas, miraban a todos lados esperando el
inicio del estallido.
Pero en el ejército de la Germania Superior, las legiones IVa
y XXIIa, convocadas el mismo primero de enero en los acuar­
telamientos que compartían35, destrozaron las estatuas de Gal­
ba. La IVa Legión, con más decisión, la XXIIa, remisa; al final,
de común acuerdo. Y para que no diera la impresión de que
se faltaba el respeto al imperio, invocaban en su juramento la
fórmula ya caduca del “Senado y el Pueblo de Roma”. Nin­
guno de los tribunos ni de los legados hizo el menor esfuerzo
en favor de Galba: en medio de la confusión, muchos se des­
tacaron como alborotadores. Sin embargo, nadie tomó la pa­
labra para arengar desde la tribuna —y es que no había toda­
vía un hombre de quien pudiera esperarse agradecimiento.

35 En Mogontiacum, la actual Maguncia.

[88]
56 El legado consular Hordeonio Flaco asistía al escándalo
como un espectador. Sin atreverse a hacer frente a los soli­
viantados, ganarse a los dubitativos o dar ánimos a los hones­
tos, indeciso y atemorizado, se hizo culpable de cobardía.
Cuatro centuriones de la XXII3 Legión, Nonio Recepto, Do-
nacio Valente, Romilio Marcelo y Calpurnio Repentino, in­
tentaron proteger las estatuas de Galba: los soldados se aba­
lanzaron sobre ellos, los redujeron y cargaron de cadenas. Y ya
no quedó lealtad ni recuerdo del anterior juramento, sino
que, como sucede en los amotinamientos, todos se pusieron
donde estaba la mayoría.
Durante la noche que siguió al primero de enero, se pre­
sentó en Colonia un aquilifero de la IVa Legión y comunicó
a Vitelio, mientras éste cenaba, que las legiones IVa y XXIIa,
después de derribar las estatuas de Galba, habían jurado en el
nombre del Senado y el Pueblo de Roma. El juramento le pa­
reció un sinsentido: lo que había que hacer era aprovechar
que la fortuna no se había decantado y ofrecerse como prín­
cipe. Vitelio envió a legiones y legados emisarios con el anun­
cio de que el ejército de Germania Superior ya no obedecía a
Galba, así que o combatían contra los rebeldes o, si preferían
la concordia y la paz, nombraban emperador —y era menos
arriesgado, concluía, aceptar al que se ofrecía que ponerse a
buscar uno.
57 El campamento de la Ia Legión era el más cercano y Fa­
bio Valente el más resuelto de los legados. Éste hizo su entra­
da al día siguiente en Colonia con la caballería de la legión y
de los auxiliares y saludó a Vitelio como emperador. Las le­
giones de la misma provincia compitieron en celo por secun­
darle, y el ejército de la Superior, olvidándose de la palabrería
sobre el Senado y el Pueblo de Roma, se puso a las órdenes de
Vitelio el 3 de enero: nadie diría que los dos días previos ha­
bían servido a un gobierno republicano...
Los agripinenses36, tréviros y língones se mostraban a la al­
tura del furor de los ejércitos y ofrecían refuerzos, caballos, ar­

36 Los habitantes de Colonia (Colonia Agrippinensis), Cfr. IV, 28.

[S9]
mas y dinero cada uno en función de su capacidad física, fi­
nanciera o de su imaginación. Y esto no se limitaba a las auto­
ridades de las colonias o los campamentos, que disponían de
recursos en abundancia y esperaban sacar provecho en caso
de victoria, sino que hasta la tropa y los soldados rasos apor­
taban su calderilla, bálteos y medallones o, en lugar de dine­
ro, los adornos plateados de sus armas, al dictado de sus im­
pulsos, de su arrebato o de su tacañería.
58 Así pues, Vitelio, después de celebrar el entusiasmo de
los soldados, dispone que la burocracia del Principado, que
tradicionalmente gestionaban los libertos, pase a manos de
los caballeros, asigna al fisco el pago a los centuriones por las
exenciones de servicios y condesciende con la crueldad de los
soldados que exigían numerosas penas de muerte, burlándola
sólo en contados casos con la excusa de encarcelamientos. El
procurador de Bélgica, Pompeyo Propincuo, es ejecutado in­
mediatamente; a Julio Burdón, prefecto de la flota de Germa­
nia, lo salva con argucias: el ejército estaba encolerizado con­
tra él porque suponían que había urdido la acusación y la
posterior celada contra Fonteyo Capitón. Guardaban un gra­
to recuerdo de Capitón y, frente a gente sin piedad, se podía
condenar abiertamente, pero al perdón no le quedaba más ca­
mino que el secreto. Así que se le tuvo bajo custodia y sólo
tras la victoria, aplacado ya el rencor de los soldados, fue
puesto en libertad. Entretanto, como chivo expiatorio, se les
arroja al centurión Crispino: se había manchado con la san­
gre de Capitón y por ello resultaba más aparente para los de­
mandantes y menos gravoso para el justiciero.
59 Se libró luego de peligros a Julio Civil, hombre de gran
influencia entre los bátavos37, a fin de no provocar con su eje­
cución la hostilidad de un pueblo tan belicoso. Además, en
territorio de los língones estaban ocho cohortes de bátavos,
auxiliares de la XIVa Legión y separadas de ella en ese m o­
m ento por la discordia reinante, cuya actitud, favorable u
hostil, podía inclinar seriamente la balanza. A los centuriones

37 Pobladores de la desembocadura del Rin, protagonistas en los dos últi­


mos libros conservados de las Historias.

[90]
Nonio, Donacio, Romilio y Calpurnio, a quienes menciona­
mos más arriba, ordenó matarlos después de condenarlos
bajo la acusación de lealtad, el cargo más grave para unos
renegados.
Se unieron a su bando el legado de la provincia de Bélgica
Valerio Asiático, a quien más tarde tomaría Vitelio por yerno,
y Junio Bleso, gobernador de la Galia Lugdunense38, junto
con la Legión Itálica y el Ala39 Tauriana, que estaban acanto­
nadas en Lyon. Las tropas de la Recia tampoco tardaron lo
más mínimo en sumarse. Ni siquiera hubo dudas en Britania.
60 Al frente de esa provincia estaba Trebelio Máximo, a
quien el ejército despreciaba y detestaba por su mezquina ci­
catería. Atizaba el rencor contra él Roscio Celio, legado de
la XXa Legión. Su enfrentamiento venía ya de antiguo, pero
con ocasión de las contiendas civiles estalló con más furia:
Trebelio acusaba a Celio de sedición y de violación de la je­
rarquía; Celio a Trebelio, de haber expoliado y arruinado a
las legiones. Como resultado de las bochornosas disputas de
los legados la disciplina del ejército se degradó y el enfrenta­
miento llegó a tal extremo, que Trebelio tuvo que aguantar
hasta los insultos de los soldados auxiliares. Cuando se vio
solo, porque cohortes y alas se alineaban con Celio, huyó a
ver a Vitelio. A pesar de la ausencia del consular, la calma de
la provincia se mantuvo: la regían los legados de las legiones,
iguales por ley, y a los que Celio dominaba por su osadía.
61 Después de que se sumara el ejército de Britania, con­
tando con fuerzas y recursos ingentes, Vitelio designó para la
guerra dos jefes y dos caminos: Fabio Valente recibió la orden
de convencer a las Galias o, si rehusaban, arrasarlas y penetrar
en Italia por los Alpes Cotianos40; Cécina, por un trayecto
más corto, descender por los desfiladeros peninos41. A Valen-

38 Cuya capital era Lugdunum, la actual Lyon.


39 U n “ala” era un regimiento de caballería, formado generalmente por tro­
pas auxiliares.
40 Cottiae Alpes, hoy Cozie o Cottiennes, en los Alpes Occidentales. El paso
se conoce hoy como M ont Genèvre.
41 El Gran San Bernardo.

[91]
te se le dan tropas de élite del ejército de la Germania Inferior
junto con un águila de la Va Legión, cohortes y alas de caba­
llería, hasta unos cuarenta mil hombres armados. Cécina con­
ducía treinta mil de la Superior, cuyo músculo era la XXIa Le­
gión. A los dos se añadieron tropas auxiliares de germanos,
con los que también complementó sus propias fuerzas Vite­
lio: él iría tras ellos con toda su potencia bélica.
62 El contraste que había entre el ejército y su general era
sorprendente: los soldados apremiaban, reclamaban el comba­
te ahora que las Galias temblaban y las Hispanias vacilaban.
El invierno no era obstáculo, decían, ni había que demorarse
en una paz cobarde: había que invadir Italia y conquistar la
Capital. En las contiendas civiles nada había más seguro que
la prisa, porque lo que se necesitaba eran acciones y no deli­
beraciones.
Vitelio, en cambio, andaba aletargado y disfrutando por
adelantado de la suerte del Principado a base de lujos embru-
tecedores y suculentos banquetes. Ebrio en pleno día y empa­
chado, el celo y energía de sus soldados se bastaba sin embar­
go para cumplir también con los deberes del jefe: era como si
la mera presencia del emperador sirviese para infundir a va­
lientes y cobardes esperanza o miedo. Formados y atentos, re­
querían la señal de marchar. Aunque enseguida apellidaron
“Germánico” a Vitelio, éste prohibió que le llamaran “César”
incluso después de la victoria.
Un feliz augurio acaeció precisamente el día de la partida
de Fabio Valente y el ejército que conducía a la guerra: al po­
nerse en marcha la columna, un águila la sobrevoló apacible­
mente, como si guiase su ruta. Y durante un largo trecho tal
fue el clamor de alegría de los soldados, tal el sosiego del ave
impertérrita, que a nadie quedó duda de que presagiaba algo
grande y favorable.
63 En territorio de los tréviros se adentraron con la tran­
quilidad de que eran aliados; pero en Metz42 (plaza fuerte de
los mediomátricos), aunque habían sido acogidos con total

42 Divodurum.
simpatía, les asaltó un pánico repentino. De pronto tomaron
las armas para diezmar a un vecindario inocente no por ansia
de botín y de saqueo, sino por un ataque de locura, y al ser las
causas desconocidas, más difíciles eran los remedios. Cuan­
do, apaciguados finalmente por las súplicas de su comandan­
te, cejaron en el exterminio de la población, habían muerto
cerca de cuatro mil personas.
El terror se adueñó de las Galias: en adelante, cada vez que
el contingente se aproximaba a una localidad, corrían a supli­
car todos los habitantes con sus magistrados, mientras las mu­
jeres y los niños se postraban a lo largo del camino. Ofrecían
todo cuanto podían imaginar para aplacar la ira de un enemi­
go, si no en estado de guerra, sí en aras de la paz.
64 En territorio de los leucos, Fabio Valente tuvo noticia
de la muerte de Galba y de la soberanía de Otón. El ánimo de
los soldados no se vio alterado ni por la alegría ni por el te­
mor: sólo pensaban en la guerra. Los galos despejaron sus du­
das: detestaban por igual a O tón y a Vitelio, pero a Vitelio,
además, le tenían miedo.
La siguiente comunidad era la de los língones, leal a su ban­
do. Acogidos con cordialidad, pusieron todo su empeño en
comportarse, pero la placidez duró poco debido a la indisci­
plina de las cohortes que, tal como mencionamos más arriba,
Fabio Valente había incorporado a su ejército procedentes de
la XIVa Legión. De iniciales discusiones se pasó a la reyerta
entre bátavos y legionarios y, conforme los demás soldados
iban tomando partido por unos u otros, poco faltó para la ba­
talla campal si no llega a ser porque Valente, con represalias
contra unos pocos, recordó quién mandaba a los bátavos que
lo habían olvidado.
Contra los eduos no hubo forma de encontrar motivos de
guerra: obedecieron la orden de entregar dinero y armas, y en­
cima suministraron víveres gratis.
Lo que los eduos hicieron por miedo, los lioneses, con pla­
cer. Pero la Legión Itálica y el Ala Tauriana fueron moviliza­
das: solamente se dejó en sus campamentos habituales en
Lyon a la XVIIIa Cohorte. El legado de la Legión Itálica,
Manlio Valente, aunque había hecho méritos en su favor, no
gozaba del crédito de Vitelio: Fabio lo había difamado a sus

[93]
espaldas con secretas incriminaciones mientras que, para sor­
prenderlo desprevenido, lo cubría de elogios en público.
65 La reciente guerra había atizado la vieja enemistad entre
Lyon y Vienne. Los daños mutuos eran muchos, más fre­
cuentes y encarnizados que si se tratara sólo de luchar por Ne­
rón o Galba. El propio Galba, cediendo a la irritación, había
confiscado las rentas de Lyon; por el contrario, había dispen­
sado grandes honores a Vienne: de ahí la rivalidad, la ojeriza
y el resentimiento compartido por lugares a los que separa tan
sólo el río43.
Así que los lioneses se dedicaban a soliviantar uno por uno
a los soldados y a azuzarles al saqueo de Vienne: les recorda­
ban que los viennenses habían asediado Lyon, que habían co­
laborado con la intentona de Víndice, que recientemente ha­
bían reclutado legiones para protección de Galba. Y a la vez
que enumeraban los motivos de rencor, exponían la magni­
tud del botín. Tampoco se limitaron a una discreta incitación;
pronto era clamor público: debían vengarles, debían aplastar
el baluarte de la guerra gálica, donde todo era ajeno y hostil;
a una colonia romana, parte del ejército y aliada tanto en la
prosperidad como en la adversidad, no debían abandonarla,
si la suerte se torcía, a merced de un enemigo enfurecido.
66 Con esto y más, habían llevado las cosas a tal extremo,
que ni siquiera los legados y cabecillas vitelianos creían que
pudiera sofocarse la cólera del ejército. Los viennenses en­
tonces, que no ignoraban lo crítico de su situación, salieron al
encuentro de la columna, cuando ya estaba en marcha, por­
tando ramas de olivo e ínfulas44 y, agarrándose a la armadura,
las rodillas y hasta las sandalias de los soldados, ablandaron
sus corazones. Valente añadió además trescientos sestercios
para cada soldado: sólo entonces resultó de peso la antigüe­
dad y alcurnia de Vienne y se escucharon serenamente las pa­
labras de Fabio reclamando la seguridad e integridad de sus

43 El Ródano.
44 Las infulae eran tiras de lana de uso ceremonial. Envolviendo ramas de
olivo (velamenta) servían como símbolos equivalentes a la actual bandera
blanca.

[94]
habitantes. No obstante, se les sometió a público desarme y
los particulares ayudaron a la tropa con provisiones de toda
especie.
Pero hubo rumores insistentes de que compraron al propio
Valente por una elevada suma. Éste, que había pasado en la
miseria mucho tiempo y de pronto era rico, ocultaba mal el
cambio de fortuna: después de largas privaciones, no ponía
límite a la voracidad de sus apetitos y su juventud indigente
le convertía en un viejo manirroto.
Con paso lento, el ejército atravesó luego los confines de
alóbroges y voconcios. Su comandante traficaba incluso con
las etapas de la marcha y los cambios de emplazamiento ha­
ciendo tratos vergonzosos con los propietarios de los terrenos
y los magistrados de las comunidades. No se privaba de ame­
nazar: en Luc45, municipio de los voconcios, arrimó las teas
hasta que lo apaciguaron con dinero. Cuando faltaba liqui­
dez, se le propiciaba con sexo.
Así llegaron a los Alpes.
67 Más botín y más sangre devoró Cécina. Habían exaspe­
rado su carácter pendenciero los helvecios, un pueblo galo cé­
lebre antaño por aguerrido y viril y cuyo renombre perdura­
ba, los cuales no tenían noticia del fin de Galba y se resistían
a la soberanía de Vitelio. El origen de la guerra fue la codicia
y la precipitación de la XXIa Legión: robaron la paga destina­
da a una fortaleza a cuya custodia estaban, con sus propios
soldados y emolumentos, los helvecios. No lo perdonaron és­
tos, que interceptaron el correo remitido por el ejército de
Germania a las legiones de Panonia y retenían prisioneros al
centurión y varios soldados. Cécina, ávido de batalla, castiga­
ba a la primera cualquier falta, sin dar tiempo a arrepentirse:
levantó a toda prisa el campamento, arrasó los cultivos y en­
tró a saco en una localidad que, durante los largos años de
paz, había crecido hasta las hechuras de una ciudad con los
visitantes que disfrutaban de sus aguas medicinales46. A las
tropas auxiliares de Recia les envió emisarios con instruccio-

45 Lucus, actualmente Luc-en-Diois, en el Delfinado.


46 El lugar se identifica con el balneario de Badén, cerca de Zurich.

[95 ]
nes de atacar por la espalda a los helvecios cuando se revol­
vieran contra la legión.
68 Los helvecios, envalentonados antes del enfrentamien­
to, se acobardaron en el momento de la verdad. Aunque tras
las primeras refriegas habían nombrado un jefe, Claudio Se­
vero, ni sabían manejar las armas ni actuar con orden y con­
cierto. Una batalla abierta contra los veteranos sería fatal
para ellos; soportar un asedio, tras muros que se desmorona­
ban de viejos, no era seguro. Por un lado atacaba Cécina, con
un poderoso ejército; por el otro, las alas y cohortes de la Re­
cia y la propia juventud rética, habituados a la guerra y con
instrucción militar romana. El resultado fue una devastadora
carnicería: los helvecios, atrapados en medio y desconcerta­
dos, arrojaron las armas y, malheridos en su mayoría, corrie­
ron a refugiarse en desbandada al Monte Vocecio47. Enseguida,
una cohorte de tracios se encargó de desalojarlos, y cayeron
acuchillados por los bosques y en sus propios escondrijos a
manos de sus perseguidores germanos y réticos. Muchos mi­
les de hombres murieron, muchos fueron subastados como
esclavos.
Una vez eliminados todos, el contingente se dirigió, rea-
grupado, contra Avenches, capital de la nación: de allí llega­
ron emisarios para rendir la ciudad, y se aceptó la rendición.
Cécina tomó represalias contra Julio Alpino, uno de los jefes
locales, como promotor de la guerra. Los demás los dejó a la
clemencia o la crueldad de Vitelio.
69 Es difícil decir a quién encontraron los helvecios más
intransigente, si al general o a la tropa: los soldados exigen
aniquilar la población, amagan con sus armas y sus puños
contra el rostro de los comisionados. Ni siquiera Vitelio m o­
deraba sus palabras y amenazas. Entonces, uno de ellos, Clau­
dio Coso, un orador notable pero que disfrazó su arte con
una oportuna zozobra haciéndolo así más eficaz, sosegó los
ánimos de los soldados. Y, como suele suceder, la muchedum­

47 Se discrepa si hay que identificarlo con el Bózberg o con un grupo más


extenso de cumbres del Jura, en territorio suizo.

[96 ]
bre se trasmutó por ensalmo y mostró tamaña propensión a
la misericordia como antes exceso de crueldad: derramando
lágrimas y rogando en su favor con insistencia, lograron la im­
punidad y la salvación de la ciudad.
70 Cécina se entretuvo en Helvecia por algunos días, hasta
cerciorarse de las órdenes de Vitelio. Preparaba mientras tan­
to la travesía de los Alpes cuando recibió de Italia la alegre
noticia de que el Ala Siliana, acampada en las riberas del Po,
había prestado juramento a Vitelio. Los silianos lo habían te­
nido como procónsul en Africa, luego Nerón los había m o­
vilizado para enviarlos en avanzada contra Egipto — sólo
para reclamarlos a causa de la guerra con Víndice. Desde en­
tonces permanecían en Italia. Por presiones de los decurio­
nes48 —para quienes Otón era un extraño y Vitelio su patrón,
y por eso aireaban los poderes de las legiones invasoras y la
fama del ejército de Germania—, se pasaron al bando vitelia-
no y, como obsequio al nuevo príncipe, le anexionaron los
municipios más pujantes de la región transpadana: Milán,
Novara, Ivrea, Vercelli. Eso se lo dijeron a Cécina ellos mis­
mos. Y puesto que era imposible defender una parte tan exten­
sa de Italia con la presencia de un solo regimiento de caballe­
ría, envió un destacamento formado por cohortes de galos,
lusitanos y britanos, así como estandartes de germanos con el
Ala Petriana.
Por su parte, él tenía sus dudas sobre si desviarse hacia el
Nórico por los desfiladeros de Recia y enfrentarse al procura­
dor Petronio Urbico, a quien, al saber que se había reforzado
y cortado los puentes, suponía leal a Otón. Pero tuvo miedo
de perder las fuerzas auxiliares que ya había enviado por de­
lante, o pensó quizá que le reportaría más gloria ocupar Italia
y que, cualquiera fuese el itinerario de la guerra, Nórico ha­
bría de caer en recompensa de una victoria segura: cruzó los
Alpes Peninos con sus soldados reservistas y un pesado cuer­
po legionario cuando aún no se había retirado el invierno.

48 Oficiales al mando de turmae, escuadrones de caballería.


Roma b a jo e l p o d e r d e O tón

71 Mientras tanto, contra todo pronóstico, Otón no se


quedó amodorrado entre placeres y ocio: aplazó las diversio­
nes, disimuló los vicios y lo ordenó todo con arreglo a la dig­
nidad del imperio. Por eso daban más miedo sus falsas virtu­
des y el previsible retomo de sus defectos.
Ordena comparecer en el Capitolio a Mario Celso, a quien
había salvado de las iras de los soldados con el subterfugio de
encarcelarlo: Otón aspiraba a ganarse un título de clemencia
en la persona de un hombre famoso y mal visto por sus par­
tidarios. Celso se obstinó en admitir la acusación de lealtad
inquebrantable a Galba y, por si fuera poco, presumía del
ejemplo que había dado. O tón actuó no ya como si tuviese
que perdonarle nada, sino como si no viera en él enemigo
que temer: invitándole a la reconciliación, lo integró inmedia­
tamente en su círculo de amigos íntimos y más tarde lo eligió
entre sus jefes para la guerra. Y, como por fuerza del destino,
Celso sirvió también a Otón con la misma lealtad insoborna­
ble y generosa. La salvación de Celso, que las personas princi­
pales acogieron con alegría y la plebe con festejos, no desagra­
dó siquiera a los soldados, capaces de sentir admiración por la
misma virtud que antes les enfurecía.
72 Entusiasmo comparable por motivos opuestos se pro­
dujo luego, cuando se logró la ejecución de Tigelino. Ofonio
Tigelino procedía de una familia sin brillo; su infancia fue es­
candalosa, su madurez infame. La prefectura de los Vigiles y
del Pretorio, y otros cargos con los que se premia a la virtud,
él los obtuvo por sus vicios, el camino más rápido. Al princi­
pio le sirvieron para poner en práctica su crueldad, después, la
codicia y los bajos instintos. Además de arrastrar a Nerón a to­
das las fechorías, Tigelino se atrevió a cometer algunas a sus
espaldas y, en los últimos momentos, lo abandonó y traicio­
nó. Por eso exigían su condena con la misma energía, surgida
de emociones distintas, quienes detestaban a Nerón y quienes
le añoraban. Ante Galba le había amparado la influencia de
Tito Vinio, quien alegaba que Tigelino había salvado a su
hija. Y desde luego que la había salvado, pero no por clemen-

[98]
cia, después de tantos asesinatos, sino como salida en el futu­
ro, porque la gente de peor calaña, cuando desconfía del pre­
sente y se teme un cambio, previene con favores privados el
resentimiento público: eso no es prueba de inocencia, sino
prenda de impunidad.
Todo eso enconaba más al pueblo, que acumulaba sobre
los viejos odios contra Tigelino la ojeriza más reciente contra
Tito Yinio: llegaron de toda la ciudad corriendo a Palacio y
los Foros e, inundando el circo y los teatros — donde la plebe
se manifiesta en completa libertad— , prorrumpieron en gri­
tos sediciosos. A Tigelino le avisaron de que su hora había lle­
gado en el balneario de Sinuesa49. Entre fornicaciones con las
prostitutas, besos y repugnantes aplazamientos, se cortó la
garganta con una navaja, ensuciando aún más una vida de­
pravada con un final tardo y sin honor.
73 Por las mismas fechas se demandó imperiosamente que
Calvia Crispinila fuese ajusticiada. Con diversas maniobras,
que valieron al príncipe una mala fama de simulador, se salvó
del peligro. Maestra de placeres de Nerón, había cruzado a
África para instigar el levantamiento de Clodio Macro y pos­
tulado sin rebozo el hambre del pueblo romano50. Luego se
ganó el favor de toda la ciudadanía gracias a su matrimonio
con un consular y salió indemne de Galba, de Otón y de Vi­
telio. Después, era rica y sin herederos —una fuerza que lo
mismo vale en los buenos que en los malos tiempos.
74 Entre tanto, Vitelio recibía de Otón cartas frecuentes y
plagadas de melindres, en las que le ofrecía dinero, el perdón
y un lugar plácido a su elección donde disfrutar de una vida
regalada. Vitelio hacía exhibiciones comparables, primero con
delicadeza, fingiendo los dos de una forma estúpida e indig­
na: al final terminaron a la greña reprochándose mutuamente
crímenes y escándalos, ambos con razón.

49 Situado en los límites entre el Lacio y la Campania, en la actual Mon-


dragone.
50 Impidiendo el tránsito de los cargamentos de trigo que, procedentes de
Africa, y en especial de Egipto, alimentaban a la población improductiva
de Roma.

[.99]
Otón hizo regresar a los emisarios que había enviado Gal­
ba y despachó otros, como cosa del Senado, con destino a los
ejércitos de las dos Germanias, la Legión Itálica y las tropas
acantonadas en Lyon. Los emisarios se quedaron con Vitelio
con docilidad excesiva para que pudiera pensarse que lo hacían
por la fuerza. A los pretorianos con los que Otón había hecho
escoltar a los emisarios como por deferencia, los enviaron de
vuelta antes de que entrasen en contacto con los legionarios.
Fabio Valente les entregó una carta en nombre del ejército de
Germania dirigida a las cohortes pretorianas y urbanas en las
que magnificaba el poder de las fuerzas vitelianas y les pro­
ponía pactar; les reprendía además por dejar en manos de
Otón un imperio entregado hacía tanto a Vitelio. 75 Esa mez­
cla de promesas y amenazas pretendía tentar a unos hombres
que no estaban a la altura de la guerra y no tenían nada que
perder con la paz. Pero no bastó para alterar la lealtad de los
pretorianos.
Entonces enviaron matones, Otón a Germania y Vitelio a
la Urbe. Tanto unos como otros fracasaron. Los vitelianos sa­
lieron impunes, perdiéndose entre multitud tan grande y des­
conocida entre sí como la de Roma; a los otonianos les trai­
cionó la novedad de sus rostros allí donde todos se conocían.
Vitelio escribió una carta a Ticiano, hermano de Otón,
amenazándoles con su muerte y la de su hijo si la madre y los
hijos del propio Vitelio sufrían algún daño. Y ambas familias
se salvaron, respecto a O tón no se sabe si por miedo: Vitelio,
como vencedor, se llevó la gloria de magnánimo.
76 Lo primero que devolvió la confianza a O tón fue un
correo del Ilírico anunciando que le habían prestado juramen­
to las legiones de Dalmacia y Panonia y las de Mesia51. Lo
mismo se informó de Hispania, y mediante un edicto se feli­
citó a Cluvio Rufo —pero a renglón seguido se supo que His­
pania se había pasado a Vitelio. Ni siquiera Aquitania, com­
prometida con Otón a instancias de Julio Cordo, permaneció
fiel mucho tiempo. En ningún caso eran la fidelidad o la sim­

51 Provincia del curso bajo del Danubio que incluye territorios de las ac­
tuales Serbia y Montenegro y Bulgaria.

[loo]
patía, sino el miedo y las presiones los que dictaban los cam­
bios. Ese mismo temor inclinó del lado de Vitelio a la provin­
cia Narbonense: lo fácil es adherirse a los que están cerca y
son más fuertes. Las provincias distantes y los ejércitos de ul­
tramar se mantenían a las órdenes de O tón no por convic­
ción, sino porque el nombre de Roma y el oropel del Senado
decantaban la balanza; además, el primero del que había no­
ticia dominaba las voluntades. Vespasiano había impuesto al
ejército de Judea el juramento a Otón, lo mismo que Mucia­
no a las legiones de Siria. También Egipto y todas las provin­
cias que miran hacia Oriente se gobernaban en su nombre.
Igual de complaciente era Africa, a iniciativa de Cartago y sin
esperar el pronunciamiento del procónsul Vipstano Apronia­
no: Crescencio, un liberto de Nerón (pues en los malos tiem­
pos también ellos toman parte en la política), había ofrecido
a la plebe un banquete para festejar el reciente nombramien­
to, y el pueblo se apresuró a casi todo sin freno. Las demás co­
munidades secundaron a Cartago.
77 Una vez que ejércitos y provincias quedaron así dividi­
dos, a Vitelio no le quedaba más remedio que la guerra para
apoderarse del Principado. En cuanto a Otón, hacía frente a
las obligaciones del poder como si la paz fuera completa. Ac­
tuaba deprisa, en algunos casos respetando la dignidad del Es­
tado, pero en general de forma irrespetuosa, mirando por el
provecho inmediato: el primero de marzo se hace nombrar
cónsul junto a su hermano Ticiano y designa para los meses
sucesivos a Verginio como gesto de buena voluntad hacia el
ejército de Germania. Con Verginio empareja a Pompeyo Vo­
pisco aduciendo su antigua amistad, aunque muchos enten­
dieron que intentaba dar satisfacción a los viennenses. Los
restantes consulados se atuvieron a las designaciones de Ne­
rón o Galba —Celio Sabino y Flavio Sabino hasta julio, Arrio
Antonino y Mario Celso hasta septiembre— , y ni siquiera Vi­
telio, después de la victoria, vetó esos honores.
Por otro lado, Otón otorgó cargos de pontífice y augur a
ancianos ya bien recompensados como colofón de sus carre­
ras, o consoló a muchachos de familia noble, recién llegados
del destierro, con sacerdocios que sus padres y abuelos ha­
bían detentado. Devolvió el escaño senatorial a Cadio Rufo,

[roí]
Pedio Bleso y Sévino Propincuo, que habían sido condena­
dos por concusión durante los principados de Claudio y Ne­
rón: quienes les perdonaron prefirieron cambiar el nombre
de codicia, que correspondía en realidad a su delito, por el de
lesa majestad. A cuenta del odio que entonces suscitaba esa
acusación languidecían incluso buenas leyes52.
78 Con la misma prodigalidad tentó también a ciudades y
provincias: a Hispalis53 y Mérida les permitió el asentamiento
de nuevas familias, concedió la ciudadanía romana hasta el
último de los língones y regaló a la Bética territorios maurita­
nos. A Capadocia y a Africa les otorgó nuevos derechos des­
tinados más a aparentar que a durar.
Ni siquiera en medio de estas decisiones justificadas por la
urgencia del momento y las preocupaciones más acuciantes
dejó de acordarse de sus amores: por medio de un decreto del
Senado ordenó restaurar las estatuas de Popea. Se cree que in­
cluso planeó homenajear a Nerón con la esperanza de con­
graciarse con el vulgo. Y hubo quienes sacaron efigies de Ne­
rón. Incluso, en ciertos momentos, el pueblo y la milicia,
como si con ello contribuyesen a su honra y distinción, le
aclamaron como “O tón Nerón”. Él evitó cualquier reacción,
por miedo de prohibir o vergüenza de consentir.
79 Con toda la atención puesta en la guerra civil, los asun­
tos del exterior se descuidaron. Eso animó a los roxolanos, un
pueblo sármata que había aniquilado a dos cohortes el in­
vierno anterior, a invadir Mesia con mayor fe: hasta nueve
mil jinetes envalentonados por las facilidades, mejor dispues­
tos al saqueo que al combate. En esa situación, dispersos y
confiados, les atacó la IIIa Legión reforzada con auxiliares.
Del lado de los romanos, todo estaba presto para la batalla;
los sármatas, a quienes el ansia de botín había desperdigado y
sobrecargado de peso, mermada la agilidad de sus monturas
por lo resbaladizo de los caminos, caían abatidos como si es­
tuviesen maniatados. Es sorprendente cómo todo el valor de
los sármatas resulta, en cierto modo, cosa ajena a ellos mis-

52 Delincuentes comunes aparecían así como víctimas de procesos políticos.


53 La actual Sevilla.

[1 0 2 ]
mos: nadie hay tan inepto para la lucha a pie firme. Si se pre­
sentan al galope, no hay formación que les resista, pero en
aquella ocasión, con humedad y hielo suelto, de nada les sir­
vieron las picas y las enormes espadas que manejan a dos ma­
nos: sus caballos se resbalaban y el peso de sus armaduras
(con las que se protegen los nobles y personas principales, tra­
madas con láminas de hierro o cuero endurecido que, si bien
resultan impenetrables a los golpes, impiden volverse a levan­
tar a quien ha derribado un impacto enemigo) les enterraba
en una nieve a la vez profunda y blanda.
Vestidos con loriga ligera, los soldados romanos arrojaban
las jabalinas o atacaban con lanzas y, cuando la situación lo
aconsejaba, se acercaban a rematar con un tajo de su espada
corta a los sármatas indefensos, sin costumbre de ampararse
tras el escudo. Los pocos que sobrevivieron a la batalla se es­
condieron en las ciénagas: allí la crueldad del frío y las heri­
das se hicieron cargo de ellos.
Cuando esto se supo en Roma, se concedió a Marco Apo­
nio, gobernador de Mesia, una estatua triunfal, y a los legados
de las legiones Fulvo Aurelio, Juliano Tetio y Numisio Lupo,
ornamentos consulares54. O tón estaba feliz y se aprestó a atri­
buirse la gloria, como si fuese suya la suerte de la guerra y el
mérito de engrandecer el Estado con sus jefes y ejércitos.
80 Entre tanto, tras un inicio irrelevante del que nada po­
día temerse, surgió un levantamiento que a punto estuvo de
causar la destrucción de la Urbe. O tón había dado orden de
que la XVIIa Cohorte se trasladara desde la colonia de Ostia
hasta Roma. La responsabilidad de su armamento se asignó
a Vario Crispino, tribuno de los pretorianos, quien, con el
propósito de cumplir las órdenes más libre de cuidados, man­
da abrir el armero y cargar los carruajes de la cohorte al caer
la noche. La hora dio pie al recelo, los motivos, a acusacio­
nes, la pretendida discreción, a la revuelta; además, los borra­
chos vieron ocasión propicia para disponer de las armas a su
antojo.

54 El derecho a usar silla curai y toga praetexta.

[103]
Braman los soldados y acusan de traición a tribunos y cen­
turiones, pues suponen que las armas estaban destinadas a la
servidumbre de los senadores para atentar contra Otón: unos,
por desconocimiento y cargados de vino, los malvados por­
que se les presentaba la oportunidad del saqueo, el común,
como suele suceder, deseoso de cualquier excusa para el amo­
tinamiento. La noche hizo inútil la buena disposición de los
mejores. Al tribuno por resistirse y a los centuriones más obs­
tinados, los cercenan: se apoderan de las armas, desenvainan
las espadas y a horcajadas de sus caballos se dirigen hacia la
ciudad y Palacio.
81 Celebraba O tón una concurrida fiesta con los hombres
y mujeres más importantes: desconcertados, sin saber si se tra­
taba de un algarada espontánea de los soldados o de una
trampa del emperador ni si resultaba más arriesgado quedarse
y dejarse prender o huir y dispersarse, los invitados pasaban
de fingir valor a traslucir su miedo sin dejar de escrutar la ex­
presión de Otón. Y, como suele suceder a los ánimos propen­
sos al recelo, a la vez que estaba asustado, Otón también asus­
taba. Pero, no menos aterrado por la suerte de los senadores
que por la propia, envió a los prefectos del Pretorio a sosegar
la furia de los soldados y ordenó a todos que se apresuraran a
abandonar el salón. Entonces, sin orden ni concierto, los ma­
gistrados después de deshacerse de sus distintivos y despachar
el séquito de acompañantes y esclavos, las mujeres y los an­
cianos amparándose en la oscuridad, se pusieron en camino
por calles apartadas. Pocos se dirigieron a sus domicilios: la
mayoría buscaron refugios desconocidos en casa de amigos o
del cliente más humilde que pudieron encontrar.
82 Ni siquiera las puertas de Palacio fueron obstáculo para
el ataque de los soldados, que irrumpieron en el salón exi­
giendo la comparecencia de O tón después de herir al tribuno
Julio Marcial y al prefecto de la legión Vitelio Saturnino cuan­
do salían al paso de los asaltantes. Todo se llenó de armas y
amenazas, primero contra los centuriones y los tribunos, des­
pués contra el Senado al completo. Ofuscados por una ciega
locura y sin poder dirigir contra nadie en particular su furia,
clamaban desquite contra todos hasta que Otón, encaramán­
dose en un lecho sin ningún decoro, los contuvo a duras pe-

[1 0 4 ]
nas con súplicas y lágrimas. Regresaron al campamento de
mala gana y no sin incidentes.
Al día siguiente Roma parecía una ciudad tomada: las man­
siones estaban cerradas, las calles semidesiertas, la plebe pesa­
rosa. Los soldados andaban cabizbajos, más bien huraños que
arrepentidos. Formados por manípulos, les dirigieron la pala­
bra los prefectos Licinio Próculo y Plocio Firmo, según su ca­
rácter respectivo, con más delicadeza o más rudeza. La con­
clusión de la charla fue que a cada soldado se le asignarían
cinco mil sestercios. Sólo entonces se atrevió Otón a entrar en
el cuartel: los tribunos y centuriones le hacen corro, se arran­
can los distintivos militares e insisten en solicitar un retiro sin
sobresaltos. El gesto hizo mella en los soldados quienes, con
aire morigerado, pasaron a exigir la condena de los responsa­
bles del motín.
83 Los soldados estaban divididos ante los desórdenes: los
mejores pedían atajar la indisciplina del momento; al común
y mayoritario, contento con las sediciones y un mando co­
rrupto, revueltas y saqueos lo empujaban con más facilidad a
la guerra civil. Otón se daba cuenta de eso, y de que no podía
mantenerse un poder conseguido con crímenes a base de re­
pentina moderación y severidad trasnochada, pero le angustia­
ba el peligro que corrían la ciudad y el Senado. Al final, pro­
nunció el siguiente discurso:
“Compañeros de armas, no he venido a inflamar vuestros
corazones de amor por mí, ni a infundirles valor, puesto que
de sobra tenéis ambas cosas: he venido a pediros que conten­
gáis vuestra bravura y moderéis vuestro afecto hacia mí. La
causa del reciente motín no fue la ambición o el rencor, que
han arrastrado a muchos ejércitos a la discordia, ni siquiera la
cobardía o el miedo a los peligros: vuestra devoción ha reba­
sado los límites de lo prudente. Sucede a menudo que las cau­
sas justas, si no se guían por el buen juicio, traen consigo con­
secuencias fatales.
Vamos a la guerra. ¿Acaso aconsejan la cordura y la eficacia
que todas las informaciones se escuchen en público y que se
debatan en asamblea todas las opiniones? Conviene que los
soldados conozcan parte e ignoren parte: la jerarquía y el sen­
tido de la disciplina obligan a que muchas veces incluso los

[105]
tribunos y centuriones se limiten a cumplir órdenes. Si cada
uno tiene derecho a pedir explicaciones antes de obedecer,
después de desaparecer la obediencia también la autoridad se
habrá acabado. ¿Debo temer que también en el campo de ba­
talla la oscuridad se aprovechará para robar las armas?, ¿que
un par de borrachos y descarriados (no puedo creer, desde
luego, que una mayoría enloqueciera anoche) se mancharán
las manos con la sangre del centurión y del tribuno y asalta­
rán la denda del general?
84 Vosotros lo hicisteis por mí, por supuesto. Pero el desor­
den, la oscuridad, la confusión general también pueden pro­
piciar la ocasión de actuar contra mí. Si Vitelio y sus cómpli­
ces tuviesen poder de elección, ¿cuál será el estado anímico y
mental que preferirían para nosotros?, ¿qué otra cosa podrían
desear si no la indisciplina y la discordia? — que el soldado
desobedezca al centurión y el centurión al tribuno; que, sumi­
da la infantería y la caballería en el desconcierto, nos precipi­
temos a la destrucción. La milicia funciona mejor, compañe­
ros, cumpliendo órdenes que poniendo en tela de juicio la
autoridad de los mandos. Y el ejército más bravo a la hora de
la verdad es el más sosegado antes del enfrentamiento. El co­
raje y la fuerza son vuestros: dejad en mis manos las decisio­
nes y el gobierno de vuestro valor.
Pocos han sido los culpables, a dos se castigará: los demás,
borrad de vuestra memoria tan vergonzosa noche. Y que nun­
ca vuelva a escuchar un ejército esos gritos contra el Senado,
cabeza del imperio y orgullo de todas las provincias. ¡Ni si­
quiera esos germanos que Vitelio empuja contra nosotros se
atreverían, por Hércules, a reclamar su castigo! ¿Puede enton­
ces algún retoño de Italia, puede la verdadera juventud roma­
na exigir la sangre y la ruina de un estamento con cuya gloria
esplendorosa arrumbamos la siniestra oscuridad del bando vi-
teliano? Vitelio se ha apoderado de un puñado de naciones y
tiene lo que parece un ejército: nosotros tenemos al Senado
de nuestra parte. Eso significa que aquí está el Estado y allí,
los enemigos del Estado. ¿Creéis acaso que esta hermosísima
ciudad no es más que mansiones y tejados y un m ontón de
piedras puestas en pie? Poco importa que esas cosas mudas e
inertes se hundan o se levanten: la eternidad de Roma, la paz

[106]
de los pueblos y mi seguridad a la par que la vuestra las sos­
tiene la integridad del Senado. Esta institución surgió bajo los
auspicios de nuestro padre y fundador de la ciudad55 y ha so­
brevivido desde los reyes hasta los príncipes sin interrupción:
igual que la recibimos de nuestros antepasados, entreguémos­
la a nuestros sucesores, pues lo mismo que de vosotros nacen
senadores, de los senadores, príncipes.”
85 El discurso, que acertó en su propósito de atemperar y
sosegar los ánimos de los soldados, así como su moderada se­
veridad (ya que se había dado orden de limitar las represalias
a dos y no a la mayoría) fueron bien acogidos. Así se avinie­
ron momentáneamente al orden quienes de ningún modo
podían ser reprimidos.
Eso no supuso, sin embargo, que la Urbe descansara: se es­
cuchaba ruido de sables y asomaba la cara de la guerra. Es ver­
dad que los soldados no alborotaban de consuno, pero por
separado, sin uniforme y con maliciosa curiosidad, acosaban
las mansiones de todos aquellos a quienes la nobleza, la ri­
queza o cualquier especial distinción exponían a los rumores.
Muchos creían, además, que habían llegado a la ciudad sol­
dados vitelianos para saber con qué apoyos contaba su ban­
do. Como consecuencia, todo se llenó de sospechas y ni si­
quiera se perdía el miedo en la intimidad de los hogares. En
público, el pánico era generalizado: las gentes mudaban la ac­
titud y el gesto conforme los rumores llevaban y traían nove­
dades, a fin de no dar la impresión de que las malas noticias
les dejaban indiferentes o se alegraban poco de las buenas.
El Senado, convocado a sesión, encontraba especialmente
difícil atinar con la actitud correcta: el silencio podía sonar a
contumacia y la franqueza era sospechosa. Además, O tón ha­
bía sido un particular hasta hacía poco y, acostumbrado
como estaba a pronunciar las mismas palabras, la adulación
no le pasaba inadvertida. Así que le daban la vuelta a las fra­
ses y las retorcían según y cómo para llamar a Vitelio enemigo
y traidor a la patria; los más previsores, con insultos corrientes;
algunos proferían auténticas afrentas, amparándose sin embar-

55 Rómulo.

[107]
go en el griterío y cuando hablaban todos a la vez, o ahogan­
do en la confusión sus propias palabras.
86 Por si eso fuera poco, el terror cundía al divulgarse pro­
digios de distinta procedencia: en el vestíbulo del Capitolio,
Victoria había soltado las riendas del carro que conducía; una
aparición sobrehumana había surgido del santuario de Juno;
una estatua del Divino Julio, en la isla Tiberina, se había des­
plazado de Este a Oeste en un día apacible y sin viento; en
Etruria, una res había hablado, animales parían monstruos
y otros muchos fenómenos a los que en épocas primitivas
se daba crédito incluso en tiempos de paz y que ahora sólo se
oyen cuando hay miedo.
Pero el asunto más pavoroso y que añadió malos augurios
a la calamidad del momento fixe un repentino desbordamien­
to del Tiber: tras una crecida desmesurada, derribó el puente
Sublicio y, retenido por la masa de escombros que actuaba
como presa, inundó no sólo la zona baja y llana de la ciudad,
sino las que habitualmente ofrecían seguridad en tales desas­
tres. Muchos viandantes fueron arrastrados, y muchos más se
ahogaron en sus tiendas y cubiles. La falta de recursos y la
escasez de alimentos trajeron el hambre a la población. Los ci­
mientos de los edificios, reblandecidos por las aguas estanca­
das, cedieron cuando el río se retiró. Y para cuando los áni­
mos se vieron libres de cuidados, el mero hecho de que Otón,
al preparar la expedición, se encontrase bloqueados el Campo
de Marte y la Vía Flaminia, que eran el camino de la guerra,
fue interpretado — sin importar que se debiera a razones ca­
suales o naturales— como un hecho prodigioso y presagio
de derrotas venideras.
87 Una vez purificada la Urbe, Otón sopesó los planes bé­
licos: dado que los Alpes Peninos y Cotianos y el resto de los
accesos a las Galias estaban cortados por los ejércitos de Vite­
lio, decidió atacar la Galia Narbonense con la flota, poderosa
y leal a su bando ya que había encuadrado en una legión a los
supervivientes del Puente Milvio a quienes la crueldad de Gal­
ba había mantenido bajo arresto, no sin prometer también al
resto un destino honroso en el futuro. Añadió a la flota co­
hortes urbanas y numerosos pretorianos, músculo del ejército
y, al mismo tiempo, consejo y custodia de sus propios jefes.
El mando supremo de la expedición se confió a los primipi­
lares Antonio Novelo y Suedio Clemente junto con Emilio
Pacense, a quien devolvió el rango de tribuno del que Galba
le había despojado. La responsabilidad de las naves la conser­
vó el liberto Mosco, con instrucciones de vigilar la lealtad de
quienes eran más nobles que él. Para dirigir la infantería y la
caballería fueron designados Suetonio Paulino, Mario Celso y
Annio Galio, pero el hombre de confianza era el prefecto del
Pretorio Licinio Próculo: curtido al frente de la milicia urba­
na, carecía de experiencia de guerra, pero, pasando por enci­
ma de las virtudes particulares de cada uno (la autoridad de
Paulino, el vigor de Celso, la madurez de Galo) del m odo más
sencillo, a base de calumniarlos, este individuo perverso y tai­
mado relegaba a hombres honestos y menos ambiciosos.
88 Por aquellas fechas, Cornelio Dolabela fue deportado a
la colonia de Aquino, sin vigilancia ni estrecha ni discreta, sin
acusación alguna —simplemente porque un apellido de al­
curnia y un parentesco con Galba le señalaban.
Muchos magistrados y una gran parte de los consulares re­
ciben orden de incorporarse a la expedición, aparentemente
no para participar o prestar servicio en la guerra, sino como
mero séquito de Otón. Entre ellos, el propio Lucio Vitelio,
quien recibe el mismo trato que los demás, no el de herma­
no del general y, por tanto, del enemigo. Así pues, las in­
quietudes de la Urbe se desataron. Ningún estamento supe­
rior estaba libre de temores y peligros: los senadores más re­
levantes estaban mermados por la vejez y desvitalizados por
una paz duradera; la nobleza era indolente y había olvidado
ya las guerras; los caballeros no entendían del ejército. Cuan­
to más se esforzaban por esconder y ocultar su pavor, más lo
traslucían. En contraste, tampoco faltaban quienes, con estúpi­
das pretensiones, se compraban armas espléndidas, caballos
de postín, e incluso lujosas vajillas de gala y accesorios de pla­
cer como utillaje de guerra. La gente consciente se preocupa­
ba por la tranquilidad y el Estado; los más frívolos y desen­
tendidos del porvenir se hinchaban de vanas esperanzas; mu­
chos habían arruinado su crédito en la paz, se alegraban con
los desórdenes y encontraban en la incertidumbre su mayor
seguridad.

[109]
89 El vulgo y la población que, a cuenta de su excesiva
complejidad, no tomaba parte en los problemas colectivos,
empezó a sentir poco a poco las desgracias de la guerra: todo
el capital se puso a disposición de la tropa y los precios de los
alimentos se dispararon. La plebe no había padecido seme­
jantes carencias durante el levantamiento de Vindice, puesto
que entonces la Capital estuvo a salvo y, al tratarse de una
guerra que se desarrollaba en provincias, entre las legiones y
las Galias, se consideraba asunto exterior. Lo cierto es que,
desde que el Divino Augusto estableció el régimen de los Cé­
sares, el pueblo romano había combatido lejos y para honra
o desazón de uno solo. Con Tiberio y Caligula, el Estado
sólo se vio afectado por los reveses de la paz. De la intentona
de Escriboniano contra Claudio se supo al mismo tiempo
que de su aplastamiento; Nerón fue derrocado más con noti­
cias y rumores que con las armas: pero esta vez marchaban al
frente las legiones, la flota y, cosa rara hasta entonces, tropas
pretorianas y urbanas. Oriente y Occidente, con todas las fuer­
zas que quedaban en retaguardia, habrían proporcionado ma­
terial para una larga guerra si otros hubieran sido los jefes en­
frentados.
Hubo quienes pretendieron retrasar la partida de Otón
aduciendo motivos religiosos: la procesión de los Doce Escu­
dos no había concluido56. Pero él hizo caso omiso, replican­
do que la demora había sido fatal para Nerón. Además, le es­
poleaba que Cécina ya hubiera atravesado los Alpes.
90 El 14 de marzo O tón encomendó a los senadores la ad­
ministración pública y concedió a los retornados del exilio el
remanente de las donaciones hechas por Nerón y que aún no
habían ido a parar al fisco —un regalo justísimo y aparente­
mente magnífico, pero sin ningún provecho porque las subas­
tas se habían hecho en su momento a toda prisa57. Luego,
ante la asamblea, exaltó la majestad de Roma y se atribuyó el

56 A comienzos de marzo, los sacerdotes Salios trasladaban en procesión


los Doce Escudos (ancilia) consagrados a Marte, y los devolvían al sacrarium
Martis el día 23.
57 Sobre la cuestión, véase el capítulo 20.

[rio]
apoyo unánime del pueblo y el Senado. Contra los vitelianos
habló con moderación, achacando a las legiones más ignoran­
cia que osadía y sin mencionar al propio Vitelio, quizá por­
que se contuvo o tal vez porque el autor de su discurso se abs­
tuvo de hacerlo, temeroso de afrentar a Vitelio en su propio
interés: se pensaba que, así como en las cuestiones militares
O tón se servía de Suetonio Paulino y Mario Celso, en los
asuntos políticos recurría al talento de Galerio Trácalo. Y algu­
nos aseguraban reconocer un estilo oratorio que sus frecuen­
tes intervenciones forenses habían hecho célebre por una
pompa y sonoridad pensadas para llenar los oídos del pueblo.
El hábito de la adulación tornaba las aclamaciones y el grite­
río de la muchedumbre excesivos y falsos: como si despidie­
sen a César el dictador o al emperador Augusto, competían
en entusiasmo y buenos deseos, no por miedo o por afecto,
sino por instinto servil. Igual que entre esclavos, la hipocresía
era jugo privado y la decencia pública ya no compensaba.
Al partir, O tón delegó en Flavio Sabino la tranquilidad
de la Urbe y en su hermano Salvio Ticiano el gobierno del
imperio.

tin ]
LIBRO SEGUNDO
Los F l AVIOS ENTRAN EN ESCENA

1 En el extremo opuesto de la Tierra estaba ya Fortuna sen­


tando las bases y principios de un poder dinástico que, con
suerte inconstante, habría de resultar feliz o terrible para el
Estado y para los propios príncipes próspero o desdichado58.
Tito Vespasiano había sido enviado por su padre desde Judea
aún en vida de Galba. Los motivos del viaje eran, según sos­
tenía él, las obligaciones para con el príncipe y una edad apro­
piada para emprender la carrera política, pero el vulgo, ávido
de invenciones, había difundido la especie de que la razón de
su llamada era la adopción. Fundamento para las habladurías
eran la vejez de un príncipe sin herederos y la debilidad ciu­
dadana por señalar a muchos en tanto no hubiera uno elegi­
do. Alimentaban los rumores el talento del propio Tito, a la
altura de cualquier circunstancia, sus bellas facciones no sin
cierta majestad, los éxitos de Vespasiano, las profecías de los
oráculos y la disposición de los espíritus crédulos a tomar por
señal del cielo cualquier casualidad.
En la ciudad aquea de Corinto recibió noticia fehaciente
de la muerte de Galba y, como algunos de los presentes daban
por hecho la rebelión de Vitelio y la guerra, lleno de inquie­
tud, repasa todas las alternativas con ayuda de unos pocos

58 La Dinastía Flavia.
amigos: si continuaba viaje a Roma, no cabía esperar agrade­
cimiento por una iniciativa emprendida en honor de otro, y
terminaría como rehén de Vitelio o de Otón. Pero si regresa­
ba, el vencedor lo tomaría sin duda como una ofensa. Sin em­
bargo, puesto que no estaba aún claro quién conseguiría la
victoria, si su padre se inclinaba hacia el bando vencedor, el
hijo sería disculpado. Mas si Vespasiano se hacía con el poder,
habrían de olvidar cualquier ofensa quienes maquinaban la
guerra.
2 En vilo entre la esperanza y el temor por semejantes con­
jeturas, triunfó la esperanza. Hubo quienes creían que desan­
duvo el camino ardiendo de nostalgia por la reina Berenice59;
y cierto es que su joven corazón no desdeñaba a Berenice,
pero no supuso eso obstáculo alguno al gobierno de sus asun­
tos: pasó una juventud feliz entre placeres y fue más comedi­
do durante su propio principado que durante el de su padre.
Así pues, tras costear Acaya y Asia, se dirigió por el norte a
Rodas y Chipre, y desde allí, por rutas más aventuradas, a Si­
ria. En Chipre, sintió deseos de acercarse a visitar el Templo
de Venus en Pafos, concurrido por lugareños y extranjeros.
No estará de más referir brevemente los orígenes del culto,
las ceremonias del templo y, por su singularidad, la imagen de
la diosa.
3 Según una antigua tradición, el fundador del templo fue
el rey Aerias, aunque algunos aseguran que éste era el nombre
de la propia diosa. Una leyenda posterior cuenta que Cíniras
consagró el templo y que el mar concibió a la diosa y la dejó
en tierra en aquel lugar, pero que el conocimiento de las artes
adivinatorias vino de fuera y fue Támiras quien lo trajo de Ci­
licia, acordándose que ambas familias presidieran en el futuro
las ceremonias. Luego, para evitar que una estirpe extranjera
aventajase en privilegios a la familia real, los forasteros renun­
ciaron a la ciencia que ellos mismos habían traído: sólo se
consulta al sacerdote descendiente de Cíniras.

59 Hija de Herodes Agripa I, rey de Judea, gobernaba conjuntamente con


su hermano, Herodes Agripa II. Había pasado ya por varios matrimonios y te­
nía cuarenta años, once más que Tito.

[ n 6]
Las víctimas dependen de las promesas de cada cual, pero
se escogen los machos: las visceras de los chivos se tienen por
infalibles. Está prohibido rociar el templete de sangre: los al­
tares se honran con preces y fuego puro, y la lluvia nunca los
empapa aunque están a la intemperie. La representación de la
diosa no tiene aspecto humano: es un bloque redondeado
que, como un mojón, al ganar altura va reduciendo el contor­
no con respecto a su extensa base60. Y no está claro el motivo.
4 Tito contempló la opulencia de las ofrendas regias y otros
objetos que los griegos, a quienes encantan las antigüedades,
atribuían a un pasado remoto, e hizo primero una consulta
sobre la navegación. Una vez que supo que el camino era
franco y el mar favorable, sacrificó numerosas víctimas y se
interesó discretamente por su propio destino. Sóstrato, que
era el nombre del sacerdote, al ver unas visceras propicias y
que la diosa se mostraba complaciente con los grandes pro­
yectos, le da una respuesta breve y convencional en el momen­
to. El futuro se lo revela en un encuentro sin testigos. Más
animado, Tito regresó junto a su padre trayendo consigo una
confianza extraordinaria a los intranquilos espíritus de pro­
vincias y ejércitos.
Vespasiano había liquidado la guerra de los judíos. Sólo se
resistía Jerusalén, cuya toma resultaba una tarea más ardua y
dura por su naturaleza montañosa y la obstinación de las su­
persticiones que porque a los asediados les quedasen fuerzas
suficientes para aguantar el acoso. Como mencionamos antes,
tres eran las legiones que tenía Vespasiano, curtidas en la guerra.
Muciano mantenía en calma otras cuatro a las que la rivalidad
y la gloria del ejército vecino habían desperezado: la misma
energía que unos sacaban del riesgo y el ejercicio se la pro­
porcionaba a los otros el completo reposo y la euforia de su
inexperiencia bélica. Los dos contingentes disponían de tro­
pas auxiliares de infantería y caballería, de flota y reyes aliados
—y de una gran fama por motivos dispares.
5 Vespasiano era un soldado de casta, acostumbrado a ir en
cabeza de sus tropas, a elegir personalmente el sitio del cam­

60 Un notable esfuerzo para describir un cono truncado.


pamento, a enfrentarse día y noche al enemigo con su inteli­
gencia y, si la ocasión lo exigía, con sus propias manos; comía
lo que caía y su indumentaria y aspecto apenas se distinguían
de los del soldado raso. En suma, si no fixera por la avaricia,
sería comparable a los antiguos generales. A Muciano, por el
contrario, lo dejaban en evidencia el derroche, la riqueza y
una ostentación que excedía el nivel de cualquier particular;
tenía labia de sobra y pericia en la organización y planifica­
ción de los asuntos políticos: la combinación de ambos daría
un príncipe excelente si, después de quitarles los defectos, se
mezclasen sólo sus virtudes. Sin embargo, al administrar pro­
vincias vecinas, el uno Siria, el otro Judea, el recelo los indis­
ponía. Sólo tras la caída de Nerón dejaron de lado sus res­
quemores y buscaron la entente, primero a través de amigos,
luego Tito, principal garante de la armonía, había acabado
con sus dañinas rencillas en aras del beneficio mutuo, ya que
su carácter y sus modales eran capaces de seducir incluso a un
hombre de las costumbres de Muciano. Los tribunos, centu­
riones y el común de los soldados se fueron convenciendo a
base de mañas o concesiones, apelando a sus virtudes o a sus
caprichos, según fuera la naturaleza de cada quien.
6 Antes de que Tito pudiera regresar, los dos ejércitos ha­
bían prestado juramento a O tón, ya que, como suele suceder,
los mensajeros se habían dado prisa y es lenta la maquinaria
de una guerra civil que Oriente, relajado por un larga concor­
dia, preparaba ahora por primera vez. En el pasado, las encar­
nizadas guerras entre ciudadanos se habían emprendido en
Italia o la Galia y con las fuerzas de Occidente. Y tanto Pompe-
yo como Craso, Bruto o Antonio, a todos los cuales la guerra
civil persiguió a ultramar, habían tenido un final desdichado.
En Siria y Judea, de los Césares se hablaba con más frecuen­
cia que se los veía. Las legiones nunca se habían rebelado y las
amenazas se reservaban para los partos, con suerte diversa.
Durante la reciente guerra civil61, mientras los demás sufrían
el conflicto, allí la paz permaneció inalterada. Luego fueron

61 La revuelta de Víndice.

[118]
leales a Galba. Al cabo, cuando se divulgó que Otón y Vitelio
se aprestaban a saquear Roma en una guerra criminal, temien­
do que las recompensas del poder quedaran en manos de
otros y a ellos sólo les tocase la obligación de obedecer, los
soldados refunfuñaban y hacían repaso de sus propias fuer­
zas: siete legiones listas y Siria y Judea con refuerzos ingentes;
a continuación Egipto y dos legiones, luego Capadocia y el
Ponto y las guarniciones apostadas en Armenia; Asia y las res­
tantes provincias, no carentes de fuerzas y sobradas de dine­
ro; cuantas islas rodea el mar y el propio mar, que de momen­
to daba seguridad y protección para preparar la guerra.
7 No pasaba inadvertida a los jefes la impetuosidad de los
soldados, pero les pareció oportuno aguardar mientras pelea­
ban otros. En una guerra civil vencedores y vencidos nunca
fraguan sólidas lealtades, pensaban, e igual daba que la fortu­
na permitiese sobrevivir a Vitelio que a Otón. El éxito vuelve
fatuos incluso a los generales insignes: víctimas de revueltas,
indolencia, lujo y sus propios vicios, uno perecería en la guerra
y otro en la victoria. Así que aplazaron los combates para me­
jor ocasión.
Lo que Vespasiano y Muciano habían decidido reciente­
mente, otros ya hacía tiempo y por razones de todo tipo. Los
mejores, por patriotismo; a muchos los animaba el aliciente
del botín, a otros la inestabilidad de sus finanzas: de ese
modo, buenos y malos, por diferentes motivos y con parejo
entusiasmo, todos deseaban la guerra.
8 Por aquellas fechas cundió el pánico en Acaya y Asia ante
la llegada de un falso Nerón, sobre cuyo final corrían rumores
contradictorios y por eso mucha gente se inventaba y creía
que estaba vivo. De los demás casos hablaremos cuando lo re­
clame el plan de la obra: en esta ocasión era un esclavo del
Ponto o, según otros, un liberto de Italia, experto en la cítara y
el canto. A eso se añadía un parecido facial que hacía más creí­
ble la impostura. Con un séquito de desertores que vagaban
en la indigencia y a los que había sobornado con un m ontón
de promesas, se hace a la mar. Arrastrado por un temporal a
la isla de Citno, se granjeó a un grupo de soldados que regre­
saban de Oriente de permiso o bien, al ofrecer resistencia, or­
denó que los mataran. Después de asaltar también a comer­

[1 1 9 ]
ciantes, armó a los más fuertes de sus servidores. Al centurión
Sisenna, que llevaba a los pretorianos unas diestras, símbolo
de concordia, en nombre del ejército de Siria, lo acosó con
distintas tretas hasta conseguir que abandonase en secreto la
isla y huyese, acobardado y temiendo una agresión. Eso ex­
tendió el terror, y muchos fueron los que, por ansias de no­
vedad y disgusto por el presente, se dejaron arrastrar por la ce­
lebridad de su nombre.
La casualidad reventó una fama que se hinchaba de día en
día. 9 Galba había puesto al mando de las provincias de Ga-
lacia y Panfilia a Calpurnio Asprenate. Se le habían dado dos
trirremes de la flota de Miseno como escolta, con las cuales
atracó en la isla. No faltaron quienes se pusieran en contacto
con los trierarcos62 en nombre de Nerón, y él en persona, con
gesto de pesadumbre y apelando a la lealtad de quienes un
día fueron sus soldados, rogaba que le trasladasen a Siria o
Egipto. Los trierarcos, dudando o para engañarle, aseguraron
que debían hablar con los soldados y regresarían después de
haber convencido a todos. Pero dieron fiel parte del asunto a
Asprenate: siguiendo instrucciones suyas se abordó la embar­
cación y el impostor, fuera quien fuera, fue ejecutado. Su ca­
dáver, que impresionaba por los ojos así como por la melena
y la fiereza del semblante, fue transportado a Asia y de allí a
Roma.
10 En la Capital, presa de la discordia y, a causa de los con­
tinuos cambios de príncipe, incapaz de distinguir la libertad
del desgobierno, incluso los asuntos triviales se desarrollaban
entre grandes convulsiones. Vibio Crispo, cuya fama se debía
más a su dinero, influencia y talento que a su honestidad, ha­
bía denunciado ante el Senado a Annio Fausto, un caballero
que en tiempos de Nerón había practicado asiduamente la de­
lación. Y es que, en los primeros momentos del principado
de Galba, los senadores habían decidido abrir procesos contra
los delatores. El decreto se había aplicado de forma inconse­
cuente, con laxitud o rigor según el reo fuese poderoso o un
donnadie, pero hasta entonces seguía intimidando. En este

62 Capitanes de las trirremes.

[l2.o]
caso, Vibio había empeñado todos sus recursos personales en
acabar con el acusador de su hermano, y había persuadido a
buena parte del Senado para que exigiesen su muerte antes si­
quiera de que pudiese hablar en su defensa. Sin embargo,
otro sector sostenía que nada beneficiaba más al reo que la
desmedida influencia de su acusador: había que concederle
tiempo, opinaban, publicar los cargos y, por muy odioso y
culpable que fuera, respetar la tradición de una audiencia.
Esta idea se impuso en principio y la vista se aplazó por unos
días. Al cabo, Fausto fue condenado, aunque sin el consenso
que por su execrable conducta había merecido: los ciudada­
nos recordaban que el propio Crispo había sacado provecho
de las mismas delaciones, y no lamentaban el castigo del de­
lito, sino la venganza.

