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Monte de Venus

Reina Roffé
A Juan Carlos
Los personajes de esta novela son imaginarios. Cualquier semejanza con personas,
hechos, situaciones o lugares de la realidad es mera coincidencia.
PRIMERA PARTE

Esa tarde se había cortado todo el vello de su sexo. Un ligero ardor en la entrepierna no la
dejaba sentirse libre. Le molestaba al caminar por el roce del elástico de la bikini. De tanto en tanto
se detenía en alguna vidriera para darse un respiro y acelerar el motor del resentimiento y la rabia
que la impulsaba a rebelarse contra su destino, en un mundo donde “las mujeres tienen todas
naturaleza de domésticas”. Repitió la frase por lo bajo y no se sintió ajena a eso que había escrito
alguna vez Céline, casi con justa razón. Trató de memorizar el nombre completo porque tenía
intenciones de comprar el libro del que tanto le había hablado Andrés. Se prometió no dejarse estar
con los conocimientos que asimilaba de oído, sino aprender por su propia cuenta. Desde hacía un
par de meses todas las mañanas se esforzaba por leer el diario y había logrado llegar hasta la cuarta
página de atrás hacia adelante. Todo un record en poco tiempo. Sin embargo sabía que eso no era lo
importante. Que la fiebre culturalista no bastaba para desligarse de su condición de doméstica. Cada
día que pasaba le parecía que era mucho tiempo perdido haciendo tan pocas cosas. Ni siquiera las
indispensables para sentirse un poco bien. Conseguir un empleo y dedicarse a terminar los estudios
secundarios. Sólo le faltaba cursar los dos últimos años.

Recorrió las mesas de los libros y rogó que el vendedor no se le acercara a preguntarle qué
deseaba. Le molestaba ese tipo de interrupciones, cuando, justamente, el placer residía en encontrar
sola lo que quería. El negocio era un local muy grande y bien surtido. Se dirigió a los estantes e
inclinó un poco la cabeza para leer los lomos. Temió que el libro estuviera prohibido. Con disimulo
se acomodó el elástico de la bombacha y sintió un leve alivio. El vendedor, ni bien se desocupó, fue
a toda carrera, solícito, a su encuentro, en el momento preciso en que Baru había hallado lo que
buscaba: Viaje al fin de la noche. No quiso que se lo envolviera. Faltaba un minuto para las 19 y a
esa hora tenía que estar en la cola que se formaba en la secretaría del nocturno, para averiguar los
requisitos de inscripción. Siempre cuando hacía tiempo para no llegar antes de lo indicado, acababa
por retrasarse. Corrió unas cuadras y la picazón que tenía en el sexo le subió como un fuego hacia la
cara.

La administración estaba en el primer piso. Mientras subía las escaleras de la escuela, alguien
las bajaba arrastrada por dos mujeres de guardapolvo blanco. Gritaba histérica a una persona de
arriba que no se dejaba ver y que apenas había apoyado una mano en la baranda, para después
castañear los dedos, ordenando, posiblemente, la expulsión forzada de la muchacha que no cesaba
de repetir “vieja podrida, escuerzo” manipuleando, debilitada, con las dos que la llevaban casi con
los pies en el aire.

Frente al mostrador de la secretaría había varias chicas esperando turno. Todas pasaban los
veinte y algunas tenían mucho más de treinta años. Baru terminaba de cumplir diecinueve y había
temido hasta ese momento ser una vieja entre las compañeras que le tocaran en suerte. La gente
comentaba el episodio que se había desencadenado en rectoría, del ataque de nervios de la
muchacha y de cómo la maltrataron. Una empleada abrió de pronto la ventanilla y todas se
arrimaron con la idea de que iban a ser atendidas. Pero la puerta fue cerrada nuevamente, de mal
modo, con injustificada agresividad.
Baru se entregó al lugar. Descubrió que un rayo de sol se filtraba por un vidrio roto de los
vitraux del techo. Un filete recto y oblicuo que dejaba ver con claridad los corpúsculos del aire:
pegó un soplido y se desparramaron despavoridos. Pensó que nada había cambiado, que la docencia
estaba copada por viejas solteronas frustradas y por otras con un espíritu aun más reaccionario.
Después de todo no era una cuestión de edad sino de ideología, como siempre decía Andrés. Las
partículas volvieron a retomar el orden y se desplazaban con tranquilidad.

Las dos mujeres de guardapolvo blanco regresaron eufóricas hablando en voz baja de algo que
seguramente las había exaltado. Una de ellas hizo una mueca despectiva; la otra preguntó qué
estaban haciendo ahí, si eran ciegas o no sabían leer carteles. En una pizarra decía lo que era
necesario llevar para la inscripción: documentos, certificado de estudios anteriores, certificado de
trabajo, libreta sanitaria y dos mil pesos para la cooperadora. Para anotarse en cuarto año había que
asistir con todos los papeles y el dinero el día 17 de marzo. Las clases comenzaban el 13. Baru tenía
varias dudas que consultar y un poco de miedo de abrir la boca, porque las respuestas no eran muy
cordiales y ese día su susceptibilidad no iba a poder soportar un mal gesto. La molestia en la
entrepierna la había sacado de quicio. Las empleadas de secretaría, tal vez por culpa de los últimos
calores de marzo, no estaban dispuestas a atender consultas. Todo parecía predisponerse en contra,
menos esa desesperada manía de Baru por no dar el brazo a torcer, ahora que había tomado una
decisión.

Golpeó la puerta y esperó a que asomara la cabeza una de esas acaloradas mujercitas de
blanco. Una de las chicas de la cola murmuró que no se hiciera la viva, que había otras adelante. La
que estaba en primer lugar le pidió que se quedara hasta que apareciera alguien para que no la
confundiera con ella, que era la que había llamado. Baru estuvo a punto de gritarles manga de
cobardes, pero se calló la boca. No quería comenzar peleando con sus compañeras.

La misma empleada de antes asomó la cabeza y preguntó quién era la impaciente que no podía
esperar unos minutos. Lo que necesitaban saber lo encontrarían en la pizarra y si no que se
aguantaran un rato hasta que se desocupara de lo que estaba haciendo. Se metió adentro sin permitir
que nadie pudiera decir algo. Algunas de las chicas se quedaron mirando la ventanilla como si no
comprendieran nada de lo que estaba pasando. En cambio, otras, que tampoco comprendían nada,
acusaban a Baru de impertinente, una palabra que tanto le gustaba usar a los maestros y ciertos
profesores. Se dio media vuelta y se fue con la intención de no pisar nunca más ese lugar. Pero
pensó que no se podía echar para atrás por el primer inconveniente que se le presentaba. El día 17
tenía que estar allí con todos los papeles, a pesar de las cosas que no había podido averiguar y de
esa sensación de fracaso y esa repentina vuelta al pasado, cuando su guardapolvo era una especie de
castigo y suciedad y sus orejas descubiertas de pelo sólo oían lo mismo de siempre. Antes de cruzar
la puerta principal hacia la calle, miró para atrás. Junto al timbre del recreo había una estatuilla de la
Virgen del Luján y más allá muchas aulas oscuras. Se preguntó cuál le tocaría de todas ellas.

Afuera se había levantado una brisa agradable que agitaba los bordes de su vestido de verano.
Se dio cuenta que no tenía ganas de sonreír, ni siquiera de fingir una sonrisa. Sólo deseaba poder
refrescarse y ponerse un poco de talco y confiar que el ardor de la entrepierna se le calmara de una
buena vez.

Desde que había comenzado el año, después de hacer un balance de sus actividades, Baru se
propuso sacarse un poco más de provecho, terminar con la habitual apatía y establecer su itinerario:
cosas que leyera o se le ocurrieran, noticias del país, innumerables preguntas que surgían como
cables rebeldes en su mente por tantas respuestas sin sentido. Pretendía constatar su existencia y sus
preocupaciones, ordenar la vorágine de acontecimientos que a veces se le iban de las manos sin
dejar rastros. Acuñar un pedazo de su vida, no en un diario sino en algo más informal, en simples
anotaciones que por un momento pensó le servirían para escribir la historia del tiempo del final de
su adolescencia. Una idea que desechó por completo, porque implicaba demasiada responsabilidad,
demasiada verosimilitud para su limitada capacidad. Sobre todo cuando su único y verdadero
propósito era obligarse a tomar una disciplina para concretar sus inquietudes de estar informada y
aprender. Así Baru, en un viejo cuaderno de escuela primaria, intentó registrar su pequeño mundo.

Hasta el preciso día de la inscripción en el colegio, buscó desesperadamente trabajo. Rindió


exámenes en oficinas privadas, hizo con miedo algunos tests, llenó solicitudes para empleos
públicos, malgastó las suelas de los zapatos y se resignó a esperar. También releyó lo escrito, con
curiosa devoción:

ENERO
30 — Fue asaltado el Banco Nacional de Desarrollo (m$n. 401.835.895).

FEBRERO
14 — A través de un mensaje, Juan Perón propone la formación de un Frente Cívico de
Liberación Nacional.

27 — Comienza a funcionar la apuesta de pronósticos deportivos (PRODE). Entre líneas


agregó:
Los argentinos llaman al PRODE, Primer Robo Organizado Del Estado. Todo el país hace
colas en las agencias de juego, incluyéndome.
MARZO

6 - Nuevas averiguaciones en el liceo. Tarde de sufrido insufrible sufrimiento

7 - Oficinas - Denigración.
8 - Oficinas - Podredumbre.
Cola - Hastío.

10 — Oficinas - Sin palabras…

Luego anotó:
16 - ¿Por qué las mujeres tenemos que ganarnos el puestito al lado del hombre sólo como
una sombra?

17 - Primer día de clase.

Antes de salir de su casa, Baru tuvo la precaución de fijarse en el bolso si llevaba los papeles
necesarios para la inscripción. Lo había hecho ya como una docena de veces en el día, siempre con
el mismo ritual puntilloso de vaciar la cartera sobre la mesa del comedor y volver a colocar las
cosas en el orden con que las había sacado. Lo que más le dolía era el certificado de trabajo falso,
que le confeccionó un pariente haciéndole un favor, y las sienes. Había pasado mucho tiempo
recostada en la cama, leyendo un rato, dormitando otro y levantándose sólo para orinar o hurguetear
la cartera. En el fondo, deseaba dormir o borrar la realidad, que era exactamente lo mismo. Sin
embargo, empeñada en ser más cuidadosa que de costumbre, trató de no desperdiciar el resto libre
que le quedaba y dirigirse de una vez, directamente, al nocturno, por más que tuviera que esperar o
ser la única con hormigas en el trasero.

Desde la parada del colectivo vio acercarse al hombre monstruoso que merodeaba el barrio.
De bastante edad o envejecido prematuramente, con la cara hundida como si no tuviera un solo
hueso y un aspecto siniestro, vestido de impermeable oscuro. No era un mendigo, más bien parecía
un cobrador de libros, con su portafolios negro debajo del brazo dispuesto a saltar al primer 115 que
se detuviera. Lo que la asustaba a Baru eran sus atributos de ser humano y no la deformidad misma.
Cuando estaba por subir al coche, el hombre se abalanzó primero sin respetar el orden de la fila.

Un viaje corto. Un poco de viento golpeando en la mejilla derecha. Algunas ideas furtivas que
se escapaban de su dominio, se transmutaban y la convertían en personaje. Su mano sujetando un
revólver. Su cuerpo deslizándose anacrónico, felino, hasta el asiento de adelante. Todos sus sentidos
atentos buscando en ese deshecho rostro un punto vulnerable. Visualizarlo. Apuntar
despiadadamente, en honor a la belleza, en favor de la armonía. Solemne. Con un impacto preciso.
Ni un solo gesto de piedad, ni un solo grito de terror. Sólo el chofer se atemorizó por el estampido.
Hizo una maniobra equivocada y el colectivo volcó en plena calle. Sobre el lado izquierdo. El
pasaje se fue violentamente hacia ese costado. Aplastando cuanto vestigio de humanidad había. Las
llamas se consumieron sobre el asfalto y entre el humo y la mirada de los peatones ocasionales, sólo
alguien salió ileso, de pie, sacudiendo de cenizas su piloto y sosteniendo con arrogancia el
portafolios negro. Una frenada —de esas que se producen por apoyar de golpe el pie sobre el freno
— advirtió a Baru de que sólo faltaba una cuadra. El conductor anunció la parada y un muchacho
que estaba en el estribo se hizo a un lado para dejarla pasar.

En el colegio, alrededor de una docena de muchachas, alistadas como para una concentración,
exhibían sus polleras cortas frente a la puerta de entrada. Algunas en pantalones, alertadas por las
demás de su prohibición, se apresuraban a tomar taxis y regresar reglamentariamente cambiadas.
Las clases habían comenzado el lunes para las alumnas regulares. El cupo para las nuevas estaba
determinado por la cantidad de bancos que sobraran. Recuento que se hacía casi una semana
después. Enseguida se fueron mezclando mujeres de todo tipo, bulliciosas, que preguntaban lo
mismo y se sumaban a la cola, que había crecido tanto que doblaba la esquina, preocupadas por el
número de alumnos y las pocas vacantes que, se murmuraba, había disponibles ese año.

Baru echó una ojeada y temió por ella. Atrás había gente con chicos. Se sorprendió de que
existieran madres que se inquietaban por estudiar. Hizo un gesto romántico y se alegró.

Un redondel de cartón voló por sobre su cabeza y fue a parar a unos metros de distancia. Tenía
estampada la imagen de un cow-boy con sombrero de ala ancha, también podía ser un gaucho o un
mexicano. Sin embargo se inclinó por pensar que era un vaquero. Tenía la mente invadida por
Hollywood y se reprendió de estar hasta tal límite colonizada. Pero no cabían dudas, el chico había
dicho algo acerca del Llanero Solitario, mientras lloriqueaba y forzaba la mano de la madre que
parecía fastidiada.

—Te podés quedar quieto — ordenó la madre, una mujer que no pasaba los treinta.

La que estaba al lado miraba al chico con complicidad, aduladoramente. Le preguntó la edad,
pero el chico no le respondió.

—Cuatro —dijo la madre y aprovechó para tironearlo y advertirle otra vez—. Quedáte quieto,
por Dios. Ya se te van a terminar las mañas —lo amenazó—desde mañana vas a marchar derechito.

— ¿Usted cree que podremos anotarnos? — le preguntó la otra mujer.


—Ojalá que sí —dijo mirando con odio al chico que le estaba mordiendo la mano—, porque si no
me voy a anotar en cualquier cosa, no sé, en un curso de pintura, relaciones públicas o por ahí me
da la loca y me pongo a estudiar idiomas, algo que siempre quise hacer
.—¿Y tiene quién le cuide el nene? — preguntó la mujer con humildad.

—Sí, tengo muchacha con cama adentro, hoy justo está de franco. Como para traerlo a este —
replicó refiriéndose al hijo.

—Menos mal, yo espero terminar la escuela antes de encargar un bebé. No porque no tenga
quien me lo cuide sino porque en los primeros meses es más difícil dejarlo, sobre todo por el pecho.

—¿Usted también es casada? — dijo, y soltó al hijo que corrió hasta donde estaba la figurita y
se agachó a recogerla.
—Sí, claro —respondió un poco ofendida—, mi marido fue el que quiso que yo terminara la
escuela. El tiene razón: por no tener el título no puedo ascender en el trabajo. Yo estoy en la
Municipalidad, a los que son recibidos les dan puestos de mayor jerarquía. Uno lo siente en el
bolsillo. ¿Usted trabaja?

—No — sacó un paquete de L.M. y le ofreció uno.

—Teniendo chicos no se puede —dijo— y rechazó el ofrecimiento con la cabeza. Luego le


advirtió que tuviera cuidado porque en el colegio no permitían fumar y eran muy estrictos con esas
cosas.

En ese momento, varias celadoras las hicieron correr hacia un costado, formando una sola
hilera. Adentro las alumnos regulares se disponían a recibir a sus profesores, y las de afuera a
ingresar a una nueva vida. Pidieron silencio y les informaron que no se permitía pasar con criaturas.
Inmediatamente después de la inscripción debían ir al curso que se les asignaba y quedarse hasta el
final de la clase del día. Las protestas fueron inútiles. Abrieron una de las puertas laterales,
custodiadas por dos porteras. Hacían entrar grupos de cinco y les indicaban el camino hacia el salón
de actos, donde anotaban.

El trámite fue rápido. Baru presentó lo que le solicitaron, dijo su nombre completo, abonó la
cooperadora y estuvo lista para comenzar en ese mismo instante. Luego de ingeniárselas para ubicar
los recovecos del edificio, descubrió cuál era el aula que le correspondía. Con timidez entreabrió la
puerta, parpadeó tres veces seguidas y las miradas vueltas hacia ella, de las personas que estaban
sentadas, hizo que irrumpiera un poco precipitadamente la atención ilusoria de la sala. Alguien del
fondo le señaló una sillita libre. La profesora de geografía exigió que le trajeran un mapa porque no
podía continuar explicando en el aire, sin marcar los picos que había mencionado. Una chica que
tenía el pelo revuelto se levantó para buscarlo.

El aula era muy peculiar. Un reducido jardín de infantes con elementos apropiados sólo para
habitantes menores de seis años. Un ejército de osos y patos personificados desfilaba impunemente
por las paredes pintadas a todo color. El decorado y los muebles contrastaban con las infantiles
escenas de Walt Disney que parecían burlarse de la existencia de esas mujeres que hacía mucho
tiempo habían dejado atrás su niñez. Lo peor eran las mesas y las sillas, miniaturas casi al ras del
piso con pegote y dulce de leche en los ángulos más insólitos, jugándoles una mala pasada al
desarrollo de sus cuerpos, que apenas si encajaban en los asientos que bien podían reventar con
tanto peso. La realidad, a veces desconcertante, se había propuesto denigrarlas a la luz de un
ambiente que no correspondía a su categoría de adultas. Cuando tomaban apuntes, obligadamente,
debían apoyar el cuaderno sobre sus faldas y así, en una posición inclinada y molesta se suponía que
tenían que estudiar y aprovechar, conformarse y agradecer lo que el Estado y la enseñanza hacían
por ellas.

La chica de pelo electrizado regresó con el mapa justo cuando había sonado el timbre y la
profesora se esforzaba para que la escucharan, levantando la voz, palmeando en el frente,
suplicando un poco de consideración. Las alumnas, indiferentes, no hacían más que conversar, iban
de un lado a otro, se pasaban algunos nombres de montañas que no habían pescado en el transcurso
de la clase o bien asesoraban a las que recién habían llegado de lo sucedido anteriormente. Dieron
por terminada la hora de geografía.

Baru, un poco torpe y nerviosa, con una rodilla volteó la mesa en donde estaban apoyadas las
pertenencias de sus compañeras. Una muchacha que parecía sentirse tan sola como ella y que luego
dijo que se llamaba Delia Fátima, la ayudó a recoger las cosas. Después le prestó su cuaderno para
que copiara los apuntes de la semana y la invitó a tomar un café. Baru intuyó que ya se había hecho
de una amiga o por lo menos de alguien en quien confiar. Las demás no eran buenas anfitrionas;
estaban demasiado ocupadas en contar las aventuras que habían vivido durante las vacaciones del
verano. Fátima tenía su edad, no hablaba con nadie y se la veía agobiada, hasta aburrida. También
andaba en busca de compañía, un ser tranquilo y ajeno a los avatares del colegio, como si el resto de
la gente le desagradara o fuera de poco interés. Baru le preguntó si era de las nuevas, pero estaba
desde el año pasado. La celadora gritó que levantaran la mano las que se habían incorporado en el
día de la fecha. Les tomó el nombre y las agregó en el registro. Al rato pasó lista en medio del
barullo. No era mucho mayor que el promedio general de la clase y ni se mosqueó en hacerlas
callar. Se llamaba Alicia y era de las buenas, una de las pocas. Un puñado de chicas se escabulló a
comprar sandwiches al buffet, a pesar de que estaba prohibido entre los dos primeros turnos. Sólo
permitían salir del aula en los recreos.

El profesor de historia se presentó de improviso, habló con la preceptora, sonrieron y recién


entonces dijo buenas noches. Las que lo conocían de años anteriores le respondieron eufóricas,
contentas de volverlo a tener. Su nombre completo era José Luis Núñez y lo apodaban “el casto
Josué”. Se quedó mucho tiempo sentado frente al escritorio revolviendo unos papeles y escribiendo
en una libreta de tapas negras donde hacía una síntesis de cada una de sus cátedras. La clase estaba
a la expectativa de sus movimientos. La joven sentada a la derecha de Baru, que tenía las piernas
robustas y muy bien cruzadas y a la que se le veía apenas un borde de la bombacha naranja, un
naranja rabioso que resaltaba con el bronceado de su piel, comentó que el Josesito no se le iba a
escapar. Sacó el rouge de la cartera y se pintó los labios. Frotó uno contra otro sensualmente y se
sintió lista para atacar:

— ¿Cómo pasó las vacaciones, profesor? — preguntó y se hizo un silencio absoluto.

—Bien —respondió levantando la vista y sosteniendo los anteojos de aumento—, muy bien,
¿y ustedes?

Durante los treinta minutos que duró la clase de Núñez la batuta de la conversación, que por
momentos se tornaba de doble sentido, estaba dirigida por Mercedes Arregui, más conocida por sus
compañeras como Mecha y por Jorgelina Pardo quienes cordialmente se disputaban el liderazgo y la
seducción de todos los hombres del nocturno sin ningún tipo de discriminaciones. El “casto Josué”
luchaba desaforadamente contra la pusilanimidad, ante su deseo de quedar como un viejo zorro que
se las sabe todas. Un espectáculo lamentable para un hombre que pisaba los cincuenta y cuyo único
atractivo era su aseo personal, la prolijidad de sus ropas y la pulcritud de sus uñas y pelo. Sólo pudo
señalar con seriedad cómo trabajarían en materia de estudio, qué libro recomendaba para consultar
y cuál utilizarían a lo largo del año. Por supuesto que todas sabían que él era autor del texto oficial
de la historia argentina que debían comprar. Ni bien se anunció el recreo, Núñez se escapó
disimuladamente, a toda marcha, arrastrando sus huesos. Mecha, infatigable, le siguió los pasos.

En el buffet la gente se había aglomerado, los que atendían no daban abasto con los pedidos y
era casi imposible ser despachado en ese intervalo de cinco minutos. Fátima llegó a empujones
hasta el mostrador y a los gritos de Yolanda, consiguió que le sirviera dos cafés. Baru admiró su
proeza y le pidió que le hiciera conocer el colegio y que le indicara donde estaba el baño. Un lugar
muy vigilado. Una celadora franqueaba la entrada y en la medida en que se desocupaba cada
compartimento podían entrar de a una o de a dos, apenas los segundos indispensables para hacer las
necesidades, por lo que nadie podía fumar ni siquiera medio cigarrillo.

Cuando terminó el recreo volvieron a la sala. Algunas todavía estaban con el último bocado y
tratando de liquidar de un trago el café. En ese momento apareció una mujer mayor, relativamente
alta y gruesa, que infundió un inmediato respeto. Era la rectora.

Abrió sus ojos de pescado, fríos y azules y trató de penetrar con acidez en la conciencia de
cada una. Rezó un largo sermón sobre minifaldas, prohibición de comer o beber dentro del aula, de
ciertos excitantes externos (se detuvo para reprender a una de las chicas que asentía con la cabeza
cada punto de su disertación y continuó adelante), aclaró lo de los excitantes externos: tenían que
bajar los ruedos de los dobladillos de las polleras, ya que si se permitían concurrir sin guardapolvo,
debían ser pudorosas con la vestimenta, sobre todo por los profesores varones. Recordó las reglas
de la disciplina y el régimen de amonestaciones. Exigió que se respetara como formalidad que al
entrar y retirarse de las aulas las autoridades, las alumnas se pusieran de pie. Mecha, que estaba
ajena a la personalidad que las visitaba, regresó tardíamente al curso haciendo ruido de acuerdo a
sus hábitos.

—¿Cuál es su nombre, señorita? — la interrogó McCullers, mirándola de arriba abajo. Mecha


respondió con desenvoltura. La rectora después de oir su nombre comenzó a reprenderla:

—Mire esa facha. ¿No le da vergüenza mostrar de esa manera las piernas? Ya no es una
chiquilina. Con esa pollera desde mañana no entra al colegio. Ni usted ni nadie que tenga la
desvergüenza de venir a estudiar vestida como para ir a un night-club o a un cabaret.

Repitió las amenazas y se retiró con las cejas fruncidas y los ojos de pescado aun más fríos e
impávidos.

Al rato, comenzaron nuevamente los murmullos y algunas peleas. Luisa Alvarez que tenía la
manía de estar siempre en contra de sus compañeras, en especial de las que eran menores que ella,
le dio la razón a la rectora y aseguró que había muchas, de las que no quería dar nombre, que tenían
alma de prostitutas, “maleducadas e insolentes” —dijo— propio de su verdadera afición. La
celadora pidió orden y Alvarez se tragó su envenenado bocadillo. Mecha que no le tenía miedo a
nada ni a nadie la puteó sin piedad.

Desde el mismísimo segundo en que Baru pisó el liceo, las cosas que sucedían y las personas
que eran ejes vitales de todo aquello, sobrepasaban su imaginación y el conocimiento de los
mecanismos humanos. Por eso pronto se apegó a cierta cordura de Delia Fátima y a la confianza
que, por ese motivo, le inspiraba su compañía. Ella estaba de antes; tenía una ventaja, sabía, al
menos, algo de cada uno y de cada lugar. Sin embargo, aunque ambas coincidían en sus
observaciones, el prisma, con que Baru veía la mayor parte del mundillo del colegio, era diferente;
tal vez porque su mirada pertenecía a la de una recién llegada. Por ejemplo, su preocupación por
estudiar las materias y cumplir estrictamente con todo lo encomendado era de alguien que recién
comienza, sin la experiencia necesaria como para advertir que ciertas exigencias de los profesores
manifestaban simples formulismos, que todo podía postergarse y en el peor de los casos
acomodarse a conveniencias. Algo, que con el pasar de los días, Baru aprendió, asimilándose,
aparentemente, a ser una más entre el montón.

Con las compañeras de turno su simpatía era para varias de ellas; aunque la afectividad que le
comunicaban flotaba en la superficie cuando descubría lo que representaban. Entonces, Mecha no
era la chica alegre y traviesa; Jorgelina la coqueta atrevida; Braña la puritana de pelo revuelto;
Álvarez la solterona amargada; sino un conjunto de seres terribles metidos en un contexto aun peor.

Pero Baru quería evitar los calificativos, sujetar su oscura intuición y su subjetividad, dejar
que los hechos fueran la única evidencia. Fue imposible. Sus anotaciones, además de algunas
noticias que recogía en los diarios, eran algo heterogéneas y muy reveladoras.

MARZO
18 — Miedo y desorientación. Colegio: aula tremendamente absurda, casi un cuento
fantástico.
21 — Fue secuestrado el director general de Fiat Concord.

24 — Profesores - Blef.

27 — Julia Grande: compañera del colegio, muy extraña.


ABRIL
4 — Mendoza: manifestaciones callejeras, represión policial, marcha de trabajadores que
protestan contra los aumentos de las tarifas de electricidad. Muertos. Aumento en el costo de la
vida.

7 — Angélica Solís. Compañera del colegio, como todas las gordas, buena, romántica y un
poco tonta. Se deja utilizar por Betiana Sotelo, amiga por comodidad y altos intereses.

10 — Oberdan Sallustro fue hallado muerto.


17—Susana Puig: compañera del colegio; algo afectada. No sabe lo que quiere.
Posiblemente, no quiera nada.

28 — ¿Cuándo habrá un buen feriado en este almanaque?

30 — No se consigue trabajo. Continúa la dependencia. ¿Cómo se hace para crecer?


Después de un mes y medio de clase, nadie había podido acostumbrarse al aula del jardín de
infantes. No sólo por lo ridículo de la situación y el estado de incomodidad que debían soportar
noche tras noche, sino también por el peligro que representaba estar en la planta baja, cerca de la
vicerectoría, enfrente de la sala de profesores y pegadas al reducto de la jefa de celadoras. Esta
última, una mujer de genio autoritario, avezada en tratamientos severos y frecuentes inspecciones a
las aulas vecinas, donde impartía orden a diestra y siniestra; sólo sonreía con los varones agraciados
del nocturno. Apenas dos de ellos que parecían ser sus amigos.

En Cuarto Primera “Letras” había un verdadero revuelo. El profesor de matemáticas había


anunciado prueba escrita. Las chicas rogaban que la de Física faltara para poder estudiar otras
materias. Pero fue inútil: la descuajeringada María Elena llegó con diez minutos de retraso pero
dispuesta a dictar sus odiosos apuntes sobre electrostática. Mecha y sus compinches le exigieron
que cediera su hora para repasar álgebra. Durante el transcurso del mes, la de Física había pospuesto
su clase por diversos motivos. No todos ciertos. Sin embargo, no ponía resistencia, por lo menos
demasiados reparos, porque en realidad no le gustaba la enseñanza. Prefería charlar con alguna
alumna o simplemente divagar. El día que se presentó por primera vez, con su cuerpo alto y
desgarbado, endeble de tan flaca y unas botas negras sobre medias de lana de un tono amarillo
pálido, fue recibida con despiadados silbidos y risas ahogadas, que se prolongaron hasta el final del
año. A alguna de las chicas se le había ocurrido que las medias eran un par de calzoncillos largos de
invierno robados a Goldman, el profesor de matemáticas. Con él le habían inventado un romance.
Ambos eran los profesores más feos de toda la escuela, a excepción de otros más bien repugnantes.
De Ezequiel Goldman se decía, que además de judío, era un resentido con las mujeres. Por eso lo de
incorruptible. Enseñaba y exigía. Jamás regalaba una calificación y no permitía que nadie se
copiara. No se le escapaba el menor detalle cuando se lo quería burlar. Desde que había empezado a
trabajar en el colegio —hacía ya unos cinco años— siempre estaba con el mismo saco marrón de
franela y el forro descosido, colgándole atrás. Baru, bromeando con sus compañeras, había
prometido llevar hilo y aguja y ofrecerse como costurera. Las chicas festejaron su ocurrencia y la
risa de Angélica Solís estalló en la sala y contagió a las otras que estaban a su lado. Sotelo trató de
calmarla pero la carcajada de Solís era incontenible. Mecha regresó del escritorio, preguntó por qué
se reían y notificó que la hora quedaba libre. La de Física había aflojado otra vez. Se lamentó de
tener que darle charla para entretenerla mientras las demás se divertían.

—Dale, Arregui —le dijo Fátima—, hacélo por tus compañeritas.

Mecha le aconsejó a Jorgelina Pardo que se pusiera a estudiar matemáticas en vez de estar
chacoteando. Pardo le respondió que no iba a aprender en quince minutos lo que no le había entrado
desde un comienzo.

—¿Me imagino —acotó Susana Puig— que a ninguna se le ocurrirá copiarse con Goldman?

—Lo que pasa —dijo Baru— que en este estado de desprotección en que nos encontramos es
imposible esconder un machete debajo del cuaderno.
—Pero sí en la manga del pulover — afirmó Sotelo
.—Estás loca Betiana —le respondió Puig—, con Goldman no se puede copiar nadie.

—¿Estás segura, Susy? — preguntó con temor Pardo.

—Te saca la hoja y te pone un cero — aseguró Puig.

—Entonces —dijo Pardo—, yo me las tomo.

Julia Grande se acercó y le dijo que se quedara, que ella le hacía la prueba. Pero Jorgelina no
quiso arriesgarse. Solís consultó con Sotelo qué iban a hacer ellas y también decidieron esconderse
durante la hora de matemáticas. Mecha, apoyada con los dos codos sobre el escritorio, solazaba a
María Elena con historias fantásticas. Ella la escuchaba con atención. Lucía un peinado al estilo
Colón insufrible. De lejos, era una especie de bicharraco desvalido; de cerca, una bruja de cuento de
hadas, pero buena y tonta, sobre todo tonta. Mercedes Arregui, aprovechando su habilidad en
inspirar confianza, le había insinuado en varias oportunidades a Goldman, asegurándole que él la
miraba con demasiada admiración.

—Créame, señorita María Elena —le dijo—, el profesor de matemáticas no es el mismo de


siempre cuando la ve a usted.

La pobre mujer (de la que se llegó a la conclusión que padecía una leve, pero al fin, tara
mental) no tenía más de treinta años y aun conservaba la esperanza de encontrar un hombre bueno,
muy bueno, que la amara. Secretamente confesó que la personalidad de Goldman la atraía, que le
gustaban sus manos.

—Chicas —dijo la de Física y golpeó el escritorio para que las alumnas le prestaran atención
—, las dejé estudiar matemáticas con la condición de que estuvieran calladas. Pero esto es terrible.
Me han llamado muchas veces a rectoría a preguntarme qué pasa con mi clase, que ustedes hacen
tanto ruido. Por favor, no quiero tener más problemas, quédense calladitas.

Zulema Braña, la chica de pelo revuelto, pedía a sus compañeras que hicieran silencio porque
iban a perjudicar a la profesora que había tenido la deferencia de dejarlas repasar. Puig con la
intención de molestarla le dijo:

—Che, mojigata sin hábitos, ¿cuándo te vas a peinar?

Braña que era incapaz de un exabrupto, a pesar de lo cansada que estaba por la persecución en
contra a su exagerada religiosidad, respeto y aplicación, y harta de las reiteradas bromas que le
hacían por su pelo, no respondió y puso su nariz en el cuaderno y en sus números pequeños,
desprolijos y borroneados. Mecha se acercó al grupo de compinches y les contó lo que le había
entresacado a María Elena, por supuesto, agregando algunas cosas de su imaginación.

—Cómo disfrutás con todo esto —dijo Baru—. Cuánta maldad depositas en la pobre mujer.

—Qué —dijo Mecha—, ¿vos no?

—Con distinta intensidad.

—Es una sádica de mierda — acotó Fátima.

—Por qué no dejan de hacerse las difíciles —sonrió Mecha—, que están farreando a costa
mía. Ojo: no les cuento lo que acabo de idear.

—Dale desgraciada —dijo, ansiosa, Fátima—, larga el rollo.

—¿Me prometen no llamarme sádica? —ironizó Mecha y continuó—. Bueno, reúnan a la


prole y les cuento. Ah, que no se enteren las taimadas — dijo, refiriéndose a Luisa Alvarez y María
Pagani que tenían fama de alcahuetas, traicioneras y aguafiestas. Alvarez era una de las mayores de
la división. De alrededor de cuarenta y cinco años. No simpatizaba con las chicas, ni aun con las de
su misma edad. Siempre andaba con un gesto adusto y agrio. Sólo le importaba quedar bien con los
profesores, ser la mejor alumna a costa de perjudicar a las demás, y descollar con lecciones
brillantes. Envidiaba toda actitud de juventud o de vida y arrastraba serios complejos debido a su
estado civil. En cambio, Pagani, que no podía quejarse de su edad y de su físico, que tenía un novio
estable con el que iba a casarse, era por naturaleza detestable, celosa de los triunfos ajenos, egoísta,
enemiga de tender una mano. Una y otra se complementaban en su aislamiento y se unían en sus
bajezas, aunque no por eso se las podía creer amigas. Sólo estaban juntas mientras se necesitaban,
para oponerse al resto del curso.

De vez en cuando, la de Física golpeaba el escritorio y rogaba silencio con su característico


chichicheo de:

—Chicas, por favor — levantando su voz de nena boba y achinando sus ojos extraviados muy
lejos, casi perdidos.

Las chicas esperaban que se acercara Mecha y les comunicara la novedad. Jorgelina Pardo
había desaparecido. Solís y Sotelo discurrían acerca de dónde se iban a ir a esconder. Puig se
levantó de su mesa y fue a pedirle a Baru que le explicara un ejercicio.

—No te preocupés por la prueba —dijo Fátima—. Goldman va a quedar petrificado cuando
vea a la de Física con sus calzoncillos largos.

—Y más bizco de lo que es —reafirmó Puig riendo—; pero por si acaso dejá que Baru me
explique este bodrio. Ah, esperá que llamo a Julia, ella también es un bocho para estas cosas.

Entre las dos primeras horas de clase no había intervalo. Por lo que una materia sucedía a la
otra. Las chicas, a propósito, retenían después del timbre a María Elena para producir en público un
rápido encuentro con Goldman. Él entraba al aula, se fastidiaba al comprobar la presencia relajante
de su pésima colega, según sus propias palabras, pero por cortesía se disculpaba por interrumpir. Y
ella, melosa, tímida y casi emocionada, balbuceaba: pase, pase, ya me voy, hasta prontito. Y se iba
turbada, con las medias hechas un acordeón, mientras se daba vuelta dos o tres veces antes de cerrar
la puerta.
Mecha postergó el asunto para más adelante, dijo que era algo referente a María Elena y a
Goldman, pero todavía faltaban unos toquecitos finales, para montar el escenario. Así que las dejó
en suspenso.

—Confíen en mí —dijo antes de volver al escritorio—, y ahora me voy a continuar con el


trabajito. Qué manera de chamuyar.

En pleno desorden, las sorprendió la jefa de celadoras. La de Física se puso blanca como un
papel. Para disimular preguntó a la clase: —¿Chicas, terminaron el problema?

Algunas respondieron que sí, otras que todavía no y la mayoría quedó fuera del simulacro. La
jefa que no tenía un solo pelo de tonta se abusó de la debilidad de María Elena y se despachó a
gusto:

—Hace unos minutos pasó la rectora por la puerta del aula y vino a mi escritorio a
preguntarme qué pasaba en esta división, con qué profesor se encontraban. Es una vergüenza el
barullo que están haciendo, personas adultas.

—Lo que pasa, señora —dijo la de Física tartamudeando—, es que no se puede con ellas, ya
les advertí miles de veces que hicieran silencio.

—Y cómo es posible —respondió la jefa con endemoniada autoridad— que una profesora no
se haga respetar por sus alumnos, que no pueda sobreponerse. Pero dejemos esto para que lo discuta
con la señorita McCullers —y agregó refiriéndose a la clase—: Señoritas, si continúan con esta
indisciplina nos veremos obligadas o tomar medidas. ¿Han entendido? Muy bien, que no se vuelva
a repetir.

Concluido su discurso, se retiró haciendo sonar sus gruesos tacos sobre el piso de madera.
María Elena esperó unos instantes, los suficientes como para suponer que estaba lejos, luego sacó
un pañuelo, se sonó la nariz y se le humedecieron los ojos. Después gritó:

—¿Ven, ven lo que consigo por ser buena?

La escena las había llegado a conmover. Estuvieron apenas murmurando, sintiéndose


culpables, reprochándose con la mirada ese constante revolotear en la colmena, como abejas
enloquecidas en torno a esa mujer sin defensa. La campanilla del timbre bajó el telón de fondo. La
de Física se fue con el corazón destrozado, sin esperar a su amado Ezequiel Goldman, sin la cuota
de felicidad que la ayudaba a sobrellevar la pesada carga de su existencia.

—Chupanaranja — dijo Baru.

—Tenés razón —le respondió Fátima—. Fijáte, tiene los labios gruesos y sobresalientes.
Parece un negro africano.

—Y siempre están húmedos —agregó Baru—, como si chupara naranja.

El profesor Goldman movió su boca enorme para pedirle a Braña que copiara los ejercicios en
el pizarrón, así él podía firmar las hojas de la prueba. Después con el registro de asistencia del día
tomó lista. Contó una por una la cantidad de alumnas que estaban en el aula y verificó los presentes
que figuraban oficialmente. Las chicas comenzaron a inquietarse. Se estaba por descubrir la
ausencia de tres alumnas. Mecha quiso adelantarse a los acontecimientos y solicitó salir. Julia, con
un gesto, intentó detenerla. Goldman le negó el permiso. Se había puesto aun más serio. Parecía
volar de indignación. Hizo llamar a la celadora. Faltaban Pardo, Solís y Sotelo. Alicia se quedó
cortada y dijo que iba a ver si las encontraba.
Un mechón de pelo enmarañado le caía en los ojos a Zulema Braña, que se empeñaba por
hacer números claros. A cada queja de alguna que no entendía su letra, borraba frenéticamente con
la mano lo que había escrito, en vez de usar la almohadilla y terminaba complicando peor las cosas.
Pagani protestaba por su lentitud y la ponía más nerviosa de lo que estaba. El profesor de
matemáticas, finalmente, la hizo callar.

Alicia con intención de ayudar a las chicas había revisado los escondites más frecuentados. En
especial, los baños, sin poder hallarlas. Al rato regresó a la división.

—Gracias, Alicia —le dijo Goldman— peor para ellas. Yo no acostumbro a poner
amonestaciones, pero sí ceros.

Inmediatamente, se ensañó con la libreta de calificaciones y garabateó con una birome roja
tres círculos, mientras de reojo miraba a la clase, con una expresión amenazadora.

El punto rojo, fosforescente, se deslizaba de un lado a otro suspendido en el aire. Por un


momento se detuvo y resplandeció.

—Pasáme el pucho — dijo la voz de Solís.

Detrás del escenario del salón de actos había un cuartito repleto de sillas apiladas y algunas
mamposterías de cartón. Sentadas en el suelo, Angélica Solís y Betiana Sotelo compartían un
cigarrillo. En el corredor habían prendido una luz, un resabio de claridad llegó hasta donde estaban
y recién entonces pudieron verse la cara. Temieron que las descubrieran y se quedaron inmóviles.

—Apagálo — murmuró Sotelo.

A Solís los nervios le provocaban risa. Se reía con el estómago. Todo su cuerpo, rollizo y
flácido se agitaba y caía.

—No seas pelotuda, gorda, y apagálo — insistió.

Obediente, Solís aplastó la colilla en el piso. Muy pocas veces se rebelaba contra el dominio
que ejercía Sotelo sobre ella. Su sumisión estaba basada en la gran necesidad que tenía de una
amistad o de alguien que no la menospreciara por su problema de obesidad y le permitiera asomar
el hocico en sus aventuras. Angélica se sentía compinche de Betiana y la quería y admiraba con
sincera devoción. Tal vez por eso soportaba ciertos ultrajes y las mentiras y enredos en que se veía
metida sin tener nada que ver. Por el contrario, Sotelo aprovechaba los complejos y debilidades de
Solís en su favor y la utilizaba tanto económicamente como para cubrir sus coartadas y engaños.
Era una mitómana perdida.

Había sido una falsa alarma. Angélica Solís bostezó, Betiana Sotelo estiró las piernas aliviada.

—¿Cuánto falta para que suene el timbre? — preguntó.

—Más de quince minutos —dijo Solís y agregó—: Me muero de sueño.

Solís trabajaba en un puesto de frutas en la feria de Retiro. Se levantaba antes de las seis de la
mañana. Con frecuencia trasnochaba empujada por Sotelo que la llevaba a todos lados como
lazarillo.

—Esta noche quiero acostarme temprano —dijo Solís—. Hace varios días que no puedo
estudiar nada.
—Hablá más despacio —dijo Sotelo—, que nos pueden oír.

Se escucharon pasos en el salón de actos. Creyeron que el miedo las estaba obsesionando. Sin
embargo, alguien andaba cuidadosamente del otro lado de la pared, sobre el escenario. Los ruidos se
hicieron más evidentes. Pero quien fuera, también recelaba ser descubierto. La puerta que
comunicaba los ambientes era mitad de vidrio opaco y mitad de madera. Betiana se arrodilló y le
hizo indicaciones a su amiga para que se mantuviera en la misma posición. Pegó un ojo en la
cerradura. Sólo veía dos sombras. El cortinado del escenario estaba totalmente corrido. Al minuto
comenzaron a oírse unos susurros. Solís, exasperada, empujó a Sotelo y se puso a espiar.

—Calmáte —dijo Betiana—, no estamos en peligro. Sólo vamos a presenciar un espectáculo


gratis. Le pidió que se corriera y se acomodó frente al agujero.

Una voz clara de hombre ordenó: “Vamos, nena, no te hagás rogar”. Sotelo sonrió con
picardía. Solís le rogaba que la dejara participar.

Una voz de mujer suplicó: “Acá no, por favor, a la salida voy a donde vos quieras”.

Angélica Solís tragó saliva. Sotelo, nuevamente la desplazó del lugar. Las sombras cayeron
sobre el piso. Ella se quejó. El hombre le aseguró que enseguida estaba listo.

Solís se pasó el dorso de la mano por la frente transpirada y preguntó:

—¿Quiénes son?

—No sé, está muy oscuro, pero me lo imagino.

Todo el ambiente, la escenografía, como pensaba Baru, armonizaba con la mentalidad de niño
que las personas tenían en el colegio. Y eso la asustaba. Su intención era madurar, aunque no tenía
muy claro lo que esto significaba. Había iniciado ya un largo duelo con su adolescencia. Doloroso,
con retrocesos y pocos adelantos. Dos fuerzas en pugna luchaban a tira y afloja en su interior. La
niña que no quería perder, presente en sus miedos, en sus constantes dudas, en sus grandes
determinaciones que no se concretaban, y la mujer que de pronto surgía en ella como un relámpago
pasajero.

Cuando terminó la prueba de matemáticas, se estuvo quieta, con la vista fija en un número o
tal vez en la tachadura de más abajo, porque nada tenía importancia. El mundo había desaparecido.
Sólo existían algunas conjeturas y un poco de fantasía. Se requería —dijo— tener medida de cada
cosa, darle su verdadero valor, elevarse de la chatura cotidiana. Hasta allí no había hecho
concesiones, eso creía. Puso una barrera sólida entre su intimidad y los demás para protegerse. Pero
a veces se sentía desamparada.

El Pato Donald saltó de la pared, hurtó un par de anteojos al estilo Quevedo, se los puso y
revoloteó por las mesas revolviendo los papeles, haciéndolos volar por el aire. Sopló la tierra de los
rincones, corrió de un lado a otro sin que nadie lo pudiera detener. Hizo añicos todas las tizas que
encontró, blancas y de color. Levantó una gruesa polvareda y cuando nadie lo veía despedazó los
libros, los manuales y todo lo que se le ofrecía a su paso. Se subió en el hombro de una y en la
cabeza de otra y fue dejando en cada lado una diminuta cagada con mucho olor.

—Entregue —le dijo Goldman—, ya se acabó el tiempo.

Baru firmó la hoja y se la alcanzó. Tuvo un corto ataque de risa que no pudo explicar. El Pato
Donald, nuevamente, estaba fijo en la pared como una estampa sagrada de la infancia.
GRABACION PASADA EN LIMPIO

Me llamo Julia Grande. Nací el 18 de diciembre de 1945, a las nueve de la mañana, según
consta en mi partida de nacimiento. Tengo un hermano mellizo menor, él nació primero, yo después
y de nalga. Pegué una vuelta en el vientre de mi madre y casi nos morimos los dos. De ahí en más
puedo hablar de lo que me acuerdo. Ahora dadas mis inclinaciones, si se las puede llamar así, me
hicieron una serie de análisis y con respecto al nacimiento se comprobó que se habían mezclado las
placentas. No sé si es cierto, pero así me dijeron.
Mi padre es un hombre bueno en todos los sentidos de la palabra y muy inteligente. Con un
segundo grado nada más, demostró tener una capacidad enorme en cualquier terreno, inclusive en el
arte. Creo que pudo haber sido un gran dibujante o escritor, profesor, en fin, una persona con
mayúscula. En cambio, mi madre es una mujer intelectualmente ignorante, pero como ser humano
tiene virtudes increíbles y una cualidad, digamos, peculiar: obra por intuición y puede embromar
mucho la vida con su intuición. La verdad es que siempre mis sentimientos más profundos fueron
para mi padre. Yo era, en secreto, un poco cómplice de él y me dolía que no fuera el hombre de la
casa, porque la que mandó en todo fue mi madre, incuestionablemente. Ella organizaba y decidía, él
compartía los proyectos nomás. A mi madre le tuve bronca durante muchos años. Yo hablaba mal,
mal de los dos; por lógica hacía de ambos una sola persona, ellos estaban siempre muy unidos y
eso, a veces, me molestaba mucho. Mi padre no era el que me defendía sino el que no me pegaba.
De todos modos eran muy agresivos conmigo. Mi madre me castigó tremendamente. Me pegaba por
cualquier cosa. Decía, además, que mi hermano cobraba por culpa mía. Yo a mi hermano lo arrastré
siempre, eso es cierto.
Nunca supe que dije primero, si papá o mamá, sin embargo me hubiera gustado decir “mamá”.
Cuando tengo un dolor o un problema me acuerdo de ella, la llamo, digo “si mamá supiera”.
Lástima, todas las veces he llamado a mi madre, pero todos las veces ha acudido mi padre.
Recuerdo que cuando era chica y se hacía de noche, por ahí me asustaba o me sentía mal, entonces
desde la cama gritaba “mamá”, suplicando que viniera a verme, que me atendiera solo por un
instante, pero sin variante alguna aparecía mi padre.
Lo más latente en mí, de lo que más me acuerdo, comienza en el jardín de infantes, fui yo
sola, mi hermano no quiso ir. Desde chica tenía ganas de disparar de casa. Era muy mentirosa,
inventaba y era consciente de mis inventos. Me creaba padres con mucha plata y cantidad de
hermanos. En ese momento mis padres estaban muy pobres, nunca me faltó nada, pero vivíamos
con lo justo. Recién a los 11 años me regalaron una bicicleta que era lo que más deseaba desde
hacía tiempo. Nunca me gustaron las muñecas. Una vez mi padre me compró para reyes una
muñeca negra, lloré muchísimo. A mi hermano le habían traído un juego de soldaditos que me
parecía sensacional. Todavía existe esa muñeca, mi madre la guardó, ella creía que yo lloraba
porque era negra, pero mi padre se dio cuenta que, sencillamente, no me gustaban las muñecas.
Además a mí me atrae mucho la gente de color. Me interesan porque sufren. Todo lo que el mundo
desprecia me gusta a mí. Y no sé si yo me consuelo con eso, no sé. También tengo tendencia a
acercarme a la gente que tiene defectos físicos. Sin embargo esa misma gente me ha hecho mucho
daño, ellos me ven más anormal a mí. Me rechazan, no pueden soportarme. Yo soy peor que todos,
aunque no me falte una pierna, ni una mano, ni un ojo. Mi enfermedad es incomprensible.