La batalla d e B e d r ía c o

11 Entre tanto, los inicios de la guerra fueron optimistas


para Otón, pues a una orden suya los ejércitos de Dalmacia y
Panonia se pusieron en marcha. Eran cuatro legiones, de las
cuales salió una avanzadilla de dos mil hombres. El grueso la
seguía a una discreta distancia: la VIIa, reclutada por Galba, y
las veteranas XIa, XIIIa y la XIVa, especialmente famosa des­
pués de sofocar la rebelión en Britania. Nerón había acrecen­
tado su reputación al señalarlos como los mejores y, como
resultado, su lealtad hacia Nerón había sido duradera y su apo­
yo a O tón entusiasta. Pero a más confianza en tanta potencia
y fuerzas, mayor lentitud de movimientos. Precedían a la for­
mación legionaria fuerzas auxiliares y un contingente nada
despreciable procedente de la propia Capital: cinco cohortes
pretorianas y estandartes de caballería con la Ia Legión, ade­
más de dos mil gladiadores — un refuerzo indecoroso pero al
que, para las contiendas civiles, ya no renunciaban ni los ge­
nerales más estrictos. Estas tropas se pusieron al mando de
Annio Galo, destacado en compañía de Vestricio Espurinna
con la misión de ocupar las orillas del Po, una vez que los pla­
nes iniciales se habían abandonado: Cécina, a quien se pen­
saba hacer frente en el interior de las Galias, ya había atrave-

[ l i l]
sado los Alpes. Al propio O tón le escoltaba una élite de guar­
dias imperiales junto con las restantes cohortes urbanas, vete­
ranos del pretorio y un ingente número de infantes de mari­
na. Su marcha no era perezosa ni entorpecida por el confort,
sino que, embutido en una coraza de hierro, caminaba a pie
delante de los estandartes, malcarado, desaliñado y sin hacer
justicia a su fama.
12 La fortuna se mostraba complaciente con sus proyectos:
el dominio del mar y la flota ponía bajo su control la mayor
parte de Italia ininterrumpidamente hasta el confín de los Al­
pes Marítimos. Con el propósito de atacar esta provincia y
apoderarse de la Narbonense había designado jefes a Suedio
Clemente, Antonio Novelo y Emilio Pacense. Pero a Pacense
sus soldados, insubordinados, le pusieron los grilletes y Anto­
nio Novelo carecía de autoridad. Suedio Clemente ejercía el
mando con una política que hacía compatible la relajación de
la disciplina con el ansia de combate. Nadie diría que la ex­
pedición recorría Italia entre poblaciones compatriotas: como
si se tratase de territorios extranjeros y ciudades enemigas que­
maban, devastaban y saqueaban de forma más atroz por
cuanto en ningún lado se habían tomado medidas contra una
posible amenaza. Los cultivos estaban rebosantes, las casas
abiertas: sus dueños, que salían al paso con sus mujeres e hi­
jos, caían traicionados por la confianza en la paz tanto como
por los males de la guerra.
Los Alpes Marítimos estaban a la sazón en poder del pro­
curador Mario Maturo, quien moviliza a la población (en la
que no faltaban mozos) en un intento de rechazar a los oto­
manos de los límites provinciales. Pero los montañeses caye­
ron muertos o se dispersaron a la primera embestida, como
era de esperar en reclutas improvisados, ignorantes de cuar­
teles u oficiales, sin orgullo por la victoria ni vergüenza por
la huida.
13 Rabiosos tras el combate, los soldados de O tón descar­
garon su furia contra el municipio de Ventimiglia, puesto
que ningún botín podía cobrarse en el campo de batalla, los
serranos carecían de todo y su armamento era despreciable.
Además, no se dejaban capturar, ágiles como eran y conoce­
dores del paraje: la codicia se sació con la desdicha de los ino-

[iii]
ceníes. Acrecentó el resentimiento el brillante ejemplo de una
mujer ligur que escondió a su hijo: los soldados creían que
con él se escondía también el dinero, y por eso la torturaban
para saber dónde ocultaba al hijo. Señalándose el vientre,
ella respondió: “Aquí dentro”. Y ningún tormento posterior
ni la muerte le hicieron alterar esas palabras de extraordina­
rio coraje.
14 Correos despavoridos anunciaron a Fabio Valente que
la flota de Otón amenazaba la provincia Narbonense, adicta
a Vitelio. Ante la presencia de delegados de las colonias que
suplicaban ayuda, envió a dos cohortes de tungros, cuatro es­
cuadrones de caballería y al ala de tréviros al completo con el
prefecto Julio Clásico. Parte de ellos se quedaron en Fréjus, a
fin de evitar que, al concentrarse todas las tropas por vía terres­
tre, la flota se apresurara a costear sin resistencia. Contra el
enemigo marcharon doce escuadrones y un grupo escogido
de las cohortes, a quienes se agregó una cohorte de ligures,
que de antiguo guarnecía el territorio, y quinientos panonios
todavía sin encuadrar. La batalla no se demoró.
Suedio formó sus tropas del siguiente modo: una parte de
los marinos, mezclados con civiles, tomaron posiciones en
las colinas próximas al mar; el terreno llano que quedaba
entre las colinas y la costa lo ocuparon los pretorianos y, en
el agua, la flota, desplegada en línea y lista para el combate,
con las proas hacia tierra, ofrecía un frente amenazador. Los
vitelianos, más débiles en infantería y con su fuerte en los ji­
netes, colocan a sus tropas alpinas en las crestas cercanas y a
las cohortes, en orden cerrado, detrás de la caballería. Los es­
cuadrones tréviros cargaron contra el enemigo demasiado
confiados, habida cuenta de que sus adversarios eran vetera­
nos, mientras recibían por el flanco una descarga de piedras
lanzada por el grupo de civiles, bien capaces de hacerlo y,
arropados por los militares, valientes o cobardes, igual de
audaces en la victoria. A este descalabro se suma el pánico
cuando la flota desencadena un ataque contra su retaguardia
en pleno combate: cercados así por todas partes, ni uno ha­
bría escapado a la destrucción si la oscuridad de la noche no
hubiese contenido al ejército vencedor y amparado a los fu­
gitivos.

[123]
15 A pesar de la derrota, los vitelianos no se quedaron quie­
tos: pidieron refuerzos y atacaron al enemigo, que se sentía se­
guro y, tras el éxito, menos alerta. Dan muerte a los centine­
las, asaltan los campamentos, siembran el caos a bordo de las
naves hasta que, poco a poco, el miedo va amainando: des­
pués de ocupar una colina cercana, los otonianos se defien­
den y, a continuación, contraatacan. La escabechina es atroz,
y los oficiales de la cohorte de tungros, que mantienen la re­
sistencia por un tiempo, caen acribillados de flechas.
Tampoco los otonianos vencieron sin bajas: lanzados a una
persecución alocada, se vieron rodeados por la caballería, que
volvió grupas. Y como si se hubiera pactado una tregua, para
no verse sorprendidos por una agresión de la flota, por un
lado, y de la caballería, por otro, los vitelianos retrocedieron
hasta Antibes, un municipio de la Galia Narbonense, y los
otonianos se retiraron a Albenga, en el interior de Liguria.
16 La fama de la victoria obtenida por su escuadra mantu­
vo del lado de Otón a Córcega, Cerdeña y las demás islas del
mar cercano. Pero a punto estuvo de causar a Córcega un de­
sastre la temeridad del procurador Décimo Picario, la cual no
sirvió de nada en el resultado final de una guerra tan aparato­
sa y para él mismo resultó funesta. Y es que, por odio a Otón,
decidió apoyar a Vitelio con las fuerzas de Córcega —una
ayuda inútil incluso si hubiese prosperado. Convocó a los ca­
becillas de la isla y les reveló sus intenciones: a quienes se atre­
vieron a manifestarse en contra — Claudio Pírrico, trierarco
de las libúrnicas63 allí fondeadas, y Quincio Certo, caballero
romano—, ordenó matarlos. Su muerte intimidó a los presen­
tes y, al igual que ellos, una masa de palurdos, ignorante y
aliada del miedo ajeno, juró lealtad a Vitelio.
Pero cuando Picario se puso a efectuar la leva y someter a
hombres desharrapados a los rigores de la milicia, ellos, abo­
minando de aquellas fatigas desconocidas, hacían repaso de
su debilidad: era una isla donde vivían y lejos quedaban Ger-

63 Propiamente, bajeles ligeros y rápidos a imitación de los usados por los


piratas ¡líricos. Pero Tácito parece usar la expresión indistintamente del tipo de
embarcación.

[ 12 4 ]
mania y el poder de las legiones; la flota había hecho trizas y
saqueado a quienes protegían incluso cohortes y regimientos
de caballería. Su actitud cambió de repente, pero no se rebe­
laron abiertamente: eligieron el momento oportuno para una
trampa. Cuando se había dispersado el séquito de Picario y se
encontraba desnudo y desamparado en el baño, lo asesina­
ron. También sus secuaces fueron degollados. Sus propios ase­
sinos llevaron a Otón las cabezas de enemigos declarados,
pero ni O tón los recompensó ni Vitelio los castigó: en el alu­
vión de acontecimientos pasaron inadvertidos entre crímenes
mayores.
17 Como recordamos más arriba64, el Ala Siliana había
abierto ya Italia a los vitelianos y trasladado a su suelo la gue­
rra. O tón no contaba con apoyo alguno y no es que las pre­
ferencias estuviesen con Vitelio, sino que una larga paz había
predispuesto a la población a someterse a cualquiera, dócil a
sus amos e indiferente a sus méritos. Una vez que también
llegaron las cohortes destacadas por Cécina, el territorio más
próspero de Italia —las ciudades y campos entre el Po y los
Alpes— estaba en manos de los ejércitos de Vitelio. Una cohor­
te de panonios fue capturada junto a Cremona; cien solda­
dos de caballería y mil de marina, interceptados entre Piacen­
za y Pavía. Tras el éxito, a los vitelianos ya no los contenían
las orillas del río: el Po resultaba más bien una tentación
para bátavos y transrenanos. De improviso lo atravesaron
frente a Piacenza y sorprendieron a unos exploradores, asus­
tando al resto de tal modo que, muertos de miedo, hicieron
correr la falsa noticia de que allí estaba el ejército de Cécina
al completo.
18 Constaba a Espurinna (pues él gobernaba Piacenza) que
Cécina aún no había llegado y, para cuando se acercase, esta­
ba decidido a mantener tras las murallas a los soldados y no
exponer a sus tres cohortes pretorianas y mil vexilarios65, con
escasa caballería, a un ejército de veteranos. Pero los soldados,
ingobernables y sin experiencia bélica, tras apoderarse de ense­

64 1, 70.
65 Soldados de unidades especiales de infantería (vexillationes).

[ 12-5]
ñas y estandartes, salían a la carrera. Cuando el general intentó
contenerlos, llegaron a amenazarle con sus armas, desoyendo
a centuriones y tribunos: a gritos repetían que era la traición
la que había traído a Cécina hasta allí. Espurinna se avino a la
insensatez ajena, primero a la fuerza y, después, aparentando
hacerlo voluntariamente a fin de que, si el motín iba cedien­
do, sus sugerencias gozasen de mayor autoridad.
19 A la vista del Po y puesto que la noche se acercaba, se
decidió levantar una empalizada para acampar. Esta tarea, in­
sólita para los soldados de la guarnición de Roma, doblega los
ánimos. Entonces los más veteranos pasaron a reprocharse su
propia credulidad, haciendo ver a los otros el temible riesgo
de que Cécina con su ejército, a campo abierto, pusiera cerco
a cohortes tan escasas. En seguida cundió por todo el campa­
mento un tono de humildad, y los tribunos y centuriones,
mezclándose con la tropa, elogiaban la prudencia del general
por haber elegido una colonia populosa y rica como plaza
fuerte para la guerra. Finalmente, el propio Espurinna, a base
no tanto de reprimendas como de argumentos, deja allí un
destacamento y regresa a Piacenza con los demás, menos so­
liviantados y dispuestos a acatar órdenes. Las murallas se con­
solidaron, se añadieron baluartes, se incrementó la altura de
las torres, se pusieron a punto no sólo las armas, sino la subor­
dinación y las ganas de obedecer —lo único escaso en un
bando que no podía quejarse de falta de valor.
20 Por su parte, Cécina, como si su contingente hubiese de­
jado la violencia y la indisciplina al otro lado de los Alpes, pe­
netró en Italia en perfecto orden. Los municipios y colonias
tomaban por arrogancia su indumentaria, porque se dirigía a
un público de hombres togados vestido con tabardo de colo­
res y pantalones, un atuendo bárbaro. También se sentían in­
sultados por el hecho de que su esposa Salonina, sin ofensa
para nadie, montase a caballo con un llamativo atavío púrpu­
ra: es propio de la condición humana escrutar con ojos de
censura la reciente suerte ajena y a nadie se exige más modes­
tia que a quien uno ha visto antes a su mismo nivel.
Cécina atravesó el Po, sondeó la lealtad de los otomanos
por medio de negociaciones y promesas, y fue objeto de las
mismas tentaciones. Después de jugar con las palabras “paz”

[ i 2. 6]
y "concordia” de forma tan especiosa como inútil, volcó su
esfuerzo y determinación en asediar Piacenza con toda su
saña, consciente de que lo que los inicios de la guerra depara­
sen, marcaría su prestigio para el resto.
21 Sin embargo el primer día se caracterizó más por un ata­
que impetuoso que por las tácticas de un ejército curtido: se
presentaban ante los muros a pecho descubierto y confiados,
empachados de comida y de vino. En ese combate ardió el
bellísimo anfiteatro, situado extramuros, quemado no se sabe
si por los atacantes al disparar sobre los asediados teas, bolas
y proyectiles incendiarios, o por los propios asediados al res­
ponderles. Los lugareños, propensos a la sospecha, estaban
convencidos de que, con mala fe, había alimentado el fuego
gente de las colonias vecinas por envidia y rivalidad, ya que
no había en toda Italia un edificio con tanto aforo. Fuese cual
fuese el motivo, mientras temían consecuencias más dramáti­
cas, no le dieron demasiada importancia, pero cuando retor­
nó la tranquilidad estaban desolados, como si no hubiera po­
dido sucederles nada más grave.
Por lo demás, Cécina había sido rechazado con grandes ba­
jas y la noche se empleó en preparar las operaciones: los vite­
lianos fabricaban manteletes, cañizos y parapetos para soca­
var los muros y cubrir a los asaltantes; los otonianos, estacas
y conglomerados inmensos de piedra, plomo y bronce para
resquebrajar las protecciones y aplastar a los enemigos. En
uno y otro lado el mismo pundonor, el mismo ansia de glo­
ria, pero arengas cruzadas: acá se exaltaba la potencia de las
legiones y del ejército de Germania, allá, la dignidad de la
guarnición de Roma y de las cohortes pretorianas; aquéllos
increpaban al adversario por cobarde, vago y degenerado en­
tre circos y teatros, éstos, por bárbaro y extranjero. A la vez,
se provocaban mutuamente festejando o acusando a O tón y
a Vitelio —un intercambio más pródigo en insultos que en
halagos.
22 Apenas amaneció, la muralla estaba atestada de defen­
sores y los campos relucían de hombres armados: las legio­
nes en formación cerrada y los grupos de auxiliares dispersos
barrían lo alto de los muros con flechas y piedras y hostiga­
ban de cerca las partes descuidadas o deterioradas por el tiem­

[1 2 .7]
po. Arrojan los otomanos sus lanzas desde las almenas ha­
ciendo un blanco más dañino y certero contra las cohortes de
germanos que se arrimaban con temeridad, berreando cánti­
cos y, como es tradicional en ellos, desnudo el torso y batien­
do los escudos por encima de los hombros. Los legionarios,
amparados por los manteletes y cañizos, barrenan los muros,
m ontan una rampa y empiezan a demoler la puerta: en res­
puesta, los pretorianos vuelcan las masas preparadas al efecto
con enorme peso y estrépito. Parte de los asaltantes quedan
aplastados, parte acribillados, desangrados o mutilados. Como
el pánico aumentaba el desastre al dejarles más vulnerables a
las descargas, se retiraron con el prestigio maltrecho. Y Céci­
na, avergonzado por la forma tan alocada de acometer el ase­
dio y decidido a no quedarse plantado en el mismo campa­
mento, ridículo y fatuo, vuelve a atravesar el Po con inten­
ción de alcanzar Cremona. Al ponerse en camino se le
entregan Turulio Cerial, con numerosos marinos, y Julio Bri-
gántico con unos pocos jinetes. Éste último era un prefecto
de caballería nacido en Batavia, y el anterior un primipilar
que no resultaba desconocido a Cécina puesto que había sido
centurión en Germania.
23 Cuando se enteró de la ruta del enemigo, Espurinna in­
forma por correo a Annio Galo de la defensa de Piacenza, de
lo que allí había sucedido y de los propósitos de Cécina. Galo
acudía en auxilio de Piacenza con la Ia Legión, desconfiando
de que unas pocas cohortes pudiesen resistir durante mucho
tiempo el asedio y la fuerza del ejército de Germania. Cuan­
do recibe la noticia de que Cécina ha sido rechazado y se di­
rige a Cremona, a duras penas consigue mantener en orden a
la legión, a la que el ansia de combate había puesto al borde
de la rebeldía, y la instala en Bedriaco, una aldea situada en­
tre Verona y Cremona, desdichadamente famosa hoy por dos
desastres romanos.
Por esas fechas, no lejos de Cremona, Marcio Macro efec­
tuó con éxito un ataque: Marcio, un hombre decidido, hizo
que unos gladiadores atravesaran el Po y desembarcaran por
sorpresa en la orilla opuesta. Allí hicieron cundir el pánico en­
tre las tropas auxiliares vitelianas y, mientras los demás huían
a refugiarse en Cremona, quienes resistieron fueron aniquila­

[1*8]
dos. Pero hubo que contener el ímpetu de los vencedores
para evitar que un enemigo reforzado con apoyos de refresco
invirtiera el desenlace del combate.
Ese hecho despertó sospechas entre los otonianos, propen­
sos a malinterpretar todos los actos de sus jefes. Compitiendo
en cobardía y procacidad verbal, acosaban a Annio Galo, Sue­
tonio Paulino y Mario Celso (los generales designados por
Otón) con las acusaciones más diversas. Los más fanáticos
agitadores de la sedición y la revuelta eran los ejecutores de
Galba, quienes, desquiciados por el crimen y el miedo, pro­
curaban sembrar la confusión, unas veces con gritos subversi­
vos a cara descubierta, otras en cartas secretas a Otón. Éste,
dispuesto a dar crédito al más abyecto, temblaba de miedo
ante los buenos, inseguro en el éxito y más entero en los re­
veses. Así que hizo llamar a su hermano Ticiano y lo puso al
mando de la guerra.
24 Entre tanto, bajo la dirección de Paulino y Celso, las co­
sas no podían marchar mejor. Atormentaba a Cécina el fraca­
so de todos sus planes y el declive de la fama de su ejército:
rechazado de Piacenza, con las tropas auxiliares diezmadas re­
cientemente, no había dado la talla ni siquiera en las escara­
muzas, más frecuentes que memorables. Ante la inminente
llegada de Fabio Valente y el temor de que todo el mérito de
la guerra pudiese recaer en él, se apresuraba a recuperar la glo­
ria con más ansiedad que buen juicio. A doce millas de Cre­
mona (el lugar se llama “Los Cástores”66) apostó a sus auxilia­
res más fieros ocultos en el bosque que flanqueaba la ruta: la
caballería recibió orden de adelantarse un trecho, provocar el
combate y emprender la retirada para así atraer a sus perse­
guidores al galope hasta hacerles caer en la emboscada. El
plan fiie revelado a los jefes otonianos, y Paulino tom ó el
mando de la infantería y Celso de la caballería. En el flanco
izquierdo se dispuso un estandarte de la XIIIa Legión, cuatro
cohortes de auxiliares y quinientos jinetes; el ancho de la cal­
zada lo ocuparon tres cohortes pretorianas en columna; por

66 Probablemente dedicado a los Dióscuros, Cástor y Pólux, a quienes so­


lía mencionarse así.

[12.9]
la derecha avanzó la Ia Legión con dos cohortes auxiliares y
quinientos hombres a caballo. Aparte llevaban mil jinetes en­
tre pretorianos y auxiliares para remachar el éxito o relevar a
los agotados.
25 Antes de trabar combate, los vitelianos volvieron gru­
pas. Celso, avisado del engaño, contuvo a los suyos. Los vite­
lianos salen precipitadamente de su escondite y, al ir dema­
siado lejos en persecución de Celso, que había ido retroce­
diendo, ellos mismos se abocan a la trampa: tenían a las
cohortes por los lados, a las legiones de frente y, con una rá­
pida maniobra, la caballería les había rodeado por la espalda.
Suetonio Paulino tarda en dar la señal de ataque a la infante­
ría: moroso por naturaleza y más partidario de un plan caute­
loso y razonado que de ganar por cuenta del azar, se entretu­
vo en ordenar que se cegaran las acequias, se abriera el campo
y se desplegase la formación, convencido de que la victoria ya
iba bastante aprisa si se tomaban precauciones para evitar la
derrota. La demora dio oportunidad a los vitelianos de refu­
giarse en un viñedo cuya trama de sarmientos lo hacía intran­
sitable. También había al lado u n bosquecillo, desde donde se
atrevieron a contraatacar y eliminaron a los más activos jine­
tes pretorianos. Resulta herido el rey Epífanes, quien arenga­
ba infatigablemente a la lucha en favor de Otón.
26 Entonces cargó la infantería otoniana: trituran al ene­
migo y ponen en fuga incluso a quienes acudían en su ayuda.
Y es que Cécina no había movilizado a las cohortes en blo­
que, sino de una en una, lo cual había aumentado el descon­
cierto en la batalla ya que el pavor de los fugitivos se conta­
giaba a los restantes, dispersos e impotentes. En el propio
campamento estalló la insurrección por no haber actuado en
conjunto: el prefecto de campamento Julio Grato fue deteni­
do so pretexto de traicionarles en interés de su hermano, que
combatía con Otón — cuando su hermano, el tribuno Julio
Frontón, había sido detenido por los otomanos bajo el mismo
cargo. En cualquier caso, tal fue el espanto entre los que huían
y los que concurrían, en el campo y ante la empalizada, que
Cécina podría haber sido destruido junto con todo su ejérci­
to si Suetonio Paulino no hubiese tocado retirada: de eso esta­
ban convencidos ambos bandos. Paulino argüía que lo hizo

[1 3 0 ]
por temor a una sobrecarga de esfuerzo y marcha, no fuera a
ser que soldados vitelianos de refresco saliesen del campa­
mento y atacaran a hombres cansados y sin respaldo de nadie
que pudiese socorrerlos en el trance. Los argumentos del ge­
neral resultaron aceptables para una minoría, pero el común
los acogió con desagrado.
27 A los vitelianos, el castigo no sirvió tanto para infundir­
les miedo como humildad, y no sólo en el caso de Cécina,
que echaba la culpa a unos soldados más dispuestos a la re­
beldía que al combate: también las tropas de Fabio Valente
(quien ya había llegado a Pavía) habían dejado de despreciar
al enemigo y, animadas por el deseo de recuperar el prestigio,
obedecían a su jefe con más respeto y constancia. Anterior­
mente había estallado una grave insurrección a cuyo inicio
me remontaré ahora, ya que no era oportuno interrumpir el
relato de las operaciones de Cécina.
Ya me referí a las cohortes de bátavos que, durante la
guerra de Nerón, se habían segregado de la XIVa Legión y
que, camino de Britania, al tener noticia de la revuelta vitelia-
na, se habían sumado a Fabio Valente en territorio de los lín-
gones67: su comportamiento era arrogante y, paseándose por
las tiendas de cualquier legión, presumían de haber puesto fir­
mes a los de la XIVa, de haberle arrebatado Italia a Nerón y de
que tenían en sus manos la suerte final de la guerra. Eso re­
sultaba ofensivo para los soldados e irritante para su jefe; a
base de riñas y peleas, la disciplina se resentía. A la postre Va-
lente veía también una amenaza de deslealtad tras aquella
petulancia.
28 Así pues, cuando llegaron noticias de que el ala de tré­
viros y los tungros habían sido rechazados por la flota de
Otón y de que la Galia Narbonense estaba cercada, al objeto
de proteger a sus aliados y, de paso, con sagacidad militar, des­
membrar a unas cohortes pendencieras y, juntas, todopode­
rosas, Valente ordena a una parte de los bátavos que vayan en
su ayuda. Al divulgarse esta decisión los aliados se sintieron
desolados y las legiones bramaron: se quedaban sin el concur­

67 Cfr. I, 59 y 64.

[i3 1]
so de sus hombres más valiosos. Era como si aquellos vetera­
nos, vencedores en tantas guerras, fueran apartados del cam­
po de batalla justo cuando el enemigo estaba a la vista. Si im­
portaba más una provincia que la propia Capital y la seguri­
dad del imperio, entonces todos debían acompañarles; pero
si la victoria dependía del control de Italia, no podía permi­
tirse que, lo mismo que al cuerpo, se les amputasen los más
fuertes de sus miembros.
29 Aireaban con furia estas protestas y, en el momento en
que Valente se disponía a reprimir la insubordinación ponien­
do en guardia a los lictores, lo asaltan, lo apedrean, lo persi­
guen cuando escapa acusándole a voz en grito de esconder el
botín de las Galias, el oro de Vienne y las recompensas que
ellos habían ganado con su esfuerzo. Después de saquear los
baúles del general, se pusieron a registrar su tienda e incluso a
escarbar en el suelo con picas y lanzas, pues Valente, en dis­
fraz de criado, se ocultaba con un decurión de caballería. En­
tonces el prefecto de campamento Alfeno Varo, al ver que la
revuelta se desactivaba poco a poco, añadió cordura a la si­
tuación prohibiendo a los centuriones la inspección de centi­
nelas y omitiendo el toque de tuba que llama a faena a los sol­
dados. Como resultado, todos se quedaron sin saber qué ha­
cer, mirándose perplejos unos a otros, asustados precisamente
de que nadie impusiese la autoridad. C on silencio y docili­
dad, con ruegos y lágrimas al final, pedían perdón. Así que
cuando Valente apareció descompuesto, lloroso y, a pesar de
sus temores, indemne, llegó el alivio, la compasión, la simpatía:
los soldados cambiaron de hum or con el típico extremismo
de las masas; entre vivas y aclamaciones lo rodean de águilas
y estandartes y lo acompañan al estrado. Con oportuna mo­
deración, Valente no impuso condenas de muerte y, para no
dar lugar a más suspicacia si se desentendía, señaló a unos po­
cos como responsables, consciente de que en las guerras civi­
les los soldados gozan de más licencia que sus jefes.
30 Levantaban fortificaciones junto a Pavía cuando llegó
noticia de la derrota de Cécina, y poco faltó para que la insu­
rrección estallase de nuevo porque, decían, Valente les había
escamoteado el combate con falsedades y pérdidas de tiem­
po. Nadie quería descansar, no estaban dispuestos a esperar a

[132.]
su jefe, se adelantaban a los estandartes y apremiaban a sus
portadores. A paso ligero alcanzan a Cécina.
Entre las tropas de éste, Valente no gozaba de buena fama:
se quejaban de que les había dejado desasistidos y en clara mi­
noría frente a un enemigo con las fuerzas intactas; a la vez
que en su propio descargo, exageraban la potencia de los re­
cién llegados adulándolos para que no les despreciaran como
vencidos y cobardes. Y aunque Valente tenía más fuerzas (du­
plicaba casi el número de legiones y auxiliares), la simpatía de
los soldados se inclinaba hacia Cécina porque, aparte de un
carácter afable que le hacia más asequible, tenía a su favor lo­
zanía, esbeltez y cierta gracia insustancial. De ahí la rivalidad
entre los generales: Cécina se mofaba de Valente por feo y su­
cio; Valente de Cécina por vanidoso y fatuo. Pero, disimulan­
do su odio, perseguían un beneficio común: sin esperar dis­
culpas escribían con frecuencia a O tón echándole en cara sus
desmanes, mientras que los generales otonianos, pese a dis­
poner de riquísimo material, se cuidaron de insultar a Vitelio.
31 De hecho, antes de que a cada uno le llegase su hora,
que a Otón reportó fama extraordinaria y a Vitelio el mayor
de los oprobios, inspiraban menos temor los indolentes ca­
prichos de Vitelio que los escandalosos vicios de Otón: a éste
se achacaban, además, el pánico y el resentimiento provoca­
dos por la muerte de Galba, mientras que nadie imputaba a
su adversario el inicio de la guerra. Se pensaba que los apeti­
tos y la gula de Vitelio sólo podían perjudicarle a él, en tanto
que de la avidez, la crueldad y la insensatez de Otón sería víc­
tima el Estado.
Una vez que las tropas de Cécina y Valente se unieron, los
vitelianos ya no tenían nada que esperar para combatir con la
integridad de sus fuerzas; O tón inició consultas sobre si con­
venía más una campaña larga o tentar la suerte. 32 Entonces
Suetonio Paulino, a quien en aquel tiempo todo el mundo
consideraba el más astuto en asuntos militares, pensó que era
exigencia de su fama valorar la situación bélica en su conjun­
to. En su discurso defendió que la prisa beneficiaba al enemi­
go y la paciencia a su bando: el ejército de Vitelio había acu­
dido al completo, dijo, y no contaba apenas con fuerzas en la
retaguardia, puesto que las Galias estaban sublevadas y no se­

[ 133 ]
ría oportuno abandonar la ribera del Rin bajo la amenaza de
incursiones de pueblos tan belicosos; a los soldados de Bri-
tania los mantenían alejados el mar y los enemigos; las Hís­
panlas no estaban tan sobradas de armas; la provincia Nar­
bonense convalecía de la incursión de la flota y la derrota; la
Italia transpadana estaba cercada por los Alpes, sin apoyo ma­
rítimo y devastada por el paso de las tropas; no podía llegar
de ninguna parte trigo al ejército y no había ejército que pu­
diese mantenerse sin suministros. En cuanto a los germanos,
cuyo estilo militar causaba espanto entre sus enemigos, si la
guerra se prolongaba hasta el verano no podrían soportar,
mermados físicamente, los cambios de territorio y temperatu­
ra. Las energías de la guerra se esfuman muchas veces con el
aburrimiento y las dilaciones. Por el contrario, ellos contaban
con plenitud de recursos y garantías: tenían Panonia, Mesia,
Dalmacia y Oriente con sus ejércitos intactos, Italia y la Urbe,
cabeza del mundo, el Senado y el pueblo, nombres nunca os­
curos aunque a veces se ensombrezcan; tenían caudales pri­
vados y públicos, un dineral inmenso que en las refriegas ci­
viles vale más que las armas; soldados habituados a Italia y sus
calores. El río Po era una barrera, lo mismo que ciudades pro­
tegidas por hombres y murallas de las cuales ninguna se en­
tregaría al enemigo, como ya habían comprobado con la de­
fensa de Piacenza: en consecuencia, su consejo era demorar la
guerra. En pocos días llegaría la XIVa Legión, por sí sola muy
afamada, con refuerzos de Mesia: ése sería el momento de
volver a deliberar y, si se decidía entrar en combate, lucharían
con fuerzas acrecentadas.
33 A la opinión de Paulino se sumaba Mario Celso; Annio
Galo, malherido días atrás por una caída de su caballo, era del
mismo parecer, según informaron los enviados a recabar su
punto de vista. O tón se inclinaba por iniciar las hostilidades;
su hermano Ticiano y Próculo, el prefecto del pretorio, impa­
cientes por ignorancia, daban fe de que la fortuna, los dioses
y el numen protector de O tón respaldaban sus planes y res­
paldarían su ejecución: se refugiaron en la adulación para que
nadie osara contrariar su propuesta.
Tomada la decisión de luchar, las dudas eran si sería mejor
que el emperador participase en la lucha o se mantuviese al

[1 3 4 ]
margen. Como Paulino y Celso ya no ponían objeciones para
no dar la impresión de que exponían al príncipe a ningún pe­
ligro, los mismos partidarios del peor consejo le indujeron a
retirarse a Brescello, donde, a salvo de las incertidumbres del
combate, se reservase personalmente el control de la situación
y del mando.
Aquella jornada supuso ya el primer mazazo para el bando
de Otón: con él partió un grupo poderoso de cohortes pre-
torianas, guardias imperiales y hombres a caballo, y la moral
de los que quedaron se resintió puesto que desconfiaban de
sus jefes y Otón, el único en quien la tropa tenía fe y que, a
la vez, sólo se fiaba de sus soldados, no había dejado en cla­
ro la jerarquía.
34 Nada de esto escapaba a los vitelianos gracias a las fre­
cuentes deserciones propias de una guerra civil. Además, los
espías, ansiosos por indagar los secretos del adversario, no
ocultaban los propios. Puesto que el enemigo se precipitaba a
la ligera, Cécina y Valente aguardaban tranquilos y atentos la
estupidez ajena, lo cual puede pasar por sabiduría.
Iniciaron la construcción de un puente para que pareciera
que se disponían a hacer frente al grupo de gladiadores de la
orilla opuesta y para que sus propios soldados no se relajasen
con la inactividad. Se alineaban barcazas a trechos regulares
sujetas unas a otras con fuertes amarras y orientadas contra­
corriente; se echaron además las anclas para reforzar la soli­
dez del puente, pero los cables de las anclas fluctuaban sin
tensar a fin de que la hilera de embarcaciones tuviese mar­
gen para elevarse sin daño en caso de crecida. Cerraba el
puente una torre móvil que se iba incorporando a la última
barca, desde donde se hostigaba al enemigo con maquinaria
bélica.
Los otonianos, en su orilla, habían levantado una torre y
disparaban piedras y teas. 35 Y en medio de la corriente había
una isla que unos y otros pugnaban por alcanzar: los gladia­
dores a golpe de remo, los germanos nadando. En una oca­
sión en que un grupo numeroso de éstos completó la trave­
sía, Macro llenó unas libúmicas con los gladiadores más de­
cididos y les atacó. Pero ni los gladiadores mostraban el
mismo coraje para el combate que los soldados ni, con el vai-

[135]
vén de las naves, dirigían sus golpes igual que a pie firme des­
de la orilla. A causa de las reiteradas escoras provocadas por el
desconcierto, remeros y combatientes se enredaban y estor­
baban: los germanos aprovecharon para saltar al vado, echar
mano a las popas, trepar a cubierta o hundirlas por la fuerza.
Todo esto sucedía a la vista de los dos ejércitos, y cuanto más
se alegraban los vitelianos, con tanta más inquina maldecían
los otonianos al causante y responsable del desastre.
36 En cuanto a la batalla, se zanjó cuando las embarcacio­
nes que quedaban consiguieron zafarse y huir. Se pedía la ca­
beza de Macro, a quien primero hirieron desde lejos con una
lanza y a continuación se le echaron encima espada en mano:
sólo la intervención de los tribunos y centuriones pudo pro­
tegerle. No mucho después, por orden de Otón, acudió Ves-
tricio Espurinna con sus cohortes tras dejar en Piacenza una
modesta guarnición. Luego O tón puso al cónsul designado
Flavio Sabino al frente de las tropas que había comandado Ma­
cro: los soldados estaban encantados con el cambio de man­
dos, mientras los mandos renegaban de un destino que las
constantes rebeliones hacían tan arriesgado.
37 Encuentro en algunos autores la opinión de que, por es­
panto de la guerra o hastío de ambos príncipes, cuya infamia
y deshonor encontraban cada día mayor eco, los ejércitos ha­
bían dudado si, renunciando al enfrentamiento, ponerse de
acuerdo entre ellos o autorizar al Senado la elección de em­
perador. Por eso los jefes otonianos habrían recomendado
aplazar las operaciones, especialmente Paulino, que era el de­
cano de los consulares y un ilustre militar con fama y renom­
bre ganados en las campañas de Britania. Por mi parte, si bien
puedo admitir que una minoría prefiriese en secreto el sosie­
go a la discordia y un príncipe bueno y pacífico en lugar de
aquellos depravados criminales, pienso, no obstante, que ni
la cordura de Paulino esperaba de la soldadesca, en una épo­
ca degenerada sin remedio, tamaña mesura como para que
quienes habían turbado la paz por amor a la guerra renuncia­
sen a la guerra por aprecio de la paz, ni que ejércitos con len­
guas y costumbres dispares pudiesen avenirse a un acuerdo se­
mejante, ni que, en fin, legados y generales que llevaban en su
mayoría el lujo, las deudas y el crimen sobre sus conciencias

[136]
estuviesen dispuestos a tolerar un príncipe sin mácula ni com­
promiso con sus merecimientos.
38 El viejo deseo de poder, arraigado desde siempre en la
naturaleza humana, maduró hasta reventar con el crecimien­
to del imperio. Cuando nada sobraba, era fácil que hubiese
igualdad, pero la conquista del m undo y la destrucción de ciu­
dades y reyes rivales liberaron los deseos de ganancias seguras.
Primero estallaron los conflictos entre patricios y plebeyos;
hubo tribunos subversivos, hubo cónsules prepotentes, y en
la Urbe y el foro se ensayaron las guerras civiles. Luego Gayo
Mario, surgido de lo más bajo de la plebe, y el más cruel de
los nobles, Lucio Sila, después de derrotar la libertad con las
armas, impusieron el despotismo. Después de ellos, Gneo
Pompeyo fue más furtivo, no mejor —y ya el único objetivo
fue el principado. Las legiones de ciudadanos no depusieron
las armas en Farsalia y en Filipos, igual que no renunciarían
voluntariamente a la guerra los ejércitos de Otón y de Vitelio:
la misma ira divina, la misma ceguera humana, los mismos
motivos criminales los arrastraron al conflicto. Que esas
guerras se resolvieran de un golpe, por así decirlo, se debe
sólo a la debilidad de los príncipes.
Pero el juicio de costumbres viejas y nuevas ya me ha lle­
vado demasiado lejos: reanudaré ahora el orden de los acon­
tecimientos.
39 Tras la marcha de Otón a Brescello, los fastos del poder
quedaron en manos de Ticiano, y el poder de hecho en las del
prefecto Próculo. Celso y Paulino, a cuya cordura nadie hacía
caso, generales sólo de nombre, servían de pantalla a las cul­
pas ajenas. Los tribunos y centuriones no eran de fiar, habida
cuenta de que se ignoraba a los mejores y eran los más dege­
nerados los que se hacían valer. Los soldados, contentos, pre­
ferían no obstante criticar las órdenes de sus mandos en lugar
de acatarlas.
Se decidió avanzar el campamento a cuatro millas de Be­
driaco, con tan poco acierto que, en plena primavera y con
tantos ríos alrededor, sufrían escasez de agua. Allí todo eran
dudas sobre la batalla: O tón enviaba despachos instando a las
prisas, mientras los soldados reclamaban la presencia del em­
perador en la lucha; muchos pretendían que se hiciese venir a

[ 137 ]
las tropas del otro lado del Po. ¿Qué hubiera sido mejor ha­
cer? Es difícil determinarlo. Lo que sí es seguro es que se hizo
lo peor.
40 Se pusieron en movimiento — se diría que no para una
batalla, sino para una larga campaña— en dirección a la con­
fluencia del Po y uno de sus afluentes, a una distancia de die­
ciséis millas. Celso y Paulino estaban en contra de exponer a
soldados fatigados por la marcha y con impedimenta pesada
a un enemigo que, con equipo ligero y apenas cuatro millas
recorridas, no perdería ocasión de hostigarlos mientras esta­
ban en formación de marcha y no de combate o dispersos en
tareas de fortificación. Ticiano y Próculo, derrotados en las ar­
gumentaciones, imponían a continuación sus prerrogativas
jerárquicas. Es verdad que un jinete númida se había presen­
tado a uña de caballo con instrucciones imperiosas en las que
O tón recriminaba la parsimonia de los generales y les orde­
naba pasar a la acción: estaba ansioso con la demora y no po­
día aguantar más la incertidumbre.
41 Ese mismo día llegaron dos tribunos de las cohortes pre-
torianas solicitando una entrevista con Cécina, que estaba
ocupado con las obras del puente. Se disponía a escuchar sus
condiciones y darles respuesta cuando unos exploradores se
presentaron a toda prisa con la noticia de que el enemigo se
aproximaba. La conversación con los tribunos se interrum­
pió, y por eso no está claro si pretendían tender una trampa o
pasarse al enemigo, o si traían intenciones honestas. Después
de despedir a los tribunos, Cécina regresó al campamento y se
encontró que Fabio Valente había dado orden de combatir y
los soldados habían aprestado las armas. Mientras las legiones
echaban a suertes sus posiciones en la formación, la caballería
salió al galope y, aunque resulte increíble, sólo el valor de la Le­
gión Itálica pudo evitar que un número más pequeño de oto­
manos los estampasen contra la empalizada: ella obligó espada
en mano a que los fugitivos volviesen grupas y reanudaran la
lucha. La formación de las legiones vitelianas se desplegó sin
nerviosismo, y es que, a pesar de que el enemigo estaba cerca,
la espesura de la vegetación impedía la visión de las armas.
Entre los otonianos, los jefes estaban asustados, los solda­
dos irritados con los jefes. Carruajes y proveedores colapsa-

[138]
ban una vía que, aparte de las profundas zanjas que la flan­
queaban, ya hubiera sido estrecha para un contingente al que
nada acuciara. Unos se mantenían agrupados en tom o a sus
estandartes, otros los buscaban; un confuso clamor de carre­
ras y llamadas lo llenaba todo: según sintiesen el impulso del
coraje o del miedo, irrumpían en primera fila o reculaban has­
ta la última.
42 Una alegría infundada vino a adormecer las mentes
ofuscadas por tan repentino desconcierto: aparecieron unos
asegurando que el ejército de Vitelio había renegado de él. No
se sabe con certeza si esta mentira fue divulgada por infiltra­
dos vitelianos o surgió de entre los propios otonianos aposta
o por casualidad. El caso es que los de O tón perdieron el en­
tusiasmo guerrero e incluso prorrumpieron en saludos al ene­
migo. Y como la respuesta fiie un rumor hostil y muchos de
sus propios camaradas ignoraban a qué venían los saludos,
suscitaron sospechas de traición. Entonces se vino encima la
formación enemiga en perfecto orden, superior en fuerza y en
número. Los otonianos, pese a la dispersión, la inferioridad
y el cansancio, repelieron con fiereza el ataque. Trabada por
terrenos sembrados de frutales y viñas, la batalla no tuvo sólo
una cara: se enfrentaban de cerca y de lejos, en tromba o res­
petando el orden táctico. En la calzada, hombro contra hom­
bro, se empujaban con cuerpos y escudos y, renunciando a
lanzar las jabalinas, se reventaban a hachazos cascos y cora­
zas. Reconociéndose entre sí y bajo la mirada del resto, pelea­
ban para decidir la guerra entera.
43 La casualidad enfrentó a campo abierto, entre el Po y la
ruta, a dos legiones: por Vitelio, la XXIa, apodada Rapax y de
antigua fama; del lado de Otón, la Ia, Adiutrix68, nunca antes
movilizada, pero aguerrida y ansiosa por estrenar triunfos.
Los de la Ia arrollaron la vanguardia de la XXIa y les arrebata­
ron el águila. La humillación enardeció a la legión, que con­
traatacó y rechazó a los de la Ia, mató al legado Orfidio Be­
nigno y se apoderó de numerosas enseñas y estandartes del
enemigo. En otra parte, la XIIIa Legión fue desbaratada por el

és Respectivamente "Rapaz” y “Auxiliadora”.

[1 3 9 ]
ataque de la Va, mientras la XIVa quedaba acorralada por efec­
tivos más numerosos. Y ya con los jefes otonianos en fuga,
Cécina y Valente seguían apuntalando su ventaja con refuer­
zos. El último en llegar fue Alfeno Varo con los bátavos, des­
pués de liquidar a un grupo de gladiadores que habían em­
barcado y las cohortes de la orilla opuesta habían diezmado
en el propio río: ya vencedores se abalanzan sobre el flanco
del enemigo.
44 Cuando el centro de sus líneas se derrumbó, los otonia­
nos se retiraron en desbandada con intención de llegar a Be­
driaco. La distancia era enorme y montones de cadáveres atas­
caban los caminos, donde más muertes hubo: en las guerras
civiles los prisioneros no traen cuenta69. Suetonio Paulino y
Licinio Próculo evitaron el campamento por rutas apartadas.
Un miedo insensato expuso al legado de la XIIIa Legión, Ve-
dio Áquila, a las iras de los soldados: cruzó la empalizada en
pleno día y le recibió un abucheo atronador de rebeldes y fu­
gitivos que, después de los insultos, pasaron a las manos. Le
acusaban de desertor y traidor sin tener la menor culpa, pero
es hábito de la chusma recriminar a los otros sus propias infa­
mias. A Ticiano y a Celso los ayudó la noche, cuando ya es­
taban en sus puestos los centinelas y los soldados bajo con­
trol: a base de cordura, ruegos y autoridad, Annio Galo había
conseguido que se calmaran y no añadiesen con su crueldad
más muertes propias a las ya causadas por el desastre de la
derrota. Tanto si la guerra había acabado — les dijo— como si
preferían reanudar el combate, el único consuelo de los ven­
cidos era la concordia.
Los demás estaban desmoralizados, pero los pretorianos
gritaban que no les había vencido el coraje, sino la traición.
Según ellos, también a los vitelianos la victoria les había cos­
tado sangre: la caballería había sido rechazada y habían captu­
rado el águila de una legión; además del propio Otón, todavía
quedaban tropas al sur del Po, las legiones de Mesia estaban
en camino y gran parte del ejército permanecía en Bedriaco.

69 Cfr. III, 34.

[140]
Éstos, desde luego, no estaban derrotados y, si hacía falta, me­
jor morirían en el campo de batalla.
Exaltados o atenazados por estos pensamientos, su extrema
desesperación los arrastraba más a la cólera que al miedo.
45 El ejército viteliano se instaló a cinco millas de Bedriaco
sin que sus jefes se atrevieran a asaltar el campamento otoma­
no el mismo día, confiando de paso en una rendición espon­
tánea: habían salido con equipo ligero y exclusivamente a li­
brar batalla, pero su mejor parapeto eran sus armas victorio­
sas. Al día siguiente, como la voluntad del ejército otoniano
estaba clara y hasta los más fanáticos se inclinaban a claudi­
car, enviaron una delegación. Los jefes vitelianos no dudaron
en conceder la paz. Los delegados quedaron retenidos por un
tiempo: eso llevó la incertidumbre a quienes ignoraban si
habían conseguido su objetivo. Luego, tras el regreso de la de­
legación, se abrió la empalizada. Entonces vencedores y ven­
cidos se deshicieron en llanto maldiciendo con lastimosa
emoción la desgracia de las guerras civiles. Bajo el mismo te­
cho, atendían las heridas de hermanos o parientes. Las ilusio­
nes y recompensas quedaron en suspenso; sólo el duelo y el
luto eran seguros, puesto que nadie estaba tan libre de desdi­
cha que no tuviera una muerte que lamentar. Se buscó el ca­
dáver del legado Orfito y se le incineró con los honores usua­
les; a unos pocos los enterraron sus propios allegados y el res­
to de aquella muchedumbre quedó abandonado sobre el suelo.

El s u ic id io d e O tó n

46 Otón aguardaba noticias del combate sin el menor te­


mor y firmemente resuelto. Primero rumores agoreros, luego
fugitivos del campo de batalla le revelan que todo está perdi­
do. El fervor de los soldados no esperó a oír al emperador: le
instaban a no perder la moral, le recordaban que todavía que­
daban fuerzas de refresco y que ellos mismos estaban dis­
puestos a llegar hasta el final sin titubeos. En sus palabras no
había adulación: les abrasaba una especie de locura, un furor
por ir al frente y dar un giro a la suerte de sus camaradas. Los
que estaban más alejados tendían las manos y los más cerca-

[141]
nos se abrazaban a sus rodillas. El más decidido era el prefec­
to del pretorio Plocio Firmo, quien sin cesar le suplicaba que
no abandonase al más leal de los ejércitos, a soldados que ha­
bían cumplido irreprochablemente: “Hay más grandeza”, le
decía, “en afrontar los reveses que en eludirlos; los hombres
valerosos no pierden la fe ni aun con la suerte en contra, los
medrosos y cobardes se precipitan en la desesperación sólo
por miedo.” Durante ese discurso clamaban o gemían según
el semblante de O tón se abatía o se crispaba. Y no sólo los
pretorianos, también los mensajeros de Mesia confirmaban
idéntica resolución en el ejército que se aproximaba, e infor­
maban de que las legiones habían entrado ya en Aquileya.
Así que nadie dude de que aquella guerra atroz, luctuosa e
incierta para vencidos y vencedores hubiera podido reanu­
darse. 47 Pero Otón, haciendo oídos sordos a las propuestas
de guerra, dijo:
“Este coraje, este valor vuestro no debe ser expuesto a más
peligros: sería, creo, tasar mi vida demasiado alto. Cuanta más
confianza mostréis en mis posibilidades, si yo quisiera seguir
vivo, más hermosa será mi muerte. La suerte y yo ya nos he­
mos probado bastante tiempo. Y no calculéis cuánto: la mesu­
ra es más difícil cuando la dicha se prevé efímera. La guerra ci­
vil la emprendió Vitelio, y ahí está el origen de que peleásemos
con las armas por el principado. Para que no peleemos más
que una vez, daré yo ejemplo: que por él se guíe la posteridad
para juzgar a Otón. Que Vitelio disfrute de hermano, mujer e
hijos; a mí no me hacen falta venganza ni consuelo. A otros
les durará más el imperio, pero nadie lo abandonará con tan­
to valor. ¿Es que voy a permitir que toda esta mocedad roma­
na, que ejércitos tan heroicos vuelvan a diezmarse y la patria
los pierda? Que vuestro ánimo me acompañe como si estu­
vieseis dispuestos a perecer por mí —pero sobrevivid... Y no
demoremos más yo vuestra salvación ni vosotros mi entereza:
entretenerse hablando de la muerte es una forma de cobardía.
Os pongo por testigos de la prueba principal de mi resolución,
que consiste en no quejarme de nadie, puesto que culpar a los
dioses o a los hombres sólo demuestra apego a la vida.”
48 Después de hablar así, llamándolos amablemente por
orden de edad y de rango, les instaba a acudir con presteza y

[ 142 .]
no provocar la ira del enemigo con retrasos. A los jóvenes los
persuadía con autoridad y a los mayores con súplicas, conte­
niendo con semblante plácido y palabras valientes las lágri­
mas inoportunas de los suyos. Ordena poner naves y vehícu­
los a disposición de los viajeros; destruye los documentos y
cartas claramente tendenciosos a su favor o insultantes para
Vitelio; reparte dinero sin derroche, como si no se aprestase a
morir. Luego, se puso a consolar a su sobrino Salvio Cocce-
yano, un adolescente asustado y lloroso, elogiando su fideli­
dad y reprochándole que tuviera miedo: ¿es que Vitelio iba a
tener tan poco corazón de no concederle siquiera esa com­
pensación a cambio de la inmunidad de toda su familia? Pre­
cipitando su propio final se ganaba la clemencia del vence­
dor, puesto que no era a la desesperada, sino en momentos en
que su ejército aún reclamaba la lucha cuando Otón había de­
cidido ahorrar a la patria un último desastre. Eran méritos so­
brados para granjearse renombre para sí y dignidad para su
descendencia. Después de los Julios, los Claudios y los Ser­
vios, él era el primero en elevar al imperio a una nueva fami­
lia, así que —le decía— debía abrazar la vida con la cabeza
alta, sin olvidar nunca que Otón había sido su tío, ni recordar­
lo tampoco demasiado.
49 Después, cuando todos se despidieron, descansó un
rato. Y cuando ya se concentraba en sus últimas disposicio­
nes, le distrajo un revuelo repentino: le avisan de que los sol­
dados están trastornados y no obedecen. Ahora, amenaza­
ban de muerte a los que pretendían marcharse, y con especial
virulencia a Verginio, a quien retenían confinado en su casa.
Después de reprender a los responsables de la insubordina­
ción, se entretuvo dialogando con los que partían hasta que
todos marcharon indemnes. A la caída del día aplacó la sed
con unos sorbos de agua helada. A continuación le trajeron
dos puñales y, tras probarlos, guardó uno de ellos bajo la al­
mohada. Una vez se aseguró de que sus amigos habían parti­
do, pasó una noche tranquila y, según se afirma, no en vela.
De madrugada, recostó el pecho contra el hierro. Al oír gemir
al moribundo, entraron sus libertos y esclavos junto al pre­
fecto del pretorio Plocio Firmo, quienes encontraron una úni­
ca herida.

[1 4 3]
El funeral fue rápido: eso es lo que él había pedido so­
lemnemente, a fin de evitar que le cortasen la cabeza y sir­
viese de escarnio. Portaron el cuerpo las cohortes pretorianas
entre aclamaciones y lágrimas, llenándole de besos la herida
y las manos. Algunos soldados se inmolaron junto a la pira,
no por dependencia ni miedo, sino por devoción al príncipe
y por emular su gesto. Y más tarde en Bedriaco, en Piacenza y
en otros campamentos se repitieron muertes de este tipo. El
sepulcro que se erigió a Otón no era ostentoso y estaba desti­
nado a durar. Tal fiie su final, cuando contaba treinta y siete
años de edad.
50 Procedía del municipio de Ferento. Su padre llegó a ser
cónsul y su abuelo, pretor. Su estirpe materna era más m o­
desta sin carecer de dignidad. Su infancia y juventud fueron
como ya referimos70. Por dos hechos, el primero infame y ad­
mirable el otro, ha merecido de la posteridad un recuerdo
con tanta razón bueno como malo.
Aunque opino que recurrir a las fábulas y entretener a los
lectores con leyendas dista mucho de la seriedad de mi pro­
yecto, no seré yo quien se atreva a desmentir lo que la tradi­
ción lleva de boca en boca. Los lugareños recuerdan que, el
día de la batalla de Bedriaco, un pájaro de una especie desco­
nocida se posó en un concurrido paraje de Reggio Emilia y
que, a pesar de que se congregó mucha gente y otras aves re­
voloteaban a su alrededor, no hubo manera de que ésta se
asustase y se marchara hasta que O tón se suicidó. Cuentan
que entonces desapareció de la vista y que, de acuerdo con
los cálculos, el inicio y la conclusión del prodigio coincidie­
ron con el desenlace de la vida de Otón.
51 Durante el funeral el pesar y el dolor de los soldados re­
avivaron el motín, sin que hubiera nadie capaz de reprimir­
lo. Apelando a Verginio le pedían en tono amenazante que
asumiese el poder imperial o, si no, que encabezase una dele­
gación ante Cécina y Valente. Verginio frustró su intento esca­
pando a escondidas por la parte trasera de la casa justo cuan­
do irrumpían en ella. Rubrio Galo se encargó de trasladar los

701, 13.

[144]
ruegos de las cohortes estacionadas en Brescello, las cuales ob­
tuvieron el perdón de inmediato. Mientras tanto, las tropas
que habían estado bajo el mando de Flavio Sabino se pasaron
al vencedor con la mediación de su general.
52 Tras el cese general de los enfrentamientos, un grupo nu­
meroso de senadores corrió gravísimo peligro. Habían salido
de Roma con Otón y se quedaron en Módena. Hasta allí lle­
garon las noticias de la derrota, pero los soldados se negaban
a creerlas tachándolas de mentiras. Como pensaban que los
senadores eran hostiles a Otón, vigilaban sus conversaciones
y de sus gestos y ademanes sacaban las peores conclusiones.
Al final, con provocaciones e insultos buscaban la excusa
para una matanza. Por si eso fuera poco, se cernía sobre el Se­
nado una amenaza añadida: que diese la impresión, ahora
que el bando de Vitelio ya no tenía rival, de que andaban re­
misos en saludar su victoria. Así que se reúnen a debatir pre­
sa del miedo y la ansiedad por doble motivo. Nadie se atreve
a tomar una iniciativa personal, convencidos de que la culpa
colectiva es más segura. Sus angustias se veían agravadas por
las autoridades de Módena, que les ofrecían armas y dinero y,
con inoportuna solemnidad, les trataban de “Padres Cons­
criptos”71.
53 Se produjo entonces un altercado digno de mención du­
rante el cual Licinio Cécina se enfrentó a Marcelo Eprio acu­
sándolo de ambigüedad. Y no es que los demás se expresasen
con franqueza, sino que el nombre de Marcelo, detestado por
el recuerdo de las delaciones y objeto de rencor, bastaba para
provocar a Cécina, quien, en su condición de hombre sin pa­
sado y recién incorporado al Senado, buscaba publicidad ene­
mistándose con personalidades importantes. Entre ellos se in­
terpuso la sensatez de los mejores y todos se retiraron a Bolonia
con intención de reanudar allí las deliberaciones, confiando en
que, entretanto, dispondrían de más información.
En Bolonia se repartieron por los caminos hombres con la
misión de obtener noticias de los recién llegados. Pregunta­

71 Al saludarles como senadores les forzaban a comprometerse y tomar una


decisión respecto si reconocer a Vitelio o no.