Creo en Dios, pero nunca me preocupé en pensar demasiado sobre el tema. Muy complicado
para mí, todo eso de la religión. Mis padres por bautismo son católicos aunque no los vi ir a una
iglesia, que yo me acuerde. Mi madre concurría a la Escuela Científica Basilio, dogma espiritista,
así que me hice bajo esa creencia que considero la más adecuada, por lo menos para algunos. A mí
me hizo muy bien, me ayudó en ciertos momentos. Aprendí que hacer bien o mal depende
exclusivamente de uno, que las acciones las tiene que juzgar uno mismo, que el arrepentimiento es
el mejor castigo que puede tener el ser humano. La práctica consiste en ayudar a todos los seres a
través del pensamiento, haciendo pedidos a Dios, a Jesús, Dios padre creador del universo, padre de
todos los seres humanos y de todas las cosas y Jesús un ser humano como nosotros, hijo de Dios
como somos nosotros, con sus padres María y José, venerable María, venerable José, sin creer que
Jesús vino por arte de magia, ni que María era una virgen, sino una mujer como cualquiera,
simplemente cumplió con deberes encomendados por Dios en la tierra. Dentro del espiritismo se
cree en la encarnación. Nunca pensé que podía haber sido antes, referente al sexo, pero sí estoy
convencida de que fui un esclavo negro. No quisiera tener próxima encarnación, porque cada vez
que encarnamos venimos a reparar errores anteriores, así que deseo que ésta sea la última. Es
curioso pero no me ubico en este mundo, no a nivel sexo, al contrario, pienso que ésta es una
manera de reparar. Cuando tuve por primera vez una relación sexual, dije: “'esto no es lo que tengo
que hacer, esto no es lo que le gustaría a Dios”, a partir de ahí todo me pareció que estaba mal.
Tengo tanto miedo de reencarnar otra vez que quisiera hacer cosas mejores, pero la materia domina
al espíritu.

A los seis años comencé a masturbarme y no dejé de hacerlo nunca. Entonces pensaba en
mujeres grandes, me gustaban las mujeres de cierta edad. De la mujer lo que más me llamaba la
atención eran los senos, esa imagen despertaba en mí la necesidad de masturbarme sin saber lo qué
hacía y por qué lo hacía. No tuve fantasías de acostarme con mi madre, a pesar de que siempre fue
una linda mujer. Con mi padre tampoco. A veces me enfermaba verlo sentado en la mesa en cuero,
sin camisa, especialmente me molestaban los pelos del pecho, una cosa tan de hombre o tan de
bestia. Hasta los cinco años dormí en la habitación de mis padres. Jamás oí una relación entre ellos,
eso creo. Cuando me enteré que las parejas unían sus cuerpos para hacer el amor, me pregunté cómo
no había sorprendido a mis padres en un caso así. Por un lado mejor, me hubiera hecho mucho mal.
Desde chica me horrorizó la manera por la que se conciben los hijos, entre un hombre y una mujer.

El primer contacto real que tuve fue con una compañera de segundo grado. Yo estudiaba el
piano y ella tenía justamente uno en su casa que no usaba para nada. Como vivíamos enfrente una
de la otra a mí no me costaba nada cruzarme por las tardes con el pretexto de practicar las escalas.
La verdad, iba para jugar. Desde pequeña fui muy informal: por más que algo me gustara
apasionadamente, terminaba abandonándolo. También lo mismo me pasó con el piano. Mi amiga
tenía mi edad y un hermanito de tres años y pico. Los tres representábamos una familia compuesta
por el papá, yo; la mamá, ella; el hijo, el chiquito. Mi amiga me prestaba un pantalón vaquero y una
camisa a cuadros, dos prendas que me volvían loca y que mi madre no me dejaba usar en esa época,
y yo me sentía, vestida, de pies a cabeza, como un verdadero señor de la casa. Jugábamos en el
altillo, lejos de la gente grande, allí había un diván y muchas cosas viejas muy atractivas para la
imaginación de un chico. Un día mandamos al pibe a buscar una jarra con agua al otro rincón de la
casa. Tardó bastante. Mientras tanto nosotras nos habíamos acostado en el diván que usábamos
como cama de matrimonio y nos tapamos con una manta apolillada. Entonces, ahí abajo, apretadas
las dos en un fuerte abrazo, ella me besó en la boca o tal vez fui yo, no me acuerdo exactamente.
Después, me dio tanta vergüenza que no volví nunca más a esa casa.
De lo que no me puedo olvidar es de mi primera menstruación. Tenía diez años. Cuando me vi
manchada de sangre, por un momento me asusté, a pesar de que sabía que era algo que le pasaba a
todas las mujeres. A mi madre la alarmó la poca edad y mi exigencia por querer bañarme dentro del
período. Finalmente consultó con un médico que le dijo que era todo normal y que no existía ningún
peligro con respecto al baño. Así se quedó tranquila y me dejó en paz. La menstruación es una de
las cosas de mujer que menos me molesta. Sin embargo, lo que más detesto de mí son los pechos.
Por suerte son muy pequeños y prácticamente no se me notan. Alrededor de los ocho años tuve que
usar corpiño, ya por entonces tenía un físico bastante desarrollado y no pude andar más en cueros
como a mí me gustaba. Mi madre me había dicho que yo era una nena y como tal tenía que
comportarme. No podía estar sin nada arriba por más que estuviera en mi casa.
No sé si alguna vez le tuve envidia a mi hermano, pero sí al hecho de que él podía afeitarse y
yo no. Muchas veces me pasé la maquinita por la cara pero no me creció la barba. Mejor, hubiera
sido muy desagradable para los demás. Indudablemente yo quería ser hombre. Sufría cuando mi
hermano jugaba con otros chicos a la pelota o a las bolitas y no querían saber nada conmigo porque
decían que yo era mujer. Entonces los engañaba, con un palo me pegaba un golpe en el hombro y
poniéndome un pantalón de mi hermano, me convertía también en varón.

Cuando me enteré por los diarios que se hacían operaciones para cambiar el sexo, creí que por
fin me había llegado la hora. Me engañé. La ciencia sólo se preocupó por los hombres que querían
ser mujer y no al revés. Tal vez la ciencia en este aspecto esté limitada por la naturaleza. La
naturaleza que me ha signado a ser lo que soy. Además, en esa época, estaba atormentada porque se
aproximaba el momento en que mi hermano tenía que hacer el servicio militar y si en mí no se
producía un cambio rotundo me iba a quedar sin prestarle a la patria la grandeza de mi heroísmo.
Todo esto es muy gracioso, ahora. Antes era una obsesión. Desesperada me ponía plazos. Pensaba
que si a los dieciocho años no era varón no iba a serlo jamás. Así fue.

Nunca fui lo que se dice una niña modelo, por el contrario, siempre tuve serios problemas en
la escuela. Desde el principio me sentí muy distinta a mis compañeras y les hice la vida imposible a
todas. Ellas me rechazaban, decían que no querían jugar conmigo porque tenía olor a lavandina. Era
cierto. Desde chica tuve que lavarme y plancharme la ropa y para blanquear bien los delantales le
metía cualquier cantidad de lavandina. El olor mataba. Pero creo que me dejaban de lado sobre todo
porque yo era muy bruta. De mí las maestras hablaban las mayores pestes. Una, para fin de curso,
escribió en el boletín con rojo, donde dice observaciones: “Deseo no verte el año próximo”. No me
gustaba el colegio, ni mis compañeras, ni las maestras. Yo iba a jorobar y a meterme en lío y a
pelearme con medio mundo. Los días de lluvia mi madre me tenía prohibido, para ir al colegio,
cruzar la vía. Éste era el camino más rápido, porque si no había que dar una vuelta inmensa y a mí
nunca me gustó caminar. Siempre me molestó la mirada de la gente. Ahora cuando tengo plata,
ando de taxi en taxi con tal de no ir por la calle y aguantar ciertas groserías que se les ocurre a
algunos. Bueno, un día que llovía yo no le hice caso a mi madre y me fui por el camino más corto,
con tanta mala suerte que me caí en las vías. Me golpeé un ojo con los rieles y se me puso a la
miseria, todo morado, aparte de haberme embarrado como una cochina el guardapolvo, las medias y
los zapatos. Yo no me animé a regresar a mi casa por miedo a mi madre, a que se enojara por
desobedecerla. Por eso seguí hacia el colegio y asistí a clase así como estaba, sucia y dolorida. No
hubo nadie que no me preguntara qué me había ocurrido. El problema se presentó cuando llegó la
hora de volver a casa. No tuve mejor idea que decirle a mi madre que una compañera, en el baño,
me había tirado una puerta encima y me había arrastrado por el patio. Esto hubiera quedado tal cual
si no fuera que al otro día se desencadenó una verdadera tragedia. Yo estaba jugando a la mancha y
corriendo a toda velocidad enceguecida por el entusiasmo de cantar piedra libre, entonces, sin
darme cuenta, atropellé a una maestra que justo salía de la división. Me acuerdo que estaba con un
saco sobre los hombros y un libro en la mano. Era muy fea, alta y desgarbada. La tiré al suelo y con
el filo de una baldosa sobresaliente se partió la nariz. Citaron a mi madre. Las desgraciadas se
despacharon a gusto en contra mía. ¿Qué es lo que no le dijeron sobre mí? Me odiaban. Mi madre
un poco para defenderme o para salvar su dignidad aludió a lo que me habían hecho a mí en el ojo.
Ahí fue cuando se aclararon las cosas y ella se enteró de la verdad. Me dio una tremenda paliza.
Todavía resuenan las cachetadas en mi memoria. Pero jamás le di el gusto de llorar. De antemano
me resignaba a ligarla y me hacía fuerte. Ni una lágrima,
Cada dos por tres me enamoraba platónicamente de una compañera. Recuerdo una en
especial, a la que admiraba en los recreos o en la formación de las filas. Ella estaba en otra de las
divisiones de sexto grado. Por eso, porque nunca habíamos cruzado una palabra ni sabíamos nada
una de la otra yo tenía mis esperanzas. Con las de mi grado era muy distinto: me detestaban. En
cambio con esta chica todo me parecía más lindo y posible. Me llamaban la atención sus piernas, tal
vez porque no usaba zoquetes como las demás, sino medias de seda que le daba cierta categoría de
adultez y de misterio. Yo no hacía más que mirarla, tanto, que se dio cuenta. Una mañana se me
acercó a preguntarme por qué la miraba. Le respondí, después de muchos retaceos, temblando, que
era muy linda, que por eso. Yo, a pesar de aquella charla, continué con la persecución de la miradita.
Ello se ve que comentó con las chicas de su grupo lo mío. Estaban a la expectativa. A la salida de la
escuela iba acompañada con las amigas que hacían el mismo recorrido. Yo la seguía a más de media
cuadra de distancia, no sé, para espiarla sería. Un buen día, cuando doblaron la esquina, se
escondieron en un zaguán y me esperaron. Saltaron sobre mí riéndose y gritando “piedra libre al
príncipe azul”.

En el colegio secundario los problemas se acrecentaron. Era un colegio mixto y la


competencia con los varones muy grande y desigual. Empezaron a hacer bailes, kermeses,
reuniones; se formaron parejas, intrigas amorosas, cosas de chicos. Yo no tenía nada que ver con
nadie ni conmigo misma. No tuve más remedio que aislarme, a tal punto que terminé abandonando
el curso en la mitad del año. Luego, cuando estaban por iniciarse nuevamente las clases sucedió
algo: yo merodeaba los alrededores de la escuela sin animarme a tomar una decisión con respecto a
retomar los estudios, en eso apareció la Bochy Barrios, una profesora muy conocida en el pueblo.
Tenía fama de loca porque era la amante del Intendente, un hombre casado para peor. Cuando me
vio se largó con todo.

“¿Che, qué haces vos, no pensás ir a la escuela?”, me dijo. Hablaba en una forma muy
arrabalera. Le contesté que no, que no quería ir más. Me pidió que la acompañara, también estaba
con la bicicleta y debía ir a varios lugares de compras. Resultó más andariega que yo. Recorrimos
todo General Rodríguez. Charlamos mucho. Hasta me convenció de que volviera al colegio. Me
dijo: “Yo sé lo que te pasa a vos: tu problema es que sos un machito. Pero no te hagás mala sangre.
Todo tiene una solución en esta vida y sobre todo si uno estudia. El estudio es el cheque en blanco
para ser libre”. Al otro día estaba inscripta otra vez en primer año, embaladísima. Mis padres para
alentarme me hicieron socia del club y comencé a jugar al basket.

Isabel es un nombre que siempre me gustó. Y creo que esto de los nombres se debe a la
persona que lo lleva. Indudablemente Isabel fue alguien muy lindo y querido, que tuvo mucho que
ver con mi destino y con ciertas determinaciones que luego adopté. La conocí ni bien retorné al
colegio. Desde un primer momento noté algo distinto en ella que me impresionó. No sé, tenía una
forma rara de expresarse. Era muy delicada para hablar. El solo hecho de pensar conseguir su
amistad me daba miedo y alegría a la vez. Yo me pegué a sus polleras como una estampilla.
Necesitaba de alguien para sobrellevar el terror que me daba volver a fracasar en el estudio. Nuestra
amistad se dio espontáneamente. Comenzamos hablando sobre el colegio, el pueblo, la gente. Me di
cuenta que le caía bien, muy bien, como a nadie anteriormente. Por primera vez tuve la satisfacción
de sentirme considerada como un ser humano. Después de clase yo la acompañaba hasta la casa y
me quedaba a estudiar con ella. Éramos inseparables. Su familia me recibía con cordialidad y afecto
y los llegué a querer a todos como si me pertenecieran. Entonces yo creía ser dueña del mundo. Para
las vacaciones de invierno me operaron de la nariz, tenía el tabique desviado y ese defecto me
afeaba mucho. Un complejo que arrastraba desde hacía mucho tiempo y que solucioné impulsada
por Isabel. Ella me iba a ver a casa todos los días. Charlábamos durante horas enteras. Ahí fue
cuando se intensificó nuestra amistad y empezamos a tenernos más confianza. A mí me sorprendía
la afectividad de Isabel, no estaba acostumbrada a que me quisieran y aceptaran con facilidad. Por
eso, en una de las tantas conversaciones que mantuvimos en lo que duró mi convalecencia, traté de
averiguar lo que realmente sentía por mí. Cuando me recuperé lo suficiente como para volver a salir
a la calle, les planteé a mis padres, a través de una carta, la única que les escribí en mi vida, mi
problema. Se la dejé arriba de la cama y me fui. ¿A dónde me podía dirigir sino a la casa de Isabel?
Llegué como a las once de la noche. Los padres me preguntaron qué me había pasado. Les dije que
había tenido una pelea con mi madre. Ellos intentaron, sin lograrlo, convencerme de que regresara.
Yo les supliqué que me permitieran esa noche quedarme a dormir allí. Ya era muy tarde.
Accedieron. A la mañana temprano fue a buscarme mi padre. Cuando llegamos a casa, me encerró
en el lavadero y me dio una paliza de padre y señor nuestro. Nunca lo había visto tan enfurecido.
Gritaba: “sos mujer, metételo en la cabeza, sos mujer, mujer”. Finalmente se dio por vencido y
comprendió que él, por su propia cuenta, no podía hacer nada. Un par de semanas después me
llevaron a un médico, para ser más precisa, a un psiquiatra. No me acuerdo muy bien cuáles eran los
métodos que usaba en el tratamiento, sólo tengo vagas ideas de lo que posiblemente sucedía en ese
monstruoso consultorio. Me sometía a pruebas denigrantes, insoportables.

Apagaba la luz, me hacía caminar dos pasos para un lado, dos para el otro, ir y venir por toda
la habitación y cuando yo no sabía en qué lugar estaba parada, oía los pasos de él que se acercaba.
Ni bien me descuidaba un minuto me ponía, por ejemplo, una mano en los pechos. Esta tortura duró
alrededor de tres meses. En la última sesión, antes de despedirme para siempre, por primera vez
respondió a mi ansiedad hablando sin interrogantes, sin parecer que él era el médico y yo la
paciente loca, la que siempre tenía que destapar la olla de porquerías y recibir la bofetada, dijo:
“viví como quieras, pero para vivir tenés que ser alguien, tenés que hacer que la gente te acepte por
las cosas que haces y no por lo que sos. De lo contrario te vas a dar la cabeza contra la pared”. Yo
tomé al pie de la letra algunas cosas y viví como pude. Ni bien me prendí de Isabel, todo el pueblo
empezó a hablar de nosotras. Sin embargo no pasó de ser una amistad con ciertos matices. Ella me
trataba como si yo fuese su novio y eso me hacía muy feliz. En lo posible queríamos estar solas,
pasear por sitios apartados, tirarnos panza arriba sobre el césped y mirar el cielo, decirnos cosas
intrascendentes en el oído, amarnos tácitamente, sólo con disimulados roces que nunca se
concretaron en caricias. Pero en un lugar tan chico, mantener una relación en secreto es como
pedirle peras a un olmo. Los rumores llegaron hasta el colegio y la situación se hizo cada vez más
engorrosa. No había uno que no nos mirara con cara de sospecha. Hasta que, indefectiblemente, lo
que se decía, llegó a oídos de los padres de Isabel. Yo terminé abandonando otra vez el colegio y
ella pupila en un instituto de monjas en la ciudad. De Isabel sólo me quedó lo mucho que me gusta
su nombre.

Por las tardes iba al club Alem a jugar al basket. Trataba de distraerme de alguna manera y
olvidar lo penoso que había pasado. Siempre me gustaron los deportes. Practicándolos, uno puede
descargar toda la bronca que lleva adentro. Lo único que me molestaba era ver todos los días las
mismas caras, los mismos objetos y la soledad del club, un club de pueblo somnoliento y escuálido,
pura rutina. Cuando Elsa apareció por primera vez, yo me estaba cambiando en el vestuario. Ella
rompió el molde. Se presentó muy suelta y simpática. Antes de que pudiera abrir la boca me contó
toda su trayectoria deportiva: campeona de atletismo en River, entre otras cosas. Acababa de
mudarse a General Rodríguez, por lo que me pedía que la asesorara con respecto a las cosas y a la
gente del pueblo. Yo le di una visión muy negra, como negra era mi rabia. Confesó que a pesar de
su natural disposición para el deporte y sus éxitos, nunca había jugado al basket. Entonces con su
mismo tono seguro, displicente y fanfarrón le dije que si se quedaba cerca mío iba a aprender a
jugar de verdad. Las otras eran como troncos de árboles, pajueranas y toscas. Había tenido suerte en
dar conmigo. Cuando terminó el primer partido de la tarde fui directamente a felicitarla. Tenía un
estado atlético formidable. Era una liebre corriendo. Ahí nomás la invité a tomar una Coca-Cola,
con el pretexto de darle la bienvenida. Charlamos. Me contó cosas de su vida. Todas sin
importancia. En fin, pasamos un buen rato. Al llegar a casa me di cuenta de que estaba enfrascada
por Elsa hasta el caracú. Lo primero que hice fue hablar con mi hermano. “Flaco, le dije, ¿sabés que
vino una piba al club que es nueva? Rubia, de ojos azules, muy rica, un poco bajita, pero te va a
gustar. ¿Por qué mañana no te das una vuelta por allá?” Y como él siempre hacía lo que yo le decía,
al otro día estuvo allí como un solo hombre. Les hice gancho y empezaron a salir juntos. Al poco
tiempo, Elsa entró a mi casa como la novia de mi hermano. Esto alborotó a mis padres. Se sentían
felices pero un poco nerviosos. Era la primera chica de mi hermano. Por eso la agasajaron con
bombos y platillos. Yo también me mostré muy atenta. Le hice escuchar todos los discos que a mí
me gustaban. La volqué hacia mi terreno. Cenamos juntos, conversamos animadamente y luego nos
pusimos a jugar a las cartas. Se hizo muy tarde y Elsa se tuvo que quedar a dormir en mi casa. Ella
vivía muy lejos y por un lado oscuro y deshabitado de General Rodríguez. Antes de acostarnos mi
padre nos ofreció un café y eso nos hizo pensar, por su gentil deferencia, que ya éramos grandes.
Mientras yo preparaba las camas, escuché que mi madre comentaba con Elsa lo cambiada que me
encontraba. Hacía tiempo que no me comportaba tan sociablemente. Era cierto. Acostumbraba a
irme a dormir ni bien terminaba de cenar, estuviera quien estuviera. No quería mantener diálogo ni
con ellos ni con sus esporádicos invitados. Cuando nos retiramos a descansar, le propuse a Elsa
tomar unas copitas de anís. Yo siempre lo hacía, me bajaba las botellas como el agua. Y esa noche,
pensando que iba a compartir la habitación con una mujer, que iba a dormir en un sofá al lado mío y
que era muy posible que escuchara su respiración y hasta el ruido al darse vuelta y todas las otras
cosas que me imaginaba, me era sumamente imprescindible echarme unas copas encima. Esperé un
rato hasta que los demás se aquietaron, entonces fui a buscar la botella. Para llegar al comedor sin
que nadie se despertara, yo saltaba por la ventana de mi dormitorio, daba la vuelta por afuera de la
casa, por los corredores externos y hacía y deshacía a mi antojo durante la noche, como un hábil
animal de las sombras, sin dejar una huella. Creo que bebimos más de la cuenta. Elsa terminó
durmiendo conmigo en la misma cama. Por supuesto, no pude pegar un ojo, pero fui incapaz de
tocarla. De ahí en más hice lo indecible para que Elsa nos visitara y durmiera conmigo. Pasaron tres
semanas, en ese ínterin se quedó tres veces. La última vez, mi madre nos sorprendió a las dos en la
misma cama. Se enojó mucho. Me retó a mí y la responsabilizó a Elsa, porque ella era más grande.
Tenía entonces veintidós años y yo diecisiete. La cuestión pasó sin mayores consecuencias. La
verdad era que todavía no había pasado nada entre nosotras. El sábado nos encontramos en el club.
Después del partido Elsa me invitó al cine. Ella continuaba viéndose con mi hermano en calidad de
novia, pero como él estaba muy ocupado preparando una materia, yo, digamos, la entretenía. Vaya
favor. Daban, me acuerdo, “Problemas de Alcoba”. Ni bien nos sentamos, la butaca podría hablar.
Me tomó de la mano. Sentí que el mundo estallaba dentro mío. Cuando salimos me pidió que la
acompañara a la casa. Tomamos el micro Miserere. No había nadie. En mi mano estaba cálido el
sudor de la suya. Jugaba con las yemas de mis dedos. Hacía círculos interminables. Yo le miré la
boca, estaba entreabierta, lasciva, casi púrpura. Antes de bajar me rozó los labios. Llegamos a la
puerta de la casa. Mi aliada la oscuridad. No hablamos una palabra. La agarré de la cintura y la
besé. En el zaguán nos echamos sobre el piso. Fue algo instintivo. No sabía qué tenía que hacer,
pero sabía. Mi ignorancia fue sabia.

Con Elsa se dio el deslumbramiento sexual. No hacíamos más que vernos y esperar la
oportunidad para estar solas. Acostumbrábamos a internarnos más de veinte, treinta cuadras por el
campo, hasta llegar a una casa-quinta deshabitada, que tenía un enorme jardín con muchos árboles.
El día que descubrimos ese refugio, tuvimos la certeza de que lo nuestro iba a durar mucho tiempo.
Allí despertamos a la vida sexual y aprendimos a gozar juntas como si fuéramos autodidactas del
amor. Al principio no tuvimos un roce completo, nuestras relaciones se daban, digamos, al aire libre
y totalmente vestidas. Recién cuando Elsa se quedó sola en la casa, pudimos tener la tranquilidad
necesaria para disfrutar plenamente nuestra sexualidad. La madre sufría de asma y la tuvieron que
internar, las hermanas fueron a parar con la abuela y el padre no regresaba hasta la noche, debido a
su trabajo. Ni bien se concretaron nuestras relaciones en una cama y las dos desnudas, yo sentí casi
la misma sensación de cuando me masturbaba, claro que una sensación mucho más encantadora:
estaba ella, las caricias y los besos. Era una lucha sin cuartel. Todo nos parecía poco. Mis manos se
deslizaban por el cuerpo de Elsa con tanta avidez, que a veces temía ahogarla, destrozarle el sexo,
terminar con su vida. Pero mis manos, que tanto me habían servido a mí, en la soledad de mi cuarto,
eran torpes. Ella me exigía más, sin pedirme nada; mis dedos hábiles hasta entonces no la
conformaban. Me di cuenta porque había un síntoma que la delataba: se enfurecía conmigo y me
denigraba tocándome los pechos o acariciándome las nalgas. Eso a mí me ponía muy mal: me
trataba como si yo también fuese una mujer. En esos momentos, me desprendía de sus arrebatos con
toda la fuerza de la que era capaz.

Y volvía a tomarla con mi lengua. La mejor arma. Hasta dejarla rendida, gimiendo y gritando
en la explosión final.

A pesar de nuestros días agitados y melindrosos, nuestro sueño consistía en pasar la noche
juntas. Nada más hermoso que hartarse de un delicioso cuerpo. Por eso, después de la cena, me
encerraba en mi habitación fingiendo dormir, a veces dormitaba un poco, pero siempre atenta al
reloj luminoso de mi mesita de luz, esperando la hora en que mi familia durmiera plácida e
inocentemente. Entonces, alrededor de la una y media de la madrugada, saltaba por la ventana,
escapaba por los fondos de la casa, le hacía frente a las calles muertas y ojerosas del pueblo y me
iba en bicicleta hacia el encuentro de Elsa, el único objeto de mi existencia. Pero como todas las
cosas lindas nuestra aventura duró poco. Mis padres descubrieron mi ausencia y me esperaron
levantados a que regresara. Yo siempre llegaba un poco antes que el lechero. Tuve un gran
escándalo esa mañana. A ellos les preocupaba la gente. Me hicieron prisionera durante cinco días.
Fue terrible. Yo estaba al acecho de cualquier descuido, del más leve, para escapar nuevamente.
Pero ellos vigilaban como policías. Mi madre se había convertido en una celadora nocturna y
malvada. Qué le importaba de mi amor. Y a mí no me interesaron las consecuencias. Aguardé a que
los venciera el sueño y la vigilia. Al quinto día gané otra vez la calle. Mi cabeza estaba puesta en la
boca y en los pechos redondos y fragorosos de Elsa. Por ellos fui con la inconsciencia más absoluta.
A la mañana siguiente nos despertó mi padre. Nosotras dormíamos abrazadas y desnudas,
pegoteadas por el sudor de una jornada agotadora, de gran delirio. Yo sentí ante mi padre un poco
de vergüenza y de indignación. Me sacó de la cama como si fuera una prostituta y no su hija y
amenazó a Elsa con denunciarla a la policía, como si ella fuera solamente la culpable. No me
acuerdo si me pegó dos o tres bofetadas y si después se arrepintió. Yo estaba preocupada por la
familia de Elsa, no sabía si el padre aún estaba en la casa cuando sucedió todo o si andaba lo
suficientemente borracho como para no mosquearse. Sin embargo, lo más seguro era contar con su
indiferencia. De regreso, mi padre algo más calmado me habló. Me dio a entender que no sabía más
que hacer para terminar con mis vicios. Tiró la toalla. Dijo que hiciera lo que quisiese de mi vida,
mientras no complicara a los demás, su respetabilidad y su decencia. Agregó que me podía ir, que
—según lo que yo entendí— me echaba de mi casa.

Cuando volví a encontrarme con Elsa, yo ya había tomado una decisión. Quería que nos
fuéramos a vivir juntas a la Capital. Buscar trabajo y establecernos como una pareja cualquiera. Ella
se entusiasmó con mis planes. Yo volaba. Ante mi insistencia, convenció a sus padres con el
pretexto de que iba a conseguir trabajo en Buenos Aires, de que quería aportar dinero, colaborar
monetariamente, porque ellos estaban pasando una mala situación económica. Su familia era muy
pobre, un hogar bastante destruido. El padre, un borracho; la madre, una enferma; las hermanas dos
chicas demasiado chicas. Ellos a mí me conocían superficialmente, me habían visto pocas veces,
pero Elsa les había hablado mucho de mí, de lo mejor y como estaban ajenos a cuanto pasaba en
realidad, confiaron que acompañada con una buena amiga, podía resultar eso de independizarse,
trabajar, aportar dinero, volverse responsable.

Yo me había provisto de cinco mil pesos, en una forma no muy decorosa. Los había tomado
prestados del pantalón de mi padre. Y había hecho la valija en la oscuridad, apurada y nerviosa.
Temía ser descubierta, dar explicaciones, llorar o arrepentirme. Por eso me fui de mi casa como un
aprendiz de ladrón: temblando hasta los huesos. Me reuní en la estación con Elsa y partimos hacia
el destino que nos habíamos fijado, sin sospechar que nuestra odisea, recién estaba por comenzar.

Elsa y yo llegamos a la ciudad ingenuamente eufóricas. Descubriendo con ojos nuevos cosas
viejas. Nuestra primera escapada tenía el sabor de la aventura y la fuerza de lo prohibido.
Recorrimos las calles del centro de Buenos Aires embobadas por tanta felicidad. Caminamos
muchísimo, nada nos podía detener. Nada podía agotar nuestra alegría. Y así estuvimos por horas,
de un lado para el otro, ajenas a toda preocupación. Yo me sentía millonaria, artífice de las formas
del amor, con cinco mil pesos en la billetera y a Elsa de la mano, de mi mano. Antes que amaneciera
decidimos alojarnos. Buscamos un hotel decente y modesto. Encontramos uno en la calle
Independencia al 1500. Durante toda una semana lo único que hicimos fue encerrarnos en la
habitación y asomar la nariz sólo para ir a comer. Estábamos demasiado entretenidas con nosotras
mismas como para acordarnos que la propuesta formulada había sido, además de estar juntas,
continuar juntas y que para eso, debíamos buscarnos un trabajo que nos permitiera la subsistencia.
Sin embargo, todo se había borrado de nuestras mentes y lo único que nos importaba era disfrutar
de la relación a un nivel de climax sexual constante. Pero pronto se acabó aquella locura, aquella
especie de sueño idílico. La falta de dinero nos hizo de golpe, pisar tierra. Por no poder pagar el
hotel nos echaron a la calle y se quedaron con la ropa como garantía. Hasta tanto no abonáramos la
cuenta podíamos dar por perdidos nuestros pobres trapos. Al igual que dos vagabundas
comenzamos a peregrinar. Nos estrujábamos el cerebro pensando qué podíamos hacer, mejor dicho,
yo me estrujaba el cerebro, porque Elsa demostró una total irresponsabilidad. No hacía otra cosa
que quejarse de la vida con un pesimismo atroz, sin aportar una sola idea buena. A mí, todo lo que
se me ocurría lo rechazaba. Tenía algunos parientes en la Capital a quienes podía pedirle prestado
algo de plata, pero eso me iba a acarrear muchas dificultades, así que no quise saber nada con eso.
Casi muertas, nos fuimos a sentar en un banco de una plaza. A esa altura yo tenía unos nervios que
volaba. No sabía qué hacer con mi cuerpo. De rabia empecé a refregar los pies en el pedregullo. Y
créase o no, como algo mágico, aparecieron un montón de moneditas. Parecían caídas del cielo.
Juntamos alrededor de setenta pesos. Es muy frecuente encontrar monedas en la plaza, la gente se
tira sobre el césped y siempre pierde algo, sobre todos los hombres que usan tantos bolsillos. Eso
nos hizo cambiar el ánimo. Nos causó gracia la coincidencia tan providencial y oportuna. Con esa
plata nos fuimos a un barcito que sabíamos que no cerraba nunca y pasamos la noche allí, con dos
cafés y escuchando música. Es muy feo no tener un techo donde protegerse. Yo lo sé, muy feo. A las
siete de la mañana ya habíamos tomado una dolorosa determinación. Elsa volvería a General
Rodríguez, se las arreglaría como pudiera en el tren para que el guarda no la pescara sin boleto y yo
me quedaría en la ciudad, a la buena de Dios, buscando un trabajo que me permitiera ir por Elsa
nuevamente y ofrecerle la seguridad de vivir en paz. La despedida en la estación de Once fue triste
y prolongada. Esa era nuestra primera separación. Odié el tren que la regresaba a su casa y me
arrepentí de dejarla marchar en medio de la multitud indiferente de los ferrocarriles, insensible a
nuestro dolor. Me quedé con un vacío tan grande, que con gusto me hubiera arrojado a las vías. Pero
siempre hay alternativas. Yo tenía aún demasiada sed que saciar. Con los pocos pesos que habían
sobrado compré el diario y me puse a leer el rubro de empleos, ahí mismo, en la estación. Cerca
había un hombre morocho y medio gordo que me observaba, en un primer momento no le di
importancia a su mirada, siempre la gente me mira. Después advertí que se trataba de otra cosa. Por
fin me habló. Me preguntó si estaba buscando trabajo. Le dije que sí. Me explicó que él estaba
esperando a una señorita que venía de Lobos, que se habían citado a las siete, que la tenía que
presentar en segba para un empleo. Él trabajaba en la compañía, había arreglado un trabajo para ella
y ella lo había dejado plantado. Aseguró que si no llegaba a las ocho me iba a presentar a mí. Se me
abrió el panorama y vi solucionada mi vida. Otra vez podía sonreír. Yo rogué, por supuesto, que la
fulana no llegara nunca. No llegó. “Bueno, me parece que te has ganado un empleo.
¿Desayunaste?”, me dijo el tipo mirando el reloj. Yo con cara de hambre respondí que no. “Te
invito, entonces”. Y me invitó. Tomamos café con leche. Yo estaba vestida con un gabán de nylon
horrible y enorme que no me lo sacaba ni para dormir. Por eso me preguntó si no tenía una ropa
mejor como para ir por primera vez a una oficina. Le expliqué que estaba viviendo en un hotel y
que como no tenía dinero para pagar la cuenta se habían quedado con mis ropas. “Yo arreglo eso, no
te preocupés. Vamos para allá”, dijo él. Cuando llegamos se presentó al hotelero como mi primo.
Habló con tanta convicción que casi me convence a mí de que era verdaderamente un pariente
preocupado por su entrañable y joven primita, un pariente con vinculaciones en las altas esferas de
segba, un pariente que me iba a conseguir un buen empleo y que se responsabilizaba de mi suerte.
Le pidió al hotelero que me dejara un tiempo más vivir allí y sacar un poco de ropa en buen estado
para poder empezar a trabajar. El hombre accedió confiado por la seriedad con que las cosas se le
habían planteado. Subimos a la habitación y miramos mis pertenencias. A él le gustó un trajecito de
corderoy marrón y un tapado de paño de buena calidad, también un pulóver de angora y una pollera
tableada y mis anteojos de sol a los que se le había soltado una patilla. Me propuso llevar toda esa
ropa a la tintorería para dejarla como nueva y los anteojos a componer. Yo le decía a todo que sí. Lo
único que me importaba era volver a estar con Elsa. Fuimos juntos a la tintorería. Él dispuso. Luego
me dio la dirección del lugar donde tenía que hacerme la revisación médica, requisito sin el cual no
podía ingresar a la compañía. Escribió en un papelito: Rivadavia al once mil y pico, no me acuerdo
exactamente. Me prestó unas monedas para el colectivo y convinimos en encontrarnos a las doce en
la puerta de segba, por la calle Balcarce. Rivadavia a esa altura quedaba por Liniers. Ni bien bajé
del colectivo busqué ese número impar que había anotado, con qué letra, mi Dios. Pasé una hora
recorriendo todas las calles de la zona, tratando de localizar un dispensario, una clínica, una
sucursal de la compañía. La dirección que me había dado correspondía al ferrocarril. Me cansé de
preguntarle a la gente que pasaba, por una calle y un lugar que no existían. Confundida regresé con
la esperanza de una posible equivocación. Esperé durante tres horas como una ilusa en la puerta de
segba por el lado de Balcarce. Recién ahí me avivé que había sido engañada. Me pregunté por qué,
con qué intención. El tipo se había quedado con la boleta de la tintorería. Me dejó sin mis mejores
pilchas. Pucha, qué bronca. Pero mi bronca consistía, especialmente, en haber perdido más de la
mitad del día. Me decreté reaccionar positivamente y agarrarme de cualquier recurso: visitar a un
hermano de mi padre que vivía en Villa del Parque. Apenas si tenía las monedas justas para la ida,
rogaba encontrarlo porque de lo contrario iba a tener que pedir limosna. Por suerte estaba en su
casa. Me dio algo de comer. Le conté partes de la historia. No estaba enterado de que me había
fugado de General Rodríguez. A toda costa quería enviarme de vuelta a mi casa. Le prometí que sí,
yo estaba dispuesta a prometer cualquier cosa con tal de sacarle plata. Me dio mil pesos, que algo
era y me fui. Me fui con una sola idea fija en la cabeza: reencontrarme con Elsa. No podía soportar
más tiempo estar lejos de ella. Cuando aparecí por su casa, ya estaba anocheciendo. Me había
cuidado muy bien de que alguien me descubriera y creo que logré pasar desapercibida. Elsa se
sorprendió de volverme a ver tan pronto, pero se alegró y eso fue suficiente para mí. Consiguió que
el padre, en la flojera de su borrachera, le soltara unos pesos. Esa misma noche regresamos al
centro. El amor nos apuraba. En el hotel estaban convencidos de que había logrado el empleo, así
que nos permitieron quedarnos, pensando que a fin de mes cuando cobrara el sueldo iba a poder
saldar la cuenta. Juntas tuvimos otro par de días buenos. Yo tenía que simular que trabajaba, por eso
pasábamos casi todo el día afuera. Para matar el tiempo íbamos a un bowling de Corrientes y
Uruguay. Tomábamos café y mirábamos cómo jugaban los otros. En una de esas tardes se
encontraban en el bar dos muchachos, cabe- citas negras, feos como ellos solos. Se acercaron a
nosotras y nos invitaron a jugar una partida. Como no teníamos nada que perder ni que ganar,
aceptamos. Después nos invitaron a tomar una copa, a elección. Ambos eran lo más idiotas que
habíamos conocido en la vida. Nos divertimos a su merced. Cuando llegó el momento de pagar,
unos setencientos pesos, empezaron a revolver los bolsillos y sólo reunieron unas pocas monedas.
Elsa y yo nos miramos pensando que las idiotas habíamos sido nosotras y que la ciudad nos tendía
otra de sus trampas. Estábamos listas, tampoco teníamos con qué pagar. Uno le preguntó al otro,
descostillándose de la risa, quién iba de los dos. Revolearon una moneda y decidieron. Luego nos
explicaron. “Tenemos una tanga bárbara”, dijeron. Vendían bonos de beneficencia en los colectivos.
“Con dos talonarios que liquidemos nos hacemos de la guita loca, para pagar esto y una opípara
cena para cuatro”, juraron. Uno se quedó de seña en la mesa y el otro fue a hacer el laburito. Antes
de una hora estuvo de vuelta. Embobados con Elsa, nos dieron todos los gustos. Era cierto, yo
nunca había visto tanta plata junta ganada en tan poco tiempo. También nos prestaron quinientos
pesos para que fuéramos tirando. A mí me entusiasmaron con lo de los bonos. Dijeron que
trabajando yo sola íbamos a poder vivir las dos sin correr el riesgo de morirnos de hambre. Quedé
en encontrarme con uno de ellos al otro día para que me presentara a los jefes de la agencia. Así fue.
Los que comandaban la organización, es decir, los que daban la cara, eran un matrimonio bastante
simpático, con los que me congracié de entrada, sobre todo con la mujer. Me dieron dos talonarios
en consignación. Ese día trabajé con el muchacho, él me enseñó los trucos del oficio. Dejábamos un
bono en cada asiento y nos mandábamos una parlochada lastimosa, que daba mucho resultado. Al
principio yo tenía vergüenza, pero como la necesidad tiene cara de hereje, enseguida le tomé la
mano y me convertí en una experta mendiga, de cierta dignidad. Llegué a ganar cuatro mil pesos
diarios, que en ese entonces era bastante plata y eso de comisión nomás, guita era la que ligaban los
otros sin hacer nada.

Ni bien nos establecimos comenzaron los problemas entre nosotras. Elsa se la pasaba todo el
santo día encerrada en el hotel sin hacer nada, esperando a que yo regresara del trabajo, porque lo
de los bonos fue el mejor trabajo que tuve en mi vida. En ese tiempo imaginaba cosas tremendas
con respecto a mí. Elsa tenía celos o trataba de dármelos, cosa todavía peor. No hacíamos más que
pelearnos y discutir pavadas. En serio, eran pavadas. Sólo estábamos bien en la cama y después otra
vez volvían las rencillas tontas y absurdas. Empezamos a deambular de hotel en hotel por culpa de
los escándalos que se armaban. Qué infierno nuestras peleas. Nos echaban por lieras.

Para el verano nos fuimos a Mar del Plata. Creí que con el cambio de aire se disiparían los
rencores. Pero no dio resultado. Por entonces se habían intensificado mis complejos. Yo no hacía
nada por ocultar mi problema, por el contrario, intentaba en lo posible de agredir valiéndome de mi
propia persona. Todo lo más grotesco que encontraba me lo ponía encima y por supuesto la gente
me miraba más que nunca. En la playa fue el colmo. Yo era el espectáculo que se ofrecía a los
veraneantes de la “ciudad feliz” gratuitamente para su regocijo. Ay de mi descaro. Por momentos
me parecía que Elsa se avergonzaba de estar al lado mío y eso me transfiguraba. Regresamos a
Buenos Aires. Estuvimos separadas durante una semana. Elsa fue a visitar a sus padres y a probar si
con ese distanciamiento nuestra relación se enriquecía o no. Pero nuevamente reunidas continuaron
las persecuciones. Recuerdo que íbamos paseando por la Boca, felices de estar otra vez juntas (en
esos instantes yo sentía por Elsa un amor renovado, la sentía mi mujer y el centro de mi vida; no
quería que nadie la mirara ni que la piropearan, no quería que me llevaran por delante; yo era su
pareja y los hombres me tenían que respetar como respetaban a los hombres de las demás mujeres,
al menos cuando iban acompañadas), cuando tuvo que suceder aquello. Un muchacho se le arrimó y
le dijo una grosería con aire de machito que me dieron ganas de matarlo. Le pegué cuatro trompadas
con tanta rabia que lo dejé tirado en el suelo. Elsa empezó a gritar que no tenía cura, que era una
bestia, que lo del pibe no había sido de tanta importancia como para matarlo a golpes. En fin, yo era
una demente, según ella. Ese tipo de exclamaciones me hacían sospechar que a Elsa le gustaba que
los hombres le dijeran porquerías, que era una mujer vulgar y por lo tanto una hija de puta y se lo
grité sin pelos en la lengua. Ella estalló aún más enfurecida y me pegó una cachetada con el revés
de la mano donde llevaba un anillo con una piedra. Me la dio en la nariz y me hizo sangrar. La
gente había salido por los balcones a bichear la escena que se estaba representando. Yo siempre con
los papelones. Pasó un patrullero y nos llevaron a la comisaría. Nos sometieron a un largo
interrogatorio. Elsa nunca me contó qué le hicieron o qué le preguntaron, pero por el miedo y la
cara con la que salió, sé que fue muy duro para ella. Por mi parte, no me preocupó mucho el asunto,
desmentí a muerte y me rebelé contra el manoseo, pero creo que nos salvó el otro fato que estaban
atendiendo.

Del cuchitril contiguo se escuchaban pasos, ruidos de golpes secos y alguien que se retorcía y
gritaba apenas, porque se notaba que le tapaban la boca. Lo último que oí fue algo que reventó
contra la pared. Después nos dijeron que nos podíamos ir. Mientras nos acompañaban por el pasillo,
uno de los cabos comentó con el policía: “Lástima que estemos ocupados, la tortillera no vale un
carajo, pero la guachita rubia está fuerte, ¿no?” Para olvidar aquel incidente y por temor a que nos
fueran a buscar, hicimos las valijas y nos fuimos para Junín. En esa época estaba lleno de gallegos
que vendían ropa usada. Se comentaba que había plata, que los campos producían y la gente del
lugar gastaba sin fijarse en el peso. Todos se fueron a Junín a vender algo y yo me fui a vender
bonos. Paramos en un hotel que estaba repleto de gente que había ido a rebuscarse la vida. Los
almuerzos y las cenas eran muy divertidos. Nos sentábamos todos juntos en mesas largas y cada
uno hablaba de sus proezas en las ventas. También había ido el marido de Alejandra, los jefes de la
organización de los bonos. Él sólo pasaba los fines de semana para controlar la venta. Este hombre
me había visto un par de veces, anteriormente, con Elsa, y me había preguntado quién era. Yo
siempre decía que era mi prima, o bien una amiga. Pero los chicos compañeros de la agencia ya le
habían informado de quien se trataba en verdad. Sin embargo, era evidente que Elsa le gustaba. Una
mañana se me ocurrió ir a vender bonos a los micros que llegaban a la terminal. Fui muy temprano.
Le había prometido a Elsa que si enganchaba a los viajeros era seguro que en un par de horas me
hacía de bastante dinero como para pasar el resto del día panza arriba. Dinero de sobra como para
regalarle un par de zapatos a los que ella le había echado el ojo. Regresé a media mañana. La
busqué en la habitación, no estaba. Di algunas vueltas por el hotel y la fui a sorprender justo en la
pieza del tipo. Entré como un ventarrón. Elsa salió disparando. El hombre se vio venir una
tremebunda. Intentó calmarme. Me dijo que me quedara tranquila, que él no era tipo de afanarle la
mina a alguien como yo. Lo amenacé con contarle a la mujer sus andanzas donjuanescas. Se asustó.
“La piba está con vos”, dijo. Y lo juró por todos los santos. Parecía sincero. Las cosas no pasaron a
mayores y yo me la tragué. Necesitaba el trabajo y eso dependía de él. Cuando regresamos a
Buenos Aires todos los de la agencia me empezaron a llamar “Otelo”. Maldito sea. El apodo me
quedó para siempre entre la gente que sabe.

Después de unos meses de ausencia, la Capital tenía otro encanto. Fuimos a parar a un hotel
cercano al Luna Park. Elsa se hizo amiga del dueño de un restaurante a donde iban a comer
boxeadores de renombre. Me acuerdo de Lausse, de Merentino, de Casanova y unos cuantos más.
Ella entablaba fácilmente amistad con la gente. Allí se la pasaba todo el día metida mirando
televisión. Tenían un aparato para distraer a los comensales. Gracias a Elsa y su atrapadora simpatía
nos hacían un precio especial por la comida. Por eso nos convenía almorzar y cenar en el
restaurante, como damas. Bien servidas. Mayo, el dueño, le había tomado demasiado cariño a Elsa y
a mí eso no me gustaba. A pesar de que el tipo no daba para desconfiar. Gordo, petiso y feo, de
alrededor de cincuenta años. Pero yo igual estaba muy celosa, sobre todo por los regalos costosos
que le hacía. La empilchaba de arriba abajo. Yo le anticipé a Elsa que para evitar disgustos lo mejor
era cambiar de barrio, de lo contrario, si las cosas continuaban así iba a tener que vérselas conmigo.
Ya había sido demasiado paciente. Elsa argumentó que como al tipo le sobraba la plata y a nosotras
no, lo único que pretendía era hacer justicia social, aceptando su generosidad. Mis discursos fueron
inútiles. Elsa comenzó a cambiar conmigo, por lo menos eso me pareció a mí. Ya no estaba ni tan
cariñosa, ni tan dulce, ni tan peleadora. Más bien indiferente. Luego se puso mal. Sufría de asma
como la madre y cuando llegaba el invierno empeoraba. Para julio tuvo una seguidilla de ataques
que la terminaron de reventar. Ella se ponía nerviosa e inaguantable. Yo contemplativa, en
soportarlo todo. Una tarde, de vuelta del trabajo, fui al restaurante pensando que Elsa me esperaba
como de costumbre para cenar. No la encontré. Mayo me comunicó que había tenido otro ataque y
que su estado era bastante serio. Él iba a hacerse cargo de los gastos de la enfermedad. Ya había
convenido con Elsa en ser su tutor espiritual y el paganini. Le supliqué a Elsa de diversas formas
que se desentendiera de Mayo, yo era su pareja y la que tenía que solventar su enfermedad, darle los
cuidados necesarios, dentro de mis posibilidades. Me lastimaba que aceptara los favores de otra
persona que no fuera yo. Ella desoyó mis ruegos. Lo primero que hizo Mayo fue trasladarla a otro
hotel, uno más confortable, de cierta categoría y contrató a una enfermera para darle una atención
completa. Durante diez días me aguanté esa situación ambivalente. Mientras acumulaba rabia en
silencio. Esperé a que Elsa se recuperara un poco, entonces le exigí que optara: yo o Mayo, aquel
hotel de lujo o nuestro humilde hogar. Le dije: “si paso esta puerta sin que me llamés para
comunicarme que regresás conmigo, hacé de cuenta que hemos terminado”. Yo pasé la puerta,
caminé lentamente por el pasillo, me detuve un rato esperando el grito, la reflexión, el llamado
indicado. Salí a la calle, caminé muchas cuadras, entré a Babieca, un boliche nuevo al que nunca
había ido, me emborraché con ginebra y Elsa no fue capaz de pronunciar mi nombre.
Pasaron tres meses, tres tremendos meses sin vernos ni saber nada una de la otra, hasta que
por casualidad la sorprendí en un café, acompañada por un muchacho desconocido. Como estaba
con gente amiga me animé a sentarme en una mesa enfrente de ellos. Sé que me vio, que me
reconoció y que también desvió la vista. Yo no tuve fuerzas para hablarle, es decir, tardé demasiado
tiempo. A los pocos minutos se mandaron a mudar. De más está decir que me agarré otra flor de
curda, esta vez con cerveza y después, me dediqué a la joda.
II

En el último piso, subiendo por las escaleras acaracoladas del fondo del edificio, estaba el
gabinete. En esa parte lateral del colegio, que tenían bastante abandonada, la estructura variaba
considerablemente. Eran especies de galerías delimitadas por barandas como si fuera un enorme
balcón interior. Hasta allí se llegaba con la lengua afuera. En el ínterin había que esquivar
escombros y templar la vista porque la luz era muy mala. Un lugar, supuestamente hecho para
realizar estudios y experimentos científicos, como en toda escuela debería existir, pero éste sólo
había servido para apilar los muebles en desuso, trastos viejos, tubos de ensayo, animales
embalsamados y alumnas desheredadas. Los cachivaches estaban bajo candado en vitrinas que
tenían lo menos tres años de tierra encima. A las alumnas las ubicaban en gradas con tarimas que
hacían de pupitre. A ellas tampoco les pasaban el plumero.