[1 4 5 ]
ron a un liberto de O tón por las razones de su partida y res­
pondió que ésas habían sido las últimas disposiciones de su
patrón: añadió que él todavía lo había dejado con vida, pero
ocupado tan sólo en la posteridad y desentendido de cuida­
dos mundanos. Cundió el asombro y el desinterés por nue­
vas averiguaciones, y todos se decantaron interiormente por
Vitelio.
54 Participaba en los debates su hermano Lucio Vitelio,
quien ya se abandonaba a los aduladores cuando, de impro­
viso, Ceno, un liberto de Nerón, dejó atónita a toda la con­
currencia con un terrible embuste, asegurando que con la lle­
gada de la XIVa Legión, a la que se habían sumado las fuerzas
de Brescello, los vencedores habían sido eliminados y la suer­
te de los bandos se había invertido. El propósito de la falacia
era que los salvoconductos expedidos por Otón, que habían
empezado a ignorarse, recuperaran su valor gracias a una no­
ticia favorable. El caso es que Ceno consiguió rápido trans­
porte para Roma, aunque a los pocos días pagó sus culpas por
orden de Vitelio; por su parte, los senadores vieron incre­
mentarse el peligro porque los soldados otonianos sí creían
que la noticia era cierta. Los temores eran más intensos por el
hecho de que la marcha de Módena tenía visos de acuerdo
oficial y podría interpretarse como una deserción. En adelan­
te no volvieron a reunirse y cada uno se cuidó de sí mismo,
hasta que una carta enviada por Fabio Valente conjuró su
miedo. Y la muerte de Otón, a fuerza de elogios, llegó más
aprisa a todos los oídos.
55 En Roma, en cambio, no hubo sobresaltos. Los Juegos
Ceriales72 se celebraban como de costumbre: cuando llegaron
al teatro informaciones fidedignas de que Otón había puesto
fin a su vida y de que el prefecto de la Urbe, Flavio Sabino,
había hecho prestar juramento a Vitelio a la tropa acuartelada
en la Capital, el público aplaudió a Vitelio. La población pa­
seó por los templos las efigies de Galba, adornadas con laurel
y flores, y se elevó una especie de túmulo con coronas junto
al Lago Curcio, precisamente en el lugar que un Galba mori­

72 Dedicados a Ceres, tenían lugar entre el 12 y el 19 de abril.

[146]
bundo había manchado con su sangre. En el Senado se de­
cretaron de un golpe todos los honores concebidos durante
los largos principados de otros, se añadieron loores y agra­
decimientos para los ejércitos de Germania y se envió una de­
legación encargada de los plácemes. Se leyó públicamente
una carta de Fabio Valente dirigida a los cónsules en términos
no descomedidos — si bien más grato aún resultó el comedi­
miento de Cécina, que no escribió nada.
56 Por su parte, Italia sufría algo más grave y atroz que la
guerra: dispersos por municipios y colonias, los vitelianos se
entregaban a una orgía de pillaje, agresiones y violaciones.
Con avaricia o corrupción desaforadas, no se paraban a dis­
tinguir lo sagrado y lo profano. No faltaron quienes, disfraza­
dos de soldados, eliminaron a sus enemigos personales; y los
soldados auténticos que conocían el terreno destinaban al bo­
tín las mieses cuajadas y los propietarios ricos o, si se resistían,
a la muerte. Sus jefes estaban obligados con ellos y no se atre­
vían a detenerlos. Había en Cécina menos codicia, pero más
demagogia; la mala fama de Valente por sus ganancias y ex­
torsiones le inducía a encubrir también las culpas de los de­
más. Después de la ruina que ya venía padeciendo Italia, se­
mejante violencia de la caballería y la infantería, semejantes
estragos y vejaciones se hacían difíciles de soportar.

La m a r c h a d e V i t e l i o h a c i a R o m a

57 Entre tanto, Vitelio, ignorante de su victoria, conducía


las restantes fuerzas del ejército de Germania como si la gue­
rra estuviese por empezar. Había dejado en los campamentos
de invierno a unos pocos veteranos y aprestado levas en las
Galias hasta completar las legiones que quedaban, reducidas
al mero nombre. La vigilancia del Rin se la había encomen­
dado a Hordeonio Flaco, mientras él sumaba a sus tropas
ocho mil soldados escogidos del ejército de Britania. Llevaba
pocos días de marcha cuando se entera del resultado favora­
ble en Bedriaco y de que la muerte de Otón ha zanjado la
guerra: convoca a los soldados y colma de elogios su valor. El
ejército reclamaba que concediese el rango de caballero a su

[1 4 7 ]
liberto Asiático, pero él rechazó lo que no era sino indigna
adulación; a continuación, caprichosamente, lo que había
negado en público, lo concedió de una fiesta privada, y cargó
de anillos73 a Asiático, un criado sin escrúpulos y dispuesto a
medrar con malas artes.
58 Por las mismas fechas llegaron noticias de que las dos
Mauritanias se habían pasado al bando viteliano tras el asesi­
nato del procurador Albino. Lucceyo Albino, a quien Nerón
había puesto al frente de la Mauritania Cesariense y Galba le
añadió la administración de la Tingitana, contaba con fuerzas
nada despreciables: diecinueve cohortes, cinco alas de caballe­
ría y un número ingente de mauritanos a los que su experien­
cia como bandoleros y salteadores había entrenado para la
guerra. Tras la muerte de Galba se inclinó por Otón y, no con­
tento con África, amenazaba Hispania, separada de ella por
un estrecho brazo de mar. De ahí los temores de Cluvio Rufo,
quien ordenó a la Xa Legión aproximarse a la costa como si
preparase un desembarco. Se destacaron unos centuriones con
intención de granjearse a los mauritanos para Vitelio: no cos­
tó demasiado, habida cuenta de la fama del ejército de Ger­
mania en las provincias. Por si eso no bastara se hizo correr el
bulo de que Albino, insatisfecho con el título de procurador,
usurpaba los atributos regios con el nombre de Juba74.
59 Cuando se consiguió que mudaran las voluntades, el
prefecto de caballería Asinio Polión, uno de los más leales a
Albino, y los prefectos de infantería Festo y Escipión, fueron
asesinados. El propio Albino fue degollado al tocar tierra en
su viaje desde la provincia Tingitana a la Mauritania Cesa­
riense; su esposa, que se interpuso a los verdugos, también en­
contró la muerte, sin que Vitelio se interesase por nada de lo
acontecido. Por muy importantes que fueran las novedades
les dedicaba escasa atención — un hombre demasiado peque­
ño para los grandes problemas.
Da órdenes para que el ejército avance por tierra mientras
él desciende por el río Saona. Si por algo se hacía notar no era

73 Distintivo del orden ecuestre.


74 Nombre del último rey de la Mauritania independiente.

[148]
por el boato principesco, sino por su vieja cicatería, hasta que
Junio Bleso, gobernador de la Galia Lugdunense, un hombre
de ilustre linaje, espíritu desprendido y con recursos a la al­
tura, rodea al príncipe de criados y le asiste con generosidad.
Eso no le sirvió precisamente para ganarse su agradecimien­
to, aunque Vitelio disimulaba su aversión con zalamerías de
lacayo.
En Lyon se encontraban a su disposición los generales de
los dos bandos, vencedores y vencidos. Elogió a Valente y Cé­
cina ante los militares congregados y los colocó flanqueando
su silla curul. A continuación ordena que el ejército al com­
pleto salga al encuentro de su hijo, un niño todavía, y lo es­
colten hasta él; cubierto con la capa de general lo sienta en su
regazo, lo llama “Germánico” y le impone todos los distinti­
vos de la condición de príncipe: lo que en aquellos momen­
tos felices fue un honor excesivo, resultó una maldición en
los infelices.
60 Se procedió entonces al asesinato de los centuriones
otonianos más caracterizados, razón principal de que cundie­
se entre los ejércitos de Iliria la desafección por Vitelio. A la
par, por contagio y celos de los soldados de Germania, las res­
tantes legiones albergaban pensamientos de guerra. A Sueto­
nio Paulino y Licinio Próculo los sometió a una humillante y
penosa espera hasta que les concedió audiencia: entonces re­
currieron en su defensa a argumentos más en deuda con la ne­
cesidad que con el honor. Llegaron a alegar haber traicionado
a su bando, atribuyendo la larga marcha antes del combate, el
cansancio de los otonianos, el descontrol en la organización
de tropa y vehículos así como otros incidentes casuales a su
propia estratagema. Y Vitelio, dando crédito a su felonía, los
absolvió de lealtad75. El hermano de Otón, Salvio Ticiano, no
corrió peligro, encubierto por su vínculo personal y su cobar­
día. Mario Celso conservó su consulado, pero se daba por
cierto —y después se le llegaría a reprochar a éste en el Sena­
do— que Cecilio Símplice había pretendido adquirir el cargo

75 Es decir, de la acusación de lealtad a Otón. La ironía es amarga: las vir­


tudes se han transformado en delitos, y viceversa.

[ 149]
a cambio de dinero y sin ahorrar la muerte de Celso. Vitelio
se negó, y más tarde concedió a Símplice un consulado sin
percances ni dispendio. A Trácalo lo amparó contra sus acu­
sadores Galería, la esposa de Vitelio.
61 Cuando grandes hombres vivían momentos tan crucia­
les sucedió —vergüenza da contarlo— que un tal Marico, un
plebeyo de los boyos, se atrevió a probar suerte y desafiar a
los ejércitos de Roma en nombre de la divina voluntad. Y ya
estaba este “redentor” de las Galias y “dios” (tal era el trato
que a sí mismo se daba) granjeándose a los aldeanos eduos de
los alrededores con el apoyo de ocho mil hombres que había
reunido, cuando la gente de la ciudad76, mucho más seria, se
bastó con sus mejores reclutas y unas cohortes que añadió Vi­
telio para hacer trizas a la muchedumbre de fanáticos. Marico
cayó prisionero en la batalla; más tarde lo arrojaron a las fie­
ras y, como éstas no le despedazaban, el necio vulgo lo con­
sideraba inviolable —hasta que fue ejecutado en presencia de
Vitelio.
62 Ya no hubo más represalias contra los rebeldes ni con­
tra las propiedades de nadie. Se certificaron los testamentos
de los caídos en campo otoniano o se aplicó la ley a los in­
testados. En suma, nada que temer de la codicia de Vitelio si
moderase su incontinencia. Su apetito culinario era escan­
daloso e insaciable: de la Urbe y de Italia entera se allegaban
manjares; del Tirreno al Adriático, el traqueteo era constan­
te en las carreteras. Organizando banquetes se quedaban en
la ruina los magnates de las ciudades, y las propias ciudades
sumidas en la indigencia. La energía y el valor de los solda­
dos languidecían entre la rutina de placeres y el desdén por
su jefe.
A Roma hizo llegar un edicto por el que aplazaba su acep­
tación del título de Augusto y renunciaba al de César, pero
sin que eso mermase en absoluto sus poderes. Los astrólogos
fueron expulsados de Italia. Se tomaron severas medidas para
evitar que los caballeros romanos se degradasen tom ando

76 Se trata de Autun (Augustodunum), capital de los eduos.

[150]
parte en los juegos del circo o el anfiteatro. Emperadores an­
teriores les habían obligado a hacerlo previo pago o, más a
menudo, por la fuerza, y numerosos municipios y colonias
competían a la hora de seducir con dinero a los mozos más
venales.
63 Pero Vitelio, más arrogante y cruel tras la llegada de su
hermano y la intrusión de maestros en despotismo, decidió
matar a Dolabela, a quien ya referimos que O tón había de­
portado a la colonia de Aquino. Cuando tuvo noticia de la
muerte de Otón, Dolabela había regresado a Roma: de eso
le denunció Plancio Varo — antiguo pretor y amigo personal
de Dolabela— ante el prefecto de la Urbe Flavio Sabino, acu­
sándole de haber violado el arresto para postularse como jefe
del partido derrotado. Añadió que había hecho su oferta a la
cohorte acuartelada en Ostia. Como de semejantes acusacio­
nes no había prueba alguna, Varo se arrepintió y, tras su deli­
to, iba pidiendo un perdón tardío.
Flavio Sabino titubeaba ante asunto tan grave, pero Triaría,
la esposa de Lucio Vitelio, con ferocidad inconcebible en una
hembra, le disuadió de procurarse fama de clemente a riesgo
de la vida del príncipe. Sabino era un hombre de carácter dó­
cil y, acosado por el miedo, voluble. Temeroso por su propia
vida cuando era otro el que se la jugaba y para que no pare­
ciese que le echaba una mano, le dio un empujón cuando ya
se despeñaba. 64 Así que Vitelio, asustado y resentido porque
su esposa Petronia se había casado después con Dolabela, le
citó por escrito y ordenó que lo mataran evitando la transita­
da Vía Flaminia, en un desvío a Terni. Eso se le hizo al ver­
dugo demasiado largo: en una posada del camino lo arrojó al
suelo y lo degolló, suscitando con ello una gran antipatía ha­
cia el nuevo régimen, cuyo primer botón de muestra se hacía
público.
También la falta de escrúpulos de Triaría quedaba más en
evidencia al lado de un modelo de corrección tan cercano:
Galería, la mujer del emperador, no andaba mezclada en es­
tos siniestros asuntos. Comparable virtud mostraba Sexti­
lia, la madre de los Vitelios, cuya educación era de otra épo­
ca. Se contaba que, nada más recibir la primera carta de su
hijo, llegó a decir: “Yo he parido un “Vitelio”, no un “Germá­

[151]
nico””77. Y en adelante no habría regalo de la fortuna o de la
corruptela ciudadana capaz de ganarla para la alegría: sólo sin­
tió las desgracias de su familia.
65 Al salir Vitelio de Lyon se suma a su cortejo Cluvio
Rufo, que ha dejado Hispania. Su semblante trasmite alegría
y enhorabuena, pero tiene el alma en vilo porque sabe que se
ha abierto un proceso contra él. Un liberto imperial llamado
Hilaro le había acusado de planear, cuando supo de la entroni­
zación de Otón y de Vitelio, hacerse por su cuenta con el po­
der y el dominio de las Híspanlas: por eso, decía, sus salvo­
conductos no llevaban el nombre de ninguno de los dos
príncipes en el encabezamiento. También en sus discursos
encontraba Hilaro material insultante contra Vitelio y propa­
gandístico en su propio favor. Prevaleció la autoridad de Clu­
vio, quien consiguió además que Vitelio ordenase el castigo
de su liberto. Cluvio se adhirió al séquito del príncipe sin que
le quitaran Hispania, que gobernaba en ausencia al modo de
Lucio Arrancio (pero Tiberio retenía a Arrancio por miedo,
mientras que Vitelio a Cluvio sin sombra de temor). No le
cupo el mismo honor a Trebelio Máximo: había huido de Bri-
tania a causa de la furia de sus soldados. En su lugar se envió
a Vetio Bolano, uno de la comitiva.
66 Preocupaba mucho a Vitelio la actitud de las legiones
vencidas, en absoluto resignada. Dispersas por Italia y en con­
tacto con las vencedoras, su lenguaje seguía siendo hostil. Es­
pecialmente agresivos se mostraban los de la XIVa, quienes
no admitían haber sido derrotados: argüían que en el campo
de batalla de Bedriaco sólo habían sido rechazadas las líneas de
vexiliarios, pero que el grueso de la legión no había entrado
en combate. Se decidió devolverlos a Britania, de donde los
había hecho venir Nerón, y, entre tanto, que compartieran
campamento con las cohortes de bátavos, en razón de su vie­
ja enemistad contra la XIVa. Y no duró mucho la calma entre
gente armada que se odiaba tanto... En Turin, un bátavo per­

77 Al igual que se nos dice de su hijo un poco antes, Vitelio había adopta­
do el sobrenombre de Germánico, con el que firmaba el encabezamiento o re­
mite de la carta.

[152]
sigue a un artesano por estafador mientras que un legionario
lo defiende como anfitrión suyo: a cada uno se suman sus
compañeros de armas y de los insultos pasan al homicidio.
Y la batalla hubiera sido encarnizada de no ser porque dos co­
hortes pretorianas hicieron causa común con los legionarios,
lo cual aumentó la confianza de éstos y amedrentó a los bá­
tavos. Por leales, ordena Vitelio que los bátavos se incorporen
a su guardia personal; en cuanto a la legión, que cruce los Al­
pes Grayos78 y dé un rodeo para evitar Vienne. Y es que tam­
bién se temía a los viennenses.
La noche en que la legión se marchaba dejaron hogueras
encendidas por todos lados y una parte de Turin ardió; esa ca­
lamidad, como otros males de la guerra, quedó eclipsada por
las catástrofes aún mayores que sufrieron otras ciudades.
Cuando dejaron atrás los Alpes, los más insubordinados pre­
tendían llevar sus estandartes hasta Vienne: se lo impidió el
acuerdo de los mejores y la legión concluyó su viaje a Britania.
67 El siguiente temor de Vitelio eran las cohortes de preto-
rianos. Primero se les disgregó; luego, con el consuelo de un
retiro honroso, iban entregando las armas a sus tribunos has­
ta que se extendieron rumores de que Vespasiano había em­
prendido la guerra. Entonces se reincorporaron a filas para
constituir el pilar del partido flaviano.
A la Ia Legión de marinos la mandaron a Hispania para que
se sosegase con la paz y la buena vida. La XIa y la VIIa vol­
vieron a sus cuarteles de invierno y a los de la XIIIa los puso
a construir anfiteatros porque Cécina quería organizar un es­
pectáculo de gladiadores en Cremona y Valente en Bolonia:
Vitelio nunca estaba tan absorto en los problemas como para
olvidarse de los placeres.
68 A los vencidos, pues, los había desarticulado sin excesos:
entre los vencedores surgió un motín cuyo origen movería a
la risa si no fuera porque el número de muertos aumentó la
inquina contra la guerra. Vitelio estaba a la mesa en Pavía, en
una fiesta a la que había invitado a Verginio. Según sean los

78 Por el Mom Grains, hoy el Pequeño San Bernardo, en los Alpes de Graie
o Grées.

[ 153 ]
hábitos de sus generales, los legados y tribunos emulan su ri­
gor o se divierten con comilonas. A su vez, los soldados viven
concentrados o disipados. Pues bien, en el campamento de Vi­
telio no había más que desorden y embriaguez: todo el mun­
do andaba más dispuesto a trasnochar de juerga que a some­
terse disciplinadamente al toque de retreta. Así sucedió que,
dos soldados, uno de la Va Legión y otro un auxiliar galo, se
retaron como pasatiempo a una pelea y se fueron calentando:
cuando el legionario se fue a tierra, el galo se dedicó a mofar­
se y los espectadores se repartieron en dos bandos. Los legio­
narios se lanzaron a estragar auxiliares y dos cohortes fueron
aniquiladas.
La algarada concluyó con otra algarada: en la lejanía se di­
visaban polvo y armas. De pronto gritaron a coro que la XIVa
Legión había vuelto sobre sus pasos y acudía a la batalla. Pero
se trataba de la retaguardia viteliana, y nada más reconocerlos
la angustia desapareció.
Entre tanto, apareció por casualidad un esclavo de Verginio
y alguien se inventó que iba a atentar contra Vitelio: ya corría
la tropa a la fiesta pidiendo a gritos la muerte de Verginio. Ni
siquiera Vitelio, que temblaba a la menor sospecha, dudaba de
la inocencia de Verginio, pero no fue fácil reducir a los que exi­
gían la ejecución del antiguo cónsul y en otro tiempo su pro­
pio jefe. Lo cierto es que nadie sufría el acoso de la insurrec­
ción tanto como Verginio: conservaba la admiración y la fama,
pero le odiaban porque les había despreciado79.
69 Al día siguiente, Vitelio concedió audiencia a una dele­
gación del Senado a la que había dado orden de aguardarle en
Pavía y luego se trasladó al campamento. Allí se permitió elo­
giar la fidelidad de los soldados, mientras los auxiliares trona­
ban contra el grado de impunidad y arrogancia que se tole­
raba a los legionarios. Para evitar que se sublevasen de nuevo,
las cohortes de bátavos fueron devueltas a Germania: de esa
manera dispusieron los Hados el comienzo de una guerra a la
vez interior y exterior. Regresaron también a sus comunida­

79 Los soldados habían ofrecido a Verginio el imperio, y éste lo había re­


chazado (cfr. I, 8).

[1 5 4 ]
des los auxiliares galos, que habían sido reclutados en núme­
ro ingente durante los primeros momentos de la rebelión
como uno más de los absurdos de la guerra.
Por otro lado, para que los fondos del imperio, consumi­
dos en regalos, pudiesen cubrir gastos, da orden de recortar
las cifras de legionarios y auxiliares y prohíbe nuevas incor­
poraciones. Las ofertas de licénciamientos fueron, así, indis­
criminadas. Esta política resultó desastrosa para el Estado e
ingrata para los soldados, quienes tenían que repartirse entre
unos pocos las mismas tareas y veían multiplicarse los riesgos
y la fatiga. Además, estaban desvigorizados por las comodi­
dades, en contra de la antigua disciplina instituida por nues­
tros antepasados, para quienes la estabilidad de Roma des­
cansaba mejor sobre el coraje que sobre el dinero.
70 De Pavía, Vitelio se desvió a Cremona y, después de
presenciar el espectáculo de gladiadores que organizaba Cé­
cina, sintió deseos de poner pie en los campos de Bedriaco y
contemplar con sus propios ojos los vestigios de la reciente
victoria.
Cuarenta días después de la batalla, la visión era horripi­
lante: cuerpos despedazados, miembros mutilados, bultos de
hombres y caballos en descomposición, un barro de sangre
infecta, una lúgubre devastación de árboles y viñedos cerce­
nados. No menos inhumano era el tramo de carretera que los
cremonenses habían tapizado con laureles y rosas, y en el que
habían erigido altares y sacrificado víctimas con pompa orien­
tal. Esos festejos de entonces causarían su tragedia más tarde.
Valente y Cécina acompañaban a Vitelio y le indicaban los
sitios de la lucha: desde ahí se habían puesto en marcha las le­
giones, aquí había cargado la caballería, allí se habían desple­
gado los auxiliares. Los tribunos y legados, hinchando la im­
portancia de sus actos, mezclaban lo cierto con lo falso y exa­
geraban lo cierto. También los soldados rasos, entre gritos de
júbilo, se desviaban de su camino, rememoraban los escena­
rios de los combates, observaban, se asombraban ante el túmu­
lo de armas, ante los montones de cadáveres. Había también
a quienes la veleidad de la fortuna hacía verter lágrimas de
compasión. Pero Vitelio no apartó la mirada ni le causaron es­
calofrío tantos miles de ciudadanos insepultos: él estaba

[1 5 5 ]
contento e, ignorante de la suerte que se le avecinaba, honra­
ba con ceremonias a los dioses del lugar.
71 La siguiente escala fue Bolonia, donde Fabio Valente
ofreció su espectáculo de gladiadores con galas traídas de
Roma. Y cuanto más se acercaba a la Capital, tanto más se
degradaba la comitiva con una mezcla de actores, tropeles de
eunucos y el resto de personajes que caracterizaron a la corte
de Nerón. Y es que al propio Nerón había dedicado Vitelio su
admiración: se hizo asiduo de sus recitales no por obligación,
como la gente honesta, sino porque lo compraban y vendían
con los lujos y el menú.
A fin de reservar unos meses sin cónsul para Valente y Cé­
cina, se comprimieron los consulados de otros y se suspendió
el de Marcio Macro con la excusa de que era un dirigente del
partido otoniano. También pospuso Vitelio a Valerio Marino,
a quien Galba había designado cónsul y que en nada le había
ofendido, pero era dócil y dispuesto a aguantar resignadamen-
te la afrenta. Pedanio Costa cayó de la lista porque desagrada­
ba al príncipe que se hubiera enfrentado a Nerón y apoyase a
Verginio, aunque los motivos alegados fueran otros. Así y
todo, daban gracias a Vitelio con inercia de esclavos.
72 Escasos días duró una impostura que al principio susci­
tó conmoción. Apareció alguien que afirmaba ser Escribonia-
no Camerino, que se había refugiado en Istria durante el te­
rror neroniano porque allí conservaba la clientela y las fincas
de los antiguos Crasos, además de la influencia que inspiraba
su nombre. Para que la ficción resultase verosímil se había ro­
deado de la peor calaña, y la muchedumbre crédula así como
algunos soldados, engañados o dispuestos a la rebelión, pug­
naban por sumarse a su cortejo. Fue conducido a presencia de
Vitelio y sometido a interrogatorio para averiguar quién era
en realidad. Como no se dio crédito a sus palabras y su amo
reconoció en él a un fugitivo llamado Geta, se decidió ejecu­
tarle como corresponde a un esclavo80.
73 Resulta increíble recordar con qué presunción y desva­
río acogió Vitelio la noticia, traída por informadores de Siria

80 En la cruz.

[156]
y Judea, de que Oriente le había prestado juramento. Y es
que, aunque vagos y sin portavoces identificados, los rumores
sobre Vespasiano corrían de boca en boca y bastaba con su
nombre para poner en guardia a Vitelio. Entonces, creyéndo­
se sin rival, él y su ejército dieron rienda suelta a la crueldad,
el vicio y el saqueo como sólo sucede entre bárbaros.

V e s p a s ia n o se p r o c l a m a e m p e r a d o r

74 Pero Vespasiano tenía en mente la guerra y hacía repaso


de las fuerzas que estaban a mano o a distancia. La tropa es­
taba tan a su favor que, cuando presidía el juramento de leal­
tad a Vitelio, los soldados guardaron silencio hasta que acabó
la letanía de parabienes. Tampoco a Muciano le era indife­
rente aunque sintiese mayor inclinación por Tito. El prefecto
de Egipto, Tiberio Alejandro, se había aliado a sus planes.
Contaba con la IIIa Legión, ya que a Mesia había bajado
desde Siria, y confiaba que las demás legiones de Iliria les se­
cundarían. Y es que a todo el ejército tenía indignado la arro­
gancia de las tropas procedentes de Vitelio quienes, con su
aspecto sobrecogedor y su lenguaje ofensivo, menosprecia­
ban al resto y se burlaban de ellos.
Sin embargo, ante las dimensiones de la guerra, la duda
asaltaba a menudo; y tan pronto como Vespasiano se sentía
confiado en su suerte, se ponía a considerar los contras: ¿qué
traería el día aquél en que expusiera a la guerra sus sesenta
años de edad y dos hijos aún jóvenes? Tratándose de asuntos
privados es posible, según convenga, graduar el riesgo, pero,
cuando se ambiciona el imperio, no hay término medio entre
la cumbre y el abismo. 75 Ante sus ojos se presentaba la soli­
dez del ejército de Germania, bien conocida para un hombre
castrense como él: sus legiones carecían de experiencia en una
guerra civil, mientras que las de Vitelio habían ganado una y
a los vencidos les quedaba más quejumbre que energía. En
las contiendas civiles la lealtad de los soldados vacila, y cada
uno de ellos se convierte en una amenaza: ¿de qué sirven
alas y cohortes si hay quien está dispuesto a cobrar la recom­
pensa que el adversario ha ofrecido por un atentado impre-

[1 5 7 ]
visible? Así fue eliminado Escriboniano en tiempos de Clau­
dio y así ascendió su verdugo Volaginio de soldado raso al alto
mando: es más sencillo empujar a la masa que esquivar a los
individuos.
76 Cuando Vespasiano vacilaba, presa de estos temores,
otros legados y amigos le alentaban. También Muciano, des­
pués de muchas conversaciones en privado, habló de este
modo ante testigos:
“Quienquiera que pretenda llevar a efecto una gran empre­
sa debe valorar si su proyecto es beneficioso para la patria y
honorable para él mismo, y si es practicable o al menos no
imposible; por su parte, quien le asesora ha de considerar si
está dispuesto a respaldar su consejo con el riesgo personal y,
caso de que la suerte acompañe a sus designios, a quién corres­
ponde el mayor mérito. Yo te llamo, Vespasiano, al imperio:
es algo tan saludable para el Estado como dignísimo para ti y
que, con la venia de los dioses, está a tu alcance. Y no temas
que la adulación se oculte tras mis palabras: tal vez esté más
cerca del agravio que del honor ser elegido emperador des­
pués de un Vitelio.
No nos sublevamos contra la agudeza mental de un Augus­
to, ni contra la recelosa vejez de Tiberio, ni siquiera contra la
casa de Caligula, Claudio o Nerón, apuntalada por un domi­
nio duradero. Has cedido incluso ante la alcurnia de Galba:
parecería, no obstante, letargo y cobardía desentenderse y
abandonar al Estado a la degradación y la ruina, aunque se­
mejante sumisión pudiera resultarte, a la par que deshonrosa,
segura. Pasó definitivamente ya el tiempo en que podías disi­
mular tu ambición: tu único refugio es el poder. ¿Ya has olvi­
dado el asesinato de Corbulón81? Su cuna era más elevada
que la nuestra, de acuerdo: pero también Nerón superaba a
Vitelio en abolengo. El miedo basta para ennoblecer a quien
lo inspira.
Y de que el ejército puede nombrar príncipes, sirva de prue­
ba el propio Vitelio: no debe su promoción a servicio o glo­
ria militar de ningún tipo, sino a la antipatía contra Galba. Ni

81 Célebre general asesinado por orden de Nerón en el año 67.

[1 5 8 ]
siquiera derrotó a Otón con la estrategia o la fuerza de un ejér­
cito, sino gracias a la propia y prematura desesperación de éste
—para después convertirlo en un príncipe añorado y grande
mientras dispersa a las legiones, desarma a las cohortes y siem­
bra cada día las semillas de una nueva contienda. Si sus tropas
han tenido alguna vez entusiasmo y arrestos, los consumen
en tabernas y juergas a imitación del príncipe; tú cuentas con
las nueve legiones de Judea, Siria y Egipto intactas: no han su­
frido desgaste por batalla alguna ni la discordia las merma;
los soldados están curtidos y se han impuesto en una guerra
exterior; tienes el apoyo de escuadras, alas y cohortes, de reyes
leales y de una experiencia personal que supera la de cual­
quier otro.
77 En cuanto a mí, que nadie me considere inferior a Va-
lente y Cécina: eso es todo lo que voy a pedir. No desdeñes a
Muciano como aliado sólo porque no tienes que sufrirme
como rival. Yo me pongo por encima de Vitelio, y a ti por en­
cima de mí. Tu casa posee los laureles del triunfo82 y dos jó­
venes, de los cuales uno ya merece el imperio y en sus prime­
ros años de milicia brilló ante el propio ejército de Germania:
absurdo sería no ceder ante aquél cuyo hijo yo mismo adop­
taría de ser yo el emperador. Por lo demás, entre nosotros el
reparto del éxito o el fracaso no será equitativo, pues, si ven­
cemos, yo tendré los honores que tú me quieras dar, pero el
riesgo y los peligros los padeceremos por igual. Más aún: diri­
ge tú el conjunto del ejército y déjame a mí la guerra y los ava-
tares del combate — así es mejor.
Hoy, la disciplina es más firme entre los vencidos que entre
los vencedores. A aquéllos la rabia, el rencor y el ansia de ven­
ganza les infunde coraje; a éstos la soberbia y el desprecio los
tiene adocenados. La propia guerra abrirá y expondrá las he­
ridas ocultas y mal curadas de los derrotados. Y no me dan
más confianza tu alerta, sobriedad y sabiduría que la desidia,
la ignorancia y la crueldad de Vitelio.
Pero nuestros argumentos serán mejores en guerra que en
paz, pues quienes debaten la rebelión, ya son rebeldes.”

82 Vespasiano recibió los ornamenta triumphalia a su regreso de Britania.

[159]
78 Tras el discurso de Muciano, los demás se lanzaron aún
con más decisión a acosar a Vespasiano, a animarle, a recor­
darle los oráculos de los videntes y las evoluciones de los as­
tros. El no era inmune a tales creencias, como prueba el he­
cho de que más tarde, dueño ya de la situación, se serviría sin
disimulos de un tal Seleuco, un astrólogo, como consejero
personal y adivino. Antiguos presagios surcaban su mente: en
sus fincas, un ciprés de extraordinaria altura se había derrum­
bado súbitamente —para retoñar al día siguiente de sus mis­
mas raíces y desarrollarse aún más pujante y robusto. Los ha-
rúspices se habían mostrado de acuerdo en que aquello era
algo grande y favorable, que prometía al entonces joven Ves­
pasiano el máximo esplendor. En principio, los fastos triunfa­
les, el consulado y la gloriosa victoria en Judea parecían haber
colmado el alcance del presagio. Pero cuando obtuvo todo
aquello, pensó que lo anunciado era el imperio.
Entre Judea y Siria está el Carmelo: así llaman al monte y
al dios. Pero, por precepto de la tradición, no hay imagen del
dios ni templo, tan sólo un altar y el culto. Allí hizo Vespa­
siano sus sacrificios reservando sus planes para sus adentros.
El sacerdote Basílides observó con atención las visceras y dijo:
“Sea lo que sea lo que tienes en mente, Vespasiano, construir
una casa, extender tus propiedades o ampliar el número de tus
sirvientes, se te concederá una gran residencia, terrenos ilimita­
dos, muchos hombres.” En seguida la fama se había hecho
eco de esas palabras, tan enigmáticas, y ahora las descifraba:
no había otra cosa en boca del pueblo. Tanto más se citaban
en su entorno, cuanto que la esperanza es habladora.
Despejadas todas las dudas, Muciano partió para Antioquía
y Vespasiano para Cesarea: aquélla es la capital de Siria y ésta
la de Judea.
79 El traspaso del imperio a Vespasiano comenzó en Ale­
jandría por las prisas de Tiberio Alejandro, quien tomó jura­
mento a sus legiones el primero de julio. Esa fecha sería en
adelante celebrada como el inicio de su principado, aunque el
ejército de Judea juró en su presencia el 3 de julio, y con tal fer­
vor que ni siquiera esperaron a su hijo Tito, que regresaba de
Siria como mediador en los tratos entre Muciano y su padre.
Todo discurrió a merced del entusiasmo de los soldados, sin

[i 6o]
preparar un acto oficial ni congregar a las legiones. 80 Mien­
tras se buscaba momento, lugar y —lo más difícil en seme­
jante situación— quién diera el primer paso, mientras espe­
ranza y temor, cálculo y azar se debatían en su ánimo, al salir
Vespasiano de su dormitorio, un grupo de soldados que de
costumbre formaban para saludarle en calidad de legado, lo
saludaron como emperador. Entonces acudieron los demás a
la carrera, tratándolo de César y Augusto y acumulando to­
dos los títulos del principado. Los miedos de Vespasiano die­
ron paso a la confianza: no mostró asomo de vanidad o arro­
gancia; en medio de aquel cambio nada cambió en él. En
cuanto se disipó la neblina con que semejante encumbra­
miento empañaba sus sentidos, habló en tono castrense y re­
cibió un torrente de felicitaciones.
Muciano no esperaba otra cosa para tom ar juramento a
una tropa eufórica. Luego, compareció en el teatro de Antio-
quía, donde solían celebrarse los debates, y tomó la palabra
ante una concurrencia volcada en halagos. Su oratoria era
elegante incluso en griego, y siempre demostraba pericia tan­
to en la palabra como en los ademanes. Nada produjo mayor
indignación a los provincianos y militares que cuando Mu­
ciano aseguró que Vitelio había dispuesto trasladar a las le­
giones germanas a la holgada y tranquila vida militar de Si­
ria, mientras que, por contra, las legiones de Siria serían des­
tinadas a Germania, con su clima invernal y la dureza de sus
faenas. Y es que los provinciales se sentían a gusto confrater­
nizando con los soldados habituales, con quienes no pocos
habían establecido lazos de amistad y parentesco, en tanto
que los soldados, en el largo tiempo de servicio, habían co­
gido afecto a unos campamentos tan conocidos y familiares
como su hogar.
81 Antes del 15 de julio toda Siria había prestado juramen­
to a Vespasiano. Se adhirió Sohemo y su reino, fuerzas nada
desdeñables; también Antíoco, que poseía recursos ancestra­
les y era el más rico de los reyes vasallos. A continuación,
Agripa83, a quien informaciones secretas de los suyos habían

83 Herodes Agripa II, hermano de Berenice.


hecho regresar de Roma, emprendió rápida travesía sin que lo
supiera aún Vitelio. Con no menos entusiasmo apoyaba la
causa la reina Berenice, en la flor de la vida y la belleza y cuya
generosidad resultaba grata también al viejo Vespasiano. Todas
las provincias que baña el Mediterráneo hasta Asia y Acaya,
todas cuantas en el interior se extienden hasta el Ponto84 y Ar­
menia, prestaron juramento. Pero los legados que las gober­
naban estaban desarmados, dado que Capadocia aún no con­
taba con legiones. En Beirut se celebró un encuentro para de­
batir la situación en su conjunto. Allí acudió Muciano con
tribunos y legados y un séquito deslumbrante de centuriones
y soldados. También se presentó la flor y nata del ejército de
Judea: semejante despliegue de infantería y caballería sumado
a la presencia de los reyes, a cual más impresionante, produ­
cía el efecto de un evento imperial.
82 Las primeras medidas de la guerra son la leva de reclutas
y la movilización de veteranos. Para la fabricación de arma­
mento se eligen ciudades poderosas, en Antioquía se acuña
oro y plata, y de acelerar todo esto quedan encargados en
cada localidad responsables adecuados. El propio Vespasiano
se ocupaba con su presencia de dar ánimos, prefiriendo esti­
mular a los buenos con elogios y a los perezosos con el ejem­
plo antes que con represalias, ocultando los defectos de los
aliados más que sus aciertos. A muchos los recompensó con
prefecturas y procuradurías y a no pocos con el rango de se­
nador: resultaron ser hombres de talla que, más tarde, alcan­
zarían los máximos honores. A algunos su fortuna les valió
como méritos.
En cuanto a las primas para la tropa, ni Muciano había he­
cho promesas excesivas en su primera alocución ni Vespasia­
no mismo ofreció para una guerra civil más que otros en
tiempos de paz: se mostró intransigente contra los dispendios
militares y así consiguió un ejército mejor.
Se enviaron delegados a los partos y armenios y se tomaron
precauciones para no descuidar las espaldas por concentrar
las legiones en la guerra civil. Se decidió que Tito acosara Ju-

84 En el noreste de Anatolia.

[i 6z]
dea mientras Vespasiano controlaba los accesos de Egipto:
pensaban que contra Vitelio bastaría con una parte del con­
tingente, el mando de Muciano, el renombre de Vespasiano y
la fuerza del destino, a la que nada se resiste. Se escribieron
cartas a todos los ejércitos y legados recomendándoles que
tentasen a los pretorianos hostiles a Vitelio con el aliciente de
volver a filas.
83 Muciano se puso en marcha con un grupo ligero. Ac­
tuando más como colega del emperador que como subor­
dinado suyo, sin demorarse, para no dar la impresión de que
titubeaba, pero también sin precipitarse, dejaba que la distan­
cia misma hiciera crecer su fama, consciente de que llevaba
consigo una modesta fuerza pero que siempre se cree mayor
lo que no se tiene a la vista. Sin embargo tras él marchaba una
imponente expedición formada por la VIa Legión y trece mil
vexilarios. Había ordenado que la flota se trasladase del Mar
Negro a Bizancio, dudando todavía si, desentendiéndose de
Mesia, emplearía la infantería y la caballería contra Dürres85
mientras cercaba Italia por mar con embarcaciones de gran ta­
maño. En su retaguardia, estarían seguras Acaya y Asia, que se
expondrían inermes a Vitelio caso de no reforzarse con guar­
niciones. Y el propio Vitelio tampoco tendría claro qué parte
de Italia proteger si flotas enemigas amenazasen Brindisi y Ta­
rento a la vez que las costas de Calabria y Lucania.
84 De ese modo, las provincias bullían con los preparativos
de naves, soldados y armas. Pero nada resultaba tan oneroso
como la recaudación de fondos: Muciano repetía que ésa era
la clave de la guerra civil, y a ese propósito no reparaba en de­
rechos ni verdades, sino exclusivamente en la magnitud de los
caudales. Las delaciones se generalizaron y los más ricos se
convirtieron en víctimas del saqueo. Estas gravosas e intolera­
bles extorsiones, justificadas por las exigencias de la guerra,
continuaron sin embargo en tiempo de paz. A los comienzos
de su imperio, Vespasiano no se implicó tanto en el lucro ile­
gítimo, pero el beneplácito de la fortuna y los malos maes­
tros le enseñaron y ni siquiera él se privó. Muciano invirtió en

85 Dyrrachium, en la actual Albania.

[163]
la guerra incluso sus propios fondos, aunque su generosidad
privada sólo sirvió para que abusara con menos escrúpulo del
dinero público. Otros siguieron su ejemplo en las aportacio­
nes, pero raro fue el que dispuso de la misma facilidad para re­
sarcirse.
85 Aceleró entretanto los planes de Vespasiano el entu­
siasmo con que los ejércitos de Iliria se pasaron a su bando.
La IIIa Legión sirvió de ejemplo a las restantes legiones de
Mesia, la VIIIa y la VIIa Claudiana: eran acérrimos partidarios
de Otón, aunque no intervinieron en los combates. Habían
avanzado hasta Aquileya y, tras ensañarse con quienes traían
noticias sobre la suerte de Otón, desgarraron sus estandartes,
que exhibían el nombre de Vitelio, y terminaron apoderándo­
se de los caudales y repartiéndoselos. Se comportaban como
enemigos. Sintieron entonces miedo y su miedo les hizo pen­
sar que podría servirles de mérito ante Vespasiano lo mismo
por lo que Vitelio les exigiría excusas. Así que las tres legiones
de Mesia intentaban ganarse por carta al ejército de Panonia
mientras preparaban un ataque en caso de que no aceptara.
En medio de esa agitación, el gobernador de Mesia, Aponio
Saturnino perpetra una terrible fechoría: envió un centurión
para que matase al legado de la VIIa Legión, Tetio Juliano. Lo
hizo por motivos personales simulando que era para favorecer
la causa de Vespasiano. Juliano adivinó el peligro y, con la ayu­
da de quienes conocían el terreno, huyó monte a través por
Mesia hasta el otro lado de los Balcanes. De ese modo no in­
tervendría en la guerra civil, prolongando con sucesivas demo­
ras el viaje que había emprendido hacia Vespasiano y remolo­
neando o apresurándose en función de las noticias.
86 En Panonia, las legiones XIIIa y VIIa Galbiana, que no
habían olvidado el dolor y la rabia por la batalla de Bedriaco,
se unieron sin vacilación a Vespasiano, arrastrados sobre todo
por Antonio Primo. Este hombre, infractor de la ley y con­
denado por falsedad en tiempos de Nerón, había recuperado
el rango senatorial —una más de las desgracias de la guerra.
Galba lo había puesto al frente de la VIIa Legión y se rumo­
reaba que había mandado cartas a Otón ofreciéndose para
encabezar su partido. Ignorado por éste, no había prestado
ningún servicio a los otonianos en la guerra. Cuando la auto-

[164]
ridad de Vitelio declinaba, secundó a Vespasiano, cuya causa
recibió así un gran impulso: duro en la pelea, ágil de palabra,
un artista sembrando el odio, las revueltas y motines eran su
elemento; lo mismo robaba que regalaba; el menos recomen­
dable en la paz, no había sin embargo que desdeñarlo en la
guerra.
La unión de los ejércitos de Mesia y Panonia arrastró tam­
bién a los soldados de Dalmacia, si bien los legados consula­
res no intervinieron. Panonia y Dalmacia estaban en manos,
respectivamente, de Tampio Flaviano y Pompeyo Silvano,
ambos ancianos y ricos. Pero estaba de procurador Cornelio
Fusco, en plena madurez y de ilustre cuna. En su primera ju­
ventud había renunciado al rango senatorial por deseo de
tranquilidad, sin embargo se había puesto al frente de su ciu­
dad natal en favor de Galba y por el servicio había obtenido
la procuraduría. Al tomar partido por Vespasiano blandió la
antorcha de la guerra con especial fanatismo: amante del pe­
ligro no por sus compensaciones, sino por el peligro mismo,
prefería arriesgar lo seguro y consolidado en aras de la nove­
dad, la incertidumbre y el azar.
Así pues se entregaron a la agitación, con su objetivo pues­
to en todos aquellos que de algún modo pudiesen estar re­
sentidos. Se enviaron misivas a los de la XIVa Legión, en Bri-
tania, y a los de la Ia, en Hispania, porque tanto unos como
otros habían sido partidarios de O tón y adversarios de Vite­
lio; las Galias se siembran de escritos, y a cada minuto que pa­
saba el incendio de la guerra prendía con más fuerza. Una vez
que los ejércitos de Iliria habían hecho pública defección, los
demás se disponían a compartir su suerte.

V it e l io en Rom a

87 Mientras Vespasiano y los jefes de su partido andaban


así de atareados por las provincias, Vitelio, cada día más des­
preciado e indolente, marchaba hacia Roma haciendo parada
en los festejos de cada municipio y villa con su aparatoso con­
tingente. Le seguían sesenta mil hombres armados y degrada­
dos por la indisciplina, un número aún mayor de menestrales

[165]
cuya conducta resultaba escandalosa incluso a los esclavos y
una nutridísima comitiva de oficiales y cortesanos incapaz de
obediencia aunque a su gobierno se aplicara la mayor de las
mesuras. Recargaban la muchedumbre caballeros y senadores
llegados de la Capital, algunos por miedo, muchos por servi­
lismo, los demás (y poco a poco todos) por no quedarse en
casa mientras otros acudían. A ellos se sumaban plebeyos a
quienes Vitelio conocía por servicios inconfesables, payasos,
actores y aurigas, cuya deshonrosa amistad le complacía inex­
plicablemente. Y no sólo las ciudades sufrían el saqueo que
requería su abastecimiento, sino incluso los campos de los
agricultores, con las mieses ya maduras, quedaban arrasados
como si de un país enemigo se tratara.
88 Numerosas y atroces muertes se infligían unos a otros
los soldados, ya que subsistía entre legiones y auxiliares el en­
frentamiento surgido tras la revuelta de Pavía. Cuando se tra­
taba, en cambio, de pelear contra los paisanos, todos se con­
certaban. Pero la peor escabechina se produjo a siete millas de
Roma. En ese punto, Vitelio estaba repartiendo a cada solda­
do raciones de comida, igual que se ceba a los gladiadores, y
la plebe había invadido todos los rincones del campamento.
Aprovechando el descuido de los soldados, practicaban sus
gracias urbanas: algunos les cortaban los bálteos86 sin que se
enteraran, se los quitaban y después les iban preguntando por
sus armas. Gente poco habituada a los insultos, los militares
no aceptaron la broma: atacaron a la población indefensa con
sus espadas, matando entre otros al padre de un soldado que
acompañaba a su hijo. Cuando fue reconocido y corrió la voz
del asesinato, dejaron de perseguir inocentes. En la Urbe, sin
embargo, sembró el pánico una partida de soldados que se
había adelantado a la carrera: se dirigían sobre todo al Foro
con intención de contemplar el lugar donde Galba quedó
postrado. Pero ellos mismos, con las pieles de fieras a la espal­
da y erizados de lanzas enormes, no eran espectáculo menos
sobrecogedor. Ponían poco cuidado en evitar a la muchedum-

86 Correas para llevar colgada la espada.

[1 66]
bre de civiles y, cuando se iban de bruces porque las calles es­
taban resbaladizas o tropezaban con alguien, pasaban a la tri­
fulca y luego a las manos o a las armas. Por si eso fuera poco,
los tribunos y prefectos volaban de acá para allá con aterra­
doras bandas de hombres armados.
89 El propio Vitelio avanzaba desde el Puente Milvio a lo­
mos de un vistoso caballo, envuelto en el paludamentum, y ar­
mado, arreando al Senado y al pueblo por delante de él. Sólo
el consejo de sus amistades le convenció de no entrar en
Roma como en una ciudad cautiva: se cubrió con la toga pre­
texta87, puso orden en la formación y después echó a caminar.
Al frente iban las águilas de cuatro legiones flanqueadas por
los estandartes de otras tantas legiones, a continuación las en­
señas de doce escuadrones; tras las filas de infantes, la caba­
llería; luego treinta y cuatro cohortes agrupadas por nombres
nacionales o tipos de armamento. Por delante de las águilas
marchaban los prefectos de campamento, los tribunos y los
centuriones primeros, todos vestidos de blanco; los demás,
cada uno junto a su centuria, con las armas y las medallas re­
fulgentes. También resplandecían las fáleras88 y collares de los
soldados: brillante estampa la de un ejército digno de un prín­
cipe que no fuera Vitelio. De ese modo hizo su entrada en el
Capitolio y allí, abrazando a su madre, la honró con el nom­
bre de “Augusta”.
90 Al día siguiente, tal que ante el Senado y el pueblo de
una ciudad forastera, pronunció un ampuloso discurso en ho­
nor de sí mismo. Se dedicó a ensalzar su propia vitalidad y
templanza, sin importarle que fueran testigos de sus escánda­
los no sólo los presentes sino Italia entera, la cual había atra­
vesado entre el letargo y el despilfarro más oprobiosos. El vul­
go, no obstante, desentendido e incapaz de distinguir la ver­
dad y la mentira, educado en el hábito de la adulación, le
aclamaba y vitoreaba y, como rehusaba el título de “Augusto”,

87 El paludamentum, blanco o púrpura, era el distintivo del general, del que


debía desprenderse para entrar en Roma. Vitelio lo sustituye por la toga prae­
texta, el atuendo de los magistrados civiles.
88 Adorno metálico colgado sobre el pecho.

[1 67]
insistieron en que lo aceptase — algo tan ocioso como su re­
chazo.
91 En una ciudad dispuesta a encontrar señales en todo, se
tomó por funesto agüero el que Vitelio, convertido en pontí­
fice máximo, promulgase un edicto sobre ceremonias públi­
cas el 18 de julio, fecha infausta desde antiguo por las derro­
tas del Crémera y el Alia89. A tal punto ignorante de cualquier
derecho humano y divino, la desidia de sus libertos y cortesa­
nos era comparable: parecía rodeado de borrachos. Compa­
reciendo, sin embargo, como un ciudadano corriente junto a
sus candidatos a las elecciones consulares, no perdía oportu­
nidad de congraciarse con el populacho en el teatro como es­
pectador y en el circo como apostante. Estos gestos, bien re­
cibidos y populares si surgiesen de la virtud, se transformaban
en indecentes y bajos a la luz de su pasado.
Frecuentaba el Senado, incluso cuando los senadores deba­
tían pequeñeces. En una ocasión, el pretor designado Helvi­
dio Prisco se manifestó en contra de una propuesta suya. Al
principio Vitelio se molestó, pero no pasó de invocar a los tri­
bunos de la plebe en auxilio de su potestad desairada. Más
tarde, sus amigos, que temían que su furia se enconase, con­
siguieron calmarlo. Entonces les comentó que no sería la pri­
mera vez que dos senadores discrepasen sobre asuntos públi­
cos, y que él mismo tenía por costumbre llevarle la contraria
al propio Trásea90. A la mayoría esa impúdica comparación
les dio risa; pero a algunos les complacía precisamente que, en
lugar de uno de los figurones, hubiera elegido a Trásea como
modelo de la verdadera gloria.
92 Al mando de los pretorianos había puesto a Publilio
Sabino, que ascendió desde la prefectura de una cohorte, y
a Julio Prisco, centurión a la sazón: Prisco gozaba del favor de
Valente y Sabino del de Cécina. En medio de sus discrepan-

89 R í o s próximos a la Urbe donde los romanos sufrieron sendos reveses


en el año 477 a.C. (ante los etruscos) y, probablemente, 389 a.C. (a manos
de los galos).
50 Trásea Peto, hombre de proverbiales principios y destacado miembro de
la oposición estoica a Nerón, por orden del cual se suicidó en el año 66.

[i 68]
cías, Vitelio carecía de autoridad: Cécina y Valente hacían
frente a las obligaciones del gobierno acuciados por sus anti­
guos resquemores que, mal disimulados durante la guerra y
la vida castrense, habían ganado intensidad gracias a la mala
fe de sus partidarios y una ciudad especialmente fértil a la
hora de generar adversarios. Mientras ellos pugnan y compi­
ten en capacidad de convocatoria y en el inmenso ejército de
sus parroquianos, Vitelio oscila en sus preferencias hacia uno
u otro. Y es que el poder nunca se siente bastante seguro cuan­
do es excesivo. Ellos, por su parte, lo mismo despreciaban
que temían a un Vitelio que pasaba del repentino enfado a la
zalamería inopinada. Mas no por eso fueron menos diligentes
en asaltar las mansiones, los jardines y los caudales del impe­
rio, mientras el lloroso y desamparado aluvión de nobles a los
que Galba había permitido repatriarse junto con sus hijos no
recibía la menor ayuda de la misericordia del príncipe. Resul­
tó grato a los proceres de la ciudad, e incluso aprobado por la
plebe, el que devolviera a los retornados del destierro los de­
rechos sobre sus libertos, si bien éstos procuraban desvirtuar­
los por todos los medios con astucia servil, poniendo su dine­
ro a buen recaudo en depósitos secretos o inaccesibles: algu­
nos incluso se pasaron a la casa del emperador y llegaron a ser
más poderosos que sus propios amos.
93 En cuanto a los soldados, su excesivo número llenaba
los campamentos y los desbordaba. Deambulando por so­
portales, santuarios y, en fin, por cada esquina de la ciudad,
no sabían cuáles eran sus puntos de reunión, no respetaban
las guardias ni se endurecían con el trabajo: atraídos por las
tentaciones de la Urbe y sus lugares inconfesables, minaban
su cuerpo con la ociosidad y su espíritu con la lujuria. Al fi­
nal, ni siquiera cuidaban la salud: una gran parte de ellos
acampó en los andurriales del Vaticano, cuya insalubridad
causó numerosas muertes y, como el Tiber pasa al lado, la afi­
ción al baño y la falta de resistencia a los calores hicieron es­
tragos en germanos y galos, de natural propenso a enfermar.
Encima, la corruptela o el soborno pervirtieron el ordena­
miento militar: se reclutaron dieciséis cohortes pretorianas y
cuatro urbanas, que tocaban a mil hombres cada una. El más
expeditivo en la leva era Valente, convencido de que había

[169]
salvado a Cécina del desastre. Cierto es que con su llegada los
vitelianos se habían reforzado; además, había acallado las ha­
bladurías sobre su lento avance gracias a su venturoso com­
bate y todos los soldados de la Germania Inferior eran parti­
darios de Valente —razón por la cual, se piensa, la lealtad de
Cécina comenzó a vacilar.
94 Por lo demás, si Vitelio transigió con los jefes, aún más
liberal fue con la tropa. Cada uno decidía su propio destino:
aunque no lo mereciera, si ésa era su preferencia, se le apun­
taba a la guarnición de Roma; a cambio, los buenos soldados
recibían permiso para permanecer en las legiones o la caballe­
ría si lo deseaban. Y no faltaban quienes lo preferían, agota­
dos por la enfermedad o repudiando los rigores del clima.
Con todo, legiones y alas quedaron debilitadas y el prestigio
de los pretorianos hecho añicos después de que se inscribie­
ran en su campamento, a voleo más que selectos, veinte mil
soldados procedentes de todo el ejército.
Durante una asamblea, reclaman a Vitelio la ejecución de
Asiático, Flavo y Rufino, dirigentes de las Galias, por haber
combatido en favor de Víndice. Pero Vitelio no reprimía cla­
mores de esta especie: aparte de su natural cobardía, como
sabía que tenía pendiente un donativo y faltaba dinero, con­
cedía a los soldados todo lo demás. Los libertos de la casa im­
perial recibieron órdenes de aportar una suerte de impuesto
en proporción al número de sus esclavos, pero él, ocupado
sólo en gastar, construía establos para los aurigas y atestaba
el circo con espectáculos de gladiadores y fieras, jugando
con el dinero como si nadase en la abundancia. 95 Es más,
Cécina y Valente celebraron el cumpleaños de Vitelio91 orga­
nizando combates de gladiadores por todos los barrios de la
ciudad con una pom pa extraordinaria y desconocida hasta
aquel día.
Encantó a los sinvergüenzas y ofendió a las gentes de bien
que el príncipe erigiera altares en el Campo de Marte e hicie­
ra ofrendas a Nerón. En un acto oficial, se sacrificaron vícti­
mas y se quemaron. Aplicaron la tea los augustales, un cole-

91 En el mes de septiembre.

[1 7 0 ]
gio sacerdotal que Tiberio consagró a la familia Julia tal como
Rómulo al rey Tacio.
Aún no habían pasado cuatro meses desde la victoria y ya
igualaba Asiático, el liberto de Vitelio, a los Políclitos, Patro-
bios y demás personajes odiados de antaño. En aquella corte
nadie competía en honradez o capacidad de trabajo; sólo había
un camino hacia los puestos de influencia: saciar con pródigos
banquetes, derroche y juergas los inagotables apetitos de Vite­
lio. Con la teoría de que bastaba con disfrutar del presente sin
pensar más allá, se cree que en escasísimos meses dilapidó no­
vecientos millones de sestercios. La gran y desdichada ciudad,
que en un mismo año había sufrido a Otón y a Vitelio, transi­
taba con incierta y bochornosa suerte entre Vinios, Fabios, Ice­
los y Asiáticos a la espera de que Muciano y Marcelo les suce­
dieran —apenas un cambio de hombres más que de hábitos.
96 La primera defección de la que se informa a Vitelio es la
de la IIIa Legión: Aponio Saturnino se lo notificó por carta
antes de sumarse él mismo al bando de Vespasiano. Pero Apo­
nio, como asustado por la conmoción, no le había detallado
todo y sus aduladores amigos quitaban hierro a la noticia: la
rebeldía sólo afectaba a una legión, le decían, mientras que
la lealtad de los demás ejércitos era firme. Ésta fue también la
idea que Vitelio trasmitió a los soldados, arremetiendo contra
los pretorianos recién licenciados por difundir mentiras. Ase­
guraba que no existía riesgo alguno de guerra civil. Prohibió
hablar de Vespasiano y los soldados se desperdigaron por la
Capital para reprimir los comentarios de la gente. Eso alimen­
taba especialmente los rumores.
97 No obstante, solicitó refuerzos de Germania, Britania y
de las Hispanias, remiso y ocultando la urgencia. En conso­
nancia, los legados y las provincias titubeaban: Hordeonio
Flaco, porque sospechaba ya de los bátavos y temía habérse­
las con su propia guerra; Vetio Bolano, porque Britania nun­
ca estaba pacificada del todo. Además, ni uno ni otro tenía las
ideas claras. Tampoco se apresuraban en las Hispanias, donde
no había ningún consular: los legados de las tres legiones, con
idénticas facultades y que hubieran competido en servilismo
caso de que a Vitelio le fuesen bien las cosas, se desentendían
por igual de su adversa fortuna.