Cuando la celadora de Cuarto Primero “Letras” les comunicó a las chicas que iban a ser
trasladadas a otra aula, todas pensaron que por fin se las instalaría en un sitio para gente adulta y
normal y que las protestas habían surtido efecto. Sin embargo, les anticipó que sólo se trataba de un
intercambio de divisiones. Alguien se había quebrado una pierna y no podía subir escaleras. Así fue
como sólo por una cuestión de “mala pata”, según Baru, fueron a parar al gabinete. Lo que más les
llamó la atención de ese desván en ruinas fue un esqueleto que colgaba de una madera y al que le
faltaba una de las tibias, por lo demás, el tiempo se había encargado de carcomer los huesos hasta
dejar nada más que astillas. Allá arriba, aparte del gabinete, había un cuarto contiguo que no estaba
habilitado y la más ventajosa de las soledades. Aisladas del resto del colegio y de las mortificantes
autoridades los hechos se sucedieron con naturalidad, en un proceso menos artificioso, incluso para
aquellos profesores que, fomentados por las distancias y los caprichos del ambiente, se prestaron sin
tapujos e inconvenientes a soltarse hacia el desbarajuste, en ese inaudito mundo del liceo.

En el transcurso de esos meses la división se había reducido a menos de la mitad. Por distintas
circunstancias muchas mujeres habían desistido a continuar estudiando y el grupo, no más de
veinte, se solidificó a partir del repentino y afortunado cambio de sala.

Las chicas recorrieron con curiosidad su nueva bohardilla y la encontraron original y sobre
todo discreta.

—Ahora sí que no se me escapa — expresó Mecha, aspirando, hasta llenar los pulmones, el
aire acre del gabinete. Se apartó con Jorgelina Pardo y le contó cómo había abordado a Núñez en el
recreo.

—¿Y no pasó nada? — preguntó Pardo, acomodándose una pestaña postiza.

—Estoy haciendo un trabajo fino —respondió—. Y a vos, che, ¿cómo te va con el buen mozo
de Cá- seres?

—Buen mozo no es —retrucó Jorgelina, mientras se limpiaba con el borde de un pañuelo el


rimmel corrido—. La puta —exclamó—, cómo me arde el ojo. Mirá, qué querés que te diga —
continuó—, él le da a la matraca hasta decir basta, pero a mí ni fu ni fa. Qué se yo. Te voy a
confesar algo: los tipos salen dos o tres veces conmigo y después se toman el raje. Lo que me
extraña de éste es que me dure tanto. Creo que lo maté.

Susana Puig las interrumpió para mostrarles una colección de mariposas disecadas que había
en un estante. Sotelo se acercó a convidarles cigarrillos importados, un regalo de su nuevo novio.
Dijo que se llamaba Jacques, que era un alto ejecutivo de France Presse, que por su trabajo se veía
obligado a viajar constantemente, sobre todo por Latinoamérica, que había nacido en Reims,
Francia, pero vivía en París. Lo había conocido en una fiesta de la embajada, a la que la habían
invitado por ser la mejor alumna de la Alianza. Solís la codeó y en voz baja le pidió que parara, si
no nadie le iba a creer una palabra.

Ahora podían fumar sin correr riesgo de ser amonestadas. Durante los recreos muy pocas
veces bajaban, algunas para ir al baño o inspeccionar la sala de profesores. Ese era el lugar que más
se prestaba para disfrutar de los ratos libres.

Desde el pretil del corredor Julia Grande las alertó de la llegada del profesor de Instrucción
Cívica.

—Ahí sube las escaleras el rascabolas — dijo, refiriéndose a Jorge Figari.

El apodo era muy justo. Figari iba al colegio a robar el sueldo, como decía indignada Delia
Fátima al verlo sentado clase tras clase en el escritorio, charlando de cualquier estupidez con la que
le llevara la corriente o arreglando alguna cita para él y sus dos colegas amigos Carlos Cáseres y
Antonio Benítez. Debido a su aspecto físico, más que a su forma de ser, que no era más estúpida
que la de los demás, necesitaba de la complicidad de los otros para asomarse a las puertas de la
aventura y ser el espectador pasivo de los entreveros amorosos de sus compañeros profesores. A
veces las chicas por una cena gratis eran capaces de soportar la presencia grosera de Figari, con su
cuerpo grueso y enorme y su cara ridícula: totalmente pelado, con un jopo de pelusa, los párpados
caídos y un masacote de nariz. Nunca daba clase. Dictaba unos apuntes dos veces por bimestre o
mandaba a sacar copia de los que él tenía para ahorrarse la molestia. Sólo en una cosa era sincero:
aseguraba que la materia no servía para nada, que todo se reducía a una sarta de mentiras. Sin
embargo, defendía su profesión de abogado casi por una cuestión romántica o de costumbre, a pesar
de no creer ni respetar lo que decía la Constitución y los códigos. Los procesos se acomodaban a las
circunstancias más que a los escritos. Por eso tomaba simulacros de pruebas donde cada alumna se
las rebuscaba en hacer buena letra y copiar textualmente de los apuntes. Las chicas no le tenían ni el
más mínimo miramiento. A veces él se enojaba o fingía enfurecerse y las amenazaba con pegarles.
Hacía alardes de su fuerza y de su virilidad. Faltaba mucho, sobre todo los días en que había partido
de fútbol por la noche. Después, a la otra clase, contaba alguna anécdota amorosa, que por lo
remanida se sabía que la inventaba. Mientras narraba una de sus historias, caminaba por el aula de
una punta a la otra, con una mano en el bolsillo, haciendo movimientos extraños como si estuviera
paspado. De ahí que lo llamaran “el rascabolas”.

Cuando llegó al gabinete, agitado, bufando de cansancio por las escaleras, se desplomó en la
silla y dejó caer su pesado portafolios sobre el piso.

—A este hijo de su madrina —refunfuñó Fátima— no lo trago.

—A mí me da lástima —dijo Baru—, es un pobre tipo.

Figari, que gustaba vestirse con trajes antiguos y brillosos y un moñito con pintas rojas, se
aflojó el cuello de la camisa. Susana Puig se ofreció a jugar un partido de truco. Él la prefería a Julia
Grande, decía que con ella se sentía de igual a igual. Era muy difícil encontrar una mujer hábil en
esos menesteres de café. Sin embargo, aceptó. Fiel a las normas de “los hombres vividos de la
noche”, Figari llevaba adonde fuera un mazo de barajas. Las chicas los rodearon, bromeando y
apostando por alguno de los dos contrincantes.

De pronto, se acordó que estaba por finalizar el bimestre.

—Ah, che —dijo—, para la semana que viene preparen la bolilla de Democracia. Definición,
formas: directa, indirecta, semidirecta, referendum, plebiscito, iniciativa popular, recall o
revocatoria. Las leyes de la Democracia; soberanía popular, libertad, igualdad. Y todo ese
merengue. Espero no olvidarme de ninguna.

—¿Qué? —dijo Baru desde el banco—, ¿es una cargada?

—Y bueno, nena, está en el programa —respondió Figari y gritó—: Envido.

Fátima ironizó:

—¿En este país habrá alguien que sepa lo que es la Democracia?

—¿Y vos todavía creés en esos embates de la suerte? — le preguntó Baru.

—Estoy jodiendo — aclaró Fátima.

Zulema Braña, más enojada que nunca con el peine, repasaba francés. Se dio vuelta y le
sonrió a Baru y Fátima que eran las únicas que no la molestaban. Agachó la cabeza y con una
actitud casi mística volvió a su libro de estudio. Susana Puig replicó “falta envido” y sus
compinches la aplaudieron y agasajaron. Alvarez le guiñó un ojo a María Pagani y murmuró con
rabia:

—Que varoneras de porquería.

Baru dibujaba triángulos en la tapa de un cuaderno esperando que sonara el timbre de salida.
Fátima la interrumpió:

—¿Vos creés que se salva alguien de acá adentro?

—Nadie — afirmó Baru.

Fátima reflexionó y asustada dijo:

—¿Pero, una al menos?, ¿y nosotras?

Baru tiró el lápiz sobre el pupitre y exclamó indignada :

—Pero tonta, la única manera de salvarse es salvándonos todas.

—Bueno, no te calentés —dijo Fátima—, ¡no sabía que vos también eras izquierdista!

—¿Siempre poniéndole rótulos a todo?

Cuando terminó la clase, bajaron precipitadamente hacia la calle. En el corredor Pardo invitó a
Mecha al bar de la esquina. Ella y Puig tenían que encontrarse con Cáseres, Benítez y Figari.

—No —dijo Mecha—, andá con Susy, yo tengo que hacer.

—¿Con cuál de ellos?

—¿Eh, che, que te pensás que soy Mata Hari? Salgo con un pibe y hay otro tipo que me
arrastra el ala. Un buen candidato, ¿sabés? Pero esta noche se trata de Núñez. Voy a ver si me lo
levanto al Josesito, por joder.

Se despidieron y cada una fue para su lado. En la puerta y a lo largo de toda la cuadra, los
hombres consecuentes aguardaban rondando de aquí para allá, como tigres recostados sobre
sombras contra la pared. Otros, sobre los volantes de los coches, con un cigarrillo en la mano y la
mirada fija en el boquete penumbroso del edificio por donde salían en bandadas las mujeres,
presurosas, con vaivenes y zumbidos, muñequitas alegres en busca de sus destinos nocturnos.

El bar de la esquina a esa hora rebasaba de gente. La palidez de los rostros infundía una
extraña sensación. Nadie quería dar por concluida su jornada y dilataba el tiempo con una bebida o
una conversación pueril. En la mesa la marquilla roja del paquete de cigarrillos parecía pulpa de
tomate. Baru le ofreció uno de los suyos a Delia y revolvió el café todo el tiempo que le llevó
prender con la otra mano el cigarrillo. Andrés le había avisado que pasaría a buscarla un rato más
tarde. Angélica Solís asomó la cara regordeta y se acercó adonde estaban.

—¿Y Sotelo? — preguntó Fátima.

—La verdad, no sé. Ahora lo que ella dijo fue que se iba a cenar a un hotel de lujo con el
novio, el francés, y una camarilla de amigos, todos extranjeros y exóticos.

—Qué boleto, ¿no?

—Sentáte — dijo Baru y le alcanzó una silla.

La bandeja se abría camino entre las cabezas de las personas que estaban en la barra. El mozo
sirvió dos whiskies. Susana Puig le preguntó la hora.

—Figari me dijo que enseguida venía para acá —afirmó Pardo—, le avisaba a Carlos y
Antonio de que estábamos en el boliche y se rajaba.

—Antonio tiene que dar clase hasta la séptima hora —dijo Puig—, vamos a tener que
esperarlo. Ahí viene Figari.

Guardó el moño de pintas en el bolsillo, saludó a gente de varias mesas como si fuera un
personaje conocido y se ubicó, haciendo bastante ruido, frente a las pestañas postizas de Jorgelina.
Le ordenó confianzudamente al gallego del mostrador un Campari y una picada abundante.

—Para entonarme —dijo, y prometió llevarlas a cenar una parrillada con buen vino.

A Susana Puig todavía le duraba el entripado de haber perdido nada más que por orgullo o
ingenuidad la partida de truco, cuando le llevaba más de quince tantos de ventaja y, tontamente, se
le ocurrió cantar la falta, envalentonada sólo por dos buenas cartas y el juego engañoso de su
adversario, que parecía tener tres tristes cuatros en la mano, y al que pretendía destruir sólo por
quedar como una “mina piola” ante sus compañeras. Por eso dijo para vengarse:

—Pero, che Jorge, vos no hacés otra cosa más que pensar en chupar y morfar, con qué poca
cosa te conformás.

—Así que también sos turrita — dijo Figari haciendo gala de su elocución.

Siempre hablaba como si estuviera en un estrado de tribunales, es decir, no con las palabras
sino con el tono de un jurisprudente de los años treinta.

—Como buen poeta —continuó—, tengo tres pasiones: las mujeres, el vino y la comida;
gastronomía, vieja.

—No sabía que escribías — dijo Susana.


—Bueno, tengo algunas poesías en mi haber y muchos poetas amigos, ¿no es lo mismo?

—¿Y cuál de las tres cosas te entusiasma más, o mejor dicho se entusiasman más con vos? —
dijo con ironía Susana, sabiendo que su único y verdadero vicio era el alcohol.

—Las tres por igual —respondió Figari y tratando de cambiar el curso de la conversación, dijo
—: Estamos aburriendo a Jorgelina.

—Por mí no se hagan problemas — dijo Pardo.

—Cómo que no —insistió Figari—, a ver ¿adonde querés ir a morfar?

—Un hombre de mundo — dijo Puig poniéndose en evidencia sobradora—, no necesita hacer
ese tipo de preguntas. ¿Me imagino que por lo menos conocerás todos los restaurantes de Buenos
Aires?

Figari tomó de un trago el resto que le quedaba en el vaso y pidió una vuelta de whisky,
haciéndole gestos al mozo de tres medidas.

—Pero querida —dijo con expresión de autosuficiencia—, yo soy un caballero y un caballero


le pregunta a las damas que invita en dónde quieren pasar la velada.

Carlos Cáseres, profesor de castellano de segundo y tercer año y antiguo conocido de


Jorgelina, lo sorprendió por la espalda y dijo:

—Los caballeros están pasados de moda, viejito.

Lo que fue suficiente para darle pie a Jorge Figari a discurrir acerca de la inalterabilidad de
ciertas normas de la sociedad. Su verborragia estaba matando de sueño a Jorgelina.

—¿Me permiten meter un bocadillo? — interrumpió Cáseres.

—¡Siempre y cuando sea un bocadillo! — dijo Jorgelina como para despertarse.

—No acostumbro a dar espectáculos en público —aseguró Cáseres—, sólo quería preguntar si
alguien me acompaña con una copa y por supuesto, mi predilección, fainá cortadita.

Jorgelina aclaró que lo de la fainá era un invento de su paladar y que Carlos había tenido la
osadía de copiarle los gustos, a tal punto de hacerle asquear lo que antes la enloquecía.

—No te preocupés, me la voy a comer toda yo —dijo Cáseres mirándola devoradorámente.


Imitó el gruñido de un animal salvaje y agregó—, así.

Cuando llegó Antonio Benítez, saco azul cruzado, cuatro botones, alto y espigado, profesor de
química, con la pipa apagada en la mano, protestó contra sus alumnas del último turno. Necesitaba
desaparecer del lugar lo antes posible, porque según le dijo a Cáseres en el oído había alguien del
sexo femenino que lo estaba acechando. Entonces, su amigo, insinuó que quería acostarse temprano
y los impulsó a levantarse. Afuera, Benítez pregonó que desde que lo conocía, todas las noches
repetía lo mismo y nunca iba para su casa antes de las cuatro de la mañana.

A la vuelta, en una calle bastante oscura estaba el estacionamiento. Los tacos resonaban en la
vereda con precisión. Mecha apresuró el paso y sintió frío. Se levantó la solapa del tapado y un
mechón de pelo teñido de negro con reflejos azules quedó atrapado en el cuello. Se detuvo y se
arrinconó en el zaguán de una casa. Estaba ansiosa, vigilaba con recelo la calle, espiando a
escondidas como si estuviera por sorprender a alguien para clavarle una puñalada. El ruedo del
abrigo, largo, a la nueva moda rozaba con un escalón. Titubeó por un momento, pero el ronroneo
del motor se impuso a sus dudas. Las luces de frente de los faroles le dieron de lleno en la cara y
entonces pegó un chistido agudo y después otro a contramano del viento, tan grotesco que la hizo
poner colorada. El coche se detuvo y los ojos miopes de Núñez relampaguearon detrás de los
cristales de los anteojos.

—¿Me llevás? — dijo Mecha.

—Sí —respondió Núñez, esforzándose también por tutearla—, subí.

Anduvieron unas cuadras en silencio. Mecha se desabrochó el tapado y ofreció sus piernas.
Una táctica que nunca le fallaba. Intentó hablar de algo pero no se le ocurría nada. Sólo comentó
dos o tres cosas sobre el colegio y se calló. Luego preguntó cual de todos los chirimbolos de la
maqueta del auto era el encendedor. Sacó un paquete de cigarrillos y lo convidó a Núñez. Él no
aceptó y se sorprendió de que fumara negros.

—No son para mujeres — dijo.

—Pero a mí me gustan —respondió Mecha—. ¿Vos no fumás?

—Me cuido — dijo Núñez.

Mecha aprovechó la ocasión para quejarse de lo malo que venía el tabaco y de los efectos que
le causaban: una tremenda sed, se le ponía la boca seca y pastosa, necesitaba constantemente beber.
Núñez controlaba la hora a cada instante y dijo que tenía poco tiempo pero que si deseaba tomar
una copa podía parar un momento en alguna confitería. Ella accedió de inmediato y fueron a un
Munich que había por el camino.

—¿Te puedo llamar José Luis? — dijo Mecha ni bien se sentaron.

—Sí, claro —respondió—, ¿qué vas a pedir?

—Cerveza.

—¿En pleno invierno? —se asombró nuevamente—, ¿no te hará mal?

Mecha lo estudió con detención, vio cómo él se inquietaba ante su mirada y no pudo controlar
una sonrisa burlona que resultó como un insulto. Para disimular reflexionó:

—Qué tipo raro sos.

—¿Yo soy el raro? —atacó Núñez—. No, vos sos demasiado extravagante para mi forma de
ser, que es distinto.

—Estás enojado —se preocupó Mecha—. Está bien, no sos un tipo raro, sos un tipo
interesante. ¿Te gusta más así?

En realidad Mecha no sabía bien por qué se había propuesto seducirlo. Lo tomaba como un
juego o una competencia. Que sus compañeras se enteraran de que salía con Núñez le daba cierto
status, ya que era una presa difícil de roer y parecía el más distinguido de los profesores varones.
Pero sobre todo porque no era un profesor más dentro de la escuela sino el autor de una serie de
libros de texto, y eso sólo podía llegar a matar a cualquier mujer. No era la clase de persona que
fascinara por sí sola sino a través de la aureola de prestigio de la que se había investido, algo así
como lo inalcanzable. Sin embargo, nadie había advertido que sus libros eran una parodia de la
historia, narcotizantes que escamoteaban la realidad política y que sólo habían servido para
disfrazar los hechos relevantes de la Argentina. Por eso los políticos promocionaban sus libros en
las escuelas y Núñez se había enriquecido gracias a la hipocresía de los gobiernos de turno.

Cuando Mecha se descalzó y empezó a frotarle una pierna por debajo de la mesa, Núñez
recordó que debía irse. Dejó entrever que tenía una cita con otra mujer, alguien que le interesaba
mucho y apuró al mozo con la cuenta. Prometió invitarla con más tranquilidad a cenar y se disculpó
varias veces por el compromiso pendiente que no podía postergar esa noche y la dejó en la puerta de
su casa con un breve saludo de palabras.

Aunque desilusionada, Mecha no pensó en desistir. Nadie la había rechazado de esa forma y
esto la impulsó a proseguir con la empresa que había comenzado. Se propuso acosarlo abierta y
descaradamente y destrozarlo en la primera de cambio. Ahora sólo por capricho.

Desde la ventana se podía ver la mancha negra del río y los reflejos de las luces artificiales de
la costanera como fogonazos sobre el agua, dentro del carrito el humo de la parrilla y el olor a asado
apestaban. A Jorgelina todavía le faltaba terminar el postre pero lo dejó por la mitad. Susy miraba
embelesada el río mientras ceremoniosamente saboreaba una tras otra las pitadas, con una atractiva
expresión de tristeza. De pronto se volvió. Cáseres jugueteaba con una oreja de Jorgelina. Benítez
largó una carcajada. Figari terminaba de contarle un chiste sobre carreras de caballos. Susana
calculó cuántos metros tenía de ancho el muelle y cuánto de profundidad el río en ese lado de la
costa, y recién entonces quedó convencida de que podía saltar la pared con facilidad y dejarse
hundir por las aguas aceitosas del Plata, si de ahí en cinco años no hallaba lo que había estado
buscando durante toda su vida. Un plazo respetable, pensó, después de los treinta a una mujer se le
hace muy cuesta arriba encontrar el amor, vivirlo con la plenitud con que ella lo deseaba. Sólo podía
justificar su existencia con la realización de una pareja, no la convencional, eso ya no le importaba,
sino algo distinto, relativamente duradero y donde los sentimientos se sobrepusieran a todas las
eventualidades. Necesitaba enamorarse, compartir gustos y experiencias. Vivir el amor. Pero dudó.
No pudo dejar de asociar aquella conversación que había mantenido en Zum-Zum con Baru, cuando
entre otras cosas, había dicho que las mujeres estaban demasiado reventadas para salir de su
detestable condición de domésticas. Eso la había herido y reaccionó mal sin saber bien por qué. Ni
siquiera lo que había emprendido año tras año pudo lograr, un poco de tranquilidad y satisfacción de
sí misma. Y se empecinó con una frase: soy un aborto de la especie, repitió y tuvo ganas de salir
corriendo y tirarse al río.

—Eh, muñeca —le dijo Benítez—, ¿por dónde andás? Acercáte al mundo.

—¿El mundo? —dijo Susana con la cara ensombrecida—. Es un bolo fecal perdido en el
universo.

—Uy —exclamó Benítez—, qué mina revirada.

Cáseres interrumpió los arrumacos y lanzó uno de sus dardos:

—Mejor decí sorete, nena, no te hagás la intelectual que estamos en confianza.

—Qué reventados de mierda — dijo alterada Susana.

—¿Te incluís? — le preguntó Cáseres.

—Sí, me incluyo.
Figari trató de calmar los ánimos. Había tomado demasiado como para meterse en la
polémica, y no quería dejar de ser centro de atracción. Propuso postergar las acideces para otro día y
continuar la farra en un boliche donde aseguró, pasaban muy buena música y servían unos tragos
fuertes y deliciosos. Cáseres se negó:

—No cuenten conmigo, ya dije que quiero acostarme temprano.

Benítez adivinó sus intenciones y creyó conveniente deshacerse de Figari lo antes posible. Él
estaba solo y ellos en pareja. No iban a desaprovechar la noche por hacerle el juego.

—Mira, viejo —dijo Benítez— ya es muy tarde. Yo acompaño a Susy hasta la casa y Carlos a
su polluela —refiriéndose a Jorgelina—. Cada uno trajo su coche, así que no hay problema de
transporte y vos también andate a tu casa que tenés una mama que te caés.

Se despidieron en la puerta del carrito. Figari se fue tambaleando hasta el coche, y arrancó
largando humo por el caño de escape.

—No te vayás —le dijo Benítez a Cáseres—, esperame un cacho.

Se apartó unos metros con Susana, hablaron durante unos minutos y regresaron.

—¿Por qué tanto misterio? — preguntó Cáseres.

—Vamos los cuatro juntos a tomar un café —dijo Benítez—, vos seguime que voy para el
lado del centro.

—¿Para qué? — preguntó Cáseres.

—Dale, haceme caso que no te vas a arrepentir.

Pararon en un café de Viamonte y Uruguay. Benítez bromeó un rato, dio algunas vueltas,
rodeó al asunto de un clima intrigante, pero, ante la insistencia de los demás, finalmente explicó lo
que tenía en mente. Un amigo de la noche, de esos tipos bárbaros como hay pocos, le había prestado
las llaves de un piso que estaba a la vuelta por Tucumán y que tenía una cama redonda que giraba.

—¿Giratoria? — dijo Jorgelina deslumbrada.

—Como lo oyeron —afirmó Benítez—, es un departamento de locura.

Cáseres se mostró reacio. Adujo que tenía otros planes.

—Ustedes fanfarronean mucho —dijo Susana atacando a Cáseres—, pero en el fondo son
unos moralistas burgueses.

—Mirá, Susy —respondió ofendido—, si vos tenés ganas de pasar una noche conmigo, no
creo que estos dos pongan reparos, yo tampoco los pondría si ellos quieren hacer lo mismo, pero lo
de la cama redonda es influencia de alguna mala película sueca y a mí no me gusta el cine.

—Cuando te plantean algo fuera de lo común —replicó Susana—, te achicás. No te arriesgás


a un poquito más. No vaya a ser que se te desmoronen los conceptos machistas.

—Irónica, la nena — dijo Benítez guiñando un ojo.

Jorgelina, que siempre estaba fuera de toda controversia, porque nada le interesaba lo
suficiente, había quedado encandilada con lo de la cama giratoria.
—Vamos, che —dijo—, aunque más no sea para conocer el bulín.

Y fue la que los impulsó a tomar una decisión.

Para llegar hasta el estudio había que subir dos pisos de escalera. El corazón le latía con tanta
fuerza que parecía que le iba a saltar del pecho. Sacó un manojo de llaves y abrió la puerta. Antes de
cerrar frotó el puño de la camisa contra la chapa de bronce y se sintió feliz. Atravesó la salita de
espera y entró a la oficina. A esa hora de la madrugada, hacer un ruido en medio del silencio, podía
ser un pecado mortal. Por eso Jorge Figari cuidó cada uno de sus movimientos. Del portafolios
extrajo una petaca de whisky y bebió un trago largo de la botella. En todo el despacho había sólo un
sillón de cuero antiguo con el elástico roto asomándose como una espiral por el asiento. Esquivó el
alambre y se relajó todo lo que pudo. Noche tras noche antes de regresar a su casa, pasaba una hora
allí rememorando cosas del pasado. Ese era su antiguo estudio, donde había ejercido su profesión
durante quince años y donde había conocido a la única mujer que había dicho amarlo. Desde su
abandono, había sobrevivido en una constante farsa. Le pagaba a las mujeres para que se acostaran
con él y se pegaba como una estampilla a sus amigos para estar un rato acompañado. No había sido
muy limpio en ciertas cosas y ahora que tenía cincuenta y cuatro años, eso, a veces, le remordía la
conciencia. Pero él se justificaba: a un hombre que le gustaba comer y beber bien y se veía obligado
siempre a pagar por un favor, no podía menos que rebuscársela en la vida y sacarle un poco a los
otros, que por derecho le correspondía.

Pronto iban a tirar abajo el edificio, ya no quedaba ningún vecino, ni las ratas, pero igual
Figari, melancólico, porteño, solo, borracho, se aferraba a esas cuatro paredes con la esperanza de
reconstruir lo que ya estaba terminado. No podía acostumbrarse a su nuevo estudio. A los muebles
modernos, a la secretaria joven que lo despreciaba, a la vida que se le iba de las manos porque se le
habían agotado las mentiras y estaba atrapado por el lobo como el pastor del cuento.

Cuando vació la botella, se le cerraron los ojos y se quedó dormido.

Encerrada en su habitación, Baru leía los apuntes que había escrito con una letra tan
desaforada que se asustó de esa otra persona loca que llevaba adentro. Eran las cuatro de la mañana
y estaba completamente desvelada, como todas las noches en las que Andrés iba a buscarla al
colegio y se quedaban charlando en alguna esquina o tomando un café en un barcito pequeño y
tranquilo de la calle Uriburu.

La lamparita del velador, demasiado recalentada, comenzó a titilar. Sin embargo había tantas
cosas que rondaban en su cabeza que no quiso permanecer despierta en medio de la oscuridad,
desprovista de una luz que la protegiera de tanto desamparo. ¿Qué produzco?, se preguntó, ¿qué
hago de bueno o de malo que justifique mi vida? ¿Por qué tanta complicidad con los cómplices?

En una hoja garabateó tres palabras: anér, andró, ándres, ¡Andrés!, dijo, y se sobresaltó con el
sonido de su voz. ¿De dónde había sacado aquello? ¿Quién le había dicho que en griego Andrés
significaba hombres? Inmediatamente escribió en el cuaderno: “estudiar, alguna vez, griego y latín
para buscar en los orígenes el sentido de las cosas”. Después, subrayó de los meses anteriores todo
lo que le parecía que marcaba el ritmo de los acontecimientos:

MAYO
3 — Se dicta una ley fijando la necesidad de una reforma de la Constitución y la fecha de elecciones.
4 — Huelga de docentes.

El ocio es más provechoso que estudiar las deshonestas materias del secundario. ¿Llena
acaso la escuela las necesidades de alguien que quiera realmente aprender?

19 — La CGT condena el “acuerdo social


22 — Asalto a la compañía Ítalo de Electricidad (200 millones de pesos moneda nacional).

30 — No vale la pena llenarle la cabeza a las compañeras del colegio con cosas que no
pueden entender, que no entendemos. Somos un caso perdido.

JUNIO
14 — Hay en el Gran Buenos Aires 300.000 desocupados,
Rectificación: 300.001, capaz que no me incluyeron, los cretinos. Por ser mujer, joven, buena
candidata al casorio.

19 — Arturo Frondizi es reelecto presidente del MID, Ricardo Balbín de la UCR. Nada nuevo
bajo el sol.
23 — Protesta contra la veda. Concentración de 3000 obreros de la carne en la Casa Rosada. Existen,
aunque no parezca. ¿Pero dónde están las fábricas en Buenos Aires?
27 — Se resuelve rehabilitar a Juan D. Perón para ejercer sus derechos políticos.

29 — Averiguar qué quiere decir “misógino”.

Debajo de la manta, los cuatro, despatarrados y ojerosos, dormitaban en paz. El espejo del
techo reproducía la imagen con excesiva fidelidad. Las paredes blancas, trabajadas en relieve,
ondulantes como pezones y la alfombra roja, le daban al ambiente un aire tropical. Los colgantes de
acrílico aportaban apenas un toque distinguido y frívolo, acorde al resto del departamento
abrumadoramente chic. Lo que se podía considerar digno de buen gusto era un mural con el perfil
de una pareja desnuda, una foto quemada de gran calidad.

Cáseres abrió los ojos, se vio con disgusto retratado y una voz ronca, la suya, irreconocible,
dijo: “Ya amaneció”. Algo se movió al lado suyo. Susana respiró, se quejó, se dio vuelta y puteó
entre sueños. Un largo bostezo sacudió a Jorgelina. Se despertó de golpe y con el dedo gordo
comenzó a hacerle cosquillas a Cáseres.

—Che, Antonio —dijo—, sos un mentiroso de mierda, la cama no gira ni por joda.

—Dejáme en paz —respondió Benítez—, estoy palmado.

Después de tantearse la panza, Cáseres se incorporó. Al rato se revolcó entre las sábanas y le
aplastó un brazo a Susana. Ella protestó y pidió que la dejaran dormir. Jorgelina apoyó las plantas
de los pies sobre las de Cáseres y comenzaron a hacer una especie de bicicleta despareja.

—Te va a hacer bien para adelgazar las grasas — le aconsejó Jorgelina.

Durante la noche Cáseres se había mostrado preocupado. Algo de lo que le había dicho su
esposa lo tuvo inquieto. Hacía más de cuatro años que estaban separados. Tenían dos hijos en edad
escolar. Ahora vivía con sus padres, en la antigua pieza de soltero y trabajaba en el negocio de la
familia. Lo de profesor lo tenía como un hobby, una distracción como cualquier otra que le permitía
ser reconocido como algo más que un comerciante, a pesar de que económicamente no le rendía.
Por otro lado, Jorgelina que no tenía ningún motivo para estar nerviosa y por supuesto, no lo estaba,
se había comportado, en los reiterados ataques a su sexo, con una total indiferencia. Sin expresar ni
la más mínima sensación de placer. En cambio, Susana había combatido con un odio infernal,
retorciéndose voluptuosamente, como si algo por dentro la quemara.

—¿Adivinen lo que más me gusta del departamento? —dijo Jorgelina y sin esperar respuesta
afirmó—, el teléfono.

Susana que se estaba desperezando dijo:

—Viste, blanco, como en las películas de la Metro.

Cáseres las hizo callar, manoteó el teléfono y marcó un número.

—¿A quién vas a joder a esta hora? — preguntó Benítez.

Tapó con la mano el auricular y respondió a media voz:

—Son casi las siete, le voy a preguntar a mi ex como sigue el pibe. Ayer tenía 38 y medio de
fiebre.

Las chicas, antes de irse, quisieron pegarse una ducha. El baño olía a creolina. Mientras
Susana terminaba de retocarse el maquillaje, Jorgelina desde la bañera le preguntó:

—Che, ¿qué te pareció Carlos?

—Demasiado precoz.

Metió sin querer la cabeza debajo de la lluvia y se empapó el pelo. Luego cerró el grifo y se
acordó de algo.

—Susy —dijo—, ¿con qué te cuidás?

—Uso diafragma, ¿y vos?

—Pastillas.

Saltó de la bañera y por todos los medios trató de que no se le ondulara la cabellera larga y
negra que lucía como arma de seducción. Se maquilló, se colocó las pestañas postizas y cuando
recobró su belleza y sensualidad giró sobre una de las puntas del pie y frente al espejo gritó:
“shock”, y se fue canturreando “de frescura... limón”, como en el aviso publicitario de moda.
GRABACION PASADA EN LIMPIO

Los boliches para mí siempre fueron el refugio ideal. Cuando creí terminada la relación con
Elsa, comencé a frecuentar “Babieca”, qué se yo, para matar el tiempo. Tomaba algo y ponía discos
en la máquina. Había un ambiente sofisticado que me fascinaba. Yo sólo era una observadora, nadie
me llevaba el apunte. Pero igual iba todos los días para crearme fantasías con la gente de allí, me
intrigaban. Qué manera de darle rienda suelta a la imaginación. Pero como todo, me llegó la hora.
Recuerdo que una tardecita yo estaba parada frente a la máquina un poco indecisa tratando de elegir
una pieza que me gustara, cuando sentí que alguien me rozaba una pierna. Me corrí sin darle
importancia. Al lado había una mesa con unos muchachos bastante alocados y una rubia que pasaba
los treinta vestida de negro. Al rato, otra vez me tocaron, era la rubia teñida que me llamaba. Me
pidió que le pusiera un disco de Tito Rodríguez. Le pregunté “¿cualquiera?” “Sí”, dijo y me invitó a
que me sentara con ellos. Más bien me lo ordenó. Hablaba con un tono imperativo y confianzudo.
Los pibes eran tres tilingos de una agrupación comunista. Charlaban de política, eso creo. Querían
convencerla a la rubia de una sarta de cosas. Pero se veía que ella estaba en otra, distraída y
nerviosa. Constantemente controlaba la hora. Hasta que por fin desembuchó su preocupación. No
tenía a dónde ir a dormir, dijo, esperando que alguno de los de la mesa le solucionara el problema.
Los chicos se hicieron los osos. Uno resumió lo que pensaban los tres: no tenían un peso y los
padres no les permitían llevar extraños a la casa. Yo, comedida como de costumbre, le ofrecí
compartir mi cuarto en el hotel. Ya tenía paga la habitación para dos personas hasta fin de mes,
cuando Elsa me abandonó. Me pareció justo ser generosa con alguien que estaba sufriendo lo que
yo había padecido en carne propia por no tener un techo. Por otra parte, ¿por qué no iba a poder
aprovecharlo?, el gasto estaba saldado. Mi ayuda fue desinteresada. También puedo comportarme
como una mujer, con otra mujer. Ella aceptó de inmediato. Bebimos de más otros tragos y nos
levantamos un poco mareados de la mesa. Todos, sin excepción. Los pibes insistieron en
acompañarnos, se había hecho muy de noche. No habremos caminado normalmente dos cuadras,
cuando se echaron a correr como locos. Yo me había quedado parada sin saber qué hacer. Se
aproximaba un patrullero. Me gritaron que corriera también. Me dio miedo, así que rajé con ellos.
Me acordé de lo que los pibes habían estado hablando y no teniendo nada que ver, igual podían
complicarme con esa supuesta agrupación comunista. No me gustó la idea, de ninguna manera. Al
llegar al hotel, el gallego de la recepción me detuvo para preguntarme si era cierto que yo tenía los
documentos de una señorita que había subido a mi habitación y que se iba a quedar a dormir. Le dije
que sí y se los entregué para que la anotara, la rubia me había dado en el bar la cédula para que me
encargara de arreglar su estadía. Ni bien puse un pie en la escalera para subir, cayó la policía. Me
preguntaron dónde estaba la otra. Arriba, les respondí. Al encargado del hotel también lo
interrogaron. Querían saber si él conocía el nombre de la rubia. El gallego les dijo que no, pero que
ahí tenía los documentos, si los necesitaban ver. “No sabe como se llama, tampoco la ha anotado en
el registro y ya está en la habitación”, dijo uno de los canas irónicamente. Luego nos pidieron a los
dos que los acompañáramos arriba. El gallego no entendía nada, yo menos. Los policías revisaron
los documentos de la rubia y también los míos. Mi cuarto estaba en el primer piso. Uno de los canas
abrió la puerta y entró. Gaby, la rubia, ya estaba metida en la cama. A mí me dejaron esperando en
el pasillo, al gallego le permitieron bajar. Después, el policía salió de la habitación y me encaró.
Nuevamente revisó mis documentos. Me preguntó si yo la conocía de antes. Le expliqué la historia.
Conté la verdad de lo que había sucedido esa noche. No conviene mentir. El cana se había avivado
de que mis documentos estaban fraguados. Los había adulterado para no tener problemas por la
edad. Yo soy del cuarenta y cinco y al cinco lo había transformado en cero. De todos modos
representaba más edad de la que tenía. Entonces me hizo un interrogatorio modelo: quién sos, qué
hacés, por qué esto, por qué aquello, hasta que me dijo si yo andaba en el mismo camino que la otra.
Qué sabía yo de la rubia, además de que era rubia teñida. El policía me informó de su prontuario:
era una prostituta muy conocida en el barrio, con varias entradas y afines. Yo juré, rogué, negué que
nada tenía que ver. No sé si me creyeron, la cuestión que los vino a buscar un oficial y se fueron.
Todo pareció calmarse. Los pibes habían desaparecido y no los volví a ver más. La cosa pasó al
olvido. Yo estaba muy cansada, muerta de sueño. Gaby se disculpó, no era su intención meterme en
líos, expresó afligida. A mí me daba lo mismo, con tal de que se corriera y me dejara un lugar en la
cama, para peor de dos plazas. Doy mi palabra de honor que mi intención era dormir. Pero se me
echó encima, no la pude rechazar. Era una tipa, una mujer y basta. Lo triste fue a la mañana
siguiente. Hablaba hasta por los codos. Dijo que era la primera vez que tenía relaciones
homosexuales. No le creí ni me importó. Sólo quería deshacerme de ella. Fue imposible. Comía y
fumaba como una condenada a costillas mías. No quería ir más a laburar. Y eso que se encontraba a
cada rato con clientes por la calle que le ofrecían buenas sumas. Era un radio donde se cotizaban a
precios altos. Su nombre de batalla, según con el bicho que tropezara, podía ser Gaby, Malena o
Pollito. Qué ridiculez. Un buen día Gaby quiso retribuirme los favores recibidos presentándome a
unos amigos de ella entre los que se encontraba, dijo, un personaje similar a mí. Yo, hasta ese
momento, vivía con la angustia de creer que era el único ser humano con estos vicios y me agradó
la idea de conocer un monstruo de la misma calaña. Para sentirme acompañada, eso habrá sido. Así
que una noche, después de comer, fuimos a la Comedia. Antes de entrar me señaló una mesa y me
indicó: “Esa que está sentada de espaldas, que parece un hombre, es Blanca, pero no se te ocurra
llamarla así, acá todos la conocen por Adrián. Y el que está al lado, es llamado Frand”. Cuando la
miré de frente, recién me pude convencer de que era una mujer, por el busto. A Blanca siempre la
mató tener mucho pecho. Ella fue el centro de atracción. Contó con lujo de detalles sus aventuras
amorosos. La envidié. Después me harté de sus fanfarronadas. Me apoyé en Frand, me gustaba
como hablaba porque decía muy poco; en realidad, era muy callado. Cuando salí de ahí me prometí
no ser nunca como Blanca, para ella las mujeres eran cualquier cosa. Frand me invitó a comer a la
casa. Habíamos amanecido en el centro, ya era casi mediodía. Enseguida me impresionó como un
tipo macanudo. Vivía con un tío de plata, de mucha plata, pero que no le aflojaba. Pretendía que el
muchacho estudiara o al menos se ocupara de algo. A él ninguna de las dos cosas le interesaban. Por
eso se acostaba con maricones, los conocía al dedillo, todas sus debilidades. Los elegía por la
billetera, le gustaba darse la buena vida. En poco tiempo fui entrando en el círculo de amistades de
Blanca y de Frand, gente muy peculiar. Con ellos de la mano debuté por Corrientes. Adonde nos
sentábamos aparecían infinidad de tipos y de tipas. Hasta ese momento ella copaba la banca. Pero
poco a poco me gané su puesto. Cuando cerraron la Comedia inauguramos otros bares. Por entonces
Blanca se la pasaba hablando de una chica anónima con la que estaba saliendo. No la quería
mostrar. Tenía miedo de su pichón de aprendiz. La empezamos a cargar. La apuramos. Pronto se vio
obligada a darnos nombre y apellido y constancia de su existencia. Su flamante conquista se
llamaba Edith y estaba citada en La Giralda con ella. Con Pelusa, otra compañera del gremio y
Frand fuimos a comprobar si era tan increíblemente atractiva como Blanca la pintaba. Lo era y
mucho más, tenía el aspecto de una dama y la frescura del adolescente. Una combinación perfecta.
Nadie salía de su asombro. Yo me mostré misteriosa y reflexiva, sobre todo prudente y sólo le eché
dos o tres miradas de soslayo, profundas y significativas, que no pasaron desapercibidas. Charlamos
con más altura que de costumbre y competimos en la seducción descarnadamente, cada una a su
manera, hasta que Edith se levantó. El baño de La Giralda tenía una sola puerta general por donde
entraban hombres y mujeres, después adentro se dividía en dos sectores, uno para cada sexo. No se
por qué, sin ningún disimulo, fui detrás de ella. En el baño le pregunté si era cierto que salía con
Blanca y respondió afirmativamente. Quiso que me fuera y la dejara sola. Temblaba. Frand también
había ido al baño, así que cuando regresé a la mesa él no estaba. Al rato volvió y me puso en el
bolsillo un papel. Yo pensé que era una broma de Frand, simplemente y lo leí delante de todos.
Decía: “Te espero mañana a las ocho, no hablés una palabra con nadie”. Blanca me lo arrancó de la
mano. Aguardó a que regresara Edith. Ella tenía un cuaderno de papel cuadriculado. Se cercioró si
el papel pertenecía al cuaderno y una vez que lo hizo se puso enfurecida. “No te rompo la cara
porque me das lástima”, me dijo. Qué graciosa, si yo sólo la llegaba a soplar y la tiraba al suelo. La
tomó de un brazo a Edith y la sacó a empujones de la confitería. Pobre piba. Blanca era muy sádica,
capaz de matarla a palos. Dejamos por un tiempo de vernos. Se había enojado conmigo. Entonces
yo me uní más a Frand y conocí algunos de sus amigos. Me acuerdo de Roberto, el dueño de la
sastrería Astros, donde se vestían muchos artistas. Era de dinero y no parecía homosexual. Sólo le
encantaba estar metido entre maricones y lesbianas. Claro que él hacía su negocio. Les alquilaba
ropas y pelucas a los maricones y vendía vestuarios completos a los boliches de strip-tease. Conocía
a todos los travestís de Buenos Aires. También organizaba despelotes en departamentos y casitas
apartadas del centro. Nosotros lo acompañamos varias veces a esas jodas, qué tiempos. Cuando fui
por primera vez, yo tenía un poco de miedo pero una gran curiosidad, me llevé de acompañante a
Pelusa. Ella enseguida entró en ambiente, yo tuve mis reparos. Me aparté en un rincón para
visualizar mejor el espectáculo. Quedé prendida de una tipa alta y espigada, de ojos grandes y piel
transparente. Pero la muy puta no hacía otra cosa más que refregarse con todos los hombres de la
reunión. Le gustaba que le tocaran el traste. Yo me puse mal. Pensé que la mina no iba a agarrar
viaje conmigo ni por hobby. Sin embargo guardé mis esperanzas hasta último momento. Después
alguien propuso desnudarse y empezaron a volar las pilchas por el aire. Yo centré mi atención en
ella, dispuesta a tirarme con todo, amén al posible rechazo y consiguiente defraudación. Una gran
defraudación: resultó ser un “machito” excitado con una medida colosal, que se abrió las nalgas y
rogó que alguno de los caballeros presentes le hiciera el favor. La busqué a Pelusa y la saqué de allí.
Terminó de vestirse por el pasillo, mientras rezongaba a más no poder. Me arrepentí, la hubiera
dejado a ella y yo me hubiera mandado a mudar sola. Pero necesitaba compañía. Nos fuimos al
Farolito a comer lentejas. Tenía mucho hambre. Pelusa empezó a fichar. Había reconocido a
alguien. Una piba a la que seguía de vista. Era muy linda. Nunca se había animado a hablarle
porque siempre estaba custodiada por un tipo grandote, rubio, de aspecto alemán. Asustaba. Yo por
jorobar nomás, la incité a que la provocara. Pelusa no tenía muchas ganas, por el tipo. Pero la chica
valía la pena. Jugamos una apuesta: si ella sacaba alguna ventaja, yo le pagaba la cena, de lo
contrario el gasto de la comida corría por su cuenta. Caradura, Pelusa se plantó frente a la piba. No
sé qué le habrá dicho, pero regresó sabiendo que se llamaba Paola y que por lo visto era muy audaz.
Le había dado su número de teléfono, incompleto, nosotras teníamos que adivinar el último. Yo le
pagué gustosa la comida a Pelusa con tal de apropiarme del teléfono, total, del cero al nueve podía
ser cualquiera y no iba a resultar difícil si Paola no nos había engañado. Al otro día comencé a
marcar números. Di con una escribanía donde sí conocían a una señorita de tan lindo nombre. No
estaba, había salido a almorzar y no sabían cuándo iba a regresar. Me dijeron que si la necesitaba
ver urgentemente era mejor que fuera a Betino, que podía ser que la encontrara allí. Me facilitaron
la dirección y me largué en su búsqueda. Ella estaba, sí, ahí, con el pelo recogido leyendo un libro.
Me quedé parada mirándola hasta que levantó la cabeza y sonrió. Tomamos café y charlamos sobre
bueyes perdidos. Tenía diversas vocaciones, todas dirigidas hacia el arte. En varias oportunidades le
pregunté si no tenía que ir a la oficina, preocupada por su trabajo. Me respondió que no quería una
madre persecuta sino alguien con quien pasar el rato. Había cosas que yo no le entendía, pero estuve
cinco horas enteras sin aburrirme. Qué ser extrañamente encantador. Finalmente quedamos en dar
una vuelta por el Farolito o La Giralda en los días siguientes sin poner hora ni fecha fija para ver si
el azar nos reunía nuevamente. Durante quince días me la pasé de bar en bar tratando sin éxito de
que se diera la coincidencia. La llamé varias veces a la oficina con la misma mala suerte de no
hallarla. Creí que se hacía negar porque yo no le había interesado. Intenté sacármela de la cabeza,
aunque de vez en cuando volvía al Farolito sólo con la esperanza oculta de verla allí, donde la había
visto por primera vez.
Por la zona donde andaba siempre, había un lustrabotas al que yo le tiraba unos pesos de más
cada vez que me lustraba los zapatos. En esa época fumaba “Marlboro” y el pibe me mangueaba
uno. Pensaba que tenía plata por la marca de los cigarrillos. A veces lo convidaba a almorzar.
Parecía un buen chico, me caía simpático. Se llamaba Carlitos y apenas tenía quince años. Le
expliqué que todo lo que reluce no es oro. Yo vivía al día pero me echaba lo que ganaba encima.
Qué sorpresa se llevó cuando le dije que trabajaba vendiendo bonos. Como estaba sola, la gente
andaba desparramada, lo hice mi compañerito. En esos días había trabajado muy duro, no tenía con
quien distraerme y me había armado de unos cuantos pesos. El pobre era un andrajo. A mí me daba
lástima. Una tarde lo llevé conmigo a una tienda y le compré ropa y yo cambié todo mi ajuar.
Después le pedí que me hiciera la gauchada de llevarme los paquetes al hotel, el conserje lo
conocía, nos había visto juntos varias veces. Yo estaba muy apurada, tenía que ir a la agencia antes
de que cerraran a hacer rendición de cuentas, así que le di la llave de mi habitación para que él se
costeara hasta allá y me dejara mis pilchas nuevas sobre la cama. Arreglé también en encontrarme
más tarde con él en el Farolito para cenar. Cuando fui allí no había nadie, era día lunes y los lunes
estaba cerrado al público, a excepción de los habitués del lugar, amigos de Ricardo, el dueño.
Cuando me vio él me hizo pasar, siempre jugábamos al truco. Me ofreció café y empezamos una
partida. En eso aparecieron dos orangutanes, compañeros de joda de Roberto, a quienes yo ya
conocía de uno de los tantos despelotes que organizaban en los bulines del Bajo. Eran dos vividores
que, paralelamente a trabajar en la policía, se dedicaban a solucionar todo problema que se suscitara
en esos quilombos, ya sea por denuncias de vecinos o por algún escándalo de maricas o de minas. A
mí me habían tomado para la farra y me hacían la vida imposible. Estaban bastante borrachos, y
encima pidieron cerveza. Ricardo los atendió y después continuó jugando conmigo. Uno de ellos
me llamó, yo hice oídos sordos. Volvió a llamarme una y otra vez, casi a los gritos. Me di vuelta y le
dije que si quería decirme algo que viniera hasta donde yo estaba. El muy energúmeno se levantó
furioso y me agarró de la solapa del bleiser: “Cuando yo te llamo, vos tenés que venir. Entendiste
turrito”, me amenazó. ¿Ah, sí, le dije, y vos quién sos? “No te hagás el machito”, dijo y me pegó
una cachetada. Yo para defenderme le partí un pocillo en la mano que tenía apoyada sobre la mesa.
Ricardo trató de calmarnos. Quiso ir por ayuda. El otro lo paró en seco y lo arrastró al baño, donde
lo encerró. “Y ahora —dijo el que me tenía maniatada, refregándome la sangre de la mano por la
boca—, te vamos a enseñar a ser mujer”. Yo traté de resistir los golpes, pero me reventaron a
patadas. Uno me sujetó los brazos y el otro me trompeó por todos lados. Cochinos. No sé de dónde
saqué fuerzas, con las piernas volteé la mesa y me desprendí de ellos a los puñetazos limpios. Con
la desesperación que tenía no abrí la puerta para salir, la atravesé. Corrí como una loca y me subí al
primer colectivo que vi. Los vidrios me habían cortado una pierna. El tajo era grande y profundo.
Estaba a la miseria. La gente del colectivo me miraba: tenía los tobillos hinchados por las patadas y
la cara llena de moretones y pequeños cristales incrustados en la piel. A las pocas cuadras me bajé y
subí a un taxi. Le pedí que me llevara a la Cruz Azul. Allí lo único que me hicieron fue limpiarme la
herida. Para darme una atención completa tenían que hacer intervenir a la policía y eso yo no quise.
Me dijeron que fuera a un hospital de la provincia. Me habían mortificado a preguntas. Supusieron
que la herida había sido hecha con una sevillana y con el aspecto que tenía nadie podía creer una
palabra de la versión que inventé. Cómo iba a contarles la verdad siendo los tipos de la policía. Me
acordé que Blanca vivía en San Miguel y me fui para su casa. Cuando abrió la puerta y me vio, ni
siquiera fue capaz de preguntarme qué me había pasado. Lo único que dijo fue “andate porque está
mi vieja y a ella le disgustan mis amistades”. A esa altura yo me sentía muy mal. Apenas si pude
moverme para regresar al centro. De un teléfono público llamé al Farolito para saber cómo habían
terminado las cosas. Me atendió Ricardo, protestando porque le había hecho gastar cuatro mil pesos
en vidrios. Le expliqué mi situación. Estaba muy lastimada. Entonces me dijo que me fuera para
allá. En el sótano del restaurante había un sofá y allí me quedé a pasar la noche. Al otro día volaba
de fiebre. A la fuerza me llevaron a Salud Pública, yo temía la intervención policial. Estaba
seminconsciente pero con esa única preocupación. Después me dormí. Me despertaron dos policías.
Ya estaba internada. A las preguntas respondí con el silencio, me hice más la enferma de lo que
estaba. Se fueron para regresar otro día cuando estuviera mejor. El médico que me atendió me dio
una mano para que me dejaran de molestar. Yo estaba en pésimo estado, había tenido un principio
de gangrena, si hubiese tardado unas horas más en ir a curarme, me tenían que cortar la pierna. Ni
siquiera me pudieron coser, sólo me colocaron cinco ganchos. Estuve internada cuatro días, en ese
ínterin me fueron a visitar Blanca, arrepentida y avergonzada, y Frand. Cuando me sentí un poco
mejor, no bien del todo, me escapé sin dejar rastros. Fui directamente al hotel para cambiarme, tenía
la ropa estropeada, manchada de sangre y rota. Cuando llegué el conserje me miró como si viera a
un fantasma. Ya no tenía habitación, ni ninguna de mis pertenencias. Carlitos, el lustrabotas, me
había desvalijado hasta el cepillo de dientes. Quedé, lo que se dice, desnuda. Con una mano atrás y
otra adelante. Inmediatamente me fui a la agencia y le conté a Alejandra lo que me había sucedido.
Me prestó bonos en consignación y salí con esa facha que tenía a laburar. Claro, que mal vestida en
ese tipo de trabajo se gana mucho más. La gente se conmueve de los andrajos, como yo me había
conmovido de Carlitos, el muy sinvergüenza, lo mal que me pagó. Con los primeros mangos que
saqué me fui a la casa La Mota y me compré unas pocas pilchas como para volver a empezar.
Quemé los trapos sucios y me envolví con el nuevo equipo. La Giralda otra vez estaba llena de
gente amiga y de algunas caras nuevas. Se ofrecieron a levantarme el ánimo. Yo no me hice rogar.