[1 7 1 ]
En África, la legión junto con las cohortes que había reclu­
tado Clodio Macro y que luego Galba había disuelto, retoma­
ron las armas a una orden de Vitelio. Al mismo tiempo, los
restantes mozos corrían a ofrecerse como voluntarios. La expli­
cación es que Vitelio había desempeñado allí un proconsula­
do impecable y popular, mientras que Vespasiano se había ga­
nado la antipatía y el descrédito. Los aliados suponían que,
como emperadores, resultarían igual, pero la experiencia de­
mostró lo contrario. 98 Al principio, el legado Valerio Festo
apoyó lealmente la decisión de los provinciales. Luego comen­
zó a vacilar. En público, por medio de cartas y proclamas, se
mostraba favorable a Vitelio, pero enviaba correos secretos a
Vespasiano: su intención era respaldar a uno u otro depen­
diendo de quién prevaleciera.
Algunos soldados y centuriones, arrestados en Recia y las
Galias en posesión de escritos y proclamas de Vespasiano, fue­
ron entregados a Vitelio y asesinados; muchos más pasaron
inadvertidos, amparados por amigos leales o por su propia as­
tucia. De ese modo, los preparativos de Vitelio quedaban al
descubierto, mientras que la mayoría de los planes de Vespa­
siano se desconocían, en primer lugar, por la incompetencia
de Vitelio y, luego, porque las guarniciones instaladas en los
Alpes de Panonia92 detenían a los correos. También el mar,
gracias a los vientos etesios, favorecía la navegación hacia
Oriente y dificultaba el rumbo opuesto.
99 Finalmente, aterrado por las alarmantes noticias que lle­
gaban de todas partes anunciando la ofensiva de los enemi­
gos, Vitelio ordena a Cécina y Valente marchar a la guerra.
Cécina tomó la delantera porque a Valente, que acababa de
salir de una grave enfermedad, la debilidad lo agarrotaba.
Muy distinta era la imagen del ejército de Germania saliendo
de la Urbe: cuerpos sin vigor, espíritus sin energía, la forma­
ción disgregada y lenta; armas descuidadas, caballos cansinos,
soldados que renegaban del sol, del polvo y de las tormentas,
reacios a emprender las faenas y mucho más dispuestos a en­
zarzarse en disputas. A eso se añadían la clásica demagogia de

92 Los más orientales o Julios.

[i 72-1
Cécina y una apatía de reciente aparición: los excesos del éxi­
to le habían habituado a la buena vida, o quizá urdía ya la
traición y desmoralizar al ejército era una de sus estratagemas.
Muchos han supuesto que los consejos de Flavio Sabino ha­
bían terminado por hacer mella en la mente de Cécina, y que
Rubrio Galo había mediado en las conversaciones: sus condi­
ciones para cambiar de bando recibirían la aprobación de Ves­
pasiano, le aseguraban; al mismo tiempo, avivaban su resenti­
miento y sus celos contra Fabio Valente insinuando que, para
Vitelio, Cécina era un segundón y sólo recuperaría posición e
influencia con un nuevo príncipe.
100 Cécina, que fiie despedido con un abrazo de Vitelio y
todos los honores, destacó a una parte de la caballería a ocu­
par Cremona. Le siguieron los estandartes de las legiones Ia,
IVa, XVa y XVIa, luego la Va y la XXIIa; cerraron la marcha
la XXIa Rapax y la Ia Itálica junto con vexilarios de las tres le­
giones británicas y una selección de auxiliares. En cuanto Cé­
cina partió, Fabio Valente escribió al ejército que había coman­
dado para que le aguardase en el camino. Eso, decía, es lo que
había acordado con Cécina. Pero éste, que estaba presente y
por esa razón tenía más peso, mintió diciendo que la decisión
se había cambiado a fin de hacer frente a la agresión con toda
la fuerza disponible. Así que las legiones recibieron orden de
apresurarse hacia Cremona y, una parte, dirigirse a Ostiglia.
El se desvió a Rávena con la excusa de arengar a la flota. Más
tarde se descubrió que tenía una cita secreta para organizar la
defección. Y es que Lucilio Baso, a quien, tras la prefectura de
un ala, Vitelio había encomendado el m ando combinado
de las flotas de Rávena y Miseno, como no había sido inme­
diatamente elegido para la prefectura del Pretorio, estaba dis­
puesto a vengar su injusto rencor con una infame traición. No
hay m odo de saber si él arrastró a Cécina o, como suele su­
ceder con los malvados, que también son afines, los empujó
una misma perversidad. 101 Los historiadores que compu­
sieron su relato de esta guerra bajo el poder de los Flavios nos
han trasmitido como causas el deseo de paz y el amor a la pa­
tria: hay que achacar a la adulación su falsedad. A nuestro
parecer, aparte de una veleidad innata y lo poco que valía su
lealtad después de traicionar a Galba, fue la rivalidad y el

[ 173 ]
resentimiento por que otros les relegaran a ojos de Vitelio lo
que les llevó a derrocar al propio Vitelio. Cécina alcanzó a las
legiones y se dispuso a socavar con todo tipo de tretas la obs­
tinada simpatía hacia Vitelio de soldados y centuriones; Baso
tuvo menos dificultad en lograr ese mismo objetivo: la lealtad
de la flota era propensa al cambio merced al recuerdo de su
reciente campaña al servicio de Otón.
LIBRO TERCERO
El sa q u eo d e C rem o n a

1 Con mejor sino y más unión debatían los jefes del bando
flaviano sus planes bélicos. Se habían reunido en Ptuj93, en
los campamentos de invierno de la XIIIa Legión. Allí discu­
tían si era preferible bloquear los Alpes de Panonia hasta que
todas las fuerzas pudiesen agruparse a sus espaldas y descargar
un ataque conjunto o si sería más valiente enfrentarse y pelear
por Italia. Los partidarios de aguardar refuerzos y aplazar la
guerra subrayaban la fuerza y fama de las legiones de Germa­
nia, aparte de que con Vitelio había llegado después el múscu­
lo del ejército de Britania: por su parte contaban con un nú­
mero inferior de legiones, además recién derrotadas, y, aun­
que feroces de palabra, la moral de los vencidos era más baja.
Pero mientras controlaban los Alpes, Muciano llegaría con
las tropas de Oriente; a Vespasiano le quedaban el mar, la flo­
ta y el entusiasmo de las provincias, gracias a las cuales podría
desencadenarse una segunda oleada. Así que, con una saluda­
ble espera, llegarían nuevas fuerzas sin sacrificar nada de las
actuales.
2 A este parecer repuso Antonio Primo (el más fervoroso
instigador de la guerra) que la velocidad resultaría ventajosa
para los suyos y fatal para Vitelio. Los vencedores estaban más

93 Poetovio, en la actual Eslovenia.

[ I//]
relajados que crecidos; ni siquiera estaban de servicio y acuar­
telados: holgazaneaban dispersos por todos los municipios de
Italia, temibles sólo para sus anfitriones, devorando placeres
inusuales con tanta ansia cuanto salvaje fue su vida anterior.
Además, el circo, el teatro y demás amenidades de la Urbe los
habían ablandado o agotado las enfermedades. Pero si se les
daba un respiro, argüía, también ellos recuperarían la energía
a medida que se preparaban para la guerra. Germania no es­
taba lejos, y de allí venían sus fuerzas; Britania, separada ape­
nas por un estrecho; al lado, las Galias e Hispanias, ambas
con hombres, caballos e impuestos. Tenían la propia Italia y
los recursos de la Capital y, si quisieran pasar al ataque, dis­
ponían de dos flotas y el Adriático desprotegido. ¿De qué ser­
viría entonces bloquear las montañas o aplazar otra guerra
hasta el verano?, ¿de dónde sacarían entretanto refuerzos y ví­
veres? Lo que había que hacer era aprovecharse precisamente
de que las legiones de Panonia, burladas más que vencidas,
no dudarían ante la oportunidad de la venganza, y de que los
ejércitos de Mesia aportasen sus fuerzas intactas. Si se tenía en
cuenta el número de soldados y no el de legiones, los flavia­
nos eran más fuertes y sin melindres; su propia humillación
serviría a la disciplina y la caballería ni siquiera había sido
derrotada: aunque el resultado de la batalla les fuera adverso,
habían roto el frente viteliano. “Entonces — añadió— dos re­
gimientos de caballería de Panonia y Mesia bastaron para
despedazar al enemigo: ahora las enseñas conjuntas de dieci­
séis regimientos, con su empuje, su ruido y hasta con su pol­
vareda, caerán como una tromba enterrando a jinetes y m on­
turas que se han olvidado de pelear. Si nadie se opone, yo
mismo me encargaré de llevar a cabo mi plan. Vosotros, con
vuestra reputación intacta, reservad a las legiones: a mí me
bastarán cohortes ligeras. Pronto escucharéis que ya está el ca­
mino franco para la tropa, que los vitelianos han sido doble­
gados. Os resultará un placer ir detrás y repasar las huellas del
vencedor.”
3 Sus palabras, pronunciadas con fuego en los ojos y un
enérgico tono de voz para que se oyesen más lejos (pues los
centuriones y algunos soldados se habían sumado al debate),
impresionaron incluso a los partidarios de la cautela. Tachan­

[178]
do de cobardía las prevenciones de éstos, la soldadesca y el
resto de los asistentes lo aclamaban como al único con hom­
bría para ser su jefe. Esta fama personal la había conseguido
de manera fulminante desde la asamblea en la que se leyeron
las cartas de Vespasiano: no se anduvo por las ramas, como
los demás, sin comprometer el sentido de sus palabras en es­
pera de acontecimientos; a él los soldados lo veían implicarse
en la causa abiertamente y, por eso, como el cómplice más se­
rio de su crimen o de su gloria.
4 El siguiente en influencia era el procurador Cornelio
Fusco. También él, habituado a cargar sin compasión contra
Vitelio, se había quedado sin ninguna escapatoria en caso de
derrota. Tampio Flaviano, indeciso por naturaleza y edad, pro­
vocaba entre los soldados la sospecha de que no había olvi­
dado su parentesco con Vitelio. Cuando se inició el levanta­
miento de las legiones se había dado a la fuga y, como luego
regresó por propia voluntad, creían que aguardaba la oportu­
nidad de traicionarlos. Lo cierto es que, después de abando­
nar Panonia, se puso fuera de peligro refugiándose en Italia y
fueron sus ambiciones políticas las que le habían empujado a
recuperar su cargo de legado y embarcarse en el conflicto ci­
vil. Le había convencido Cornelio Fusco, no porque éste pre­
cisase de las iniciativas de Flaviano, sino para que, en el mo­
mento en que su bando se estaba constituyendo, un título de
consular lo arropase con su imagen de respetabilidad.
5 Por lo demás, al objeto de que la penetración en Italia
fuese lo menos perniciosa y lo más rentable posible, se envia­
ron a Aponio Saturnino instrucciones de apresurarse con el
ejército de Mesia y, para no dejar a las provincias inermes a
merced de los bárbaros, se asoció al ejército a los cabecillas de
los sármatas jáciges que controlaban su comunidad. Proponían
éstos traerse además a su pueblo y a la fuerza de su caballería,
sus únicos poderes, pero se declinó la oferta por temor a que,
aprovechando la guerra intestina, emprendiesen una contra
Roma u olvidasen cualquier sagrado juramento si el rival les
prometía una recompensa mayor. Se ganó para la causa a Si-
dón e Itálico, reyes de los suebos, cuya sumisión a los roma­
nos era antigua y su pueblo más capaz de cumplir la palabra
dada. Se apostaron en un flanco tropas auxiliares frente a la

[1 79 ]
hostilidad de Recia, cuyo procurador era Porcio Septimio, un
hombre de inquebrantable lealtad a Vitelio. Así que se envió a
Sextilio Félix con el Ala Auriana y reclutas del Nórico a ocu­
par la ribera del río Inn, que separa la Recia del Nórico. Como
ni unos ni otros plantaron batalla, la suerte de los bandos se
jugó en otros escenarios.
6 Antonio lanzó su ataque relámpago sobre Italia con vexi-
larios de las cohortes y una parte de la caballería. Le acompa­
ñaba Arrio Varo, un duro guerrero cuya reputación habían
acrecentado el servicio a las órdenes de Corbulón y los éxitos
de la campaña de Armenia. Se decía, sin embargo, que, en
conversaciones secretas con Nerón, había presentado cargos
contra los méritos de Corbulón: con ese infame favor había
conseguido su ascenso a primipilo — una satisfacción m o­
mentánea y mal ganada que se convertiría más tarde en su
desgracia.
Después de tom ar Aquileya, Primo y Varo son acogidos
con los brazos abiertos en las poblaciones vecinas así como
en Oderzo y Altino. En Altino dejan una guarnición contra la
flota de Rávena, de cuya defección aún no tienen noticia.
Luego ganaron para su causa Padua y Este. En esta localidad
se enteraron de que tres cohortes vitelianas y un regimiento
de caballería (el Ala Sebosiana) habían acampado en Foro de
Alieno94 después de construir un pontón. Era una buena
oportunidad de atacar a un enemigo, como también se les in­
formó, desprevenido. Al amanecer sorprendieron a casi todos
desarmados. Los atacantes tenían órdenes de matar a unos
pocos y obligar al resto, por miedo, a mudar lealtades. Y al­
gunos se rindieron de inmediato, pero la mayoría cortó el ca­
mino a sus perseguidores deshaciendo el pontón.
7 Cuando se divulgó esta victoria y que el primer golpe de
la guerra lo habían dado los flavianos, las legiones VIIa Gal-
biana y XIIIa Gémina, con el legado Vedio Áquila, se presen­
tan eufóricas en Padua. Allí se tomaron unos días de reposo y
el prefecto de campamento de la VIIa Legión, Minicio Justo,
que imponía una disciplina demasiado férrea para una guerra

,4 En los alrededores del actual Legnago, en el Véneto.

[i 80]
civil, hubo de ser sustraído a la furia de los soldados y envia­
do ante Vespasiano. Un hecho largamente anhelado cobró
trascendencia y sentido inesperados: Antonio ordenó reponer
en todos los municipios las estatuas de Galba que la discordia
de los tiempos había derribado de sus pedestales. Pensaba que
beneficiaría la imagen de su causa si se creía que el principa­
do de Galba le complacía y rehabilitaba a sus partidarios.
8 La siguiente cuestión fue dónde situar el cuartel general.
Verona resultó elegida, rodeada como estaba de campo abier­
to para la lucha a caballo, en la que eran superiores; además,
privar a Vitelio de una colonia poderosa parecía una ventaja
objetiva y propagandística. Bastó con pasar por Vicenza para
hacerse con ella: poca cosa en sí misma (era un municipio
con escasas fuerzas), supuso un gran hito considerando que
allí había nacido Cécina y que se había arrebatado al jefe de
los enemigos su patria chica. Verona mereció la pena: el
ejemplo y los recursos de sus habitantes fueron de provecho
para el bando flaviano. Al mismo tiempo, desplegado frente
a la Recia y los Alpes Julios y Nóricos, su ejército se interpo­
nía a la posibilidad de que los ejércitos de Germania se abrie­
sen paso.
Todo esto lo ignoraba Vespasiano o lo habría vetado: de he­
cho, sus instrucciones eran las de detener la guerra en Aqui-
leya y aguardar a Muciano. A esas órdenes añadía su idea de
que, previo control de Egipto, sus depósitos de grano y los
impuestos de las provincias más ricas, podría forzarse la ren­
dición del ejército viteliano por carencia de sueldos y de trigo.
Muciano hacía las mismas advertencias en reiteradas cartas,
so pretexto de una victoria incruenta y sin luto y otras cosas
por el estilo, pero en realidad movido por el ansia de gloria y
el deseo de reservarse todo el brillo de la guerra. Lo cierto es
que, desde aquel distante confín de la tierra, las advertencias
llegaban después de los hechos.
9 Así pues, Antonio efectuó una incursión repentina con­
tra posiciones enemigas: una escaramuza sirvió para tantear
los ánimos y los contendientes se separaron en igualdad. Más
tarde, Cécina se hizo fuerte entre Ostiglia, aldea de Verona, y
los pantanos del río Tártaro, un emplazamiento seguro habi­
da cuenta de que le cubría las espaldas el río Po y los flancos,

[i8i]
la barrera pantanosa. Si hubiera sido leal, podría haber aplas­
tado con todas las fuerzas vitelianas a las dos legiones (puesto
que aún no se les había añadido el ejército de Mesia) o les hu­
biese obligado a dar la vuelta y abandonar Italia en una reti­
rada humillante. Pero Cécina, con sucesivas demoras, conce­
dió al enemigo los lances iniciales de la guerra dedicándose a
increpar por carta a quienes estaba en condiciones de desalo­
jar por la fuerza —a la espera de que sus emisarios le confir­
masen que la traición estaba pactada. Mientras tanto llegó
Aponio Saturnino con la legión VIIa Claudiana. Al frente
de la legión estaba el tribuno Vipstano Mésala, un hombre de
ilustres ancestros, gran personalidad y el único que puso hon­
radez en esa guerra. A estas tropas en absoluto equiparables a
las vitelianas (no eran más que tres legiones) les escribió Cé­
cina reprochando la insensatez de blandir armas ya vencidas.
Añadía elogios a la bravura del ejército de Germania, conta­
das y triviales alusiones a Vitelio —y ni el menor insulto a
Vespasiano. Nada, en suma, que pudiera seducir o intimidar
al enemigo. En su respuesta, los jefes del bando flaviano no se
pararon a alegar nada sobre los trances del pasado: se expre­
saron en términos grandilocuentes sobre Vespasiano, mani­
festando lealtad a su causa, confianza en su ejército y hostili­
dad hacia Vitelio. A los tribunos y centuriones les daban espe­
ranzas de conservar cuanto Vitelio les hubiera otorgado, y al
propio Cécina le proponían sin rodeos que cambiara de ban­
do. Las cartas se leyeron ante la asamblea y consiguieron ele­
var la moral de la tropa, porque el lenguaje de Cécina les sonó
recatado, como si temiera ofender a Vespasiano; el de sus je­
fes, en cambio, despectivo, con clara intención de injuriar a
Vitelio.
10 Con la llegada de dos nuevas legiones (la IIIa, coman­
dada por Dilio Aponiano y la VIIIa, por Numisio Lupo) se
decidió hacer una exhibición de fuerza y amurallar Verana
tras un cinturón defensivo. La suerte quiso que a la legión
Galbiana le correspondiera trabajar en el sector de la muralla
que encaraba al adversario y, al aparecer en la lejanía la caba­
llería de los aliados, cundió la falsa alarma de que eran ene­
migos. Corren a tomar las armas convencidos de que les han
traicionado. La furia de los soldados descargó contra Tampio

ti 8i]
Flaviano sin ningún fundamento: la antipatía que le tenían
de antemano fue suficiente para que una turbamulta exigiese
su muerte. A gritos repetían que era pariente de Vitelio, que
había traicionado a Otón, que se había embolsado los do­
nativos que les pertenecían. De nada le valían a Flaviano sus
alegatos, por mucho que tendiese manos suplicantes, se arras­
trase por el suelo hasta desgarrarse los vestidos o los hipidos
se le agolparan en el pecho y en la boca. Todo eso no servía
más que para irritar a sus agresores, persuadidos de que el mie­
do exagerado era prueba de la culpa. Aponio intenta hablar,
pero el griterío de los soldados ahoga sus palabras; los abu­
cheos y clamores mantienen a raya a los demás. Sólo Antonio
consigue que los soldados le presten oídos: además de elo­
cuencia y recursos capaces de sosegar a la soldadesca, poseía
autoridad. Cuando la revuelta se encrespaba y estaban a pun­
to de pasar de las insolencias y exabruptos a las manos y las
armas, ordena cargar de cadenas a Flaviano. La tropa se sintió
burlada y, después de quitar de en medio a quienes le custo­
diaban, se proponía ajusticiarlo. Antonio se interpuso con la
espada desenvainada, jurando que estaba dispuesto a morir a
manos de los soldados o propias. Cuando veía a un cono­
cido al que distinguían sus condecoraciones, lo llamaba por
el nombre en su auxilio. Luego, vuelto hacia las enseñas, se
puso a rogar a las divinidades de la guerra que infundieran
toda aquella locura y aquella discordia a los ejércitos enemi­
gos —hasta que el motín fue perdiendo fuerza y, como el día
llegaba a su fin, cada cual se fue a recoger a su tienda. Esa mis­
ma noche partió Flaviano y una carta cruzada de Vespasiano
le salvó del peligro.
11 Las legiones parecían infectadas por una peste. Contra
Aponio Saturnino, el legado del ejército de Mesia, su ataque
fue más virulento por el hecho de que estallaron en pleno día
—no como antes, cansadas ya por la jornada de faena— des­
pués de que se difundiera una carta supuestamente escrita por
Saturnino a Vitelio. Si en otro tiempo competían en coraje y
disciplina, ahora lo hacían en desfachatez e insolencia: no
iban a exigir la ejecución de Aponio con menos violencia que
la de Flaviano. Lo cierto es que las legiones de Mesia, recor­
dando que habían ayudado a las de Panonia en su venganza,

[183]
y las de Panonia, sintiéndose disculpadas por el motín de los
otros, se disponían a repetir su crimen alegremente. Se enca­
minan a los jardines donde Saturnino tenía su residencia y no
fue Primo ni Aponiano ni Mésala, aunque lo intentaron por
todos los medios, quienes rescataron a Saturnino, sino la os­
curidad del escondite en que se ocultaba —las calderas de
unos baños ocasionalmente sin servicio. Más tarde se refugió
en Padua sin la compañía de sus lictores.
C on la marcha de los dos consulares, Antonio quedó
como única autoridad efectiva sobre ambos ejércitos: sus
iguales le cedieron la prioridad y los soldados se pusieron en
sus manos con entusiasmo. Y no faltaron quienes pensaban
que los dos motines se debían a maniobras de Antonio para
aprovecharse en exclusiva de la guerra.
12 Tampoco reposaban los ánimos en el bando viteliano:
en este caso y para mayor desgracia, la intranquilidad no la
causaba la suspicacia de la tropa, sino la deslealtad de los ofi­
ciales. El prefecto de la flota de Rávena, Lucilio Baso, había
aprovechado la tibieza de sus soldados —procedentes en su
mayoría de Dalmacia y Panonia, provincias bajo control de
Vespasiano— para atraerlos a su bando. Eligieron la noche
para la traición, al objeto de que sólo los renegados se con­
gregaran en el puesto de mando sin que los demás lo supie­
ran. Baso, por vergüenza o miedo, se quedaba aguardando en
casa el resultado. Con gran alboroto, los trierarcos la empren­
den contra las efigies de Vitelio y, después de pasar a cuchillo
a los pocos que ofrecieron resistencia, los deseos de cambio
iban animando al resto de la tropa a inclinarse por Vespasia­
no. Sólo entonces se aventura Lucilio a presentarse pública­
mente como promotor de la sedición.
La flota escoge como prefecto a Cornelio Fusco, quien lle­
gó corriendo. A Baso, honorablemente custodiado, lo trans­
portan a bordo de una libúrnica hasta Atria, donde el prefecto
de caballería Memio Rufino, que actúa allí como comandan­
te de la guarnición, lo pone bajo arresto. Pero le sueltan ense­
guida gracias a la intervención del liberto imperial Hormo:
hasta éste pasaba por jefe.
13 En cuanto corre la voz de que la flota ha desertado, Cé­
cina convoca en el puesto de mando a los centuriones pri­

[184]
meros y a un puñado de soldados: los demás ya se han mar­
chado a sus tareas y la reserva está asegurada. Allí hace elogio
de los méritos de Vespasiano y de la fuerza de su partido: la
marina se ha pasado a su bando, escasean las provisiones, las
Galias e Hispanias son hostiles, en la Capital nada es de fiar.
Todo lo que dice sobre Vitelio es negativo. A continuación,
sus cómplices dan ejemplo y los demás, aturdidos por el cam­
bio, se ven forzados a prestar juramento a Vespasiano. Inme­
diatamente se arrancaron las efigies de Vitelio y se enviaron
emisarios a Antonio con la noticia. Pero cuando el rum or de
la traición llega a todos los rincones del campamento, los sol­
dados regresan corriendo al puesto de mando; al ver que se
ha inscrito el nombre de Vespasiano y las efigies de Vitelio es­
tán por el suelo, al principio enmudecen, luego todo explota
de un golpe: ¿tan bajo había caído el honor del ejército de
Germania que, sin lucha, sin una herida, se entregaban ata­
dos de manos y rendidas las armas? Y ¿quiénes eran los ri­
vales? ¡Pero si eran legiones vencidas! Y ni siquiera estaban
la Ia y la XIVa, el verdadero músculo del ejército otoniano
— a las que, sin embargo, habían aplastado y triturado en
aquellos mismos campos. ¡Regalar a ese desterrado de Anto­
nio tantos miles de hombres armados como si fuesen una re­
ata de esclavos! ¡Nada menos que ocho legiones a remolque
de una insignificante escuadra! Lo que Baso pretendía, lo que
pretendía Cécina, después de haberle quitado al príncipe sus
mansiones, jardines y riquezas, era quitarle al príncipe tam­
bién sus soldados y a los soldados, su príncipe. Sin una baja,
sin un mal rasguño y sin valor siquiera a ojos de los flavianos,
¿qué iban a responder cuando les preguntasen por éxitos o
fracasos?
14 Eso vociferaban uno tras otro o todos a coro, a empu­
jones de su indignación. Por iniciativa de la Va Legión, una
vez repuestas las efigies de Vitelio, maniatan a Cécina; esco­
gen por jefes a Fabio Fábulo, legado de la Va Legión, y Casio
Longo, prefecto de campamento; acuchillan a los soldados de
tres libúrnicas que aparecen por casualidad, ignorantes de lo
sucedido y sin ninguna culpa; abandonan el campamento y,
tras cortar un puente, vuelven a Ostiglia. De allí se dirigen
a Cremona con intención de unirse a las legiones Ia Itálica

[185]
y XXIa Rapax, a las que Cécina había destacado a ocupar Cre­
mona con parte de la caballería.
15 Cuando se enteró, Antonio decidió atacar a los ejércitos
enemigos, enfrentados por la discordia y con las fuerzas divi­
didas, antes de que retornase a los jefes la autoridad, a los sol­
dados la disciplina y, ya reunidas, la confianza a las legiones.
Suponía que Fabio Valente había salido de Roma y apretaría
el paso al saber de la traición de Cécina —y Fabio guardaba
lealtad a Vitelio sin ser un novato en asuntos militares. Al mis­
m o tiempo el enorme poderío de las tropas de Germania
amenazaba por la Recia, y Vitelio había reclamado refuerzos
de Britania y de la Galia e Hispania —una hecatombe bélica
si Antonio, precisamente porque la temía, no hubiese antici­
pado la victoria con una rápida batalla.
C on su ejército al completo, se traslada de Verona a Be­
driaco en dos jornadas. Al día siguiente, dejó a las legiones
ocupadas en las obras de fortificación y envió a las cohortes
auxiliares a los campos de cultivo de Cremona para que, so
pretexto del abastecimiento, los soldados se aficionasen a de­
predar a los civiles; él mismo avanzó con cuatro mil jinetes
hasta ocho millas de Bedriaco, a fin de que el saqueo fuese
más libre. Los exploradores, como de costumbre, cubrían más
terreno.
16 Era casi la quinta hora del día95 cuando un jinete al ga­
lope anunció que el enemigo se aproximaba: unos pocos iban
en avanzadilla pero se podía escuchar movimiento y estruen­
do en una gran extensión. Mientras Antonio medita cómo ac­
tuar, Arrio Varo, ansioso por intervenir, cargó con los jinetes
más aguerridos contra los vitelianos. Les infligió bajas poco
importantes: con la llegada de numerosos adversarios, se vol­
vieron las tornas y los perseguidores más encarnizados se en­
contraban a cola de la retirada.
Las prisas no eran idea de Antonio, quien preveía lo suce­
dido. Tras arengar a los suyos a pelear sin desánimo, desdobla
sus escuadrones a los flancos dejando un pasillo abierto en el
centro donde amparar a Varo y sus jinetes. Las legiones reci-

95 En tom o a las 11 de la mañana.


ben órdenes de tomar las armas; por los campos corre la con­
signa de abandonar el saqueo y trabar combate en el punto
más cercano. Entretanto, Varo alcanza despavorido al grueso
de sus compañeros sembrando el pánico entre ellos. En la
desbandada, los sanos se mezclan con los heridos, chocando
unos con otros víctimas de su propio miedo y la angostura de
los caminos.
17 En medio de semejante caos, Antonio nunca faltó a sus
deberes de jefe valeroso y bravísimo soldado: salía al paso de
los acobardados, contenía a los que flaqueaban; allí donde
había más que hacer, donde había un atisbo de esperanza,
sus avisos, su voz y sus manos eran una alerta para el enemi­
go y un faro para los suyos. A tal punto le arrastró su fervor
que atravesó con su lanza a un portaestandartes que se daba
a la fuga: luego, recogió el estandarte y lo volvió contra el
enemigo.
Avergonzados por el ejemplo, un grupo de apenas cien ji­
netes mantuvo las posiciones. El terreno puso de su parte: la
ruta se estrechaba allí y estaba roto el puente sobre un arroyo
de lecho inseguro y escarpadas orillas que se interponían im­
pidiendo la huida. ¿Destino o azar? Uno de los dos recompu­
so un bando ya desplomado.
Sacando valor unos de otros y apretando filas, hacen fren­
te a los vitelianos, que se desparraman con imprudencia —y
la respuesta les deja estupefactos. Antonio persigue a los que
retroceden y derriba a los que dan la cara; los demás, mien­
tras tanto, guiados por su instinto, despojan, capturan,
arrebatan armas y caballos. Y sus gritos de júbilo convocan a
la victoria a quienes poco antes huían por los sembrados en
desbandada.
18 A cuatro millas de Cremona refulgían las enseñas de las
legiones Rapax e Itálica, atraídas hasta allí por el prometedor
comienzo de la batalla para su caballería. Pero cuando la suer­
te se volvió adversa, no abrieron líneas, no ampararon a sus
compañeros desconcertados, no se atrevieron a pasar a la ac­
ción y atacar a un enemigo fatigado de correr y luchar por tan
largo trecho: de repente se encontraban vencidos y, a las du­
ras, comprendían cuánto necesitaban un jefe que no habían
echado de menos a las maduras. Contra sus líneas desorienta­

[187]
das embiste la caballería vencedora y le sigue el tribuno Vips­
tano Mésala con los auxiliares de Mesia, a los que, a pesar de
su ritmo veloz, muchos legionarios seguían el paso: de ese
modo, un tropel de infantes y jinetes quebró la formación le­
gionaria. Y las cercanas murallas de Cremona, cuantas más es­
peranzas de refugio ofrecían, menos invitaban a la resistencia.
Tampoco Antonio insistió más, consciente del esfuerzo y las
heridas con que batalla tan incierta, pese a su final favorable,
había castigado a jinetes y monturas.
19 Con las sombras de la tarde llegó todo el grueso del ejér­
cito flaviano. Y al pasar por los montones de cadáveres y los
recientes vestigios de la matanza, como si la guerra se hubiese
acabado, exigen marchar a Cremona y aceptar la rendición de
los vencidos —o conquistarla. Eso decían en alto, hermosas
palabras; pero lo que cada uno pensaba para sus adentros era
que una colonia asentada en el llano podía tomarse al asalto:
para atacarla de noche no hacía falta más audacia, pero la li­
bertad para saquearla sí era mayor. Sin embargo, si esperaban
al amanecer habría paz, habría súplicas y, a cambio de su es­
fuerzo y sus heridas, se llevarían clemencia y gloria — o sea,
nada— mientras las riquezas de los cremonenses irían a parar
al bolsillo de los prefectos y los legados: las ciudades con­
quistadas eran botín para los soldados, las que capitulaban
pertenecían a los oficiales.
Ignoran a centuriones y tribunos y, para que la voz de nin­
guno se oiga, baten armas, amenazando con la desobediencia
si no los llevan. 20 Entonces Antonio se metió entre las filas
y, cuando su presencia y autoridad impusieron silencio, co­
menzó a asegurarles que no iba a privar de beneficio moral ni
material a quienes tanto los merecían, pero cada parte, tropa
y jefes, tenía su tarea. A los soldados les correspondía la com­
batividad; los jefes sacaban más provecho de la prudencia, la
reflexión y, a menudo, más de la paciencia que de la temeri­
dad. Si antes había contribuido a la victoria con sus manos y
sus armas, como exige la virilidad, ahora lo haría con los ins­
trumentos propios del jefe: el cálculo y la cordura. Sobre los
peligros que acechaban, no cabía duda: la noche, una ciudad
desconocida y, en su interior, el enemigo con todo a su favor
para las emboscadas. Ni con las puertas abiertas habría que

[ i 8 8]
entrar —no, sin antes inspeccionarla y sólo de día. ¿Se atreve­
rían a emprender el asalto sin luz suficiente para ver cuál era
el punto más adecuado, qué altura tenían las murallas, si con­
venía un ataque con catapultas y proyectiles o con zanjas y
parapetos? Luego, dirigiéndose uno por uno a los soldados,
les iba preguntando si traían consigo las hachas, picos y de­
más pertrechos para asaltar ciudades. Y como meneaban la ca­
beza, dijo:
“¿Es que hay manos capaces de derribar y socavar murallas
con espadas y jabalinas? Si hubiera que levantar una platafor­
ma, si necesitáramos protegernos con manteletes y cañizos,
¿nos quedaríamos plantados como mentecatos, mirando em­
bobados la altura de las torres y las defensas del adversario?
¿No será mejor esperar una noche, una sola noche, traer las
catapultas y la maquinaria y presentarnos con la fuerza y la
victoria?”
Y, sin más, envía a Bedriaco a los menestrales, escoltados
por los jinetes más descansados, en busca de las provisiones y
demás utensilios.
21 Pero la tropa no se contentó con eso y a punto estaba
del amotinamiento. Fue entonces cuando unos jinetes que se
habían internado hasta el pie de las murallas redujeron a
unos transeúntes de Cremona: por ellos se supo que las seis
legiones vitelianas y el cuerpo de ejército acantonado en Os-
tiglia al completo habían recorrido en un solo día treinta mi­
llas al enterarse de la derrota de los suyos. Prestos para el
combate, su llegada era inminente. Esta amenaza abrió las
mentes obcecadas de los soldados a las sugerencias de su
comandante: ordena que la XIIIa Legión ocupe el ancho de
calzada de la Vía Postumia; junto a ella, por la izquierda,
se situó la VIIa Galbiana a campo abierto y, a continuación,
la VIIa Claudiana atrincherada en una acequia (pues así era
el terreno). A la derecha, la VIIIa se desplegó a lo largo de un
lindero desguarecidç y más allá la IIIa, parapetada tras una
tupida plantación. Esa era la disposición de águilas y ense­
ñas: en medio de la oscuridad, los soldados se mezclaron al
azar. El estandarte pretoriano quedó al lado de la IIIa, las co­
hortes de auxiliares en las puntas, la caballería en semicírcu­
lo, cubriendo flancos y retaguardia. Los suebos Sidón e Itáli­

[1 8 9 ]
co se movían en primera línea con un grupo escogido de sus
paisanos.
22 En cuanto al ejército viteliano, lo más sensato hubiera
sido descansar en Cremona y, después de comer y dormir
para recuperar fuerzas, asestar a la mañana siguiente el golpe
definitivo a un enemigo extenuado ya por el frío y el hambre.
Sin embargo, descabezados como estaban y sin planes, aco­
meten contra los flavianos a la tercera hora de la noche96,
cuando éstos ya se han organizado. Sobre el orden de com­
bate de los vitelianos, descompuesto por la furia y la oscuri­
dad, no me atrevo a hacer afirmaciones tajantes, aunque otros
han relatado que la legión IVa Macedónica ocupaba el ala de­
recha de su formación, la Va y la XIVa, junto con estandartes
de la IXa, IIa y XXa —las legiones británicas— , el centro y
la XVIa, la XXIIa y la Ia el ala izquierda. Todas la líneas de la
Rapax y la Itálica estaban mezcladas; la caballería y los auxi­
liares decidieron por su cuenta las posiciones.
La batalla duró toda la noche, con alternativas, incierta, te­
rrible, funesta para unos y luego para otros. De nada servían
la mente y los músculos: ni siquiera los ojos atisbaban. Armas
idénticas en otro y otro campo, contraseñas reveladas a cual­
quiera que preguntara, estandartes que cambiaban de bando
conforme una partida de enemigos los capturaba, volando de
acá para allá. Especial desgaste sufrió la VIIa Legión, recluta-
da poco antes por Galba: seis centuriones de primera clase ca­
yeron muertos, algunas enseñas les fueron arrebatadas; para
no perder incluso el águila, el centurión primipilo Atio Vero
tuvo que hacer estragos entre el enemigo y al final le costó
la vida.
23 El frente cedía y, para reforzarlo, Antonio hizo venir a
los pretorianos: al entrar éstos en combate, rechazan al enemi­
go —pero enseguida son rechazados. Y es que los vitelianos
habían concentrado su artillería sobre la calzada de la vía a fin
de disparar los proyectiles sin estorbos: los primeros lanza­
mientos habían caído dispersos, estrellándose contra los ar­
bustos sin herir al enemigo, pero una balista de la XVIa Le­

96 Las 8.

[190]
gión, de tamaño extraordinario, empezó a tundir el campo
enemigo con piedras enormes. Y hubiese sembrado la des­
trucción a no ser por el heroísmo de dos soldados que, camu­
flándose tras escudos arrebatados a los cadáveres, cortaron
las correas de los tensores. Fueron acribillados inmediata­
mente y por eso sus nombres cayeron en el olvido, pero de su
hazaña no cabe duda.
No se decantaba la fortuna por ninguno de los bandos,
hasta que, avanzada la noche, salió la luna para arrojar luz so­
bre el campo de batalla —y también engaño. Los favorecidos
fueron los flavianos, que la tenían a la espalda: las sombras de
hombres y caballos se agrandaron y, creyendo alcanzar los
cuerpos, los proyectiles del adversario se quedaban cortos.
Los vitelianos, con la claridad iluminándoles de cara, se sen­
tían como blancos expuestos a tiradores ocultos.
24 Así que Antonio, en cuanto pudo distinguir a los suyos
y ellos distinguirle a él, aprovechó para espolearlos: a unos,
provocándolos con insultos y apelando a su amor propio; a la
mayoría, con halagos y arengas; a todos, a base de esperanzas
y promesas. A las legiones de Panonia les preguntaba para
qué habían tomado las armas enfurecidos: aquéllos eran los
campos, les decía, en los que podrían lavarla mácula de su pa­
sada ignominia y recuperar la gloria. A continuación, diri­
giéndose a los de Mesia, los llamaba “cabecillas y promotores
de la guerra”: de nada serviría haber desafiado a los vitelianos
con amenazas y palabras, si no soportaban ahora enfrentarse
a sus manos y sus miradas. Eso les iba diciendo conforme se
acercaba a unos u otros. Se entretuvo con los de la IIIa, re­
cordándoles su historia antigua y reciente: el triunfo sobre los
partos a las órdenes de Marco Antonio, sobre los armenios a
las de Corbulón o, poco antes, sobre los sármatas. Luego
abroncó a los pretorianos: “Pueblerinos”, les dijo, “si no ven­
céis, ¿qué otro emperador, qué otro campamento os abrirá las
puertas? Ahí enfrente tenéis vuestras armas y enseñas y, para
los vencidos, la muerte: la copa de la ignominia ya la habéis
apurado”. Se escuchó un clamor general y los de la IIIa, como
se acostumbra en Siria, saludaron al sol naciente.
25 Corrió entonces un rum or incierto —o quizá suscitado
adrede por el propio jefe— de que Muciano había llegado y

[191]
los ejércitos se cruzaban saludos. Los flavianos se ponen en
marcha convencidos de que tropas frescas les han reforzado
mientras las líneas vitelianas se han ido diluyendo puesto que,
sin gobierno, era el empuje o el pavor de cada cual lo que las
concentraba o dispersaba. Al darse cuenta Antonio de que es­
tán desconcertados, termina por sembrar la confusión acome­
tiendo en columna cerrada. Faltas de consistencia, las filas se
deshacen y no encuentran manera de recomponerse porque
se lo impiden carruajes y máquinas. A todo lo largo de la Vía
Postumia se lanzan en su persecución los vencedores.
Esta matanza fue más señalada porque un hijo le quitó la
vida a su padre. Referiré los hechos y nombres al dictado de
Vipstano Mésala: un hombre de Hispania, Julio Mansueto,
enrolado en la Legión Rapax, había dejado en casa un hijo to­
davía adolescente. Más tarde, cuando éste se hizo adulto, ha­
bía sido reclutado por Galba para la VIIa. La suerte quiso que
tuviese a su padre enfrente y le derribase de un tajo: obser­
vando al moribundo, se reconocen mutuamente. Abrazado al
cadáver y entre sollozos, imploraba que los manes paternos se
aplacasen y no se volviesen en su contra por parricida: el cri­
men, decía, era colectivo y, ¿qué significaba un soldado entre
tantos ciudadanos en armas? Al tiempo, recogía el cuerpo, ca­
vaba en el suelo y rendía a su padre un último homenaje. De
eso se percataron los más cercanos, luego otros más, hasta
que por todo el campo de batalla se extendieron el pasmo y
los lamentos y maldiciones contra guerra tan cruel. Pero no
por eso se vuelven más remisos a la hora de despojar a familia­
res, parientes y hermanos degollados: mientras hablan de que
se ha cometido un crimen, lo están cometiendo.
26 Al llegar a Cremona se enfrentan con una nueva e in­
gente tarea. Durante la guerra con Otón, los soldados de Ger­
mania habían levantado su campamento frente a las murallas
cremonenses y una empalizada alrededor del campamento, y
con posterioridad habían reforzado esas construcciones. Ante
el espectáculo, los vencedores se quedaron parados, sin que
sus jefes supieran qué órdenes dar: emprender el asedio con
un ejército fatigado tras un día y una noche de combates era
asunto arduo y, sin ayuda a mano, poco seguro; pero si regre­
saban a Bedriaco, el esfuerzo de marcha tan larga se haría di-

[i 9í ]
fïcil de soportar y quedaría la sensación de que la victoria no
había servido de nada. Construir un campamento con el ene­
migo tan próximo era también arriesgado: podrían cogerles
dispersos y afanados en el trabajo con una salida por sorpre­
sa. Pero, por encima de todo, lo que les asustaba eran sus pro­
pios soldados, más dispuestos a la aventura que a la paciencia:
para ellos, no trae cuenta lo seguro y la temeridad promete.
La muerte, las heridas, la sangre —todo lo compensaba el an­
sia de botín.
27 Antonio se decantó por esta idea y ordenó poner cerco
al fortín. Al principio se produjo un intercambio lejano de fle­
chas y piedras en el que los flavianos llevaron la peor parte,
porque les disparaban proyectiles desde arriba. Después, An­
tonio asignó tramos de empalizada y puertas a las distintas le­
giones, a fin de que el reparto del trabajo distinguiera a co­
bardes y valientes y encontrasen estímulo en competir por su
honor. Los aledaños de la ruta de Bedriaco correspondieron a
la IIIa y la VIIa; la parte derecha de la empalizada, a la VIIIa
y VIIa Claudiana; los soldados de la XIIIa centraron su em­
peño en la puerta de Brescia. Hay una breve pausa mientras las
legiones recogen azadones de los campos cercanos y otros
guadañas y escalas: luego se aproximan en cerrada formación
de “tortuga” sosteniendo los escudos sobre sus cabezas. Los
dos bandos exhiben tácticas romanas: los vitelianos vuelcan
cargas de piedra de gran peso y, cuando la “tortuga” afloja y
se desmembra, tientan con picas y lanzas hasta que, deshe­
cha finalmente la trama de escudos, dejan el suelo cubierto
de muertos y lisiados.
Con la gran carnicería habrían llegado también los titu­
beos, de no ser porque los jefes flavianos, viendo que sus sol­
dados estaban agotados y que no había arenga que les hiciese
efecto, les pusieron Cremona por señuelo. 28 Si esto se le
ocurrió a Hormo, como afirma Mésala, o hay que hacer más
caso a Gayo Plinio, que acusa a Antonio, no resulta fácil de
decidir: en cualquier caso, ni Antonio ni Hormo podían ya
empeorar su reputación ni su vida con un crimen así, por re­
pugnante que fuera. Ya no hubo sangre ni heridas que les
disuadieran de socavar el muro y golpear las puertas. Subién­
dose a hombros de otros y encaramados encima de una “tor­

Í193]
tuga” rehecha, se aferraban a las armas y los brazos de los ene­
migos —juntos rodaban indemnes y heridos, medio muertos
y agonizantes, con las más variadas formas de perecer y todos
los rostros de la muerte.
29 La porfía más enconada la sostenían las legiones IIIa
y VIIa, y a esa misma zona se había dejado caer su jefe Anto­
nio con un grupo escogido de auxiliares. Como los vitelianos
no podían contener aquella terca competencia interna y sus
disparos se estrellaban contra la “tortuga”, al final arrojaron
sobre los asaltantes la propia balista, la cual, si bien de entra­
da abrió una brecha y aplastó a cuantos encontró a su paso,
también arrastró en su caída las almenas y desmochó la empa­
lizada. Al mismo tiempo, una torre aneja cedió a los impac­
tos de piedras: mientras los soldados de la VIIa forman cuña
por allí, los de la IIIa deshicieron la puerta a hachazos y man­
dobles. Todos los autores están de acuerdo en que el primero
que penetró fue el soldado de la IIIa Legión Gayo Volusio:
puso pie en la muralla, derribó a los que resistían y haciendo
señas, gritó: “¡Hemos conquistado el campamento!”. Los de­
más irrumpieron cuando ya los vitelianos huían despavoridos
saltando desde la empalizada. El descampado entre el fortín y
las murallas de Cremona quedó cubierto de cadáveres.
30 Y otra vez el esfuerzo mudaba de cara: murallas impo­
nentes, torres de cantería, puertas con trancos de hierro, sol­
dados con las saetas zumbando, la población de Cremona,
numerosa y comprometida con el bando viteliano —y una
gran parte de Italia, congregada allí con motivo de la feria que
por esas fechas se celebraba: su multitud era un refuerzo para
los defensores y la presa de su riqueza un aliciente para los
asaltantes.
Antonio ordena prender antorchas y pegar fuego a los más
elegantes edificios extramuros, a ver si la ruina de sus propie­
dades empujaba a los cremonenses a trocar lealtades. Además,
con los soldados más combativos, ocupa los tejados próxi­
mos a las murallas y que superan la altura de la fortificación:
desde allí hostigan a los defensores a base de vigas, tejas y teas.
31 Se agolpaban ya unos legionarios en “tortugas” y dispa­
raban otros flechas y piedras cuando, poco a poco, empezó a
decaer el ánimo de los vitelianos. Cuanto más alta era su gra­

[19 4]
duación, menos dispuestos estaban a resistir por miedo a que,
arrasada también Cremona, ya no hubiese compasión y toda
la ira de los vencedores descargase no sobre la soldadesca
indigente, sino sobre tribunos y centuriones, cuya muerte sí
compensaba. Los soldados rasos, despreocupados por el por­
venir y confiados en el anonimato, se obstinaban: deambu­
lando por las calles o escondidos en casas, ni siquiera pedían
la paz cuando habían renunciado ya a la guerra. Los oficiales
hacen desaparecer las menciones y efigies de Vitelio; a Céci-
na, que todavía seguía encadenado, le liberan de sus grilletes
y le ruegan que interceda en su favor. Altanero, rehúsa y ellos
le atosigan con sus llantos: el colmo de la desgracia, tantos
hombres valientes suplicando la ayuda de un traidor. Poco
después desde lo alto de las murallas hacen ondear ramas de
olivo e ínfulas97. Cuando Antonio ordenó detener los dispa­
ros, sacaron las enseñas y águilas: tras ellas marchaba una las­
timera formación de hombres desarmados que no levantaban
la vista del suelo. Los vencedores les habían rodeado y, al
principio, les lanzaban insultos y amagaban golpes: luego,
como los vencidos no escondían sus semblantes a las ofensas
y todo lo soportaban sin asomo de rebeldía, fueron recordan­
do que aquéllos eran los mismos que, no hacía mucho, re­
nunciaron a abusar de su victoria en Bedriaco. Pero cuando
Cécina se abrió paso entre la muchedumbre haciendo alarde,
en tanto que cónsul, de pretexta y lictores, los vencedores es­
tallaron: le echaban en cara su presunción, su crueldad e
incluso (hasta ese punto son crímenes que repugnan) su trai­
ción. Antonio se interpuso y, bajo custodia, lo remitió a Ves­
pasiano.
32 Entretanto la población de Cremona sufría el acoso de
los guerreros y les rondaba ya la muerte cuando la súplicas
de los oficiales calmaron a los soldados. Convocados a una
asamblea, Antonio habló con grandilocuencia a los vencedo­
res, con clemencia a los vencidos y se reservó sus juicios sobre
Cremona. Aparte de su congénito apetito de saqueo, u n anti­
guo resentimiento impelía al ejército a arrasar Cremona: esta-

97 Símbolos de rendición: véase I, 66.

[ipil
ban convencidos de que la ciudad había apoyado al bando vi-
teliano ya en la guerra contra Otón; más tarde, los soldados de
la XIIIa Legión a los que se había encargado la construcción
de un anfiteatro habían tenido que aguantar las chulescas
pendencias típicas del descaro de la gente de ciudad. Aumen­
taba su rencor el espectáculo de gladiadores que allí había or­
ganizado Cécina, su reiterado uso como base de operaciones
y el suministro de víveres a los vitelianos en el frente. Algunas
mujeres, empujadas por su fervor partidista hasta el campo de
batalla, habían resultado muertas. Además, la circunstancia
de la feria proyectaba la imagen de una mayor opulencia so­
bre una colonia ya de por sí rica.
Los demás oficiales quedaron en la sombra, pero su fama y
fortuna habían dejado a Antonio expuesto a todas las mira­
das. A fin de lavarse la sangre, visitó de inmediato los baños.
Se quejó de que el agua estaba tibia y entonces se oyó una
voz: “En seguida haremos que la calienten”. Esa fiase de un es­
clavo le granjeó todos los odios de quienes creyeron ver en ella
la señal para incendiar Cremona, que ya ardía.
33 Hicieron irrupción cuarenta mil hombres armados y un
número de menestrales aún mayor y más corrompido por la
lujuria y la crueldad. Ni la posición social ni la edad protegie­
ron a nadie de un torbellino que encadenaba violación con
asesinato y asesinato con violación. Ancianos provectos y
mujeres marchitas, presas sin valor, servían de pasatiempo.
Pero, cuando aparecía una muchacha bien formada o un va­
rón atractivo, la brutalidad con que se los disputaban los des­
pedazaba primero a ellos y terminaba por causar la mutua
destrucción de sus raptores. A quienes pretendían por su
cuenta arramblar con el dinero y las ofrendas cargadas de oro
de los templos, otros más fuertes les arrebataban la vida. Algu­
nos desdeñaban lo que estaba a la vista y, a base de azotes y
torturas, arrancaban a los dueños sus tesoros escondidos o ca­
vaban hasta desenterrarlos: las teas que portaban, cuando da­
ban el saqueo por concluido, las arrojaban al interior de las
casas vacías o de los templos expoliados por el capricho de ha­
cerlo. Y como corresponde a un ejército con lenguas y cos­
tumbres dispares, integrado por romanos, aliados y extranje­
ros, diferían los objetos de deseo y lo que para cual era de ley

[196]
—pero nada estaba vetado. Durante cuatro días Cremona les
dio abasto. Cuando todo lo sagrado y lo profano se consumía
en llamas, sólo el templo de Mefitis siguió en pie ante las mu­
rallas, amparado por su situación o por voluntad divina.
34 Ese fue el final de Cremona, a los doscientos ochenta y
seis años de sus orígenes. Se había fundado en el consulado
de Tiberio Sempronio y Publio Cornelio, el año en que Aní­
bal invadía Italia, como baluarte frente a los galos asentados
al otro lado del Po y cualquier otra agresión procedente de
los Alpes. Fue el gran núm ero de colonos, la confluencia
de los ríos, la fertilidad de los campos y la mezcla y matrimo­
nios con la población local lo que hizo prosperar y florecer
una ciudad respetada por la guerras exteriores y desdichada
en las civiles.
Avergonzado por la infamia y porque la antipatía no para­
ba de crecer, Antonio prohibió que ningún cremonense fue­
ra retenido como prisionero, aunque ya toda Italia había anu­
lado cualquier valor al botín de los soldados negándose de
forma unánime a la compra de semejantes esclavos. Así que
empezaron a matarlos. En cuanto el hecho trascendió, los pa­
rientes y allegados fueron pagando su rescate en secreto. El
resto de la población regresó más tarde a Cremona: la gene­
rosidad de los itálicos restauró plazas y templos, y Vespasiano
lo alentaba.
35 En todo caso, la insalubridad del terreno putrefacto no
permitió durante mucho tiempo asentarse en las ruinas de la
ciudad sepultada. A tres millas de distancia agrupan a los
vitelianos, sumidos en el miedo y el desconcierto, cada uno
junto a su enseña; y, a fin de evitar comportamientos impre­
visibles mientras aún durase la guerra civil, las legiones derro­
tadas fueron dispersadas por los Balcanes. A continuación se
despachan correos para informar a Britania y las Hispanias del
acontecimiento: a la Galia enviaron al tribuno Julio Caleno y
a Germania al prefecto de cohorte Alpinio Montano, para
que, como éste era de Tréveris, Caleno eduo y vitelianos am­
bos, sirvieran de lección. Al mismo tiempo, se apostaron con­
troles en los pasos alpinos por recelo a que Germania deci­
diese tomar las armas en auxilio de Vitelio.

[197]
C o n flic to s e n R o m a , I t a lia y l a s p r o v in c ia s

36 En cuanto a Vitelio, a los pocos días de la marcha de Cé-


cina había empujado a la guerra a Fabio Valente y tapaba los
problemas tras un velo de buena vida: ni ponía a punto las ar­
mas, ni elevaba la moral de la tropa con arengas y entrena­
miento, ni comparecía en público, sino que, oculto en lo re­
cóndito de sus jardines, como esos animales envilecidos que,
con tal de que les pongas la comida, sestean amodorrados,
echaba al mismo saco del olvido el pasado, el presente y el fu­
turo. Así se encontraba, languideciendo mano sobre mano en
el bosque de Ariccia, cuando vino a sobresaltarle la noticia de
la traición de Lucilio Baso y la defección de la flota de Ráve-
na. Y no mucho después le informaron sobre Cecina mez­
clando lo dulce y lo amargo: que se había rebelado, sí, pero
también que había sido arrestado por sus tropas. En su carác­
ter poco juicioso pesó más la alegría que la inquietud: regresó
eufórico a la Capital para, en una concurrida asamblea, col­
mar de elogios la fidelidad de sus soldados. Al prefecto del
pretorio Publilio Sabino, por su amistad con Cécina, ordena
arrestarlo y en su lugar coloca a Alfeno Varo.
37 Más tarde dirigió al Senado una pomposa alocución
que los senadores elogiaron con exquisitas adulaciones. Una
resolución contra Cécina fue promovida por Lucio Vitelio en
graves términos; a renglón seguido, los demás adoptaron una
actitud indignada ante el hecho de que un cónsul hubiese
traicionado al Estado, un general al emperador y alguien col­
mado con tal cantidad de riquezas y tantos honores a un ami­
go: aparentando protestar en defensa de Vitelio, aireaban en
realidad su propia amargura. En las palabras de ninguno se
oyeron censuras contra los jefes flavianos: acusando de disla­
te e insensatez a los ejércitos, evitaban con medrosos circun­
loquios mencionar a Vespasiano. Y no faltó un cobista que,
entre la mofa general a la solicitud y la concesión, obtuviese
el único día de consulado vacante en lugar de Cécina. El 31
de octubre Rosio Régulo tom ó posesión de su cargo y se des­
pidió de él. Los expertos hacían notar que nunca antes se ha­
bía producido una suplencia sin destituir al magistrado ni

[1 9 8 ]
pasar una ley, pues cónsul por un día también lo había sido
Caninio Rébilo durante la dictadura de Julio César, cuando
corrían prisa las gratificaciones de la guerra civil.
38 Por esas fechas la muerte de Junio Bleso se hizo pública
y muy comentada. Lo que se nos ha transmitido sobre ella es
lo siguiente: Vitelio convalecía de una grave enfermedad en
los Jardines Servilianos y observó que un palacete del vecin­
dario permanecía durante la noche iluminado con abundan­
tes luces. Al interesarse por el motivo se le informa de que en
casa de Cécina Tusco se celebraba un banquete con numero­
sos invitados, entre los que destacaba Junio Bleso. Los demás
detalles sobre la suntuosidad y el clima de disipación se exage­
ran. Y no faltaron quienes acusaran a Tusco y los otros, pero
con especial encono a Bleso, de disfrutar de la vida mientras
el príncipe yacía enfermo. Cuando tuvieron bastante claro
que Vitelio se sentía molesto y que podía conseguirse la per­
dición de Bleso, los agudos espías del malhumor de los prín­
cipes confiaron el papel de delator a Lucio Vitelio, que era
enemigo de Bleso por rivalidad de la peor especie, ya que su
excelente reputación le hacía sombra, manchado como él es­
taba con todas las deshonras. Lucio irrumpe en la alcoba del
emperador estrechando al hijo de éste contra su pecho y cla­
vando en el suelo la rodilla. Cuando el príncipe le pregunta la
razón de su trastorno, le responde que su miedo no es egoís­
ta ni por intereses personales, sino que las súplicas y lágrimas
las vertía por su hermano y por los hijos de su hermano. No
tiene sentido temer a Vespasiano, le dice, de quien le separan
tantas legiones germanas, la lealtad y el valor de tantas pro­
vincias y, en fin, distancias tan enormes por tierra y mar: el
enemigo del que hay que precaverse está en Roma, entre los
íntimos, presume de abuelos Junios y Antonios y, con su es­
tirpe imperial, se exhibe cordial y espléndido ante los milita­
res. Todas las miradas están puestas en él, mientras Vitelio, sin
pararse a distinguir entre amigos y enemigos, favorece a un
rival que contempla las penurias del príncipe desde una fies­
ta. “Por su inoportuna alegría” — concluye— “hay que darle
una noche de luto y de pesar, para que sepa y sienta que Vi­
telio está vivo y en el poder y que, si acaece la fatalidad, tiene
un hijo.”

[199]
39 Zozobrando entre el crimen y el temor de que aplazar la
muerte de Bleso acelerase su propio fin pero, si sus órdenes tras­
cendían, le acarrearían una tremenda impopularidad, decidió
recurrir al veneno. Corroboró el asesinato el placer indisimula-
ble con que visitó a Bleso. Hasta se oyó exclamar cruelmente
a Lucio Vitelio jactándose de que (en sus propias palabras) sus
ojos se relamían al presenciar la muerte de su enemigo.
Ilustre cuna y exquisita moral aparte, la lealtad de Bleso fue
obstinada. Incluso en circunstancias seguras, cuando Cécina
y los cabecillas que ya conspiraban contra Vitelio le tentaron,
mantuvo su negativa. Incorruptible, enemigo del desorden,
sin apetencia por ningún cargo sobrevenido, no digamos ya
por el principado, no había conseguido escapar a la fama de
merecerlo.
40 Entretanto Fabio Valente, acompañado de un nutrido y
melindroso regimiento de meretrices y eunucos, avanzaba a
paso demasiado cansino para una guerra cuando, puntual­
mente, le informan de que Lucilio Baso se ha pasado al ene­
migo con la flota de Rávena. Y si hubiese apresurado la mar­
cha por el camino emprendido habría podido todavía atajar
la irresolución de Cécina o alcanzar a las legiones antes de la
batalla decisiva. Tampoco faltaron quienes le recomendaron
evitar Rávena y dirigirse con sus hombres de confianza por
derroteros ocultos a Ostiglia o Cremona. Otros proponían
hacer venir a las cohortes pretorianas de la Capital y abrirse
paso con esa fuerza. Pero él, atrapado en una duda inoperan­
te, consumió en discutir el tiempo de actuar. Al final, descar­
tó una y otra propuesta y, quedándose a mitad de camino
(que es lo peor que puede hacerse en el momento de la ver­
dad), no tuvo osadía ni cautela suficientes. 41 Escribió a Vite­
lio pidiendo refuerzos: vinieron tres cohortes más el Ala Bri­
tánica, un contingente que no valía ni para infiltrarse ni para
abrir brecha.
Pero, ni siquiera en momentos tan críticos, pudo Valente
sacudirse la fama de apurar placeres ilegítimos y mancillar la
casa de sus anfitriones con estupros y adulterios: le asistían
fuerza y dinero —y el deseo inaplazable de un desahuciado.
Cuando por fin llegaron infantes y jinetes, quedó en evi­
dencia lo equivocado de su decisión, porque no podía transi-

[2 0 0 ]
tar entre el enemigo con tan pocos efectivos, por muy leales
que fueran, y tampoco su lealtad estaba fuera de dudas. Les
cohibía, por el momento, el pudor y el respeto por la presen­
cia de su jefe —lazos poco duraderos cuando asustan los pe­
ligros y el deshonor no importa. Con ese temor, Valente se
hace escoltar por los pocos a quienes la adversidad no había
inmutado, destaca las cohortes a Rímini y ordena al Ala Bri­
tánica cubrir la retaguardia; él se desvía hacia Umbría y de allí
a Etruria, donde, al enterarse del resultado de la batalla de
Cremona, pone en marcha un plan nada timorato y, de haber
tenido éxito, terrible: hacerse con unas naves y desembarcar
en algún lugar de la provincia Narbonense para movilizar las
Galias, las tropas y pueblos de Germania y una nueva guerra.
42 Tras la marcha de Valente, Cornelio Fusco desplazó el
ejército y envió libúrnicas a costear por las inmediaciones de
Rímini, cercando así a sus acobardados defensores por tierra
y por mar. Ocupados los llanos de Umbría y el territorio del
Piceno que baña el Adriático, toda Italia quedaba dividida
por los Apeninos entre Vespasiano y Vitelio.
Fabio Valente zarpó de la bahía de Pisa pero se vio arras­
trado por la renuencia del mar o vientos contrarios al puerto
de Monaco. No lejos de allí residía el procurador de los Alpes
Marítimos Mario Maturo, leal a Vitelio, de quien el cerco to­
tal del enemigo aún no le había hecho abjurar. Acogió éste
con cordialidad a Valente y sus advertencias le disuadieron de
aventurarse en la Galia Narbonense. Al mismo tiempo, el
miedo terminó por quebrar la lealtad de los demás. 43 Y es
que el procurador Valerio Paulino, curtido en la milicia y ami­
go de Vespasiano antes de su encumbramiento, había com­
prometido a las comunidades del entorno para su causa. Con
el concurso de todos los pretorianos que Vitelio había licen­
ciado y se ofrecían voluntarios a retomar las armas, mantenía
bajo su control Fréjus, cerrojo del mar. Su iniciativa tenía ma­
yor peso por el hecho de que Fréjus era su patria chica y go­
zaba del respeto de los pretorianos, de los que en otro tiempo
había sido tribuno; los propios vecinos se esforzaban, por
simpatía de paisanos y esperanzados con su futura influencia,
en apoyar a su partido. Cuando estas operaciones, organiza­
das con solidez y exageradas por los rumores, han calado en

[2.0 r]
los ánimos inconstantes de los vitelianos, Fabio Valente re­
gresa a las naves acompañado por cuatro guardaespaldas, tres
amigos y otros tantos centuriones. Maturo y el resto prefirie­
ron quedarse y prestar juramento a Vespasiano. Por lo demás,
si bien el mar abierto resultaba más seguro para Valente que
la costa y sus ciudades, no por ello se despejaba su futuro y te­
nía más claro qué debía evitar que a quién confiarse. Un tem­
poral adverso le obliga a atracar en las islas Estécades98: allí le
redujeron las libúrnicas enviadas por Paulino.
44 Con la captura de Valente, todas las fuerzas se fueron su­
mando a las del vencedor. En Hispania comenzó por la Ia Le­
gión Adiutrix, la cual, hostil a Vitelio en memoria de Otón,
arrastró también a la Xa y a la VIa. Tampoco había dudas en
las Galias. En cuanto a Britania, la corriente favorable a Ves­
pasiano (que allí existía desde que ocupara el mando de la IIa
Legión por encargo de Claudio y su brillante actuación en la
guerra) consiguió ponerla de su lado, no sin reacción de las
restantes, en las que numerosos centuriones y soldados pro­
movidos por Vitelio cambiaban con aprensión de príncipe
conocido.
45 En medio de esta discordia y de constantes rumores de
guerra civil, los britanos sacaron pecho siguiendo a Venusio,
quien, además de un carácter salvaje y odio a los romanos, es­
taba enfurecido contra la reina Cartimandua por motivos per­
sonales. Regentaba Cartimandua a los brigantes por mor de
su linaje, y su poderío se había incrementado a raíz de la cap­
tura a traición del rey Carataco, lo cual, se pensaba, había ci­
mentado el triunfo del César Claudio: de ahí la riqueza y el
boato de la prosperidad. Repudiando a Venusio, que era su
marido, tomó por esposo y rey consorte a Velocato, escudero
de aquél. El escándalo produjo una inmediata conmoción en
sus dominios: a favor del marido estaban las simpatías de la
población; del adúltero, la pasión de la reina y su crueldad.
Así que Venusio, con refuerzos foráneos y la rebelión de los
propios brigantes, puso a Cartimandua en situación crítica.
Reclamó ella entonces el auxilio de los romanos, y nuestras

98 En la actualidad) îles d’Hyères, en el departamento francés de Var.

[202.]
alas y cohortes consiguieron, tras inciertos combates, rescatar
a la reina del peligro. Venusio se quedó con el reino y noso­
tros con la guerra.
46 Por las mismas fechas hubo revueltas en Germania, y
la desidia de los oficiales, el amotinamiento de las legiones, la
fuerza de los extranjeros y la perfidia de nuestros aliados cer­
ca estuvieron de provocar la ruina romana. Esta guerra, junto
con sus causas y consecuencias (pues fue un largo proceso), la
recordaremos más tarde".
También se rebelaron los pueblos de la Dacia, gente nun­
ca de fiar y en ese momento envalentonada al replegarse el
ejército de Mesia. Al principio observaron tranquilos los
acontecimientos: en cuanto se enteraron de que Italia ardía
en guerra y que todos eran enemigos de todos, asaltaron los
campamentos de invierno de las fuerzas auxiliares y se adue­
ñaron de las dos orillas del Danubio. Y se disponían ya a ha­
cer trizas los campamentos legionarios si no llega Muciano a
oponerles la VIa Legión: enterado de la victoria de Cremo­
na, quería evitar una doble avalancha de invasores si los da­
dos y los germanos irrumpían por separado. No faltó, como
tantas otras veces, la suerte del pueblo romano, la cual trajo
hasta allí a Muciano y las tropas de Oriente —y que mien­
tras tanto zanjamos el asunto en Cremona. Fonteyo Agripa,
tras concluir su año de mandato como procónsul en la pro­
vincia de Asia, se puso al frente de Mesia. Se le asignaron tro­
pas del ejército viteliano, al que la prudencia y la paz recomen­
daban dispersar por provincias y entretener en una guerra
exterior.
47 Tampoco callaban las otras naciones. En el Ponto, un
esclavo incivilizado, prefecto de la armada real en otro tiem­
po, promovió un alzamiento. Se trataba de Aniceto, liberto
de Polemón, antaño muy poderoso e incapaz de aceptar que
el reino se hubiese convertido en provincia romana. Así que
movilizó a la población del Ponto en nombre de Vitelio ade­
más de emponzoñar a los más necesitados con la esperanza
de rapiña. Al frente de una fuerza nada despreciable asaltó

99 En los libros cuarto y quinto.

[2-03]
por sorpresa Trebisonda100, antigua ciudad fundada por los
griegos en un extremo de la costa del Mar Negro. Allí diezmó
a una cohorte: otrora fuerzas auxiliares del reino, más tarde se
les concedió la ciudadanía romana, armas y enseñas a nues­
tro modo, pero conservaban la dejadez e indisciplina de los
griegos.
También atizó el fuego una flota que se movía a su antojo
en un mar desguarnecido porque Muciano había trasladado a
Bizancio las mejores liburnicas y toda la tropa. Sí, aquellos
bárbaros campaban con descaro en embarcaciones fabricadas
de la noche a la mañana: las llaman “arcas”, tienen bordas es­
trechas y una panza ancha tramada sin juntas de bronce o
hierro. Y en caso de mar gruesa, conforme sube el nivel del
agua, aumentan con tablones la altura de las embarcaciones
hasta cerrarlas a modo de techo. De ese m odo se bambolean
entre las olas. Como proa y popa son idénticas y el aparejo de
remos convertible, les resulta indiferente y seguro abordar por
uno u otro lado.
48 Este asunto alarmó a Vespasiano, quien decidió enviar
un destacamento de legionarios al mando de Virdio Gémino,
un hombre de probada experiencia militar. Éste sorprendió al
enemigo desorganizado y distraído con su afición al pillaje, lo
obligó a embarcarse y, con libúrnicas construidas a toda prisa,
persiguió a Aniceto hasta la desembocadura del río Inguri101:
allí se sentía seguro bajo la protección del rey de los sedoque-
zos, cuya alianza había comprado con dinero y regalos. Y al
principio, el rey atendió sus súplicas esgrimiendo las armas.
Pero en cuanto se le propuso una recompensa por traicionar­
lo o la guerra, su lealtad, como es típico de los bárbaros, aflo­
jó, negoció la muerte de Aniceto y entregó a los fugitivos. Eso
puso fin a esta guerra servil.
Vespasiano, a quien todo le rodaba mejor de lo que pudie­
ra desear, festejaba esta victoria cuando recibe en Egipto la
noticia de la batalla de Cremona. Apretando el paso se enca­

100 Hoy Trabzon (Turquía).


101 Chobus, río del Cáucaso que desemboca en el Mar Negro, en la actual
Georgia.

[2.04]
mina a Alejandría con la intención, ahora que el ejército de
Vitelio está desarbolado, de estrangular también por hambre
a la Capital, dejándola sin provisiones del exterior. Por eso es­
taba planeando atacar la provincia de África, situada en el
mismo litoral, por tierra y por mar, dispuesto a cortar los su­
ministros de grano y provocar el desabastecimiento y la dis­
cordia del enemigo.