Pelusa incorporó a un nuevo miembro: Pupi. Una chica más, sin ningún atractivo pero con un
gran corazón. Junto con Frand formábamos un cuarteto estrepitoso en las noches de Corrientes. A
todo esto yo me había olvidado de mi pierna y de los remedios que tenía que tomar. Al poco tiempo
comencé a sentir mal olor por todos lados. Era un olor a podrido que me perseguía. ¿Había entrado
en putrefacción mi corazón? Cuando se me ocurrió sacarme el vendaje para ver cómo andaba mi
pierna, recién ahí me avivé de que provenía de la herida. Pupi, que se había encariñado
tremendamente conmigo, me llevó a un médico. Me tuvieron que drenar. Sufrí como una
condenada. Me aconsejaron reposo. Pupi me obligó a vivir en su casa para controlar si cumplía o no
con lo recetado por el doctor. Ella vivía con su madre en un conventillo oscuro y húmedo. Tenían
una pieza grande, dividiera en tres partes: de un lado, estaba la madre; del otro, una subinquilina de
setenta y tres años; y del otro, nosotras dos. Pupi era una tipa muy cargosa que se pegó a mi lado
melosamente, algo que yo odiaba. Me brindaba todos los rudimentarios cuidados de los que
disponía. Le encantaba bañarme y frotar su dedos pegajosos en mi cuerpo. No podía estar ni a sol ni
a sombra sin ella. Ni bien se dormían las otras mujeres empezaban los forcejeos. Quería a toda costa
hacer el amor. Tanto ocio y miramientos iban a volverme loca. Lo único que deseaba era quedarme
a solas. Aprovechaba los momentos en los que Pupi se iba a hacer las compras, para pedirle el
teléfono prestado a la vieja y hacer algunas llamadas. Siempre marcaba el número de Paola, no me
había olvidado de ella. Un día, por fin, la pude ubicar. Nos citamos. Para concurrir a aquel
encuentro tuve que fugarme del conventillo. Nada me importó. Paola era un bocado apetitoso. Yo le
pedí algunas explicaciones que se vio obligada a dar. Cuando quiero puedo llegar a intimidar mucho
a la gente. Blanca, quien sabe por cuáles artimañas o tal vez por una traición de Pelusa, se había
conectado con Paola y estaban saliendo juntas. Ella, como todas las mujeres que tenían algo que
ver con Blanca, le tenía miedo. Tomé el asunto por mi cuenta. Le hice prometer que continuaría
viéndose conmigo, porque de lo otro me encargaba yo. Blanca iba a tener su merecido. Volví a la
casa de Pupi para recoger mis cosas y mandarme a mudar definitivamente. Cuando llegué,
preparada para recibir el sermón, los reproches y el escándalo por mi actitud despreciativa,
comprendí que algo pasaba más allá de mí y de mi huida. La viejita había tenido otro de sus
repentinos ataques. Pupi me suplicó que me quedara hasta que ella regresara con el médico. Le hice
caso y empecé a guardar mi ropa muy despacito, sin hacer ruido, mientras vigilaba el sueño
quejumbroso de la vieja. Al rato se movió gesticulando palabras incoherentes. Me acerqué
lentamente y le dije quien era. ¿Necesita algo, abuela?, le pregunté. Arriba de la cama, sobre una
repisa había dos huevos y una manzana. “Sí —respondió—, alcanzáme eso que está ahí”. Yo tomé
lo que encontré y se lo puse entre las manos. Me miró a los ojos y agregó: “esto es para vos, lleválo.
Creo que sos una chica buena, no te equivoqués”. Cerró los ojos y se murió. Guardé la manzana y
los huevos en mi bolsón y salí corriendo. Corrí muchas cuadras, no se cuántas. Pero hasta que no
estuve bien lejos no paré.
Me armé de coraje y la enfrenté a Blanca. Le dije que estaba cansada de tanta milonga y de
jueguitos sucios. Le pedí que fuera razonable. Yo me había hecho humo cuando ella se la ganó a
Edith, ahora le tocaba comportarse bien conmigo y dejar tranquila a Paola, que era una conquista
absolutamente mía. Llegamos a un acuerdo y continuamos con la amistad.

Con Paola vivimos un romance de película francesa, grandes euforias y terribles


incertidumbres, de acuerdo a su personalidad altisonante y loca. En poco tiempo me enganchó
totalmente. Luego sus propósitos avanzaron mucho más, me exigió un compromiso formal. Quería
una fiesta y una alianza. Necesitaba el mayor de los ridículos para satisfacer sus delirios. Yo, una
veleta, le hice caso. Me puse a trabajar como una burra para reunir dinero y cumplir con los
requisitos de un novio enamorado y respetuoso de las normas de la sociedad. Para colmo, Paola
había elegido una alianza de oro, de las gruesas. Tuve que agarrar de punto a un pibe rengo que
recién comenzaba a laburar con los bonos, arreglar una sociedad momentánea con él y salir a
vender, llevándolo de carnada. Creo que ya dije que la gente siempre se ablanda con los
desgraciados. De todos modos, en poco tiempo, con el plazo que me había dado Paola, sólo llegué a
reunir la plata para uno de los anillos, el de la novia y unos mangos más para el lunch. Paola tenía
una hermana menor con la que yo había hablado muchas veces por teléfono pero a la que no
conocía personalmente. Ella era una especie de pantalla de sus fatos y enredos. Antes de la fiesta,
Paola quiso presentármela. Para eso fui a La Giralda, una tarde, a conocer a Betty. En la mesa
estaban Blanca, Pelusa, Betty y una amiga de ella, Sofía. Me sorprendió ver a la barra y a Betty
entre esa gente. Según ella misma me había dicho en una de nuestras fugaces conversaciones
telefónicas, tenía novio, es decir una pareja normal constituida. Al rato vino Paola, como de
costumbre, media hora más tarde y sin saber nadie de dónde venía y qué había estado haciendo.
Betty y Sofía empezaron a reírse. ¿A qué respondería ese ataque? Con el tiempo me enteré que
Paola era una verdadera intrigante, que no hacía otra cosa que tomarme el pelo. Betty y Sofía de tan
risueñas que estaban tuvieron que ir al baño a recomponer sus maquillajes. Blanca aprovechó la
oportunidad para decir: “Qué bien que está tu hermanita”, y Paola para recomendarnos mucho
cuidado. Su hermana no tenía nada que ver con el ambiente. No quería que se mezclara con
nosotras. Ahí mismo decidió no hacerla participar de la fiesta para resguardarla de nuestra telaraña.

El día del compromiso fue apoteótico. Uno de los amigos maricas de Paola nos había prestado
la casa y la mersa en pleno se congregó a festejar la realización de nuestro idilio. Pensar que no
sentí vergüenza en ningún momento, por el contrario, estaba posesionada de mi papel, el papel que
representé auténticamente sin advertir que era una burla grotesca de mi propia desgracia. Coloqué el
anillo en el dedo de Paola, casi temblando y la besé en los labios. Hubo efusivos aplausos. Pero
nuestro noviazgo oficial duró apenas una semana. A Paola se le había puesto en la cabeza ir un fin
de semana a Villa Gesell. Yo estaba pata y con deudas. No podía disponer de un solo peso. Una
noche discutí hasta las tres de la mañana su nueva ocurrencia del viaje. Me acuerdo que estaba
Jorge Iglesias, un pobre tipo enamorado de ella hasta la humillación. No podía creer que nuestra
relación fuera cierta. Paola había salido anteriormente con él y con muchos otros hombres más. Por
eso no admitía su ambivalencia. En verdad ninguno de los dos nos tragábamos. Yo estaba muy
cansada. A pesar de mi cansancio no me quería retirar hasta que Paola me asegurara que volvería a
su casa sin tardanza y que continuaríamos al día siguiente tratando el asunto de nuestra “Luna de
Miel”. Le tenía desconfianza a Jorge Iglesias, siempre estaba dispuesto a consolarla y a compensar
carencias. Paola me prometió, entonces, fidelidad. Y yo me fui tranquila, creyendo en su palabra. A
primera hora del sábado la llamé para comunicarle que pediría dinero prestado con tal de darle el
gusto. Oh sorpresa, Betty, su hermana, me dijo, así fríamente, que Paola a las cinco de la
madrugada, después de pelearse con la madre y despertar con los gritos a los vecinos, se había
marchado al mar o a la montaña, no sabía exactamente, con un grupo de amigos. Por supuesto que
entre el grupo de gente amiga estaba Jorge Iglesias y Juan Carlos Balestra, otro compañerito de
aventuras, aunque flor de maricón. Yo me quedé planchada, con el tubo en la mano y un sudor
helado, de pleno invierno. Betty, no supo cómo calmarme. Me preguntó si quería acompañarla a
tomar sol, para distraerme y evitar que cometiera alguna locura. Yo estaba desesperada. Nos
encontramos en La Victoria y de ahí partimos hacia la costanera. Betty, también tenía sus
defraudaciones amorosas. Así que nos contamos las cuitas como dos desahuciadas de amor. Ella se
había separado de su novio, un tipo de guita que le había prometido el oro y el moro y la dejó
colgada, después de cuatro años de calentar sillas. Lo único que salvó ese sábado fue el cuerpo
sensacional de Betty. Se había puesto una bikini negra que resaltaba sus líneas, sus curvas y sus
carnes firmes y jugosas. Hasta me hizo olvidar a su engañadora hermanita.

Transcurrió una semana, una triste semana sin amor y cariño. Por casualidad pasé por el
Paulista, ¿y a quién podía ver?, a Paola, bronceada al Caribe y rodeada de gente. Ella me saludó
naturalmente, como si nada hubiera ocurrido. Después de un rato, reparé en sus manos, vi que no
llevaba puesto el anillo. Ingenuamente le pregunté por qué no se había puesto la alianza, si ya daba
por concluida nuestra relación. “¿El anillo? —dijo—, lo empeñé”. Le pedí por favor que me
explicara. “Lo empeñé —repitió—, me quedé sin dinero y lo único que tenía de valor era el anillo”.
La muy fresca me dejó muda de indignación. Enseguida cambió de tema. Siguió hablando con una
tipa machito que no sabía de dónde la había sacado y con el pobre de Jorge Iglesias, a esa altura ya
me daba lástima. La chica se llamaba Marisa Monasterio. Paola cosechaba amigos a montones. La
tipa parecía interesada en ella. No tenía idea de lo que le esperaba. Entre los tres me tomaron de
punto. Comenzaron a hacer bromitas propias de seudo-intelectualoides. Yo me hacía la burra.
Llevaba las de perder. Sin embargo, explotaba. Dijeron que entre la Iglesia y el Monasterio me iban
a hacer pomada. A todo esto, Paola, que siempre bebía mucho, se había emborrachado con vodka.
De repente desapareció. Pero había dejado su cartera. La busqué. Sabía, por referencia, que cuando
se mareaba bebiendo en un lado, para que nadie la viera, se iba a otro bar para perder por completo
la cabeza con el alcohol. La encontré, como suponía, en un boliche de enfrente tomando vino. La
mezcla más extraña que podía antojársele. Traté de ayudarla. Me rechazó. Dijo: “Rajá, no te das
cuenta que no quiero verlos más, ni a vos, ni a Marisa, ni a ese otro pelotudo”. ¿Qué hago con tu
cartera?, le pregunté. “Tirala —dijo—, y tomáte el buque, necesito estar sola”. Salí a la calle. El
viento me despeinaba. Sentí que los ojos se me humedecían, aun en contra de mi voluntad.

La calle, que fue un poco mi casa y el modo de ganarme la vida, siempre me deparó sorpresas,
encuentros insospechados y grandes dolores de cabeza. En la calle me tropecé un día con una de las
hermanas de Elsa. Nos detuvimos a charlar y a recordar un poco el pueblo y en especial a Elsa, que
era lo que más me importaba de General Rodríguez, y de mi pasado. Así fue como me enteré que
estaba trabajando en el centro en una oficina. Me dio la dirección y me dijo que podía pasar a
saludarla porque, seguramente, ella se iba a poner muy contenta. Me recordaba con cariño y
deseaba verme. Eso bastó para mí. Dicen, que donde hubo fuego cenizas quedan. Me ilusioné
nuevamente. Zumbando me fui con la expectativa de reconstruir nuestra relación. Elsa me recibió
muy bien, y creo que las dos nos emocionamos un poco. Sobre el pucho arreglé un encuentro
íntimo, en el hotel Lourdes. Ella iba a ir alrededor de las diez de la noche y me pidió que yo fuera
pasadas las doce. No sé cómo hice para soportar que se hiciera de noche. Me la pasé redescubriendo
mentalmente su cuerpo y fantaseando nuevos juegos amorosos y una vida en común. Por eso no
pude soportar hasta la hora convenida y me anticipé. Cuando le pedí al conserje del Lourdes que me
informara el número de la habitación de Elsa, me dijo que no podía subir porque estaba
acompañada. Yo no le creí. Le exigí que la llamara por el teléfono. Era cierto. Oí claramente cuando
ella le dijo que me echara. Fueron muchas defraudaciones una detrás de otro. Me había destrozado.
Me tiré sobre una mesa de los 36 Billares y me puse a llorar. Tenía un mar de lágrimas acumuladas.
No sé cuánto tiempo estuve llorando, sin reaccionar, sólo recuerdo que un hombre se acercó
respetuosamente, me preguntó si podía sentarse y trató de consolarme. Se parecía a mi padre.
Pasaba los cincuenta años, entrecano y hermoso. Esa noche yo necesitaba un confesor, fuera quien
fuera, alguien que al menos me escuchara. Le conté toda mi vida. Él pareció comprenderme y
aceptarme. Para matizar, supongo, o para entablar una mayor complicidad, largó algunas cosas
secretas o privadas de su trabajo y de su religión. Se hacía llamar Alberto, pero su verdadero
nombre era Abraham; aparentaba ser empresario, cuando sus ganancias más fuertes provenían del
contrabando y de otras, fuera de la ley. Pronto se hizo de madrugada. La conversación me había
reanimado. El tipo era muy gracioso. Tenía un modo de hablar callejero y mundano que contrastaba
con su presencia de señor, aunque le quedaba bien. Me resultó fácil intimar: los dos éramos de la
calle y sabíamos disimularlo, también dijo que me llamaría “Murmullo” porque era una palabra
indefinida como yo. Bromeamos al respecto con toda soltura y sin ningún tipo de inhibiciones. Me
pareció fantástico conocer una persona así. Inmediatamente me mereció toda la confianza del
mundo. Por eso, cuando me invitó a su casa no me hice rogar. Tenía un departamento muy bacán.
Lo que ostentaba no era grupo. Con él me sentía aliviada. Pensé que después de lo que sabía de mí,
nunca me vería como mujer. Preparó café y se jactó de su habilidad culinaria. Lo hizo a la turca,
fuerte y con borra. Me indicó cuáles eran los requisitos necesarios para hacer un buen café. Quería
que aprendiera muchas cosas, dijo. Se mostró muy paternal. Charlamos mucho rato, él a veces hacía
bromas con doble sentido. De todos modos yo estaba muy a gusto. Me sentía casi de hombre a
hombre, cuando los hombres ejercitan lo tierno de la amistad. A los dos se nos cerraban los ojos del
sueño. Yo no tenía ganas de irme, pero había una sola cama. “Quedáte —dijo por fin— me imagino
que no tendrás inconveniente en dormir con un camarada, ¿no, Murmullo?” Irónicamente le
respondí que no, convencida de nuestra igualdad de sexos, que iba a ser como dormir con un
hermano mayor. “¿Y no tenés miedo de que resulte un hermano mayor degenerado?” dijo él riendo.
Yo no me achiqué, estaba tan segura de nuestra fraternidad que afirmé que era un “Murmullo” de
los pies a la cabeza. Deshicimos la cama y nos metimos adentro. Él agregó que el tono con el que
yo hablaba era propio de una mujer y no de un “Murmullo”, pero el sueño nos venció y nos
quedamos fritos. Dormí como un tronco hasta pasado el mediodía. Luego me desperté
violentamente. Cuando abrí los ojos ya lo tenía arriba mío. Luché un poco, para desligarme de sus
brazos, pero estaba enloquecido. Yo no muy despierta ni consciente de lo que me sucedía, me rendí.
Cuando terminó todo, por suerte muy pronto, me quedé tendida sobre la cama bramando de bronca.
No sé si se dio cuenta, en su arrebato, que yo era virgen, que estaba sangrando y maldiciendo a toda
la inmunda humanidad. Cuando le pedí explicaciones por su comportamiento sólo dijo: “¿No
sabías, acaso, que para los hombres todo lo que tiene un agujerito sirve?” Creía que me había dado
una lección. Y en cierta forma lo fue. Yo tenía un agujerito, eso era cierto, y por lo tanto mis
servicios debían ser retribuidos. A los hombres les iba a hacer pagar caro mis pequeñas dotes de
mujer. Desde ahí en adelante viví con ese concepto. Con él me quedé alrededor de quince días, un
lapso muy provechoso económicamente para mí. Tuve, sólo, tres relaciones más que le costaron un
vestuario de ropa fina y una suma considerable de dinero que me sirvió para tomarme unas regias
vacaciones en el mar, lejos del ruido y de los despelotes afectivos. El ocio restituye. Volví renovada
a la horda de la Capital. Pero los cafés estaban vacíos. La gente también se había esfumado. A la
única que vi fue a Paola, muy de pasada. Estaba enloquecida con los preparativos de un viaje a
Europa. Había ganado una beca por intermedio de Bellas Artes; ella estudiaba dibujo y decoración y
tenía acomodo. Lo nuestro se había terminado. Otra vez pensé en Elsa. Me cuesta ser rencorosa con
las mujeres que amé. Con el tiempo las perdono a todas. Por eso me fui a buscarla a la oficina
donde trabajaba. No la encontré, se había ido de allí. Tomé el tren y regresé, después de una larga
ausencia, a General Rodríguez. No me animé a acercarme por mi casa, aunque deseaba más que
nada en el mundo ver a mis padres. Me dirigí directamente hacia lo de Elsa. Su familia me recibió
muy bien y ella como si nada hubiera pasado. Se había distanciado para siempre de Mayo, que era
el que la había recomendado en la oficina y por ende renunció a sus funciones de secretaria
inexperta y se refugió en el pueblo y en la calidez de los suyos. Yo había ido con la idea de no
pedirle ningún tipo de explicaciones sino con la esperanza de reconstruir una sólida relación. Elsa
pareció adivinar mis intenciones. Cuando nos quedamos a solas, se adelantó a mis palabras. Quería
comenzar como si recién nos conociéramos. ¿De qué manera?, le pregunté, temiendo que en sus
planes se propusiera olvidar nuestra relación para continuar con una amistad ficticia, a la que yo no
estaba dispuesta a aceptar. Todas las mujeres proponen lo mismo cuando ya no aman. Pero no, Elsa
no hablaba de amistad sino de vivir juntas otra vez. Lo único que no quería era deambular de hotel
en hotel; me propuso alquilar una habitación en una casa de familia y levantar un hogar. Comprar
vajilla, ropa de cama, juntar unos pesos y comprar un televisor. Cocinar, limpiar, levantar cimientos.
Ser nuestra propia familia. La miré a los ojos como antes. Tenía los ojos más claros y buenos.
Estaba llena de entusiasmos pero con una actitud distinta: sabía lo que era sufrir en soledad. La
abracé y la besé, era una excelente idea la suya. Ya tenía en vista una casa, en la Boca, cerca de
donde trabajaba uno de sus tíos preferidos. La habitación era grande, estaba cerca del baño y tenía
cocina independiente, dijo. Sólo bastaba con alquilarla sin pérdida de tiempo. Esa misma tarde hizo
la valija y nos fuimos para la Boca.

Durante un tiempo vivimos en armonía. Yo me había recluido de la gente. Sólo salía de la casa
para ir a trabajar o para llevarla a pasear a Elsa. Única forma de estar en paz. Sin embargo yo no
me sentía bien de salud y eso me ponía mala, de pésimo humor. Tenía acidez estomacal y no
soportaba el olor de ciertos alimentos. Con frecuencia comíamos en la pizzería donde trabajaba el
tío de Elsa. Era un hombre macanudo que tomaba nuestra relación con naturalidad y nos protegía y
ayudaba. El se había encariñado conmigo y por eso se preocupó por mi salud. Cada día que pasaba
yo me sentía peor. Por su intermedio me atendió un especialista del Hospital Argerich. Me hizo una
revisación completa, sobre todo del estómago que era lo que aparentemente me molestaba. No me
encontró nada. Pero me desvió a la sección de ginecología. Allí el médico me preguntó si tenía un
atraso menstrual. Le expliqué que mi periodo era muy irregular. Desde que había desarrollado yo
pasaba meses sin menstruar y no llevaba la cuenta ni me preocupaba. Así era mi organismo. El
doctor aseguró que esta vez yo tenía un atraso de cinco meses. Y dijo que no era un atraso porque
estaba embarazada. Yo no lo pude creer. Nunca me había pasado ni por la imaginación. Lo único
que había notado era que estaba más gorda comiendo menos que antes. Pero ni sospechas de un
embarazo de nada menos que de cinco meses. Evidentemente, había algo en mí que lo negaba, pues
estando ya de nueve meses apenas si se me notaba una pancita. Cuando el médico me lo confirmó,
salí corriendo, desesperada. Cómo iba a hacer para decírselo a Elsa. Fui a la pizzería y se lo conté al
tío. Don Antonio se encargó de transmitírselo a la sobrina. Se puso de árbitro y a mi favor y
consiguió aplacar a Elsa. Lo primero que surgió fue el aborto como única solución, pero nadie quiso
comprometerse. Era peligroso, yo estaba muy avanzada. Dentro de las posibilidades entraba
también la esperanza de perderlo naturalmente. Yo no me veía como madre y esperaba que la
naturaleza tampoco. Contrariamente a lo que deseaba mi embarazo fue brillante. A la fuerza nos
tuvimos que hacer a la idea de que íbamos a tener un hijo. Un hijo nuestro, intentamos sentirlo así,
un hijo mío y de Elsa. Casi a lo último asumimos la maternidad. Para alimentar y brindarle todo lo
mejor al nuevo miembro de la familia apechugamos las dos y trabajamos duro. Así pudimos
comprar un ajuar apropiado y prever los gastos de la intervención. Los padres de Elsa, que habían
aceptado lo nuestro como algo ineludible y definitivo, nos ayudaron moralmente y nos hicieron
comprender la importancia de traer un ser al mundo. Ellos esperaron la llegada del bebé como si
fuera su verdadero nieto, con la chochera de los abuelos. Por entonces, pensé mucho en los míos.
¿Cuánto había pasado sin dar noticias de mi existencia? Un mes antes de tener el chico lo ubiqué a
mi hermano y lo cité en una confitería. Le conté lo que había sido mi vida en esos tres años y ahora
lo del hijo. El lloró como un chico y me reprochó lo mucho que habían sufrido mis padres por mi
culpa. Le pedí que le comunicara a ellos la noticia y que se mantuviera conectado conmigo. Lo
único que le rogué fue que evitara que mi madre apareciera por mi casa. Ella odiaba a Elsa porque
la creía culpable de mi vida y a su vez Elsa no podía soportar a mi madre y su mal gesto. Mi
hermano me prometió ser prudente y predisponer bien a mis padres, después de todo iban a tener un
nieto, algo difícil de obviar.

El catorce de julio de 1966 nació mi hijo, un varón al que llamé Daniel. Entonces yo tenía
veinte años, era menor de edad y necesitaba que alguien saliera de tutor. Al otro día vinieron a
visitarme al hospital mi madre y mi hermano. Ella salió de tutora de los dos, de mí y de Daniel.
Gracias a su bondad evité una serie de problemas de orden legal y me reconcilié con la familia.
Estuve alrededor de una semana internada. Entre Elsa y mi madre se turnaron para cuidarme,
sincrónicamente, esquivando encontronazos. El día que me dieron de alta mi madre me suplicó que
volviera a la casa. El nene, según ella, necesitaba de un hogar. No el que yo sola o acompañada por
amigas podía brindarle sino un lugar decente donde pudiera criarse sin más conflictos de los que iba
a tener ya por nacer sin padre. Mi madre hablaba con prejuicios y Elsa con el corazón. Por eso
regresé con ella a nuestra pieza de la Boca y con el hijo que las dos habíamos gestado más allá de la
absurda disciplina de la naturaleza y sus leyes irrevocables.

Elsa fue una madre ejemplar. Llenó de cuidados y mimos a Daniel. Yo, ni bien me recuperé,
salí nuevamente a trabajar, ahora con una doble responsabilidad. Durante meses fuimos un
matrimonio feliz. Elsa me sometía a una vida casera y cómoda, aislándome de mis amigos, con los
que ella no quería saber nada y a los que me prohibía ver. Pero yo estaba tan contenta con el nene
que necesitaba mostrárselo a todos. Un día, a escondidas, llamé a Paola. Me atendió Betty y me dijo
que su hermana todavía andaba por Europa y que en su última carta había anunciado su casamiento
con Julio, uno de los compañeros de viaje. Yo también le di otra noticia sorprendente, la de mi hijo.
Me costó mucho convencerla de que era cierto, por eso arreglamos un encuentro: ella mostraría las
cartas de Paola y yo las fotos de Daniel. A partir de aquella cita quedé muy amiga con Betty y
comenzamos a vernos muy seguido, ya sin excusas ni motivos. Elsa a su vez, con sus insoportables
celos, empezó a controlarme, y así surgieron nuevamente las peleas. Pero yo estaba dispuesta a
aguantar cualquier cosa, Betty se me había puesto entre ceja y ceja. Claro que cualquier cosa, con
Elsa, era el desastre. Por eso, después de varios meses de lucha, creí que había llegado el momento
de jugarme a cara o seca. Tenía que decirle a Betty cuales eran mis intenciones y definir la
situación. Me acuerdo que nos habíamos citado en Congreso. Se había largado a llover. Cruzamos la
calle corriendo. Betty me tomó de la mano y nos metimos en La Victoria. Yo tenía en la cabeza la
pregunta que le debía hacer, pero no sabía cómo formularla para que la respuesta fuera concreta.
Cuando nos sentamos, ella se adelantó y me dijo: “Vos querés salir conmigo en otros términos,
¿verdad? Bueno, te doy un sí rotundo y definitivo. Pero de ahí a más voy a necesitar prepararme.
Dejemos que las cosas graviten por sí solas”. No era eso precisamente lo que yo esperaba, pero algo
es algo y yo siempre fui paciente. En realidad yo ya estaba muy cansada de hacer vida de familia. Y
lo que colmó mi capacidad de conceder fue cuando a Elsa se le ocurrió bautizar a Daniel. Junto con
su tío organizó una fiesta en la pizzería e invitó a todos los que se le antojó a ella: familiares y
vecinos.

Entonces yo me tomé el derecho de invitar a Betty, hacía tiempo que quería conocer
personalmente al nene y me pareció una buena oportunidad. La reunión comenzó desde la mañana.
Betty apareció a la tarde y yo oficié de anfitriona. Elsa nos vigilaba desde lejos con una trompa por
el piso. Yo le había dicho que era simplemente una amiga, pero tratándose de mí, Elsa no me creyó.
En cambio Betty aceptaba mi forzado matrimonio sin poner reparos y eso era una gran cosa.
Evidentemente había diferencia entre una y otra. Todo lo nuevo siempre marcha mejor. Betty se
quiso ir enseguida. Fue prudente. Yo la acompañé a tomar el colectivo para estar un rato a solas con
ella. Cuando regresé a la pizzería Elsa y el nene ya no estaban. Yo me figuré alguna locura y me fui
volando a buscarla a la pieza. No hice más que abrir la puerta y recibir una trompada en plena cara
y con su maldito anillo de piedra me lastimó. Yo no dije una sola palabra y me aguanté el dolor y la
denigración. Al minuto cayó toda su familia. Se dieron cuenta que Elsa, con sus manitos suaves, me
había estropeado. La regañaron con justa razón. Esa noche dormí en paz, pero al otro día, cuando
volví del trabajo para almorzar, se me armó. Había servido la mesa, y en vez de vino puso una
botella de cogñac. Yo le pregunté si pensaba emborracharse y me respondió que sí, de muy mal
modo, así como yo hacía lo que se me daba la gana, ella también. “Me voy a poner en curda y te
voy a cagar a pedos”, me dijo. Yo me enfurecí y de un manotazo arrojé la botella al piso. ¡Para qué!,
se me tiró encima y empezó a pegarme y a voltear todo lo que encontraba. Hasta el televisor hizo
añicos. Estaba histérica, no sabía cómo calmarla. Le sujeté un brazo y le di dos cachetadas con la
buena intención de hacerla reaccionar, con tan mala suerte que le partí un labio. Le salió un mar de
sangre. A lo loco gritaba socorro que me matan y con eso y el ruido de la vajilla rota aparecieron los
vecinos y la dueña de casa; invadieron nuestra pieza, llamaron a la ambulancia, etc., etc., etc. La
patrona se había enojado muchísimo. Me dijo que había sido bochornoso lo sucedido y que si no
fuera por la criatura hubiera llamado a la policía. En resumidas cuentas nos echó. No quería vernos
nunca más por ahí. Como a las dos horas la trajeron a Elsa del hospital. Le habían dado dos
puntadas en el labio. Le pedí disculpas y traté de hablar, de hacerla entrar en razón. Nos habíamos
quedado en la calle. Me sinceré. Le dije que a mí Betty me gustaba pero que todavía no había
pasado nada que me pudiera reprochar. Sin embargo, lo mejor era distanciarnos un tiempo y
reflexionar. Mientras tanto yo iba a poder aclarar mis sentimientos. Elsa decidió volver a General
Rodríguez. Pensé que iba a llevárselo a Daniel, pero no, me lo dejó. También mantuve una
conversación con Betty. Ella no quería ser la madre buena que iba a cuidar a mi hijo y a esperarme
con la comida preparada. Me advirtió que no estaba dispuesta a vivir conmigo porque ella estaba
muy bien en su casa y porque llevaba otro ritmo de vida y tenía otra forma de pensar. Además de un
buen trabajo y de absoluta libertad. Yo no discutí el planteo de Betty, creí que con el tiempo lo
modificaría. Sola me instalé en un hotel con la carga de Daniel bajo mi total responsabilidad. Para
vender los bonos en los colectivos lo tenía que llevar a cuestas. Todo empezó a ser un infierno para
mí. Me sentía muy atada con el nene. Yo podía ser a lo sumo un buen padre pero nunca una buena
madre. De noche Daniel lloraba como un marrano, extrañaba a Elsa. En el hotel se quejaban, me
hacían la vida imposible. Ya no daba más. Un día lo encontré a Juan Carlos Balestra, uno de los
tantos amigos de Paola, un loco de la guerra a quien la mujer lo había dejado plantado con tres
chicos. Lo había abandonado por dos cosas: por vago y por homosexual. A los hijos los tenía
desparramados con la familia y él hacía tiempo que no agarraba unos pesos y no tenía un lugar
estable donde descansar sus huesos. Los dos estábamos desesperados. Pero a él se le ocurrió una
idea salvadora. Ya tenía tres hijos, nada le costaba tener otro; me propuso reconocer a Daniel como
propio, legalmente, ir a la casa de mis padres, presentarse como el hombre arrepentido que vuelve a
darle su apellido al hijo, plantearles su situación anterior, el desempleo, armar un teleteatro de la
tarde, provocar el sentimentalismo y pedir S.O.S., en nombre de la familia y las santas instituciones.
Mis padres seguramente, no se iban a negar a ofrecernos amparo. Ahí mismo agarramos a Daniel y
nos fuimos al Registro Civil. Después, a la casa de mis padres. Juan Carlos era un artista. Mis viejos
quedaron convencidos de mi regeneración. Claro que también les importaba cubrir las apariencias y
por eso fueron generosos. Mi padre nos propuso regalarnos un departamento que haría construir en
un terreno aledaño a la casa. Mientras tanto podíamos quedarnos a vivir con ellos. Inmediatamente
se pusieron en campaña para conseguirle un empleo a Juan Carlos. Mi hermano lo recomendó en la
cooperativa donde él trabajaba. Cuando lo citaron para tomarle los datos, el imbécil de Juan Carlos,
lo primero que dijo fue que tenía cuatro hijos. Lo que fue suficiente para que lo rechazaran. Quién
iba a tomar a un empleado al que le tenían que pagar salario familiar por cuatro hijos, cuando había
gente soltera a montones muerta de hambre que solicitaba un puesto. A nosotros nos había
entusiasmado la idea de tener un departamento. Nosotros sí que éramos un matrimonio perfecto.
Nada de conflictos conyugales: él con sus amigos, yo con mis amigas. Los días pasaron y Juan
Carlos no se movió. Le gustaba la vida regalada. Y lo peor que a veces se olvidaba del papel que
estaba desempeñando y le salían sus grandes mariconadas. Aparte de vivir de arriba, con la excusa
de que tenía baja presión se bajaba las botellas de whisky y mi padre no era ningún tonto. Antes de
que se avivara y descubriera lo que había detrás de su máscara de actor, le pedí a Juan Carlos que se
tomara el olivo y no regresara hasta tanto no tuviera un trabajo, única forma de mantener la mentira
y de que mi padre cumpliera la promesa de levantar el departamento. Juan Carlos se fue con el
juramento de lealtad a la sociedad que habíamos concertado. Y yo me quedé con mis padres y con
Daniel, allí, en la vieja casa.

A la que seguía viendo con frecuencia era a Betty. Estaba mal. Tenía un quiste en el maxilar
inferior y ese quiste se le había transformado en un cáncer. Debía operarse con urgencia. Yo la
acompañé en ese trance. Fui con ella a todas las entrevistas médicas, a los análisis, a las clínicas y
hospitales y conocí a fondo las salas de espera y la inquietud callada de quien está entre la vida y la
muerte. La preocupación por su salud me embargó completamente. Casi me había olvidado de
Daniel o mejor dicho estaba tranquila sabiéndolo al cuidado de mis padres. Finalmente intervinieron
a Betty. Yo estuve al lado durante su convalescencia.

Con la operación quedó fuera de peligro pero con un lado de la cara horriblemente
desfigurado.
Lentamente se fue recuperando. A veces me quedaba a pasar la noche en la clínica. Dormía en
una pequeña cama al lado de la suya. Fue entonces cuando tuve la primera relación con ella. Fue
una relación, digamos, antiséptica, entre vendas y el rojo insulso del merthiolate. Para estar cerca de
Betty me trasladé a un hotel del centro. Otra vez volví a vender bonos. Pero la cosa se había puesto
brava con el cambio de gobierno. Había caído el Ministro que posibilitaba la venta de éstos y con él
la fabulosa tanga de los bonos beneficencia cayó a pique, en desgracia. Los organizadores,
desprotegidos legalmente, tuvieron que desaparecer. Aquel maldito Ministro dejó en la calle a
mucha gente cuando se le arruinó el negocio, pero él no perdió nada, ya había ganado demasiado.
Nosotros la padecimos. Los bonos contribución, que primero fueron para un colegio de niños
desamparados, después para la Virgen de... mejor no decir el nombre y luego no recuerdo para qué
santo, habían sido durante años el único sustento para desgraciados como yo. Pronto me quedé en la
vía y sin la libertad de ganarme el mango callejeando, como quien dice.
III

La Pechugona, firme como un sargento, se colocaba en la puerta del colegio a inspeccionar a


las alumnas que entraban. Con la cabeza erguida, un tanto imperativa, el traste saliente y las piernas
flacas, parecida a una gallina bataraza, la vice, con sus dobles pechugas listas a estallar en cualquier
momento, humillaba a las chicas que tenían la cara demasiado pintada o las polleras muy cortas o
algún escote por debajo de la clavícula. Les exigía que se quitaran la pintura facial o que arrojaran
el chicle o las enviaba de vuelta a su casa, después de gritonearlas, ridiculizarlas o simplemente
amonestarlas. Si no era monja, la que pasaba el filtro de la vice se dirigía a su curso y trataba de no
dejarse ver más por la Pechugona, por si acaso se le había escapado algún detalle que reprochar.
Algunas, más audaces, merodeaban por la sala de profesores con el objeto de saber cual era la
materia insalvable, concertar una cita, discutir una nota, curiosear un rato, perder el tiempo. Claro,
que dispuestas a salir corriendo ni bien los enormes pechos de la vice echaran a perder sus enredos.

Las alumnas que llegaban un minuto después de las siete y media de la tarde tenían media
falta. A las quince se las reincorporaba por primera vez, a las treinta quedaban libres. Y esto era otra
de las cosas que la vice vigilaba cautelosamente. Jorgelina Pardo se había retrasado y tuvo que oír
una buena reprimenda y no solo eso, sino que la envió a lavarse la cara, también. Sin embargo, no le
hizo caso; se escabulló por las escaleras y se fue al gabinete.

Las chicas estudiaban Biología. Mecha, escondida en el espacio libre que quedaba entre la
terminación de la grada y la pared, le hacía cosquillas en las piernas a Betiana Sotelo. Con
frecuencia se ocultaban detrás de las gradas para salvarse de una lección o de una prueba peligrosa.
Baru y Fátima se paseaban de un lado al otro del balcón repitiendo los huesos del cráneo. Alvarez
dijo con sorna: “Cómo tragan, para no sacarse siempre diez”. Solís enrolló un machete y se lo metió
en la manga del pulover. Braña abrió los ojos como desorbitados y pensó que era un acto
deshonroso copiarse, pero se calló la boca.

Después de molestar con cosquillas a Sotelo y asustarla con una araña de plástico, Mecha
salió de su guarida, se sentó sobre el escritorio y convocó a sus compañeras.

—Damiselas —dijo—, les voy a contar el último de los cuentos de mi repertorio.

Braña se levantó furiosa y se fue al balcón. Sabía que se trataba de un chiste verde y eso no
podía soportarlo. Las chicas la siguieron con un coro desafinado, gritando: “Las monjas al
convento, / las putas al colegio”.

Como de costumbre, Jorgelina no estaba enterada que debían estudiar Biología. No podía
retirarse porque tenía demasiadas faltas y no vio otra solución mejor que pasar la hora detrás de las
gradas.

La celadora estaba con un pésimo humor. Protestó por los puchos que habían arrojado al piso
y se negó a hacer displicente en dos o tres solicitudes, sobre todo a no tomar la lista hasta que
finalizara la primera clase, para cubrir la coartada de Jorgelina. Entonces optaron por hablar con la
profesora para que suspendiera calificarlas. Pero Alvarez no estuvo de acuerdo y se vieron
obligadas a amenazarla con no dejarle un solo diente sano. Luego de tanta controversia resultó que
la de Biología se olvidó de lo que les había recomendado y continuó explicando un tema nuevo.

En mitad de la clase, se oyeron unos ruidos extraños, como si algo o alguien rascara el cielo
raso; al rato, ciertas vibraciones y unos quejidos agudos y penetrantes. Julia Grande creyó por un
momento que una de las chicas se había ocultado para hacer una broma en los intersticios del fondo
del aula, pero no faltaba nadie y la resonancia provenía de arriba. Las muchachas se alarmaron. Les
costó poco distraerse intentando localizar lo que producía ese rumor; una especie de temblequeo
constante, como hojas que rozan unas con otras. La profesora se disgustó, no le prestaban atención
y ante la insistencia de los ruidos y la inquietud de las alumnas interrumpió la clase. No se supo
bien si con una malograda intención de tranquilizarlas o de burlarse, antes de que sonara el timbre y
después de muchos rodeos, la de Biología les reveló un secreto: desde hacía poco tiempo se había
descubierto que en los entretechos de la escuela habitaban murciélagos. Una faceta desconocida de
Buenos Aires y de esos inmensos caserones antiguos y casi abandonados. Existían, aseguró, y no
era como para temerles si se les permitía vivir en paz.

—Pertenecen al género de los mamíferos nocturnos —las informó—, tienen alas


membranosas y se parecen al ratón. En las regiones tropicales hay algunos que miden hasta un
metro, pero en los lugares templados, como en nuestro país, son más pequeños. Generalmente se
alimentan de insectos, y algunas especies chupan la sangre de los animales dormidos o de los
muertos.

Unas asustadas, otras aparentemente escépticas, ninguna pudo ya concentrarse ni disfrutar de


la seguridad de estar a salvo en su refugio.

Antes de subir al aula, Antonio Benítez discutió con Alicia un asunto pendiente. Trató de
hacerle entender que él era un hombre libre que no se ataba a nadie y menos a una mujer. Ni
siquiera a la legal, que había demostrado ser la más inteligente aceptando el pacto: estar juntos bajo
el mismo techo pero cada uno hacer su vida. Aunque su esposa tenía la integridad de comportarse
como una verdadera madre de familia, dedicada a su hogar y a guardar las apariencias. Lo que le
brindaba la tranquilidad de conservar el buen nombre de sus hijos.

—Los hombres somos así —dijo Benítez— y la gente no nos mira mal. Para ustedes es
distinto.

Lo que necesitaba era convencer a Alicia de que no quería tener responsabilidades; que el
hecho de haber pasado una temporada juntos no le otorgaba el derecho a perseguirlo y hacerle la
vida imposible. No había estado obligada a creer en sus promesas. Ahora le gustaba Susana Puig
hasta que dejara de gustarle. Dijo, y no pareció arrepentirse de nada:

—Pero te pido, que no la jodas a la piba —le recomendó, dándose aires de caballero—, vos
sos la celadora del curso y Susana tu alumna, pero eso no implica que la tengás entre ojos. Vos
sabés que no tiene la culpa.

Dio por concluido todo lo que tenían que decirse y también el lazo que todavía existía de su
antigua relación.

En Cuarto Primero “Letras” sabían que la clase de química, contradictoriamente a lo habitual,


no era un suplicio sino un entretenimiento más. Con Benítez al frente y a Susana como su amiga
íntima nadie iba a irse a examen. Las pruebas las preparaban con anticipación y las notas no bajaban
de ocho. La única que se negaba a participar de las ventajas de tener un profesor generoso era
Zulema Braña. La religión se lo prohibía o su auténtico fervor por el estudio. Prefería el aplazo al
remordimiento de copiarse.

La clase del día Benítez la dedicó a relatar paso por paso el viaje que había realizado en el 69
por Europa. Aclaró que los dólares que derrochó en esa oportunidad no fueron los ganados con su
triste sueldo de profesor sino con una pequeña herencia caída del cielo, que aún le reportaba sus
dividendos. Habló de su gran chasco con respecto a la poca vida nocturna del viejo continente y
describió con lujo de detalles aquellos lugares que había visitado. Sostuvo que una botella de
champagne en el Lido de París costaba tanto como la suma de las ganancias de un mes de trabajo en
el colegio. El museo del Prado lo decepcionó y el Louvre “agotador: un laberinto interminable”.
Enardecidas, Baru y Fátima miraron de reojo a Puig y no fueron necesarias palabras para
entenderse. Disimuladamente se retiraron de la sala y ni bien lograron respirar un poco de aire del
corredor, Fátima puteó y volvió a putear y Baru no fue menos.

—Qué fanfarrón de mierda —dijo Delia remarcando la ere—. ¿Y a esto vengo al colegio,
después de laburar nueve horas? Pobre Susana, no sé cómo pudo meterse con un tipo así. Yo pensé
que tenía un poco más en la cabeza, da la impresión de que es una mina liberada, qué sé yo... que
algo piensa.

—Che, ¿desde cuándo abrirse de piernas es ser una mina liberada? ¿Con eso sólo te creés que
basta?

Se apoyaron en la baranda y compartieron a medias un cigarrillo. Abajo estaba Alicia


refregándose los ojos con un pañuelo. Baru se la señaló a Fátima y se preguntaron qué le pasaría.
Pero inmediatamente el timbre las devolvió a la realidad altisonante de la escuela, a los gritos
desaforados, a las pitadas a hurtadillas, al enjambre de avispas alborotadas.