R iv a l i d a d entre A n t o n io P r im o y M u c ia n o

49 Mientras la fortuna del imperio cambiaba de manos con


esta convulsión universal, Antonio Primo había dejado de ac­
tuar, después de Cremona, con la misma probidad. Pensaba
que el grueso de la guerra estaba hecho y el resto era sencillo,
o tal vez el éxito destapó la codicia, la arrogancia y los demás
vicios ocultos en una personalidad como la suya. Triscaba por
Italia como por tierra conquistada; se granjeaba el favor de las
legiones como si fueran propias; todas sus palabras y actos es­
taban destinados a afianzar su fuerza y su poder. Y para edu­
car a los soldados en los caprichos, ofrecía a las legiones cu­
brir el cupo de los centuriones caídos en combate: en la vo­
tación fueron elegidos los más revoltosos. Así, los soldados
no se sujetaban al criterio de los jefes, sino que los jefes se
veían arrastrados por la cólera de la tropa. De estos métodos
sediciosos y perversores de la disciplina se servía luego para
el pillaje, sin que la inminente llegada de Muciano le impu­
siese el menor respeto — algo más funesto que contrariar a
Vespasiano.
50 En todo caso, como el invierno se aproximaba y el Po
embarraba las llanuras, se puso en marcha una columna lige­
ra. En Verona quedaron las enseñas y águilas de las legiones
vencedoras, los soldados con heridas o impedidos por la
edad e incluso muchos en perfecto estado: las alas y cohortes
y un cogollo de legionarios parecían bastar para una guerra
ya consumada. Se les había unido la XIa Legión, vacilante en
un principio pero, tras el éxito, arrepentida de no haber co­
laborado. Seis mil dálmatas, reclutados para la ocasión, les
acompañaban. Al frente estaba el consular Pompeyo Silva­

[205]
no, aunque el peso de las decisiones recaía en el legado de la
legión Annio Baso. Aparentando deferencia, éste dominaba
a Silvano (un hombre torpe para la guerra y dado a malgastar
en palabras el tiempo de los hechos) y se aplicaba a las opera­
ciones con tranquila eficiencia. A estas tropas se incorporaron
los mejores marinos de Rávena, que reclamaban su servicio
en las legiones: dálmatas los suplieron.
El contingente y sus jefes hicieron un alto en Fano102 sumi­
dos en la incertidumbre, ya que habían oído que las cohortes
pretorianas habían salido de Roma y calculaban que los pasos
de los Apeninos estarían bloqueados. Además, en una región
arruinada por la guerra, les acuciaban también los gritos sedi­
ciosos de los soldados exigiendo su chvariumm , como llama­
ban al donativo. No habían tomado provisiones de dinero ni
grano, y las prisas y la ansiedad tampoco les ayudaban, pues
se dedicaban a robar lo que bien podían haberles regalado.
51 Autores celebérrimos testimonian que el desprecio de los
vencedores por todo lo sagrado fue tan grande, que un solda­
do raso de caballería, declarando que en reciente combate ha­
bía matado a un hermano, pidió a sus jefes una recompensa.
A éstos, ni las leyes humanas les permitían premiar esa muer­
te ni la lógica de la guerra vengarla: le dieron largas alegando
que merecía más de lo que podían desembolsar en el momen­
to. Y hasta aquí llega el relato. No obstante, también en ante­
riores guerras civiles se había producido un crimen compara­
ble: en la batalla que se libró en el Janiculo contra Cinna, un
soldado pompeyano104 mató a su hermano. Luego, cuando se
dio cuenta de su fechoría, se quitó la vida, según recuerda Si­
senna: hasta ese extremo llevaban nuestros ancestros lo mis­
m o el orgullo por las virtudes que el remordimiento por las
infamias. En todo caso, no será en vano que recordemos ca­

102 Fanttm Fortunae, literalmente “Templo de la Fortuna”, situado en la cos­


ta del Adriático, al sur de Rímini, y arranque de la Vía Flaminia, la ruta que se­
guirán los flavianos en su marcha sobre Roma.
103 En origen destinado a reponer los remaches (clavi) de las botas, desgas­
tados por las marchas.
104 De Pompeyo Estrabón, durante las guerras civiles que enfrentaron a Ma­
rio y Sila en el año 87 a.C.

[2.06]
sos del pasado como éste, siempre que el tema y la ocasión re­
quieran ejemplos del bien y consuelos del mal.
52 Antonio y los mandos de su partido decidieron destacar
jinetes a explorar toda la Umbría y ver si había algún acceso
más cómodo a los Apeninos. Se hicieron venir las águilas y
enseñas y cuantos soldados había en Verona, y atestar de con­
voyes el Po y el mar. Algunos de los jefes ponían trabas: según
ellos, Antonio estaba yendo ya demasiado lejos y esperaban
de Muciano mayores garantías. Lo cierto es que a Muciano le
inquietaba una victoria tan rápida y temía verse excluido de la
guerra y de la gloria si Roma no caía en su presencia. Por eso
sus frecuentes cartas a Primo y Varo se quedaban a medias
tintas, subrayando la urgencia de los planes iniciales o, al
contrario, la conveniencia de las dilaciones, y todo ello en un
lenguaje lo suficientemente amañado para, llegado el caso,
desentenderse de los reveses y atribuirse las victorias. A Plocio
Gripo, a quien recientemente Vespasiano había nombrado se­
nador y puesto al mando de una legión, así como al resto de
sus hombres de confianza les dio instrucciones más precisas,
y todos ellos contestaron en términos ominosos sobre la pre­
cipitación de Primo y Varo, tal como pretendía Muciano. En­
viando a Vespasiano estas cartas, había logrado ya que el pre­
cio de las decisiones y actos de Antonio no se ajustase a sus
cálculos.
53 Antonio se sentía defraudado por eso y echaba a Mu­
ciano la culpa de que sus acusaciones tasaban en calderilla el
valor de los riesgos que arrostraba. Y no se reprimía a la hora
de hablar, incapaz de morderse la lengua y agachar la cabeza.
Escribió a Vespasiano con exceso de insolencia para un prín­
cipe y no sin un velado encono contra Muciano: fue él, An­
tonio, quien había alzado en armas a las legiones de Panonia
—le decía—, fixe a instancias suyas por lo que se movilizaron
los jefes de Mesia, fue su coraje el que arrolló los Alpes, ocu­
pó Italia e interceptó los refuerzos de Germania y Recia.
Aplastar a las legiones de Vitelio, discordes y dispersas, pri­
mero con una tromba de caballería y después con la fuerza
de la infantería de día y de noche — eso fiie algo hermosísi­
mo y obra suya. La catástrofe de Cremona había que acha­
carla a la guerra: más pérdidas habían costado a la patria las

[207]
antiguas contiendas civiles y más de una ciudad destruidas.
Servía a su general no a base de mensajeros y cartas, sino de sus
manos y sus armas, y sus actos no empañaban la gloria de
quienes, mientras tanto, ponían orden en otra parte: a ellos
les atañía la paz de Mesia, a él la seguridad y el control de Ita­
lia; fueron sus arengas las que trocaron en favor de Vespasia­
no las Galias e Hispanias, la parte más poderosa del mundo.
Pero de nada habría valido tanto esfuerzo, concluía, si la retri­
bución por los riesgos correspondía sólo a quienes no se ha­
bían arriesgado.
Nada de esto pasó inadvertido a Muciano: ése fue el origen
de una mutua aversión que Antonio alimentaba sin tapujos y
Muciano de manera taimada y, por eso, más implacable.

El e j é r c i t o v i t e l i a n o s e d e s m o r o n a

54 En cuanto a Vitelio, tras el desastre de Cremona oculta­


ba las noticias de la derrota, aplazando con esa tonta simula­
ción más los remedios de las desgracias que las desgracias mis­
mas. De hecho, si las hubiese reconocido y hubiese pedido
consejo, le quedaban oportunidades y fuerzas: al pretender,
por el contrario, que la situación era del todo favorable, la agra­
vaba con mentiras. En su entorno, el silencio sobre la guerra
era pasmoso; se prohibieron los rumores entre la ciudadanía,
con lo cual aumentaron y quienes, de estar permitido, se hu­
biesen ceñido a la verdad, daban en difundir exageraciones
por el mero hecho de tener que callar. Tampoco dejaban
pasar la oportunidad de avivar las habladurías los jefes ene­
migos: a los exploradores de Vitelio que caían presos los pa­
seaban para que fuesen testigos de la potencia del ejército
vencedor y a continuación los devolvían. Vitelio, después de
interrogarlos en secreto, los mandaba matar a todos.
Digna de mención fue la valentía del centurión Julio Agres­
te: tras numerosas conversaciones en las que se había empe­
ñado sin éxito por infundir coraje a Vitelio, le convenció
para que le enviase personalmente a inspeccionar las fuerzas
del enemigo y lo sucedido en Cremona. Y no hizo propósi­
to de ocultar su misión a Antonio, sino que, confesando el

[2.08]
encargo del emperador y sus propias intenciones, le solicita
permiso para revisarlo todo. Le mostraron el lugar de la ba­
talla, las ruinas de Cremona, las legiones cautivas. Agreste re­
gresó a presencia de Vitelio y, como éste se negaba a aceptar
la veracidad de su relato y, encima, lo acusaba de dejarse so­
bornar, le dijo: “Puesto que necesitas una prueba decisiva y ni
mi vida ni mi muerte te pueden prestar ya otro servicio, te
daré una en la que creas.”
Y después de marcharse corroboró sus palabras dándose
muerte. Quienes refieren que fue ejecutado por orden de Vi­
telio, no desmienten su lealtad y valentía.
55 Como si despertara de su sueño, Vitelio ordena a Julio
Prisco y Alfeno Varo ocupar los Apeninos con catorce cohor­
tes pretorianas y todos los regimientos de caballería. Detrás
iba una legión de marinos. Todos esos miles de efectivos ar­
mados, monturas y hombres de élite, hubieran tenido capaci­
dad, de ser otro el general, incluso para pasar a la ofensiva. El
resto de las cohortes se encomendaron a su hermano Lucio
para la defensa de la Urbe. El, por su parte, no cedió un ápi­
ce en su lujosa vida y, urgido por su poca fe, apremiaba elec­
ciones en las que designaba cónsules a muchos años vista;
regalaba derechos federales a los aliados y latinos a los foras­
teros; a unos les eximía de impuestos, a otros se los rebajaba:
sin pensar para nada en el futuro, en suma, desmantelaba el
imperio. Pero el vulgo tragaba con tamaña beneficencia: los
más necios pagaban por ella; a los juiciosos, en cambio, les
parecía huero lo que no podía darse ni tomarse sin mengua
del Estado. Finalmente, ante la insistencia del ejército, que se
había estacionado en Bevagna, y seguido por un tropel de se­
nadores a muchos de los cuales arrastraba el servilismo y a
muchos más el miedo, Vitelio acude al campamento presa de
la inseguridad y la perfidia de sus asesores.
56 Cuando pronunciaba su alocución sucedió, dicen,
algo portentoso: le sobrevoló tan gran número de aves ago­
reras que ensombrecieron el día bajo una nube negra. A ése
se añadió otro presagio siniestro: un toro se escapó del altar
y, después de hacer trizas los aparejos del sacrificio, hubo
de ser acribillado a distancia y sin respeto por el ritual de in­
molación.

[¿09]
Pero el prodigio más extraordinario era el propio Vitelio:
ni comprendía la actividad militar ni se había preocupado de
planificar, y ahora iba preguntando a terceros en qué orden
formar, cuál debía ser la tarea de los exploradores, cuándo era
el momento de apremiar o contener la guerra. Ante cualquier
noticia le demudaba el rostro y la figura. Luego, se emborracha­
ba. Al final, hastiado de la vida castrense y tras enterarse de la
defección de la flota de Miseno, regresó a Roma, aterrado con
cada nuevo golpe pero insensible a la amenaza crucial. Y así,
cuando tenía franca la posibilidad de cruzar los Apeninos y
descargar la potencia intacta de su ejército sobre un enemigo
exhausto por el invierno y la falta de vituallas, al dispersar sus
fuerzas entregó a soldados de casta y resueltos a llegar hasta el
fin a la escabechina y el cautiverio. Los centuriones más exper­
tos discrepaban y, si les hubiese consultado, le habrían dicho
la verdad, pero les impedían acceder a él los amigos más ínti­
mos de Vitelio, quienes habían habituado los oídos del prín­
cipe a ignorar los consejos provechosos y a prestar atención
únicamente a lo agradable y, a la postre, perjudicial.
57 Por su parte, la flota de Miseno ofrece un ejemplo del
poder que tiene en las contiendas civiles incluso la osadía de
un solo individuo: el centurión Claudio Faventino, a quien
Galba había expulsado deshonrosamente del ejército, la arras­
tró a la rebeldía exhibiendo una carta apócrifa de Vespasiano
en la que prometía una recompensa por la traición. Al man­
do de la flota estaba Claudio Apolinar, un hombre sin lealtad
firme y tampoco un obstinado desleal; y un antiguo pretor,
Apinio Tirón, que por entonces residía casualmente en Min­
turnas105, se ofreció como jefe a los rebeldes. Inducidos por
éstos, los municipios y colonias (especialmente Pozzuoli a fa­
vor de Vespasiano, mientras Capua permanecía fiel a Vitelio)
traducían su rivalidad local en guerra civil. A fin de apaciguar
los ánimos de los soldados, Vitelio designó a Claudio Juliano,
quien había dirigido recientemente la flota de Miseno con
condescendencia. Se le confió como refuerzo una cohorte ur-

105 Minturnae, en la costa de Campania, cerca de la desembocadura del río


Garigliano.

[2.10]
baña y los gladiadores a los que comandaba Juliano. En cuan­
to los campamentos quedaron frente a frente, Juliano no tuvo
muchas dudas para pasarse al bando de Vespasiano: ocuparon
Terracina, mejor defendida por sus murallas y emplazamiento
que por la competencia de semejante guarnición.
58 Cuando se enteró, Vitelio dejó en Narni una parte de
sus tropas con los prefectos del pretorio y envió a su herma­
no Lucio con seis cohortes y quinientos jinetes a afrontar la
guerra que prendía por Campania. Su ánimo abatido recobra­
ba energías gracias al entusiasmo de los soldados y el clamor
popular que reclamaba armas —sin darse cuenta de que lo
que llama “ejército” y “legiones” no es, en realidad, más que
una muchedumbre cobarde e incapaz de exponerse más allá
de las palabras. A instancias de los libertos (pues sus amigos
eran tanto más ilustres cuanto menos fiables) ordena convo­
car a las tribus y toma juramento a quienes van dando sus
nombres. Ante el aluvión de voluntarios, reparte la tarea del
reclutamiento entre los cónsules; a los senadores les exige un
cupo de esclavos y un impuesto monetario. Los caballeros ro­
manos ofrecieron colaboración y dinero, e incluso los libertos
se obligaron a la misma contribución: el aparente compromi­
so, nacido del miedo, se había tomado en sincera simpatía,
aun cuando la mayoría se compadecía no tanto de Vitelio
como del difícil trance de un príncipe. Con su expresión, su
voz, sus lágrimas, él mismo se esforzaba por mover a la com­
pasión, prodigando promesas con la desmesura natural del
pánico. Incluso el trato de “César”, rechazado antes, lo quiso
ahora por su resonancia mítica, y porque en momentos de te­
m or se presta el mismo oído a los consejos de la razón que a
la cháchara del vulgo. Sin embargo, puesto que todo cuanto
surge de un impulso irreflexivo tiene un arranque vigoroso
para languidecer con el tiempo, poco a poco flaquearon se­
nadores y caballeros, primero con titubeos y cuando no esta­
ba delante, más tarde sin tapujos ni reparos, hasta que Vitelio,
avergonzado por el fracaso de su intento, terminó por excusar
lo que no recibía.
59 Si bien la toma de Bevagna y la sensación de que la
guerra se recrudecía habían aterrorizado Italia, la huida despa­
vorida de Vitelio supuso un respaldo indiscutible para el par-

U n]
tido flaviano. Samnitas, pelignos y marsos se alzaron celosos
de que Campania se les hubiese adelantado y, como quien es­
trena vasallaje, estaban ansiosos por aplicarse a todos los de­
beres de la guerra. Pero el rigor del invierno hostigó al ejérci­
to en su travesía de los Apeninos y, pese a que apenas hubie­
ron de inquietarse, el mero esfuerzo por abrirse paso en la
nieve les demostró la envergadura de los peligros que hubie­
sen debido afrontar de no ser porque la suerte mantuvo a raya
a Vitelio —una suerte que asistió a los jefes flavianos tan a
menudo como el cálculo. Allí se toparon con Petilio Cerial,
que había eludido a los centinelas de Vitelio gracias a un
atuendo campesino y a su conocimiento de la zona. Cerial te­
nía una estrecha relación con Vespasiano y no carecía de pres­
tigio militar, por lo que pasó a formar parte de los oficiales.
Que también Flavio Sabino y Domiciano tuvieron oportuni­
dad de escapar es opinión de muchos y, de hecho, recurriendo
a diversas estratagemas, emisarios de Antonio se infiltraban
señalándoles el punto de encuentro con su escolta. Sabino
achacaba a la enfermedad su incapacidad para arriesgarse en
la aventura; Domiciano estaba animado, pero temía que los
vigilantes puestos por Vitelio, aunque le garantizaban compli­
cidad en la fuga, en realidad le estuviesen tendiendo una tram­
pa. Lo cierto es que, para evitárselas a sus propios deudos, Vi­
telio no preparaba represalias contra Domiciano.
60 Al llegar a Cársulas106, los jefes flavianos se tomaron
unos días de descanso hasta que las águilas y enseñas de las
legiones les alcanzasen. El emplazamiento mismo del campa­
mento les complacía también: ofrecía una amplia perspec­
tiva, seguridad para el acopio de vituallas y localidades muy
prósperas a su retaguardia. Al mismo tiempo, esperaban enta­
blar negociaciones con los vitelianos, situados a diez millas de
distancia —y que renegasen de su bando. Eso disgustaba a la
tropa, que prefería la victoria a la paz: ni siquiera tenían pa­
ciencia para aguardar a las legiones, que compartirían el botín
y no los riesgos. Antonio convocó una asamblea para recor­
darles que Vitelio todavía tenía fuerzas a las que la reflexión

106 Carsuhe, entre Bevagna y Nami.

[2-12.]
podría hacer titubear y la desesperación, enardecer. Las guerras
civiles se empiezan al albur de la fortuna, les dijo, pero la victo­
ria se concluye con cordura y sensatez. La flota de Miseno y
el bellísimo litoral de Campania ya se habían rebelado, y de
todo el orbe no le quedaba a Vitelio más que el trecho entre
Terracina y Nami. Bastante gloria habían obtenido de la batalla
de Cremona, y de su destrucción, demasiada antipatía. Y no
había razón para desear la toma de Roma en lugar de preser­
varla: mayores serían sus compensaciones y mucho mayor su
honra si garantizaban la seguridad del Senado y el pueblo de
Roma sin derramamiento de sangre.
Con palabras de este tenor se sosegaron los ánimos.
61 Poco después llegaron las legiones. Y la noticia aterrado­
ra de que el ejército había engrosado sembraba la incertidum-
bre entre las cohortes vitelianas, a las cuales nadie arengaba a
hacer la guerra y muchos a pasarse al enemigo: éstos rivaliza­
ban en entregar sus escuadrones y centurias como regalo al
vencedor y ventaja personal en el futuro. Por ellos se supo
que la vecina Terni estaba defendida por cuatrocientos efecti­
vos de caballería. Inmediatamente se envió a Varo con un gru­
po ligero: a los pocos que se resistieron, los eliminó, mientras
que la mayoría, deponiendo las armas, pidieron el perdón. Al­
gunos que consiguieron refugiarse en el campamento hacían
cundir el derrotismo al propalar exageraciones sobre el valor
y el número de los adversarios con el propósito de paliar la
deshonra de haber rendido la plaza. Pero entre los vitelianos
no cabía castigo al oprobio: las recompensas a los desertores
habían socavado la lealtad y no se competía ya más que en
perfidia. Las defecciones de tribunos y centuriones eran cons­
tantes. En cuanto a los soldados rasos, habían perseverado en
su defensa de Vitelio hasta que Prisco y Alfeno abandonaron
el campamento y regresaron a presencia del príncipe, absol­
viendo así a todos del pecado de traición.
62 Por esas fechas Fabio Valente fue ejecutado en su prisión
de Collemancio. Su cabeza se expuso a las cohortes vitelianas
para que no siguiesen alimentando esperanzas, pues creían
que Valente había logrado pasar a Germania y allí estaba mo­
vilizando a las antiguas tropas y reclutando otras nuevas: la vi­
sión del cadáver los sumió en la desilusión. Y el ejército flavia-

[2-13]
no acogió con feroz entusiasmo el final de Valente como si
también la guerra hubiera concluido.
Valente nació en una familia ecuestre de Anagni. De moral
impúdica y talento nada obtuso, persiguió la fama de munda­
no a base de frivolidades. En los festivales Juvenales que organi­
zó Nerón intervino como actor, en apariencia a la fuerza, pero
al final por gusto, y lo hizo con más destreza que decencia.
Como legado de una legión, apoyó a Verginio y también lo di­
famó. A Fonteyo Capitón lo ajustició después de sobornarlo
— o porque no había podido sobornarlo. Traicionó a Galba,
guardó fidelidad a Vitelio y la perfidia de otros lo enalteció.
63 Perdida toda esperanza, los soldados vitelianos se dispu­
sieron a cambiar de bando, pero no sin dignidad: tras sus en­
señas y estandartes descendían hacia los campos aledaños de
Nami. El ejército flaviano, armado y alerta como para un
combate, formaba en orden cerrado a ambos lados de la ruta.
Los vitelianos pasaron hasta el centro y, así rodeados, Anto­
nio Primo les dirigió palabras conciliadoras. Recibieron órde­
nes de permanecer unos en Narni y otros en Terni. Con ellos
quedó parte de las legiones vencedoras, cuya presencia no re­
sultara opresiva si guardaban la calma pero contrarrestara
cualquier revuelta.
A lo largo de los días, Primo y Varo no dejaron de enviar
mensaje tras mensaje a Vitelio ofreciéndole seguridad, dinero
y asilo en Campania si deponía las armas y se entregaba jun­
to con sus hijos a Vespasiano. También Muciano le escribió
en el mismo sentido una carta a la que, en conjunto, Vitelio
daba crédito, y ya hablaba del número de esclavos y el lugar
de la costa que elegiría. Tal ofuscación nublaba su mente que
si los demás no le recordaran que había sido emperador, él
mismo lo habría olvidado.

El in c e n d io d e l C a p ito lio

64 Por su parte, las personalidades de la ciudad mantenían


conversaciones secretas con el prefecto de la Urbe Flavio Sa­
bino para inducirle a que no renunciara a su parte en la vic­
toria y la fama: disponía de las cohortes urbanas a su mando

[214]
y podía contar con las cohortes de Vigiles, los esclavos de to­
dos ellos, la suerte de los flavianos —y con el hecho de que
todos se apuntan al carro del vencedor. No tenía por qué ce­
der ante Antonio y Varo en la disputa por la gloria. A Vitelio
le quedaban unas pocas cohortes a las que las noticias, deso­
ladoras sin excepción, habían sumido en el caos. La pobla­
ción era veleidosa y, si él se ponía al frente, las mismas adula­
ciones de siempre serían esta vez para Vespasiano. En cuanto
a Vitelio, si no había dado la talla en el éxito, cuál no sería su
debilidad a la hora del fracaso. El mérito de culminar la guerra
estaría en manos de aquel que tomase Roma: a Sabino incum­
bía asegurar el imperio para su hermano, y a Vespasiano, que
nadie sobrepujase en prestigio a Sabino.
65 De nada servían esas palabras para arengar a un hombre
impedido por la vejez. Pero había quienes arrojaban sobre él
la sospecha de inconfesables motivos, insinuando que retra­
saba la victoria de su hermano por envidia y rivalidad. Lo cier­
to es que, como hermano mayor y en tanto que simples par­
ticulares, Flavio Sabino disponía de más autoridad y dinero
que Vespasiano y, supuestamente, cuando éste tuvo problemas
de crédito, Sabino le había ayudado de mala manera toman­
do en prenda su casa y sus fincas. De ahí que, aun cuando en
apariencia reinara la concordia, se temieran agravios encubier­
tos. Los más benevolentes pensaban que, tratándose de una
persona pacífica, Sabino detestaba la sangre y la muerte y, por
eso, en sus frecuentes conversaciones con Vitelio, se limitaba
a hablar de paz y un armisticio negociado. Se reunieron a
menudo en privado y finalmente, según se cuenta, cerraron
trato en el templo de Apolo. De sus palabras y argumentos
hubo dos testigos, Cluvio Rufo y Silio Itálico; a distancia, los
espectadores sólo podían observar sus rostros, el de Vitelio
humillado y descompuesto, Sabino sin encono y con u n aire
compasivo.
66 Y si Vitelio hubiese conseguido vencer la obstinación de
los suyos con la misma facilidad con que él mismo había ce­
dido, el ejército de Vespasiano habría entrado en Roma sin
violencia. Sin embargo, cuanto mayor era su lealtad a Vitelio,
más rechazaban la paz y sus condiciones, alegando riesgos y
deshonra así como que el compromiso quedaba al arbitrio

[2.15]
del vencedor. Vespasiano no estaba tan cegado, argüían, para
tolerar a Vitelio como simple ciudadano, y tampoco lo admi­
tirían los vencidos, así que la clemencia entrañaba peligro. Es
posible que Vitelio estuviera viejo y ahíto de avatares, pero ¿y
su hijo Germánico?, ¿qué título, qué posición tendría? Ahora
le prometían dinero, criados y un feliz retiro en Campania,
pero cuando Vespasiano se adueñara del poder no sentiría ga­
rantizada su seguridad personal, la de sus amigos, incluso la
de sus ejércitos hasta que desapareciera su rival. Si Fabio Va-
lente, preso y a buen recaudo, les había resultado una carga
insoportable al cabo de unos días, no digamos ya Vitelio: a
un Primo, un Fusco o un Muciano, ese ejemplar de su parti­
do, no les quedaría otro remedio que matarlo. Ni César dejó
indemne a Pompeyo, ni Augusto a Antonio: ¿es que Vespa­
siano iba a abrigar sentimientos más elevados —él, que había
sido cliente de un Vitelio cuando ese Vitelio era colega de Clau­
dio?107. El príncipe debía, sí, hacer honor a la censura de su
padre, a sus tres consulados, a tantos y tantos cargos detenta­
dos por su ilustre familia. Aunque sólo fuera porque ya no ha­
bía esperanza, debía armarse de valor. Los soldados seguían a
sus órdenes, le quedaba el respaldo popular: nada, en fin, po­
día sucederles más atroz que aquello a lo que se precipitaban
por propia voluntad. Vencidos o rendidos, lo mismo mori­
rían. Una sola diferencia había: si exhalaban su último alien­
to entre burlas y afrentas o en un acto de valor.
67 Pero Vitelio hacía oídos sordos a los consejos audaces.
Le angustiaba la lástima y la inquietud de que, si ofrecía una
resistencia a ultranza, dejaría tras sí un vencedor menos cle­
mente con su esposa e hijos. También estaba su madre, ago­
biada por los años, cuya oportuna muerte, sin embargo, le
ahorró por pocos días el cataclismo familiar: nada obtuvo del
principado de su hijo excepto pesar y buena fama.
El 18 de diciembre, tras enterarse de la defección de la le­
gión y cohortes rendidas en Narni, desciende Vitelio del Pala­
cio vestido de negro y rodeado por sus desconsolados sirvien-

107 Se refiere a Lucio Vitelio, padre del emperador y colega, en calidad de


censor, del emperador Claudio.

[ i l 6]
tes; a su hijo pequeñito lo portaban en litera como si de un
funeral se tratara; el gentío dejaba oír intempestivos halagos,
la tropa guardaba un silencio amenazador. 68 Nadie había
tan despegado de lo humano a quien no conmoviera aquella
estampa: un príncipe de Roma y poco antes dueño de la hu­
manidad abandonando la sede de su poder y encaminándose,
entre el pueblo y por las calles de la Capital, a abdicar del im­
perio. Nunca se había visto ni oído nada semejante: por sor­
presa la violencia abatió al dictador César, una trama oculta a
Gayo, la noche y la recóndita campiña habían escondido la
huida de Nerón, Pisón y Galba cayeron tal que en el campo
de batalla. En asamblea que él mismo convocara, entre sus
propios soldados, con mujeres incluso entre el público, Vite­
lio habló poco y acorde con la desolación del momento: dijo
que renunciaba en nombre de la paz y de la patria, que sólo
pedía que conservaran su recuerdo y se apiadasen de su her­
mano, su esposa y la inocente edad de sus hijos. Al mismo
tiempo tomó en brazos a su hijo y lo expuso encomendán­
dolo primero a algunos de los presentes, luego a la totalidad.
Al final, como el llanto le impedía continuar, desenfundó
la daga que llevaba a la cintura en señal de su poder sobre la
vida y la muerte de los ciudadanos y pretendía dársela al cón­
sul que tenía al lado (era Cecilio Símplice). Cuando éste la re­
chazó y los asistentes a la asamblea empezaron a protestar, se
despidió con intención de depositar los emblemas del impe­
rio en el templo de la Concordia y dirigirse a casa de su her­
mano. Arreciaron en ese instante las protestas: se oponían a
que buscase refugio en un domicilio particular y reclamaban
su regreso al Palacio. Bloqueados todos los caminos, sólo que­
daba expedito el que conducía a la Vía Sacra108: entonces, fal­
to de ideas, volvió al Palacio.
69 Los rumores habían precedido a la abdicación, y Flavio
Sabino había dado orden escrita a los tribunos de las cohor­
tes de acuartelar a la tropa. En conclusión, como si el Estado
hubiese caído ya por entero en el saco de Vespasiano, los se­
nadores más destacados, gran parte de los caballeros y la tota­

108 La Vía Sacra atravesaba el Foro y pasaba por el Palatino.

[2.17 ]
lidad de la tropa urbana y los Vigiles atestaban la casa de Fla­
vio Sabino. Allí llegan noticias de los ánimos de la muche­
dumbre y las amenazas de las cohortes germánicas. Sabino ya
había ido demasiado lejos como para volverse atrás y, por
miedo a que los vitelianos les atacasen dispersos y, por tanto,
más desvalidos, uno tras otro le animaban, al verlo vacilar, a
hacerles frente. Pero, como suele suceder en semejantes cir­
cunstancias, todos daban su opinión y pocos asumieron los
riesgos. Cuando el grupo de hombres armados que acompa­
ñaba a Sabino se hallaba cerca del estanque de Fundanio, les
salieron al paso los vitelianos más decididos. La repentina es­
caramuza fue poco importante, pero favorable para los vite­
lianos. En medio del desconcierto, Sabino tomó la decisión
más segura en ese momento: ocupar la ciudadela del Capito­
lio con una tropa heterogénea más algunos senadores y ca­
balleros cuyos nombres no son fáciles de dar, ya que, tras la
victoria de Vespasiano, fueron muchos los que pretendían
haber rendido ese servicio a su partido. Incluso mujeres hubo
soportando el asedio, entre las que destacó Verulana Gratila,
quien, más que de sus hijos o sus deudos, fue en pos de la
guerra.
Los vitelianos pusieron un cerco poco vigilante a los asedia­
dos y, gracias a eso, durante el sueño nocturno, Sabino hizo
venir a sus hijos y a Domiciano, hijo de su hermano, no sin
antes despachar por lugar desguarnecido un emisario a los jefes
flavianos para advertirles de que estaban cercados y, si no reci­
bían ayuda, se verían en apuros. Pasó una noche tan tranquila
que podría haber escapado sin daño alguno: y es que los sol­
dados vitelianos, intrépidos frente al peligro, se aplicaban con
desgana a las tareas de centinela. Además, descargó de repente
un aguacero invernal que estorbaba la visión y la escucha.
70 Al amanecer, antes de que los oponentes iniciasen las
hostilidades, Sabino envió a Vitelio un primipilar, Cornelio
Marcial, con el encargo de protestar porque los pactos no se
estaban respetando: todo había sido una impostura y la esce­
na de la renuncia al imperio no había tenido otro propósito
que engañar a tantos ilustres varones. ¿Por qué, si no, se había
encaminado desde los Mascarones a casa de su hermano, que
se erigía sobre el Foro y atraería las miradas de la gente — en

[118]
lugar de marcharse al Aventino, al hogar de su esposa? Eso era
lo adecuado para un particular que quería evitar el menor viso
de relación con el principado. Pero, por el contrario, Vitelio
había vuelto al Palacio, al santuario mismo del poder. Desde
allí había enviado una fuerza armada que había sembrado de
cadáveres inocentes la zona más concurrida de la Urbe, sin
respetar siquiera el Capitolio. A fin de cuentas —decía Sabi­
no— él mismo era un civil y un miembro del Senado: mien­
tras la disputa entre Vespasiano y Vitelio se dirime a base de
combates de las legiones, tomas de ciudades y rendiciones
de cohortes, cuando ya las Hispanias, las Germanias y Brita-
nia hacían defección, el hermano de Vespasiano había man­
tenido la lealtad hasta que recibió la invitación a negociar. La
paz y la concordia interesan a los vencidos; a los vencedores
sólo les adornan. Si se arrepentía de los acuerdos alcanzados,
no debía apuntar su espada contra Sabino, a quien había
engañado pérfidamente, ni contra el hijo de Vespasiano, ape­
nas un adolescente —¿de qué podía servirle matar a un viejo
y a un muchacho? Lo que tenía que hacer era salir al encuen­
tro de las legiones y zanjar allí el asunto crucial: todo lo de­
más seguiría la suerte de la batalla.
Al oírlo, Vitelio se echó a temblar. Respondió brevemente
para justificarse y echar la culpa a los soldados por exceso de
ardor: su mesura personal no podía contrarrestarlo. Aconsejó
a Marcial que saliese sin ser visto por un lugar secreto del Pa­
lacio, para evitar que los soldados decidieran ejecutar al inter­
mediario de un pacto que detestaban. Sin poder para ordenar
o prohibir, Vitelio no era ya el emperador: apenas era la ex­
cusa de una guerra.
71 Nada más regresar Marcial al Capitolio, empezaron a
llegar soldados enloquecidos: nadie mandaba, cada cual deci­
día por su cuenta. A paso ligero, un tropel dejó atrás el foro y
los templos que sobre él se erigen tomando posiciones a lo
largo del repecho frontero hasta los primeros accesos a la ciu-
dadela del Capitolio. Había en la época unos soportales en el
lado derecho de la cuesta109 según se sube: asomados a sus azo­

109 El Clivus Capitolinus.

[2.19]
teas arrojaban piedras y tejas sobre los vitelianos. Éstos no lle­
vaban más que espadas en las manos y pensaron que tendrían
para rato si querían traer catapultas y proyectiles: arrojaron
antorchas contra un soportal que sobresalía e iban avanzan­
do detrás de las llamas. Calcinaron las puertas del Capitolio
y habrían entrado por allí de no ser porque Sabino derribó
todas las estatuas que se encontró y, con los monumentos de
nuestros antepasados a guisa de barrera, les cortó el paso. En­
tonces se dividieron, asaltando el Capitolio por accesos opues­
tos, unos de la parte del Bosque del Refugio110 y otros por los
Cien Escalones, la subida a la Roca Tarpeya111. El doble ata­
que les cogió por sorpresa, sobre todo el del Refugio, más
inmediato y encarnizado. Tampoco podían evitar que se enca­
ramaran a los altos edificios colindantes que, construidos du­
rante el largo periodo de paz, alcanzaban el nivel del suelo
del Capitolio. Y aquí hay dudas sobre si fueron los asaltantes
los que prendieron fuego a los tejados o si, como cree la ma­
yoría, lo hicieron los asediados para impedir su avance y de­
salojarlos. A partir de ahí, el fuego se extendió a los sopor­
tales anejos al templo, luego los aguilones que sostenían el
frontón, de madera rancia, atrajeron y alimentaron las llamas.
Y de ese m odo el templo capitolino, con las puertas cerradas,
sin nadie que lo defendiera y nadie que lo saqueara, ardió
como una pira.
72 Desde la fundación de la Urbe era lo más funesto y si­
niestro que había sucedido al Estado del pueblo romano: la
morada de Júpiter Óptimo Máximo, que nuestros antepasa­
dos fundaron solemnemente como garante del imperio, no
había podido profanarla nadie, ni Porsenna tras capitular la
ciudad ni los galos tras apoderarse de ella. Ahora, sin enemi­
go extranjero, propicios (con permiso de la moral de nuestro
tiempo) los dioses, la locura de los príncipes bastó para
arrasarla. Es verdad que ya antes había ardido el Capitolio du­

110 Lucus Asyli: es el nombre que recibía la hondonada entre las dos cimas
que formaban el Capitolio y que hoy ocupa la Piazza del Campidoglio.
111 En el flanco sur del Capitolio, junto al templo de Júpiter Óptim o
Máximo.

[2.20]
rante una guerra civil, pero fue un delito anónimo: ahora a la
vista de todos sufrió asedio y a la vista de todos fue incendia­
do. ¿Con qué interés militar?, ¿qué podía compensar tamaña
pérdida?
Mientras combatimos por la patria, se mantuvo en pie. La
ofrenda la había hecho el rey Tarquinio Prisco durante la
guerra con los Sabinos, y lo había cimentado más en previ­
sión de la futura grandeza que atendiendo a la modesta reali­
dad romana de la época. Luego trabajaron sucesivamente en
su edificación Servio Tulio, con la ayuda de los aliados, y Tar­
quinio el Soberbio, a expensas de los enemigos tras la captu­
ra de Suesa Pomecia. Pero la gloria de su conclusión estaba re­
servada a la Libertad112: tras la expulsión de los reyes, fue
inaugurado por Horacio Pulvilo durante su segundo consu­
lado con tal magnificencia que, en el futuro, los inmensos re­
cursos del pueblo romano se destinaron más a su decoración
que a su ampliación. Fue reconstruido sobre sus ruinas des­
pués de que, al cabo de cuatrocientos quince años, ardiera du­
rante el consulado de Lucio Escipión y Gayo Norbano113.
Tras su victoria, Sila se encargó del proyecto, pero no llegó a
inaugurarlo: es lo único que le negó su buena estrella. La ins­
cripción con el nombre de Lutacio Cátalo resistió, entre tan­
tas obras de los Césares, hasta Vitelio. Ése era el santuario que
se estaba quemando.
73 El incendio provocó, sin embargo, más pavor entre los
sitiados que entre los sitiadores. Lo cierto es que a los solda­
dos vitelianos no les faltaba ni astucia ni valor en medio de la
incertidumbre; en cambio entre los soldados del bando ad­
versario reinaba el desconcierto. A su jefe, incapaz de reaccio­
nar y como hipnotizado, de nada le valían lengua u oídos: ni
respondía a indicaciones ajenas ni las suyas terminaban de

112 Es decir, al régimen republicano.


113 Se refiere al mismo incendio mencionado más arriba, que se produjo en
el año 83 a.C., durante la guerra civil entre Mario y Sila, sin que pudiera acla­
rarse la responsabilidad. El cómputo del tiempo transcurrido desde la consa­
gración del templo por Pulvilo debería añadir diez años más si es que ésta tuvo
lugar en el año 507 a.C.

[¿¿ i]
concretarse; giraba de un lado para otro al dictado de los gri­
tos del enemigo; prohibía lo que acababa de ordenar, orde­
naba lo que acababa de prohibir. Luego, como sucede en las
situaciones desesperadas, todos daban instrucciones y ningu­
no las seguía. Al final arrojaron las armas y ya sólo buscaban
la manera de escapar y esconderse.
Irrumpen los vitelianos y lo sumen todo en sangre, hierro
y llamas. Unos pocos hombres de armas (entre los que desta­
caban Cornelio Marcial, Emilio Pacense, Casperio Nigro y
Didio Esceva) se atreven a pelear y caen acribillados. Flavio
Sabino, desarmado,^ ni siquiera intenta huir. Lo rodean a él y
al cónsul Quincio Atico, señalado por tan postizo cargo y su
propia fatuidad, ya que había arrojado al público unos pan­
fletos que ensalzaban a Vespasiano e insultaban a Vitelio. Los
demás recurrieron a los métodos más peregrinos para escabu­
llirse: unos se disfrazaron de esclavos, a otros les encubrió la
lealtad de sus clientes y se ocultaron entre sus baúles. Hubo
quienes escucharon la contraseña por la que se reconocían en­
tre sí los vitelianos y, pidiéndosela o dándola, encontraron re­
fugio en su audacia.
74 Domiciano, quien a la primera irrupción se había es­
condido en casa de un sacristán, gracias a la astucia de un li­
berto se mezcló vestido de lino entre una turba de oficiantes
y pudo pasar inadvertido hasta guarecerse en la casa de Cor­
nelio Primo, un cliente de su padre, junto al Velabro. Por eso,
durante el gobierno de Vespasiano, hizo derribar el cobertizo
del sacristán poniendo en su lugar una modesta capilla dedi­
cada a Júpiter Conservador con un altar donde registró en
mármol su peripecia. Más tarde, ya emperador, consagró un
enorme templo a Júpiter Custodio con una representación
suya en el regazo del dios.
Cargados de cadenas, Sabino y Ático fueron conducidos a
presencia de Vitelio. Éste les recibió con palabras y gestos en
absoluto hostiles, mientras bramaban quienes pedían su ajus­
ticiamiento y el pago por los servicios prestados. Contagiada
por el clamor de los implicados, la chusma reclama también
la ejecución de Sabino mezclando amenaza y adulación. Vi­
telio, de pie ante la escalinata del Palacio, estaba dispuesto a
interceder, pero le obligaron a desistir: entonces acuchillan,

[2.2.2.]
cercenan y decapitan a Sabino y arrastran su cadáver mutila­
do hasta las Gemonias114.
75 Este fiae el fin de un hombre ciertamente no desdeña­
ble. Había servido durante treinta y cinco años al Estado, dis­
tinguiéndose en la guerra y en la paz. Su probidad y sentido
de la justicia están fuera de discusión. Era demasiado habla­
dor: ése fue el único defecto que, en los siete años que go­
bernó Mesia y los doce como prefecto de la Urbe, pudieron
afearle los chismosos. Al final de su vida unos lo juzgaron
cobarde y la mayoría prudente y preocupado por ahorrar vi­
das romanas. En lo que todos coincidían es en que, antes del
principado de Vespasiano, el honor de la familia estaba en
manos de Sabino. Sabemos que su muerte alegró a Muciano.
Muchos sostenían que también la paz salió beneficiada, al
deshacerse la rivalidad entre dos hombres, uno de los cuales
se consideraba hermano del emperador y el otro copartícipe
de su poder.
Por su parte, Vitelio se resistió a la presión popular para que
ajusticiase al cónsul. Se sentía aliviado y en cierto modo le de­
volvía el favor, después de que Ático se hubiera declarado cul­
pable ante quienes investigaban el incendio del Capitolio:
con su confesión, aunque fuera un embuste oportuno, pare­
cía haber cargado con la antipatía por el crimen y diluido la
responsabilidad de los partidarios de Vitelio.

La ca ptura d e Rom a y el f in d e V it e l io

76 Por las mismas fechas Lucio Vitelio había acampado


junto al santuario de Feronia115 y amenazaba con arrasar Terra-
cina, donde se habían encerrado los gladiadores y remeros* sin
atreverse a salir de las murallas y afrontar el peligro a campo
abierto. Como recordamos más arriba, Juliano estaba al fren-

114 Las escaleras Gemonias, en la ladera oriental del A rx capitalino, donde


quedaban expuestos los cadáveres de los ajusticiados.
115 A unas tres millas romanas al norte de Terracina.

[2.2.3]
te de los gladiadores y Apolinar de los remeros, pero por su
disipación e incompetencia más parecían bandoleros que ofi­
ciales. No hacían guardias, no reforzaban los puntos débiles
de las murallas: relajados de noche y de día, celebraban ruido­
samente la amenidad de las playas, empleaban a los soldados
al servicio de sus comodidades y sólo hablaban de la guerra
entre plato y plato. Unos días antes había partido Apinio Ti­
rón, y su propósito de requisar por las bravas regalos y dinero
de municipio en municipio allegaba a su causa más aversión
que energías.
77 Entretanto un esclavo de Verginio Capitón se pasó a Lu­
cio Vitelio y prometió que, si le dejaban un grupo armado,
pondría en sus manos la indefensa ciudadela. En plena noche
condujo a las cohortes ligeras por los pasos de las cumbres
hasta situarlos sobre la cabeza de los enemigos. Desde allí los
soldados cargaron más para una matanza que para un com­
bate: los defensores caen desarmados o en el momento de
echar mano a las armas, algunos recién arrancados del sueño,
desorientados por la oscuridad y el pánico, el sonido de las tu­
bas y los alaridos del enemigo. Unos pocos gladiadores ofre­
cieron resistencia y vendieron cara su piel; los demás se preci­
pitan a las embarcaciones, donde el mismo frenesí lo envolvía
todo. Con ellos se mezclaron civiles a los que masacraban
los vitelianos sin hacer distingos. Seis libúmicas consiguieron
evadirse en los primeros instantes de confusión, y en ellas el
prefecto de la flota Apolinar. Las restantes fueron apresadas
en la orilla o bien, cargadas con un sobrepeso de fugitivos, el
mar se las tragó. Juliano fue conducido a presencia de Lucio
Vitelio y, tras padecer una flagelación degradante, fue dego­
llado ante sus ojos. Algunos han acusado a Triaría, la esposa
de Lucio Vitelio, de haber empuñado la espada como un sol­
dado y comportarse, durante la luctuosa calamidad que fue
la toma de Terracina, con arrogancia y crueldad. Lucio envió
a su hermano una carta laureada116 preguntándole si ordenaba
su regreso inmediato o que continuase hasta someter la Cam-

116 Señal de la victoria.

I214]
pania. Eso resultó providencial no solamente para el bando
de Vespasiano, sino también para el Estado, pues si aquellos
soldados, que, aparte su tenacidad innata, estaban embrave­
cidos por el éxito, se hubiesen abalanzado sobre Roma nada
más producirse la victoria, la batalla por la Capital hubiese
adquirido grandes proporciones y acarreado su destrucción.
Lo cierto es que Lucio Vitelio, por infame que fuera, tenía ini­
ciativa, aunque su energía no surgiera, como en los buenos,
de sus virtudes sino, como ocurre con los depravados, de sus
vicios.
78 Mientras esto sucede en el bando de Vitelio, el ejército
de Vespasiano había salido de Narni y pasaba ocioso en Otri-
coli las fiestas de Saturno. La razón de tan perniciosa demora
era esperar a Muciano. No han faltado quienes, sospechando
de Antonio, adujeran que se retrasaba por mala fe, después de
recibir una carta de Vitelio en la que le ofrecía el consulado,
matrimonio con su hija y una rica dote como precio de su
traición. Según otros, eso no eran más que invenciones para
complacer a Muciano. La opinión de algunos es que todos
los jefes compartían un mismo punto de vista: no era necesa­
rio llevar la guerra a Roma, sino que bastaba con la amenaza,
habida cuenta de que las cohortes más poderosas ya habían
abandonado a Vitelio y, desarticuladas todas las defensas, pare­
cía dispuesto a abdicar. Pero todos los planes se vinieron aba­
jo con la precipitación y posterior ineptitud de Sabino, quien
había tomado las armas de manera insensata y después había
sido incapaz de defender la ciudadela del Capitolio —perfec­
tamente fortificada e inexpugnable incluso para grandes ejér­
citos— contra apenas tres cohortes.
No es fácil achacar a uno solo una culpa que fue de todos:
Muciano retrasaba a los vencedores con sus ambiguas misivas
mientras que a Antonio, complaciente a destiempo, lo hizo
culpable el deseo mismo de eludir la responsabilidad. En
cuanto a los demás jefes, al dar la guerra por concluida, preci­
pitaron su trágico final. Petilio Cerial, a quien se había desta­
cado con mil jinetes con la misión de atravesar territorio sa­
bino y hacer su entrada en Roma por la Vía Salaria, tampoco
se había dado mucha prisa —hasta que la noticia del asedio
del Capitolio los despertó a todos de un golpe.

[2.2.5]
79 Antonio llegó por la Vía Flaminia a Grotta Rossa117 avan­
zada ya la noche, demasiado tarde para ayudar. Allí se enteró
de la serie de desgracias: que Sabino había muerto, que el Capi­
tolio ardía, que la Urbe se estremecía. Le informaron también
de que la plebe y los esclavos estaban recibiendo armas para
defender a Vitelio. Incluso la batalla ecuestre había resultado
adversa para Petilio Cerial: cuando cargaba sin precauciones y
pensando que iba a rematar a los vencidos, los vitelianos lo
recibieron con un combinado de caballería e infantería. El
combate tuvo lugar en las afueras de la ciudad, entre edificios,
huertas y recodos que, familiares para los vitelianos, intimi­
daron a sus enemigos, para quienes eran desconocidos. A eso
se añadió la falta de unidad entre los jinetes, pues se habían
agregado algunos que acababan de rendirse en Nami y toda­
vía andaban especulando sobre las posibilidades de cada ban­
do. El prefecto Julio Flaviano fue capturado. Los demás se
dieron a una humillante desbandada con los vencedores a cola
hasta Fidenas.
80 El éxito insufló ánimos a la población. La plebe urbana
tomó las armas. Unos pocos se hicieron con escudos milita­
res. La mayoría, apoderándose de cualquier arma que se en­
contraban, reclamaba la señal de ataque. Vitelio muestra su
agradecimiento y les ordena correr en masa a defender la ciu­
dad. A continuación se convoca al Senado y se nombra una
delegación con la misión de persuadir a los ejércitos flavianos
de que acepten la paz en interés del Estado.
Los delegados corrieron diferente suerte. Los que se pre­
sentaron a Petilio Cerial se jugaron la vida, porque los solda­
dos rechazaban una paz con condiciones. El pretor Aruleno
Rústico fue herido: el acto generó especial repulsa, más allá
de que se agrediese a un negociador y de que éste fuera pre­
tor, por el prestigio mismo del afectado. Sus acompañantes
son zarandeados, su lictor adjunto cae muerto al pretender
abrirles paso entre los revoltosos y, de no ser porque Cerial les
puso una escolta para defenderlos, la sagrada inmunidad de la
que, incluso entre los extranjeros, gozan las delegaciones hu­

117 Saxa Rubra, en los alrededores de Roma, sobre la ribera derecha del Tiber.

[2.2.6]
biese sido profanada hasta el asesinato por la civil sinrazón y
ante los propios muros de la patria.
Con ánimos más templados fueron recibidos los que acu­
dieron a Antonio, y no porque la tropa fuera más morigerada,
sino porque su jefe tenía más autoridad. 81 Entre los delega­
dos se había incluido el caballero Musonio Rufo, estudioso
de la filosofía y adepto de las doctrinas estoicas. A pie firme
entre los soldados, intentaba aleccionar a hombres armados
disertando sobre las bondades de la paz y los peligros de la
guerra. Esto sólo provocaba la burla de gran parte y los bos­
tezos de otros muchos. Y no faltaban quienes le tiraban ma­
notazos y patadas hasta que, ante las advertencias de los más
pacíficos y las amenazas del resto, cejó en su inoportuna sa­
biduría. Incluso las vírgenes vestales intercedieron como por­
tadoras de una carta de Vitelio a Antonio: solicitaba un día de
tregua antes de la batalla final; si aceptasen su plazo, sugería,
todo se arreglaría de forma más sencilla. Las vírgenes fueron
despedidas honorablemente. La respuesta que recibió Vitelio
fue que la muerte de Sabino y el incendio del Capitolio ha­
bían roto cualquier negociación.
82 Sin embargo, lo que Antonio intentó fue calmar a las le­
giones. Convocó una asamblea para anunciarles que acampa­
rían junto al Puente Milvio y harían su entrada en Roma al
día siguiente. El motivo de la demora era evitar que la tropa,
enardecida por la batalla, no respetase al pueblo ni al Senado
—ni siquiera a los templos y santuarios de los dioses. Pero
ellos consideraban cualquier aplazamiento una traición a la
victoria. De paso, las enseñas resplandecientes por las colinas
— aunque detrás no hubiese más que civiles inexpertos— pro­
ducían la impresión de un ejército enemigo.
El contingente se dividió en tres columnas: una parte con­
tinuó por la Vía Flaminia y otra avanzó por la orilla del Tiber.
Una tercera columna se aproximaba por la Vía Salaria a la
Puerta Colina. A la plebe la dispersó una carga de caballería.
También el ejército viteliano se repartió en tres frentes. Los nu­
merosos combates extramuros tuvieron diversa suerte, pero
fueron con más frecuencia favorables a los flavianos gracias a
la superior cordura de sus oficiales. Los únicos que sufrieron
castigo fueron los que se habían internado en la zona izquier­

[217]
da de la Urbe118, en dirección a los Jardines Salustianos, por
calles estrechas y resbaladizas. Encaramados a los muros de
los jardines, los vitelianos impedían con piedras y lanzas la su­
bida. Lo consiguieron hasta bien avanzado el día, cuando
quedaron rodeados por la caballería, que se había abierto
paso por la Puerta Colina. Enconados enfrentamientos se
produjeron también en el Campo de Marte. A los flavianos
les empujaba la fortuna y la victoria tantas veces obtenida; los
vitelianos se movían sólo por desesperación y, aunque derro­
tados, volvían a agruparse en el interior de la Urbe.
83 El pueblo asistía a las luchas igual que si presenciara un
espectáculo: animaba a unos o a otros, aplaudía o abucheaba.
Cuando uno de los bandos cedía y corrían a refugiarse en las
tiendas o en alguna casa, la gente exigía a gritos que los caza­
sen y degollasen y se quedaban luego con la porción más
grande del botín: los soldados, concentrados como estaban
en la sangre y la muerte, dejaban al vulgo los despojos. El ros­
tro de Roma estaba cruelmente desfigurado de parte a parte:
por aquí, luchas y heridas; por allá, baños y cantinas. Junto a
la sangre y los cadáveres amontonados, las prostitutas y sus se­
mejantes: todos los placeres de la molicie adinerada y todos
los crímenes de la conquista más vengativa, en un grado tal,
que podría pensarse que la ciudadanía había enloquecido de
cólera y de lujuria al mismo tiempo. Ya antes se habían en­
frentado ejércitos armados en la Urbe — en dos ocasiones
ganó Sila, en una Cinna— y con no menos crueldad. Esta vez
reinaba una despreocupación inhumana y las atracciones no
se interrumpieron ni un instante: como si esta diversión fue­
ra parte de las fiestas119, la gente disfrutaba de ella con jolgo­
rio, indiferentes a la suerte de los bandos, encantados con las
desgracias públicas.
84 El grueso del combate se libró en el asalto al cuartel de
los pretorianos, donde se atrincheraron los más belicosos
como última esperanza. Eso resultó un acicate para los ven­

118 Habida cuenta de que las tres columnas entran en Roma por el norte, se
trata de la que accede por la parte más oriental.
119 Las Saturnales, del 17 al 24 de diciembre.

[2.2.8]
cedores. Los que más empeño pusieron fueron los antiguos
preteríanos120: reunieron hasta el último de los ingenios que
se han inventado para destruir las ciudades más poderosas
— “tortugas”, catapultas, plataformas y teas— , gritando que
iban a saldar en ese golpe final todo el sufrimiento que habían
ido acumulando en tantas batallas. Ya habían devuelto la
Urbe al Senado y al Pueblo romano y los templos a los dio­
ses, decían: el honor de un soldado estaba en su cuartel —ésa
era su patria, ése su hogar. Había que recuperarlo inmediata­
mente o pasar la noche batallando.
Enfrente, los vitelianos, aunque desiguales en número y
sino, inquietaban la victoria, demoraban la paz, profanaban
con sangre casas y altares — consolación última de los venci­
dos a la que no renunciaban. Muchos agonizaron y expiraron
en lo alto de las torres y almenas de las murallas; cuando las
puertas se desplomaron, el grupo restante salió al paso de los
vencedores y todos cayeron de heridas frontales, dando la
cara al enemigo: en el momento mismo de la muerte, se cui­
daron de tener un final honorable.
Tomada Roma, Vitelio sale en andas por la parte trasera del
Palacio hacia la casa de su esposa en el Aventino, con el pro­
pósito, si conseguía aguantar en su escondrijo hasta la puesta
del sol, de escapar a Terracina junto a las cohortes de su her­
mano. Luego, por falta de convicción y —como es caracterís­
tico del pánico— porque a quien de todo recela lo que me­
nos le gusta es precisamente lo que está en curso, regresa al
Palacio, enorme y desierto, del que incluso los más humildes
esclavos han desaparecido o rehúyen su encuentro. La sole­
dad y el silencio del lugar le aterran; va abriendo puerta tras
puerta y espantándose de las salas vacías hasta que, cansado
de su miserable deambular, termina escondiéndose en un rin­
cón vergonzoso. De allí lo sacó a rastras Julio Plácido, tribu­
no de una cohorte. Le ataron las manos a la espalda y lo lle­
vaban con la ropa desgarrada, un triste espectáculo. Muchos

120 Licenciados por Vitelio a causa de sus vínculos con Otón y reengancha­
dos al ejército de Vespasiano.

[2.2.9]
le insultaban y nadie derramó una lágrima: un final tan gro­
tesco había extirpado cualquier compasión. Le salió al paso
uno de los soldados de Germania y lanzó una estocada; no
está claro si lo hizo por venganza, o para librarle cuanto antes
de las humillaciones, o si en realidad iba dirigida contra el tri­
buno: al tribuno le cercenó una oreja y a él lo atravesaron al
instante.
85 A punta de espada obligaron a Vitelio a levantar la cara
y exponerla a los improperios, a ir contemplando cómo caían
sus estatuas y, con detenimiento, los Mascarones y el escena­
rio de la muerte de Galba. Al final lo empujaron hasta las Ge­
monias, donde había yacido el cadáver de Flavio Sabino. Se
le oyó una cosa impropia de un degenerado, la única, cuan­
do replicó a un tribuno que le insultaba: “Sí, pero he sido tu
emperador”. Y a continuación se derrumbó acribillado. Tam­
bién la chusma se ensañó en el muerto con la misma perver­
sidad con que lo había mimado en vida.
86 Su padre era originario de Luceria121; él tenía cincuenta
y siete años de edad y nada de lo que había logrado —el con­
sulado, los cargos sacerdotales, un nombre y un lugar entre
los proceres— se debía a su propia actividad, sino a la im­
portancia de su padre. El principado se lo entregaron quie­
nes no le conocían de verdad. La adhesión del ejército, que
raramente se consigue por medios honrados, la obtuvo éste
gracias a su cobardía. Poseía, no obstante, esa generosidad
elemental que, sin medida, aboca a la destrucción. Y como
pensaba que lo que conserva la amistad es el tamaño de los
regalos, no la integridad moral, mereció más de lo que tuvo.
No cabe duda de que el interés del Estado era la derrota de
Vitelio, pero no pueden hacer mérito de su deslealtad quie­
nes traicionaron a Vitelio por Vespasiano después de haber
renegado de Galba.
Se ponía ya el sol y, a causa del pavor de los magistrados y
senadores, que habían corrido a ocultarse lejos de la Capital
o en las casas de sus clientes, resultó imposible convocar al

121 Hay una pequeña laguna en el texto, del que se desprende naturalmen­
te mi traducción.

[2.30]
Senado. Domiciano, cuando ya no había enemigo que temer,
salió a presentarse ante los jefes de su bando y fue saludado
como César. U n nutrido grupo de soldados, tal y como es­
taban, con las armas en la mano, lo escoltó hasta la morada
paterna.

[2.3 r]
LIBRO CUARTO
Los RESCOLDOS d e l a g u e r r a .
P o lé m ic a s e n e l S e n a d o

1 Con la muerte de Vitelio había concluido la guerra pero


no había comenzado la paz. Los vencedores recorrían arma­
dos la Urbe a la caza de los vencidos con odio implacable: las
calles estaban llenas de cadáveres, corría la sangre por plazas
y templos, la espada sorprendía a sus víctimas en cualquier es­
quina. Más tarde, con arbitrariedad creciente, hacían registros
hasta echar mano a los que se escondían; a quienquiera que
llamase su atención por estatura y juventud lo degollaban sin
distinguir entre civiles y militares. Y según se saciaba de san­
gre la crueldad que los recientes odios habían provocado, se
transformó en codicia. No se respetaba lugar reservado o cerra­
do so pretexto de que se ocultaban vitelianos. Comenzaron
así allanamientos que, si encontraban resistencia, dejaban
muertos. No faltaban plebeyos indigentes y esclavos deprava­
dos dispuestos a traicionar a sus ricos amos. A algunos los de­
nunciaban sus amigos... Los sollozos, lamentos y vicisitudes
de una ciudad tomada eran la norma, hasta el punto de hacer
añorar la otrora detestada arrogancia de los soldados de Otón
y de Vitelio. Los jefes del partido vencedor, tan resueltos a la
hora de desencadenar la guerra civil, se mostraban incapaces
de moderar la victoria. Y es que en medio de algaradas y con­
flictos es el peor el que más puede: la paz y la calma precisan
de honradez.

[2.35]
2 Domiciano había aceptado el título y la residencia del
César: ya que no para hacerse cargo de los problemas, ejercía
de hijo de príncipe a la hora de la licencia sexual. La prefec­
tura del pretorio recayó en Arrio Varo, si bien Antonio Primo
conservaba el poder supremo. Este arramblaba dinero y es­
clavos de la casa imperial como si se tratara del saqueo de
Cremona. Los restantes, más humildes y desconocidos, igual
que pasaron la guerra en la sombra, se quedaron sin sus re­
compensas. Los ciudadanos, despavoridos y sumisos como la­
cayos, suplicaban que se cortase el paso a Lucio Vitelio y sus
cohortes, que volvían de Terracina, y se apagasen los rescol­
dos de la guerra. Se envió caballería a Ariccia y la expedición
legionaria no pasó de Bovilas122. Acabaron entonces las dudas
de Vitelio, quien se entregó con sus cohortes al arbitrio del
vencedor, y los soldados arrojaron sus infaustas armas con no
menos rabia que miedo. El largo desfile de cautivos entró en
la Urbe bajo vigilancia armada. Nadie mostró un gesto de sú­
plica: ceñudos y desafiantes, soportaban impasibles los abu­
cheos y los groseros insultos de la muchedumbre. Sólo unos
pocos intentaron revolverse, pero el cordón los abatió. Los
demás, en su confinamiento, no pronunciaron una palabra
indigna y, aun en circunstancias tan adversas, dejaron a salvo
la fama de su valentía. Después, fue ejecutado Lucio Vitelio,
un hombre igual- de inmoral que su hermano, pero más des­
pierto que él durante su principado, del cual no compartió
tanto los beneficios como pagó las consecuencias.
3 Por esas fechas se encomendó a Lucilio Baso caballería li­
gera con la misión de poner orden en la Campania, cuyos
municipios seguían enfrentados más por rencillas entre ellos
que por resistencia contra el príncipe. Vista la tropa, llegó la
calma. Las colonias más pequeñas quedaron impunes; en Ca­
pua se asienta la IIIa Legión para invernar y sus casas ilustres
lo padecieron, mientras que la población de Terracina, por
contra, no obtuvo la menor ayuda: es más fácil devolver la
ofensa que el favor recibido porque en la gratitud se ve una

122 Poblaciones situadas a escasa distancia de Roma, en la Vía Apia, la ruta


hacia el sur.

[¿36]
pérdida y en la venganza, un beneficio. Un consuelo fue el
castigo del esclavo de Verginio Capitón que, como dijimos,
traicionó a Terracina: lo clavaron al madero con los mismos
anillos123 que llevaba puestos desde que Vitelio se los entregó.
En Roma, el Senado concede a Vespasiano todos los hono­
res habituales de los príncipes. Lo decreta con alegría y con­
fianza: parecía que el conflicto civil que había prendido en las
Galias e Hispanias, que había arrastrado a la guerra a las Ger-
manias y luego al Ilírico, después de extenderse por Egipto,
Judea y Siria hasta la última provincia y ejército, como si el
orbe entero hubiese purgado, había tocado a su fin. Avivó
el entusiasmo una carta de Vespasiano, escrita como si la guerra
no hubiera concluido. Esa impresión daba a primera vista, pero
su lenguaje era el de un príncipe: hablaba en términos diplo­
máticos sobre su persona y encarecidos respecto al Estado.
No menos dispuestos a complacer estaban los senadores: le
otorgan el consulado junto a su hijo Tito, y a Domiciano, pre­
tura y facultades de cónsul124.
4 También Muciano había escrito al Senado una carta que
dio pábulo a las habladurías: si no era más que un particular,
¿por qué se comunicaba de forma oficial? Sólo habría tenido
que esperar unos días para decirlo de viva voz, cuando le lle­
gase el turno de palabra. Ya la forma en que arremetía contra
Vitelio traía retraso y sonaba forzada, pero lo que resultaba
irreverente con el Estado y ofensivo para el príncipe es que
alardease de haber tenido el imperio en su mano y habérse­
lo cedido a Vespasiano. Sin embargo, el rencor iba por den­
tro y la adulación por fuera: con gran derroche verbal se con­
cedieron a Muciano honores triunfales por la guerra civil,
aunque la expedición contra los sármatas sirviese de excusa.
Además, se otorgan los distintivos consulares a Antonio Pri­
mo y los de pretor a Cornelio Fusco y Arrio Varo. Luego,
volvieron sus ojos a los dioses: se aprobó la restauración del
Capitolio.

123 De uso exclusivo por los caballeros.


124 Consulare imperium, en representación de su padre y hermano, ausentes
de Roma.

[* 37 ]
Todo ello fue a propuesta de Valerio Asiático, el cónsul
designado; los demás iban dando asentimiento con un ges­
to o una seña; sólo unos pocos —por gozar de una posición
destacada o de un talento diestro en la adulación— pronun­
ciaron un discurso. Cuando le llegó el turno al pretor desig­
nado, Helvidio Prisco, manifestó su opinión en términos res­
petuosos, como ante un buen príncipe, pero sin embustes, y
recibió los elogios de los senadores. Y ese día en particular
señaló el comienzo de su desgracia y de su gloria extraordi­
narias.
5 Puesto que ya es la segunda mención de un hombre que
habrá que citar más a menudo, parece oportuno recordar bre­
vemente su vida e intereses así como la suerte que corrió.
Helvidio Prisco era nativo del municipio itálico de Cluvias y
su padre había alcanzado el grado de primipilo. Ya desde su
juventud dedicó su brillante talento a los más elevados estu­
dios, no con el propósito — como hacen tantos— de encu­
brir bajo un nombre pomposo su falta de compromiso, sino
para entregarse a la política fortalecido contra sus avatares.
Fue seguidor de la escuela filosófica125 según la cual el único
bien es la virtud y el único mal la deshonestidad: el poder, la
alcurnia y las demás circunstancias externas no son, para
ellos, ni buenas ni malas. Todavía era cuestor cuando Trásea
Peto126 lo eligió para yerno y de las costumbres de su suegro
nada aprendió mejor que la libertad. Como ciudadano y se­
nador, como marido, yerno y amigo — con todas las obliga­
ciones de la vida cumplió rigurosamente, desdeñoso de las
riquezas, obstinado en la rectitud, impertérrito frente a las
amenazas. 6 Algunos creían que perseguía la fama, dado que
lo último que se pierde es el deseo de gloria —y eso incluye a
los sabios. La perdición de su suegro le empujó al exilio: en
cuanto regresa, durante el principado de Galba, emprende la
acusación de Eprio Marcelo, el delator de Trásea. Esa vengan­
za, quién sabe si justificada o inútil, había dividido al Senado:
si caía Marcelo, un ejército de acusados se desplomaría. De

125 El estoicismo.
126 Véase II, 91.

[2.38]
entrada se produjo una guerra de amenazas, como atestiguan
los soberbios discursos de uno y otro. Luego, ante la tibieza
de Galba y las protestas de muchos senadores, Prisco cedió.
Hubo reacciones encontradas, a tono con el carácter de los
hombres: unos elogiaban su prudencia y otros echaban en fal­
ta'más firmeza.
En cualquier caso, durante la sesión del Senado en que se
aprobaban los poderes de Vespasiano, se había decidido en­
viar una delegación al príncipe. De ahí surgió una agria dis­
puta entre Helvidio y Eprio: Prisco proponía que los dele­
gados fuesen elegidos expresamente por los magistrados bajo
juramento; Marcelo defendía el sorteo, de acuerdo con la opi­
nión manifestada por el cónsul designado. 7 Pero el empeño
de Marcelo era cuestión de amor propio: si otros salían elegi­
dos daría la impresión de que él quedaba postergado. Los tur­
nos de réplica se sucedieron y poco a poco ambos se vieron
abocados a largos y agresivos monólogos. Helvidio pregunta­
ba qué era lo que tanto asustaba a Marcelo del juicio de los
magistrados: “Tiene dinero y elocuencia suficientes para supe­
rar a muchos — a no ser que le acucie el recuerdo de sus infa­
mias. El sorteo no hace distinciones morales: la votación y el
juicio del Senado se inventaron para calar en la vida y fama
de sus miembros. El interés del Estado y el honor de Vespa­
siano exigen la visita de aquellos a quienes el Senado consi­
dera ejemplos de probidad, quienes hagan escuchar al empe­
rador palabras honestas. Vespasiano tuvo amistad con Trásea,
con Sorano, con Seneción, cuyos acusadores, si es que no es
oportuno castigar, tampoco deben exhibirse. Este juicio del
Senado en cierto modo sirve al príncipe para saber en quién
debe confiar y de quiénes debe recelar. No hay mejor instru­
mento del buen gobierno que los amigos honestos. Bastante
tiene Marcelo con haber inducido a Nerón a perder a tantos
inocentes: que disfrute de las recompensas y la impunidad y
deje a Vespasiano para los mejores.”
8 Marcelo decía que no era su opinión la que se rebatía,
sino la propuesta del cónsul designado, la cual era conforme
a los viejos usos de echar a suertes las delegaciones a fin de
que la ambición personal o las rivalidades no tuviesen cabida:
“No hay ninguna razón por la que abandonar tradiciones

[2.39]
acendradas ni para convertir los honores a un principe en
agravio para nadie. Todos estamos capacitados para rendir
pleitesía. Lo que hay que evitar ante todo es que la terquedad
de algunos influya en el ánimo de quien estrena principado
expectante y atento a los gestos y a las palabras de cada uno.
Yo soy consciente del momento en que he nacido y de la cons­
titución que nuestros padres y abuelos dieron a la ciudad. Ad­
miro el pasado, me atengo al presente. Hago votos para que
lleguen buenos emperadores, pero me adapto a los que me to­
can. En la desgracia de Trásea no tuvo más parte mi discurso
que el juicio del Senado: la crueldad de Nerón encontraba di­
vertido ese tipo de imposturas, y semejante amistad no me
procuraba a mí menos sufrimiento que a otros el exilio. Hel­
vidio se parangona a Catón y a Bruto en valor y fortaleza de
espíritu: yo soy uno más de los senadores que compartieron
la esclavitud. Además, te doy un consejo, Prisco: no te subas
a las barbas del príncipe, no vayas con máximas a corregir a
un anciano con honores triunfales, a un padre de hijos creci­
dos como Vespasiano. El poder absoluto sólo les gusta a los
peores emperadores, pero incluso los más eminentes prefie­
ren que la libertad tenga un límite.”
Estas diatribas, pronunciadas por ambas partes con gran
apasionamiento, suscitaban reacciones contrapuestas. Venció
la parte que prefería el sorteo porque incluso los senadores
neutrales se inclinaban por respetar la tradición y los más ilus­
tres apoyaban ese sistema por miedo a los celos si ellos resul­
taban elegidos.
9 Vino después otra discusión. Los pretores del erario
(pues por entonces eran pretores los encargados del erario)
se quejaron del empobrecimiento de las arcas del Estado y
solicitaban una limitación de los gastos públicos. El cónsul
designado sugería que, habida cuenta de la magnitud del
problema y la dificultad de resolverlo, se reservase al prín­
cipe la decisión. Helvidio propuso que era el Senado quien
debía tomarla. Cuando los cónsules procedían a la vota­
ción entre los senadores, el tribuno de la plebe Vulcacio
Tertulino interpuso su veto para impedir que se adoptase
una resolución sobre asunto tan grave en ausencia del prínci­
pe. Había propuesto Helvidio que la restauración de Capi­

[2.40]
tolio fuese costeada con dinero público y Vespasiano contri­
buyese: los más moderados dejaron pasar esa opinión en si­
lencio y después se olvidó. Otros hubo, sin embargo, que la
recordasen.
10 Entonces se produjo el ataque de Musonio Rufo contra
Publio Céler, a quien acusaba de haber propiciado la conde­
na de Bárea Sorano con un falso testimonio. Se temía que el
proceso reavivase la guerra de acusaciones, pero nada podía
amparar a un reo miserable y malvado: el recuerdo de Sorano
era intachable; Céler se declaraba filósofo y, al testificar con­
tra Bárea, había traicionado vilmente la amistad, de la que se
tenía por maestro. Se señala para la vista la siguiente sesión,
pero la expectación se centraba — una vez desatados los áni­
mos de venganza— no tanto en Musonio o Publio como en
Prisco y Marcelo y el resto.
11 En semejantes circunstancias, con el Senado dividido,
los vencidos en cólera, los vencedores incapaces de generar
confianza, sin leyes ni príncipe en la ciudad, Muciano entró
en Roma y lo acaparó todo de un golpe. El poder de Antonio
Primo y Arrio Varo se esfumó: la irritación de Muciano con­
tra ellos no podía disimularse, pese a guardar las apariencias.
Pero la ciudadanía, con su agudeza para intuir enemistades,
cambió enseguida de patrono: ya sólo cortejaba a Muciano.
También él ponía de su parte: rodeado de hombres armados,
transitaba de residencia en residencia; a fuerza de boato, des­
pliegue y controles militares ejercía de hecho de príncipe,
aunque prescindiese del título.
La tensión llegó al máximo con la muerte de Calpurnio
Galeriano. Hijo de Gayo Pisón, a nada se había aventurado;
pero su ilustre nombre y su atractivo juvenil corrían de boca
en boca y, en una ciudad aún revuelta y encantada con nue­
vos temas de conversación, había quienes lo imaginaban sin
fundamento aspirante al principado. Por orden de Muciano,
lo detuvo una patrulla militar. Para no atraer más la atención
asesinándolo en la propia Roma, se lo llevaron a cuarenta mi­
llas de distancia por la Vía Apia y allí, con las venas sajadas,
se desangró hasta perecer. Julio Prisco, prefecto de las cohor­
tes pretorianas bajo Vitelio, se suicidó más por orgullo que co­
acción. Alfeno Varo sobrevivió a su cobardía e infamia. Asiá­

[241]
tico, que era liberto127, purgó sus malas influencias con el cas­
tigo de los esclavos.

La in s u r r e c c ió n d e C i v il

12 Por esas fechas los ciudadanos acogían sin especial aflic­


ción los ecos insistentes del desastre en Germania: se hablaba
de ejércitos aniquilados, de campamentos de invierno captu­
rados, de rebelión en las Galias —pero no parecían desgracias.
Debo retrotraerme para exponer las causas por las que pren­
dió esta guerra y la cantidad de pueblos extranjeros y aliados
que se movilizaron.
Los bátavos, mientras vivían al otro lado del Rin, formaban
parte de los catos. A resultas de un conflicto interno fueron
expulsados y ocuparon un extremo deshabitado de la orilla
gala, un territorio aislado entre brazos de agua que de frente
baña el Océano y el curso del Rin por detrás y por los lados128.
Aliados de los romanos, no habían visto sus recursos esquil­
mados por quien más podía129 y se limitaban a suministrar
hombres y armas. Pasaron largo tiempo curtiéndose en las
guerras de Germania y más tarde su gloria se incrementaría en
Britania, adonde se trasladaron cohortes dirigidas, conforme
a su antigua tradición, por sus nacionales de más alcurnia. En
su territorio tenían también una caballería selecta, especial­
mente adiestrada para nadar, cuyos miembros eran capaces de
cruzar el Rin conservando armas y monturas en perfecta for­
mación.
13 Julio Civil y Claudio Paulo, dos hombres de estirpe re­
gia, estaban muy por encima del resto. A Paulo lo ajustició
Fonteyo Capitón bajo la falsa acusación de rebeldía. A Civil
lo cargaron de cadenas y lo enviaron a Nerón; Galba lo absol­
vió, pero de nuevo bajo Vitelio vio su vida en peligro porque

127 Véase II, 57.


128 Se describe el territorio del delta del Rin, en la actual Holanda. La “isla”
(Insula Batavorum) se sitúa entre el río Lele (el antiguo Rin) y el Waal-Merwede
por el sur.
129 No pagaban impuestos.

[2.42.]
el ejército exigía su ejecución: ésas fueron las razones de su re­
sentimiento y de las esperanzas que ponía en nuestras males.
Pero Civil poseía más astucia de la habitual en los bárbaros y
se tenía por un Sertorio o un Aníbal, a quienes le asemejaba
su rostro desfigurado130: para evitar que le atacaran como a
un enemigo si se rebelaba abiertamente contra el pueblo ro­
mano, aparentó aliarse con Vespasiano y secundar su causa.
Es cierto que Antonio Primo le envió una carta ordenándole
distraer a las tropas auxiliares reclamadas por Vitelio y man­
tener ocupadas a las legiones con un simulacro de levanta­
miento en Germania. Esas mismas instrucciones le había
dado en persona Hordeonio Flaco, quien se decantaba por
Vespasiano y temía por el Estado, sobre el que se cernía la ca­
tástrofe en caso de recrudecimiento de la guerra y la irrupción
de tantos miles de hombres armados en Italia. 14 Así que Ci­
vil estaba resuelto a rebelarse aunque por el momento ocul­
taba sus planes más íntimos y se proponía tomar decisiones
al dictado de los acontecimientos. Su insurrección comenzó
del siguiente modo.
Por orden de Vitelio se estaba llamando a levas a los jóve­
nes bátavos. Si este proceso es ya de por sí penoso, lo agrava­
ban la codicia y abusos de los funcionarios: a los ancianos y
enfermos los secuestraban para obtener por ellos un rescate,
en tanto que a los adolescentes más apuestos (y la mayoría de
esos muchachos están bien constituidos) los forzaban. Eso ge­
neró resentimiento y los organizadores de la sublevación in­
dujeron a la gente a negarse a la recluta.
Civil citó en un bosque sagrado a los prohombres y a los
miembros más decididos de su comunidad con la excusa de un
banquete ceremonial: cuando observa que la noche y la alegría
han caldeado los ánimos arranca su discurso con una loa a la
gloria de su pueblo para enumerar después las injusticias, rap­
tos y demás desdichas de la esclavitud: y es que —decía— ya
no les tenían, como antes, por aliados, sino que les trataban
como a esclavos. ¿Alguna vez venía un legado que, además de
un séquito oneroso y arrogante, trajera consigo también la ley?

130 Como ellos, había perdido un ojo.

[2-43]
Estaban en manos de prefectos y centuriones los cuales, una
vez ahitos de sangre y despojos, eran relevados por otros dis­
puestos a encontrar nuevos bolsillos y palabras diferentes para
el expolio. Los bátavos afrontaban levas que separaban a los
hijos de sus padres, a los hermanos de sus hermanos como si
aquél fixera el último adiós. Nunca se había encontrado Roma
tan debilitada y en los campamentos de invierno no había
otra cosa que ancianos y botín. Sólo había que alzar la vista y
perder el miedo a unas legiones de las que sólo quedaba el
nombre impotente. Ellos, en cambio, poseían la fuerza de la
infantería y la caballería, parentesco con los germanos, intere­
ses coincidentes con los galos. Los romanos incluso agradece­
rían una guerra cuyo incierto desenlace retribuiría Vespasia­
no; de la victoria nunca se rinden cuentas.
15 Le escucharon con gran asentimiento para después sellar
su compromiso, todos y cada uno, con un rito bárbaro y los
juramentos patrios. Enviaron emisarios a los canninefates para
pactar un acuerdo: este pueblo ocupa una parte de la isla;
comparten origen, lengua y coraje con los bátavos pero son
superados en número. A continuación, por medio de emisa­
rios secretos, se granjeó a las tropas auxiliares de Britania, co­
hortes de bátavos enviadas a Germania, como recordamos
más atrás131, y para entonces emplazadas en Maguncia.
Entre los canninefates vivía un tal Brinnón, un aventurero
sin seso a quien distinguía su ilustre cuna. Su padre había pro­
digado los gestos hostiles y despreciado impunemente las có­
micas expediciones de Gayo132. Así que la fama de rebelde
que tenía su familia le bastó: le eligieron jefe conforme a la
costumbre de esa gente, alzado en un escudo y zarandeado a
hombros de sus porteadores. E inmediatamente, con ayuda
de los frisios (un pueblo transrenano), se apodera de los cam­
pamentos de dos cohortes próximos al Océano. Ni los solda­
dos habían previsto el asalto enemigo ni, si lo hubiesen pre­
visto, tenían fuerzas suficientes para defenderse: los cuarteles
fueron, pues, capturados y arrasados. Luego atacan a los pro­

131 Véase II, 69.


132 Caligula.

[¿44-1
veedores y comerciantes romanos, que viajaban confiados
creyéndose en paz. Al tiempo, amenazaban con destruir las
atalayas133, a las cuales pegaron fuego los prefectos de cohor­
te en vista de que no podían defenderlas. Los contingentes le­
gionarios y el resto de soldados que quedaban se reagrupan
en la parte alta de la isla134 bajo el mando del primipilar Aqui­
lio: de ejército tenía más el nombre que la fuerza, porque Vi­
telio había retirado el grueso de las cohortes y cargado de ar­
mas a una caterva de paisanos nervios y germanos de la zona.
16 Decidido a proceder con alevosía, Civil llegó a reprochar
a los prefectos el haber abandonado las atalayas: les dijo que él
aplastaría el levantamiento de los canninefates con la cohorte
que tenía a su mando y ellos podían retirarse a sus campa­
mentos respectivos. Que sus recomendaciones eran una tram­
pa para dispersar a las cohortes y hacerlas más vulnerables, o
que Brinnón no era el jefe de esa guerra, sino el propio Civil,
se descubrió a través de indicios que iban trascendiendo poco
a poco y que los germanos, un pueblo amante de la guerra, no
sabían ocultar mucho tiempo. Como la argucia no prospera­
ba, Civil recurrió a la violencia separando a los tres pueblos,
canninefates, frisios y bátavos, en otras tantas unidades. La for­
mación romana les hizo frente a poca distancia del Rin, con
las embarcaciones que allí habían atracado tras el incendio
de las atalayas mostrando la proa al enemigo. Apenas comen­
zada la batalla, una cohorte de tungros se pasó a Civil y los
soldados, desconcertados por la imprevisible traición, caían
diezmados a manos de aliados y enemigos. También en las
embarcaciones se produjo la misma felonía: una parte de los
remeros eran bátavos y, simulando torpeza, estorbaban el traba­
jo de marineros y combatientes; luego empezaron a enfrentar­
se y a remar de popa hacia la orilla enemiga135, para terminar
pasando a cuchillo a los timoneles y centuriones que no lo
aceptaban. Al final, una flota entera de veinticuatro embarca­
ciones había desertado o había sido capturada.

133 Torres de vigilancia fronteriza, a lo largo del limes que marcaba el anti­
guo Rin.
134 La más occidental.
135 La orilla norte, territorio de los germanos.

[24Sl
17 La victoria les reportó celebridad inmediata y provecho
de cara al futuro: además de apoderarse de armas y naves de
las que carecían, su fama de libertadores se extendía por todas
las Germanias y Galias. Los germanos enviaron enseguida
emisarios ofreciendo refuerzos; en cuanto a las Galias, Civil
procuraba su alianza con hábil generosidad: devolvía a sus lo­
calidades a los oficiales hechos prisioneros, y a los soldados
de tropa les permitía decidir si preferían marcharse o quedar­
se. A los que se quedaban les ofrecía un servicio honorable y
a los que se despedían, los despojos de los romanos. Al mismo
tiempo, en conversaciones privadas, les recordaba el maltrato
que habían soportado durante tantos años —una esclavitud
miserable que se equivocaban en llamar “paz”. Los bátavos
— les decía—, pese a estar exentos de tributos, habían toma­
do las armas contra los amos comunes; al primer enfrenta­
miento, los romanos habían doblado la cerviz: “¿Por qué no
pueden librarse las Galias de su yugo? ¿Cuántas fuerzas que­
dan en Italia? Sangre de provincias vence a las provincias. Al
combate de Víndice136 no hay que darle más vueltas: los
eduos y arvemos fueron aplastados por la caballería bátava.
Entre las tropas auxiliares de Verginio Rufo había belgas y, si
bien se piensa, la Galia sucumbió a sus propias fuerzas. Aho­
ra, en cambio, todos estamos del mismo lado, con la ventaja
añadida de la disciplina militar asimilada en los cuarteles ro­
manos. Contamos con la veteranía de las cohortes que hace
poco doblegaron a las legiones de Otón. ¡Que soporten la su­
misión Siria y Asia y los orientales! Ellos están habituados a
los reyes, pero en la Galia vive todavía mucha gente que ha
nacido antes de la imposición de tributos. Fue la destrucción
de Quintilio Varo la que no hace tanto liberó a Germania de
la esclavitud, ¿alguien lo duda? Y eso que el príncipe a quien
se desafió en esa guerra no era Vitelio, sino el César Augus­
to... La libertad es un don que la naturaleza otorga incluso a
los animales sin conciencia, pero el bien que distingue a los
humanos es la valentía. Los dioses ayudan a los más bravos.
iA por ellos, pues! Vosotros tenéis la manos libres y ellos ata­

136 Derrotado en mayo del 68 por Verginio Rufo.

[2.46]
das, vosotros estáis frescos y ellos cansados. Mientras están di­
vididos, unos a favor de Vespasiano y otros de Vitelio, tenéis
una oportunidad frente a ambos bandos”.
Ésas eran sus pretensiones respecto a las Galias y Germa-
nias. Si sus designios llegaban a fraguar, amenazaba con con­
vertirse en rey de las naciones más ricas y poderosas.
18 Por su parte, Hordeonio Flaco dio pábulo a los movi­
mientos iniciales de Civil con su encubrimiento. Sólo cuando
empiezan a llegar correos despavoridos hablando de campa­
mentos conquistados, cohortes aniquiladas y de que la pre­
sencia de Roma ha sido erradicada de la isla de los bátavos, or­
dena al legado Munio Luperco — quien estaba al mando de
un campamento con dos legiones— ponerse en marcha con­
tra el enemigo. Al punto, Luperco envió legionarios de los
que comandaba, ubios de las cercanías y jinetes tréviros asen­
tados no muy lejos. Se les sumó un ala de bátavos que, con
calculada perfidia, aparentaba lealtad para que su deserción
resultase más efectiva al traicionar a los romanos en plena ba­
talla. Civil se hizo rodear de las enseñas de las cohortes captu­
radas, de forma que sus huestes tuvieran a la vista su reciente
triunfo y el testimonio del descalabro minase la moral del ene­
migo. A su propia madre y hermanas, así como a las esposas
e hijos pequeños de cada uno, les ordena mantenerse en reta­
guardia para arengarles a la victoria o avergonzar a los fugitivos.
Cuando sus filas retumbaron con los cánticos de los varones y
el ulular de las mujeres, les respondió un clamor incompara­
blemente más débil de las legiones y cohortes. Nuestro flanco
izquierdo había quedado desprotegido con la defección del ala
de bátavos, que se volvió de inmediato en nuestra contra. Pero
los legionarios, a pesar del desconcierto, conservaban el orden
y las armas. Los auxiliares ubios y tréviros se dieron a una bo­
chornosa huida desperdigándose en todas direcciones: por allí
se volcaron los germanos y las legiones hallaron refugio entre­
tanto en el campamento llamado Vétera137.

137 Vetera Castra, literalmente ‘‘campamento viejo”, hoy Birten (Alemania).


Como el resto de las localidades que se mencionan en esta parte, se halla situa­
da en la orilla occidental del Rin y cerca de la frontera holandesa.

U 47]
El prefecto del regimiento bátavo, Claudio Labeón, estaba
enfrentado con Civil por alguna rencilla local: como su eli­
minación podía encrespar los ánimos de sus paisanos y, si se­
guía allí, actuaría como semilla de la discordia, fue deportado
a territorio de los frisios.
19 Por las mismas fechas, las cohortes de bátavos y canni­
nefates que marchaban hacia Roma por orden de Vitelio re­
ciben la visita de un emisario de Civil. De inmediato adop­
taron una actitud engreída y agresiva, y empezaron a reclamar
como pago a su viaje una prima, salario doble y un incre­
mento de los efectivos de caballería: es cierto que Vitelio se lo
había prometido, pero no es que esperasen conseguirlo, sino
que buscaban un pretexto para amotinarse. Además, a fuerza
de hacer concesiones, Flaco sólo había logrado que exigieran
con más obstinación lo que sabían que les iba a negar. Igno­
rando a Flaco, se dirigieron a la Germania Inferior para unir­
se a Civil. Hordeonio reunió a tribunos y centuriones para
consultarles si convenía emplear la fuerza contra quienes
rehusaban obediencia, pero su cobardía personal y el pánico
de sus oficiales — a quienes aterraba la ambigua actitud de los
auxiliares y la improvisación con que se habían completado
las legiones— le decidieron a mantener a la tropa en los cuar­
teles. Luego, arrepentido y porque los mismos que le habían
convencido antes no dejaban de reprochárselo, parecía dis­
puesto a la persecución, y escribió al legado de la Ia Legión,
Herennio Galo, que ocupaba Bonn, para que impidiera el
paso de los bátavos: él iría con su ejército pisándoles los talo­
nes. Lo cierto es que podrían haberlos aplastado si, Hordeo­
nio por un lado y Galo por otro, hubiesen coordinado el mo­
vimiento de sus tropas hasta atraparlos en medio. Pero Flaco
abandonó el proyecto y volvió a escribir a Galo con instruc­
ciones de no molestar a los desertores. Eso levantó sospechas
de que la guerra se desarrollaba con el visto bueno de los le­
gados, y que cuanto ya había sucedido o se temía pudiera su­
ceder no era achacable a la debilidad de los soldados o al po­
derío del enemigo, sino a un fraude de los jefes.
20 Al aproximarse al campamento de Bonn, los bátavos en­
viaron por delante una delegación para exponer a Herennio
Galo el propósito de sus cohortes: ellos no estaban en guerra

[248]
con los romanos, por quienes tantas veces habían combatido;
estaban cansados de un servicio militar tan largo e improduc­
tivo y echaban de menos su patria y el retiro. Si nadie trataba
de impedirlo, continuarían su ruta en paz, pero si les oponían
las armas, se abrirían paso con la espada. El legado titubeaba,
pero los soldados le forzaron a afrontar la suerte del combate.
Tres mil legionarios y unas cohortes de belgas mal organiza­
das, junto con un tropel de paisanos y cantineros cobardes a
la hora de la verdad, pero fanfarrones por anticipado, se des­
bordan por las puertas dispuestos a acorralar a los bátavos, in­
feriores en número. Estos, con su veteranía, se agrupan en
cuña, cerrando filas y protegiendo frente, espalda y flancos:
de ese modo destrozan nuestras frágiles líneas. Al ceder los
belgas, la legión es repelida e intentan despavoridos ganar el
muro y las puertas. Es allí donde el desastre es mayor: en los
fosos se hacinan los cadáveres, víctimas no sólo de heridas in­
fligidas por el enemigo, sino de la avalancha y, en gran parte,
de su propio armamento. Los vencedores evitaron pasar por
Colonia y no buscaron más enfrentamientos en el resto del
viaje; justificaban la batalla de Bonn con la excusa de que ellos
pidieron paz y, cuando se les negó, tuvieron que actuar en de­
fensa propia.
21 Con la llegada de las veteranas cohortes, Civil coman­
da ya un auténtico ejército, pero no está seguro de los pasos
que dar y no olvida el poder de Roma. Entonces hace que to­
dos los hombres de que dispone presten juramento a Vespa­
siano y, a las dos legiones que, batidas en el combate anterior,
se habían refugiado en el campamento de Vétera, envía emi­
sarios con la propuesta de aceptar el mismo juramento. Les
respondieron que ellos no escuchaban consejos de un traidor
y un enemigo; que su príncipe era Vitelio, por quien manten­
drían lealtad y armas hasta el último aliento; no correspon­
día, por tanto, a un renegado bátavo dirimir los asuntos de
Roma y lo único que le cabía esperar era el castigo debido a
su fechoría.
En cuanto se lo comunican a Civil, monta en cólera y pone
en pie de guerra hasta el último de los bátavos. Se les unen
brúcteros y tencteros, y los emisarios movilizan Germania en
pos del botín y de la gloria.

[2-49]
22 Contra las amenazas de esta guerra múltiple, los legados
Munio Luperco y Numisio Rufo comenzaron a afianzar em­
palizada y muros. Durante la prolongada paz se trabajaba a
poca distancia del campamento en la construcción de una
suerte de municipio: esas obras fueron demolidas para impe­
dir su uso por parte del enemigo. Sin embargo se tomaron po­
cas precauciones para almacenar víveres en el interior del
acuartelamiento y se dio licencia al pillaje; de ese modo, se
consumió sin control en pocos días lo que hubiera bastado
para afrontar un largo periodo de estrecheces.
Civil ocupó el centro de su formación con el músculo de
su ejército, los bátavos, y cubrió ambas orillas del Rin —para
que el espectáculo resultase más sobrecogedor— con hordas
de germanos, mientras la caballería galopaba por la llanura.
Al mismo tiempo, las embarcaciones remontaban la corrien­
te. De un lado, las enseñas de cohortes veteranas; de otro, las
representaciones de fieras salvajes y sagradas que estos pue­
blos acostumbran a llevar al combate138: la doble cara de una
guerra a la vez civil y exterior dejaba atónitos a los asediados.
Reforzaba, además, la confianza de los asaltantes la longitud
de la empalizada que, destinada a albergar dos legiones, ape­
nas estaba defendida por 5.000 hombres armados, si bien una
muchedumbre de proveedores se había refugiado allí a causa
de los disturbios y cooperaba en la guerra.
23 Una parte del campamento se elevaba sobre un suave
promontorio y a la otra se accedía desde el llano. Lo cierto es
que Augusto había pensado que semejante recinto serviría
para mantener a los germanos a raya, y no había previsto que
la situación pudiese alguna vez degradarse hasta el punto de
que fuesen ellos quienes viniesen a asediar a nuestras legio­
nes; así que no se habían realizado trabajos extra ni en el
terreno ni en las fortificaciones: el poder de las armas parecía
suficiente.
A fin de que el valor de cada pueblo quedase mejor en evi­
dencia, bátavos y transrenanos se habían agrupado por sepa­
rado y hostigaban desde la distancia. Como sus proyectiles se

138 Las fieras representaban a las distintas divinidades.

[2.50]
estrellaban inocentemente contra las torres y almenas de las
murallas mientras que a ellos sí les causaba bajas la descarga
de piedras, se lanzaron a voz en grito al asalto de la empaliza­
da: la mayoría trepando por escalas, otros aprovechando la
“tortuga” que formaron los suyos. Y algunos estaban ya enca­
ramándose cuando, derribados a golpe de espada y escudo,
una lluvia de venablos y jabalinas los acribilla. Gentes feroces
en los lances iniciales e irrefrenables si les sonríe la fortuna, en
esta ocasión estaban además dispuestos a encajar los reveses
por ansia de botín. Incluso —cosa insólita en ellos— se atre­
vieron con las máquinas. No es que se hubiesen avispado: de­
sertores y prisioneros les indicaban cómo ensamblar maderos
hasta formar una especie de pasarela y luego ajustarle ruedas
para impulsarla; de ese modo algunos lucharían subidos enci­
ma, como desde una plataforma, mientras otros, ocultos de­
bajo, socavarían los muros. Pero las piedras escupidas por las
balistas aplastaron el artilugio. Y cuando estaban preparando
cañizos y parapetos, dispararon contra ellos lanzas incendia­
rias, de modo que esta vez fueron los asaltantes los blancos
del fuego. Finalmente, desesperando de la fuerza, cambiaron
de idea y optaron por la paciencia, sabedores de que el cam­
pamento alojaba comida para pocos días y una multitud sin
entrenamiento militar. De la penuria esperaban la traición,
que vacilase la lealtad de los esclavos y los imponderables de
la guerra.
24 Mientras tanto, enterado del asedio del campamento y
después de mandar a soliviantar las Galias en busca de refuer­
zos, Flaco entrega un contingente escogido de legionarios a
Didio Vócula, legado de la XXIV Legión, con instrucciones
de marchar por la orilla del río todo lo aprisa posible. Él via­
jaba en barco, físicamente enfermo, entre la antipatía de los
soldados. No se andaban éstos con tapujos: se había permiti­
do que las cohortes de bátavos salieran de Maguncia -—bra­
maban—, encubierto los movimientos de Civil y ofrecido
una alianza a los germanos. Eso era echarle a Vespasiano una
mano como no se la habían echado ni Antonio Primo ni Mu­
ciano, pues la hostilidad declarada y las armas pueden com­
batirse a campo abierto, pero no hay forma de enfrentarse al
fraude y el engaño, que actúan a escondidas. Civil, a pie fir-

U si]
me, plantaba cara y comandaba a sus tropas, mientras Hordeo­
nio, desde el lecho de la alcoba, daba órdenes a conveniencia
del enemigo: ¡tantos soldados y tan bravos al servicio de un
viejo decrépito! “Matemos a ese traidor y libraremos nuestra
suerte y valentía de su maldición”, se decían unos a otros.
Colmó su indignación una carta remitida por Vespasiano
que Flaco, como no podía ocultarla, leyó ante la asamblea: a
sus portadores los envió, maniatados, a Vitelio. 25 Así se cal­
maron los ánimos hasta llegar a Bonn, el cuartel de la Ia Le­
gión. Allí, los soldados estaban aún más irritados y culpaban
de su descalabro a Hordeonio: por orden suya habían hecho
frente a los bátavos creyendo que las legiones venían en su
persecución desde Maguncia; esa traición la habían pagado
con la vida, porque nadie había acudido en su auxilio; de eso,
nada sabía el resto de los ejércitos ni se había informado de
ello a su emperador, cuando el brote de rebeldía habría podi­
do extirparse con el concurso de tantas provincias.
Hordeonio leyó en voz alta ante la tropa copias de todas las
cartas que había despachado a las Galias, a Britania y a las Hís­
panlas solicitando refuerzos, y sentó el deplorable precedente
de entregar las misivas a los aquiliferos de las legiones para
que se las leyesen a los soldados antes que a los jefes. Ordenó
entonces arrestar a uno de los amotinados, más por imponer
su autoridad que porque aquél fuera el único responsable. Y el
ejército se trasladó de Bonn a Colonia, adonde confluían los
refuerzos de las Galias (que, al comienzo, apoyaban con deci­
sión los intereses de Roma: más tarde, cuando las Germanias
cobraron auge, la mayoría de las comunidades tomaron las ar­
mas en contra nuestra con la esperanza de la liberación y el
deseo, si conseguían emanciparse, de imponer su dominio).
La animosidad de las legiones seguía creciendo, sin que el
arresto de un único soldado sirviera de escarmiento. Encima,
éste llegó a denunciar la complicidad de su jefe, aduciendo
que él había actuado como mediador entre Civil y Flaco y,
como sabía la verdad, se le quería silenciar con una acusación
falsa. Con admirable firmeza, Vócula subió a la tribuna y or­
denó conducir a la ejecución al soldado, aunque éste no ceja­
ba en sus acusaciones a voz en grito. Y mientras los malos se
echan a temblar, los mejores acataron órdenes. A raíz de eso,

[2.52.]
pidieron unánimemente a Vócula por jefe y Flaco le transfirió
el mando de las operaciones.
26 Pero contribuían a exaltar los ánimos muchas circuns­
tancias: la paga y el grano escaseaban, mientras las Galias se
resistían a la recluta y los impuestos; el Rin, por efecto de una
sequía insólita para aquel clima, apenas permitía la navega­
ción y el abastecimiento menguaba; a lo largo de su orilla se
habían emplazado guarniciones para impedir que los germa­
nos lo vadeasen, así que, por un mismo motivo, había menos
provisiones y más consumidores. Los ignorantes considera­
ban un prodigio la mera escasez de aguas —como si hasta los
ríos, antigua barrera del imperio, nos abandonasen. Lo que en
tiempos de paz se atribuiría a la casualidad o la naturaleza, se
llamaba ahora destino o cólera divina.
Al entrar en Neuss139, se les agrega la XVIa Legión y Vócu­
la cedió al legado Herennio Galo una parte de sus responsabi­
lidades. Sin arriesgarse a continuar la marcha hacia el enemi­
go, instalaron su campamento en un lugar llamado Gellep140.
Allí procuraban endurecer a la tropa a base de instrucción,
trabajos de fortificación y demás ejercicios bélicos. Y para que
el botín estimulase el coraje, Vócula condujo su ejército con­
tra el territorio de los cugernos, los cuales habían aceptado
aliarse con Civil. Una parte se quedó con Herennio Galo.
27 El azar quiso que encallase no lejos del campamento
una embarcación cargada de grano. Los germanos intentaban
remolcarla hacia su orilla. Galo no se resignó y envió una co­
horte al rescate: también aumentó el número de germanos y,
a fuerza de agregarse paulatinamente refuerzos, terminó por
trabarse combate. Con grave quebranto de los nuestros, los
germanos se apoderan de la nave. Los vencidos, como se ha­
bía convertido en costumbre, en lugar de achacarlo a su pro­
pia cobardía, culpaban al legado de traición: tras sacarlo de su
tienda, rasgarle las ropas y tundirlo a golpes, le ordenan con­
fesar cuánto le han pagado por traicionar al ejército y quiénes

139 Novaesium. Tras Bonn y Colonia, la expedición continúa descendiendo


el curso del Rin desde Maguncia.
140 Gelduba, río abajo de Neuss.

[2-53]
son sus complices. La rabia se vuelve contra Hordeonio: dicen
que él es el responsable último del crimen y Galo su secuaz,
hasta que éste, amedrentado por las amenazas de muerte, aca­
bó también por acusar a Hordeonio de traición. Le pusieron
grilletes y sólo lo soltaron cuando regresó Vócula, quien al
día siguiente dio muerte a los responsables del motín: tan
chocantes ejemplos de licencia y de paciencia ofrecía aquel
ejército. No hay duda de que los soldados rasos eran leales a
Vitelio, en tanto que los cuadros superiores se inclinaban por
Vespasiano: de ahí la sucesión de desmanes y represalias, así
como esa mezcla de furia y sumisión que hacía posible casti­
gar a quienes no se podía reprimir.
28 Por su parte, las filas de Civil rebosaban: Germania en
masa le secundaba después de que los más ilustres rehenes141
ratificasen las alianzas. Sus órdenes son que ubios y tréviros
sean arrasados por quien más cerca los tenga, y que otro gru­
po cruce el río Mosa con la misión de golpear a menapios y
morinos, asentados en ese rincón de la Galia142. De ambos
frentes se acarreó botín, sobre todo de los ubios, con quienes
se ensañaron porque, siendo un pueblo de origen germano,
habían abjurado de su patria para adoptar el apelativo de agri-
pinenses143. Sus cohortes fueron aniquiladas en la aldea de
Marcoduro144, donde sesteaban despreocupados porque esta­
ban lejos del río. Tampoco los ubios se conformaron sin
arrancar botín de Germania y allá marcharon, al principio
impunemente; luego se vieron acorralados: durante toda la
guerra su lealtad fue mayor que su suerte.
Tras vapulear a los ubios, Civil era un rival más serio y, con
el éxito, más feroz. Su cerco a las legiones se estrechaba: sus
centinelas extremaban la alerta para impedir que ningún avi­
so del socorro que estaba en camino pudiera filtrarse a escon­
didas. Las máquinas y el trabajo de zapa se los encomienda a
los bátavos. Como los transrenanos estaban impacientes por

141 C on su intercambio.
142 Naturalmente, el extremo norte.
143 Por su capital, Colonia Agrippinensis, la actual Colonia.
144 Quizá Merken, cerca de Düren.

U54]
combatir, les ordena abrir una brecha en la empalizada y,
cuando son repelidos, a reanudar la porfía: había gente de so­
bra y las bajas no importaban.
29 Ni siquiera la noche puso fin a la brega. Recogieron leña
de los alrededores e hicieron una hoguera para la cena, y, con­
forme el vino los iba caldeando, se lanzaban a la lucha con
una temeridad perfectamente inútil: sus proyectiles se extravia­
ban en la oscuridad. Los romanos, en cambio, tenían el cam­
po de los bárbaros iluminado y, a quienes delataba la audacia
o un reluz de sus insignias, los hacían blanco de sus impactos.
Cuando Civil se dio cuenta, ordena apagar el fuego y sumir­
lo todo en oscuridad y refriega. Fue el tumo entonces del fra­
gor horrísono, de las carreras sin rumbo: era imposible atinar
el golpe o esquivarlo. De donde surgía un clamor, allí se arra­
cimaban los cuerpos y se largaban estocadas; el valor no ser­
vía de nada, todo lo confundía el azar y los más intrépidos su­
cumbían a menudo bajo las armas de los cobardes. La furia de
los germanos era ciega; los soldados romanos, conscientes del
peligro, no lanzaban a voleo los venablos de hierro y las pie­
dras pesadas: cuando los ruidos de demolición o las escalas
que colocaban dejaban al enemigo al alcance, los derribaban
con la panza del escudo y detrás iba la jabalina. Muchos que
consiguieron poner pie en la muralla fueron pasados a cuchi­
llo. Así transcurrió la noche y el amanecer desveló un nuevo
plan de ataque.
30 Los bátavos tenían lista una torre de dos pisos que pre­
tendían acercar a la puerta pretoria, la que daba al llano. Con­
tra ella arrojaron los defensores poderosos puntales y la gol­
pearon con vigas hasta descoyuntarla. Cuantiosos fueron los
estragos causados a los que en ella estaban subidos, y una sa­
lida fulminante y victoriosa terminó por desbaratarlos. A la
vez, los legionarios se aplicaron a la construcción con supe­
rior pericia e ingenio. Especial pavor produjo un artefacto
basculante que se abatía por sorpresa para suspender en el aire,
ante los ojos de sus propios compañeros, a uno o varios ene­
migos y, haciendo girar la carga, dejarlos caer luego en el in­
terior del campamento. Civil perdió la fe en el asalto y volvió
al asedio paciente sin dejar de minar, a base de emisarios y
promesas, la lealtad de las legiones.

[2-55 ]
31 Esto sucedió en Germania antes de la batalla de Cre­
m ona145, cuyo resultado conocieron por medio de una carta
de Antonio Primo que adjuntaba una proclama de Cecina;
un prefecto de cohorte de los vencidos, Alpinio Montano, se
encargó de atestiguar personalmente la suerte de su bando.
Ante la noticia, las reacciones fueron dispares: los auxiliares
de la Galia, que no estaban a favor ni en contra de un bando
y prestaban servicio sin entusiasmo, se desligaron en seguida
de Yitelio a instancias de los prefectos. Los veteranos duda­
ban pero, cuando Hordeonio Flaco procedió al juramento y
ante las presiones de los tribunos, lo pronunciaron sin con­
vicción visible ni íntima y, mientras recitaban el resto de la
fórmula de adhesión, pasaban por el nombre de Vespasiano
con titubeos o en un leve susurro y, la mayoría, en silencio.
32 Se leyó después ante la asamblea una misiva de Antonio
a Civil que provocó las sospechas de los soldados, puesto que
parecía escrita a un correligionario y se refería al ejército de
Germania en términos hostiles. Más tarde, cuando las noti­
cias llegaron al campamento de Gellep, se repitieron palabras
y hechos, y se envió a M ontano a parlamentar con Civil: de­
bía deponer las armas y no disfrazar con falsedades su guerra
contra Roma; si su intención había sido ayudar a Vespasiano,
ya era suficiente.
Al principio, Civil responde con tacto, pero después, en
cuanto se da cuenta de que Montano posee un carácter bron­
co e intrigante, empieza a lamentarse de los sufrimientos que
ha padecido durante veinticinco años en los campamentos ro­
manos: “Magnífico pago”, dice, “he recibido por tanto sacrifi­
cio: la muerte de un hermano, las cadenas y los crueles gritos
de este146 ejército clamando por mi ejecución. Ahora soy yo
quien exige su castigo conforme al derecho de gentes147. Y vo-

145 Cremona fue tomada el 25 de octubre. Las noticias llegarían a Neuss du­
rante la primera semana de noviembre.
146 La entrevista se produce frente al ejército romano sitiado en Vetera: a
ellos señala Civil.
147 Es decir, el derecho internacional. Al apelar al tus gentium, Civil se sitúa
de hecho fuera de la obediencia romana y reivindica la independencia de los
pueblos que lo secundan.

[256]
sotros, tréviros y demás criaturas esclavizadas, ¿que otra re­
compensa esperáis por tanta sangre derramada si no un servi­
cio militar ingrato, inacabables tributos, látigos, hachas y las
ocurrencias de vuestros amos? Fíjate: yo no soy más que el
prefecto de una cohorte. Y los canninefates y bátavos, una
exigua porción de las Galias: pues bien, nosotros hemos he­
cho trizas esa fortificación tan vasta como impotente, y la so­
metemos a un cerco de hierro y de hambre. Después de todo,
si tenemos coraje conseguiremos la libertad y, si perdemos,
nada habrá cambiado para nosotros”.
Con esas palabras enardeció a Montano, pero, al despedir­
le, le aconsejó que suavizase su informe. El regresó diciendo
que su misión había fracasado. El resto se lo calló: más tarde
afloraría todo.
33 Quedándose con una parte de sus tropas, Civil envía
contra Vócula y su ejército a las cohortes veteranas y los ger­
manos más activos al mando de Julio Máximo y Claudio Víc­
tor, hijo de una hermana suya. Durante el trayecto, asaltan un
cuartel de caballería situado en Asberg148; y sobre el campa­
mento de Gellep cayeron tan de improviso, que Vócula no
tuvo oportunidad de arengar a sus tropas ni desplegarlas. En
medio del desbarajuste únicamente pudo dar instrucciones
para que los legionarios se hicieran fuertes en el centro; los
auxiliares se desparramaron alrededor. La caballería cargó
pero, recibida en buen orden por el enemigo, volvió grupas
contra los suyos. A partir de ahí, lo que sucedió fue una car­
nicería, no una batalla. Las cohortes de nervios, por miedo o
deslealtad, dejaron desprotegidos los flancos de los nuestros:
así penetraron los adversarios hasta las legiones, las cuales,
después de perder las enseñas, estaban siendo aplastadas en el
interior de la empalizada. Fue entonces cuando, de repente,
con la llegada de nuevos refuerzos se volvieron las tornas del
combate: Galba había reclutado unas cohortes de vascones y
sólo entonces se les había hecho venir; se acercaban al campa­
mento y oyeron los gritos de los contendientes. Mientras el

148 Asciburgium, a mitad de camino entre Vetera y Gellep y, como ellas, en


la ribera izquierda del Rin.

U 57]
enemigo se afana, le atacan por la espalda, provocando un
pánico sin proporción con su número, pues los germanos
creían que acudían al completo las fuerzas de Neuss o las de
Maguncia. Su error infunde moral a los nuestros y, confiando
en las fuerzas ajenas, recobran las propias. Los más intrépidos
de los bátavos, el grueso de la infantería, son pulverizados.
La caballería escapó con las enseñas y prisioneros capturados
en el choque inicial. Aquel día, los combatientes muertos de
nuestro lado fueron más numerosos pero también más inex­
pertos; de los germanos, lo más granado.
34 A los dos jefes podría culparse por igual de merecer la
derrota y dejar escapar la victoria: Civil, si hubiese incorpora­
do más efectivos al frente, habría impedido que tan escasas
cohortes los rodeasen y hubiera quebrado la resistencia del
campamento hasta asolarlo. Vócula tampoco había tomado
medidas para prevenir la llegada de los enemigos y su salida
estaba condenada al fracaso; luego, inseguro de la victoria,
desperdició unos días sin decidirse a poner en marcha el cam­
pamento contra el enemigo: si hubiese contraatacado de in­
mediato y aprovechado el curso de los acontecimientos, ese
mismo impulso le habría permitido liberar a las legiones del
asedio149.
Entre tanto, Civil ponía a prueba la moral de los asediados
aparentando que los romanos estaban perdidos y la victoria
se había decantado de su lado: las enseñas y estandartes se pa­
seaban en procesión e incluso se exhibía a los prisioneros.
Uno de ellos, en un gesto heroico, se atrevió a revelar la reali­
dad de lo sucedido a viva voz, y allí mismo cayó atravesado
por los germanos: eso hizo más creíble la información. Al
mismo tiempo, las llamas de los caseríos incendiados y arra­
sados eran señal de que el ejército vencedor se aproximaba.
Cuando el campamento está a la vista, Vócula ordena de­
tenerse y parapetarse tras foso y empalizada: depositarían allí
impedimenta y equipaje y combatirían sin estorbos. Pero los
soldados claman entonces contra su jefe exigiendo luchar: las
amenazas se habían convertido ya en una rutina. Sin tomarse

149En Vétera.

Uss]
siquiera un respiro para organizar la formación, en desorden
y agotados, emprenden la batalla. Y allí estaba Civil, confian­
do en los defectos del enemigo tanto o más que en las virtudes
de los suyos. Diversa fue la suerte de los romanos y cuanto
más revoltosos, más cobardes: pero hubo quienes, espoleados
por el recuerdo de la reciente victoria, mantenían sus posicio­
nes, acometían al enemigo, se animaban y animaban a los
compañeros; y, cuando la batalla era cerrada, hacían señas a
los asediados para que no perdiesen más tiempo. Estos, por
su parte, que observaban la escena desde la muralla, se deci­
den a abrir todas las puertas e irrumpir en la refriega. Quiso la
fortuna que la montura de Civil tropezase y su jinete rodase
por los suelos; por ambos ejércitos se extendió el bulo de que
estaba herido o muerto: es increíble qué pánico cundió entre
los suyos y qué euforia entre el enemigo... Pero Vócula, en
vez de perseguir a los fugitivos, se dedicó a reforzar la em­
palizada y las torres del campamento, como si el asedio fue­
ra a reanudarse de forma inminente: tantas veces desvirtuó la
victoria, que llegó a sospecharse, no sin razón, que prefería
la guerra.
35 Nada atenazaba tanto a nuestros ejércitos como la esca­
sez de provisiones. Los furgones de las legiones se enviaron a
Neuss junto con un tropel de paisanos para, desde allí, trans­
portar grano por vía terrestre, dado que el enemigo controlaba
el río. La primera expedición llegó a su destino sin novedad,
pues Civil no se había recuperado todavía. Pero cuando se en­
tera de que un nuevo convoy ha sido enviado a Neuss y de
que las cohortes que lo escoltan marchan como en plena paz,
después de mandar a bloquear los puentes y angosturas, ataca
en buen orden: raro es el soldado que está en su puesto, no
han sacado las armas de los carruajes, todos deambulan ajenos
a la disciplina. Se luchó en un amplio frente, indeciso Marte,
hasta que la noche separó a los contendientes. Las cohortes
prosiguieron camino hasta Gellep, donde seguía estando el
campamento igual que antes, bajo la custodia de los soldados
allí apostados. No había duda de los riesgos que correrían los
porteadores, cargados e intimidados, durante el regreso.
Añade Vócula a sus tropas un millar de hombres escogi­
dos de las legiones Va y XVa, que habían sufrido el asedio de

U 59]
Vétera — soldados levantiscos y enfrentados con sus jefes.
Partieron en número superior al ordenado y, durante la mar­
cha, aireaban sin tapujos que no estaban dispuestos a aguan­
tar más hambre ni más tretas de los legados; por su parte, los
que se quedaron se quejaban de que, al retirar ese contingen­
te legionario, los que habían sido abandonados y traicionados
eran ellos. Ése fue el origen de un doble motín: unos, exi­
giendo el retorno de Vócula, los otros negándose a regresar al
campamento.
36 Entre tanto, Civil puso cerco a Vétera: Vócula se reple­
gó a Gellep y de allí a Neuss. Más tarde, disputó con éxito
una batalla ecuestre no lejos de Neuss. Pero igual daban reve­
ses que victorias: lo mismo ardían los soldados en deseos de
acabar con sus jefes. Así las cosas, las legiones —que, tras la
llegada de la Va y la XVa, habían visto incrementarse sus efec­
tivos— dan en reclamar su donativo al descubrir que Vitelio
ha enviado dinero. Sin dudarlo mucho, Hordeonio lo conce­
dió en nombre de Vespasiano, y especialmente ese dinero ali­
mentó la sedición. Entregados a la buena vida, los banquetes
y conciliábulos nocturnos avivan la antigua inquina de los le­
gionarios contra Hordeonio. Sin que ninguno de los legados
o tribunos se atreviera a impedirlo (la noche había extirpado
el menor atisbo de dignidad), lo sacan de su alcoba y lo asesi­
nan. El mismo destino habían reservado a Vócula, pero con­
siguió evadirse en la oscuridad disfrazado de esclavo.
37 Cuando se sosegaron los ánimos y regresó el miedo, en­
viaron por las comunidades de las Galias a sus centuriones
portando misivas en las que solicitaban refuerzos y salarios.
Mientras tanto, ellos —la muchedumbre sin guía es impulsi­
va, cobarde y adocenada— tomaron las armas alocadamente
ante la llegada de Civil y las soltaron de inmediato para darse
a la fuga. La adversidad trajo también la desunión, y las tropas
que procedían del ejército de la Germania Superior hicieron
causa aparte. Con todo, las efigies de Vitelio fueron repuestas
en campamentos y localidades belgas de las cercanías —si
bien Vitelio ya estaba muerto. Luego, arrepentidos, los legio­
narios de la Ia, IVa y XXIIa se ponen a las órdenes de Vócula
y, después de renovar el juramento de adhesión a Vespasiano,
marchan bajo su mando a liberar Maguncia del asedio. Los si-

[2.60]
dadores —un ejército compuesto por catos, úsipos y matía-
cos— ya habían levantado el cerco, ahitos de botín y no sin
escarmiento, porque nuestros soldados les habían atacado
por el camino, dispersos y de improviso. También los trévi-
ros se atrincheraron en su territorio y combatían a los germa­
nos con grave descalabro mutuo hasta que, declarándose en
rebeldía, empañaron la brillantez de sus servicios al pueblo
romano.