Si había en el colegio alguien respetado por sus alumnas, esa era la señorita Victoria Sáenz
Ballesteros, profesora de literatura. Sus clases se diferenciaban de todas las demás, no sólo porque
explicaba la materia a un nivel apropiado para estudiantes adultos, sino también, por el tratamiento
de los temas y la seriedad que se desprendía de su propia persona, una mujer de modales
circunspectos, de voz agradable, bordeando los cuarenta y cinco años y dando siempre toques de
originalidad a las insubstanciales jornadas del liceo.

Por eso las muchachas, familiarizadas con la chabacanería del cuerpo docente, sentían por ella
una especial fascinación. De vez en cuando rompía con la linealidad del programa establecido y leía
párrafos de textos contemporáneos, fomentando la lectura de aquellas alumnas que se interesaban
por la asignatura. Despertaba así mayor interés por tratarse de autores que conocían y de libros que
habían oído comentar o que, en algunos casos, habían leído. Sólo les exigía tener sentido de la
belleza y un mínimo grado de introspección.

La actitud de la mayoría del curso era la de congraciarse y simpatizar con Ballesteros, sin
ningún otro motivo más que el de sobresalir del resto del grupo y ser considerada por alguien que,
según el consenso de opiniones, se destacaba por ser una mujer inteligente, sobria, ajena al
ambiente que las rodeaba y para algunas, el ideal de madre, de la madre que les hubiera gustado
tener.

Cuando la profesora de literatura entraba al gabinete, era condición natural de Cuarto


Primera “Letras” hacer silencio y contener la ansiedad que las embargaba ante la perspectiva de lo
que se traía en mano. Pero a veces a Julia Grande se le ocurría alguna pregunta que quería hacer
casi en privado. Entonces se levantaba de su banco y mientras la profesora firmaba el libro de la
cátedra, se acercaba al escritorio, más con el deseo de llamar la atención que con la necesidad de
formular una duda. En reiteradas oportunidades Ballesteros le pedía que lo que tuviera que decir lo
dijera en el transcurso de la clase y en presencia de sus compañeras, lo que hacía poner muy triste a
Julia. Sin embargo, y a pesar de que obedientemente volvía a su pupitre con una postura de
resignación, en realidad sólo esperaba el final de la hora para interpelarla otra vez. Aunque nada en
concreto tenía para exponer sino la oculta esperanza de lograr algo más que la simple relación
establecida de profesor y alumna. Y a pesar de sentirse rechazada, Julia insistía clase tras clase
como aguardando que se produjera algo imponderable. Parecía que Victoria Sáenz Ballesteros era la
única razón que tenía para continuar concurriendo al colegio. Porque con sus compañeras sólo
mantenía una distanciada camaradería; una frialdad propuesta por las demás y no por ella, que la
alejaba constantemente. Nadie la veía con buenos ojos, aunque algunas la aceptaban tal cual era, sin
demasiadas cavilaciones ni vueltas.
Ese día leyeron Carta a una señorita en París de Cortázar, un cuento que las dejó pensando.
Qué significarían los conejitos y qué la angustia repentina de Julia cuando se terminó la clase y todo
quedó postergado hasta la próxima semana, ni bien Victoria Sáenz Ballesteros retornara a
rescatarlas del anquilosamiento y el tedio, las deleitara con su voz y les descifrara los misterios y las
incógnitas de la literatura.

Teniendo los útiles preparados para salir a la carrera, la defraudación fue aún más grande.
Diez minutos de retraso daban por sentado que la de Física no les iba a hacer la macana de dictar
clase. Por eso el silbido de Angélica retumbó hiriente en los oídos de María Elena que intentó
disculparse con la escusa de:

—Chicas, de vez en cuando tengo que venir, qué le voy a hacer, a mí también me gustaría
estar a esta hora en casa mirando televisión.

—¿Y por qué no se quedó? — le gritó una de atrás.

Pero Mecha, inefable, dispuesta siempre a sacrificarse por las demás, se prendió de las
polleras de la profesora, bastante destartaladas por cierto, y empezó con su práctica de incentivos
amorosos.

Betiana y Angélica tomadas de la mano parodiaban una escena romántica, poniendo caras de
bobas y diciendo:

—Cuando pongo manito, poné manito, Polonio.

Lo que hacía estallar de risa al resto del curso. La de Física agradecía el cambio de división
casi misericordioso y no protestaba por el barullo, ahora que estaban bien lejos de la rectoría y de
las sucedáneas autoridades. Mecha se apartó por un momento de su lado y la dejó meditabunda,
abstraída del mundo, otra María Elena; se acercó a sus compinches y les ordenó:

—No se tomen el raje, espérenme en el bar. Creo que ya llegó la hora de revelarles la idea
genial que me estuvo machacando el mate.

Todavía faltaban veinte minutos para salvarse de esa noche. El tiempo más difícil para
soportar. Cada una se ocupaba de algo. Baru de relajarse y descansar. Sin embargo, su mente era
una máquina cibernética, como a veces le decía Andrés. Calcular y deducir un sin fin de palabras.
Torturarse. Permanecer inamovible. Siempre entre punto y coma, nunca un punto definitivo.
Demasiada premura para no hacer nada. Dejarse estar. Saber que todo es pasajero y entonces, miedo
a la oscuridad. Pero, ¿cuáles eran sus objetivos? Apostar. Apostar a ser mujer, apostar a la
revolución. Montar un caballo, cortarse sola, vencer al viento y al polvo de la pista y llegar primero
con la sonrisa de triunfo.

—Pegáte un tiro — dijo en voz alta.

—Che, ¿qué te hice? — se sorprendió Fátima.

—Nada, boludeo nomás.

En Pizzamora el movimiento era igual al de siempre. Un constante ir y venir de cafés


humeantes, bocas en suspenso, algunas bebidas alcohólicas y ciertas improvisaciones subrepticias.
Lo de rutina.

Susana Puig y Jorgelina Pardo se abrieron del grupo y rumbearon para otra mesa, fustigadas
por la reprobación de sus compañeras que consideraban a lo de Mecha palabra santa. Baru propuso
no darle rienda suelta a la lengua y esperar a que Mecha desembuchara lo que tenía que decir. Una
vez enteradas, ni Fátima ni Baru estuvieron de acuerdo y después de terminar el café, enfilaron cada
una de ellas para su casa.

Julia Grande que andaba dando vueltas por el bar con aire solitario pidió incorporarse a la
reunión y cuando le contaron de qué se trataba, sólo para congraciarse con las chicas, prometió
ayudarlas. Junto con Betiana Sotelo y Angélica Solís el ardid confabulado por Mecha iba a poder
llevarse a cabo.

Betiana aseguró que en el despacho de la rectora había un fichero con los datos personales de
los profesores del colegio. Para llegar hasta allí no solamente era necesario burlar a la McCullers,
sino también a la secretaria. Algo prácticamente imposible. Angélica sugirió confiar en Alicia, la
celadora, pero Mecha creyó conveniente no levantar la perdiz. Lo mejor era organizar una
operación comando, correr riesgos, aventurarse al devenir, pero obtener a toda costa la dirección de
María Elena y de Ezequiel Goldman y hacer explotar la bomba entre la Física y la Matemática.
Luego arreglaron los detalles y el procedimiento a seguir. Enviar anónimos no iba a dar resultado, la
gente por más tarada que sea desconfía de esas cosas, dijo Julia. Lo correcto era escribir dos cartas,
una para María Elena firmada por Goldman y otra para Goldman firmada por María Elena. La cita
la concertaron para el domingo a las cinco de la tarde en una confitería de Santa Fe y Montevideo,
justo enfrente había un barcito de donde se podía controlar cada cosa que sucediera en la otra
vereda. Las cartas las mandarían certificadas el viernes a primera hora, con el tiempo necesario
como para evitar cualquier tipo de inconvenientes, si el correo funcionaba con eficacia. Dieron por
descontado ese asunto y redactaron un texto corto y sencillo, sin una palabra de más ni de menos.
Lo único que restaba por concretar era lo principal. Inmediatamente se pusieron en campaña y
Mecha repartió la tarea entre las cuatro.

La materia se llamaba Filosofía pero el programa preparado para la especialidad en “Letras”


trataba sobre psicología básica, algunos conceptos perimidos que la vice se empeñaba en transmitir
como una cargada a Freud, según decían las chicas. La Pechugona, además de su función jerárquica,
tenía a su cargo varias cátedras de Psicología y Filosofía dentro del colegio. Como su edad y su
peso no le permitían subir escaleras, trasladaba la división de Cuarto Primera, a la planta baja, en las
horas que le correspondía con ese curso, a otra aula que, previamente, hacía desocupar. Lo peor de
ella, aparte del rodete y de sus enormes pechos, ya fláccidos, era que, debido a una prótesis dental
escupía al hablar. Por eso nadie quería sentarse en los bancos de adelante y muchas se veían
tentadas de abrirle un paraguas en plena cara.

Obligada a dar el ejemplo, su método de calificaciones era muy estricto. El reglamento


especificaba que los profesores debían tener de cada alumno dos notas, antes de la prueba bimestral;
ítem importante: estaba terminantemente prohibido dictar apuntes. Entonces, Doble Pechuga, se
aprendía de memoria los temas y los repetía en clase, pausadamente, cuestión de que las chicas
pudieran anotar. Con lo que quedaba convencida de que estaba cumpliendo con el régimen
establecido, ya que existía una gran diferencia entre dictar de un libro o papel y realizar el esfuerzo
de recitar la clase. Sin embargo, sus exposiciones, un tanto remanidas, eran aberraciones para la más
humilde pretensión a la buena didáctica educacional.

El aula que les había tocado invadir esa semana tenía el olor distinto de la casa prestada. La
gente se acostumbra al tufo propio y es como si no lo sintiera más, pero ni bien pisa terreno extraño
percibe con mayor sensibilidad cada una de las cosas. Así como la escalerilla ubicada en un rincón
de la sala por donde se podía subir al entretecho. Las chicas pesquisaron el ambiente sin obtener
franquear la portezuela que había al final de la escalera. Una recordó lo que la profesora de Biología
había dicho: el entrepiso estaba minado de murciélagos y en varias aulas aproximadamente una hora
antes de medianoche, se podían oír con claridad ciertas vibraciones, aleteos ligeros que provenían
de ese oculto lugar de la escuela. Algunas, sugestionadas, empezaron a hablar de vampiros, casi con
convicción. Pero llegó la vice, impuso orden y todas se prestaron a escucharla, aunque en el fondo
continuaban a la expectativa de cualquier indicio que pudiera surgir de los monstruos volátiles.

Angélica Solís estaba exaltada, a cada rato miraba con complicidad a Mecha y a Julia y le
hacía señas extrañas a Sotelo. Había conseguido que le prestaran un reloj de pulsera y controlaba
minuciosamente las agujas como si temiera que no funcionaran. Sotelo la tranquilizó:

—Quedáte piola, todo va a salir bien. Sólo acordáte que es después del recreo largo. ¡Ah, che!
—dijo antes de que la vice la callara— otro día quiero venir acá a ver si es cierto lo de los bichos.
Me parece que la de Biologia se quiso reír de nosotras y nos inventó una historia. Cara de turra
tiene.

La Pechugona, inocente al delirio general y a la ansiedad de Solís, arrancó con la lección. Lo


que más odiaba era repetir palabras, eso la hacía perder el hilo de lo que había memorizado y podía
resultar una catástrofe todo el resto de su discurso. Era una mujer muy ordenada hasta para los
conocimientos. Por eso cuando Angélica Solís, un poco turbada y nerviosa, solicitó que volviera a
reiterar la clasificación de los fenómenos psíquicos, la vice pegó un escupitajo y gritó:

—Alumna —que era su palabra para remarcar la intensidad del enojo— lo que usted tiene es
sordera psíquica, que es lo mismo que decir estupidez. No puede ser que no me entienda, yo tengo
una perfecta dicción. Si no oye levántese los cabellos por arriba de las orejas, caramba.

Después del reto y la humillación, Solís decidió simular que escribía y no abrir más la boca.
Pensó en lo que le esperaba por hacer y con una total inconsciencia, garabateó obscenidades y puso
malas palabras, todas las de su repertorio y las que había aprendido de sus compañeras.

Aprovechando la psicosis de las bombas, secuestros, atentados y otras cosas raras que pasaban
en el país, el proyecto ideado por Mecha no podía fracasar.

—Sincronicemos los relojes — dispuso.

Julia, avezada en meter los dedos en los enchufes, sabía como manejarse con la electricidad.
El trabajo de hacer saltar los tapones era algo fácil para ella.

—Espero no te vayás en aprontes — dijo Sotelo, incentivando su coraje.

Paralelamente al apagón, Betiana Sotelo debía hacer reventar en el primer piso un


rompeportones que prometía igualar la potencia de una detonación y Solís, en la planta baja,
rematarla con un cohete del mismo calibre. Con el revuelo programado, Mecha tendría vía libre a la
rectoría y al fichero. Paso por paso la operación de comando fue un éxito.

La McCullers salió a los piques de su despacho, seguida por la secretaria que reclamaba una
vela, un fósforo, cualquier cosa que alumbrara para guiar a la rectora por las escaleras. Las
exclamaciones de terror, la avalancha que se produjo en los corredores, terminaron por asustar hasta
a la propia Angélica que se había quemado una mano. Mientras tanto, Mecha provisionada de una
linterna de bolsillo, en un santiamén ubicó las tarjetas y anotó las direcciones que le interesaban.

En medio de la confusión y las corridas, las cuatro subversivas amigas se reunieron en el lugar
previamente indicado a festejar la victoria. La rectora, cuidadosa de la vida de sus discípulas y de la
propia, dispuso que se fueran a sus casas, interrumpiendo las clases hasta tanto no se aclarara la
situación. Dio parte a la policía y confesó abiertamente que prefería estar encerrada en un
monasterio antes que ejercer la docencia en un colegio argentino. Como era de suponer la cuestión
no pasó de ser un buen susto y pronto todo quedó en el olvido.
Ávidas de diversión, los cigarrillos se esfumaban de sus bocas. Apretujadas sobre la ventana,
la inquietud las devoraba minuto tras minuto. ¿Vendrán?, se interrogaban unas a otras. Betiana
había ordenado un capuchino y le preguntó a Angélica si la plata le alcanzaba para pagarle también
un tostado mixto.

—No te hagas la delicada —le respondió Solís—. Pedí lo que quieras.

Mecha comentó que el tipo que le arrastraba el ala se había metido muy en serio con ella y
que no estaba como para desperdiciarlo.

—¿Tiene guita, che? — dijo Sotelo.

—Una casa, un auto chiquito y un buen sueldo.

Pero no podían mantener ninguna conversación, las preocupaba la confitería de enfrente.

—¿Qué hora es? — preguntó Angélica.

—No hinchés, gorda — la calló Sotelo.

—Dejála respirar —se compadeció Mecha—, pobre chica, encima que la vivís no la dejás
abrir la boca.

Solís sonrió, ya estaba acostumbrada a ese trato y se desquitó con un especial de jamón y
queso.

—Seguí comiendo —protestó Betiana—, dentro de poco vas a rodar.

—Hoy estás insoportable — exclamó Mecha.

—Lo hago por su bien — replicó Betiana.

El semáforo de la esquina había dado paso a una camada de automóviles; estaban al acecho de
los acontecimientos de la cuadra. Volvieron la cabeza.

—Che —preguntó Solís—, ¿habrán recibido las cartas? Hubiera sido mejor mandarlas por
expreso, es más seguro.

—Siempre tarde en todo —le reprochó Betiana—, ¿por qué no se te ocurrió antes, salame?

Mecha las silenció. En la esquina se había detenido un taxi. Las cinco y un minuto de la tarde.
Del coche bajó María Elena con un conjunto de pantalón y chaqueta, un traje pijama de mal gusto
pero nuevo, recién estrenado. Entró a la confitería. Las chicas respiraron pero inmediatamente
alguien sospechó:

—Y Goldman —dijo Mecha—, ¿vendrá? Será un desastre como hombre pero tiene cerebro.
Puede intuir, avivarse que es una broma.

—No seas impaciente —la calmó Sotelo—, ¿vino uno?, va a venir el otro.

Sin embargo, las conjeturas surgían por sí solas y la hora pasaba y Goldman no daba señales
de vida.
—Qué plantón —dijo Solís— pobre María Elena, casi casi estoy arrepentida de lo que le
hicimos. Si por lo menos él viniera, sabría que se trata de un chasco, en cambio así, puede pensar
que el judío la clavó. Eso es peor para una mujer.

—¿Ahora se te da por el sentimentalismo? —la reprendió Sotelo, y se quejó—, ¡qué gorda


chanta!

—Hablemos de algo — propuso Mecha.

—Bueno —dijo Sotelo—. Ah, che, ¿vos sabés por qué no vino Julia?

—Tenía que cuidar al hijo, o algo así, qué sé yo, a esa mina no la entiendo.

—¿Será de ella el chico? ¿Porque a mí no me parece que sea muy amante a los hombres? No
tiene nada de femenino.

—Sí, tenés razón, es bastante rara.

—Che —dijo Solís—, no sean tan desconfiadas, el chico es su hijo, eso sí, de padre
desconocido, pero su hijo al fin.

Casi a las y cuarto lo vieron aparecer a Goldman con el mismo saco marrón y el forro
descosido. Fue un golpe de alegría, el elenco estaba completo. A Angélica le agarró un ataque de
risa nerviosa y se ahogó con el café. Sotelo le pegaba en la espalda palmadas, mientras la puteaba,
le daba pellizcones, la calificaba de conventillera.

—Déjense de joder —las paró en seco Mecha—, que ahora viene lo mejor.

Solís se calmó y le vino a la memoria Baru y dijo:

—Cuando le cuente a Baru le voy a decir que se decida de una buena vez a coserle el forro a...

—Qué estómago resfriado —la interrumpió Mecha—, de esto ni una palabra a nadie.

Durante más de media hora estuvieron a la espera de noticias frescas, repitieron bebidas y se
desgastaron con la desesperación de quien es espectador pasivo y silencioso de lo que está pasando
del otro lado. La pareja central de la historia estaba demorando demasiado, dilatando una situación
que, por lógica, debía dilucidarse en un par de minutos. ¿Qué estarían haciendo el profesor
Goldman y María Elena juntos en esa confitería de citas para enamorados?

—¿Qué pasará? —dijo Solís—. Me muero de curiosidad.

—La puta —exclamó Mecha—, se está haciendo muy tarde. Dentro de un rato tengo que
encontrarme con mi amorcito y el pescado sin vender.

Angélica Solís volvió a compadecerse de su profesora de Física. Iba a ser tremendo para ella,
que hacía meses vivía ilusionada, enterarse de la verdad. Imaginó con culpa la escena que se estaría
desencadenando apenas a unos metros de distancia cuando el Chupanaranjas le mostrara la carta,
ella la suya, se revelara la incógnita, se miraran a los ojos y él cruelmente le diría “es una broma,
una broma pesada de alguna de nuestras alumnas, yo no tengo nada que hablar con usted y supongo
que usted tampoco conmigo. Dejemos las cosas como están, olvidemos para siempre este mal rato”.
Tal vez a María Elena se le llenaran los ojos de lágrimas o peor, tendría una crisis de nervios y por
eso, por eso no salían de ese maldito agujero. Porque Goldman, con su frialdad matemática, de
hombre solo, de ermitaño, ni siquiera el pañuelo le ofrecería para disipar su congoja y desconsuelo.
La gente, todas parejas jóvenes, normales, flacas, hermosas, felices, observarían con lástima a esa
pobre mujer desdichada que había sido víctima del ensañamiento y la maldad de un puñado de
homicidas, irresponsables, que jugaban con los sentimientos humanos, manoseándolos como un
trapo viejo, enceguecidamente.

—Dejate de joder, gorda —dijo Sotelo—, no hagás de esto un teleteatro barato, querés. Y juná
por la ventana a ver si los giles se las toman que ya me estoy pudriendo.

De pronto, una simple imagen las dejó heladas. Mecha sacudió la cabeza por temor a estar
viendo visiones. Sotelo murmuró entre dientes “no lo puedo creer”. Solís sonrió mordiéndose un
labio y estiró el cuello para no perderse el final.

—¿Y ahora, qué hacemos? — preguntó Sotelo perpleja.

—Nada —respondió Mecha aun sorprendida—, nada.

Tomados de la mano, María Elena y Ezequiel Goldman comenzaron a caminar por la Avenida
Santa Fe, hablándose al oído, despaciosamente, hasta que se perdieron por la calle, cuando el sol
caía..
GRABACION PASADA EN LIMPIO

Después de la caída del gobierno radical, la tanga de los bonos se había terminado. Betty ya
estaba totalmente recuperada. Sin un peso en el bolsillo volví a la casa de mis padres. Todas las
mañanas me levantaba temprano y buscaba trabajo por el diario. Mi padre me prestaba dinero a
escondidas de mi madre. Yo ya no podía vivir con ellos. Estaba acostumbrada a la libertad. Lo único
que pude enganchar, después de mucho sudar y de ir de un lado a otro, fue un trabajo en la
administración del Ferrocarril Roca. Servía el desayuno y la merienda a los empleados y limpiaba
las oficinas. Cumplía un horario estricto, de siete de la mañana a siete de la tarde. Me tenía que
levantar a las cuatro, para llegar a horario desde General Rodríguez a la oficina. Un largo y
agobiante trayecto. Encima el sueldo era una miseria y el trabajo una prisión. En los escasos
momentos libres le pedía prestado el diario a alguno de los muchachos y señalaba avisos de
empleos, sacaba cálculos y me resignaba con el que ya tenía. La situación se había puesto fulera.
Nada me venía a medida. El dinero no me alcanzaba. Me había convertido en una esclava, casi en
una sirvienta. Nunca me gustó limpiar roña ajena. Un día pesqué un aviso donde solicitaban barman
para una confitería nocturna. No especificaban sexo, pero sí el sueldo: cuarenta y seis mil pesos.
Cuando llegué al lugar indicado por el diario, decía en un cartel Tee Room y parecía de mucha
categoría. Lo que necesitaban era un hombre. Pero noté, por la ansiedad del tipo que me atendió,
que debían cubrir urgentemente el puesto. Insistí, me hice la muy entendida. El tipo, que era uno de
los dueños, me explicó que necesitaba libreta sanitaria y permiso municipal para trabajar de noche.
Que tramitara la documentación en Variedades y que regresara con el comprobante, si quería
comenzar ese mismo día. Volando fui a tramitar las papeletas, que me costaron de coima los últimos
pesos del mes. Después, en el Tee Room me tomaron los datos y el tipo me adelantó diez mil pesos
para que fuera a la peluquería, me arreglara y me empilchara con lo mejor que tuviera. Yo no tenía
nada aceptable para ponerme y no pensaba gastarme el dinero en trapos. Lo único que me compré
fue un par de zapatos, otro remedio no tenía y me hice hacer un peinado de señorita. Betty me
prestó un vestido de fiesta de la madre y me disfracé de mujer. Al boliche llegué poco antes de las
once de la noche. Me ubicaron detrás del mostrador y yo me dispuse a mandarme la parte con la
cocktelera y a esperar a los clientes. Pasaban una música sensacional. Me sentía flotar. ¡Qué
ambiente! Al rato aparecieron las mujeres. Todas muy pintadas, ajustadas, escotadas y con enormes
tacos altos. Se sentaron en las mesas con los hombres y no hablaban, susurraban. También había un
show. Actuaban cantores de tango y conjuntos tropicales y dos flor de minas que hacían strip-tease.
Yo estaba deslumbrada. Pero a los siete días el otro socio me echó. De más está hacer comentarios
al respecto. Otra vez sin trabajo. Y pensar que aquello me gustaba. No me desalenté. Me tomé todo
un día para recorrer los piringundines de 25 de Mayo. Entré a un lado y otro, ofreciéndome como
barman, pero de lo único que se conseguía era de copera. Pateé a más no poder. Cansada, me metí
en uno para tomar una Coca-Cola. De paso le pregunté a la cajera si podría haber algo para mí. Me
respondió que aguardara la llegada del gerente. Se hizo de noche esperando. De todos modos me
entretuve con un conjunto de tango, bueno, conjunto es un decir: eran tres viejitos que cada uno
tocaba un instrumento distinto y desafinaban por su lado. El del violín se creyó que era una de las
coperas nuevas y me vino a saludar. Lo desengañé y le conté mi odisea de cesante. Me preguntó si
sabía cantar. Yo le dije que sí, aunque la verdad es que sólo me gusta cantar. “Si te animás con
tangos —dijo el viejito— ya tenés un trabajo. Mañana a las cuatro de la tarde te tomo una prueba y
debutás con nosotros”. Dicho y hecho debuté con los viejos. Otra que Alba Solís. A la semana,
además de los tangos, me hicieron cantar boleros con una francesa que tocaba el piano. Sacaba mil
pesos por noche. Pero a veces, ineludiblemente, algunos tipos me invitaban con una copa y entonces
ganaba el doble. Así fui entrando también en el laburo de alternadora. El portero del boliche que se
había hecho mi amigo empezó a marcarme los tipos de guita y a esos yo les chamuyaba. Les hacía
el entre mirándolos cuando cantaba boleros de amor. Y los reblandecidos se entusiasmaban. No sé,
tal vez por mi personalidad un poco extraña los tipos se interesan por mí, ciertos tipos, por supuesto
que no todos. Una noche cayó al boliche un gallego recién llegado de España. El portero lo ubicó
iluminando con la linterna. Le decía “pasá, sentáte donde quieras, quedáte con la que más te guste”,
ahí todos se tutean. Me lo señaló. Yo estaba sobre un taburete frente al mostrador. Me acerqué al
gallego y le recomendé el champaña de la casa. Una de esas botellas significaba tres mil pesos
limpios para mí. El enano, porque era petiso y bruto como él solo, se prendió al estaño. Yo no hice
economías. Dejé que se bajara varias botellas de las más caras. Entre canción y canción los mozos
me tiraban la bebida que yo servía en mi copa. Sólo me mojaba los labios para que los giles no se
avivaran de la tragada. El gallego se agarró una curda de Padre y Señor Nuestro. No tenía dinero
argentino sino pesetas y dólares, así que el gasto que hizo le representó a la casa una pequeña
fortuna y una buena suma a mí, descontando la comisión al portero. Pero el enano, en curda y todo,
no quería irse sin mí. Se le había puesto en la cabeza acostarse conmigo. Yo supuse que en el estado
en que se encontraba lo único que haría era dormir. Para taparle la boca, se había puesto a gritar, me
lo llevé a un hotelucho de los alrededores. El tipo estaba planchado pero no cerraba los ojos. Se
desnudó y me hizo desnudar. Era una piltrafita asquerosa, con los pies bastante sucios y un
espantoso olor a sobaco. Le pedí que se pegara un baño para sacarse la mugre y despejarse un poco.
A mí se me había puesto una idea en la cabeza. Lo arrastré al baño y lo encerré. Sin perder un
minuto de tiempo, me encajé el tapado arriba de mi desnudez, le quité el pantalón con todo el dinero
que tenía adentro y me fui. Por supuesto, nunca más aparecí por el boliche. Temía que el gallego
hiciera la denuncia y reclamaran por mí allí. Por suerte, no pasó naranja. Con toda esa cantidad de
dinero, al cambio unos cien mil pesos, pude vivir de arriba durante varios meses.

Por entonces me había agarrado un vicio, ir los domingos al hipódromo. Ganaba, perdía, me
iba manteniendo. La última vez que fui con el resto de aquel dinero, digamos, socializado, lo perdí
todo. Pero me encontré con dos personajes dignos de mencionar: unos viejitos simpáticos que
discutían a qué caballo jugar. Para no aburrirme me metí en la conversación y me quedé toda la
tarde con ellos. A la quinta carrera ya habían perdido las reservas y el entusiasmo. Al no poder
apostar más decidieron irse y yo me fui también. Uno de los viejos rumbeó para un lado y el otro,
junto conmigo, para el otro lado. Hacía calor, estaba sofocado, me invitó a tomar algo fresco. Como
de algo tenía que hablar, le conté la tragedia de estar sin trabajo, vivir lejos, tener un pibe que
mantener. El viejo se impresionó por el pibe y entonces acentué mi desgracia por ahí. Me di manija
y hasta se me saltaron las lágrimas. Los chicos siempre son motivo de consideración. El viejo me
prometió buscarme un trabajo y me dio la dirección de su carpintería para que lo fuera a visitar y
ver si me había conseguido algo. A la semana, yo no tenía nada que hacer ni con quien
entretenerme, me di una vuelta por la carpintería. Don Filipino, así se llamaba, ya había apalabrado
al capataz de una fábrica de calzado que estaba a dos cuadras de su negocio. Me dijo que fuera de
parte de él, le debían muchos favores, seguramente me iban a tomar. Y así fue como por su
recomendación entré a trabajar de obrera, algo que no me gustaba para nada. El horario era de seis
de la mañana a tres de la tarde. Prácticamente no dormía. Me levantaba a las tres y media, a las
cuatro tomaba el rápido, a las cinco y media llegaba a Once y de ahí me subía a un colectivo que me
dejaba a cuatro cuadras de la fábrica. A la semana me sentí morir. Estaba realmente enferma. Aparte
de haberme destrozado las manos con formaciones de callos y lastimaduras, por cortar los cueros —
el trabajo que realizaba era bien de operaria: de pie todo el tiempo, meta hacer fuerza para cortar—;
me había hinchado completamente. Le planteé al viejo que el trabajo no me gustaba y que iba a
renunciar. Él me pidió por favor que aguantara un poco más. Habían hecho una excepción al
tomarme y si yo abandonaba tan pronto el trabajo lo iba a hacer quedar mal, ya que la gente de la
fábrica eran conocidos y vecinos suyos desde hacía mucho tiempo. Le dije de mi estado físico y
entonces Don Filipino, con tal de calmarme, cerró el negocio y me llevó a un médico amigo de él.
Tenía una infección en los intestinos y me había subido la fiebre. Entre ir y venir se había hecho de
noche. El viejo se empezó a preocupar en serio. La verdad era que estaba mal de salud, más allá de
lo que yo exageraba. Don Filipino fue a comprarme los remedios, después me armó un catre en la
carpintería y me hizo dormir allí. A primera hora del otro día fue personalmente a hablar con el
capataz de la fábrica y le llevó el certificado médico para que me dieran licencia. Quería que me
recuperara pronto para que retornara al trabajo. Tenía un estricto concepto del deber y de la gratitud.
Cuando me puse bien, le insinué al viejo que la única manera para que yo durara en el trabajo era
viviendo cerca de la fábrica, pero que desgraciadamente el presupuesto no me daba como para
rentar una pieza por el barrio. Lo presioné de tal forma que a la fuerza me tuvo que ofrecer que me
quedara a dormir en la carpintería, si me podía arreglar entre tantos trastos, maderas y herramientas.
Yo ya me había armado en el depósito, en un pequeño espacio, mi rincón. Pronto me habitué al olor
del aserrín.

Mesa de por medio, el trabajo en la fábrica estaba dispuesto entre las que cortaban y las que
cosían el cuero. Mis compañeras eran todas unas amargadas. Nadie me dirigía la palabra a
excepción de la chica que tenía enfrente, una de las operarias mejor catalogadas, tanto por el
cumplimiento como por su trabajo rápido, prolijo y esmerado. Por supuesto, que mi manera de ser,
de expresarme y de moverme no podían pasar desapercibidas para ese tipo de mujeres como para
cualquiera que estuviera mucho tiempo conmigo realizando una tarea. Tampoco podía pasar
inadvertido para Graciela, que a pesar de sus diecinueve años tenía sus secretas sospechas. Sin
embargo, se mostraba muy amable conmigo y también interesada por mi vida. Un día de pasada le
comenté que estaba sin plata, con poca plata y cuando fui al vestuario a buscar una cosa en mi
gabán, encontré en uno de los bolsillos un atado de cigarrillos y doscientos pesos. Ese tipo de
actitudes afectuosas me hicieron pensar mucho en ella, no porque fuera linda, su único atractivo
eran las pecas en la nariz, sino por buena. En uno de esos feriados que sólo lo son para aquellos que
trabajan en bancos, en seguro o en oficinas estatales, Betty, para cerciorarse de que yo realmente
trabajaba en ese lugar, me vino a buscar a la salida. Creo que fue ahí cuando Graciela confirmó sus
sospechas con respecto a mis inclinaciones. A partir de entonces se comportó como una amiga
cómplice sin decirme nada. Aunque en verdad no podíamos mantener una conversación demasiado
íntima, porque fuera del horario de la fábrica nunca nos habíamos detenido a charlar. El padre le
controlaba sus idas y venidas y la tenía muy sujeta, por eso andaba siempre rajando. Pero en una
oportunidad, ella dispuso de tiempo. Habían anunciado una reunión gremial a la que iba a concurrir
con previo permiso del padre. Me pidió que también yo fuera, a mí esas cosas me resbalaban,
además no tenía intereses que defender. Todavía no había cumplido los tres meses de prueba y por
lo tanto no estaba efectiva y no tenía nada que ver con el sindicato. Pero igual la acompañé. Éramos
como veintisiete tipas. Salimos todas en bandadas y fuimos, antes de ir a la reunión, a tomar el té a
una confitería. Después, entre el tumulto de gente que hablaba, que gritaba, pedía la palabra, y se
peleaba, dentro del reducido local, Graciela me agarró de la mano y me apretó. Cuando huimos de
aquel loquero fuimos a comer pizza, entonces, con su debida anticipada disculpa me preguntó si a
mí me gustaban las mujeres. Yo esquivé la respuesta, pero estaba todo dicho. Antes de pagar quiso
que la acompañara al baño. El baño siempre resulta el lugar apropiado; y la excusa de “los
muchachos no me atraen... la curiosidad... etc., etc.”, es lo más frecuente que utilizan las mujeres
para iniciarse en este tipo de amor. Yo ya me las conozco todas. En poco tiempo nuestra relación se
hizo evidente entre la gente de la fábrica. Las dos pedimos horas extras para el mismo período y en
el mismo turno. Ya que en otro lado no nos podíamos ver por las terribles complicaciones que le
hacía el padre.

El vestuario se convirtió en nuestro buffet privado. Sólo a veces, ella me pasaba a buscar por
la carpintería un ratito antes y aprovechábamos el marco rústico de las maderas para dibujar eróticas
imágenes con nuestros cuerpos. Pero en general, las pasiones más prolongadas se encendieron
durante las horas de trabajo y se llevaron a cabo en los huecos malolientes de los baños.
Paralelamente yo continuaba viéndome con Betty y a veces con Elsa, los fines de semana. Un día,
también Elsa quiso comprobar si era cierto que yo trabajaba de obrera. Nadie me creía capaz de
soportar una labor tan dura. Ella que me conocía a fondo presintió que por algo o por alguien yo
continuaba allí. Y se fue de pesquisa. Cuando salí con Graciela del brazo, después de una jornada
agotadora, vi en un torbellino a Elsa. No tuve más remedio que presentarlas. ¿Y cuál fue su saludo?
Dejarla con la mano tendida y decir: “Ahora me explico por qué estás tan contenta trabajando de
obrerita. No te conformaste sólo con la otra loca, también hacés de las tuyas con este cachivache”.
Y todo esto a los gritos. Graciela se fue corriendo y llorando. Yo traté de cerrarle la boca a Elsa y
empujarla lejos de la fábrica, de donde salían mis compañeras, los capataces, los jefes y toda la
mersa junta. Inútil. Al otro día, el ambiente olía a cargada, a rumores, a chismes. Graciela no se
animó a levantar la vista. El capataz me avisó que pasara por contaduría cuando terminara el
trabajo. Me dieron un papel, me pidieron que lo leyera y que lo firmara. Yo no lo leí y firmé: era el
despido. A Don Filipino le dijeron que me habían despedido porque tenían exceso de personal, por
suerte. Yo recogí mis cosas y volví a mi casa, a General Rodríguez, en el culo del mundo.

Durante mucho tiempo jugué a dos puntas. Cuando conseguía unos pesos me iba al centro y
salía con Betty y cuando andaba pata hacía unas furtivas visitas a la casa de Elsa y las dos nos
disfrutábamos. Elsa siempre fue muy vehemente y manteníamos una relación sexual perfecta.
Nuestros cuerpos respondían a la par. En cambio Betty recién estaba en el aprendizaje. Me costó
mucho hacerla a mi manera. También iba a visitar al viejo Filipino, claro que a él sólo con fines
lucrativos. Me hacía acompañar por Daniel y el pobre anciano se aflojaba todo con el pibe. Le había
tomado un gran cariño. Me tiraba unos pesos para el “bambino”, que yo sabía aprovechar para
malgastarlos con las “bambinas”. Un día, casi por indicación de Elsa, que siempre protestaba
porque no tenía nada para ponerse, se me ocurrió decirle al viejo si me podía sacar un crédito para
comprarle ropitas al nene. Don Filipino, que como todo hombre bueno, tenía muchos amigos,
conocía a gente que trabajaba en el crédito Boedo. Habló con esa gente amiga y obtuvo un crédito a
su nombre. Imposible que fuera al mío porque yo no podía ofrecer ninguna garantía. Pero dada la
confianza que le tenían al viejo le permitieron que las compras las hiciera yo y que también firmara
en su lugar. El crédito era por diez mil pesos a pagar mil por mes. Como yo era muy convincente y
zalamera y utilizaba a mi hijo de carnada, quedé con el viejo que cuando no pudiera pagar, por
alguna eventualidad, él lo haría por mí y yo, luego, le devolvería el dinero. Demás está decir que
nunca pagué un peso. La cuestión que ni bien obtuve el crédito me fui a una tienda de esas que
tienen de todo y compré un montón de cosas, incluso algo para el nene y un conjunto de pantalón y
chaqueta para Elsa, que fue lo que más caro me costó. Ella quedó encantada con el regalo, pero en
cierta forma insatisfecha. Revisó la libreta del crédito y vio que ya no se podía hacer más compras.
Pensó durante un rato alrededor de aquel papel y después me preguntó si no me animaba a hacer
una pequeña falsificación. El documento era una especie de boletín con casilleros, donde, de un
lado, estaban los datos y del otro, el importe. Con el apuro una de las vendedoras de la tienda había
salteado uno de los casilleros, además habían quedado otros espacios sin llenar. Si el crédito no
hubiera estado saturado con respecto al importe, fácilmente se podía continuar adquiriendo más
ropa. Lo único que había que cambiar era la cifra. Elsa lo pensó bien y bajo mi responsabilidad, con
mucha paciencia, cambio los números. Cortó un filete de cada lado del papel y donde decía
supuestamente uno, puso tres y lo transformó en un valor de treinta mil pesos. Con ella fuimos a
otro negocio donde se vistió de pie a cabeza. Mientras Elsa elegía, se probaba, ordenaba a lo gran
señora este y aquel vestido y el otro pantalón y la blusa de seda, yo temblaba. Estampé mi firma en
el crédito con la cara de un marido fundido y ladrón y la saqué de allí lo antes posible. Nadie
pareció sospechar nada.

Indagando aquí y allá, a la pesca de un rebusque fácil, encontré un aviso de una Asociación de
ayuda a los niños mogólicos, solicitando gente dispuesta a trasladarse a Mar del Plata para trabajar
con alcancías, recolectando dinero entre los veraneantes. Ellos pagaban el viaje de ida y de vuelta,
el hotel y la comida, y de lo recaudado le daban a cada uno una comisión. Los micros salían el diez
de enero y regresaban el diez de marzo. Le comenté a Elsa mis deseos de pasar la temporada en el
mar y le dije que ésto me parecía una excelente oportunidad. Ella también se entusiasmó y ambas
nos fuimos a anotar a la asociación, pero con una condición de su parte, que el trabajo de limosnera
lo hiciera solamente yo. Total ya tenía experiencia, para divertimentos y vicios mi comisión nos iba
a alcanzar para las dos, los demás gastos no correrían por nuestra cuenta. Un día antes de la partida,
Elsa creyó que había llegado el momento de vengarse. Con ese fin consiguió el número de teléfono
de Betty y le agrandó el panorama con respecto a su relación conmigo. Para hacerla completa le dio
lugar, fecha y hora de salida y un consejo: que fuera personalmente a comprobar mi traición. Con
Betty yo había hecho un pacto, no ir nunca a despedirnos en las estaciones. Por eso no tuve
problema en obviar que el viaje lo haría acompañada. Pero el diez, entre las cuarenta y cuatro tipas
que iban a la aventura de Mar del Plata y todos los que las estaban despidiendo, vi a Betty, seria
como una pared. Elsa se fue directamente al micro y se ubicó en un asiento del lado de la ventanilla.
Entonces advertí cuál había sido su maniobra. Me preparé a defender mi inocencia con Betty. Dije
que Elsa me había engañado como a un chico, evidentemente me detestaba y quiso arruinarme la
vida. Con el pretexto de que no tenía trabajo, ni dinero, ni dónde caerse muerta, me había
convencido, casi por lástima, de venir conmigo a trabajar. Pero su propósito ahora lo veía claro, era,
sabiendo que ya nada pasaba entre nosotras, destruir la única relación que a mí me interesaba en el
mundo. “He sido una víctima —mentí—, Elsa me hizo caer en una trampa. Sabía que mi único
deseo era ir a Mar del Plata a juntar unos pesos para cuando vos fueras en febrero. Se ha portado
como una resentida. Creéme Betty, ¿por qué habría hecho esto si no fuera porque me ha perdido
para siempre? ¿Es posible que ella sepa mejor que vos que te amo, que soy incapaz de engañarte,
que no hago otra cosa que pensar en vos? Está bien, Betty, si no me creés, me lo merezco por
idiota.” Después de mi actuación, Betty casi se pone a llorar. Dios, ¿cómo puede haber gente tan
ingenua?

Me abrazó y me perdonó. En febrero nos reuniríamos allá. El micro partió. Yo estaba muy
enojada con Elsa y ella lo más campante. Me conocía a fondo. A la hora de la cama a mí se me
pasaría todo y volvería a ser la misma tonta de siempre, que encima la sudaba para que ella viviera
de arriba. Cuando al fin me tranquilicé advertí que la mayoría de las mujeres que viajaban rumbo a
la mendicidad eran mocosas de alrededor de dieciséis años, que rajaban de la casa. En la Asociación
nos habían dicho que ni bien bajáramos del ómnibus uno de sus representantes nos recibiría para
ubicarnos en diferentes hoteles y asignar a cada una la zona que le correspondía. Cuando llegamos a
destino, casi de madrugada, nadie nos estaba esperando. Entre Elsa y yo apenas si juntábamos
cuatro mil pesos. Había chicas que no tenían nada y una señora con los dos hijos quienes la
ayudarían en el trabajo, desesperada y también sin dinero. Se nos amargó la existencia. Pasaron
varias horas. Unas a otras nos preguntábamos cosas. Todas habíamos sido atendidas de la misma
forma. La impresión general era que la gente de la Asociación parecía ser seria y de palabra. ¿Qué
había ocurrido? No nos dimos por vencidas y continuamos aguardando que alguien nos viniera a
rescatar del escarnio, y lo peor, la incertidumbre. Alrededor de las diez de la mañana se presentó un
tipo que dijo ser miembro de la Asociación. Nos pidió disculpas por la tardanza y devolvió el alma a
nuestros cuerpos. Luego procedió a repartirnos en grupos para enviarnos a los hoteles que ya habían
reservado para nuestra estadía. A Elsa, a mí y a cuatro más nos metieron en una pensión de mala
muerte y nos dieron una habitación para las seis juntas, donde apenas cabían tres. Pensamos que con
buena voluntad todo podía solucionarse. Las cosas se aclararían a las cinco de la tarde en la sucursal
de la Asociación donde debíamos reunimos para que nos dieran las alcancías y las instrucciones.
Descansamos un rato y luego, a la hora del almuerzo, bajamos para comer. Nos llevamos otra
sorpresa. No había comedor y los que reservaron la habitación sabían muy bien ésto, así nos dijo la
encargada de la pensión. Con lo que fue fácil deducir que nuestro almuerzo, por ese día por lo
menos, corría por propia cuenta. Entre todas, las seis que éramos, decidimos juntar los fondos y
comprar pan y fiambre y hacer sandwiches. En la reunión de la tarde presentaríamos las quejas,
exigiríamos que se nos retribuyera el gasto y que cumplieran con lo concertado en Buenos Aires.
Tragamos aquellos sandwiches y nos hinchamos de Coca-Cola. Luego, hicimos una larga caminata
hacia las oficinas de la Asociación. En la puerta ya se habían amontonado nuestras compañeras,
exaltadas, protestando, también, por la falta de cumplimiento. Al rato nos hicieron entrar de a poco,
ordenadamente. Tuvimos una fuerte discusión con aquella gente. Nos dijeron que habían sacado
cuentas y que su presupuesto no daba para pagarnos la comida. Aseguraron que con las comisiones
nos iba a alcanzar y sobrar para la alimentación y demás gastos. Sólo nos prometieron abonar el
hotel. Pelearnos no resultó beneficioso. Ya habían adoptado esa medida y a la que le gustara bien y
a la que no, se podía ir, esas fueron sus palabras. Sabían que, dadas las condiciones en que se
encontraban todas esas mujeres, nadie podía desistir. Diariamente debíamos pasar por la oficina a
rendir cuentas y a que ellos abrieran las alcancías que estaban selladas y darnos la comisión que nos
correspondía. Yo no sólo tenía que llenar una alcancía sino también la de Elsa. Inmediatamente me
preparé para comenzar a trabajar. Pateé hasta las doce de la noche con una de las alcancías y con la
otra toda la mañana del día siguiente. Elsa disfrutaba de la playa. A la tarde, cuando volvimos otra
vez a la oficina para cobrar la comisión por nuestro trabajo, no había nadie. Las puertas estaban
cerradas con llave y la gente de la Asociación no dio señales de vida, como si nos hubieran
abandonado a la buena de Dios. Cundió la desesperación. Buscamos rastros, alguien a quien
preguntar y alguien que nos supiera responder. Nada hallamos. Regresamos una y otra vez al
edificio y golpeamos en vano las mismas puertas sin que nadie acudiera a nuestro llamado. A la
semana nuestras esperanzas se fundieron y nuestros fondos se agotaron. Se habían marchado sin
darnos una explicación. En los diferentes hoteles que nos habían asignado reclamaban que se les
pagara, ni siquiera con eso habían cumplido. Nuestro grupo se había comido en pan y fiambre los
pocos pesos que juntamos entre las seis. Yo, finalmente, me decidí a abrir las alcancías, en un
principio lo hice cautelosamente y en secreto, pero al poco tiempo todas hicieron lo mismo.
Necesitábamos vivir. De esa forma pudimos comer aunque no pagar la pensión. Abusando de mi
experiencia anterior empecé a pedir en los colectivos. Bajaba de uno y subía a otro. Hasta que una
tarde, esperando en una parada a un ómnibus que pasaba cada muerte de obispo, un tipo de un auto
me insinuó acompañarme a donde yo fuera. No le llevé el apunte y siguió de largo. Eso creí, pero
había pegado la vuelta y otra vez, estacionando el auto frente a mí, me pidió amablemente que
subiera, sólo quería charlar un rato.