C o m i e n z o s d e l a ñ o 70

38 Entre tanto, Vespasiano —por segunda vez— y Tito


inauguraron su consulado en ausencia. La ciudadanía estaba
desolada y pendiente de todo tipo de amenazas: a las desgra­
cias que ya les angustiaban se vino a sumar el terror sin fun­
damento de que Africa se había rebelado como resultado de
las intrigas de Lucio Pisón, quien la gobernaba. Y lejos del áni­
mo de éste la menor maquinación, pero la inclemencia del in­
vierno impedía la navegación y el vulgo, acostumbrado a
comprar los alimentos día a día y cuya única preocupación
política era el suministro de grano, temía que los puertos es­
tuvieran cerrados y los convoyes secuestrados —y su miedo
era su fe. El bulo lo fomentaban los vitelianos, que todavía no
se habían apeado de sus banderías, y ni siquiera disgustaba el
rumor a los vencedores, cuyas ambiciones, insaciables tam­
bién en las guerras del extranjero, nunca pudo satisfacer vic­
toria alguna sobre sus compatriotas.
39 El primero de enero150 el pretor urbano Julio Frontino
convocó el Senado a una sesión en la que se aprobaron de­
cretos de felicitación y agradecimiento a legados y ejércitos así
como a los reyes vasallos. A Tetio Juliano se le despojó de la
pretura con la excusa de que había abandonado a su legión
cuando ésta decidió pasarse al bando de Vespasiano151: en rea­
lidad, para entregarle el cargo a Plocio Gripo. A Hormo se le

150 Del año 70.


151 Véase II, 85.

[261]
otorgó el rango ecuestre. Y más tarde, previa renuncia de
Frontino, el César Domiciano asumió la pretura. Su nombre
encabezaba cartas y edictos, aunque el poder estaba en manos
de Muciano —aparte de las libertades que Domiciano se to­
maba a instancias de sus amigos o por propio antojo. No obs­
tante, la principal amenaza para Muciano procedía de Anto­
nio Primo y Arrio Varo, en candelero gracias a los ecos de los
recientes acontecimientos y el respaldo militar, y a quienes
también aclamaba el pueblo, ya que con nadie se habían en­
sañado fuera del campo de batalla152. Corría incluso la voz de
que Antonio había incitado a tomar el poder a Escriboniano
Craso, un hombre a quien daban esplendor sus ilustres ante­
pasados y el recuerdo de su hermano153. No le habría faltado
un buen puñado de cómplices, pero al parecer Escriboniano
se negó, poco dispuesto a dejarse tentar ni siquiera con ga­
rantías y, por descontado, temeroso de una aventura. Así que
Muciano, como era imposible actuar abiertamente contra An­
tonio, primero le prodiga elogios en el Senado y después lo
abruma de promesas confidenciales, proponiéndole Hispania
Citerior, que estaba vacante tras la marcha de Cluvio Rufo; al
mismo tiempo, reparte generosamente entre sus amigos tri­
bunados y prefecturas. Luego, cuando ya le había llenado la
cabeza de esperanzas y deseos absurdos, procede a amputar
sus fuerzas: la VIIa Legión, encendida devota de Antonio, es
despachada a sus cuarteles de invierno y la IIIa, cuyos solda­
dos tienen vínculos con Arrio Varo, devuelta a Siria. En tan­
to, una parte del ejército era conducido a las Germanias. De
ese modo, liberada de cuanto podía perturbarla, la Urbe
recupera la normalidad, la ley y el funcionamiento de las ma­
gistraturas.
40 El día en que Domiciano se incorporó al Senado, pro­
nunció una breve y temperada alocución sobre la ausencia de
su padre y hermano así como sobre su propia juventud. Man­
tuvo la compostura y, como su personalidad resultaba aún
desconocida, se tomaban por timidez sus frecuentes errores.

152 ¡ p e r o v é a s e i y s j |

153 Pisón, el frustrado heredero de Galba.

[162.]
Cuando el César sugirió que se rehabilitase la dignidad de
Galba, Curcio M ontano propuso que también se honrara la
memoria de Pisón. Los senadores aprobaron ambas iniciati­
vas, aunque la referente a Pisón quedó sin efecto. Se sortea­
ron luego comisiones encargadas de devolver el expolio de la
guerra, examinar y volver a clavar las tablas de bronce con
inscripciones legales que el paso del tiempo había deteriora­
do, expurgar un calendario contaminado por la adulación
del momento y poner coto a los dispendios públicos. Se le
devuelve la pretura a Tetio Juliano una vez se reconoce que
había huido para presentarse a Vespasiano; Gripo conservó
el cargo.
A continuación se decidió reanudar el pleito entre Muso-
nio Rufo y Publio Céler: Publio fue condenado y se dio satis­
facción a los manes de Sorano. A una jomada marcada por el
rigor público no le faltó siquiera gloria privada: la actuación
de Musonio parecía de estricta justicia; muy diferente era la
opinión a propósito de Demetrio, el filósofo cínico que, se
decía, había defendido a un manifiesto culpable más por lla­
mar la atención que por sentido del deber. En cuanto a Pu­
blio, en el trance no le acompañó ni el ánimo ni la palabra.
Ya que se había levantado la veda contra los delatores, Ju­
nio Máurico solicitó al César que pusiese a disposición del
Senado los registros imperiales, de forma que la cámara pu­
diera conocer quién había tramitado denuncias contra quién.
Domiciano respondió que sobre semejante asunto había que
consultar al príncipe.
41 A iniciativa de sus proceres, el Senado se sometió a un
juramento: todos los magistrados a porfía y los demás con­
forme les llegaba el turno de palabra, iban poniendo a los dio­
ses por testigos de que en nada habían cooperado que pudiera
causar daño a nadie, ni habían percibido recompensa o cargo
alguno a cambio de la desgracia de otros ciudadanos. Quienes
tenían conciencia de su infamia se echaron a temblar y altera­
ban las palabras del juramento con los trucos más diversos.
Los senadores iban aplaudiendo a los sinceros y abucheando
a los perjuros, y esta especie de censura se cebó con saña es­
pecial contra Sarioleno Vócula, Nonio Atiano y Cestio Seve­
ro, a quienes sus frecuentes delaciones en tiempos de Nerón

[¿63]
había hecho famosos. Sobre Sarioleno recaía además el peso
de recientes fechorías, porque había perseverado en su acti­
vidad bajo Vitelio, y las iras de los senadores le persiguieron
hasta que abandonó la curia. Luego la emprendieron con
Paccio Africano, a quien pretenden también expulsar bajo
la acusación de provocar la muerte de los Escribonios, dos
hermanos célebres por su unión y riqueza, denunciándolos
ante Nerón. Africano ni se atrevía a confesar ni podía refu­
tar los cargos: como Vibio Crispo le acosaba a preguntas, se
volvió contra él y, a base de embrollar unos hechos sin defen­
sa posible, consiguió desviar la ojeriza implicándolo en sus
crímenes.
42 Aquel día Vipstano Mésala se forjó una gran fama por
su solidaridad y elocuencia. Sin tener todavía edad para el Se­
nado154, se atrevió a interceder por su hermano Aquilio Ré­
gulo. El exterminio de los Crasos y de Orfito había llevado el
odio contra Régulo al paroxismo: se pensaba que, siendo tan
joven, se había encargado de la acusación voluntariamente,
no para zafarse de ningún peligro sino con la esperanza de ga­
nar influencia. Ahora, Sulpicia Pretextata, esposa de Craso, y
sus cuatro hijos estaban dispuestos a pedir venganza si el Se­
nado abría el caso. Lo cierto es que Mésala no justificaba ni
las acusaciones ni al acusado, pero el mero hecho de dar la
cara personalmente en socorro de su hermano había ablanda­
do algunos corazones. C urdo M ontano le dio réplica con un
discurso durísimo, llegando incluso a recriminar a Régulo
que, tras la muerte de Galba, había entregado dinero al asesi­
no de Pisón y agredido a muerdos la cabeza del difunto: “No
dirás que Nerón te obligó a hacer eso”, exclama, “o que com­
praste tu honor y tu seguridad al precio de semejante salvaja­
da. No nos queda otro remedio que aceptar la disculpa de
esos que prefirieron destruir a otros antes que caer en desgra­
cia, pero a ti el destierro de tu padre y el reparto de sus bienes
entre los acreedores te había puesto a salvo, todavía no tenías
edad para entrar en política y nada había que Nerón pudiera
desear ni temer de ti. Sed de sangre y avidez de recompensas:

154 Veinticinco años.

[ 2.64]
eso fue lo que te animó a foguear en la condena de hombres
nobles un talento desconocido aún para todos y sin previa
práctica en defensa de nadie. De la tumba de tu patria saqueas­
te los despojos consulares, te embolsaste siete millones de ses-
tercios y, con tu reluciente túnica de sacerdote, lo mismo ha­
cías caer a niños inocentes que a venerables ancianos o muje­
res ilustres. Y mientras tanto reprochabas a Nerón que se
fatigase y fatigase a los delatores procediendo contra las fami­
lias de una en una: “Se puede exterminar al Senado entero
con una sola orden”, le decías... Conservad, senadores, y pro­
teged a un hombre de ideas tan claras para que cada genera­
ción tenga su maestro y, así como nuestros mayores imitan
a un Marcelo o un Crispo, pueda nuestra juventud emular a
Régulo. Incluso estéril, la villanía hace escuela: ¡qué decir si
florece y prospera! Y si no nos atrevemos a tocar a quien to­
davía es un simple cuestor, ¿suponéis que lo haremos cuando
sea pretor o cónsul? ¿Es que creéis que Nerón ha sido el últi­
mo tirano? Eso mismo pensaban quienes sobrevivieron a Ti­
berio y a Gayo —y mientras tanto surgió otro más abomina­
ble y despiadado. No es que tengamos miedo de Vespasiano:
ésa sí es edad para un príncipe, ésa sí es prudencia... Pero una
buena lección dura más que cualquier emperador. Hemos en­
vejecido, senadores, y no somos ya aquella curia que, a la
muerte de Nerón, exigía el castigo de los delatores y sus cóm­
plices a ejemplo de nuestros antepasados. Después de un mal
príncipe, el mejor día es el primero.”
43 El Senado escuchó a Montano con tal asentimiento,
que Helvidio cobró esperanzas de hacer caer también a Mar­
celo. Así pues, arrancó con un elogio de Cluvio Rufo quien,
siendo un hombre igual de rico y brillante orador que Mar­
celo, jamás llevó a nadie frente a un tribunal bajo Nerón. Y si­
guió presionando a Eprio, a la vez con la acusación y con el
modelo, hasta entusiasmar a los senadores. Cuando Marcelo
se percató, hizo ademán de abandonar la curia diciendo:
“Nos vamos, Prisco. Aquí te dejamos con tu Senado: reina si
quieres delante de un César.” Detrás de él se marchaba Vibio
Crispo, ambos furiosos pero con gestos diferentes —Marcelo
ceñudo, Vibio burlón—, hasta que sus amigos corrieron a traer­
los de vuelta. La disputa subió de tono y, con una honesta

[2.65]
mayoría y una poderosa minoría blandiendo odios obstina­
dos, la jornada se consumió en enfrentamientos.
44 La siguiente sesión la abrió Domiciano. Después de que
él se manifestase sobre la necesidad de acabar con el resenti­
miento y los deseos de venganza derivados de la opresión de
tiempos pasados, Muciano defendió en un extenso discurso a
los delatores. Al mismo tiempo, a los que volvían a empren­
der acciones legales que habían abandonado recién iniciadas,
les hizo una advertencia en tono cortés y como de ruego. En
cuanto a los senadores, al primer envite contra aquella liber­
tad recién estrenada, renunciaron a ella. Para que no diera la
impresión de que se estaba desdeñando la opinión del Sena­
do y dejando impunes los crímenes cometidos bajo la autori­
dad de Nerón en su totalidad, Muciano devolvió a Octavio
Sagita y Antistio Sosiano, dos senadores que se habían evadi­
do del exilio, a las islas donde estaban confinados. Octavio
había mantenido relación carnal con Pontia Postumina y,
cuando ella rehusó casarse con él, la mató por despecho. So­
siano era un degenerado que había causado la muerte de
muchos. Ambos habían sido condenados y desterrados por
orden terminante del Senado y, aunque a otros se les había
autorizado a regresar, a ellos se les mantuvo el castigo en los
mismos términos. Pero no por ello amainó el rencor contra
Muciano: Sosiano y Sagita no tenían el menor valor, aunque
regresaran; lo que de verdad se temía era la inteligencia de los
delatores, sus recursos y su maligno manejo de los hilos del
poder.
45 La instrucción en el Senado de un proceso a la antigua
usanza sirvió para reconciliar momentáneamente a sus miem­
bros. El senador Manlio Patruito se quejaba de que, en la co­
lonia de Siena, había sido golpeado por una turbamulta y a
instancias de los magistrados. Y no había acabado ahí el agra­
vio: le habían convertido en centro de una farsa macabra155
donde, entre endechas y lamentos funerarios, se habían pro­
ferido vituperios e insultos contra el Senado en su conjunto.

155 Un funeral ficticio en el que M anlio ocupaba el lugar del cadáver y se le


quemaba en efigie.

[2.66]
Se citó a los imputados y, tras la audiencia, los convictos reci­
bieron su castigo. Además, se promulgó un decreto del Sena­
do por el que se instaba al orden al pueblo de Siena.
Por las mismas fechas, los cirenenses apelaron a la ley de
concusión para obtener la condena de Antonio Flama y su
destierro por crueldad.
46 En medio de todo esto, a punto estuvo de estallar una
insurrección militar. Los pretorianos que Vitelio había dado
de baja y se habían pasado en bloque a Vespasiano pedían
reincorporarse a sus puestos en la guardia, y los legionarios se­
leccionados para el mismo destino exigían los salarios prome­
tidos. Ni siquiera era posible deshacerse de los vitelianos sin
una escabechina, pero el precio de mantener tan gran número
de hombres hubiera sido inmenso. A fin de hacerse una idea
más ajustada de las retribuciones que correspondían a cada
uno, Muciano visitó el cuartel e hizo formar a los soldados
vencedores, cada cual con sus armas y distintivos, a intervalos
regulares. Después, a los vitelianos — tanto los que, como re­
cordamos, se habían rendido en Bovilas como los restantes,
capturados en Roma y sus aledaños— se les trae práctica­
mente a pecho descubierto. Muciano ordena apartarlos y reu­
nir a los soldados de Germania, de Britania y a los proceden­
tes de otros ejércitos, en tres grupos distintos. Ya la primera
imagen les había dejado atónitos, porque frente a ellos veían
lo que parecía una formación en orden de combate y armada
hasta los dientes, mientras que ellos estaban cercados, desnu­
dos y con un deprimente aspecto de abandono; pero cuando
empezaron a repartirlos de acá para allá, el miedo se adueñó
de todos, y en especial de los soldados de Germania, pensan­
do que esa separación no era más que el preludio de la muer­
te: se abrazaban a sus compañeros de armas, buscaban sus nu­
cas para depositar en ellas un beso de despedida e imploraban
—a Muciano, al ausente príncipe y, en fin, a los dioses y a los
cielos— que no les separasen, ni corriesen distinta suerte quie­
nes habían compartido una causa común — hasta que Mucia­
no, dirigiéndose a todos como soldados sujetos al mismo ju­
ramento y al mismo emperador, disipó aquel temor sin fun­
damento. Y es que incluso el ejército vencedor clamaba en
favor de sus lágrimas. Así concluyó la jornada. A los pocos

[2.67]
días, con la confianza recobrada, han escuchado una alocu­
ción de Domiciano: rechazan las tierras ofrecidas, piden ser­
vicio y salario. Eran ruegos, sí, pero a los que no podía con­
tradecirse. Así que se les admite en la guardia pretoriana. Más
tarde, a los que tenían la edad y los años de servicio precisos,
se les licencia con honores; a otros se les da de baja en repre­
salia, pero selectiva e individualmente — el remedio más segu­
ro para debilitar a una multitud concertada.
47 Con todo, ya fuera porque había realmente penuria fi­
nanciera o para aparentarlo, se adoptaron diligencias en el Se­
nado a fin de solicitar un préstamo a particulares por valor de
sesenta millones de sestercios y se puso al frente de la opera­
ción a Pompeyo Silvano. Pero no mucho después la urgencia
desapareció o se dejó de simular.
Luego, Domiciano propuso una ley mediante la cual que­
daban derogados los consulados que había otorgado Vitelio
y, por otro lado, se decretó un funeral público para Flavio Sa­
bino, testimonios incontestables de la veleidad de la fortuna,
que tan pronto encumbra como humilla.
48 Por aquel entonces fue asesinado el procónsul Lucio Pi­
són. Pretendo dar noticia lo más veraz posible de esta muerte
y, si me remonto brevemente a ciertas cuestiones del pasado,
es porque no son ajenas a la raíz y los motivos de semejantes
fechorías.
En tiempos de Augusto y de Tiberio, la legión estacionada
en la provincia de África y las fuerzas auxiliares destinadas a
proteger las fronteras del imperio obedecían a un procónsul.
Más tarde, Gayo César, cuya mente retorcida temía que Mar­
co Silano se apoderase de Africa, retiró el mando de la legión
al procónsul y se lo entregó a un legado militar enviado al
efecto. Las prerrogativas se repartían equitativamente entre
ambos, pero el enfrentamiento estaba servido por la impre­
cisión que dividía sus cometidos y acrecentado por una de­
plorable rivalidad. La supremacía del legado fue en aumen­
to debido a la mayor duración del cargo o, tal vez, porque los
pequeños siempre están pensando en superar al grande, mien­
tras que los procónsules — al menos los más brillantes— esta­
ban más interesados en la estabilidad que en las maniobras
del poder.

[268]
49 En aquellos momentos la legión de África estaba bajo el
mando de Valerio Festo, un joven amante del lujo y no poco
ambicioso a quien tenía en vilo su parentesco con Vitelio.
Este individuo mantuvo numerosas conversaciones con Pi­
són, y no está claro si fue él quien le propuso una sublevación
o el que se resistió a las proposiciones, ya que no hubo testi­
gos de sus encuentros secretos y, tras la muerte de Pisón, la
mayoría prefirió granjearse el favor del asesino. De lo que no
cabe duda es de que provincia y militares sentían antipatía
hacia Vespasiano15“ y algunos vitelianos huidos de la Urbe ha­
cían ver a Pisón las dudas de las Galias, los preparativos de
Germania, los riesgos personales que corría y cuánto más se­
gura sería la guerra para quien levantaba sospechas incluso sin
intervenir.
Mientras esto sucedía, el prefecto del Ala Petriana Claudio
Sagita se adelantó en feliz travesía al centurión Papirio, envia­
do por Muciano, y aseguró que el centurión tenía órdenes de
asesinar a Pisón. Añadía que el primo y yerno de Pisón, Gale-
riano, ya había caído y que, para salvar la vida no le quedaba
más remedio que pasar a la acción. Para ello, había dos cami­
nos: o tomarlas armas inmediatamente, o dirigirse en barco a
las Galias y ofrecerse para encabezar los ejércitos vitelianos.
Pero Pisón siguió sin inmutarse. En cuanto el centurión envia­
do por Muciano tocó puerto en Cartago, a voz en grito, empe­
zó a ensartar vivas a Pisón como al mismísimo príncipe y a
animar a quienes se topaban con él, asombrados de tan inopi­
nada aparición, a que le hiciesen coro. El vulgo crédulo se pre­
cipitó al foro reclamando la presencia de Pisón: sin preocu­
parse de averiguar la verdad y ansiosos por adular, lo sumían
todo en la confusión con su júbilo ensordecedor. Pero Pisón,
por recomendación de Sagita o discreción personal, ni com­
pareció en público ni se dejó cortejar por el vulgo. El centu­
rión fue sometido a interrogatorio y, al descubrir que su pro­
pósito era provocar a Pisón para matarlo, éste ordenó desha­
cerse de él, no tanto para salvar la vida como por rabia contra
aquel verdugo, pues, siendo como era uno de los asesinos de

156Cfr. II, 97.

[2.69]
Clodio Macro157, había vuelto con las manos todavía mancha­
das con la sangre del legado para atentar contra el procónsul.
Luego reconvino a los cartagineses emitiendo una nerviosa
proclama. Recluido en casa, ni siquiera atendía a los asuntos
ordinarios a fin de no dar motivo o pretexto alguno para nue­
vas algaradas.
50 Pero tan pronto como Festo tuvo noticias de la conmo­
ción popular y de la ejecución del centurión, exageradas por
la habitual mezcla de verdad y falsedad de los rumores, man­
dó a un grupo de jinetes a matar a Pisón. Partieron al galope
y llegaron a casa del procónsul en la penumbra del amanecer:
irrumpen espada en mano y, en su mayoría, sin conocer a Pi­
són, ya que Festo había designado a auxiliares cartagineses y
mauritanos para el asesinato. No lejos de su dormitorio se cru­
zaron casualmente con un criado, a quien preguntaron quién
era Pisón y dónde estaba. M intiendo con heroísmo, el escla­
vo responde que él es Pisón, y lo degüellan al instante. Pero el
verdadero Pisón no tardó mucho en morir, pues había quien
le conocía: Bebió Masa, uno de los procuradores de Africa,
que ya entonces era una lacra para las gentes de bien y volve­
ría a figurar a menudo entre los causantes de los males que
más tarde habríamos de soportar.
Desde Adrumeto158, donde se había mantenido a la expec­
tativa, Festo enfiló hacia el campamento de la legión y orde­
nó arrestar a su prefecto Cetronio Pisano. Lo hizo movido
por un rencor personal, aunque lo tachaba de secuaz de Pi­
són. En cuanto a los soldados y centuriones, a unos los casti­
gó y a otros los premió, no porque unos u otros se lo hubie­
ran merecido, sino para dar la impresión de que había aplas­
tado un alzamiento armado. Más tarde puso orden en las
disputas entre eenses y lepcitanos159, que habían comenzado
por robos triviales de cosecha y ganado entre campesinos y ya
habían desembocado en enfrentamientos armados en toda re­

157 Véase I, 7.
158 Hoy Sousa o Sousse, en Tunicia.
159 Habitantes de la antigua Oea, hoy Trípoli, y Lepcis (o Leptis) Magna, hoy
Lebda, en Libia.

[2.70]
gla: los eenses, inferiores en número, habían llamado en su
auxilio a los garamantes, un pueblo indóm ito que vivía de
extorsionar a sus vecinos. Los lepcitanos se vieron entonces
en apuros y, con sus tierras depredadas de raíz, estuvieron
temblando detrás de las murallas hasta que la intervención de
la infantería y caballería auxiliares liquidó a los garamantes y
se pudo recuperar todo el botín, excepción hecha de lo que
habían puesto a buen recaudo en sus campamentos itineran­
tes y vendido a la población del interior.
51 En cuanto a Vespasiano, después de la batalla de Cremo­
na y las buenas nuevas generales, una nutrida representación
de los dos órdenes160, que con audacia y fortuna parejas había
afrontado una travesía marítima en invierno, le anunció la caí­
da de Vitelio. Una embajada del rey Vologeses le estaba ofre­
ciendo cuarenta mil jinetes partos — contar con un número
tan ingente de refuerzos aliados y no necesitarlos era una mag­
nífica y feliz señal. Se dieron las gracias a Vologeses y se le
mandó encargo de enviar la embajada al Senado una vez in­
formado de que había paz.
Cuando Vespasiano se interesa por Italia y los asuntos de la
Capital tiene que escuchar comentarios reprobatorios sobre
Domiciano, en el sentido de que se estaba excediendo de los
límites marcados por la edad y las atribuciones de un hijo. Así
que entrega a Tito la parte más poderosa de su ejército para
que él remate la guerra de Judea. 52 Dicen que Tito, antes de
partir, sostuvo una larga conversación con su padre para ro­
garle que no se dejase exasperar a la ligera por las murmura­
ciones y que guardase la calma y la comprensión hacia su
hijo. Ni legiones ni flotas — argüía— son bastiones del impe­
rio más seguros que los hijos que uno tiene: el tiempo, los im­
previstos, las ambiciones a veces o las equivocaciones hacen
que las amistades mengüen, muden o se pierdan; nada puede,
sin embargo, romper los lazos de sangre, sobre todo en el
caso de los príncipes, cuyos éxitos quizá disfruten también
otros, pero cuyos reveses son patrimonio exclusivo de sus más

160 Senadores y caballeros.

[2-71]
allegados. Ni siquiera entre hermanos sobreviviría la unión si
su progenitor no les diese ejemplo.
Vespasiano, no tanto apaciguado con Domiciano como ju­
biloso por la lealtad de Tito, le da ánimos y le ordena enalte­
cer a la patria con la guerra; él, por su parte, se encargaría de
la paz y la familia. Luego, carga de grano las naves más velo­
ces y las expide por un mar todavía encrespado: y es que en
Roma la situación era tan delicada que apenas quedaba cereal
almacenado para diez días cuando llegó en socorro la remesa
de Vespasiano.
53 La tarea de restaurar el Capitolio se la encomienda a Lu­
cio Vestino, un hombre del orden ecuestre, pero cuyo presti­
gio y reputación le situaban entre los proceres. Los harúspices
que convocó le indicaron que los escombros del santuario an­
terior debían arrumbarse en las marismas y el nuevo templo
se levantase sobre sus restos: los dioses no querían que su an­
tigua planta se alterase. El 21 de junio, en un día apacible,
todo el espacio que se dedicaba al templo apareció circunda­
do de cintas y guirnaldas. En él hicieron su entrada soldados
con nombres propicios161 portando ramas de buena ventura162.
Detrás, las vírgenes vestales, junto a un cortejo de niños y ni­
ñas cuyos padres y madres aún vivían, rociaron el recinto con
agua procedente de manantiales y ríos. A continuación el pre­
tor Helvidio Prisco, dirigido163 por el pontífice Plaucio Elia-
no, lo purificó mediante el sacrificio de un cerdo, un cordero
y un buey, esparciendo después sus entrañas sobre un altar de
césped. Tras impetrar a Júpiter, Juno y Minerva, dioses protec­
tores del imperio, que la obra emprendida llegase a buen fin
y bendijesen con su divino sufragio aquella morada iniciada
por la devoción de los hombres, tocó las cintas que ceñían
la piedra ceremonial y anudaban las sogas. En ese momento
los demás magistrados y sacerdotes, senadores, caballeros y
una gran parte del pueblo, con esfuerzo y entusiasmo com­

161 Con significados positivos.


162 Por ejemplo, laurel y olivo.
163 Como maestro de ceremonias, para garantizar un seguimiento sin erro­
res, del ritual.

[2.72]
binados, arrastraron la enorme roca. A los cimientos se arroja­
ron con profusión piezas de oro y de plata así como fragmen­
tos de metal no sometidos al horno, sino en su estado origi­
nal: los harúspices habían prescrito que la obra no debía con­
taminarse con piedra u oro destinado a otro propósito. Se
elevó la altura del edificio: al parecer, ésa era la única modifica­
ción que admitía el culto y faltaba a la magnificencia del tem­
plo anterior.

La r e c o n q u is t a d e l R i n

54 Entre tanto, cuando la noticia de la muerte de Vitelio se


divulgó por las Galias y Germanias, la guerra se redobló: Ci­
vil dejó de aparentar y arremetía contra el pueblo romano,
mientras que las legiones vitelianas preferían incluso el yugo
extranjero antes que a Vespasiano como emperador. Los galos
habían recobrado la moral pensando que nuestro ejército su­
fría la misma suerte en todos los frentes: había corrido la voz
de que los campamentos de Mesia y Panonia estaban cerca­
dos por sármatas y dacios; las mismas patrañas se decían de
Britania. Pero nada les había inducido tanto a creer que el fin
del imperio era inminente como el incendio del Capitolio.
Los galos capturaron antaño la Urbe, pero el imperio sobre­
vivió porque la morada de Júpiter se había mantenido en pie;
ahora, con el fuego, los Hados daban señal de la cólera celes­
te y de que el dominio del mundo pasaría a manos de los pue­
blos transalpinos — eso era lo que vaticinaba la huera supers­
tición de los druidas. Además, se había extendido el rumor de
que los prohombres de las Galias que O tón envió contra Vi­
telio habían pactado, antes de separarse, que no renunciarían a
la independencia si la continua serie de guerras civiles y des­
gracias internas causaban la fractura del pueblo romano.
55 Antes de la muerte de Hordeonio Flaco no trascendió
indicio alguno de una conspiración: tras el asesinato de Hor­
deonio, hubo un trasiego de mensajeros entre Civil y Clásico,
prefecto del regimiento de caballería tréviro. Clásico superaba
a otros en alcurnia y riqueza: de linaje regio e ilustres ances­
tros tanto en la paz como en la guerra, presumía de contar en­

U73]
tre sus antepasados más enemigos que aliados del pueblo ro­
mano. Con ellos se confabularon Julio Tutor y Julio Sabino,
tréviro uno, lingon el otro. A Tutor lo puso Vitelio al mando
de la ribera del Rin; Sabino, aparte de una vanidad congéni-
ta, fanfarroneaba de un falso abolengo: decía que el físico de
una bisabuela suya había seducido a Julio César durante la
guerra de las Galias y la había tomado por amante.
Estos individuos empezaron a sondear a los demás en con­
versaciones secretas. Tan pronto como han logrado la com­
plicidad de quienes consideraban adecuados, se reúnen en
Colonia y en privado, porque era ésta una ciudad que repu­
diaba oficialmente semejantes proyectos. No obstante, algu­
nos ubios y tungros participaron en el encuentro, pero el po­
der de decisión estaba en manos de los tréviros y língones,
que no estaban dispuestos a perder el tiempo en delibera­
ciones: se quitan la palabra para proclamar que el pueblo ro­
mano enloquece entre disensiones, las legiones están siendo
aniquiladas e Italia arrasada, la Capital a punto de ser conquis­
tada y cada uno de sus ejércitos distraído en guerras simul­
táneas; si se aseguraban los Alpes con guarniciones, una vez
consolidada la independencia, las Galias sólo tendrían que
debatir hasta dónde querían llevar su soberanía.
56 No habían acabado de decirlo y ya estaba aprobado. So­
bre los restantes miembros del ejército de Vitelio, les costó
ponerse de acuerdo. La mayoría era partidaria de asesinar a
quienes consideraban alborotadores, desleales y manchados
con la sangre de sus jefes. Se impuso el criterio de indultarlos,
no fuera a ser que, al arrebatarles la esperanza del perdón, no
consiguieran más que exacerbar su intransigencia: era mejor
ganárselos para la causa. Si mataban solamente a los legados
de las legiones, el resto de la tropa se sentiría implicado en los
crímenes y la esperanza de impunidad los volvería fácilmente
receptivos. Así quedaron los planes iniciales, y se despacha­
ron por las Galias agitadores de la guerra.
Por su parte, los cabecillas simularon obediencia para caer
sobre Vócula por sorpresa. Y aunque a Vócula no le faltaron
informantes, lo que sí le faltaban eran fuerzas represivas: tenía
legiones tan desleídas como desleales. Entre soldados bajo
sospecha y enemigos en la sombra, pensó que lo mejor en las

[2-74]
presentes circunstancias era corresponder al disimulo con el
disimulo y recurrir a las mismas argucias de que era víctima
—y bajó hasta Colonia. Allí buscó refugio Claudio Labeón
— quien, como dijimos, había sido capturado y confinado en­
tre los frisios— después de sobornar a sus guardianes. Éste le
prometió que, si le confiaba un destacamento, marcharía a
territorio bátavo y conseguiría que la parte más importante
de esa comunidad volviera a aliarse con Roma. Recibió una
reducida fuerza de caballería e infantería, pero no se aventuró
entre los bátavos: levantó en armas a algunos nervios y beta-
sios, con ayuda de los cuales se dedicó a hostigar a Cannine­
fates y mársacos más bien con golpes de mano que en guerra
abierta.
57 Engañado finalmente por los galos, Vócula marchó con­
tra el enemigo. No lejos de Vétera, Clásico y Tutor se adelan­
taron con el pretexto de explorar el terreno y pactaron en fir­
me con los germanos. Escindiéndose en ese momento por
vez primera de las legiones, rodean su campamento con una
empalizada propia, mientras Vócula clama al cielo que las
guerras civiles no han desquiciado tanto el poder de Roma
como para que tungros y língones puedan burlarse de él: to­
davía le quedaban provincias leales, ejércitos victoriosos, la
buena suerte del imperio y la venganza de los dioses. De ese
modo, Sacrovir y los eduos en su día, recientemente Víndice
y las Galias fueron doblegados en una sola batalla: el mismo
destino, los mismos designios aguardaban ahora a quienes
violaban los tratados. El Divino Julio y el Divino Augusto co­
nocían mejor el temperamento de esas gentes: Galba y sus re­
ducciones tributarias habían avivado su hostilidad. Ahora
eran enemigos porque soportaban un yugo suave; cuando su­
frieran el despojo y la extorsión, volverían a la senda de la
amistad.
Sus palabras estaban cargadas de vehemencia pero, viendo
que Clásico y Tutor persistían en su perfidia, dio la vuelta y re­
gresó a Neuss. Los galos acamparon en la llanura a dos millas
de distancia. Hasta allí peregrinaban centuriones y soldados
dispuestos a poner precio a sus vidas, hasta el punto — infa­
mia inaudita— de que el ejército romano prestaba juramento
a los extranjeros y ofrecía como prenda de semejante crimen

[2-75]
la muerte o la prisión de sus legados. Vócula, aunque muchos
le aconsejaban la huida, decidió armarse de valor. Convocó
a la asamblea y se expresó del siguiente modo:
58 “Nunca antes os había hablado ni tan inquieto por vo­
sotros ni por mí tan confiado. Con gusto escucho que se pre­
para mi muerte y, en medio de tantos males, la aguardo como
digno final de las miserias: por quien siento vergüenza y com­
pasión es por vosotros, contra quienes no se prepara batalla ni
ataque alguno, que son derecho de guerra y ley de la enemis­
tad. Clásico espera hacer la guerra contra el pueblo romano
contando con vuestras manos y exhibe ante vosotros el im­
perio de las Galias, al cual debéis jurar lealtad. Si la suerte y el
valor os han abandonado, ¿es que ya no os sirven de nada los
antiguos ejemplos? ¿Cuántas veces prefirieron las legiones ro­
manas sucumbir antes que ceder su posición? Nuestros alia­
dos soportaron a menudo que sus ciudades fueran arrasadas y
perecer abrasados junto con sus mujeres e hijos sin otro pago
a ese final que la lealtad y la gloria. En estos momentos las le­
giones soportan el asedio y la penuria en Vétera sin que re­
presalias o promesas les hagan desistir: nosotros, además de
armas, hombres y excepcionales fortificaciones, disponemos
de grano y provisiones para afrontar una guerra por muy lar­
ga que sea. El dinero llegó incluso para satisfacer hace poco
vuestro donativo: sois libres para pensar que os lo ha dado
Vespasiano o Vitelio, pero de lo que no hay duda es de que lo
habéis recibido de un emperador romano. Después de vencer
en tantas batallas, en Gellep, en Vétera, después de haber derro­
tado al enemigo tantas veces, si teméis un enfrentamiento a
campo abierto es algo indigno, desde luego, pero tenéis una
empalizada, unas murallas y medios de dilación hasta que
acudan refuerzos de las provincias cercanas. Es posible que yo
no os guste: hay otros legados, tribunos, centuriones y hasta
soldados... ¡Que no se divulgue esta aberración, que no se
diga por todos los rincones del orbe que Clásico y Civil van
a invadir Italia con vuestro apoyo! Y si los galos y germanos
os llevan hasta las murallas de la Urbe, ¿vais a empuñar las ar­
mas contra la patria? Me horrorizo sólo de imaginar una in­
famia así. ¿Haréis guardias para Tutor el tréviro? ¿Os dará un
bátavo la señal de combate y serviréis de complemento a las

[2.76]
hordas de germanos? Y después, cuando las legiones romanas
se dirijan contra vosotros, ¿cómo acabará este disparate? Tráns­
fugas de tránsfugas y traidores de traidores, ¿andaréis errantes
entre el nuevo y el antiguo juramento, detestados por los dio­
ses? ¡Oh, tú, Júpiter Optimo Máximo, a quien durante ocho­
cientos veinte años hemos honrado con tantos triunfos, y tú,
Quirino, padre de la Urbe, yo os imploro!: si no os plugo pre­
servar este campamento puro y sin menoscabo bajo mi man­
do, no permitáis al menos que Tutor y Clásico lo profanen y
deshonren; a los soldados romanos concededles la inocencia
o un arrepentimiento oportuno que evite su culpa.”
59 Diversos fueron los sentimientos que suscitó el discurso,
desde la esperanza al miedo y la vergüenza. Vócula se retiró y
meditaba el suicidio, pero sus libertos y esclavos le impidie­
ron anticipar con sus propias manos una muerte humillante:
fue Clásico quien, por medio de Emilio Longino, un desertor
de la Ia Legión, le quitó la vida. En cuanto a los legados He­
rennio y Numisio, el arresto pareció suficiente. Después, per­
trechado con los distintivos de los generales romanos, Clási­
co se presentó en el campamento y, a pesar de estar curtido
en todo tipo de fechorías, no le llegaron las palabras más que
para recitar la fórmula de juramento: los presentes juraron
por el imperio de las Galias. Al asesino de Vócula lo premia
con un ascenso y a los demás los recompensa con arreglo a las
infamias que cada cual había perpetrado.
A continuación, Tutor y Clásico se reparten las tareas. Des­
pués de rodear Colonia con un poderoso contingente, Tutor
fuerza su adhesión y la de todos los soldados de la ribera su­
perior164 del Rin. En Maguncia, ejecutó a los tribunos y expul­
só al prefecto de campamento, que habían rehusado. Clásico
utilizó a los más venales de los rendidos para convencer a los
asediados en Vétera: les ofrecen el perdón si se resignan; en caso
contrario, nada podían esperar que no fuera sufrir hambre,
guerra y muerte. Los enviados se ponían a sí mismos como
ejemplo.

164 Es decir, la perteneciente a la Germania Superior, la más meridional de


las dos provincias germanas.

U 77]
60 A los asediados, la lealtad, por un lado, y las carencias,
por otro, les hacían debatirse entre el honor y la infamia. Mien­
tras dudaban, iba desapareciendo toda clase de alimentos, ha­
bituales o insólitos. Ya habían dado cuenta de las muías, los ca­
ballos y los demás animales que, prohibidos por el escrúpulo,
la necesidad obliga a aprovechar. Sin más recurso ya que
arrancar matorrales, raíces y las hierbas que asomaban entre
las piedras, dieron una lección de resistencia extrema —hasta
que empañaron su gesta con un oprobioso final: enviaron a
Civil una delegación para suplicar por sus vidas. Sin embargo,
sus ruegos sólo fueron atendidos después de prestar juramen­
to a las Galias. Se pacta entonces la entrega del campamento.
Civil pone vigilantes para quedarse con dinero, sirvientes y
equipajes, y una guardia para escoltar a los que partían así de
aligerados. A unas cinco millas surgen los germanos y caen so­
bre la columna por sorpresa: los más batalladores perecieron
en sus puestos, a la mayoría los cazaron en desbandada; el res­
to vuelve a refugiarse al campamento. Civil protesta, cierta­
mente, y recrimina a los germanos su violación criminal de la
palabra dada, pero si fingía o era incapaz de controlar el en­
sañamiento, no es fácil de asegurar. Tras hacer trizas el cam­
pamento, le pegan fuego, y todos los supervivientes de la ba­
talla fueron devorados por las llamas.
61 Cuando emprendió su campaña contra los romanos, Ci­
vil hizo un voto propio de bárbaros: dejarse crecer la cabellera
y teñirla de rojo. Consumada por fin la aniquilación de las le­
giones, se la cortó. Se decía también que había ofrecido a su
hijo pequeño algunos prisioneros para que el niño los acribi­
llase con los disparos de sus saetas. Por lo demás, ni él perso­
nalmente prestó juramento a las Galias ni aceptó que ningún
bátavo lo hiciera, confiando en las fuerzas de los germanos y,
si se planteaba la necesidad de luchar contra los galos por la
hegemonía, en la preeminencia que le daba su fama.
El legado de la legión M unio Luperco había sido destinado
como parte de los regalos a Véleda. Esta joven brúctera tenía
una gran influencia, conforme a la antigua costumbre germa­
na que consideraba a la mayoría de las mujeres profetisas y,
cuando la superchería subía de grado, diosas. El caso es que la
autoridad de Véleda estaba en ese momento en su zénit, ya

U78]
que había predicho el éxito de los germanos y la destrucción
de las legiones. Pero Luperco fue asesinado de camino...
Un puñado de centuriones y tribunos originarios de la Ga-
lia fueron retenidos en prenda de la alianza. Los campamen­
tos de invierno de auxiliares y legiones sufrieron el saqueo y
el incendio. Sólo se respetaron los de Maguncia y Windisch165.
62 La XVIa Legión, junto a los auxiliares que capitularon
con ellos, reciben orden de trasladarse desde Neuss a Tréveris
dentro de un plazo fijado para su salida del campamento.
Todo el tiempo que mediaba lo pasaron inquietos de distin­
tas maneras: los más cobardes, aterrados por el recuerdo de la
matanza de Vétera; la mejor parte, abochornados por el es­
carnio (¿qué clase de viaje era aquél?, ¿quién era su guía?
Todo quedaba al arbitrio de quienes se habían convertido en
dueños de su vida y de su muerte). Otros, sin preocuparse por
el deshonor, se dedicaban a cargarse con el dinero y sus bie­
nes más preciados. Algunos ponían a punto sus armas y uni­
formes como si se aprestasen al combate. En medio de estos
quehaceres, les llegó la hora de partir, un momento aún más
triste de lo esperado, porque, mientras estaban dentro del re­
cinto, no se notaba tanto el esperpento: la luz del exterior re­
veló la ignominia. Las efigies de los emperadores habían sido
arrancadas de cuajo, las enseñas deshonradas y los estandartes
galos refulgían a su alrededor. La columna avanzaba en silen­
cio como un largo cortejo funebre. Su guía era Claudio San­
to, de rostro torvo después de que le vaciaran un ojo y aún
más mermado de inteligencia. La infamia se redobló cuando,
al abandonar el campamento de Bonn, la otra legión166 vino
a sumarse a ellos. Y cuando corrió la voz de que las legiones
estaban prisioneras, todos los que poco antes se echaban a
temblar ante el mero nombre de Roma, salían ahora a la carre­
ra de sus campos y guaridas y lo inundaban todo dispuestos a
regocijarse con tan insólito espectáculo. El Ala Picentina no
pudo soportar el insultante júbilo de la chusma e, ignorando
lo mismo las amenazas que las promesas de Santo, se marchan

165 Vindonissa, en el cantón suizo de Aargau, en las inmediaciones del Rin.


166 La Ia.

U79]
camino de Maguncia. Y quiso la casualidad que se cruzaran
con el asesino de Vócula, Longino: acribillándolo con sus lan­
zas dieron el primer paso para redimir sus culpas en adelante.
Las legiones no alteraron su camino y acamparon ante las
murallas de Tréveris.
63 Crecidos con los éxitos, Civil y Clásico dudaban si per­
mitir a sus tropas el saqueo de Colonia. Su temperamento
cruel y el deseo de rapiña les impulsaban a destruir la ciudad,
pero se oponía la lógica militar y el provecho que la fama de
clemencia podía rendir a su empresa de un nuevo imperio.
Civil cedió también al recuerdo de los favores recibidos,
porque su hijo había sido detenido en Colonia durante los
primeros momentos de la sublevación y sometido a un confi­
namiento respetuoso. Pero los pueblos transrenanos detesta­
ban la ciudad por su riqueza y prosperidad, y pensaban que
la guerra sólo podía concluir cuando, una de dos, o todos
los germanos pudieran asentarse en ella sin discriminación
o también los ubios fueran dispersados después de hacerla
pedazos.
64 Así pues, los tencteros, un pueblo separado de Colonia
por el Rin, mandaron una delegación a notificar sus condi­
ciones ante el consejo de los agripinenses. El más vehemente
de sus delegados se expresó del siguiente modo:
“Porque habéis recuperado vuestra naturaleza y vuestro
nombre de germanos, damos gracias a los dioses que compar­
timos y en especial a Marte, el primero de ellos, y os felicita­
mos porque finalmente seréis libres entre hombres libres.
Hasta este día, los romanos habían cerrado ríos, tierra y hasta
en cierto modo el cielo con el propósito de impedir nuestras
comunicaciones y encuentros o — lo que todavía es más in­
sultante para guerreros natos— de que tuviésemos que reu­
nimos inermes y casi desnudos bajo vigilancia y previo pago.
Pero, a fin de que nuestra amistad y alianza queden selladas
para siempre, os pedimos: que derribéis las murallas de la ciu­
dad, bastión de vuestra esclavitud, pues hasta los animales sal­
vajes pierden su bravura si los enjaulas; que exterminéis a to­
dos los romanos de vuestro territorio, pues se avienen mal la
libertad y los amos; y que los bienes de las víctimas queden
en común, para que nadie pueda ocultar nada ni separar su in­

[2.80]
terés del colectivo. Que tanto vosotros como nosotros poda­
mos vivir a ambas orillas del río, como en su día nuestros an­
tepasados: igual que la naturaleza franqueó a todos la luz del
sol, así también todas las tierras a los valientes. Recuperad las
tradiciones patrias y sus virtudes, renunciando a esos place­
res con los que someten los romanos a sus súbditos mejor
que con las armas. La sencillez, la integridad y el olvido de la
esclavitud os servirán para vivir entre iguales o para gobernar
a otros pueblos.”
65 Los agripinenses se tomaron un tiempo para deliberar.
Como ni el temor por el futuro permitía aceptar las condi­
ciones ni el miedo del momento rechazarlas abiertamente,
responden del siguiente modo:
“En cuanto tuvimos la primera oportunidad de ejercer la li­
bertad, la aprovechamos con más ansias que recelos para unir­
nos a vosotros y a los demás pueblos de Germania, nuestros
hermanos. Las murallas de la ciudad, precisamente en un mo­
mento en que los ejércitos romanos se están agrupando, más
seguro será para nosotros reforzarlas que derribarlas. Si en
nuestro territorio había extranjeros procedentes de Italia o de
provincias, la guerra ha dado cuenta de ellos o han huido a
refugiarse cada uno a su lugar de origen; en cuanto a los que
en su día llegaron como colonos y se unieron en matrimonio
con nosotros, así como a su descendencia — ésta es su patria.
Y no os consideramos tan injustos como para pretender que
sacrifiquemos a nuestros padres, hermanos o hijos. El peaje y
los aranceles comerciales, quedan suspendidos: que la circu­
lación sea libre, pero de día y sin armas, hasta que la costum­
bre haga arraigar estos nuevos derechos que acabamos de es­
tipular. Queremos que Civil y Véleda actúen como árbitros y
en su presencia reciba sanción lo pactado.”
Así apaciguaron a los tencteros. Después, los agripinenses
enviaron una delegación con regalos a Civil y Véleda y obtu­
vieron todo a voluntad. Sin embargo, a los enviados no se les
permitió acceder a Véleda ni hablar con ella personalmente:
se les impedía verla para acrecentar la veneración que inspira­
ba. Ella estaba enclaustrada en un torreón, y uno de sus alle­
gados era el elegido para trasladar las preguntas y las respues­
tas como el médium de un oráculo.

U8i]
66 Reforzado por la alianza con los agripinenses, Civil de­
cidió ganarse a las comunidades vecinas o hacer la guerra a las
que se resistieran. Había reducido a los sunucos y encuadrado
en cohortes a sus mozos cuando, con su turbamulta de beta-
sios, tungros y nervios, Claudio Labeón obstaculizó su avan­
ce. Labeón confiaba en su posición, porque se había adelan­
tado a ocupar un puente sobre el río Mosa. Y, efectivamente,
la lucha, que se desarrollaba en la angostura, era equilibrada
hasta que los germanos cruzaron a nado y sorprendieron a La­
beón por la espalda. Al mismo tiempo, obedeciendo a un im­
pulso o como parte de un plan, Civil se internó hasta la co­
lumna de tungros y a viva voz les dice: “No hemos tomado
las armas para que bátavos y tréviros dominen a los pueblos:
lejos de nosotros semejante presunción. Aceptad mi alianza:
me paso a vuestro lado, com o jefe o como soldado, según
prefiráis.”
La soldadesca se conmovió y ya estaban envainando las es­
padas cuando Campano y Juvenal, dos prohombres tungros,
le rindieron a su gente en bloque. Labeón consiguió escapar
antes de que le rodearan. Civil aceptó también la adhesión de
betasios y nervios y los incorporó a sus tropas: su pujanza era
irresistible, pues las comunidades estaban atenazadas por el
miedo o se iban decantando por propia voluntad.
67 Entre tanto, tras arrumbar cualquier rastro del tratado
con Roma, Julio Sabino se hace saludar como César y, con
un ingente y desorganizado tropel de paisanos, cae en trom­
ba sobre los sécuanos, una comunidad colindante y leal a no­
sotros. Tampoco los sécuanos rehuyeron la porfía. La fortuna
ayudó a los mejores, y los língones cayeron derrotados. Sabi­
no abandonó una batalla a la que se había precipitado de for­
ma temeraria presa de un miedo igual de insensato y, para
que corriera el bulo de que había muerto, prendió fuego al ca­
serío donde halló refugio, haciendo creer que se había suici­
dado allí. Pero las tretas y escondites gracias a los cuales pro­
longó su vida otros nueve años, así como la fidelidad de sus
amigos y el ejemplo extraordinario de su esposa Eponina, los
referiremos en su momento.
La victoria de los sécuanos contuvo el empuje bélico: poco
a poco, regresó a las comunidades el aprecio y la observancia

[2.82]
de la ley y los tratados. La iniciativa la tomaron los remos167,
que promovieron por las Galias el envío de delegados para
debatir en común si lo que se quería era la independencia o
la paz.
68 En Roma, el alarmismo de las noticias agobiaba a Mu­
ciano con el temor de que los generales elegidos, Galio An­
nio y Petilio Cerial, pese a ser excelentes, no estuviesen capa­
citados para sostener el peso de la guerra. Tampoco podía de­
jarse a la Capital sin un regidor y, mientras los irrefrenables
caprichos de Domiciano seguían causándole preocupación,
no había dejado de desconfiar, como dijimos, de Antonio
Primo y Arrio Varo. Al frente de la guardia pretoriana, Varo
conservaba armas y fuerza: Muciano lo relevó del puesto y,
para que no se quedase sin compensación, le encomendó la
prefectura de la anona168. C on el propósito de no desairar a
Domiciano, quien simpatizaba con Varo, puso al frente del
pretorio a Arrecino Clemente, un hombre vinculado a la fa­
milia de Vespasiano y muy querido de Domiciano, alegando
que su padre había desempeñado espléndidamente ese cargo
bajo el César Gayo, que por eso mismo los soldados encon­
trarían oportuno el nombramiento y que el propio Clemen­
te, aunque miembro del Senado, no era incompatible en las
dos funciones.
Para acompañar a la expedición militar se invita a las per­
sonalidades más distinguidas de la ciudad y a otros arribistas.
También Domiciano y Muciano se preparaban, pero con dis­
tinta actitud: a aquél, la curiosidad juvenil le impacientaba;
éste, dando largas, intentaba contener los ímpetus de Domi­
ciano por temor a que, si tomaba las riendas del ejército, la ve­
hemencia de la edad y la perversidad de sus inductores le em­
pujasen a tomar decisiones equivocadas lo mismo para la paz
que para la guerra.
Las legiones vencedoras V IIIa, XIa y X IIIa, la XXIa de
los vitelianos y la IIa, recientemente reclutada, pasan p or los
Alpes peninos y cotianos, y una parte por el monte Grayo.

167 Pueblo que da nombre a la actual Reims.


168 Responsable del abastecimiento de grano.

[.2.83]
Se llamó a la XIVa Legión, de Britania, y la VIa y Ia, de His­
pania,
Así pues, ante la noticia de que el ejército se aproximaba y
por su propio talante, las comunidades galas optaron por so­
segarse y acudir a la reunión de Reims. Allí les esperaba una
delegación de los tréviros de la que formaba parte Julio Valen­
tino, un partidario empedernido de la guerra. Éste, en un dis­
curso muy calculado, hizo repaso de las habituales críticas a
los grandes imperios, sin olvidar una sola, y se desahogó con
insultos privativos de su odio contra el pueblo romano: era
un agitador redomado cuya exaltada elocuencia complacía a
una mayoría.
69 Pero Julio Áuspice, un prohombre de los remos, disertó
sobre el poder de Roma y las ventajas de la paz. Advirtió de
que la guerra, hasta los más cobardes pueden declararla, pero
son los valientes los que se juegan la vida al hacerla —y las le­
giones romanas estaban ya sobre sus cabezas. De ese modo,
contuvo a los más prudentes con el señuelo del respeto y el
sentido del compromiso, y a los jóvenes apelando a los peli­
gros y al miedo: así que, mientras elogiaban el coraje de Va­
lentino, seguían el consejo de Áuspice. Es sabido,.además,
que en las Galias recelaban de tungros y língones porque du­
rante la sublevación de Víndice habían estado junto a Vergi­
nio. A muchos les disuadió la rivalidad entre provincias: ¿cuál
sería la jefatura durante la guerra?, ¿desde dónde se imparti­
rían las leyes y el culto?; si todo salía adelante, ¿qué ciudad
elegirían como capital del imperio? Aún sin victoria, ya había
discordia: presumiendo de fueros los unos, los otros de poder
y riquezas o de antigüedad, se llegó a los altercados. Fatigados
de reñir sobre el porvenir, dieron por bueno el presente. Redac­
tan una carta a los tréviros en nombre de las Galias pidiéndo­
les que abandonasen las armas: si mostraban arrepentimien­
to, se podría conseguir el perdón y estaban dispuestos a inter­
ceder. Pero Valentino se resistió y les tapó a sus paisanos los
oídos — aunque no tanto con los redobles de la instrucción
militar, como prodigando sermones.
70 Así pues, ni tréviros ni língones, ni ninguna de las de­
más comunidades rebeldes actuaron en consonancia con la
magnitud y el riesgo de sus propósitos. Ni siquiera los jefes

[2.84]
concertaban sus decisiones: Civil recorría los eriales belgas
empeñado en capturar o en espantar a Claudio Labeón; Clá­
sico mataba el tiempo de una manera indigna, disfrutando de
un imperio que daba por hecho; tampoco Tutor se dio prisa
en bloquear con guarniciones la ribera de Germania Superior
y las aristas alpinas. Y entre tanto la XXIa Legión se plantó
en Windisch y Sextilio Félix, con sus cohortes auxiliares,
irrumpió a través de Recia. Se les sumó el Ala Singular, u n re­
gimiento de caballería movilizado en su día por Vitelio y que
más tarde se pasó a Vespasiano. A su frente estaba Julio Bri-
gántico, hijo de una hermana de Civil: como sucede casi
siempre con los odios familiares, que son acérrimos, el pre­
fecto detestaba a su tío tanto como su tío a él.
Hacía poco que Tutor había engrosado sus tropas de trévi-
ros con una leva de vangíones, ceracates y tribocos y, a base
de promesas o amenazas, obligó a cierto número de legiona­
rios, veteranos de caballería o infantería, a reforzarlas. Empe­
zaron ellos aniquilando a una cohorte de auxiliares que Sexti­
lio Félix había mandado en avanzadilla. Luego, cuando ya se
aproximaba el ejército romano y sus oficiales, volvieron al re­
dil como honrados tránsfugas, y tribocos, vangíones y ceraca­
tes los imitaron.
Tutor, escoltado por los tréviros, evitó Maguncia y se con­
centró en Bingen, fiado de su posición, porque había cortado
el puente sobre el río Nahe. Pero las cohortes que dirigía Sex­
tilio se abrieron paso: descubrieron un vado traicionero y des­
barataron a Tutor. La derrota sembró el pánico entre los trévi­
ros: el pueblo llano arrojó las armas y se desparramó por los
campos. Algunos de sus dirigentes — para que todo el mundo
viera que eran los primeros en renunciar a las hostilidades—
corrieron a refugiarse en las ciudades que no habían renegado
de su alianza con Roma. Las legiones que, como contamos,
habían sido conducidas desde Neuss y Bonn hasta Tréveris,
prestaron espontáneamente juramento a Vespasiano. Esto se
produjo en ausencia de Valentino: cuando él llegaba como
un loco, amenazando con sumirlo todo en caos y destruc­
ción, las legiones se replegaron a Metz, una ciudad aliada.
Valentino y Tutor obligan a los tréviros a recuperar las ar­
mas y matan a los legados Herennio y Numisio, con la espe­

ta ]
ranza de que, al debilitarse las posibilidades del perdón, el
vínculo criminal se reforzaría.
71 Ésta era la situación de la guerra cuando Petilio Cerial
llegó a Maguncia. Su llegada levantó la moral: estaba ansioso
por luchar y, como valía más para despreciar al enemigo que
para poner a nadie en guardia contra él, enardecía a los sol­
dados con la vehemencia de sus palabras, dispuesto a entrar
sin demora en combate en cuanto la oportunidad se presen­
tase. Devuelve a sus ciudades de origen a los galos que se ha­
bían reclutado y les ordena trasmitir el mensaje de que al im­
perio romano le bastaba con las legiones: sus aliados podían
regresar a sus quehaceres cotidianos con la tranquilidad de
que una guerra que quedaba en manos de los romanos po­
dían darla por concluida. La medida estimuló la pleitesía de
los galos: tan pronto como recibieron a sus mozos les empe­
zaron a resultar más llevaderos los impuestos, y el desprecio
de que eran objeto les volvió más serviciales.
Por su parte, al saber que Tutor había sido rechazado, los
tréviros diezmados y todo favorecía al enemigo, Civil y Clási­
co se echaron a temblar. Deprisa y corriendo, reunieron a to­
das las fuerzas que tenían dispersas y despacharon un correo
tras otro para advertir a Valentino que no pusiese en peligro
toda la empresa. Más rápido todavía, Cerial envió a Metz ofi­
ciales con órdenes de dirigir a las legiones contra el enemigo:
desde allí tenían un camino más corto. Luego juntó a los sol­
dados que había en Maguncia con los que él trajo por los
Alpes y, en tres jornadas, llegó a Riol169, donde Valentino se
había hecho fuerte con un nutrido grupo de tréviros al res­
guardo de la serranía y el río Mosela. Además, habían cavado
fosos y levantado un barricada de piedras. Pero esas defensas
no lograron disuadir al general romano de enviar la infantería
al asalto y hacer trepar por la colina a una formación de ca­
ballería. Despreciaba al enemigo: su posición no iba a servir a
aquella colección de aprendices de ayuda alguna con la que
no pudiese la hombría de los suyos...

169 Rigodubm, junto a Tréveris.

[186]
Costó subir hasta que la caballería superó su línea de tiro;
en cuanto se llegó a las manos, los enemigos iban siendo de­
salojados y cayendo a plomo desde las alturas. Finalmente,
una parte de la caballería que había dado un rodeo por terre­
no menos escarpado capturó a los hombres más relevantes de
los belgas, entre ellos a su jefe Valentino.
72 Al día siguiente, Cerial entró en Tréveris. Los soldados
estaban ávidos por echar abajo la ciudad: ésta era la patria de
Clásico y la de Tutor — se decían— , los criminales que
acorralaron y aniquilaron a las legiones. ¿Cuáles habían sido
las culpas de Crem ona para merecer tamaño castigo? Fue
borrada de la faz de Italia por detener una sola noche a los
vencedores. Tréveris se erguía en los confines de Germania,
en pie e intacta, mientras aplaudía el despojo de las legiones
y la muerte de sus generales. El botín, que pasase directa­
mente al fisco: a ellos sólo les interesaban las cenizas y la rui­
na de la colonia rebelde, para compensar así la devastación
de tantos campamentos.
Sin embargo, temeroso de manchar su reputación si se pro­
palaba la fama de que transigía con los excesos de sus tropas,
Cerial contuvo sus ansias de venganza. Y ellos obedecieron:
concluida la guerra contra sus compatriotas, eran más dóciles
con los extranjeros.
La atención se centró entonces en el penoso aspecto que
presentaban las legiones llegadas de Metz. El remordimiento
por su infamia les tenía desolados170, los ojos clavados en tierra.
Cuando se encontraron con sus compañeros de armas, no
hubo intercambio de saludos ni respondían a sus palabras de
ánimo y consuelo. Encerrados en sus tiendas, rehuían incluso
la luz del día. Lo que les tenía abrumados no era tanto el mie­
do como el oprobio; incluso los vencedores se quedaron des­
concertados y, sin atreverse a despegar los labios para interce­
der por ellos, pedían el perdón con sus lágrimas y en silencio.
Finalmente Cerial consiguió endulzar los ánimos diciéndo-

170 Se trata de las legiones I1 y XVIa, cuyo comportamiento sedicioso les


había llevado a prestar juramento a las Galias después de asesinar a sus jefes
(véase II, 59).

[2.87]
les que lo sucedido era cosa del destino, que había permiti­
do la discordia entre jefes y soldados o el engaño del ene­
migo. Aquél debía ser para ellos el primer día de su servicio y
de su juramento: de sus delitos pasados, ni el emperador ni él
se acordaban.
A continuación, se integraron en el mismo campamento y
se hizo circular entre los manípulos la prohibición expresa de
echar en cara a sus compañeros, a cuenta de una disputa o una
pelea, la sedición o la derrota.
73 Luego, Cerial convocó a tréviros y língones a asamblea
y les habló así:
“Yo nunca me he dedicado a hacer discursos y siempre he
defendido la causa del pueblo romano con las armas. Pero
como a vosotros os influyen mucho las palabras y lo que os
hace valorar el bien y el mal no es la realidad, sino los gritos
de los agitadores, he decidido exponeros un par de cosas que,
con la guerra prácticamente liquidada, mejor os vendrá a vo­
sotros oír que a nosotros haber dicho.
Los generales y emperadores de Roma no penetraron en
vuestro territorio y el del resto de los galos por ambición, sino
en respuesta a las llamadas de vuestros antepasados, a quienes
los enfrentamientos tenían al borde de la extenuación, y des­
pués de que los germanos a los que habían recurrido en auxi­
lio impusieran la esclavitud por igual a aliados y enemigos. No
hará falta recordar al precio de cuántas batallas contra cimbros
y teutones, de cuánto desgaste para nuestros ejércitos y con
qué resultado hemos librado la guerra en Germania. Y, por
eso, no nos aposentamos junto al Rin para proteger Italia,
sino para impedir que un nuevo Ariovisto tiranizase las Ga­
lias. ¿Creéis acaso que Civil o los bátavos y pueblos transre-
nanos sienten mayor afecto por vosotros del que sintieron sus
antepasados por vuestros padres y abuelos? Eí motivo de los
germanos para invadir las Galias siempre será el mismo: an­
tojo y codicia y el deseo de cambiar de asentamiento; quieren
abandonar sus ciénagas y parameras y apoderarse de vosotros
junto con esta fértilísima tierra vuestra. Pero como pretexto
ponen la libertad y bonitas palabras: nadie que haya ambi­
cionado someter a otros a su dominio ha dejado de emplear
esos mismos términos.