Estaba cansada, con los pies doloridos, no lo pensé dos veces y accedí a su invitación. Me
preguntó qué estaba haciendo con la alcancía. Eso me dio pie a narrarle la historia desdichada de un
puñado de mujeres que se habían quedado ancladas en Mar del Plata, corriendo el riesgo de morirse
de hambre. El tipo se mostró, enseguida, interesado en ayudarnos. Conocía muy bien la ciudad,
hacía varios años que vivía allí. Tenía dos trabajos, uno en el ferrocarril y otro en el aeroparque
usando el coche de remis. Como todos los tipos de alrededor de cincuenta años, éste me pareció
sincero. Quedamos que, junto con un amigo suyo, nos pasaría a buscar a las nueve de la noche por
el hotel a todas, las seis que éramos, para llevarnos a cenar. Mientras tanto pensaría una solución
para nosotras. Yo acepté porque no tenía nada que perder y por lo menos una comida que ganar. Nos
preguntamos los nombres, él se llamaba Juan. Di varias vueltas antes de comunicarles a mis
compañeras esa invitación, no por las chicas, sino por Elsa, nunca sabía cómo iba a reaccionar. Las
pibas se pusieron locas de contentas, Elsa se metió en la cama y se negó a acompañarnos.
Puntualmente, lo que puede hacer un estómago hambriento, acudimos a la cita. Las chicas pintadas
y emperifolladas como para rajar la tierra. En la puerta con dos confortables autos estaban nuestros
galanes, esperándonos. El otro se llamaba Pedro, era petiso, gordito, pelirrojo, simpático y de la
misma edad de Juan. Fuimos a un restaurante de Catamarca y Falucho donde servían abundantes
parrilladas y vino tinto espeso y rico. Comimos por todo un mes, para reservar energías. De regreso,
Loly, una de las chicas, mientras las demás nos despedíamos de nuestros mesías de entrecasa, subió
a la habitación apurada para ir al baño. Al minuto volvió para avisarnos que Elsa estaba
descompuesta. Yo corrí como un balazo a cerciorarme si lo de Elsa era lo que me imaginaba: uno de
sus ataques de asma producidos por los nervios y el deseo de amargarme la vida y crearme culpa.
Después bajé a la calle a tranquilizar a los demás. Juan me dio mil pesos y Pedro otro tanto para que
tuviéramos dinero por si había que comprar algún remedio o llamar al médico. Yo guardé la plata en
el bolsillo pensando más en comprar comida que medicamentos para alguien a quien pronto se le
pasarían los nervios. Con ellos nos volveríamos a encontrar al día siguiente. A la mañana muy
temprano apareció solamente Pedro y nos dijo que Juan se había tenido que ir a Buenos Aires, pero
que lo había dejado a él para que se encargara de nuestra situación. Las chicas, que habían escrito a
sus familiares contándoles lo que estaban padeciendo, recibieron giros de dinero para el pasaje de
regreso y a la noche ya todas se habían ido, menos, claro está, Elsa y yo, quienes no podíamos
jorobar más a nuestras familias. Ambas continuamos viviendo con lo que sacaba de las alcancías y
con lo que Pedro, generosamente, nos daba. Pero cuando otra vez apareció Juan, las cosas se
complicaron. A Elsa no le gustaba mi amistad con él, demostraba demasiada afectividad conmigo y
yo le seguía la corriente por necesidad. Cosa que Elsa no comprendía. Por eso hizo su valija,
consiguió que Pedro le diera el dinero para el pasaje y se fue, enojada, orgullosa, casi sin saludarme,
dejándome sola, con una tremenda cuenta de hotel que pagar. Su ausencia siempre me deprimía y su
presencia siempre me mortificaba. Me consolé pensando que faltaba poco para que Betty viniera
para el mar, después de todo era mucho mejor así. Con las dos juntas en Mar del Plata yo hubiera
muerto desangrada por sus filosas uñas. Me salvé de un lío. Juan, entonces, asumió por completo mi
padrinazgo. Yo esperaba que en cualquier momento me propusiera de acostarnos. Por eso creí
conveniente atajar la pelota y le conté quién era en verdad. Juan, más que sorprendido o
desilusionado, quedó lo que se dice fascinado. Le advertí de la llegada de Betty y de su madre.
Nada le importó. Él me había prometido seguridad económica y cumplió. No me hizo faltar ni techo
ni comida. Al fin llegó Betty. Me aboqué a ella de lleno. Necesitaba redimirme. Doña Lala, su
madre, no era demasiado cargosa ni alguien que se metiera en la vida de sus hijas. La que más le
preocupaba era Paola, a Betty la consideraba una santa. A mí me había tomado cariño, claro que
siempre le hacía el juego y me ponía a su favor. La cuestión que la vieja no nos molestó, sólo se le
había puesto una cosa en la cabeza: ir a conocer el Casino. Me pidió que yo la acompañara, Betty
odiaba esos lugares. Una noche fui con la vieja y le di el gusto. Enseguida le agarró la mano y se
independizó de mí. Yo no veía la hora de rajar, pensando que Betty nos esperaba en el hotel, pero la
madre, entusiasmada, seguía aferrada a los movimientos de la ruleta como a un querer. Me estaba
pudriendo sin jugar. Sólo tenía mil pesos, ese era todo mi capital. Me cansé de estar mirando sin
meterme en la aventura seductora del azar y cambié el dinero por fichas. Dios me proveería, luego.
La Providencia estuvo de mi lado. Comencé a ligar plenos, uno detrás del otro. En media hora
multipliqué mi plata a dieciocho mil pesos. Cuando la vieja perdió todo lo que había destinado para
esa noche, quiso irse y mucho más cuando vio lo que yo había ganado. Me sacó de una oreja. Doña
Lala, estómago resfriado, se abalanzó sobre Betty y la despertó con la noticia. Entonces las invité a
festejar. La vieja ya estaba rendida de cansancio y por eso nos dejó la diversión para nosotras solas,
por suerte. Tomamos un taxi para que nos paseara por la costa. Es magnífico ver el mar de noche.
Bajamos en una playa, no recuerdo cuál, solitaria y misteriosa. Nos acurrucamos debajo de una
casilla y nos amamos plácidamente, con un delicioso gusto a sal en la boca y la sensación de ser
inmensas en la inmensidad. No nos desveló el crujido del mar, nos adormeció. Cuando regresamos,
Doña Lala estaba desayunando. Tenía la costumbre de levantarse a las siete y no la quebrantaba ni
aún en vacaciones. Había un sol espléndido esa mañana. Yo tenía que ir hasta la pensión a buscar mi
malla y reunirme con ella, otra vez para ir a la playa. La vieja era muy impaciente. Dijo que para
solucionar el problema de ir y venir era mejor que me mudara de hotel. Acaté la idea.

Me fui a la pensión para hacer la valija, pagar la cuenta y mudarme. Cuando llegué uno de los
tipos de la Asociación estaba esperándome. Venía a retirar las alcancías. Yo le pedí explicaciones
por el comportamiento que habían tenido con todas nosotras y me negué a devolverle las alcancías.
Eran unos canallas. Me exalté y se lo dije. Él se excusó con que era sólo un empleado que nada
tenía que ver con lo que había ocurrido. Me pidió por favor que lo acompañara hasta la oficina y me
desahogara con los otros. Estaba cumpliendo con su trabajo. Si yo no le entregaba las alcancías, iba,
seguramente, a tener un serio problema. Insistió y lo acompañé. Con los otros no tuve reparos en
gritarles todo lo que pensaba. Cuando vieron que las alcancías estaban fraguadas y sin una sola
moneda, tuvieron el tupé de enojarse y de amenazarme con que eso me podía costar caro. No voy a
decir cuál fue mi respuesta pero nunca un insulto me salió tan del alma. Arrojé las alcancías al piso
y los mandé a pasear. Después de aquel mal rato, aquel día y los siguientes fueron excelentes. Con
el dinero que había ganado en el Casino y con lo que el bueno de Juan me regalaba, Betty y yo
pasamos unas lindas vacaciones. Cuando Betty regresó a Buenos Aires no quise irme con ella.
Quería continuar probando suerte en la ruleta, contando, claro está, con el apoyo de Juan. Pero
dicen que no hay que jugar con fuego y la rula es una pasión ardiente. Lo perdí todo. Al poco
tiempo, Juan también tuvo que marcharse y yo me quedé sola, triste y hambrienta. Y en ese estado
era capaz de pegar manotazos de ahogado, utilitarios manotazos de socorro a quien pudiera
salvarme. Me acordé del viejo Filipino. Le escribí una carta contándole un drama griego y
rogándole que me enviara dinero para saldar algunas cuentas y comprar el pasaje de vuelta. A los
tres días recibí un giro y una respuesta de diez páginas con una letra ganchuda, casi ininteligible. Lo
primero que hice fue cobrar el giro y sacar pasaje, después traté de traducir la carta. El viejo me
decía de todo, entre otras cosas que tenía que presentarme en tal lado, tal día, para ver a tal abogado,
para solucionar algo insólito que había sucedido con el crédito y que el dinero que me enviaba era,
precisamente, para que no faltara. Ya Buenos Aires me tenía reservada una sorpresa, por lo visto
nada agradable. Fui al estudio del abogado. Don Filipino me recibió con mala cara. Yo le juré y le
rejuré que había perdido la libreta del crédito, para que existiera la posibilidad de que otra persona
la hubiera falsificado. Pero ciertos abogados son hábiles. Me intimidó por completo. Dijo: “Todos
estos talonarios coinciden con su firma. ¿Usted conoce el procedimiento? Esto va a un peritaje y
como las firmas son idénticas y a mí no me caben dudas de que son suyas, si no dice la verdad
ahora, voy a tener que hacer una denuncia policial y judicial. Lástima que también el señor Filipino
salga perjudicado”. Me corrió y hablé. El doctorcito llamó al viejo y al gerente del crédito y me hizo
pasar el papelón de mi vida. Después me hicieron salir al hall. Al rato, asomó la cara, blanca como
un papel, el viejo Filipino. Había llegado a un arreglo para que el asunto no pasara a manos de la
justicia. Tenía que pagar, aparte de los veinte mil pesos estafados, una serie de intereses y recargos
que hacían de la cuenta más de cuarenta mil, con un plazo de diez días para saldar hasta el último
centavo. Además de la larga, aburrida, y descarnada reprimenda, Don Filipino me exigió que
reuniera aunque sea parte de aquel dinero porque él estaba prácticamente arruinado y ya no tenía
más ni la fuerza ni la vitalidad necesarias para trabajar de sol a sol. Yo me mostré avergonzada y
arrepentida y le di mi palabra de encargarme, como correspondía, de todo el gasto. Me despedí del
viejo hasta pronto, con la intención de no verlo nunca más. ¿De dónde iba a conseguir esa suma, por
más que me lo hubiera propuesto seriamente? Al no dar señales de afrontar la situación, Don
Filipino se apareció por mi casa. Yo no estaba. Entonces le contó a mis padres lo que había hecho.
Les pidió que, ante mi irresponsabilidad, ellos se encargaran de hallar una solución. Mis padres
fueron muy rotundos. Tenían que mantenerme a mí y a mi hijo, con eso se sentían cumplidos.

“Julia es mayor de edad, si usted tiene que elevar una acción judicial, hágalo. Nosotros no
podemos solventar más gastos”, dijo mi padre y se levantó de la silla para que el viejo se fuera. Yo
justo acababa de llegar y me topé en la puerta con él. Don Filipino no abrió la boca. Me miró de
arriba a abajo, movió la cabeza y se marchó en silencio, lentamente, destrozado. Jamás nos
volvimos a ver.
IV
Desde arriba, el trasfondo del colegio se veía gris y sucio. Sólo algunos murmullos
indicaban que existía gente rondando por los pasillos, y que había comenzado otro día de clase.

Una semana antes, Núñez prometió llevarles la fotocopia de un documento histórico de mucho
valor: el último pliego del Pacto de Barracas en el que se observaban con suma claridad las firmas
de Lavalle y Juan Manuel de Rosas. Les había dicho que de vez en cuando era necesario matizar el
estudio recordando que la historia no era un cuento fantástico sino la pura realidad del pasado.

Las chicas descontaban que toda la hora se iría en comentarios y otras variantes por el estilo.
Por lo que Mecha se preparó para asistir al profesor en lo que pudiera y cuando él preguntó quién
quería leer el manuscrito, se abalanzó sobre los papeles imponiendo su personalidad. Mientras
Núñez le indicaba desde dónde era conveniente arrancar, Mecha Arregui aprovechó para deslizar su
mano, ilícitamente, entre los dedos del maestro.

A pesar de la buena voluntad de Mecha por prolongar la situación y del entusiasta apoyo de
sus compañeras para perder el tiempo, Núñez concluyó con la parte práctica de su cátedra y tomó la
libreta de calificaciones. Bien o mal, a la única que le faltaba nota en el bimestre era a Betiana
Sotelo. En el bar, había llegado sólo a estudiar el primer párrafo de la lección del día, prácticamente
de memoria, como para impresionar de entrada y demostrar seguridad. Cuando pasó al frente, ya
tenía ensayado cada uno de sus movimientos, colocó una mano en la cintura y con la otra comenzó
a agitarse el pelo, contorsionándose de un lado a otro, para acordarse, palabra por palabra, lo que
decía el texto. Pausadamente, gata en celo, expuso con sabiduría felina lo poco que sabía de la
historia. Núñez la hizo sentar:

—Suficiente —dijo, interrumpiendo el martirio—. Muy bien.

Y cuando estaba a punto de mencionar a otra víctima, el timbre, el más bello sonido de una
escuela, la salvó.

Núñez se escabulló sigilosamente y desapareció del mapa.

Sin vueltas de hojas, Zulema Braña, ni bien se vio libre de presencias respetables, tras sacar
del portafolios el libro de lectura de francés, extendió sobre el pupitre la estampa tipo poster de
Jesús. Consultó en el diccionario bilingüe varias palabras y se obsesionó en aprender los verbos
irregulares, interrumpiendo su delirio sólo para persignarse y rezar una corta plegaria al Cristo del
retrato.

Si alguna vez Betiana Sotelo no había mentido fue cuando describió a su compañera Braña.
Acertadamente, delataba sus pelos enmarañados y revueltos, siempre sobre la cara, escondiendo la
vergüenza de respirar un aire contaminado de pecados; su furia incontrolable por una mala palabra,
el ocultamiento de la edad, su apego incondicional a su progenitora, el silencio en torno a la vida,
existencia o muerte de su padre, la autoprohibición a entrar a una confitería, bar, café, lugar de la
calle sin su única debida compañía: la madre. Su creencia en Dios, en Jesús, en todos los santos y
vírgenes con inusitado fervor. Su inclinación por las películas de cow-boys, comedias rosas y todas
aquellas aptas para todo público. Su ignorancia con respecto al significado de las palabras orgasmo,
voluptuosidad y algunas otras que sospechaba que eran algo que censuraba la Iglesia. El repudio
encubierto y controlado hacia la profesora de biología que tenía la audacia de hacer hincapié en los
órganos sexuales y su falso respeto a las autoridades por más arbitrarias que fueran para sus
conceptos. Su pasión por la historia o mejor dicho por la anécdota, el enceguecido apoyo a la
versión de los triunfadores, el rechazo a los revisionistas y su amor por Sarmiento, todo era exacto.
Nunca había mantenido contacto con hombre alguno y lo que más deseaba en la vida era que la
dejaran en paz.

Cuando aún no habían terminado de reírse de Braña y de sus ridículos hábitos, dos chicas de
otro curso se presentaron en el gabinete. Debido al distanciamiento que se encontraban del resto del
colegio, ciertas noticias de importancia, ciertos movimientos en general, no llegaban al
conocimiento de ninguna de ellas. Hacía ya un tiempo que un grupo reducido y desorganizado de
muchachas luchaban por lograr nuevas normas que se ajustaran a la categoría de alumnas adultas.
En esa oportunidad, lo que se proponían era que les permitieran usar pantalones. Para eso, en forma
secreta, cada curso debía elegir dos delegadas que lo representara. Las chicas insistieron en que
estaba prohibido cualquier tipo de agremiación. Por eso todo tenía que llevarse a cabo con mucha
reserva y cuidado. Desde 1936, por una disposición del entonces ministro de Instrucción Pública,
Jorge de la Torre, les estaba negado a los alumnos secundarios agruparse en centros de estudiantes
con el fin de no permitirles manifestarse legalmente. Pero a pesar de la vigencia de esta
prescripción, en forma independiente y con apoyo conjunto se podía presionar sobre las autoridades
del liceo, que eran las más reacias al cambio, y obtener, aunque más no sea, ese tipo de beneficios.

Fátima y Baru se ofrecieron a concurrir a las reuniones y a responsabilizarse de su división. Y


aunque esto había suscitado una serie de polémicas internas, la mayoría creyó conveniente que
ambas se hicieran cargo, y coincidieron en que era una petición lógica el uso de pantalones por una
cuestión de salud y economía. Muchas vivían lejos del centro y llegaban a sus casas pasada la una
de la mañana en pleno invierno. Además, no sólo las protegería del frío de la noche, sino que
evitaría el gasto continuo e innecesario de medias y representaría una verdadera comodidad. Las
autoridades siempre se estaban quejando de las minifaldas, ahora ya no tendrían ese motivo. Sin
embargo, todas sabían que no iba a resultar fácil ganarles una batalla.

Después de la clase de francés, la vieja profesora de geografía cedía su hora a una practicante
de la materia, que se había hecho cargo de la cátedra por ese mes. Era una muchacha joven, mucho
menor que el promedio de edad de las alumnas y que por consiguiente había despertado la envidia
de algunas. Para graduarse le faltaba sólo aprobar un último examen. Parecía muy suficiente y se
esforzaba en ampliar los conocimientos de los libros de texto y explicar cada punto de la bolilla con
detención y esmero. También exigía que se le correspondiera. Siempre interrogaba los temas dados
al iniciarse la clase. Esa noche fue con la intención de tomar un cuestionario de preguntas. Hizo
guardar las carpetas, cuadernos y todo material sospechoso y repartió unas hojas preparadas con un
formulario para responder en quince minutos, experimentando un nuevo método didáctico. Las
chicas, sorprendidas, le pidieron que suspendiera la prueba hasta la próxima semana, pero la joven
se negó a tal solicitud, a costa de la insistencia y los ruegos de las alumnas. Alguien apeló a la
profesora titular para que interviniera en la batahola que se había armado. Pero la practicante se
anticipó a los acontecimientos haciendo valer la autoridad que le habían concedido por ese tiempo.
Entonces, decidieron firmar las hojas y entregarlas en blanco, a excepción de Álvarez, Braña y
Pagani, que sumisas y acomodaticias, no se adhirieron a sus compañeras por miedo a las
consecuencias.

El incidente dejó indignadas y furiosas a las mujeres de Cuarto Primera “Letras”, que se
confabularon para una venganza organizada.

Durante el recreo largo se efectuó la reunión de representantes para tratar el problema de los
pantalones. En el saloncito contiguo al escenario, clandestinamente, pegadas una al lado de la otra,
establecieron los pasos a seguir. Luego de redactar un petitorio a nombre de la rectora y vice, la
primera tarea consistía en hacerlo firmar por todas las alumnas del liceo, para que no hubiese dudas
de que era algo unánime y definitorio.
Se estrecharon la mano en signo de camaradería y fueron saliendo de a una, subrepticiamente,
con una misión que cumplir.

Cuando asomó su pata de palo la profesora de música, el aula estaba en pleno alboroto. Tuvo
que pegar unos cuantos gritos para hacerlas callar y de todos modos no lo consiguió por completo.
Recién después de abrir la libreta de calificaciones logró silencio.

El tema del día era la biografía de Ricardo Wagner y el análisis de su tetralogía, que hacía
repetir de memoria, con puntos y comas del texto superficial que les había hecho copiar a principios
del bimestre, sin ningún respeto a otros conocimientos que alguna pudiera tener del músico y de su
obra.

La profesora, más que por su verdadero nombre, era conocida por el apodo de “trutruca”, un
instrumento indígena de su predilección. Su antipatía y fealdad contrastaban con su tono de voz
siempre aflautado y amenazador.

La clase quedó en suspenso cuando hizo pasar a dar lección a Mecha. Hacía tiempo que la
tenía entre ojos porque creía que era la causante de la indisciplina de las demás, pero sobre todo
porque estaba convencida de que Arregui se burlaba de su defecto físico. Sin embargo, no era
específicamente de eso que se reía Mecha, sino de la evidencia de sus complejos.

—No sabe nada, m'hijita —dijo con voz de flauta agria— ya me lo suponía, siempre
haciéndose la graciosa pero sin saber una palabra. Siéntese.

Mecha se desplomó en el banco. Pensó que ese no era uno de sus mejores días. Y lo que más
rabia le dio fue que alguien como la “trutruca” se vengara tan impunemente de su inocencia.
Seguramente más de cuatro de sus compañeras estarían disfrutando del inmerecido cero. Lo que
fomentó un inmenso odio en su corazón y el deseo de hacer justicia por su propia cuenta.

La jornada había sido muy agitada y todas estaban rendidas de cansancio. Les faltaba
sobrevivir una hora más, que resultaba siempre interminable. Especialmente porque Gramática
Histórica era una materia muy aburrida y la profesora un ser chato y amorfo que no despertaba
ninguna pasión. Tenía la manía de calificar por la prolijidad y el grosor de la carpeta, que debía
tener anexada fichas sobre investigaciones de los cambios de la lengua y una división dedicada a
recortes de diarios y revistas con las últimas novedades de la gramática. Las carpetas las revisaba
todas las clases, infaltablemente, y no se salvaba nadie de semejante exigencia. Las hojas las
marcaba con un “visto” en rojo, pero prácticamente sin leerlas, por eso las más atrevidas, hastiadas
de tanta pulcritud y subrayado, dejaban escapar entre líneas alguna que otra puteada.

Angélica Solís, vencida por el sueño y huyendo de los requerimientos de esa, para ella,
incomprensible historia de la gramática, se escondió detrás de las gradas. Para mayor comodidad,
junto con todos sus útiles llevó dos sillas, se sentó en una y colocó los pies en la otra, apoyó la
cabeza en un brazo y se dispuso a echarse una siesta hasta tanto el timbre de salida la devolviera a
una mejor realidad.

Ni bien finalizó la clase y el largo día, las chicas salieron corriendo, cada una a la meta que se
había fijado. Alicia, como de costumbre, apagó las luces, cerró la puerta del gabinete con llave y
abandonó las sombras de aquel recóndito sector de la escuela.

Pasadas las tres de la madrugada, cuando ya ni los murciélagos merodeaban por los rincones y
hacía un buen rato que todos se habían retirado para sus casas, Angélica abrió un ojo, tanteó en la
oscuridad buscando la almohada y se cayó de la silla. Se despertó de golpe y advirtió que no estaba
en su cama sino en el gabinete. Por un momento no se intranquilizó, creyó que se trataba de una
broma de sus compañeras, pero el silencio era tan absoluto e inquietante que no pudo menos que
reconocer que estaba totalmente sola y desvalida. A ciegas halló la cartera y revolvió su interior
confiando en su sentido táctil, pero los nervios habían entorpecido su buen funcionamiento y sólo la
desesperación pudo hacerla localizar el encendedor y luego dejarlo caer, perderlo en la suciedad del
piso. Inútilmente se arrastró de un lado a otro, se convirtió en una enorme beba tonta gateando en
busca de la luz, sin otro resultado que las lágrimas y un profundo ahogo de congoja que la dejó
inmóvil. Luego, recuperada de la convulsión, se levantó y comenzó a dar vueltas por la sala,
tropezando a cada paso, con las vitrinas, los muebles en desorden y algo desvencijado que se le
cayó encima, el esqueleto. Apartó bruscamente la calavera, se propuso no dejarse hundir en el
miedo y continuó su peregrinaje. Por fin dio con la puerta. Forcejeó la manija, golpeó y gritó con
toda la fuerza de la que era capaz, echó todo el peso de su cuerpo contra la madera, insistió hasta
que sus manos quedaron ardiendo, antes de darse cuenta que estaba atrapada, prisionera sin culpa,
sentenciada a la larga agonía del encierro. Agotada de suplicar y lamentarse a oídos sordos, se sentó
en un banco y pensó que lo peor no era pasar la noche allí, en esa sala tenebrosa y alarmante, su
verdadera tragedia era perder el trabajo en el puesto de frutas de la feria, donde le habían dado el
ultimátum, sino lograba liberarse antes de las seis de la mañana y presentarse lista para ganar el pan.

Ni bien un poco de claridad se filtró por las rendijas del cuarto, Angélica Solís, con un vigor
nuevo, volvió a golpear y gritar reclamando ayuda. Casi a las siete, oyó algunos movimientos que
provenían de la planta baja. Reanudó otra vez sus llamados hasta quedarse ronca, pateó y sacudió la
puerta y lloró.

La portera, casi a media mañana, la descubrió acurrucada en un rincón, con la cara negra y los
ojos enrojecidos. Dijo que no respondió a ninguna pregunta. Se fue sin abrir la boca, tiesa,
desorientada, más bien muerta.

Complotadas para hacerle la vida imposible, las mujeres de Cuarto Primera “Letras”
esperaban con ansiedad la llegada de la practicante de geografía. Braña, respetando ciertas
perentorias recomendaciones, había faltado. Y a Álvarez y Pagani le cerraron la boca asustándolas
con una tremenda paliza.

Cuando se presentó, lo hizo con la mejor de sus sonrisas, sospechando, tal vez, algo turbio en
el ambiente. La profesora titular estaba enferma, ausente con aviso, ella, entonces, debía
arreglárselas absolutamente sola. Mientras firmaba el libro, intentó congraciarse y dijo: “Qué bien,
qué disciplinadas que están hoy, las felicito”.

Sin embargo, nadie respondió. Antes de comenzar con el repaso oral, para infundir temor, dejó
sobre el escritorio una libreta con la lista de las alumnas de la división.

—A ver, señorita —dijo señalando a Baru—, ¿cómo son las laderas de la sierra pampeana?

Baru, directamente, la ignoró.

—No me escucha —dijo, ante la postura inmutable de la alumna. Esperó unos segundos en
vano y luego se dirigió a Álvarez, a quien creía en cierta forma su aliada—. Dígame, cómo son las
laderas.

Julia, que adrede se había sentado detrás de Álvarez, le clavó una lapicera en la espalda.

—Usted tampoco me oye —gritó, después, hábilmente, aparentó recobrar la calma y se


mostró indulgente—. Muy bien —dijo—, tal vez no recuerden. Voy a repetir los conceptos
generales nuevamente. Presten atención.
Se acercó al mapa que había desplegado en el pizarrón y empezó: “Las laderas son de un lado
abruptas, porque está la precordillera y del otro son suaves. Están separadas, al Norte (señaló con un
puntero) de la Puna, Cordillera Oriental y Sierras Subandinas; al Este y Sur por la zona
chacopampeana y al Oeste, por la precordillera. Además está separada de la precordillera de La Rio
ja, San Juan y Mendoza por el río Vichina, que se continúa con el nombre de Bermejo y después
Desaguadero. Tiene un clima en general, seco, árido-templado. Por la forma en que estas sierras
fueron plegadas se encuentran bolsones, pampas y mesetas. Aquí (puntualizó haciendo un círculo de
tiza) la pampa de San Luis, la de Pocho y la de Achala, también hay una meseta del mismo nombre
y el bolsón de Chilecito. Se observan cuatro cordones: el occidental o de Famatina, el central o de
Velasco, el oriental o de Aconquija y el austral o sierras de Córdoba y San Luis”.

La clase permaneció indiferente. Algunas miraban el techo, otras el suelo, las menos
descaradas se mordisqueaban las uñas. La practicante, dócilmente, interrogó :

—Baru —dijo—, ¿qué cordones se observan en las sierras pampeanas?

Otra vez el silencio.

—¿Quiere hablar? —se enojó—. ¿Quién me va a responder? Pagani, Fátima, Grande, Braña.

—Braña está ausente —dijo alguien del fondo y apenas pudo terminar la última sílaba cuando
le taparon la boca.

Descontrolada, la practicante amenazó con mandar a toda la división a examen. Dio vueltas
por la sala sacudiendo la cabeza con indignación y a pesar de la guerra y el vacío no quiso darse por
vencida. Con un medio tono interpeló a Mecha:

—¿Qué clima tienen estas sierras?

Arregui se puso un dedo en la boca, se quedó pensativa por un instante y contestó con tono
centroamericano :

—Clima tropical — y agitó los hombros. Sus compañeras largaron la carcajada y se oyó
bromear: “vamos, chica, a bailar una cumbia”.

Con furia, la practicante tomó la libreta en un amago de intimidar a la clase.

—No, no —gritó Mecha—, un momento, perdón —se excusó—. Me equivoqué.

Sus compañeras volvieron a hacer silencio esperando una traición.

—Sí, ya me acuerdo —dijo Arregui, golpeándose la frente—, cómo no me voy a acordar —se
levantó la solapa del abrigo y empezó a tiritar, al ritmo de: “clima frío, señorita; clima, helado,
señorita; clima polar, señorita”.

Las risotadas hicieron eclosión en la sala. Entonces, la muchacha, en un último intento, se


sentó frente a la clase, las contempló con cierta vacilación, se agarró la cabeza y se puso a llorar. Sin
embargo, aparentemente, no logró conmover a nadie. Estaban envalentonadas por la complicidad,
jugando un desafío seductor y malvado, que no les permitía aflojar la cuerda. Viéndose observada
sin piedad, la practicante, en un arrebato de orgullo, sacó las pruebas de la clase anterior y dijo entre
sollozos:
—¿Es por esto, verdad, por esto que se han confabulado en mi contra? ¿Por ésto, no? —y las
fue rompiendo una por una—. Está bien, ¿quieren hacerme fracasar, quieren arruinar mi último
examen, quieren que desapruebe la práctica?

Recogió sus cosas y se fue dando un portazo.

En el aula las chicas quedaron un poco perplejas y tuvieron que llegar al límite de la discusión
para no solucionar nada. Algunas pensaban que le habían dado su merecido y que pronto se le
pasaría la locura y la cátedra recobraría su normalidad. Pero otras, como Álvarez, gritaban histéricas
reclamando justicia.

—Si me llega a mandar a examen por culpa de ustedes, me las van a pagar —decía y Pagani le
daba la razón. Prometió acompañarla para hablar del asunto con la rectora. Susana Puig aseguró que
una practicante no podía hacer una cosa así. Todas daban su opinión y se peleaban. Fátima,
conciliadora, trató de calmar los ánimos. Hizo un balance de la situación: a la muchacha sólo le
faltaba dar una última clase que sería presenciada por su profesora de práctica, la titular y alguna
otra autoridad. Ahora nada les costaba comportarse bien y ayudarla a salir adelante.

—Reflexionen —dijo—. Las que sigan el profesorado pueden, algún día, encontrarse en un
brete similar. Por otra parte, no creo que nos perjudique, si con lo de hoy nos damos por satisfechas.

Mientras tanto, Baru intentaba lograr silencio y que nadie saliera del aula, para poder
comunicarles las últimas novedades sobre el movimiento en pro del uso de los pantalones. Explicó
la necesidad y la urgencia de que todas firmaran el petitorio, porque la importancia recaía más en
eso, en demostrar unidad, que en la propuesta misma. Sin embargo, y a pesar de los esfuerzos de
Baru por convencer a sus compañeras, más del cincuenta por ciento de la división se negó a firmar.
Muchas estaban más ocupadas en especular por la nota de geografía y de lo que podría suceder con
la materia, que en prestar atención a la inquietud que Baru les planteaba. Otras temían predisponer
en su contra a las autoridades, desafiándolas con un petitorio que no estaba de acuerdo con sus
voluntades. Julia Grande, dispuesta a cualquier cosa con tal de poder usar libremente pantalones, se
plegó en la lucha y consiguió la influencia que ejercía Mecha con sus compinches para imponer sus
propósitos por la fuerza. Sólo infundiendo el pánico, obtuvieron con éxito que todas firmaran el
petitorio, con la salvedad de Zulema Braña, que por estar ausente quedó fuera de combate.

Les convenía perder por lo menos los diez minutos primeros de clase. Saborear un bocado en
el buffet y merodear por la planta baja cubriéndose detrás de las columnas de las miradas indiscretas
de las autoridades. El recorrido que estaba prefijado por la estructura de la edificación tenía sus
recovecos extraños si se ponía la mirada al servicio de la avidez. Pero a Betiana Sotelo y a Angélica
Solís sólo les interesaba hallar un pequeño lugar donde protegerse. Les llamó la atención algunas
aulas vacías y la poca gente que andaba por los corredores de abajo. Solís recordó que había
comenzado un ciclo de visitas guiadas al exterior. Paliativos que consistían en llevar a ver a las
alumnas por mitad de precio obras clásicas en el teatro General San Martín. Siempre las
beneficiarias eran las de quinto año. Betiana arrastró a su amiga adentro del aula que tenía la
escalerilla de caracol y le tapó la boca. Le pareció que alguien se acercaba, pero sólo era una
sombra reflejada en la pared. Inmediatamente después, subieron los peldaños maltrechos de la
escalera, hasta toparse con una portezuela, que no pudieron abrir.

—Aprovechemos ahora para ver qué hay en este endemoniado lugar —dijo Betiana, forzando
el picaporte.

Angélica sacó del monedero un manojo de llaves y le indicó que las probara.

—¿De dónde son?


—De mi casa.

Ninguna funcionó.

—Mejor —dijo Angélica—, porque yo no pienso entrar ahí. ¿Mirá si lo de los murciélagos es
cierto y se nos vienen encima?

Contó que una vez su abuela había presenciado cómo tenían que arrancarle el pelo a una
criatura para sacarle de la cabeza uno de esos terribles bichos.

—No sé qué cuerno tienen en las patas que se te enriedan en el pelo y no hay Cristo que te lo
saque —aseguró.

—Tu abuela debe ser una de esas brujas que cuentan cuentos malvados para asustar a niñitas
bobas —protestó Betiana—. Tendríamos que conseguir un alambre —dijo preocupada por saciar su
curiosidad—. Alcánzame la cartera, creo que tengo una horquilla.

Angélica obedeció, a pesar de hacerle recordar que ella no era precisamente la señora Emma
Peel.

—¿Quién? —dijo Betiana—, ¿la de la serie “Los Vengadores”?

—Dale —insistió Angélica—, reaccioné, es algo imposible.

Betiana introdujo la horquilla en la cerradura, dio varias vueltas, presionó sobre un lado y
sobre el otro y empujó con fuerza. El mecanismo cedió.

—¿Con que no soy la señora Peel, eh? —fanfarroneó—, lástima que vos no seas John Steve.
Bueno, piba —le ordenó—, quedate acá y vigilá por si hay moros en la costa.

Aliviada de semejante obligación Angélica bajó para husmear los alrededores. Nadie dio
señales de vida. Eso la tranquilizó por un lado, pero por el otro temió algo imprevisto y monstruoso
y pensó en su amiga. Sin embargo, era lo necesariamente cobarde como para no contradecir las
órdenes de Betiana y quedarse allí, en donde estaba, al pie de la escalera con el corazón en la mano.

Ni bien Betiana atravesó el porche, un olor rancio a encierro y humedad casi la volteó. Estaba
muy oscuro y tuvo que acostumbrar los ojos a la tiniebla. Trató de apoyarse en algo y cuidó cada
paso previniendo una intempestiva caída; podía haber un agujero, una zancadilla, o un precipicio.
Se fue acercando lentamente a un hilo de luz al ras del piso, que divisó a corta distancia. Provenía
de un portón de hierro, con tirantes aplicados como si estuviera resguardando una antigua y
legendaria ciudad. Debía tener varios centímetros de espesor. Casi justo en la mitad había una
mirilla. Antes de atreverse a más quiso calmarse. Tenía demasiadas pulsaciones y no podía controlar
el fuerte jadeo de la respiración. Después, levantó el visor, que hizo un chirrido fino y penetrante.
Esperó inmóvil durante unos minutos, porque algo podía ocurrir, no sabía qué. Pero la ansiedad,
pronto, la empujó a colocar su ojo en aquel agujero y descubrir de repente el sombrío espectáculo
de un infierno en miniatura. Y a pesar de que no había luz suficiente para ver con claridad cada una
de esas cosas que aparecieron ante Betiana como una fantasmagoría, ella dio fe de su existencia.

Sobre los extremos de una mesa muy antigua habían dos candelabros con un par de velas
encendidas, ésa era toda la iluminación. Lo que más impresionaba del cuarto era una mujer gorda
parecida a una madonna de Rafael, con los pechos descubiertos cayéndole como dos globos medio
desinflados hasta la cintura y un muchacho esbelto, casi un mancebo, sobre su regazo, venerando
los dos santos cuarteados y viejos de los pezones. A los costados, depositados sobre tarimas reales
se observaban dos sillones de terciopelo borravino y sobre el brazo de uno de ellos la cabeza de un
monje con una corona de espigas clavadas y algunas gotas de sangre detenidas en la frente. Más
allá, junto a la pared caía un montículo de cadenas y esposas estrechas, similares a las de una
prisión del medioevo del cine norteamericano. Al lado, un Cristo con una daga hundida en pleno
pecho y suspendidas en el aire, por todos lados, barras de gimnasia donde reposaban cabeza abajo
infinidad de murciélagos petrificados, esculturas o muñecos de cera.

A Angélica Solís ya no le quedaban uñas en los dedos. Subió y bajó más de diez veces las
escaleras. Suspiró, llamó en vano a su compinche y hasta tuvo intenciones de ponerse a rezar.
Betiana llevaba más de quince minutos metida ahí adentro sin ni siquiera silbar. Entonces se dio un
plazo de un minuto para entrar a buscarla. Cerró los ojos, se hizo de coraje y cuando los abrió,
decidida a rescatar los restos humanos de Betiana, la vio descender con el paso firme, la cara
transformada, y una palidez de muerte.

—¿Por qué tardaste tanto? —preguntó Angélica—. Estaba desesperada, ¿che, me oís? ¿qué te
pasa? Hablá, querés —gritó para hacerla reaccionar.

Betiana pareció despertar, la tomó de un brazo, la sentó en un banco y describió con lujos de
detalles lo que había descubierto allí.

—No te puedo creer —dijo Angélica y sonrió—, a mí ya no me podés macanear más.

—Te juro que es verdad —aseguró Betiana—, todo es tal cual, tal cual.

Angélica se levantó y dijo afligida:

—Vos cada vez estás más chiflada y mitómana.

—¡Qué rápido que aprendés las palabras! —se enojó—, pero te juro, por mi madre, que es
cierto.

Angélica se hizo la desentendida y le sugirió regresar al gabinete.

—Si no me crees —dijo Betiana en un arranque de rabia— ¿por qué no vas y lo comprobás
por vos misma?

—Dejate de joder. Fue una buena broma pero ahora basta.

—Gorda —insistió mientras Angélica la guiaba por el corredor—, no te estoy mintiendo.

—Esta bien —respondió con indiferencia.

—No seas hija de puta. Es la primera vez que digo la verdad y no me crees. No te voy a dar
más bola.

—Bueno, te creo —dijo para sacársela de encima.

—No, así no. Me tenés que creer realmente.

—Por última vez —respondió sólo para darle el gusto— te creo, en serio. Fue todo muy
terrible. Pero por favor, no se lo digás a nadie más, o te tomarán por loca.

Enseguida emprendieron la carrera hacia el gabinete, hacia la única, quizás, realidad creíble.

—Llegan justo —dijo Fátima—, firmen esto.


—De qué se trata — preguntó Betiana.

—Del petitorio.

Durante el resto de la semana nadie había mencionado nada con respecto a la actitud que
tomarían con la practicante de geografía. Sin embargo, estaba tácito que el comportamiento debía
ser correcto, sobre todo porque era su última clase y su examen final. Pero cuando apareció sólo la
profesora titular a retomar la cátedra y la muchacha no dio indicios de continuar, preguntaron qué
había pasado con ella. La profesora no estaba muy enterada del asunto, sabía por boca de otra gente
que la muchacha había decidido abandonar sus estudios advirtiendo su equivocación en elegir esa
carrera: la enseñanza no era, precisamente, una tarea fácil de desempeñar. Las chicas se sintieron
culpables y se adjudicaron la responsabilidad de ese supuesto fracaso. Murmuraron entre sí algunas
cosas, consideraron posible localizar a la joven, disculparse, convencerla de lo contrario. Sólo
Álvarez se interesó por saber si las había calificado. Pero no, ni siquiera dejó constancia de las notas
de la prueba. Ahora debían ponerse al día con la materia y obtener dos calificaciones respetables
antes de que finalizara el bimestre.

Cuando la profesora de geografía se retiró del curso, Baru informó a sus compañeras la
determinación que había adoptado el grupo de representantes del Liceo. Como las autoridades se
negaban a aceptar el petitorio y a acceder mediante los términos establecidos al permiso de usar
pantalones, se iba a realizar en la planta baja una concentración de protesta. La concurrencia debía
ser unánime para asegurar el éxito. Entre Baru, Fátima y Julia Grande fueron sacando a toda la
gente de la división. Fátima discutió con Álvarez

y Pagani, porque ambas se negaban a participar y Mecha se peleó con Braña por el mismo
motivo. Sin embargo, y a pesar de raras excepciones, la asistencia de las alumnas fue prácticamente
general. Ni bien estuvieron reunidas, procedieron a exigirle a las autoridades que hicieran tomar
partido de la cuestión al Ministerio, que un inspector actuara de árbitro para una solución definitiva,
si en forma inmediata no se llegaba a un acuerdo. Aunque la persistencia y valentía de un sector del
colegio dio prueba suficiente de la seriedad del planteo, la rectora y vice, valiéndose de las
celadoras y de sanciones disciplinarias, dispersaron a las alumnas a sus correspondientes aulas,
después de varios timbronazos, gritos y corridas.

En el gabinete, Álvarez y Pagani aguardaban, con un dejo de ironía y suficiencia, el devenir


de los acontecimientos. Braña, más nerviosa que satisfecha, se escondió en sus libros, cuando vio
regresar a sus compañeras, espantadas como moscas, sin la victoria por la que fueron a pelear.

En la hora de Gramática Histórica, algunas alumnas, ocultas, jugaban a las cartas; otras, detrás
de las gradas fumaban y leían revistas. Sólo un puñado, entre bostezos, prestaban atención. Cuando
terminó la clase, la profesora, que también se aburría con su propia mansedumbre, se retiró muy
apurada, olvidándose sobre el escritorio una carpeta. No llegó a poner un pie afuera, cuando las
chicas se abalanzaron sobre aquello, suponiendo que encontrarían las últimas calificaciones. Pero se
trataba sólo de una carpeta común y corriente con el desarrollo de cada punto del programa y cuatro
hojas sueltas, escritas a máquina, que parecían un discurso, y lo era, alusivo a Sarmiento. Mecha le
pidió a Fátima, que sabía taquigrafía, que copiara palabra por palabra, todo lo que allí decía. Fátima
le preguntó para qué. Mecha no quiso dar explicaciones y la apremió para que terminara pronto.
Poco después, la profesora volvió por la carpeta. Todas, disimuladamente, ignoraron su presencia
simulando no haber advertido su pequeño olvido.

Al par de días Mecha apareció con cincuenta copias del discurso y con indicaciones precisas
las repartió entre diez de sus compañeras y otras chicas amigas de diferentes divisiones.
Para el día del maestro en la escuela se hacía un acto muy importante en homenaje a
Sarmiento. Ese año la profesora de música se había encargado de la organización y hacía varias
semanas que preparaba los números previendo hasta los mínimos detalles. Ella daba comienzo al
acto ejecutando Aurora y finalizaba con la Marcha a la Bandera, además del Himno Nacional y la
Canción a Sarmiento. Entre uno y otro, algunos profesores disertarían sobre las bondades del procer
y algunas alumnas representarían escenas conmemorativas. Mecha se había ofrecido para hacer la
locución y anunciar paso a paso cada una de las apariciones artísticas.

Después de la segunda concentración de protesta, la rectora envió al Ministerio un informe


detallando los requerimientos de las alumnas. Al poco tiempo un inspector se presentó en el liceo
para hacerse cargo de la situación. Hábilmente, las autoridades, en vez de llamar a las
representantes de cada curso para mantener una reunión de debate, enviaron por las alumnas de
mejor promedio, que no eran exactamente las que habían bregado por los pantalones. De Cuarto
Primera “Letras” Álvarez era la de más altas notas, así que la recomendación de sus compañeras fue
que votara a favor de la admisión del uso de pantalones si quería conservar su buena salud. Más
tarde, Luisa Álvarez, no de muy buen grado, comunicó las últimas novedades: el inspector se había
expedido a favor del petitorio. La opinión de las autoridades era que los pantalones que se usaran
para concurrir al colegio debían ser lisos, oscuros y amplios. Cosa que inevitablemente no se
cumplió. Al otro día como reafirmación del triunfo el noventa y cinco por ciento de las mujeres del
nocturno lucieron impecables pares de pantalones a la usanza de la moda.

Cuando Baru le comunicó a Andrés aquel primer paso exitoso con las autoridades del colegio
se la veía radiante. Eso significaba mucho más que un logro: la potencialidad que tenía la gente
unida luchando en pro de objetivos comunes. Todo el trajín de las últimas semanas, todas las
rencillas que se habían desatado con muchas mujeres que se mostraban indiferentes o que dudaban
de poder obtener un buen resultado y por eso preferían el injusto ritmo normal de la escuela al
desgaste inútil de energías, había sido recompensado con la lección de solidaridad que después
demostraron y que culminó en las reiteradas exclamaciones de euforia que resonaron en todos los
rincones de la casa, victoriando la primera y más grande de las hazañas.

La puntada inicial ya estaba dada, decía Baru y eso la investía de la seguridad que necesitaba
de sí misma y de sus compañeras, más allá de los móviles que las empujaban a apartarse un poco de
su acostumbrada condición de domésticas, para dedicarse a una tarea que las elevaba de la chatura
en la que estaban sumergidas tan conformemente. Pero todavía quedaban muchas cosas pendientes
que no iban a resultar fáciles. La gente no cambia de un día para el otro y se convierte en honorable,
pensaba Baru y no dejaba por eso de tener una especie de confianza, que había resurgido en ella
como una roncha que no quería perder de su piel. Y se empecinaba cada noche en completar las
anotaciones que había comenzado a principios del año, cuando todo parecía imposible, nada
concreto tenía entre manos y el país entero era una bolsa de gatos que aullaban, sin encontrar una
salida.
JULIO
26. — 20ª aniversario de la muerte de Eva Duarte de Perón.
El 15 de agosto Héctor J. Cámpora anuncia en Madrid que Juan Perón volverá a la
Argentina antes de fin de año.
22. — Se inicia una huelga docente de tres días de duración.
25. — Reunidas en la planta baja del colegio, antes de que se iniciaran las clases, y a pesar
de la negativa de las autoridades, las alumnas hicieron un minuto de silencio.

28. — Concentración en el hall de la escuela en repudio a la arbitrariedad de las


autoridades por las dobles faltas computadas a las alumnas ausentes en los días de huelga.
30. — Las autoridades otorgan una amnistía a las alumnas que por motivo de los paros
docentes habían quedado libre. Nuevamente las mujeres del liceo ponen a prueba su poderío.
Han engrosado las filas y alzado una bandera.

El 10 de septiembre, víspera del feriado por el día del maestro, Mecha, un rato antes del acto,
se escabulló cubriendo debajo de su gabán algo que no quería que nadie viera y se fue al salón de
fiestas. Con mucha prolijidad barnizó las teclas del piano, con pinceladas imperceptibles que le
daban una tonalidad particular y agradable, a nuevo. Antes de regresar a su aula se deshizo de lo que
la podía comprometer y volvió casi sosegada a reunirse con sus compinches.

Contradictoriamente a lo que sucedía siempre, la preceptora luchó para que sólo se quedaran
unas pocas alumnas a la fiesta. Pero no hubo nada que hacer, con el pretexto de que querían ver la
animación de Mecha, asistieron todas las que estaban alertadas. El salón se llenó hasta el tope.
Mecha cuidó que la “Trutruca” no se acercara al piano hasta el momento fijado de su actuación.
Una vez que la gente se había acomodado, las alumnas en fila y de pie, y los profesores, rectora y
vice en primer orden sentados, la profesora de música se dispuso a comenzar con Aurora, canción
con la que entraba la abanderada y escoltas. Ni bien apoyó los dedos en el teclado recibió el primer
chasco de la noche. Un acorde tembloroso resonó desafinado a desastre. Roja de indignación y
vergüenza, trató inútilmente de dominar sus dedos pegoteados y a las teclas que se le escurrían y
atrancaban, sin responder a sus movimientos desesperados y torpes y a la angustia de estar haciendo
un verdadero papelón. Las chicas empezaron a murmurar y se oyeron risas ahogadas y burlonas.
Las autoridades se ladeaban en sus asientos que crujían, sin comprender bien qué era lo que pasaba.
La vice, astutamente, levantó la voz y gritó todo lo que pudo la letra, apuntalando al coro de voces
con la intención de tapar la desdichada música. De pronto, la “Trutruca” se quedó pegada y
terminaron de cantar Aurora sin el acompañamiento musical. Cuando quiso levantar los dedos,
después de un gran esfuerzo, hilos de color miel le chorreaban de la punta de las yemas. En ese
momento, supo que no podía quedarse un minuto más allí. Se levantó escondiendo las manos y se
perdió detrás del cortinado. Seguidamente apareció Mecha, tentada de risa, y anunció a un conjunto
folklórico compuesto por cuatro chicas de segundo año. Luego de dos interpretaciones: Zamba de
mi esperanza y Balderrama, la profesora de Gramática Histórica se dispuso a leer su discurso. Muy
solemnemente se paró en mitad del escenario, templó la voz y dijo:

“Señorita Rectora, Señorita Vicerrectora, profesores y alumnas”.

Estamos reunidas aquí —se adelantó un coro de alumnas.

“Estamos reunidos aquí..

Para conmemorar —dijeron las chicas.

“Para conmemorar” —repitió la profesora titubeando.

...el aniversario —otra vez las alumnas.

La rectora y la vice se miraron frenéticamente.

“el aniversario de un procer” —gritó la profesora casi histérica.


... cuyos méritos son innumerables —se anticiparon las alumnas.

La vice subió al escenario, calmó a la profesora, le pidió disculpas y amenazó a la


concurrencia con amonestaciones, expulsiones y explosiones. La rectora se sumó al espectáculo y
dijo que lo que faltaba en ese colegio, además de respeto, eran vacantes y lo que sobraba eran
alumnas maleducadas. Suspendió el acto y ordenó a las celadoras que llevaran a cada curso al aula
que les correspondía, luego iba a pasar personalmente para que recibieran su merecido. En el más
absoluto silencio marcharon por el corredor. A pesar de los sermones no pudieron averiguar de
dónde había provenido la primera piedra y de esa forma les resultó imposible amonestar o expulsar
a tantas alumnas juntas. Sólo las hicieron quedar hasta las doce de la noche, formadas en el hall de
entrada, sin que nadie abriera la boca, a manera de castigo.
GRABACION PASADA EN LIMPIO

Mis padres continuaban manteniéndome a mí y a mi hijo. Por ese entonces, Daniel, que había
estado bastante abandonado por mí, me preguntaba a cada rato por el padre. Juan Carlos Balestra
había desaparecido a pesar de haberme dado la palabra de encontrar un trabajo estable para que mis
padres nos regalaran el departamento que nos habían prometido. Es decir, el terreno de al lado para
que nosotros lo fuéramos construyendo. Ellos también nos ayudarían económicamente. Pero el
irresponsable de Juan Carlos se había caído del mapa. Como Daniel insistía en verlo y mis padres
me preguntaban siempre por él, sin saber qué responderles, me largué un día a buscarlo por los
boliches del centro. En La Paz me encontré con un tipo al que conocía de vista, aunque muy
íntimamente, frecuentaba las jodas de los bulines de Roberto. Le hablé de Juan Carlos. Hacía
tiempo que no lo veía. Después, charlando, surgió mi falta de trabajo y de dinero. Él era asesor de la
Municipalidad y hacía otros trabajitos paralelos que le daban mucha plata. En ese momento estaba
organizando un negocio, dijo, y aseguró que se podía ganar muy bien. Entonces me ofreció un
puesto. Acepté. Mi trabajo consistía en ir por la calle a la pesca de comercios que tuvieran carteles,
averiguar quién era el dueño, si estaba el local alquilado o transferido y si los carteles tenían
permiso municipal. De lo contrario, yo tomaba nombre y dirección, pasaba el dato a los inspectores,
que eran Basurto, el tipo, uno de sus hijos, un escribano y un arquitecto: la camarilla de estafadores.
Por cada cartel, según tamaño y otros requisitos por el estilo, correspondía un precio y sobre éste
una comisión para mí. La comisión oscilaba entre los cinco a quince mil pesos. La oficina central,
vaya el riesgo, estaba a la vuelta de la misma Municipalidad y era un café donde se reunían todos
los reventados de Buenos Aires. Durante dos meses, hasta que se disolvió la sociedad y el negocio,
viví espléndidamente con ese trabajo. Había reportado ganancias siderales. En ese lapso de callejeo
y de codearme otra vez con la gente del ambiente, localicé a Juan Carlos. Lo primero que dijo fue
que lo invitara a tomar un café con leche porque tenía hambre atrasada de varios días. Mientras él
tragaba casi sin respirar, le dije que mis viejos todavía ilusamente nos estaban esperando para que
concretáramos de una vez por todas nuestro matrimonio y además que el nene vivía pensando en él.
Estaba, pobrecito, convencido de que era su padre. Le exigí que volviera esa misma tarde a General
Rodríguez conmigo. Juan Carlos no estaba en situación de negarse a la posibilidad de un techo. Lo
dejé que terminara la merienda y fui a una juguetería a comprar un avioncito azul y blanco que
podía remontarse. “Señor —le dije a Juan Carlos dándole el paquete— cumpla con su deber de
padre llevándole este regalo a su hijo”. Nos miramos y comenzamos a reírnos. Cuántos diferentes
papeles uno debe representar en la vida. Cuánta parodia triste y burlesca debemos soportar. El nene
aún guarda el avioncito como una reliquia, para Daniel es el juguete que le regaló su padre y eso
tiene para él una importancia increíble. Juan Carlos decidió pasar el fin de semana mimando a su
supuesto hijo.

Cumplió. Lo paseó por todo el barrio pregonando su paternidad. Como buena comadre,
entabló relación con todos los vecinos de la cuadra. Siempre dije que Juan Carlos tenía que haber
sido actor. Le supliqué que se comportara como un hombre, pero ya estaba echado a perder. Mis
padres advirtieron su homosexualidad, sobre todo cuando se le pegó a mi hermano, a lo mariposa
revoloteadora. Nos descubrieron. Ya nadie le creyó más. Lo saqué de casa y me fui con él al centro.
Rentamos una habitación en un hotelucho de mala muerte, con la idea de dividir los gastos. Juan
Carlos me había engañado con que le estaban por dar un empleo en la Embajada de Francia, sabía
algo de francés, claro. Yo empecé a trabajar en una panadería y pasó un mes, un mes que yo lo tuve
que mantener. Cuando me echaron de la panadería, yo eché a Juan Carlos de mi vida. No solamente
era maricón sino un tremendo vago.
En octubre, con los primeros calores, empecé otra vez a pensar en Mar del Plata. Creí que si
me iba para esa fecha tendría tiempo suficiente para obtener un trabajo, de esos que pagan muy bien
por toda la temporada de verano. Juan, mi buen amigo, me ayudaría nuevamente. De él no sabía
nada. Yo me había marchado abruptamente y sin despedirme. Pero contando con sus buenos
sentimientos no se negaría a brindarme apoyo. Le pedí unos pesos prestados a Betty y me fui a
dedo, sin meditarlo demasiado, y directamente a buscar a Juan. En el aeropuerto donde trabajaba me
dijeron que no conocían a ningún hombre que se llamara así, aunque las demás señas coincidían con
una persona que tenía un remis celeste y ese hombre se llamaba Alfredo. En ese momento no se
encontraba allí, pero podía hablar con su hijo, que lo estaba suplantando. A mí me sorprendió que
Juan no se llamara Juan y que además tuviera un hijo, nunca había mencionado una palabra al
respecto. Pero cuando el muchacho se acercó, no me quedó la menor duda. Eran idénticos. Le dije
que buscaba al padre por asuntos personales, más precisamente, para que él me consiguiera un
trabajo. Como yo estaba muy confundida, el chico sospechó cosas raras y cuando tomó un poco de
confianza y coraje me dijo si yo tenía algo que ver con el padre en un sentido íntimo. Por supuesto
traté de desmentir y dije que lo había conocido de casualidad y por intermedio de uno de sus
amigos, un tal Pedro. ¿Quién es Pedro?, preguntó el muchacho. Se lo describí y la descripción
correspondía a otra persona que se llamaba Armando. El pibe lo fue a buscar, era Pedro. Cuando me
vio se quedó helado. Sólo atinó a apartarme. El pibe, cancheramente, se retiró. “En qué lío metiste a
Alfredo”, dijo Pedro o Armando. ¿Qué Alfredo?, pregunté yo. “Mirá, Julia, Juan se llama Alfredo y
el muchacho es el hijo que lo cela como si fuera una mina, yo me llamo Armando. Perdoná que te
mentimos con los nombres”, me explicó. Alfredo se llevaba mal con la mujer y si no se separaba era
nada más que por el hijo. A mí siempre me recordaba, a pesar de que yo había desaparecido sin
dejar rastros. Él regresaba de Buenos Aires al otro día. Armando me pidió que lo esperara en la
confitería mientras terminaba un trabajo. Se encargaba del taller mecánico. Luego iría para charlar
conmigo. Yo le hice caso y me fui al bar a esperarlo. Ahí estaba cuando el muchacho otra vez se
vino al galope para entresacarme cosas con respecto al padre. “Vos sos una de esas mujeres que le
sacan guita a mi viejo, ¿no es cierto?”, dijo. No le permití la acusación, tampoco su exigencia de
que me fuera. Al final me lo saqué de encima, aunque no muy convencido de mi inocencia. Luego,
Armando me recomendó en un hotel y me instalé allí, a la espera del regreso de Alfredo y su
providencial compañía. Al otro día, casi a la tardecita, me visitó. Bromeamos un rato con la
confusión de los nombres y después se puso serio cuando le hablé del hijo. Pero estaba de buen
humor y no quiso, según dijo, dejar de ser el hombre más feliz de la tierra. No sé por qué, ciertos
hombres, se encariñan tanto conmigo. A la semana ya estaba trabajando de camarera en una cantina
cercana al puerto. Alfredo además aportaba con su presencia y sus invitaciones a que yo también me
sintiera una persona feliz. Por entonces me había agarrado la manía de economizar. Como ganaba
bien y los gastos extras los hacía mi buen amigo por mí, la idea que tenía era juntar unos pesos para
volver a Buenos Aires y comprarme un taxi. Trabajar independientemente es una gran cosa. Por eso
quise mudarme a un hotel más barato. Ahora bien, ahí donde vivía había una pareja de cabecitas
rejuntados. Con la mujer yo intercambiaba revistas. Una noche se agarró a trompadas con el negro y
se fue a una pensión a dos cuadras de allí. Cuando vino a devolverme una de las revistas que le
había prestado, me dijo cuánto le cobraban, una bagatela, y que también daban comida y la gente,
todas mujeres, eran chicas macanudas que trabajaban y que no eran como los turistas, ruidosos y
molestos. Influenciada por ella me fui a hablar con la dueña de la pensión. Pero no quedaba ninguna
habitación libre, a no ser una cama disponible en una de las piezas grandes. Yo le pedí que me la
mostrara, nada más que por curiosidad. Era un rancherío, las camas estaban pegadas una al lado de
la otra y las tipas tiradas durmiendo, otras recostadas limándose las uñas o leyendo Corin Tellado y
dos pibes y una nenita. Cuando vi eso tuve intenciones de salir corriendo, sin embargo, arriba en
una cucheta había una mujer toda tapada que espiaba con un solo ojo. Lo que puede hacer un solo
ojo cuando es seductor. Súbitamente se levantó y se paseó en bombacha y corpiño. Era hermosa.
Me quedé por ella. A la mañana me levantaba temprano para ir a la playa, al mediodía comía en la
pensión y me iba a trabajar. Como almorzaba alrededor de las once, lo hacía prácticamente sola. No
había podido entrar en confianza con nadie. Sólo los lunes tenía franco y en general me lo pasaba en
la calle. Debía llover para que me quedara adentro. Y llovió. Inés, la verdadera culpable de mi
traslado, era huidiza. Con las primeras que hablé, me acribillaron a preguntas. A mí todas esas
mujeres me intrigaban, no sabía a ciencia cierta de qué vivían. Pronto me enteré, eran prostitutas.
Esa mañana de lluvia había venido un hombre y se había llevado a los tres chicos. A la tarde cuando
Inés se enteró tuvo una crisis de nervios. No quería que su marido se llevara a sus hijos. Salió a lo
loca a rescatarlos. El marido sólo le dejó a su cuidado el varón mayor. Estuvo cerca de una semana
amargada. Yo aproveché la oportunidad para hacerme su amiga. Nos hicimos confidentes. Ella
quería hallar un trabajo decente que le permitiera recuperar a los otros dos hijos. Estaba harta de ir
de brazo en brazo de los hombres. Pero ningún empleo le redituaba tanto como ése. Yo le conté que
el trabajo de camarera me lo había conseguido un amigo. Ella se interesó en conocerlo. Le dije que
viajaba constantemente debido a su empleo en el ferrocarril, pero que ni bien volviera se lo
presentaría. A los dos días Alfredo estuvo de vuelta. Me fue a buscar al otro hotel. Allí le avisaron
dónde me encontraba. Muy enojado me dijo: “¿Se puede saber qué estás haciendo acá?” En eso
apareció Inés. Ella lo saludó como si ambos fueran viejos amigos. Él estaba muy molesto y se fue a
esperarme al auto. Yo no entendía nada. Resultó que los dos se habían acostado juntos un par de
veces. Además, Alfredo estaba indignado porque la reputación de la pensión era conocida en todo
Mar del Plata. No quería que viviera entre prostitutas. Esa noche discutimos sobre aquello hasta
tarde. Yo lo que más deseaba era hablar con Inés. Quería que me dijera algunas cosas sobre Alfredo.
Así que cuando volví de mi paseo tormentoso, la desperté de su profundo sueño y, para que las
demás no chillaran por el ruido, nos fuimos a un bar a tomar cerveza. Inés me dijo que Alfredo era
un tipo generoso. Había sido un levante como cualquier otro, pero con la variante de ser un hombre
desprendido, que necesitaba realmente una mujer que supiera comprenderlo, aguantar su situación
con la esposa, darle un poquito de afecto, con eso sólo bastaba para tenerlo en un puño. Si yo sabía
equilibrar ciertos componentes podía contar indeterminadamente con él, en todo lo que se me
ofreciera. Inés tenía razón. Al otro día cambié de comportamiento con Alfredo. A la semana me
habló. “Soy de una sola palabra, no estoy en edad de perder el tiempo. Sé cómo vos sos y cuáles son
tus inclinaciones. A pesar de eso me gustás y te deseo. Es más, tengo la esperanza de que pronto te
vas a decidir a tener una relación con otro hombre, ese hombre quiero ser yo”. Desde entonces me
convertí en su amante. Yo aceptaba lo suyo y él lo mío. No era un tipo de molestar mucho en la
cama. Se conformaba rápidamente. Antes que terminara la temporada recibí una carta de Paola y
otra de Betty. Paola se había separado de su marido porque estaba saliendo con otro tipo con el que
se había metido de cabeza. Iba a alquilar un departamento para vivir sola. Betty me sugirió
compartir el departamento con su hermana para que nosotras tuviéramos mayor libertad de estar
juntas. Yo comenté con Alfredo la proposición de las chicas. Él no me puso reparos. De todos
modos viajaba constantemente a Buenos Aires donde podíamos vernos e incluso mantener una
relación más fluida y no como en Mar del Plata escondiéndonos de la persecución de su hijo y de su
esposa. A fines de marzo ya estaba instalada en la casa de Paola. Durante un tiempo todo salió a la
perfección. Paola amaba a su muchacho y yo a Betty. Alfredo me visitaba tres veces al mes y
aportaba su cuota para mi manutención. Pero con la convivencia, la afectividad, la simpatía, y todas
las artimañas de Paola, terminamos acostándonos juntas otra vez. Tanto su compañero como su
hermana comenzaron a sospechar de nosotras. A la vez a Paola le había renacido su delirio por mí y
me hacía escenas de celos por Alfredo y por Betty. Reconsideré mi situación y conociendo su locura
como yo la conocía no me pareció justo traicionar a Betty con su propia hermana, es más, ella no se
lo merecía. Siempre se había portado mejor que ninguna otra. A todo esto se suma algo que le
sucedió a Alfredo y que de rebote la ligué yo. Había perdido la concesión en el aeropuerto. Ya no
me podía pasar más la mensualidad, hasta que no encontrara otro trabajo. Yo calculé que era
cuestión de aguantar y no de patearlo. No podía mostrarme hasta tal límite interesada. También
cabía de pensar que fuera una especie de prueba de su parte. Lo tranquilicé y le dije que yo me las
iba a arreglar mientras tanto. Inmediatamente Paola asumió mi cesantía y como ella trabajaba de
ayudante de escenografía en el Teatro Colón me hizo entrar de extra en la obra Moisés y Aarón. No
se ganaba mucho pero alcanzaba para pagar los gastos que me correspondía del departamento.
Tomé parte del coro, unas veintipico de personas vestidas de negro, encapuchas, que aullaban,
demostraban miedo o sorpresa, que tenían que llorar y deslizarse a lo gato por todo el escenario. Yo
no entendía ni jota de la obra. Hacía lo mismo que las otras. La verdad, me había ilusionado. Creo
que todos llevamos en un rinconcito del corazón el deseo de ser un artista reconocido, halagado,
ovacionado por el público. Por eso después del ensayo, y pese a la prohibición, me quedaba dando
vueltas por las salas, descubriendo aquel mundo fantasioso del teatro, mi vocación oculta. Un día
estaban practicando Norma Fontella y Neglia. Quedé maravillada. De embobada nomás, me apoyé
en un trasto y se movió por mi culpa la escenografía. El régisseur cortó el acto. El director de ballet
me miró con cara de tumba, el director de escenografía me reprendió. Evidentemente no estaba con
toda mi lucidez, porque al minuto volví a cometer el mismo error. Entonces no me perdonó. Nadie
creyó que lo había hecho sin querer. Justo pasó el jefe de los extras y lo enteraron de mi hazaña. Yo
no le caía bien. Me despidió. No sé qué le habrán dicho a Paola, que era la que me había
recomendado, porque ella fue categórica conmigo y yo no me quedé atrás. Salieron, como quien
dice, a relucir los trapitos al sol. Le reproché querer abarcarlo todo. Así estaba procediendo
conmigo, forzándome a mantener relaciones de las que yo no quería saber nada. Agregué que no
tenía ni siquiera consideración de su hermana, era cierto, nadie le importaba. Deduje que después de
aquella pelea, y por no tener ya de dónde sacar dinero me echaría a la calle. Regresé a la casa de
mis padres. Me dediqué una semana entera a cuidar a Daniel, me necesitaba. Haraganeé durante un
tiempo. Alfredo continuaba visitándome. Para diciembre me anunció que le habían restituido la
concesión en el aeropuerto y por lo tanto me invitó con todos los gastos pagos a Mar del Plata. Lo
único que tenía que hacer era disfrutar de la playa y acceder a sus requerimientos amorosos. Otra
vez rumbo al mar. Me volví a encontrar con Inés en la pensión. No había podido superar aquella
vida. Estaba entusiasmada con un ofrecimiento que le había hecho uno de sus clientes para trabajar
en un boliche de Madariaga. En ese período Alfredo se había tomado vacaciones en el ferrocarril,
un mes que lo tuve día y noche conmigo. Se había vuelto exigente, no en la relación propiamente
dicha, ya dije que era una especie de animal salvaje que ni bien descargaba sus energías se echaba a
dormir, sino en la periodicidad. Como tenía poco que hacer sus requerimientos eran más frecuentes.
Yo me estaba cansando de abrir y cerrar mis piernas. Y pensé que tenía que alejarme lo antes
posible. Aún continuaba con la idea de comprarme el taxi, pero los ahorros del año anterior me los
había patinado en chucherías. Por eso cuando Inés me dio como seguro ganar buenas sumas en el
boliche de Madariaga, me fui con ella, a probar suerte. Antes intenté pegar un batacazo en el
Casino. No quise que nadie me acompañara; para jugar es mejor estar sola. Junté todos mis pesos
creyendo que los multiplicaría. A los cinco minutos de saborear el humo del cigarrillo que flotaba
sobre las mesas, perdí todo. Esos eran mis grandes batacazos. El tipo que estaba al lado, un hombre
joven de buen aspecto, elegante y distinguido, como yo, no andaba de racha esa noche. Me había
estado fichando con disimulo y buscaba mi complicidad para apostar. Iba a jugar las últimas fichas
que tenía en la mano y me preguntó qué número le aconsejaba. Yo no me quise comprometer. Dijo
que nunca jugaba a ruleta sino a punto y banca, por eso perdía. Entonces, colocó las tres fichas de
mil cada una en medio pleno sobre la penúltima línea. Había tenido un pálpito. Sonreímos y yo
crucé los dedos y se los mostré en señal de suerte. En ese tiro recuperó siete mil quinientos. Luego
puso todo al once y volvió a ganar, casi cincuenta mil pesos. Con la excusa de que le había dado
suerte me invitó a tomar un café. Fuimos a la confitería del Casino. Entre la gente había una mujer
muy hermosa, sobre todo interesante, que lo esperaba. Me la presentó, era su esposa. Yo me quedé
algo sorprendida. Los hombres no acostumbran ser amables cuando está cerca su mujer. Pero ya nos
habíamos sentado y bebí con ellos el café. Hablamos dos o tres trivialidades y luego me aclararon
qué era lo que querían. En la calle subimos al auto y me llevaron a un chalet espléndido en pleno
barrio Los Troncos. No había nadie en la casa. En el living tomamos unos whiskies y escuchamos
música. René, la mujer, se me apoyó en el hombro. Tenía una boca fresca y los labios oscuros y
carnosos. La besé largamente. El marido, de pie frente a nosotras, nos observaba. Él fue el que nos
insinuó de pasar al dormitorio. Detrás nuestro nos escoltó, apagando las luces. Los tres nos
desvestimos. Yo continué con la mujer y él sin perder detalle. Cuando la mujer comenzó a gemir,
entonces intervino el hombre. Gozamos todos juntos hasta que me apartaron a mí y el placer fue
sólo propiedad absoluta de ellos. Cuando terminó la función, pasada la medianoche, me pagaron
ochenta mil pesos y un taxi de vuelta al centro.

En Madariaga, el amigo de Inés había alquilado una casita para que vivieran las minas que
laburarían en su boliche. Allí nos instalamos. Inés llevó a su hijo, a quien cuidábamos entre todas.
Debutamos con éxito, con demasiado éxito. No sólo los hombres del pueblo iban a recrearse a la
boite, sino también los de los alrededores. Tipos que tenían chacras, campos y plata. Todos
pajueranos y sin experiencia. Los billetes volaban de sus billeteras de cuero de cocodrilo. Ya había
comenzado a ahorrar. Casi tenía reunido el dinero para el adelanto de un coche cero kilómetro. Pero
no sé por qué un día me levanté con un mal presentimiento preocupada por Daniel. Tal vez sería la
proximidad del hijo de Inés que me hacía recordar al mío y tener grandes remordimientos de
conciencia. Hacía meses que no lo veía. Llamé por teléfono a Buenos Aires para saber cómo estaba.
Por el tono de voz de mi padre advertí que algo sucedía. Daniel estaba bien, pero mi madre había
tenido un infarto. Necesitaban urgentemente dinero para darle una buena atención. Me tomé licencia
en el trabajo, yo misma, y me fui a ayudar a mi familia. Mi madre estaba en terapia intensiva.
Médicos, remedios, internación, me comieron todo lo que tenía guardado. Mi padre me dijo que
desde ahí en más yo tenía, estuviera donde estuviera, que girarles dinero. La enfermedad de mi
madre lo había fundido a él y a mí de rebote. Ya no podían mantener más al nene si yo no aportaba
una mensualidad. Cuando mi madre se recuperó, volví a Madariaga para trabajar. Ahora más que
nunca necesitaba dinero. En el boliche, pese a las gestiones de Inés, habían tomado a otra copera
que les rendía más que yo y a mí me rajaron sin previo aviso. Aprovecharon mi ausencia para
desplazarme del negocio. Sin embargo, durante el tiempo que alterné me había hecho de unos
cuantos clientes. Así que me trasladé a un hotelucho y comencé a laburar por mi cuenta. Levantaba
a los puntos en un bar de bajo fondo, al principio, después fui seleccionando mis clientes. Yo entré
en esa variante porque necesitaba plata y porque me gustaba torturarme con los hombres. Los
detestaba a todos. Para mí acostarme con ellos era una especie de sacrificio, de mística del deber.
Mi madre estaba enferma y yo me deslomaba por ella. Eso era lo que pensaba. Tengo que pagar
todo lo que padeció por mí. Lo que pasaba era que mi madre siempre me decía que los disgustos
que le daba la iban a enfermar. Y su enfermedad era mi culpa. En el corto período que ejercí la
prostitución, mi piel reaccionó con una erupción parecida a la soriasis. Era por el asco que me
daban los tipos. Fui decayendo físicamente. Estuve a punto de suicidarme. Entonces pensé en
Alfredo. Yo había huido de su lado para no acostarme con él y había terminado revoleando la
carterita, como se dice por ahí. Regresé a Mar del Plata y me reencontré con él, luego tuve que
tomarme unas vacaciones para curarme de todos los males que se ensañaron con mi cuerpo, unas
vacaciones de recuperación física y psíquica. La salud me había abandonado y ese es el peor de los
abandonos. Nunca se vuelve a ser como se fue.
V
Diariamente, durante años, Mecha, como tantas otras chicas, había visto los mismos objetos
del colegio, sin verlos en realidad. Por eso cuando advirtió que en una de las aulas, en el frente,
arriba del pizarrón, había una enorme cruz de madera con un triste Cristo de bronce, pensó que era
todo un descubrimiento. Sin embargo no era tan así. En el bar había estado hablando con Baru de
religión, de cristianismo, de Zulema Braña y de una serie de cosas que al fin de cuentas en algo
estaban relacionadas con aquel hallazgo. Se preguntó si en todas las aulas habría crucifijos. Le bastó
recorrer cuatro o cinco para llegar a la conclusión de que el colegio estaba “tomado” por esos
tormentosos cristos. Entonces, sin saber bien por qué, puso una silla arriba de la otra, se subió y
haciendo equilibrios, descolgó uno de esos objetos y se lo llevó con ella.

No fue a Zum-Zum, allí estaban las chicas, se metió en otro bar, algo más alejado de lo que
habitualmente frecuentaban sus compañeras y ahí reflexionó qué iba a hacer. Salió. Fue a una
librería, compró papel celofán y cinta de color, papel grueso, una tarjeta y un sobre. Luego regresó
al mismo café. Con una servilleta limpió lo mejor que pudo el crucifijo y lo envolvió para regalo.
En la tarjeta escribió con letras de imprenta: “En reconocimiento a su bondad y compañerismo”; en
el sobre puso: “Para Zulema Braña”. Pagó el café y apresuradamente fue hacia el colegio. Una vez
allí, sobre el pupitre de Braña depositó el paquete, cuidando que por los alrededores no anduviera
ninguna soplona. Después, volvió a reunirse con sus compinches.

—¿Otra vez por acá? —dijo Baru cuando la vio entrar—. ¿Adonde fuiste?

—A tomar fresco.

—Nosotras continuamos con la discusión — dijo Fátima.

Angélica Solís pidió un especial de jamón y queso. Sotelo se lo hizo cambiar por un tostado
mixto.

—Después te quejás que no te entran los pantalones — la reprendió.

—¿Sabés lo que acaba de decir esta loca? —dijo Jorgelina señalando a Baru—, que
necesitamos un Cristo mujer que nos venga a salvar de esta podredumbre.

—Eso que se lo diga a Braña — respondió Mecha.

—No sé por qué critican tanto a la pobre, humilde y pura de Zulema, si es un amor — dijo
Susana Puig irónicamente.

—Pará un cacho —dijo Fátima—, no confundás puritanismo con represión.

—¿Qué tenés en su contra? — dijo Mecha.

—Vive con la madre, encerrada como si habitara un monasterio. No se calienta por nada
porque sabe que en el más allá va a gozar del paraíso. ¿Y te parece poco? Eso son los cristianos.

—iQué herejes! — dijo Solís entre mordiscos.

Sotelo la pellizcó para que se callara.

—Y bueno, si su vocación es ser monja... — dijo Puig.


—¿Y la tuya, Susana? — preguntó Baru.

—Uy, uy, cuánta agresión —dijo Puig—. Pero te voy a responder en el mismo tono: una puta
de lujo, ¿conforme?

—Hablemos en serio —dijo Baru—, estoy cansada de boludear.

—Yo quisiera ... — saltó Solís.

—Ser flaca — dijo Sotelo riendo.

Solís se enojó y se quiso ir.

—Dale, gordita, fue una broma — dijo Sotelo conciliadoramente.

En ese momento llegó Julia y arrimó una silla a la mesa.

—Che —dijo Sotelo—, ¿y vos qué quisieras ser en la vida?

—¿Cómo? — preguntó Julia.

—Lo que oíste.

—Ah —dijo Julia—, no lo puedo decir, es un secreto.

—Yo —dijo Jorgelina y se quedó pensando—; me gustaría ser modelo, ganar mucha guita, ser
famosa, estar en todos los carteles de la calle.

—Berretines —dijo Mecha—. Seamos un poco más realistas. Para mí lo más concreto que me
presenta la vida es casarme, tener un par de chicos y ser una feliz ama de casa, eso sí, remunerada.
Voy a pedir que me paguen por fregar o que me den todas las comodidades que necesita una mujer
que se sacrifica por su hogar.

—¿Qué es eso de ama de casa? —preguntó Baru—, ¿una profesión?

—Por qué no, ¿acaso no es un trabajo como cualquier otro? ¿No les parece que tendría que ser
remunerado?

—Uy, Dios —dijo Solís—, está en feminista.

—No, Mecha, eso sería como jerarquizar algo que somete a la mujer a una triste tarea. Sería
como defenderse con el vientre en vez de defenderse con la cabeza.

—Música de fondo, por favor — se rió Jorgelina.

—A mí —dijo Sotelo— me gustaría...

—Ser menos mentirosa — dijeron todas a coro.

—No —dijo simulando no darse por aludida—, saber cosas sobre los astros... ¡qué sé yo!...
¿De qué signo son?

—Infalible —dijo Fátima—, ¿será posible que las mujeres siempre terminemos hablando del
horóscopo?
Julia, que parecía no prestar atención, prendió un cigarrillo, se desperezó y dijo con
indiferencia:

—Son bichos inferiores, no hay nada que hacer.

Angélica Solís dio la voz de alto. Ya eran las 19 y 30. Se apuraron en pagar la cuenta y salir
corriendo.

Sobre la hora llegaron al colegio. Zulema Braña, como de costumbre, estaba con todo el pelo
revuelto, la cara muy seria y esa expresión oscura que tienen todos los que se sienten solos.
Escudriñaba con desconfianza el paquete, sin animarse a abrirlo por miedo de que fuera una de esas
obscenas bromas de sus compañeras. Pero al rato, lo desenvolvió con mucha cautela, lista a
arrojarlo bien lejos si no era algo digno y decente para ella. Sus ojos relampaguearon ante el pesado
y desnudo hombrecito que sangraba en la cruz. Leyó repetidas veces la tarjeta hasta que por fin se
decidió a guardar el regalo en su portafolios. Recién entonces pudo adoptar una actitud atenta,
disciplinada, a la clase que acababa de comenzar.

Después de terminar en forma definitiva su relación con Benítez y pensando en reivindicarse


internamente, Susana Puig había encontrado la solución de su vida en la militancia política. Su
labor dentro del grupo revolucionario, tan honorable como cualquier otra, era repartir panfletos y
pegar afiches en todo espacio libre. El colegio era un lugar ideal para la praxis de su misión y no
desperdició el momento oportuno de ponerse a prueba. La primera idea brillante que se le ocurrió
fue tapar las puertas de los baños, mamarrachadas con obscenidades, malas palabras y corazones
flechados, con las consignas de sus nuevos ideales.

En mitad de la clase de literatura, habiéndose llenado anteriormente los bolsillos del tapado
con volantes y un frasco de cola de pegar, salió de su división derecho para el baño. Recordando las
normas de su adiestramiento se dirigió con arrogancia, sin demostrar temor ni levantar sospechas
con miradas de soslayo ni pasos sigilosos, a ejecutar la tarea encomendada.

Con una mano sostuvo el frasco del pegote y con la otra el papel y, cuando se disponía a
proceder con la operación, debió sentir un fuerte escozor en la nuca, porque se volvió
repentinamente y vio a la portera, grandota y negra, que la había pescado in fraganti. ¿Cómo hacer
para explicarle que era por ella o mejor dicho por la clase hostigada a la que pertenecía? Por los
pobres, los negros, los cabecitas. Los que sudaban la gota gorda por unos pocos pesos. Guardó sus
armas de combate apresuradamente y se fue corriendo sin abrir la boca, asustada por la mirada de la
negra que no tenía cara de buenos amigos. La mujer la chistó, le preguntó el nombre, le siguió los
pasos. Susana Puig había fracasado otra vez.

—Sí, señorita rectora, yo la vi claramente. Era una alumna de Cuarto Primera “Letras”. Tiene
un tapado a cuadros rojo y azul. La celadora va a saber quien es — aseguró la portera.

—Muy bien —dijo McCullers—, le agradezco la información. Le ruego que se quede aquí
para identificarla —y dirigiéndose a la secretaria le ordenó—. Haga venir a la preceptora de ese
curso.

Mientras Victoria Sáenz Ballesteros analizaba el ejemplo XX del libro El Conde Lucanor,
Susana se deshizo del material subversivo y simuló prestar atención a la recomendación de la
profesora que insistía que tomaran en cuenta “el tabardit” como elemento que estaría
constantemente en juego. Y cuando escribía en el pizarrón la moraleja de Don Juan: “No aventures
mucho tu riqueza / Por consejo de quien está en gran pobreza”, entró la celadora y se llevó a Puig y
todos sus útiles, con la debida autorización de Sáenz Ballesteros. Alicia disfrutaba con la situación.
Nunca le había tenido simpatía a Susana y ahora se lo estaba demostrando. Por el camino no
hablaron una sola palabra. Estaba tácita la mutua enemistad.

—¿Es ésta la alumna? — preguntó la rectora.

—Sí, señorita — respondió la portera.

—Muy bien, gracias —dijo—, puede retirarse y usted también Alicia.

Una vez que se quedaron las tres solas, Susana, la vice y la rectora, y los oídos alertas de la
secretaria, la vieja habló con sus ojos de pescado. Inmediatamente la vice revisó cosa por cosa los
útiles escolares y dio vuelta de punta a punta el tapado de Susana.

—¿Qué fue a hacer al baño? — dijo la rectora.

A Susana le temblaron los labios y apenas si acertó a responder:

—Fui a defecar.

—Cuide su lenguaje, señorita, y dígame la verdad.

La Pechugona interrumpió para notificar que no había encontrado nada entre sus pertenencias.

—Como me lo suponía —exclamó McCullers—. ¿Dónde los puso, dígame, dónde puso los
panfletos?

—No sé de qué me están hablando — negó Susana.

—No se haga la inocente. Le conviene decir la verdad —y con un tono convincente pero
intimidatorio agregó—. Si habla y se aclaran las cosas le ponemos solamente amonestaciones, de lo
contrario la expulsamos.

—¿En qué lugar escondió los papeles? — intervino la vice.

—No —dijo Susana advirtiendo que no tenía otra alternativa—, yo no tenía papeles —mintió
—. Sólo iba a escribir una cosa en la puerta del baño.

—Terminemos de una buena vez —presionó la rectora entornando sus ojos de pescado frito
—. No me haga perder más tiempo. ¿Qué cosa iba a poner en el baño?

—No puedo decirlo.

—No empecemos de nuevo —se enojó—, que se me agota la paciencia. Hable.

—Viejas hijas de puta — dijo de pronto Susana.

Las dos eminentes autoridades se miraron sorprendidas y exclamaron a coro: —i Qué


insolencia!

Susana atemorizada por su intempestivo arranque trató de justificarse:

—Eso era lo que iba a poner, yo les anticipé que no podía repetirlo. Ustedes me obligaron.

—Y se atrevió —respondió espantada la Pechugona—. ¡Qué falta de vergüenza! Esta


juventud no tiene respeto por nada ni por nadie.
—Esta grosería es imperdonable — dijo la rectora.

Ambas autoridades hicieron un aparte y discutieron la medida a tomar. Aunque consideraron


que Susana Puig merecía ser expulsada, no podían echar a más alumnas sin pruebas contundentes
que justificaran los últimos abusos cometidos durante el año contra las mujeres del colegio. Se
inclinaron por la máxima sanción disciplinaria.

—Veinticuatro amonestaciones —decretó la rectora.

—Ya sabe —dijo la vice— otro mal paso y se despide para siempre del liceo. Puede retirarse.

Cuando Susana Puig volvió al curso sus compañeras la rodearon preguntando qué le había
pasado. Ella no quiso hablar con nadie y se apartó del grupo para recobrarse del desafortunado
episodio suscitado en esa, su primera experiencia militante.

A los dos días exactamente, la directora del turno mañana había denunciado la desaparición de
un crucifijo de una de las aulas de planta baja. Llegando a la conclusión de que esto había sucedido
durante la noche. Por eso la rectora reunió a todo el colegio en el recreo largo y les comunicó a las
alumnas el hecho. Invocó a las Sagradas Escrituras, prometió no tomar represalia alguna, siempre y
cuando aquella persona, que en un lapsus de equivocación y desequilibrio, se arrepintiera y se
hiciera responsable del terrible daño que había causado, restituyendo el crucifijo al mismo lugar de
donde lo había sacado.

Mecha esperó inútilmente que Braña se decidiera a hablar. O que al menos comentara algo al
respecto. Sin embargo no hubo ninguna acusación de su parte ni el menor síntoma de reaccionar.
Mecha pensó que era muy posible que, dados sus sentimientos cristianos, se estuviera debatiendo
internamente, ya que no cabía dentro de sus principios la delación. Por otro lado asumir la culpa no
era justo. Así que Mecha, sintiendo todo aquello como un gran peso y no habiendo medido las
consecuencias, le confesó a Braña toda la verdad.

—Zulema —le dijo—, yo sé que vos me podés decir de todo con justa razón, pero creéme, no
sé cómo pedirte disculpas. Yo quise hacerte una broma y me salió mal. Necesito redimirme. Vamos
ahora mismo a decírselo a la rectora.

Braña la escuchaba impasible. Su rostro no traslucía más que lo que su rasgos delineaban.

—Para vos —continuó Mecha —habrá sido todo un problema de conciencia, ahora para mí
también. Todos se piensan que yo soy una loca suelta pero no solamente eso soy. Sé que con esas
cosas sagradas no se juega. Me arrepiento. Busquemos una solución.

—Desde un primer momento supe que vos habías sido la del regalo —dijo Braña.

—Pero lo que no te imaginabas era que lo había sacado del colegio —dijo Mecha
avergonzada.

—Por supuesto que sí, en todas, las aulas hay uno.

—¿Entonces —dijo Mecha sorprendida—, por qué no dijiste nada en aquel mismo momento?

—Porque era un regalo que vos, sin saberlo, me habías dado. Algo que yo siempre quise tener.
Desde que vengo acá los he observado con cariño, les he rezado noche tras noche. Ahora tengo uno
en casa. Ahora todo va a ser mucho mejor para mí.

—¿Pero cómo, no lo vas a devolver?


—Sólo sé que es mío. Vos me lo regalaste— dijo Braña obcecadamente.

—No te entiendo —dijo Mecha—. Ya no entiendo más nada de este mundo.

Un grupo de chicas se detuvo junto a ellas. Le tironearon el pelo a Braña y comenzaron a


bromear. Ella se dio media vuelta y desapareció. Mecha fue invadida por las risas sórdidas de sus
compañeras y por una gran tristeza.

Las órdenes expresas fueron que quedaba terminantemente prohibido festejar dentro del
colegio el día de la primavera. Para eso los estudiantes tenían libre el día veintiuno y se les había
concedido salir dos horas antes el veinte, para hacer lo que se les plazca afuera.

Sin embargo, por el hecho azaroso de su aislamiento, Cuarto Primera “Letras” era una
división de privilegiadas, porque allá arriba nadie las podía controlar. Así que organizaron una
pequeña fiesta. Una especie de ritual que debían cumplir para superar sus viejas frustraciones
adolescentes. Contando como aliados a los profesores y a la preceptora, dividieron las tareas:
Mecha se encargó del tocadiscos portátil y de los long-play más preciados y diversos; Sotelo y Solís
de la comida y de la bebida; Baru y Fátima adornaron el aula. Sólo bastaba con llegar temprano,
esquivar a las autoridades, escabullirse por las escaleras y montar el escenario en el refugio
trasnochado del gabinete.

Mientras Fátima ideaba flores de papel, Baru vistió al esqueleto con un saco y un pantalón
improvisados de colores chillones. Le colocó un sombrero antiguo de paja y fijó por dentro, en unos
huesos sueltos de la cara, dos velas, de manera tal que asomaran por las cuencas de los ojos. Mecha,
echando bofes, subió el aparato de música y se encargó de hacerlo funcionar. Después ayudó a sus
compañeras en la decoración. Angélica y Betiana, peleándose por el corredor anunciaron su
presencia y pidieron ayuda. Estaban cargadas hasta la nariz de paquetes y bolsas. Traían masas y
sandwiches y botellas de sidra y cerveza como para abastecer a todo un ejército. Y hasta habían
tenido la precaución de no olvidarse de los vasitos plásticos, las servilletas y el destapador. Solís
necesitó reconfortarse y abrió una botella de sidra. Sotelo buscó cubitos en la heladera y llenó los
vasos. Desde ese instante no pararon de tomar y comer y reírse por cualquier estupidez. Todas
estaban de buen humor. Reconciliadas y alegres. No podían permitir que se les amargara su día.

Al rato fueron cayendo las otras chicas y Braña aceptó como el resto de sus compañeras
ponerse una flor en el pelo. Aumentaron el volumen de la música y se pusieron a bailar entre ellas.

A esa altura Mecha ya estaba bastante chispeada. Esperaba a Núñez con ansiedad. Salió al
corredor a tomar fresco y a vigilar su llegada. Después comenzó a gritar: “Socorro, que me violan”.
Fátima chistó y se acercó a ella para advertirle que podía oír la rectora y arruinarles la fiesta si
continuaba haciendo barullo.

—Estás loca —le respondió Mecha—, mirá si la vieja me va a oír desde acá. Ni que tuviera
audífonos supersonoros.

—Y si por esas malditas casualidades te escucha —dijo Fátima conteniendo una carcajada—,
eh y viene corriendo y dice “a mí también, a mí también”.

—Uy uy —murmuró Mecha agarrándose la cabeza—, qué curda que tenemos todas.

Al rato, Mecha entró al aula, prendió las dos velas que tenía la calavera, apagó las luces y
pidió a sus compañeras colaboración: orden y mesura. El ambiente parecía un club nocturno
exótico, así a media luz. Preparó la grabación de Love Story y se escondió detrás de la puerta para
sorprender al profesor Núñez.
Ya desde el corredor, Núñez sospechó algo raro.

Muy poca luz y demasiada quietud para un día en que las alumnas, en general, estaban
predispuestas al jolgorio más que a cualquier otra cosa. Sin embargo se armó de coraje, otra
solución no tenía y puso un pie dentro del gabinete. El estribillo de la canción lo dejó atónito y
también el brazo que en la oscuridad lo atrajo al centro mismo de la reunión. Alguien encendió las
luces y entonces estallaron los aplausos.

Tímidamente preguntó:

—¿Quiere decir que hoy no puedo dar clase?

La respuesta era obvia y tuvo que amoldarse a las circunstancias. No quiso probar un solo
bocado y mucho menos beber. Dentro de sus suposiciones cabían las posibilidades de que lo
pudieran envenenar, drogar, hacerle ingerir orines y excrementos, excitantes sexuales y otras malas
yerbas. A pesar de la insistencia de las chicas no aceptó nada que fuera comestible. Ni nada que le
propusieran con demasiado fervor.

Mientras tanto, Mecha con un grupo de sus compinches organizaron un certamen de belleza. A
toda costa pretendían que Núñez, él solo, fuera el único jurado. Responsabilidad que de ninguna
manera consintió. Se presentaron tres postulantes. El resto de la división ofició de jurado. Adrede
estipularon que el premio consistiría: para la reina, bailar dos piezas con el profesor de turno; para
las princesas, una para cada una. La votación dio como resultado fraguado la elección de Mecha
como belleza máxima de esa primavera en el Liceo y como primera princesa soberana a Jorgelina
Pardo y en segundo término a Betiana Sotelo.

Núñez ya no podía negarse a nada más si no quería que lo lincharan. Por eso no pudo eludir el
baile. Sólo puso como condición que fueran valses. Dijo que otra cosa no sabía. Rápidamente
cumplió con la imposición asignada y se colocó, luego, cerca de la puerta para disparar de allí,
enseguida después del timbre. Pero Mecha, que lo acechaba como una fiera, le siguió los pasos y
logró arrinconarlo en el saloncito contiguo al gabinete.

—Si tenés que hacerme algo que sea ahora y acá mismo —le dijo casi borracha y delirante.

—No puedo —le respondió tartamudeando—, de veras, lo lamento pero tengo que dar clase
abajo.

—¿En el recreo? —dijo despeinándolo, lo tenía atrapado como a un animalito indefenso.

—Sí, sí —aseguró, ridículo con los pelos revueltos.

Mecha no lo dejó continuar y le dio un beso explosivo en la boca. Inesperadamente, él la tomó


de la cintura y le devolvió el beso con la misma simulada pasión.

—Bueno y ahora tengo que irme —dijo desprendiéndose de sus brazos. Fingió convertirse en
un lobo y le prometió: “te vas a acordar de mí. Pronto te voy a matar, nena”.

Se precipitó a bajar las escaleras. Intentó componer su aspecto y se frotó los labios con el
pañuelo repetidas veces, mientras desaparecía.

En el aula las chicas bailaban. Julia se apretaba a Jorgelina en las piezas melódicas. Susana
Puig quería hacer participar del ruido y del movimiento a Braña o por lo menos que bebiera una
cerveza. Pero era abstemia. Se había comprado una CocaCola en el buffet que administraba con
pequeños sorbos para que le durara toda la fiesta. Angélica Solís, pese a sus kilos, se revolcaba
contorsionándose como una serpiente al compás de la música beat. La profesora de Física, que
recién llegaba, se quedó aún más estúpida viendo sacudir con violencia toda esa carne junta.

—Esto es un night-club, chicas —dijo maravillada ante el despilfarro de colores y


sensualidad.

De prepo la metieron en medio de una ronda y no la dejaron en paz hasta marearla. Luego la
sentaron cerca de una botella y de una bandeja de masas. De esa forma se despreocuparon de ella.

Cuando le llegó el momento de retirarse estaba completamente ebria. Entre dos chicas
tuvieron que levantarla y acompañarla hasta la puerta de calle, aconsejándole que se tomara un taxi
para regresar a salvo a su casa.

Jorge Figari lo primero que hizo fue prenderse de una botella e integrarse a la jarana ni bien
entró. Se mandó la parte de ser el mejor bailarín de tango de su época. Ostentación que tuvo que
probar. Las chicas revolvieron entre los discos y hallaron uno de D'Arienzo. Después de los
primeros compases, Betiana Sotelo se animó y confesó saber algunos pasos y quebradas,
ofreciéndose como pareja. Ambos resultaron un fraude y las chicas los silbaron hasta el último
aliento.

Luego de mezclar sidra y cerveza y de dar unos largos tragos de whisky de su petaca personal,
Figari estaba más paspado y atolondrado que nunca. A cada rato metía furtivamente su mano en el
bolsillo izquierdo del pantalón y hacía de las suyas. Convidó cigarrillos rubios importados y se
olvidó de su fidelidad a la música porteña y se puso a bailar suelto, como un furioso orangután,
grandote, calvo y gordo, arañando los barrotes de la jaula. Ordenaba más “combustible” para llenar
el “tanque” de alcohol, porque después de cada pieza el líquido se le evaporaba en sudor. Antes del
timbre organizó una salida nocturna con el grupito de siempre, a excepción de Susana Puig que
según sus palabras ya estaba en otra, en la pesada, en la cosa seria, en la militancia política y en
amores con un amigo de los “duros”. Entonces se sumó Betiana Sotelo, que andaba de licencia y
con ganas de pasear, y Angélica Solís, su lazarillo infaltable.

Cuando vieron que se acercaba Victoria Sáenz Ballesteros, parecieron recobrar un poco de
seriedad, la que habían perdido por completo con el “Rascabolas”. Se prepararon para darle una
sorpresa. Ni bien entró comenzaron a cantarle: “Porque es la mejor profesora / porque es la mejor
profesora / porque es la mejor profesora / la vamos a homenajear”.

Julia Grande se encargó de hacerle los honores y de convidarle un vaso de sidra fresca. Por
nada del mundo quiso desprenderse de su lado y cuando Jorgelina Pardo le pidió que continuara
bailando con ella, se negó. Para entablar conversación le contó a la profesora algunas cosas aisladas
de su vida, también estaba un poco chispeada y le fue fácil soltar la lengua y confesarle su soledad,
la gran admiración que le profesaba y la necesidad que tenía de dialogar con una persona que
supiera escucharla y comprenderla. Habló en una forma bastante abstracta, sin especificar nada en
concreto, pero que Ballesteros supo entender muy bien a pesar de aquellas palabras aparentemente
carentes de significado. Como para disipar sospechas, Julia le dijo que tenía un hijo.

La celadora subió a avisarles que se dispusieran a irse. Les recomendó que dejaran el aula en
condiciones. Mecha y Angélica ya habían arreglado con la señora del buffet, dejarle a su cuidado
los bultos que no pudieran pasar desapercibidos a los ojos de las autoridades.

Cuando llegaron en bandadas enloquecidas a la planta baja, la gente estaba toda amontonada
allí. Las hicieron dar marcha atrás y retroceder hasta un corredor. Las porteras despejaron de
amortículos un rincón y quedó a descubierto una puerta. La salida secreta. La rectora no les permitía
salir por la puerta principal porque varones de otro colegio nocturno, que también festejaban el día
de la primavera, las estaban aguardando con carteles, flores y gritos. McCullers se jugaba la moral
de sus alumnas y eso estaba antes que nada, antes que revelar el escondido boquete trasero. Por esa
puertita apenas si podían pasar de a una y las chicas estaban muy apuradas, así que se produjo una
avalancha y las celadoras no pudieron imponer disciplina ni hacerlas callar. Las mujeres
protestaban, se empujaban; Mecha, en un arranque de alcoholismo, se subió a una especie de cofre
antiguo que había en un costado y empezó a vociferar: “Vírgenes mías, huid por el escondite
secreto que hombres excitados os acosan”. Entre Susana Puig y Jorgelina Pardo la bajaron a
empujones y la ocultaron para que las autoridades no la pudieran identificar. Con tanto escándalo
los muchachones de la calle advirtieron la artimaña, pegaron la vuelta y las acosaron con piropos
agresivos, burlándose de la ingenua moralina de la rectora.

En la esquina Susana Puig se despidió de sus compañeras, antes señaló su nueva conquista: un
barbudo alto con cara de tipo inteligente, como dijo Jorgelina comentando con las chicas el vuelco
increíble de Susana, su ruptura con Benítez y toda su rebuscada verborragia política de la que un
tiempo a esta parte hacía gala. Mecha no quiso saber nada de seguir con la fiesta y
emborrachándose y prefirió merodear los alrededores del colegio a la espera de alguien. Betiana
Sotelo insistió en tomar una copa en el bar. Invitó a Baru, que sólo accedió a acompañarla hasta que
Andrés pasara a buscarla.

—Che, Baru —dijo Sotelo—, ¿te puedo hacer una pregunta?

—Sí, claro.

—¿Quién es Andrés?

—Mi compañero.

—¿Querrás decir tu novio?

—No, Betiana. Mi compañero.

Benítez entró al bar echando chispas para hacerse ver. Aseguró que la McCullers era una vieja
loca.

—Mirá que hacer tanto lío por un puñado de pendejos —dijo y le guiñó un ojo a Betiana.

Figari y Cáseres terminaron de comunicarse los resultados deportivos del domingo y se


acercaron al grupo. Jorgelina hizo notar su presencia revoleando los ojos y agitando las pestañas
postizas. Le mostró la lengua rosada y puntiaguda a Cáseres en un gesto avasallador y amoroso.

—Tránsfuga —se oyó decir y fue para lo único que Angélica Solís levantó los ojos del plato
de papas fritas.