[2.88]
74 Tiranía y guerras las hubo siempre en las Galias hasta
que quedasteis bajo nuestra jurisdicción. Como vencedores y
pese a un sinfín de provocaciones, sólo os exigimos lo nece­
sario para velar por la paz, porque ni puede haber seguridad
para los pueblos sin armas, ni armas sin salarios, ni salarios sin
impuestos. Todo lo demás es compartido: no es raro que co­
mandéis nuestras legiones o gobernéis ésta y otras provincias.
No hay discriminación ni exclusión alguna. Cuando los prín­
cipes son dignos de elogio, su beneficio os alcanza por igual,
aunque viváis lejos: cuando son despiadados, se ensañan con
los que estamos cerca. Igual que las malas cosechas, el exceso
de lluvia y las demás desgracias naturales, tendréis que aguan­
tar el derroche y la codicia de quienes os dominan. Abusos
habrá mientras haya hombres, pero la corrupción no es cons­
tante y, además, hay ventajas que la compensan —a menos
que esperéis un régimen más complaciente si Tutor y Clásico
os imponen su tiranía, o que los ejércitos necesarios para pro­
tegeros de germanos y britanos se arreglarán con menos im­
puestos que ahora. Porque si expulsáis a los romanos — ¡no lo
quieran los dioses!—, ¿qué otra cosa acaecerá, si no guerras
entre todos los pueblos? Ochocientos años de suerte y rigor
han forjado este armazón, que no podrá desguazarse sin la
ruina de quien lo intente: y los primeros que corréis peligro
sois vosotros, que disponéis de oro y riquezas, motivo princi­
pal de las guerras. La paz y Roma nos pertenecen por igual a
vencidos y a vencedores: amadlas, pues, y veneradlas. Ya ha­
béis probado las alternativas: sacad conclusiones para no pre­
ferir los desastres de la rebeldía a la seguridad de la sumisión.”
Con un discurso así devolvió la calma y el ánimo a unos
hombres que se temían más severidad.
75 Estaba ya Tréveris en manos del ejército vencedor
cuando Civil y Clásico enviaron a Cerial una misiva cuyo
tenor era el siguiente: aunque se ocultaba la noticia, Vespa­
siano había perdido la vida; la Urbe e Italia estaban exhaus­
tas por la guerra intestina; Muciano y Domiciano no eran
más que palabras vacías y sin sentido: si lo que quería Cerial
era un imperio en las Galias, ellos se conformaban con los lí­
mites de sus territorios, pero si prefiriese combatir, tampoco
rehusarían.

[2-89]
Cerial no dio ninguna respuesta a Civil y Clásico; la carta
misma y a su portador los remitió a Domiciano.
Los enemigos, que tenían divididas sus tropas, acudieron
de todos lados. Muchos acusaban a Cerial de permitir que se
agrupasen quienes podían haber sido interceptados por sepa­
rado. El ejército romano rodeó con foso y empalizada un
campamento en el que, imprudentemente, se había instalado
sin protegerlo antes171.
76 Entre los germanos polemizaban opiniones discrepan­
tes. Civil era partidario de esperar a los pueblos transrenanos
para liquidar con su ferocidad las ya mermadas fuerzas del
pueblo romano; en cuanto a los galos, ¿qué otra cosa eran, si
no botín para los vencedores? Y aún así, los más aguerridos,
los belgas, estaban de su lado abiertamente o de corazón.
Tutor sostenía que, con el aplazamiento, los efectivos ro­
manos se incrementarían, puesto que estaban en camino
ejércitos de todas partes: una legión había cruzado desde Bri-
tania, otras habían salido de Hispania y se acercaban desde
Italia. Y no era tropa improvisada, sino veterana y curtida en
la guerra. En cuanto a los germanos que andaban esperando,
era gente que no obedecía órdenes ni mando, sino que siem­
pre actuaba a su antojo. Dinero y regalos —lo único capaz de
comprarlos— , tenían más los romanos, y nadie es tan aman­
te de la guerra que no prefiera, a igual provecho, la tranqui­
lidad que el riesgo. Pero si trababan combate de inmediato,
Cerial no contaría más que con los restos del ejército de
Germania, unas legiones ligadas por pactos a las Galias. Y pre­
cisamente el hecho de que acabaran de derrotar, para su pro­
pia sorpresa, a una tropilla desmañada como la de Valentino
daba pábulo a su temeridad y a la de su jefe: volverían a arries­
garse y esta vez caerían en manos no de un jovenzuelo inex­
perto, más ducho en hablar a las asambleas que en el manejo
de la espada —sino en las de Civil y Clásico. En cuanto los
tuvieran a la vista, les entrarían de nuevo los temores y las ga­
nas de huir recordando el hambre y las penalidades que ha­
bían sufrido quienes tantas veces cayeron prisioneros. Tam-

171 Frente a Tréveris, al otro lado del río Mosela.

N o]
poco era buena voluntad lo que contenía a tréviros y língo-
nes: volverían a tornar las armas en cuanto se les pasase el
miedo.
Zanjó la polémica Clásico apoyando los planes de Tutor, y
los ejecutan de inmediato.
77 El centro de la formación se confió a ubios y língones;
en el flanco derecho estaban las cohortes de bátavos, en el iz­
quierdo, brúcteros y tencteros. Por los montes unos, otros por
la ruta, otros por entre la ruta y el río Mosela, se presentaron
tan de improviso, que Cerial, sin salir de la alcoba y de la
cama (pues no había pasado la noche en el campamento), se
enteró al mismo tiempo de que los suyos estaban luchando y
de que estaban perdiendo. A quienes le informaron les iba re­
prochando el alarmismo, hasta que descubrió con sus propios
ojos la vastedad del desastre: el campamento de las legiones
asaltado, la caballería deshecha, el puente sobre el Mosela que
une Tréveris con la orilla opuesta, ocupado por el enemigo.
Cerial no se dejó intimidar por el caos y, a empellones, de­
volvió al combate a los fugitivos; lanzándose a pecho descu­
bierto entre los proyectiles, gracias a su venturoso arrojo y el
concurso de los más valientes, recuperó el puente y afianzó su
control con un grupo selecto. A continuación, de vuelta al
campamento, se encuentra en desbandada a los manípulos de
las legiones capturadas en Neuss y Bonn, escasos soldados en
sus puestos y las águilas prácticamente rodeadas. Montando
en cólera, exclama:
“No estáis desertando de Flaco o de Vócula: aquí no hay
traición de ninguna especie, y no tengo que pedir disculpas
por otra razón que por creer ingenuamente que habíais olvi­
dado los pactos con la Galia y recuperado la memoria de
vuestro juramento de lealtad a Roma. Me añadiré a Numisio
y a Herennio, de modo que la lista entera de vuestros legados
habrá perecido a manos de los soldados o de los enemigos.
Corred, id a informar a Vespasiano, o a Clásico y Civil, que
están más cerca, de que habéis abandonado a vuestro general
en el campo de batalla: vendrán legiones que no van a tolerar
que yo quede sin venganza y vosotros sin castigo.”
78 Era verdad, y los tribunos y prefectos también se lo re­
criminaban. Se agrupan entonces por cohortes y manípulos,

[2.91]
pero la formación no podía desplegarse porque el enemigo
campaba por doquier y, como se luchaba en el interior del re­
cinto, las tiendas y pertrechos les estorbaban. Cada uno desde
sus posiciones, Tutor, Clásico y Civil azuzaban la pelea: a los
galos les instigaban en nombre de la libertadla los bátavos, en
pos de la gloria, a los germanos, al saqueo. Y todo estaba a
favor de los enemigos hasta que la XXIa Legión, que había
conseguido conjuntarse en un espacio más despejado que las
demás, contuvo a los asaltantes y después pasó al ataque. De
repente, el divino sufragio mudó los ánimos de los vencedo­
res y volvieron la espalda. Según su versión, les había espan­
tado la aparición de las cohortes que, disgregadas al primer
embate, se habían reagrupado en lo alto de las colinas y dado
la impresión de refuerzos recién llegados; pero lo que les im­
pidió consumar la victoria fue que, olvidándose del enemigo,
se enzarzaron entre ellos por la mezquina disputa del botín.
Cerial, cuyo descuido había casi arruinado la situación, la en­
derezó, sin embargo, a base de coraje. Y, aprovechando el cur­
so de la fortuna, aquel mismo día captura el campamento del
enemigo y lo asuela.
79 Pero a la tropa no le duró mucho la tranquilidad. Los
agripinenses pedían socorro y ofrecían a la mujer y una her­
mana de Civil así como a la hija de Clásico que les habían
dejado en prenda de su m utua alianza. Además, habían pa­
sado a cuchillo entre tanto a los germanos dispersos por do­
micilios particulares. Eso explicaba su miedo y sus súplicas
en demanda de ayuda antes de que los enemigos pudiesen re­
hacer sus fuerzas y tomasen las armas para alcanzar sus obje­
tivos o para vengarse. Efectivamente, Civil se había puesto
en marcha hacia allá, y no estaba precisamente desasistido: la
más furibunda de sus cohortes, intacta y compuesta de cau­
cos y frisios, acampaba en Zülpich172, en territorio agripinen-
se. Pero una noticia adversa alteró sus planes: la cohorte ha­
bía sido destruida gracias a una treta de los agripinenses,
quienes adormecieron a los germanos a base de copiosas co­
milonas y vino, los dejaron encerrados y, prendiendo fiiego,

172 Tolbiacum, al oeste de Colonia.

[*92·]
los abrasaron. Simultáneamente, Cerial vino en ayuda a paso
ligero.
Sobre Civil se cernía, además, otra amenaza: que la XIVa
Legión se uniese a la flota de Britania y lanzase un ofensiva
contra los bátavos desde la costa. Pero a la legión su legado
Fabio Prisco la condujo por vía terrestre contra nervios y tun-
gros, y ambas comunidades se avinieron a capitular. En cuan­
to a la flota, los canninefates la atacaron por su cuenta y la
mayor parte de las embarcaciones fueron hundidas o captu­
radas. Y a una muchedumbre de nervios que se puso espon­
táneamente en pie de guerra en favor de los romanos, los pro­
pios canninefates la derrotaron. También Clásico libró una
batalla favorable contra la caballería que Cerial había destaca­
do a Neuss. Menores, pero frecuentes, estos descalabros em­
pañaban el lustre de la victoria recién obtenida.

E l c o m p o r t a m ie n t o d e l o s n u e v o s
amos de Ro m a

80 Por las mismas fechas, Muciano ordena ejecutar al hijo


de Vitelio, alegando que la discordia persistiría si no se extir­
paban las simientes de la guerra. Tampoco aceptó que Anto­
nio Primo entrase a formar parte del séquito de Domiciano,
molesto con que fuera el favorito de la tropa y con la arrogan­
cia de quien a duras penas soportaba a sus iguales, no diga­
mos ya a los superiores. Antonio marchó entonces a presen­
cia de Vespasiano: si bien la recepción no estuvo a la altura de
sus expectativas, tampoco se encontró con el rechazo del em­
perador. Tiraban de Vespasiano en sentidos opuestos, por un
lado, los méritos de Antonio, bajo cuyo mando se había con­
cluido indudablemente la guerra, y, por otro, las misivas de
Muciano. Al mismo tiempo, los demás le acusaban de pen­
denciero y engreído, a lo que sumaban los delitos de su pasa­
do. También él contribuía a provocar la irritación con su so­
berbia, aireando en exceso sus merecimientos: a los otros los
tachaba de pusilánimes, a Cécina, de prisionero y entreguista.
Todo ello redundaba poco a poco en su descrédito, aunque
en apariencia persistiera la amistad.

[2-93]
81 Durante los meses que pasó Vespasiano en Alejandría
aguardando la época de brisas estivales173 y mar segura, acon­
tecieron numerosos prodigios que se interpretaban como se­
ñales del favor celeste y, en cierto modo, de aquiescencia de
los dioses hacia Vespasiano. U n individuo alejandrino, cono­
cido por una afección de los ojos, se abrazó a sus rodillas su­
plicando remedio para su ceguera congénita. El dios Serapis
—a quien aquella gente propensa a la superstición adora más
que a cualquier otro— se lo había recomendado, e imploraba
al príncipe que se dignase untarle con los jugos de su boca los
párpados y las órbitas de los ojos. Otro, impedido de un mano,
pedía al César, por consejo del mismo dios, que se la pisase
con la planta del pie. Al principio, Vespasiano se reía y rehusa­
ba pero, como ellos insistían, se debatía entre el temor a que­
dar en evidencia y la confianza a la que le inducían la fe de
los interesados y las voces de aliento de los aduladores. Al fi­
nal ordena consultar a los médicos si una ceguera y una do­
lencia como aquéllas podían curarse por medios humanos.
Los médicos se extendieron en consideraciones: en cuanto al
primero, su capacidad de visión no estaba exhausta, y la recu­
peraría si se conseguía eliminar lo que la impedía; el segundo
tenía dislocadas las articulaciones, pero podían recomponerse
si se le aplicaba una fuerza curativa. Tal vez ése era el deseo de
los dioses y el príncipe había sido elegido como instrumento
de su voluntad. A fin de cuentas — le decían— si el remedio
funcionaba, reportaría gloria al César, y si fracasaba, ridículo
a aquellos desdichados. Así que Vespasiano pensó que nada se
resistía ya a su suerte ni excedía los límites de lo creíble: con
gesto complaciente y ante una multitud que asistía en vilo, si­
guió las instrucciones. Inmediatamente, la mano recobró su
habilidad y la luz del día rompió a brillar para el ciego. Hay
testigos que siguen recordando ambos casos todavía hoy,
cuando ya nada tienen que ganar de la mentira.
82 Eso infundió en Vespasiano un intenso deseo de visitar
el santuario del dios para consultar sobre los asuntos del im­

173 Se refiere al periodo comprendido entre la segunda mitad de agosto y la


primera de septiembre.

[2-941
perio. Da orden de que nadie más acceda al templo, pero
cuando estaba en su interior y absorto en la divinidad, perci­
bió a su espalda la presencia de uno de los prohombres de
Egipto, llamado Basílides, quien Vespasiano no ignoraba se
encontraba a varios días de viaje de Alejandría e imposibilita­
do por una enfermedad. Pregunta a los sacerdotes si Basílides
había entrado en el templo aquel día; pregunta a cuantos se
encuentra si le habían visto en la ciudad. Finalmente despa­
chó un grupo de jinetes por medio de los cuales averigua que
en aquel preciso momento se hallaba a una distancia de ochen­
ta millas. Entonces lo juzgó como una aparición divina y de­
dujo del nombre de Basílides174 el sentido del oráculo.
83 El origen del dios no ha sido tratado hasta la fecha por
nuestros escritores. Los sumosacerdotes egipcios ofrecen la si­
guiente explicación: al rey Ptolomeo —que fue el primero en
consolidar el poder macedonio en Egipto—, cuando, a poco
de su fundación, se ocupaba de dotar a Alejandría de mura­
llas, templos y cultos, se le apareció en sueños un joven de ex­
traordinaria apostura y tamaño sobrehumano, quien le encar­
gó enviar al Ponto a sus amigos más leales y traer su estatua:
sería eso venturoso para el reino, y la sede que lo acogiese,
magnífica y célebre. Al instante se vio al joven ascender al cie­
lo envuelto en una gran llamarada. Ptolomeo, alarmado por
el prodigioso augurio, reveló su visión nocturna a los sacer­
dotes egipcios que habitualmente entienden de semejantes
asuntos. Como ellos sabían poco del Ponto y del extranjero,
interroga a Timoteo, un ateniense de la estirpe de los Eumol­
pidas a quien había hecho venir de Eleusis para oficiar las
ceremonias: ¿qué culto era aquél?, ¿de qué divinidad se trata­
ba? Haciendo averiguaciones entre quienes habían viajado
al Ponto, Timoteo se informa de que allí está la ciudad de Si­
nope, y no lejos de ella un templo de Júpiter Dite175, famoso
desde antiguo en los alrededores. Junto a él hay también una
estatua femenina que muchos llaman Prosérpina. Pero el carác­
ter de Ptolomeo era típico de los reyes: fácilmente impresio-

174 Emparentado con la palabra griega que significa “rey”.


175 Otro nombre de Plutón, el dios del m undo subterráneo.

[*95]
nable, tan pronto como regresó la calma, más interesado en
los placeres que en los cultos, se fue olvidando poco a poco
y prestando su atención a otras cuestiones —hasta que la
misma aparición, esta vez más terrible e imperiosa, le anunció
su final y el de su reino si no cumplía lo ordenado. Dispone
entonces emisarios y regalos para el rey Escidrotémide —que
reinaba a la sazón en Sínope— y, antes de embarcar, les dio
instrucciones de acudir a Apolo Pítico176. Tuvieron mar pro­
picio y una respuesta del oráculo que no admitía discusio­
nes: debían ir a llevarse la efigie de su tío y dejarían la de su
hermana177.
84 Al llegar a Sínope, trasladan a Escidrotémide los regalos,
súplicas y encargos de su rey, pero él se debatía entre el pavor
que le imponía la voluntad divina y las amenazas con que le
intimidaba su pueblo, opuesto a acatarla. A menudo daba
muestras de plegarse ante los dones y promesas de los emisa­
rios y, mientras tanto, pasaron tres años sin que Ptolomeo ce­
jase en su empeño y sus súplicas, incrementando el rango de
los emisarios, el número de sus naves y el peso del oro. En­
tonces se le apareció a Escidrotémide un rostro crispado que
le instaba a no seguir aplazando más lo que el dios había dis­
puesto: como no terminaba de decidirse, empezaron a afligir­
le diversas desgracias, enfermedades y señales de la ira divina
cuya gravedad aumentaba cada día que pasaba. Convocó una
asamblea en la que expuso las órdenes de la divinidad, su vi­
sión y las de Ptolomeo así como las maldiciones que se cer­
nían sobre ellos: la muchedumbre dio entonces en volver la
espalda a su rey, detestar a Egipto, y rodear el templo presa
del temor. A partir de aquí, la leyenda se agranda al referir
cómo el propio dios se decidió por su cuenta a embarcar en
las naves atracadas en la costa, las cuales, de forma prodigio­
sa, en sólo tres días de navegación arriban a Alejandría. Se eri­
gió un templo acorde con las dimensiones de la ciudad en el
lugar llamado Racotis: allí había existido un pequeño santua­
rio consagrado desde antiguo a Serapis e Isis.

176 En su santuario de Delfos.


177 Se refiere, respectivamente, a las imágenes de Plutón y de Prosérpina.

[2.96]
Ésta es la version más extendida sobre el origen y trans­
porte del dios. No ignoro que, según algunos, lo trajeron des­
de la ciudad siria de Seleucia durante el reinado del tercer
Ptolomeo. Sostienen otros que fue a instancias de este mis­
mo Ptolomeo, pero que la sede desde la que se le trasladó fue
Menfis, ilustre en otro tiempo y baluarte del antiguo Egipto.
Respecto al dios, muchos hay que lo asimilan a Esculapio,
porque sana a los enfermos, otros a Osiris, la más antigua dei­
dad de aquel pueblo, gran número a Júpiter, por su omnipo­
tencia; la mayoría lo identifica con Plutón, a juzgar por los
atributos con que se le representa o por especulaciones.
85 En cuanto a Domiciano y Muciano, antes de acercarse
a los Alpes recibieron la noticia de los favorables aconteci­
mientos de Tréveris. Prueba definitiva de la victoria era el jefe
de los enemigos, Valentino, quien, lejos de mostrarse humi­
llado, reflejaba en su semblante el espíritu con que se había
batido. Se le escuchó tan sólo para conocer su temple. Fue
condenado y en el momento mismo de la ejecución, a uno
que le espetó que su patria estaba vencida, le respondió: “Eso
me consuela de la muerte”.
Por su parte, Muciano manifestó como ocurrencia súbita la
que llevaba tiempo madurando: habida cuenta de que la divi­
na bondad había quebrado las fuerzas del enemigo, sería poco
decoroso que Domiciano, con la guerra prácticamente con­
cluida, interfiriese en gloria ajena; si la estabilidad del imperio
o la seguridad de las Galias corriesen peligro, la obligación del
César hubiera sido permanecer en el campo de batalla. Su
consejo era encomendar canninefates y bátavos a oficiales se­
cundarios mientras Domiciano exhibía el poder y la fortuna
del principado en Lyon — de cerca, pero sin exponerse a peli­
gros irrelevantes y reservándose para los importantes.
86 Aunque el ardid se intuía, tarea de la cortesía era que no
quedase en evidencia. Así llegaron a Lyon. Se cree que desde
allí Domiciano envió correos confidenciales a Cerial para
probar su lealtad y ver si estaba dispuesto a entregarle el ejér­
cito y el imperio en un encuentro personal. Si con ese plan
pensaba desatar la guerra contra su padre o allegar fuerzas y
recursos contra su hermano, no quedó claro: con juicioso
criterio, Cerial le esquivó como a un niño caprichoso. Cuan-

[2-97]
do Domiciano se dió cuenta de que la gente de más edad
menospreciaba su juventud, empezó a desentenderse incluso
de los modestos cometidos de gobierno que antes desem­
peñaba. Iba dando imagen de ingenuidad y morigeración,
siempre en las nubes y aparentando interés por la literatura y
pasión por la poesía: con todo ello pretendía encubrir sus in­
tenciones y hurtarlas a la envidia de su hermano, cuya natu­
raleza, incomparable con la suya y más dulce, no dejaba de
malinterpretar.
LIBRO Q U INTO
La guerra d e J udea

1 Al comienzo de ese mismo año178, el César Tito, elegido


por su padre para someter Judea y que ya se había distinguido
en la milicia cuando ambos no eran más que unos particula­
res, aumentaba su fuerza y su fama: provincias y ejércitos
competían en apoyarle y él mismo, para demostrar que no es­
taba en deuda con la fortuna, hacía alarde de pundonor y
espíritu combativo, estimulando el cumplimiento del deber
con palabras afables y mezclándose a menudo con los sol­
dados rasos en las faenas y maniobras sin menoscabo de su
dignidad de oficial. Tres legiones lo recibieron en Judea, la Va,
la Xa y la XVa, veteranos de Vespasiano. A ellos sumó la XIIa
de Siria y efectivos de la XXIIa y la IIIa procedentes de Ale­
jandría. Les acompañaban veinte cohortes aliadas, ocho regi­
mientos de caballería, además de los reyes Agripa y Sohemo
así como refuerzos del rey Antíoco —un grupo de árabes
poderoso y hostil a los judíos por el habitual odio entre ve­
cinos— y muchos atraídos desde Roma e Italia por la espe­
ranza de hacerse un sitio junto al príncipe, donde aún había
hueco. Con estas tropas en buen orden penetró en territorio
enemigo. Alerta a todo y presto a intervenir, instala su cam­
pamento no lejos de Jerusalén.

178 70 d.C.

[301]
2 Y puesto que estoy a punto de relatar el día postrero de
una famosa ciudad, parece oportuno exponer sus inicios.
Cuentan que los judíos se exiliaron de la isla de Creta y se
asentaron en los confines de Libia en los tiempos en que Sa­
turno, derrocado violentamente por Júpiter, abandonó su rei­
no 179. Como argumento se aduce que en Creta está el ilustre
m onte Ida y que el apelativo de los lugareños, “ideos”, se
deformó en boca de extranjeros hasta llamarlos “judíos”180.
Algunos afirman que, durante el reino de Isis, un excedente de
población egipcia fue evacuado a tierras contiguas bajo el
mando de Jerosólimo y judá. Para muchos se trata de proge­
nie etíope, a quienes el miedo y el odio empujó a mudar de
país reinando Cefeo181. Según otra tradición, serían merodea­
dores asirios, un pueblo a la presa de cultivos, que se apode­
raron en parte de Egipto y más tarde habitaron sus propias
ciudades en tierras hebreas y las aledañas de Siria. Orígenes
distinguidos proponen otros para los judíos: los solimos —na­
ción celebrada en los poemas de Homero— fundaron la ciu­
dad de Jerusalén y le dieron su nombre182.
3 La versión más compartida es que brotó en Egipto una pla­
ga que laceraba los cuerpos y el rey Bócoris acudió al oráculo
de Amón para preguntar por el remedio: se le ordenó purgar
su reino y expulsar a otras tierras a esa raza porque era maldi­
ta para los dioses. Así pues, fueron a buscarlos, reunieron a la
multitud y la abandonaron en el desierto: mientras los demás
sollozaban sin saber qué hacer, Moisés, uno de los desterra­
dos, les advirtió que dejasen de esperar nada ni de los dioses
ni de los hombres, pues tanto unos como otros les habían
abandonado; ya sólo debían tener fe en ellos mismos y acep­
tar por guía al primero que les ayudase a superar las desdichas
del momento. Se mostraron de acuerdo y emprendieron un
azaroso viaje en la más completa ignorancia. Pero nada les

179 Es decir, al final de la Edad de Oro mitológica.


180 El argumento etimológico se apoya en el juego de palabras latinas: Idaei/
Iudaei.
181 Mítico rey de Etiopía, hijo de Agénor y padre de Andrómeda.
182 jQe nuevo sobre la forma latina, Hierosolyma, en la que se interpretaba
un prefijo griego hierós, “sagrado”.

[3 02 .]
agobiaba más que la falta de agua, y ya estaban a punto de
morir, desfallecidos por la inmensa planicie, cuando un reba­
ño de asnos salvajes que volvía de pacer se recogió tras una
peña a la sombra de un bosquecillo. Moisés fue tras ellos y, si­
guiendo el rastro del pastizal, descubrió abundantes veneros
de agua. Aliviados con ella y después de caminar sin detener­
se durante seis días, al séptimo se apoderaron de unas tierras
de las que expulsaron a sus cultivadores y en las que consa­
graron ciudad y templo.
4 A fin de asegurarse la fidelidad de su pueblo en lo sucesi­
vo, Moisés le impuso una religión nueva y contrapuesta a las
del resto de la humanidad: es allí sacrilego cuanto nosotros
tenemos por sagrado y, a la inversa, tienen ellos permitido
cuanto para nosotros es inmoral. La estatua del animal mer­
ced a cuya aparición habían superado el peregrinaje y la sed,
la elevaron en un altar después de sacrificar un carnero como
afrenta a Amón. También se inmola un buey, puesto que los
egipcios adoran a Apis. Se abstienen de comer cerdo en me­
moria del sufrimiento con que en su día les torturó la lepra,
que es achacable a este animal. La prolongada hambre de en­
tonces la testimonian todavía con frecuentes ayunos y, en se­
ñal de las mieses que arramblaron, se conserva entre los judíos
el pan sin levadura. Dicen que acordaron descansar el sépti­
mo día porque ése fiie el que puso fin a sus fatigas; después,
porque la pereza es zalamera, también dedicaron un año cada
siete a la indolencia. Según otros, se trata de un homenaje a
Saturno, bien porque los orígenes de su religión se remontan
a aquellos ideos expulsados junto con Saturno y que funda­
ron su nación, o bien porque, de los siete astros que rigen la
vida humana, se dice que el que tiene una órbita más elevada
y mayor ascendiente es Saturno, y la mayoría de los cuerpos
celestes completan su itinerario y trayectorias al compás del
número siete.
5 Sean cuales sean las razones por las que se introdujeron
estos ritos, se amparan tras su antigüedad. Al resto de sus prác­
ticas, aciagas y siniestras, las hizo prosperar la perversidad,
pues la gente de peor calaña, después de abjurar de su fe an­
cestral, aportaba impuestos y donaciones que han acrecenta­
do la riqueza de los judíos. También porque la lealtad entre

[303]
ellos es terca y la caridad diligente, pero contra todos los de­
más albergan un odio de enemigos. Comen aparte, duermen
separados. Aunque son un pueblo muy lascivo, nunca man­
tienen relaciones con mujeres extranjeras. En cambio, entre
ellos nada está prohibido. Están obligados a circuncidarse
para hacer patente su diferencia. Los conversos adoptan las
mismas costumbres, y lo primero que aprenden es a repudiar
a los dioses, renegar de su patria y no sentir aprecio por pa­
dres, hijos o hermanos. Sin embargo se tom an medidas
para aumentar la población: por ejemplo es un pecado ma­
tar a los hijos no deseados. También consideran que las almas
de los caídos en combate o ejecutados son inmortales, de ahí
su entusiasmo procreador y su indiferencia por la muerte. Se
ocupan de sepultar los cadáveres en lugar de quemarlos, a la
manera egipcia, y comparten también las mismas creencias
sobre el m undo infernal, pero difieren sobre el celestial. Los
egipcios veneran a numerosos animales y las esculturas que
los representan, mientras que los judíos creen en una única
deidad a la que sólo conciben mentalmente: consideran sacri­
legos a quienes, sirviéndose de materiales perecederos, repre­
sentan la imagen divina con apariencia humana. Lo supremo
y eterno no puede ser reproducido ni destruido. En conse­
cuencia, no le erigen estatuas en sus ciudades, no digamos ya
en el templo. Tampoco deparan a los reyes esos homenajes, ni
honran a los Césares. Pero como sus sacerdotes acompaña­
ban sus cantos con flauta y timbales, se ceñían una corona
de hiedra y se ha descubierto en el templo un sarmiento de
oro, algunos han deducido que adoraban al Padre Líber183, el
conquistador de Oriente. Sin embargo, ambas religiones no
concuerdan lo más mínimo: los que propuso Líber son cultos
festivos y optimistas; las tradiciones judías, incomprensibles y
tenebrosas.
6 Los confines de su territorio limitan, por la parte oriental,
con Arabia; por el sur, se interpone Egipto; por occidente, los
fenicios y el mar; al norte se asoman largo trecho al costado
de Siria. La constitución de sus habitantes es saludable y tran­

183 Baco, dios del vino.

[3 0 4 ]
sigente con el esfuerzo. Lluvias escasas y suelo fértil propor­
cionan con creces los frutos a los que estamos acostumbrados
y, además de ellos, el bálsamo y la palmera. La palmera es es­
belta y vistosa; el bálsamo, un arbusto: cuando se le hinchan
las ramas, si se les da un corte, se retraen sus conductos; con
un trozo de piedra o de cerámica se abren: su jugo tiene uso
medicinal. Su mayor elevación es el monte Líbano, el cual
está cubierto, de forma admirable bajo calores tan intensos,
de arbolado y nieve permanente: ella es la que nutre el curso
del río Jordán.
El Jordán no desemboca en el mar, sino que, después de
salvar sin merma un lago tras otro, se sume en un tercero. El
lago posee una extensión tan vasta que parece un mar184, pero
tiene un sabor más pútrido y un olor tan cargado que apesta
los alrededores. Ni el viento lo agita ni acoge peces o aves
acuáticas. Cuanto va a parar a sus enigmáticas aguas se sostie­
ne como en tierra firme; da igual saber que no saber nadar: na­
die se hunde. En una época concreta del año segrega betún, y
de la manera de recogerlo, como de cualquier otra técnica, es
maestra la experiencia: en su estado natural, el betún es un lí­
quido negro, pero se compacta cuando se le rocía de vinagre
y queda flotando en la superficie. Quienes se ocupan de ello,
lo cogen a mano y lo izan a la cubierta de la embarcación; des­
de allí, sin ayuda de nadie, se escurre al interior y queda depo­
sitado hasta que lo trocean. Pero es imposible trocearlo con
bronce o hierro: lo disuelve la sangre o un vestido empapado
con menstruo de mujer. Eso es lo que dicen los autores anti­
guos, pero los conocedores del lugar afirman que los bloques
de betún son empujados sobre el agua y arrastrados a mano
hasta la orilla. Luego, cuando el calor del suelo y la fuerza del
sol los han secado, se hienden con hachas y cuñas como la
madera o la roca.
7 No lejos de allí se extiende una llanura que, según dicen,
fue en tiempos fértil y estuvo poblada por grandes ciudades

184 El Mar Muerto, cuyo nombre pretende hacer justicia a algunas de las ca­
racterísticas descritas a continuación por Tácito y en gran parte debidas a su al­
tísima salinidad.

[305]
que ardieron bajo una lluvia de rayos, pero aún subsisten las
ruinas y la tierra misma, en apariencia calcinada, ha perdido
su feracidad. Todo cuanto brota espontáneamente o siembra
la mano del hombre, lo mismo da que esté en su fase de hier­
ba o de flor, o que haya adquirido aspecto de madurez, rene­
grido y sin vida, se deshace en cenizas. Por mi parte, si bien
estoy dispuesto a admitir que aquellas ilustres ciudades de an­
taño se incendiaran por efecto del fuego celeste, creo que las
emanaciones del lago infectan la tierra y contaminan el am­
biente, así que la causa de que los gérmenes de la cosecha y los
frutos de otoño se pudran es culpa de un suelo y un aire mal­
sanos a la par.
También afluye al mar de Judea el río Belio, cerca de cuya
desembocadura se recoge arena que, previamente mezclada
con nitro y cocida, se transforma en vidrio. Es una playa pe­
queña, pero inagotable a la extracción.
8 Gran parte de Judea está diseminada en aldeas. También
poseen ciudades amuralladas: el baluarte de la nación es Jeru-
salén. Había allí un templo de extraordinaria opulencia y la
ciudad tras un primer recinto; luego, encerrado en un recinto
interior, el enorme templo. Hasta sus puertas sólo tenían ac­
ceso los judíos, pero nadie podía franquear el umbral salvo
los sacerdotes. Mientras Oriente estuvo en manos de asirios,
medos y persas, constituían la capa más despreciable de es­
clavos. Tras el auge macedonio, el rey Antíoco185 intentó erra­
dicar la superstición y helenizarlos, pero la guerra contra los
partos le impidió reformar a este pueblo deplorable: eran los
tiempos de la rebelión de Ársaces186. Entonces, con los mace-
donios debilitados y los partos aún inmaduros (y los romanos
estaban lejos), los judíos instauraron su propia monarquía.
Pero la veleidad del vulgo expulsó a los reyes y ellos —des­
pués de recuperar el poder por medio de las armas, provo­
cando el exilio de sus compatriotas, la ruina de las ciudades,
el asesinato de hermanos, cónyuges, padres y demás heroici­

185 Antíoco IV Epífanes, rey de Siria (176-164 a.C.),


186 Se trata de un error cronológico, puesto que la rebelión de Ársaces I
contra Siria se produjo un siglo antes (250 a.C.).

[3 0 6 ]
dades típicas de los tiranos— fomentaban la superstición por­
que utilizaban su condición de sumosacerdotes para apunta­
lar su hegemonía.
9 El primer romano que conquistó Judea fue Gneo Pom-
peyo187, quien por derecho de victoria entró en el templo: así
se corrió la voz de que, sin efigies en su interior, ninguna di­
vinidad se alojaba en él y sus misterios eran hueros. Los mu­
ros de Jerusalén se derribaron, el santuario siguió en pie. Más
tarde, durante nuestra guerra civil, aquellas provincias queda­
ron bajo el control de Marco Antonio y de Judea se apoderó
Pácoro, rey de los partos: a éste lo mató Publio Vetidio y los
partos fueron empujados de nuevo al otro lado del Eufrates.
A los judíos los sometió Gayo Sosio. Antonio confió el reino
a Herodes188 y Augusto lo engrandeció tras su victoria. A la
muerte de Herodes, sin aguardar ninguna decisión del César,
un tal Simón usurpó el título de rey y recibió su castigo a ma­
nos de Quintilio Varo, que gobernaba Siria; también en re­
presalia, la población fue repartida en tres reinos asignados a
los hijos de Herodes. Bajo Tiberio hubo calma; después,
como el César Gayo les obligaba a colocar una efigie suya en
el templo, prefirieron reanudar la guerra, pero la muerte del
César zanjó el levantamiento. Cuando vio que la monarquía
se extinguía o entraba en declive, Claudio entregó la provin­
cia de Judea a caballeros romanos y libertos. Uno de ellos,
Antonio Félix, ejerció de rey con talante de esclavo, sin esca­
timar a sus prerrogativas un ápice de crueldad y de capricho.
Se había casado con Drusila, nieta de Marco Antonio y Cleo­
patra, así que del mismo Antonio eran Félix nieto político y
Claudio natural.
10 No obstante, la paciencia les duró a los judíos hasta el
procurador Gesio Floro189. Con él estalló la guerra, y al legado
de Siria Cestio Galo, que acudió a intentar sofocarla, lo recibie­
ron con batallas de diversa suerte, a menudo adversa. Cuan­

187 En el año 63 a.C.


188 Herodes Agripa el Grande, tristemente célebre por la matanza de ino­
centes.
189 Año 64 d.C.

[307]
do éste murió —porque le llegó la hora o víctima de su frustra­
ción—, Nerón envió a Vespasiano: gracias a su fortuna y fama,
y también a excelentes subalternos, en dos veranos su victo­
rioso ejército fixe adueñándose una tras otra de todas las al­
querías y ciudades, a excepción de Jerusalén. El año siguiente,
concentrado en la guerra civil, pasó sin actividad en lo tocan­
te a los judíos. Cuando se consiguió pacificar Italia, volvieron
también los problemas en el exterior: resultaba exasperante
que los judíos fueran los únicos que no se rendían. Al mismo
tiempo, parecía aconsejable que Tito permaneciera junto al
ejército, disponible para cualquier eventualidad que pudiera
surgirle al nuevo principado.
11 Así pues, una vez que plantó el campamento, como di­
jimos, ante los muros de Jerusalén, Tito exhibió sus legiones
en orden de combate: los judíos formaron al pie de las pro­
pias murallas, dispuestos a pasar al contraataque en caso de
éxito y, si eran rechazados, con la retirada segura. Contra ellos
se envió caballería junto con infantería ligera, pero la lucha
no deparó un ganador. Luego, los enemigos cedieron terreno
y en días sucesivos se trabaron frecuentes combates delante
de las puertas, hasta que sus constantes bajas les obligaron a
refugiarse tras las murallas. Los romanos se aprestaron al asal­
to: no les parecía digno aguardar el hambre del enemigo y
además preferían arriesgarse — unos por coraje, la mayoría
embravecidos y ansiosos de recompensas. El propio Tito fan­
taseaba con Roma, sus riquezas y placeres, los cuales, si Jeru­
salén no caía de inmediato, veía demorarse.
Pero la ciudad, cuyo abrupto emplazamiento era en sí mis­
mo una defensa, había sido reforzada con obras colosales que
bastarían para protegerla hasta en un llano: sus dos montícu­
los, de enorme altura, estaban cercados por muros astuta­
mente angulados o combados hacia dentro, de modo que los
flancos de los asaltantes quedasen expuestos a los proyectiles.
El borde de la roca caía a pico, y unas torres se elevaban, don­
de ayudaba el monte, hasta sesenta pies y, en la hondonada,
hasta ciento veinte. Su aspecto era impresionante y desde le­
jos parecían a nivel. Dentro, circundaban el palacio real otros
muros, cuyo llamativo remate era la Torre Antonia, así llama­
da por Herodes en honor de Marco Antonio.

[3 0 8 ]
12 El templo hacía las veces de ciudadela y tenía sus pro­
pias murallas, de factura incomparable. Sólo los soportales
que rodeaban el templo suponían ya una formidable defensa.
Había una fuente permanente de agua, cuevas en el subsuelo
de los montes, aljibes y cisternas para almacenar las lluvias:
habían previsto los fundadores que la peculiaridad de sus cos­
tumbres sería motivo de frecuentes guerras, y por eso todo es­
taba preparado para un asedio por largo que fuera. Además,
tras la conquista de Pompeyo, el miedo y la experiencia les ha­
bían enseñado mucho, y aprovecharon la codicia de la época
de Claudio para comprar su derecho a fortificarse, así que, en
momentos de paz, construyeron murallas pensadas para la
guerra. Un gran aluvión de desplazados por la caída de las otras
ciudades había incrementado su población: allí se habían re­
fugiado los recalcitrantes y, en consecuencia, también era ma­
yor la rebeldía.
Tres jefes había y otros tantos ejércitos: el recinto exterior y
de mayor perímetro lo defendía Simón, a quien también lla­
maban Bargiora; el centro de la ciudad, Juan, y el templo, Elea-
zar. Por número de efectivos y armas, dominaban Juan y Si­
món; por su posición, Eleazar. Pero todo eran batallas, trai­
ciones e incendios entre ellos, y un gran volumen de grano
había ardido. Más tarde, so pretexto de ir a hacer un sacrifi­
cio, sicarios de Juan degollaron a Eleazar y su gente, apode­
rándose del templo. Así que la ciudadanía se dividió en dos
facciones hasta que, al acercarse los romanos, la guerra con el
forastero alumbró la concordia.
13 Se habían manifestado prodigios que ni con inmola­
ciones ni con ofrendas votivas tiene permitido conjurar este
pueblo pasto de la superstición y hostil a las prácticas reli­
giosas: en el cielo se vio enfrentarse a dos ejércitos; sus armas
refulgían y súbitos relámpagos iluminaron el templo. Las puer­
tas del santuario se abrieron de repente y una voz sobrehuma­
na anunció que los dioses estaban saliendo —y al instante se
sintió el imponente movimiento de su salida. Pocos eran
para quienes esto significaba una amenaza; la mayoría esta­
ba convencida de que los antiguos textos sacerdotales seña­
laban precisamente aquél como el momento en que Oriente
se haría fuerte y gentes procedentes de Judea se adueñarían

[309]
del mundo. A quienes estas premoniciones habían augura­
do era a Vespasiano y Tito, pero al vulgo — que interpretaba
en su provecho, como suele el hum ano deseo, un destino de
tal magnitud— ni siquiera el infortunio lo enderezaba a la
verdad.
Se ha dicho que la cifra de asediados, de cualquier edad, va­
rones y mujeres, era de seiscientos mil. Portaban armas todos
los que podían sostenerlas, y la proporción de combatientes
era mayor que la que sugiere ese número. La tenacidad de
hombres y mujeres era pareja y, ante la tesitura de mudar de ho­
gar, la vida les asustaba más que la muerte.
Contra esa ciudad y esa gente —habida cuenta de que su em­
plazamiento disuadía de la embestida o un golpe de mano—
el César Tito decidió combatir con plataformas y parapetos:
la faena se repartió entre las legiones, y se hizo una pausa en
los enfrentamientos hasta que estuvo a punto toda la maqui­
naria de asalto inventada desde antiguo o fruto de nueva ima­
ginación.

La r e n d i c i ó n d e C i v i l

14 En cuanto a Civil, tras el revés de Tréveris recompuso


su ejército en Germania e instaló su campamento junto a Vé­
tera, pensando que el lugar era seguro y el recuerdo de los
éxitos allí obtenidos elevaría la moral de los bárbaros. Hasta
allá le siguió Cerial con sus tropas, duplicadas por la llegada
de las legiones IIa, VIa y XIVa. Además, las alas y cohortes re­
clamadas con anterioridad habían acelerado el paso tras la
victoria.
Ninguno de los dos jefes era irresoluto, pero se interponía
un extenso terreno ya de por sí pantanoso. Para colmo, Civil
había atravesado un dique en el Rin de modo que, al toparse
con el obstáculo, la corriente refluyese inundando los campos
aledaños. La zona formaba, pues, un trampal de vados trai­
cioneros que nos perjudicaba, porque al soldado romano las
armas le pesan y le asusta nadar, mientras que los germanos,
acostumbrados a los ríos, gracias a su armamento ligero y ma­
yor estatura no pierden pie.

[310]
15 Así pues, en respuesta al hostigamiento de los bátavos,
los más enardecidos de los nuestros se lanzaron a la refriega.
Ese fue también el inicio del pánico, porque el profundísimo
pantanal engullía armas y monturas. Los germanos vadeaban
a zancadas por terreno conocido y, eludiendo por lo general
nuestro frente, acosaban flancos y retaguardia. No se peleaba
como hace la infantería, de cerca o de lejos, pero en tierra fir­
me, sino, como en una batalla naval, fluctuando entre las
olas. Y cuando aparecía algún punto de apoyo, en su esfuer­
zo por hacerse sitio a toda costa, se enzarzaban unos con
otros —los que estaban heridos con los sanos, los que sabían
nadar con los que no— para perdición de todos. La mortan­
dad, sin embargo, resultó menor de lo que el caos hacía pre­
sagiar, ya que los germanos, sin atreverse a salir de la zona
inundada, regresaron a su campamento. El resultado de la
batalla determinó a ambos jefes, p or distintos motivos, a pre­
cipitar el desenlace: Civil, para apurar la suerte; Cerial, para
borrar la ignominia. Los germanos estaban embravecidos por
el éxito; los romanos, picados en su amor propio. Los bárba­
ros pasaron la noche entre cánticos y clamores, los nuestros,
alimentando su cólera con amenazas.
16 Al amanecer del día siguiente, Cerial puso en vanguar­
dia la caballería y cohortes auxiliares; las legiones se coloca­
ron en segunda línea. Para los imprevistos, el general se reser­
vó un grupo escogido. Civil no desplegó a los suyos en un
frente continuo, sino que los separó en formaciones en cuña:
bátavos y cugemos a la derecha; el terreno situado a la izquier­
da y más próximo al río lo ocuparon los transrenanos.
Los jefes no pronunciaron sus arengas al estilo de una asam­
blea general, sino cabalgando de grupo en grupo. Cerial se re­
firió al antiguo y glorioso renombre de Roma, a las victorias
del remoto y reciente pasado. Les animó a destruir para siem­
pre a un enemigo traidor, cobarde y ya vencido: más que ba­
tallar, había que vengarse. Poco antes habían luchado contra
un número de enemigos que les superaba —y los habían
derrotado a pesar de que eran la fuerza de choque de los ger­
manos. Quedaban sólo los que llevaban la huida en sus cora­
zones y cicatrices en la espalda. Luego, buscó para cada legión
una arenga particular: a los de la XIVa, los llamaba conquis­

[3 1 1 ]
tadores de Britania; con su autoridad, la VIa Legión había he­
cho príncipe a Galba; gracias a aquella batalla los de la IIa ten­
drían oportunidad de consagrar por vez primera las enseñas y
el águila que estrenaban. Haciendo avanzar a su caballo has­
ta el ejército de Germania, extendía su brazo incitándoles a
recuperar su ribera y su campamento a costa de la sangre del
enemigo.
El clamor unánime era a cual más vivo entre quienes, tras
una larga paz, estaban ansiosos por combatir o quienes, can­
sados de guerra y anhelando la paz, esperaban recompensas y
calma en lo sucesivo.
17 Tampoco Civil formó a los suyos en silencio. Ponía al
escenario de la batalla por testigo de su coraje: los germanos
y bátavos se erguían sobre los vestigios mismos de su gloria,
pisando las cenizas y osarios de las legiones. Allá donde los
romanos volviesen sus ojos, les traería a la memoria el cauti­
verio, la derrota y negros pensamientos. No debían acobar­
darse por el incierto resultado de la batalla de Tréveris: allí, su
propia victoria había trabado a los germanos, que se olvida­
ron de las armas maniatándose con el botín. Pero, a partir de
ahí, todo les había sido favorable y adverso para el enemigo.
Las medidas exigibles a la astucia de su jefe, estaban tomadas:
campos anegados que ellos conocían, pantanos fatales para
los enemigos. A la vista tenían el Rin y los dioses de Germania:
a ellos habían de encomendar su lucha, con la mente puesta
en esposas, padres y patria. Aquél había de ser el día más glorio­
so de su historia —o el más ignominioso que recordaran sus
descendientes.
Después de que el batir de escudos y los zapateos (como
era su costumbre) aprobaran esas palabras, comienza la bata­
lla con una andanada de piedras, hondazos y demás artillería,
sin que nuestros soldados penetraran en el pantano aun cuan­
do las provocaciones de los germanos les tentasen.
18 Cuando ya no hubo qué disparar y se fue caldeando la
lucha, el enemigo pasó a la carga con más ferocidad: gracias a
sus enormes cuerpos y sus larguísimas lanzas acribillaban de
lejos a nuestros soldados, incapaces de mantenerse en pie y en
orden. Al mismo tiempo, la unidad de brúcteros cruzó a nado
desde el dique que, como dijimos, se había levantado en el Rin.

[312.]
Eso sembró el desconcierto y, ya cedía la línea de cohortes
auxiliares, cuando las legiones entran en acción: contrarrestan
la acometida del enemigo y la pugna se iguala.
Entre tanto, un tránsfuga bátavo se presentó a Cerial ofre­
ciéndole la retaguardia enemiga si enviaba caballería por un
extremo del pantano: el terreno era firme por allí y los cuger-
nos, a quienes se había encomendado la vigilancia, estaban
poco atentos. Acompañaron al tránsfuga dos regimientos, los
cuales cercan al enemigo desprevenido y lo desarbolan. En
cuanto el clamor trajo la noticia, las legiones embistieron de
frente y los germanos, al verse rechazados, empezaron a correr
hacia el Rin en su huida. Aquella jornada habría supuesto el
fin de la guerra si la flota romana se hubiese apresurado en su
persecución. Tampoco la caballería insistió, porque de pron­
to rompió a llover y la noche estaba cerca.
19 Al día siguiente la XIVa Legión fue despachada a la Ger­
mania Superior, con Annio Galo. Completó el ejército de
Cerial la Xa Legión, procedente de Hispania. En apoyo de Ci­
vil acudieron refuerzos de los caucos, sin embargo no se atre­
vió a proteger con las armas la plaza fuerte de los bátavos190:
se llevó cuanto podían acarrear, pegó fuego al resto y se retiró
a la isla, consciente de que nos faltaban naves para formar un
pontón y el ejército romano no atravesaría de otro modo. Por
si fuera poco, derruyó también el dique que había hecho Dru­
so Germánico, provocando que la corriente del Rin, cuyo
cauce propende hacia la Galia, se desbordara al desaparecer la
barrera. Desviado de ese modo el curso del río, su lecho desa­
bastecido había formado una especie de pasillo entre la isla y
Germania. Cruzaron también el Rin Tutor y Clásico junto
con ciento trece senadores tréviros. Entre ellos estaba Alpinio
Montano, el mismo que, como recordamos más atrás, había
enviado Antonio Primo a las Galias. Le acompañaba su her­
mano Décimo Alpinio. Como él, los demás se servían de la
compasión y los regalos para allegar refuerzos entre pueblos
ávidos de aventura.

1,0 Batavodurum, situada en la ribera sur del rio Waal, es decir, fuera estric­
tamente de la “isla” de los bátavos por su extremo oriental (cfr. IV, 12).

[313]
20 Quedaba mucha guerra, sí, tanta, que en una misma jor­
nada atacó Civil cuatro guarniciones distintas de cohortes,
alas y legiones —la Xa Legión en Arenaco, la IIa en Batavodu­
ro, Grinnes y Vada191, campamentos de alas y cohortes. Lo
hizo dividiendo la tropas de m odo que él y Veraz —hijo de
una hermana suya—, Clásico y Tutor, dirigiesen cada uno su
grupo. No es que confiara en alcanzar todos los objetivos,
sino en que, multiplicándolos, a alguna partida le acompaña­
ra la suerte. De paso, Cerial se descuidaría y, mientras corría
de acá para allá en pos de las noticias, se le podría interceptar
a mitad de camino.
Quienes tenían la misión de atacar el campamento de la Xa
Legión pensaron que un asalto directo sería muy difícil: caye­
ron sobre los legionarios fuera del fortín, cuando procedían a
cortar leña. Mataron al prefecto del campamento, cinco cen­
turiones primeros y unos pocos soldados; los demás se atrin­
cheraron en el recinto.
Mientras tanto, un grupo de germanos pretendía echar aba­
jo el puente que se construía en Batavoduro. La noche separó
a los contendientes sin un ganador claro.
21 Más crítico fue lo de Grinnes y Vada. Vada era el objeti­
vo de Civil, Grinnes el de Clásico: los asediados ya no podían
aguantar más después de perder a sus mejores hombres. Entre
ellos había caído aquel Brigántico, prefecto de caballería, de
quien ya referimos su lealtad a los romanos y el odio que sen­
tía hacia su tío Civil. Pero cuando Cerial acudió en ayuda
con el cogollo de su caballería, cambiaron las tornas: echa­
ron a los germanos de cabeza al río. Cuando intentaba con­
tener a los que huían, Civil fue reconocido y, escapando de
las flechas, saltó de su caballo y cruzó a nado. Así huyó tam­
bién Veraz. A Tutor y a Clásico los recogieron en barcazas a la
orilla. Tampoco esta vez tomó parte en la batalla la flota roma­
na, y no porque no se lo hubiesen ordenado, pero se lo impi­
dió la cobardía y el hecho de que los remeros estaban desper­

191 Localidades de difícil identificación: es probable que las dos últimas,


como Batavoduro, estuviesen en la orilla izquierda del Waal; la primera, más
al este, en el actual territorio de Alemania.

[3 1 4 ]
digados de servicio en otros destinos. Lo cierto es que Cerial
daba poco tiempo para ejecutar órdenes, tomaba decisiones
rápidas y le avalaban los resultados: le acompañaba la fortuna
aun cuando le fallara la ciencia. Por eso, él y su ejército relaja­
ban la disciplina. Y a los pocos días, aunque se libró de caer
en manos del enemigo, no pudo eludir el escándalo.
22 Había ido a Neuss y Bonn para inspeccionar las obras
de los campamentos donde las legiones habían de pasar el in­
vierno, y regresaba en un convoy naval sin respeto del buen
orden ni seria vigilancia. De ello se percataron los germanos y
le tendieron una emboscada: eligieron una noche de cielo nu­
blado y, dejándose llevar por la corriente, sortearon la empa­
lizada sin que nadie se lo impidiese. Para empezar la matanza
se aprovecharon de una treta: cortaron los vientos de las tien­
das y la emprendieron a cuchilladas contra los soldados atra­
pados bajo las lonas. U n segundo grupo asaltaba la flotilla,
ataba maromas a las popas y remolcaba las embarcaciones.
Y, si antes se habían servido del sigilo para la sorpresa, cuan­
do se inició la matanza lo sumieron todo en alaridos a fin de
redoblar el pánico.
Aguijados por las heridas, los romanos buscan las armas y
se precipitan a las calles: pocos de uniforme; la mayoría con
la ropa liada al brazo y empuñando la espada. Al general, me­
dio dormido y prácticamente en cueros, le salva un error de
los enemigos: identifican la nave pretoria por su enseña y,
pensando que se encontraría allí, se la llevan.
Cerial había pasado la noche en otra parte — a cuenta de su
relación con una mujer ubia, Claudia Sacrata, según la mayo­
ría—, y los centinelas trataban de disculpar su propia infamia
a costa del deshonor de su jefe, alegando que tenían órdenes
de guardar silencio para no perturbar su sueño: así que, al sus­
penderse los toques y las voces de rigor, habían terminado
ellos mismos por quedarse dormidos.
Ya bien entrado el día, los enemigos se retiraron a bordo de
las naves capturadas: la trirreme pretoria se la llevaron por el
río Lippe como regalo para Véleda.
23 A Civil le entró la tentación de hacer un alarde de fuer­
za naval: dota de tripulación las birremes que tenía, así como
las de banco único, y les añade una ingente cantidad de bar­

[3 1 s]
cazas —unas embarcaciones que transportaban treinta o cua­
renta hombres; se movían como es habitual en las libúmicas,
pero las rápidas barcazas, en lugar de velas, se valían de sayos
multicolores no sin prestancia. El escenario elegido parece un
mar: allí donde la desembocadura del río Mosa confluye con
el Rin192 en el Océano. El motivo para organizar la flota era
— además de la vanidad congénita de esa gente— interceptar
con ese espantajo a los convoyes que se aproximaban a la Ga-
lia. Más sorprendido que amedrentado, Cerial dirigió contra
ellos una escuadra inferior en número, pero a la que la expe­
riencia de sus remeros, la técnica de sus pilotos y el tamaño de
las naves hacía más capaz. Avanzaban éstos a favor de corrien­
te y a aquéllos les impulsaba el viento: se cruzaron, intercam­
biaron una andanada de flechas —y se alejaron.
Sin aventurarse a más, Civil se replegó al otro lado del Rin.
Cerial arrasó violentamente la isla de los bátavos, pero procu­
raba, conforme a una conocida táctica de los generales, man­
tener intactos los campos de labor y las aldeas de Civil. Entre
tanto, con la llegada del otoño y constantes aguaceros que se
prolongaron por espacio de una quincena, el río se desbordó
transformando el suelo de la isla, cenagoso y a baja cota, en
una laguna. Ni la flota de guerra ni los convoyes de suminis­
tros comparecían, y la fuerza del río desmantelaba los campa­
mentos asentados en el llano. 24 Podían entonces las legiones
ser aplastadas y, según Civil, ése era el propósito de los ger­
manos, pero se atribuía el mérito de haberlos disuadido con
engaños. Y no parece que mintiera, puesto que, a los pocos
días, se produjo su rendición. El hecho es que Cerial había en­
viado correos secretos ofreciéndoles la paz a los bátavos y a
Civil el perdón. A Véleda y sus parientes les sugería rendir un
oportuno servicio al pueblo romano y trocar así la fortuna de
una guerra que, después de tantas derrotas, les era adversa: los
tréviros habían perecido, los ubios se habían reintegrado y los
bátavos habían perdido su patria. Lo único que les había re­
portado su amistad con Civil eran cicatrices, éxodo y luto.
Como desertor y prófugo, Civil era una carga para quien le

192 El estuario formado por la desembocadura de los ríos Mosa y Waal.

[316]
diera cobijo, y ellos ya habían cometido bastantes delitos cru­
zando tantas veces el Rin. Si tramaban algo más, ellos serían
culpables del crimen y Roma, vengadora de los dioses.
25 Con las amenazas se mezclaban las promesas y, cuando
la lealtad de los transrenanos se desmoronó, también entre
los bátavos surgieron habladurías: no debía prolongarse más
la agonía, y tampoco era posible que una sola nación abolie­
se la esclavitud del m undo entero. ¿Qué habían sacado de
diezmar a las legiones a hierro y fuego, si no que acudiesen
otras más numerosas y fuertes? Si era por Vespasiano por
quien habían hecho la guerra, Vespasiano estaba ya en el
poder; pero si estaban desafiando con las armas al pueblo ro­
mano, ¡qué pequeña porción del género humano eran los bá­
tavos! No había más que comparar el precio que pagaban con
el de la gente de Recia y del Nórico y los demás aliados: a los
bátavos no se les imponía una contribución pecuniaria, sino
de hombres viriles. Eso era casi la libertad... Y si había que ele­
gir amos, más honroso era someterse a los príncipes de Roma
que a las mujeres de los germanos.
Eso es lo que decía el pueblo llano; sus proceres, cosas más
agrias: lo que les había arrastrado a las armas era el despecho
de Civil, quien, para conjurar sus males de familia, había pro­
vocado la destrucción de su pueblo. Los bátavos se habían
granjeado la cólera divina cuando las legiones eran asediadas
y los legados asesinados, cuando secundaron una guerra que
sólo uno creía indispensable y resultaba funesta para ellos.
Habían llegado al límite — salvo que empezaran a recapacitar
y demostraran su arrepentimiento castigando al culpable.
26 No pasó inadvertido a Civil este giro y decidió adelan­
tarse: además de estar hastiado de desgracias, esperaba tam­
bién conservar la vida — algo que a menudo disipa los gran­
des bríos. Tras pedir una entrevista, se corta un puente sobre el
río Nabalia193, a cuyos bordes se acercaron los generales, y Ci­
vil inició su discurso del siguiente modo:
“Si estuviese defendiéndome ante un legado de Vitelio, ni
mi acción merecía el perdón ni crédito mis palabras: entre no­

193 Sin identificar.

[3 1 7 ]
sotros sólo había enemistad. Las hostilidades que él desató,
yo las redoblé. Hacia Vespasiano, en cambio, mi considera­
ción viene de antiguo y, cuando era un particular, nos llamá­
bamos amigos. Eso lo sabía Antonio Primo, cuyas misivas me
empujaron a la guerra para impedir que las legiones de Ger­
mania y los reclutas de la Galia cruzasen los Alpes. Lo que
Antonio recomendaba por escrito, Hordeonio Flaco lo reite­
ró en persona: agité en Germania la misma guerra que Mucia­
no en Siria, Aponio en Mesia, Flaviano en Panonia...237.

1,4 La narración se interrumpe aquí: no conservamos el resto.

[3 1 8 ]
INDICE

I n t r o d u c c i ó n .................................................................................... 7
Escritor, delator........................................................................... 9
El enigma y sus circunstancias................................................. 11
El sentido de la obra (y sus contrasentidos).......................... 16
Las Historias com o narración................................................... 24
El largo año 6 9 ....................................................................... 24
El alma de los personajes..................................................... 27
El estilo como m anipulación................................................... 32
La naturaleza moral de la historia....................................... 32
Los códigos literarios ............................................................ 35
El estilo contra la claridad.................................................... 38
Esta e d ic ió n .................................................................................. 41
Bibliografía ................................................................................... 45

H isto rias ........................................................................................ 49


Libro primero ............................................................................. 51
Prefacio y sumario moral de la obra (1-3) ......................... 53
Diagnosis del imperio (4-11)................................................ 55
La muerte de Galba y el advenimiento de O tón (12-50) 61
La rebelión de Vitelio (51-70) ............................................. 85
Roma bajo el poder de Otón (71-90)................................. 98
Libro segu n d o............................................................................. 113
Los Flavios entran en escena (1-10).................................... 115
La batalla de Bedriaco (11-45)............................................. 121

[319]
El suicidio de Otón (46-56)................................................ 141
La marcha de Vitelio hacia Roma (57-73)........................ 147
Vespasiano se proclama emperador (74-86) .................... 157
Vitelio en Roma (87-101)................................................... 165
Libro tercero ............................................................................ 175
El saqueo de Cremona (1-35) ........................................... 177
Conflictos en Roma, Italia y las provincias (36-48) ........ 198
Rivalidad entre Antonio Primo y Muciano (49-53) ........ 205
El ejército viteliano se desmorona (54-63) ....................... 208
El incendio del Capitolio (64-75) ..................................... 214
La captura de Roma y el fin de Vitelio (76-86) ............... 223
Libro cuarto ............................. ............................................... 233
Los rescoldos de la guerra. Polémicas en el Senado (1-11) 235
La insurrección de Civil (12-37)........................................ 242
Comienzos del año 70 (38-53).......................................... 261
La reconquista del Rin (54-79) .......................................... 273
El comportamiento de los nuevos amos de Roma (80-86) 293
Libro quinto ............................................................................ 299
La guerra de Judea (1-13).................................................... 301
La rendición de Civil (14-26) ............................................ 310

[32.0]
HISTORIAS

CORNELIO
TÁCITO
VISÍTANOS PARA MÁS LIBROS:

https://www.facebook.com/culturaylibros

También podría gustarte