—Tránsfuga —volvió a repetir Figari riéndose a carcajadas por todo lo que Benítez le decía
en el oído.

Betiana dándose por aludida dijo como para nadie: “Secretos en reunión es mala educación”.
Entonces Benítez le acarició el pelo y propuso a la concurrencia culminar la noche en un boliche de
Ramos Mejía. Angélica abrió los ojos con chispazos de placer. Betiana le recordó que no podía
acostarse tarde:

—¿No es que te tenés que levantar a las cinco? —dijo, no precisamente preocupada por lo que
expresaba—, después te lamentás cuando en la feria te amenazan con el raje.
Pero ante la perspectiva de conocer un lugar de moda, a Angélica Solís no le importaba nada
lo que sucediera al otro día.

A Julia Grande la estaba esperando una amiga, que había pasado la tarde cuidándole el hijo.
Betty tenía programado un paseo por el centro, los tres juntos. Pero Julia sólo tenía una idea en la
cabeza, mostrarle a su profesora de literatura el hecho real que era Daniel. Por eso se deshizo de
Betty, con excusas tan pueriles que ni su propio hijo pudo creerlas. Su amiga terminó enojándose y
yéndose con un tremendo insulto entre los labios. A Julia no le importó.

Cuando vio salir a Sáenz Ballesteros corrió a su encuentro arrastrando a Daniel de un brazo.

—Profesora —gritó—, espere un momentito.

Agitada, nerviosa, pero con orgullo, dijo:

—Este es mi pibe, perdón, mi nene, se llama Daniel.

Daniel sacó la lengua. Julia se enfureció. Lo retó severamente.

—No se ofusque —dijo la profesora—, ha querido sólo mostrarme que tiene lengua, es muy
normal.

—Qué buena es usted, señorita —dijo Julia.

Victoria Sáenz Ballesteros se quedó mirando a Daniel, como si contemplara un bello objeto.

—Es un chico realmente hermoso —dijo finalmente—. Yo siempre deseé tener un hijo así.

—Profesora —dijo Julia—, sería mucho pedirle que aceptara tomar un café con nosotros, un
rato nada más —observó el cielo y agregó— parece que va a llover.

Caminaron unas cuadras y eligieron un pequeño bar, casi deshabitado. Julia pidió dos cafés y
un submarino. No sabía qué hacer con las manos. Prendió un cigarrillo. La profesora ya se había
ganado la simpatía de Daniel, y él supo inmediatamente congraciarse con ella, a pesar de su primer
mal gesto, del que parecía arrepentido.

—Sabe una cosa, Grande —dijo de pronto Victoria Sáenz Ballesteros—, me pareció muy
interesante lo que me contó hoy de su vida. Le quiero proponer algo. No tiene por qué responderme
ahora mismo. ¿Se animaría a ser absolutamente sincera y contarme todo con respecto a usted?
Siempre tuve idea de escribir un libro y creo que he encontrado el personaje adecuado. Piénselo, por
favor.

Julia no pudo articular una sola palabra. Se sintió confundida, ridícula, después enormemente
feliz. Tal vez ese era el imponderable que estaba esperando para entrar al mundo mágico de una
mujer, que había despertado en ella un sentimiento nuevo y diferente, calmado y firme. No era una
pasión vulgar, sino la última oportunidad de reencontrarse con el amor.

Por un costado el profesor Núñez se abrió paso entre las mujeres del nocturno,
temerosamente. Ileso llegó hasta la esquina. Pero poco antes de doblar oyó el chistido inconfundible
de Mecha. Había comenzado a llover, un fuerte chaparrón.

—Hola —dijo—. ¿Me podés alcanzar hasta casa?

—Sí —respondió—. Vayamos rápido al estacionamiento.


Mecha trató de ponerse debajo del paraguas. El era apenas un poco más bajo que ella pero no
fue capaz de levantarlo un palmo. Lo llevaba calzado hasta la nariz. Mecha no se animó a protestar
y se empapó de arriba abajo.

En el coche, Núñez que parecía haber cambiado de actitud, le preguntó si quería ir a su


departamento a secarse y tomar algo fuerte. No tuvo que repetir la invitación.

El edificio quedaba cerca de la estación Once, en una calle oscura y arbolada. El departamento
era de tercera categoría, de unos quince años de antigüedad. Núñez explicó que allí no vivía, que
sólo iba de vez en cuando. Lo primero que Mecha vio fue un sillón de terciopelo guinda y una mesa
ratona donde dejó los libros. Le mostró ligeramente su pequeña casa: comenzó por el baño, se lavó
las manos. Luego entreabrió la puerta del dormitorio. Sólo había una cama doble muy grande que
ocupaba prácticamente toda la habitación. Al lado un cuarto reducido que no tenía luz ni ventana,
tampoco muebles. Nada más que pilas de libros sobre el piso.

En el living encendió la estufa y la colocó cerca de Mecha; había refrescado y su cuerpo


estaba lleno de humedad. Fue hasta la cocina, buscó dos copas y regresó con una botella de
guindado. Dijo que se le había terminado el whisky y que sólo le quedaba ese poco de licor.
Prometió invitarla con escocés la próxima vez. Se sentó cerca de Mecha y sirvió la bebida, vieja y
espesa. Estuvieron en silencio, saboreando cada trago y oyendo cómo el agua furiosamente caía
sobre el pavimento de la calle.

De repente, Núñez sonrió. Se tapó la boca con una mano y largó una risita entrecortada y
enfermiza. Todo su cuerpo enjuto temblada bajo el impulso reprimido de su risa. Se sostuvo los
anteojos y aclaró:

—Me río de la vice —dijo—, no vayas a decírselo a nadie. Hoy cambiaron de aula a unas
divisiones, no sé por qué asunto. Yo tenía que dar clase y no sabía en dónde meterme, entonces fui a
preguntarle a Bustolán...

—¿Bustolán? —preguntó Mecha.

—Sí —dijo Núñez— ¿no la llaman ustedes Doble Pechuga o Pechugona? Ves, yo estoy
enterado de todo. Bueno, yo la llamo “Bustolán”, ¿no estoy en mi derecho?

—Por supuesto —ratificó Mecha—. ¿Así que habías sido un picaro y tan guardadito que lo
tenías? Dale, seguí con la historia.

—Como la vice estaba cerca —continuó— y era la que había armado todo el lío con las aulas,
le pregunté en cuál agujero tenía que introducirme. ¿Sabés lo que me respondió? “Introdúzcase en
el agujero que más le guste”. ¿Qué me contás?

—Que la vieja es bastante piola.

—Y loca.

—¿Por qué?

—¿Cómo? ¿No sabés que es famosa porque le gusta refregar sus enormes pechos con todos
los profesores del colegio? —dijo y le puso una mano sobre la rodilla.

—¡Qué cambiado que estás! —dijo Mecha.


—No, yo siempre soy igual. Lo que pasa que uno tiene que guardar cierta imagen en el lugar
que trabaja. En lo demás, ni Cáseres ni Benítez ni ninguno de esos taraditos que no tienen ética
profesional, pueden hacerme sombra. Partiendo del hecho de que ellos son simples profesores y yo,
además, un historiador. Si hiciéramos un balance, no de cantidad sino de calidad, que es lo más
importante, vamos a ver quién sale ganando. ¿Cuántas se voltearon ellos dos juntos y cuántas yo
solo?

—¿Pero qué te pasa esta noche? —preguntó Mecha un poco apabullada—. No te reconozco.

—No sé —dijo él cambiando de tono y pasándole un brazo por el hombro— debe ser la lluvia.
En días así me pongo muy peligroso. Pero me imagino que te gusto mucho más así.

—Bueno, al decir verdad —respondió Mecha y no tuvo tiempo de terminar la frase porque
Núñez le cerró la boca con un desaforado beso, que repitió cada vez con más fervor acompañando
cada una de sus introducciones de lengua con bruscas manotadas en los pechos y después entre las
piernas.

Cuando pudo respirar, Mecha estornudó: estaba helada y con las ropas aún mojadas y
adheridas a la piel como una cataplasma que le calaba los huesos.

—Uy, te estás resfriando. Qué lástima, qué lástima que soy un caballero y no puedo permitir
que por mis necesidades viriles te enfermés. Por hoy me sacrifico. Te llevo a tu casa.

—No, por favor —dijo Mecha.

—No discutamos. Si fuera por mí no te dejaría ir en varios días, pero no quiero que te
enfermés por mi culpa. Esperame aquí un minuto. Ponéte el abrigo. Voy al baño y enseguida
salimos. Nos queda una vida por delante, ¿verdad?

Mecha, sola en el living, no sabía qué hacer. Se acercó a la ventana. Seguía lloviendo.
Rápidamente se sacó el pulóver, la blusa y la pollera y se desprendió también de la ropa interior.
Desplegó cada una de las prendas sobre el sillón, calculando que el calor de la estufa las terminaría
de secar. Y totalmente desnuda se encerró en el dormitorio.

Cuando Núñez salió del baño y sólo encontró las ropas de Mecha en exhibición, supo, en ese
instante, que estaba al borde de una catástrofe. Vaciló unos minutos, se metió las manos en los
bolsillos del pantalón, dio algunas vueltas internamente y tuvo un arranque de rabia. Entonces se
animó a afrontar la situación.

—No quiero dejarte mal esta noche —dijo ella y se le ofreció.

—Vestite —respondió él con altanería.

—¿Pero, por qué? ¿Hace unos minutos estabas dispuesto a matarme? ¿Qué pasa con vos?

—No me gusta acostarme con putas que se ofrecen sin más ni más.

—No —dijo Mecha exaltada—, la verdad es otra. Yo creo que vos sos uno de esos tipos
homosexuales y afeminados con terribles complejos.

—¿Cómo se te ocurre una cosa así? —dijo con la voz temblorosa.

—¿Ah, no? —dijo Mecha con ironía—, ¿qué sos, aparte de un gran farsante?

—Basta —gritó; luego dijo suplicando—. Basta, por favor.


—Si no sos marica, sos impotente, una de dos.

—Por última vez, vestite —respondió bajando la cabeza, admitiendo su drama.

—Muy bien. Me visto. En el fondo los tipos como vos me dan lástima. Tanto alarde para nada,
para nunca nada.

Bajaron en silencio por el ascensor. Núñez se veía destrozado. Mecha se había pescado un
verdadero resfrío. El detuvo un taxi y la hizo subir. Con los ojos le imploró un poco de
consideración.

La lluvia caía sobre los charcos con afanoso ritmo.

Escondido, un reflector sicodélico reflejaba sobre la pared distintas figuras geométricas, casi
al mismo compás de la música que ensordeció de alegría a Angélica Solís. Un señor de traje brilloso
de etiqueta les iluminó el camino con una linterna. Benítez hizo una pirueta con las manos y la
cabeza y gritó desafinadamente iééh iéh. Inmediatamente después de que los ubicaron en la mesa el
desafío fue quién resistía más bailando sin parar. Jorgelina y Cáseres comenzaron lentamente,
ahorrando energías. Benítez, enloquecido, le hacía mover a todo trapo el esqueleto a Betiana,
fanfarroneando con que tenía un físico privilegiado. En cambio Figari no resistió más de dos piezas,
cortando las ilusiones de Angélica a la que le encantaba bailar. Tuvo que adaptarse a su pareja y
abandonar la pista.

Figari no sabía por dónde secarse la traspiración. Se desabrochó la camisa hasta la


protuberancia flácida del estómago y se mandó de un trago el vaso de whisky. Cuando su corazón
recobró el curso normal y la respiración le permitió hablar, dijo:

—¿Sabés que yo a vos te conozco mucho? Si algo tengo de bueno es que soy un gran
observador. Puedo decir cómo es cada una de mis alumnas, sobre todo las que me interesan.
Creéme, tengo una sensibilidad especial para captar el espíritu femenino. Y a vos pocas personas te
conocen de verdad. Me corrijo: pocas personas pueden entrar en tu mundo interior. Vos vas a tener
mucha suerte, piba, acordate de mis palabras —puso cara de soñador y con el mismo medio tono,
preguntó—: ¿Cuántos años tenés?

Angélica había perdido la atención observando los pocos pelos canosos que bordeaban cada
una de las tetillas del profesor. Recién cuando repitió la pregunta, ella dijo: “Diecinueve”.

Desde hacía tres minutos una de las débiles luces de la boite se había instalado sobre sus
cuerpos y eso los incomodaba. Figari dejó de hablar. Angélica tenía la vista perdida en la alfombra.
Después, la música lenta impuso la oscuridad. Recién entonces se animaron a reanudar la
conversación.

—Cuando tengas veinticinco años —aseguró él— vas a ser una mujer en do sostenido mayor.
Con lo que quiero decir que ahora sos una chica interesante y muy tierna. Sé que sos muy tierna.

Se colocó de costado, sosteniéndose sólo con una nalga y la miró a los ojos.

—Sos muy tierna —repitió—. ¿No es cierto que sos muy tierna?

Angélica desvió la vista. En la pista dos siluetas, girando parsimoniosamente, se acariciaban.

—Nena —dijo Figari y le tomó una mano—, ellos están en otra. No les decimos nada y nos
vamos. Este lugar es un horno y con la música no se puede hablar. Rajemos disimuladamente.
Ya había parado de llover. El crujir de las ruedas de los autos que pasaban por la avenida
Gaona era una especie de sedante y el viento una suave brisa que refrescaba las ideas. A Angélica
aún le martillaban en la cabeza los golpes de la batería y todo el halo de perfumes, humos y sexo,
colores que la habían deslumbrado. Se sintió bien. Un poco defraudada por no haber podido bailar
todo lo que deseaba, por tenerse que ir tan pronto de un lugar así, digno de una cenicienta moderna
y porque le faltaba el príncipe o Cáseres, que le gustaba secretamente. Figari la volvió a la realidad,
cuando con gentileza le abrió la puerta de su coche, un poco destartalado, que en nada se parecía a
una carroza.

Desde la ventanilla el Buenos Aires nocturno parecía revivir a pesar de los últimos estertores
de la noche. Una a una las secuencias de la ciudad se precipitaban y morían ante la mirada rápida de
Angélica, dispuesta a encandilarse con las luces, con la velocidad del automóvil y con ese estado de
placidez y mareo que la bebida había producido en su organismo. Luego las calles se fueron
angostando y oscureciendo. Había perdido la noción de dónde se hallaba y de lo que Figari dijo
durante el trayecto y de lo que en ese momento murmuraba, mojándole el pómulo de la oreja.

—No nos separemos esta noche —dijo él, estacionando el auto bajo unos frondosos árboles
—. Me quedaría toda la noche así.

Angélica buscó algo que decir y apenas pudo ordenar unas pocas palabras:

—Mañana me tengo que levantar temprano.

—¿Mañana? —dijo abrazándola— ¿querrás decir hoy? Ya son las tres y media de la matina.
Es tan lindo ver amanecer.

Angélica balbuceó negativamente algunos monosílabos y comenzó a temblar.

—Te tenés que largar —insistió Figari—. Vos sos una piba de tiro largo. A ver, miráme a la
cara —dijo y la tomó con fuerza—. ¿Sabés lo que pasa con vos? Estás a tira y afloja. Largáte. Dale
rienda suelta a la piba linda y auténtica que sos. Vos sabés que me gustás mucho —jadeó
metiéndole una mano por debajo de la pollera—. No me digás que no, yo sé que vos también tenés
ganas.

Sus dedos torpes luchaban con el elástico de la bombacha de Angélica y algo, una súplica, lo
detuvo.

—No, por favor, no —dijo ella.

—Podemos ir a mi estudio. Nadie nos va a ver. Te prometo que me voy a portar como un
caballero. No te das cuenta que los dos estamos muy solos, que nos necesitamos.

—Yo me bajo acá —dijo Angélica decidida.

El la retuvo.

—Si te vas, perdés la única oportunidad que tenés de convertirte en una mujer. Yo tengo
experiencia, no te asustés.

—No te entiendo —dijo Angélica y con resolución agregó—: Creo que estás loco o borracho.
Si no me dejás bajar voy a ponerme a gritar, te lo aseguro.

Se desprendió de él a los manotazos, bajó del auto y comenzó a caminar ligero, sin rumbo
cierto, por esas calles desconocidas, hasta perderse.
Cuidadosamente, frotó con el pañuelo la chapa de bronce y entró en ese mohoso ambiente
deshabitado y sucio de su estudio. Alguna vez a esa alta hora de la madrugada, en ese mismo sitio y
ante una circunstancia similar, Jorge Figari se hubiera puesto a pintar algún cuadro vergonzoso o a
escribir una larga poesía desolada sin valor. Ahora sólo atinó a llegar al baño, meter su cabeza bajo
el fino chorro de agua de la canilla y mirarse en el espejo. Ni un solo pelo respetable que peinar, ni
una sola sonrisa menos imbécil que el resto de su cara para ofrecerse a sí mismo. Un enorme y torpe
y triste bufón de la corte de un rey destronado hubiera sido más simpático y conmovedor que aquel
pedazo de carne amorfa que el espejo reproducía fielmente con algunas gotas de agua chorreándole
por la punta de la nariz.

Sacó la petaca de whisky del portafolios, tomó unos tragos de la botella, se sentó en su viejo
sillón de abogado, llevó su mano a la bragueta, desabrochó los botones uno a uno, primero con
cierta honorable lentitud y después con alevosa agresividad.

Los últimos meses de ese año se vivieron festivamente en el colegio. A pesar de los exámenes,
la gente estaba predispuesta a un devenir afortunado. El país se preparaba para un rotundo cambio.
Baru subrayó en su cuaderno la proclamación de las candidaturas para las próximas elecciones, el
regreso de Perón el 17 de noviembre, su eliminación como candidato a presidente por la cláusula
proscriptiva del 25 de agosto, y otras sensaciones personales.

La despedida entre las chicas fue un largo brindis con cerveza en Pizzamora e infinidad de
abrazos. Luego, volvieron a reunirse en el acto de fin de curso.

Sobre el escenario estaban ubicadas las de quinto con sus mejores trajes. Y entre el público,
las demás alumnas, añorando el día que les tocara egresar, también a ellas. Mientras se realizaba la
ceremonia de entrega de la bandera, Jorgelina y Julia se tomaron de la mano, emocionadas. Baru
estaba un poco triste, pensó que mucho más lo estaría el otro año, cuando se fuera definitivamente
del Liceo. Le comentó en el oído a Delia Fátima, que siempre en circunstancias similares se ponía
melancólica. Después del Himno Nacional, que Zulema Braña cantó a todo pulmón, a pesar de los
codazos de Mecha, una de las profesoras comenzó a leer un discurso. Betiana Sotelo intentaba
convencer a Solís para que la secundara en una mentira que quería hacer pasar por cierta a su madre
para estar esa noche fuera de la casa. Alvarez, molesta, las chistó. Pagani sorprendió a Susana Puig,
justo cuando ésta le sacaba la lengua a Alvarez en reprobación. Cuando a todas se les había acabado
la paciencia, la profesora concluyó la lectura y las autoridades procedieron de inmediato a entregar
los certificados de estudio a las flamantes bachilleres. El cortinado, oscurecido por la tierra, daba
paso a cada acreedora a su diploma. Por primera vez, Baru descubrió en profundidad sus afectos, la
solemnidad del salón, lo alto que estaba el techo, los cuadros enmarcados con ribetes dorados de
grandes batallas patrias, la pintura gris de las paredes, y el olor peculiar de las mujeres al iniciarse el
verano. De pronto, alguien, desde arriba, gritó que dedicaba su título al General Perón y a los
compañeros trabajadores. Angélica Solís, en medio del desconcierto, aplaudió entusiasmada aquel
arranque inesperado de una muchacha que había tenido el coraje de desafiar a todos los presentes.
Entonces Baru también aplaudió y muchas lo hicieron junto con ellas, hasta lograr un clamor
general. Dos celadoras bajaron a empujones a la joven y trataron de imponer orden. Un grupo de la
concurrencia se solidarizó con la compañera vituperada por las autoridades y salió detrás,
ovacionando: “Evita y Perón / un solo corazón”.

El año finalizaba.
SEGUNDA PARTE
I

En el hall de entrada, la llegada de cada una de las chicas era motivo de exclamaciones y
tiernos recibimientos. Ya habían averiguado cuál era el aula asignada, una de planta baja,
convencional y peligrosa. La buhardilla no les pertenecía más. Baru se escapó a dar una última
ojeada al gabinete. En su cabeza rondaban miles de ideas y presagios. Más tarde volvió a reunirse
con sus compañeras y participó de los efusivos aplausos con que agasajaron a Jorgelina, entre otros
muchos chistes: lucía un vestido de seda llamativo y vaporoso, que desplegó con un ligero
movimiento de cadera, encantada de exhibirse en público. Susana Puig preguntó por Mecha y todas
se extrañaron de su tardanza. Durante las vacaciones no se había comunicado con nadie, aunque las
más compinches anduvieron desparramadas por diferentes balnearios, alejadas de la amistad, que
sólo en el colegio frecuentaban.

Alguien les fue con la noticia de que María Pagani se había cambiado de división. Sólo se
lamentaron de que Alvarez no hubiera hecho lo mismo. Ambas bien podían haberse ido
definitivamente del colegio, dijeron. Pero Angélica Solís ocupó toda la atención, entró gritando
“Viva Perón, viva El Tío” y saltó de brazo en brazo. Para muchas de ellas había sido la primera vez
en su vida que tuvieron la oportunidad de votar. Hacía diez años que no se realizaban elecciones
generales en el país. Y Angélica había votado por los ganadores. Mecha, atrás, también gritó por “El
Tío” y su voz inconfundible reanimó la calidez del encuentro. Después se puso seria: iba a darle a
sus amigas una gran noticia.

—Ya sé —dijo Fátima—, los gorilas del zoológico se suicidaron en masa.

Continuó la broma, se hicieron conjeturas, nadie la dejaba hablar. Mecha tuvo que imponer un
tono de confesión para decirles que hacía una semana que se había casado, así de improviso,
decidiendo de un momento para otro, prácticamente de apuro. Estaba embarazada y al fin de
cuentas muy feliz. A pesar de las corridas, trámites, médicos, gran sorpresa de la familia, todo había
salido bien. Lo único que lamentaba era que tenía que dejarlas, abandonar la escuela. Baru trató de
convencerla para que no desistiera de estudiar. Sólo le faltaba un año para recibirse.

—Además —dijo—, en el colegio hay muchas mujeres en tu estado. Nadie te va a hacer


problema por eso.

—Sí —respondió Mecha—, ya lo sé, pero lo cierto es que no tengo más motivos para perder
el tiempo. Esta es la única hora que puedo ver a mi marido; la verdad, no quiero dejarlo solo de
noche. ¿De qué me sirve el título secundario si no pienso seguir ninguna carrera? Para venir a joder,
prefiero quedarme en mi casa y cuidar de mi maridito, ahora que enganché uno —dijo con
comicidad, provocando la risa de algunas de las chicas. Y cambiando de conversación, preguntó—:
¿a quiénes tienen este año?

—Prácticamente los mismos clavos —dijo Puig—. Ah, a Núñez, no. Para mí que vos largás
porque te enteraste de que no lo tenemos más al Josesito.

—Rajá —respondió Mecha—, es un monigote. Si yo les contara...

—Creo que este año en Historia tenemos a una que es una loca de atar —dijo Fátima—. Una
tal Biró.

—¿Y la pobre María Elena? —dijo Sotelo—, ¿qué será de su vida amorosa sin vos, Mechita?
Por suerte, ya no tenemos más ni Física ni Química.
—Al que vamos a extrañar es a Benítez —ironizó Baru—, un tipo interesante, el flaco.

—A Figari lo tenemos de cabeza —afirmó Jorgelina—, en vez de Instrucción Cívica, para


quinto “Letras”, la materia se llama Estudios Sociales y Económicos, chupáte esa mandarina.

—¿Y Cáseres, che? —le preguntó Mecha.

—No sé ni me interesa —respondió Jorgelina—. ¿No te enteraste que rompí con él


definitivamente?

—Celebraciones —dijo Julia.

Jorgelina retrucó: “La infaltable es la deliciosa señorita Sáenz Ballesteros, siempre en


Literatura”.

Cuando sonó el timbre de entrada, Mecha se despidió de sus compañeras y prometió no


desaparecer, ir de tanto en tanto a visitarlas y contarles los avatares de su nueva vida de esposa y
futura madre.

Una vez instaladas en el aula de Quinto “Letras”, Angélica Solís hizo correr la voz de que a la
salida se reunieran en Pizzamora, todas las que irían a unirse a los festejos del triunfo electoral.

A pesar del vacío que había dejado Mecha, los acontecimientos que se suscitaban día tras día
llenaron por completo el tiempo y la preocupación de las alumnas del Liceo. De distintas corrientes
y de diferentes formas, la gente se sentía unida por algo en común, la euforia, el deber de tomar
partido, la fuerza que las aglutinaba alrededor de su voz y de su voto. Angélica Solís había
encabezado la aparición de un grupo de chicas vestidas con poncho rojo que merodeaban los
rincones del nocturno y usaban el salón de actos para congregarse en los recreos y discutir la
conducción del movimiento.

Antes de que terminara la primera semana de clase, las alumnas irregulares que se habían
quedado sin vacantes, comenzaron a protestar desde la calle. Todos los años un centenar de mujeres,
de condición adultas, quedaban afuera de los establecimientos educativos y debían postergar sus
estudios hasta que el azar les permitiera incorporarse a las escuelas o bien rendir exámenes como
alumnas libres. Esta vez, no permitieron que se repitiera la historia, a la espera sólo de un milagro o
con la resignación de ya no estudiar, sino que gritaron, hicieron flamear un enorme cartel en las
avenidas principales, llamaron a los diarios, radio y televisión y fueron por primera vez apoyadas
por las que estaban adentro, las compañeras regulares.

En medio de la clase de Historia, mientras la señorita Biró, con su vena azul inflamada en el
cuello, se esforzaba por hacerse oír y desoír todo el rumor que llegaba desde afuera, Delia Fátima le
pidió por favor que la dejara retirarse.

—De ninguna manera —dijo—. Estas irreverencias son las que ha conseguido el llamado
pueblo argentino. En este momento, lo más importante es que ustedes aprendan Historia, pero
Historia de verdad.

Luego, continuó con la clase: “Como decía antes de la indebida interrupción, el indio tenía un
grado avanzado del concepto de justicia; ellos castigaban el robo, el crimen, el adulterio. Ahora
bien, si estas cosas tenían un justificativo religioso, entonces no eran sancionadas”.

Por el fondo de la sala se escuchó un murmullo, cierta desaprobación o incredulidad.


—Qué pasa —exclamó la señorita Biró—, ¿les extraña que seres primitivos aceptaran, así no
más, los crímenes y ciertas aberraciones si había un fundamento religioso que los sustentara? ¿Y no
las asusta a ustedes que en la actualidad, gente que se cree muy civilizada, justifique el asesinato de
hombres inocentes por motivos políticos, rotulándose, etc., etc., etc.?

Baru y Fátima se levantaron y sin solicitar permiso se fueron del aula. Solís adoptó la misma
actitud. A lo largo del corredor habían diseminados puñados de chicas que trataban de encarar
organizadamente una entrevista con las autoridades del colegio para que se ocuparan del problema
de todas las muchachas que se habían quedado sin vacantes. Mientras tanto, en la calle, las
cabecillas de la manifestación hablaban con los reporteros de los diarios, vivaban al Tío, Héctor J.
Cámpora, quien asumiría la presidencia de la Nación el 25 de mayo.

Cerca de la sala de profesores andaba Julia Grande, de un lado para otro, como un animal en
cautiverio. Compró un café en el buffet y cambió algunas palabras con Yolanda.

—Te vas a convertir en una vieja rica con nosotras — le dijo.

Miró varias veces la hora en su reloj pulsera. Saboreó lentamente el café y echó algunas
miradas inquietas a su alrededor. Al rato, vio que la portera abría la puerta principal y pareció
tranquilizarse. Había llegado la profesora de Literatura. Se aproximó a ella con una sonrisa tan
amplia que se le podía ver el vacío de una muela que le faltaba en su dentadura. “La mujer del
verano”, como ella la llamaba en lo más secreto de su interior, porque se parecía a Annie Girardot,
estaba ajena a tanta solicitud y siguió de largo sin levantar la vista.

—Profesora —la llamó Julia—, va distraída.

—Ah, sí, perdón —dijo.

—Quería decirle que el sábado no voy a poder ir a su casa a grabar, el domingo tampoco.

—Bueno, está bien, no importa.

—Lo que pasa —la detuvo nuevamente— es que mi madre está otra vez enferma y el nene
molesta, no sé qué hacer con él.

—Ah, el nene, pero no te dije que al nene lo podés llevar a mi casa y dejarlo conmigo, quiero
decir, que lo dejés conmigo por lo menos este fin de semana o mejor hasta que tu madre mejore. Vos
sabés que se lleva muy bien conmigo y a mí me encanta estar con él. Mi departamento es grande, yo
estoy sola, hay lugar. Todo arreglado, el sábado a la mañana temprano lo traés.

—Pero Victoria —dijo Julia—, si llevo al nene no vamos a poder grabar.

—Eso es lo de menos, ya falta poco. Ahora lo importante es que el nene esté conmigo. Quiero
decir que estando conmigo vos vas a estar tranquila y vas a poder cuidar a tu madre, me imagino
que es eso lo que querrás.

A través del vidrio de la sala de profesores, Julia se quedó observando los delicados rasgos
acuáticos, pendulantes, sobredibujados de la mujer en el recuadro de la puerta. Respiró todo el
resto del olor a su perfume, levantó los hombros, dio la vuelta y se topó con Jorgelina Pardo. Ella le
tendió la mano y le dijo: “Julia Grande, gran mentirosa”.

Después de saludar a sus colegas, Victoria Sáenz Ballesteros se sentó a esperar el turno
correspondiente a su cátedra. Tenía a su cargo los Cuartos y los Quintos años, especialidad en
Letras. No le gustaba tratar con los demás profesores del colegio. Se limitaba sólo a mantener una
distanciada y fría relación profesional. Los otros, a pesar de respetarla y de profesarle cierta envidia,
que ella no desconocía, no le tenían mayor simpatía. Cosa que no le interesaba en lo más mínimo,
por el contrario, se sentía muy por encima de toda aquella gente, a quienes despreciaba
profundamente.

Cáseres le confesaba a Núñez, luego de que Benítez halagara una de sus últimas aventuras
amorosas, que cuando estaba solo y tenía tiempo de pensar, se daba cuenta de que en el fondo era
un tipo sentimental, que estaba muy unido a su familia y a la buena moral de las instituciones,
porque lo que más añoraba en la vida era la mesa de los domingos, cuando con su mujer y sus hijos
en la casa se sentaba en la cabecera y daban gracias a Dios antes de partir el pan y comenzar a
comer.

La señorita Biró echaba chispas. Tres de sus alumnas se habían ido de la clase sin su
autorización y la rectora estaba demasiado ocupada para tomar medidas.

—Nunca vi nada igual —protestó—, bueno, rectifico, la historia se repite. Lo lamentable es


que uno tenga que vivir en momentos de desobediencia social.

Otros de los profesores hablaban sobre las posibles huelgas docentes anunciadas para ese mes.
Especulaban con licencias, aumentos de sueldo y la nueva situación.

Victoria Sáenz Ballesteros leía un libro de Hegel. Benítez se le acercó aduladoramente y le


preguntó:

—¿Qué tal ese premarxista?

Ni levantó la vista, ni le respondió.

La enfermería, retirada del acceso usual de la gente, era una pequeña habitación con un
botiquín que contenía muy pocos remedios, apenas algodón, aspirinas, alcohol, y casi nada más.
Sobre un rincón se podía observar una camilla antigua y sucia que rara vez servía para auxilio.
Discretamente, Julia Grande y Jorgelina Pardo se aseguraron de estar bien encerradas y sin
pronunciar una palabra se besaron en la boca. Julia, siempre en actitud activa, arrojó a su amiga
sobre la camilla. Jorgelina cedió dócilmente. Cada caricia se dilataba en un mismo lugar del cuerpo,
pero recorría zonas erógenas que elevaban el impulso amoroso a un grado de deleite y plenitud.
Mientras, se frotaban el sexo con los muslos de las piernas. La lengua, ágil violadora de íntimas
oscuridades, viboreaba entre los huecos de la oreja, dejando una húmeda huella de placer. El abrazo
fue un jadeo intermitente y retorcido. Cuando Julia pareció satisfacerse, no se conformó con su solo
gozo, bajó hasta lo más profundo del territorio, allí donde comienza o se acaba por naufragar.
Cuando su boca fue inundada por sudores vaginales y los quejidos alcanzaron su máximo esplendor,
recién entonces se apartó para caer a su lado, las dos rendidas.

Ni bien Jorgelina pudo recobrar el aliento, dijo que había sido la primera vez que tenía un
orgasmo.

—Y eso —aclaró— que me acosté con todos los tipos del país

—¿Cómo te sentís?

—A pesar de todo, más normal que nunca.

Se rieron, se compusieron la ropa, se acomodaron el pelo con las manos, se volvieron a besar,
abrieron un filete de la puerta, se cercioraron de que no hubiera nadie por ahí, se separaron en la
escalera, tomaron caminos distintos y se reencontraron en la división.
El papel cayó sobre el pupitre de Baru picando sobre la madera resbaladiza. Era una bolita de
papel arrugado que contenía un mensaje. Después de la clase de Literatura debía ir al salón contiguo
al gabinete, eso sólo decía, y Barú descifró el código: Angélica la esperaba allí. La profesora les
anticipó que para mitad de año, repartidas en grupos de cinco o de seis chicas, tenían que hacer un
trabajo sobre la obra de un escritor rioplatense. Les aconsejó que fueran ya eligiendo el autor y
pensando cómo encarar la monografía. En Baru se sucedían las imágenes de un río que se iba
ensanchando hasta convertirse en un mar dorado con nombre de mujer. Durante el verano, había
estado en Valeria del Mar con Andrés. Recordó sus enseñanzas. La atracción del sol y la luna
combinada con la rotación de la Tierra produciendo las mareas. Sus primeras brazadas en el agua
revuelta de la tarde. El paisaje marino y su cabeza acariciada contra el viento. Zulema Braña se
persignó cuando la profesora les dijo que Horacio Quiroga se había suicidado y también otros
miembros de su familia. Entonces, desistió en elegirlo prefiriendo otro escritor muerto, de muerte
natural. Julia ejercía la fascinación de soñar con los ojos abiertos una nueva vida. Había hallado la
mujer conveniente. Alguien que le brindara facilidades económicas, una casa, todo lo que había
adentro de confortable. Alguien que amara a su hijo y estuviera dispuesta a cuidarlo y educarlo.
Alguien con una cultura sólida y el don de enseñar y trasmitir conocimiento y cariño. Alguien con la
mansedumbre y la experiencia de los años y a la vez con el espíritu amplio, comprensivo y moderno
que se alcanza sólo con la inteligencia. La madre ideal, deseada, apetecible, entrañable. Julia
pensaba en Victoria Sáenz Ballesteros, la profesora que frente a la clase, en ese instante,
desempeñaba con maestría el oficio de su profesión. Se preguntó si no había depositado sus
esperanzas demasiado alto para lo que le estaba permitido. Jorgelina se mordió el borde del labio
inferior y entornó los párpados. Sintió que ella era un pasatiempo pasajero, que sólo le daba la
satisfacción de habérsela podido conquistar a los hombres, nada más.

Sobre el final de la clase, Zulema Braña decidió trabajar sobre alguno de los libros de
Sarmiento. Sáenz Ballesteros había dicho que era un escritor admirable y eso bastó para que se
alegrara de su elección.

Junto con Fátima, Baru subió hasta el último piso por el trasfondo del colegio, evitando
miradas y otras compañías. En mitad del camino se encontraron con Angélica. Llegaron justo
cuando la reunión estaba por comenzar. De hecho el Decreto Jorge de la Torre sería derogado.
Pronto tendrían un Centro de Estudiantes que representaría al Liceo. Las delegadas de cada división
que provisoriamente eran las que estaban presentes en ese momento, además de un grupo de
colaboradoras, debían discutir la nueva tónica que se adoptaría en el colegio con respecto a las
autoridades.

—Compañeras, yo tengo una proposición que hacer —dijo una de las chicas.

Baru pidió silencio. Las otras se callaron para poder oír.

—Ahora tenemos un gobierno elegido por el pueblo —expuso—, ¿por qué no tener una
rectora y una vice elegida por nosotras?

A algunas les pareció imposible. No entendían a dónde quería llegar.

—Compañeras, por favor... Escuchen. ¿Ustedes creen que a nosotras nos dan el trato que
merecemos? ¿Y creen que por más que logremos formar un Centro de Estudiantes las personas que
dirigen esta escuela cambiarán su conducta equivocada y reaccionaria? Tenemos que echarlas, no
hay otro camino.

Volvieron a discutir. Surgieron preguntas, interrogantes, pocas respuestas.


—Esperen —gritó Baru—, tratemos de calmarnos. Analicemos primero la importancia de esta
proposición. Las autoridades simbolizan lo corrupto, lo caduco, el viejo sistema educativo. Se
supone que estamos entrando a otra etapa, a la etapa del cambio y la re- elaboración. Ellas tuvieron
su oportunidad y la desperdiciaron. No concedamos más.

Angélica avisó que ya estaba por tocar el timbre. Era preciso expedirse a favor o en contra.

—Qué podemos hacer nosotras —preguntó Fátima.

—Tomar el colegio —respondieron.

—No estamos todavía capacitadas —dijo Fátima—. Falta organizarse.

Ellas apenas eran un puñado de chicas, el resto de las mujeres estaban ajenas a lo que
subterráneamente se estaba preparando. Podían ir derecho a un fracaso o peor, a que nada sucediera
en realidad. Fátima trató de hacerles comprender que necesitaban más tiempo. Pero los sucesos y la
ansiedad se encargarían de precipitar los hechos, así como la rápida disolución del grupo que
secretamente confabulaba en la sala contigua al gabinete, para hacer posible una gran ilusión,
después del primer timbronazo.

Durante los tres meses de verano Julia había hecho el mismo recorrido por la mano izquierda
de la Avenida Santa Fe, lo menos una vez a la semana, para ir a la casa de la señorita Victoria Sáenz
Ballesteros. La mañana de ese sábado, de un otoño riguroso, las hojas secas de los pocos árboles
que había en las calles laterales crujían debajo de los pies de la gente. Pensó en contar alguna de las
sensaciones que le producían los últimos vestigios de naturaleza en la ciudad, para demostrar que
también podía ser reflexiva y literaria. Sin embargo Victoria sólo le exigía un muestrario de
anécdotas, narradas con crudeza en un lenguaje telegráfico, vivo, espontáneo. Le había dicho: “si
surge la mala palabra, mejor. Quiero que el personaje sea el que hable. Nada de vergüenza ni de
inhibiciones conmigo. Más que nunca debés ser vos misma”. Y luego le había advertido: “No estoy
obligada a creer ni una sola palabra, pero necesito que me lo digás todo”. Entonces, Julia se
preguntó por qué no decirle lo que sentía por ella. ¿Acaso no había advertido que acceder a grabar
su historia era sólo para estar a su lado? ¿Qué provecho sacaba si no? ¿Y para Victoria, escribir el
libro, no sería también un pretexto? Existía entre ambas un pacto tácito de seducción, eso quiso
creer. ¿Pero hasta cuándo duraría el juego? Cómo saber lo que piensa y siente una mujer, dijo Julia.
Prefería respetar sus silencios. Disfrutar de los preludios del amor, que son siempre lo más
apasionante. Estar con el deseo vivo de extender una mano que no sea rechazada y a la vez con el
miedo de cometer una torpeza, de precipitar el encuentro, de arruinar la ceremonia de la conquista
triunfal por más que la espera la consumiera. Tocar a la puerta de su casa era un acto venturoso.
Cualquier día podía ser el gran día. Aguardó unos minutos antes de llamar. La oscuridad del futuro
la estaba volviendo loca.

—¿Y el nene? — dijo Victoria.

—No lo traje. Lo dejé en la casa de unos vecinos.

—¿Por qué? — dijo, deteniéndose en el hall.

—Mañana lo traigo, si no es mucha molestia. Es mejor que hoy continuemos grabando.


¿Puedo pasar?

Victoria se hizo a un lado, parecía desilusionada, enfurecida, como si la presencia de su


alumna le molestara. Julia ya sabía cuál era el lugar que le correspondía pero igual aguardó la
indicación.
—Pasá al escritorio —dijo Victoria—, ya voy.

Frente a la biblioteca, de por medio el escritorio, Julia tomó ubicación. Era el abismo, la
distancia que las separaba durante horas del contacto tibio de la piel. ¿Cuántas habitaciones tenía el
piso? Por lo que había podido ver de refilón, dos dormitorios, el cuarto donde se encontraba ahora,
el living, el inmenso comedor con el ventanal hacia la calle, una pieza que sería la de servicio, el
recibidor, dos baños y una cocina casi tan grande como la sala. Muebles antiguos, de estilo inglés,
vajilla de porcelana auténtica y libros encuadernados. Una vez Victoria le había explicado, vivía allí
con sus padres; cuando ellos murieron se quedó sola y no quiso deshacerse de ningún objeto, ni de
la casa, las cosas y los recuerdos le hacían compañía.

—Anoche estuve escuchando la grabación —dijo Victoria, se sentó en el sillón del escritorio y
tamborilleó los dedos sobre uno de los brazos—. No sé, hay algo que no me convence.

Julia le miraba el rostro humectante y el cabello entrecano de gran señora, cuidadosamente


peinado y pulcro, con un mechón cayéndole sobre la frente. Tal vez tendría más de cuarenta y cinco
años, no los representaba. Era hermosa.

—Debo pensar realmente si vale la pena continuar o no con esto — dijo.

—Cómo — dijo Julia y sintió que algo extremadamente caliente se le hundía en el pecho.

—No tiene razón de ser —continuó—, yo quería una historia redonda, con un final certero,
algo más, algo que haga conmover al lector.

—Por ejemplo, qué.

—Es inútil dar vueltas cuando el tema no da para más. Los seres humanos, tal cual, somos
pobres personajes.

—¿Qué le pasa, Victoria? La verdad.

—Estoy desilusionada. Tu vida no es tan terrible como yo me la figuré. Hemos perdido el


tiempo. Cada una es cada quien. No se puede pedir más.

—Pero yo todavía tengo muchas cosas para contarle — dijo Julia desesperada, sabiendo que
esa podía ser la despedida.

—¿Más enredos amorosos? Por favor... ¿Podría yo con tu historia escribir una tragedia griega?
Lo único digno de admirar de toda la historia de la literatura son esos seres que juegan con la vida y
la muerte. ¿Te imaginás arrancándole los ojos a tu madre? ¿Degollando a tu hijo?

—Hay cosas que yo podría decirle, Victoria, cosas muy serias, que me comprometen, cosas
que nunca se las he dicho a nadie, cosas que no podrían aparecer en un libro, ni ser grabadas. Cosas
que sólo usted podría comprender, si me diera una oportunidad. Después haga lo que quiera con el
resto de la grabación. Esto es sólo para que usted lo escuche y sepa valorarme.

Victoria trató de hacerle comprender que ya no le interesaba lo que ella pudiera confesar de su
vida. Fue inútil, Julia estaba sorda y ciega. Necesitaba exhibir su drama hasta las últimas
consecuencias, pensando que así sería digna de consideración y de aprecio.

Sólo cuando prometió llevar a su hijo el domingo y dejarlo allí por algunos días, Victoria le
permitió hablar.
“No sé si en todo lo que le he contado, mentí o exageré en algo. Tal vez lo que haya hecho
fuera sólo suprimir o pasar por alto algunas cosas intrascendentes, detalles sin importancia. Y
aunque usted no está comprometida a creerme una palabra, lo que le voy a decir ahora es
absolutamente cierto, trágicamente verdadero. Cualquier persona, con menos elementos de los que
estoy dispuesta a confesarle, podría comprobar la verosimilitud de los hechos que me condenan
ineludiblemente. Cuando regresé a Mar del Plata, enferma, deshecha, yo era sólo un manojo de
nervios, indiferente por la vida, con más ganas de morirme que otra cosa, me reencontré con
Alfredo. Bueno, recién ahora puedo decirle que su verdadero nombre era Miguel Ángel Fernández
aunque es mejor que continúe llamándolo Alfredo, si así usted me lo permite. Él me recogió
nuevamente. Quién sabe por qué, siendo un hombre, su amor era sincero. Me dijo: “Te regalo no
preguntar”. Así pude callar todo lo que había padecido en Madariaga, haciendo la calle como una
cualquiera, de la más barata, tratando de pagar una culpa que ni siquiera tenía: la gravedad de la
enfermedad de mi madre. También yo le regalé a Alfredo no reprocharle sus conflictos
matrimoniales, soportar la persecución de su hijo, mantenerme escondida, oculta de los ojos de la
gente, para que a él su familia lo dejara vivir en paz. En cierta forma, nos compensábamos. Esa vez,
no quiso que me alojara en un hotel, mi presencia debía pasar desapercibida para todos. No quería
que hiciera amistad con nadie ni que nos vieran juntos. Su familia estaba cada vez más insoportable.
Y yo estaba tan enferma que lo único que quería era tranquilidad. Por eso acepté todo lo que él me
impuso. Me hizo alquilar un departamento antiguo, de esos de planta baja, que tienen una entrada
con un pasillo largo y oscuro, en un barrio apartado del centro, cercano al Puerto, con todas las
casas en construcción. Lo único que quedaba en pie de casi toda la manzana era ese edificio, que de
lo viejo, ya estaba para demoler. El aire marino deteriora más rápidamente las edificaciones. Había
cuatro departamentos, todos en la planta baja, dos deshabitados, el del fondo donde vivían dos
viejitos y el de la entrada, el que yo ocupé. Así pudimos mantener en secreto nuestra relación. Él me
visitaba de noche, bien entrada la noche, cuando los dos únicos vecinos más cercanos no nos
pudieran sorprender y cuando la calle quedaba desierta. Yo dormía, prácticamente durante todo el
día. Necesitaba reponerme, recuperar energías. Olvidar. Salía sólo alrededor de las seis de la tarde
para hacer algunas compras. Luego regresaba al departamento, preparaba algo de comer y esperaba
a Alfredo, no tenía ganas de salir. Hacía mucho frío y yo estaba muy mal. Cuanto más dormía más
me tiraba la cama. Hacía un esfuerzo sobrehumano para vestirme e ir de compras. No tenía ganas de
nada. En dos meses si crucé dos palabras con alguien fue mucho. A veces a la vieja que vivía en el
fondo me la encontraba en el almacén. “Qué sólita que está”, me decía. Yo le respondía dos pavadas
que ni siquiera escuchaba, era sorda la vieja, ella y el marido. Había que gritarle bien fuerte para
que oyera y yo no tenía aliento ni ganas. Sólo le respondía algo para quedar bien, la vieja era medio
pariente del tipo que me había alquilado y a ella tenía yo que pagarle todos los meses la renta. Creo
que el dueño era sobrino o algo así. Seguramente estaría esperando a que se murieran los viejos para
tirar abajo todo. Mientras, con lo que sacaba de mi alquiler, los ayudaba a vivir. Obra de caridad. Yo
vivía ahí bajo la condición de que podían desalojarme en cualquier momento. Pero los viejos iban a
durar mucho más tiempo de lo que tenían pensado. En fin, Alfredo había logrado el estado ideal, no
tener testigos que lo pudieran acusar. La mujer lo había amenazado con hacerlo seguir por un
detective, pescarlo in fraganti, iniciarle juicio por adulterio, quitarle hasta el último peso. Y el hijo
con no verlo nunca más en la vida si descubría que él tenía otra mujer, a quien mantenía. Pobre
Alfredo, vivía obsesionado. Jamás estacionaba el auto frente al departamento, sino a la vuelta, bien
escondido. Y antes de entrar se cercioraba de que nadie lo hubiera visto, lo mismo hacía cuando se
iba. Con el pasar de los días las cosas se fueron mecanizando. Logró una perfecta organización. Ni
yo ni él existíamos juntos, nadie podía asegurar que ni siquiera nos conociéramos. Él era un
fantasma en mi vida y yo en la suya.

Al principio, él me venía a ver dos o tres veces por semana. Me traía dinero para los alimentos
y remedios, en su mayor parte tranquilizantes para los nervios, sedantes y barbitúricos. No los
tomaba porque sí, el médico me los había recetado, claro que el doctor quería internarme en una
clínica para hacerme una cura de sueño, pero yo no quise. Odio a los médicos. De todos modos, de
a poco, igual me fui recuperando. Alfredo, más que a otra cosa, iba a controlar si yo cumplía con el
tratamiento, si tomaba los remedios, si comía bien, si descansaba. Eso era lo que más hacía, dormir.
También charlaba un rato conmigo, trataba de levantarme el ánimo. A veces me traía una caja de
bombones o un perfume. Yo pensaba: regalos demasiado femeninos para mi gusto, pero me callaba.
Apenas si me besaba en la mejilla o me acariciaba el pelo antes de irse. La verdad, se portó como un
caballero, ni un familiar hubiera hecho lo que él hizo por mí. Luego, yo empecé a sonreír otra vez, a
tomar menos sedantes, a sentirme mejor, salí del embotamiento que me producían las píldoras y
tuve más ganas de hacer cosas. Para no aburrirme, un día compré hilos, pinturas, ganchos, pinzas,
perlas artificiales, todo el material necesario para hacer collares y comencé a trabajar en eso, en
armar collares, pulseras, anillos y aros que alguna vez vendería en plaza Francia junto a los hippies.

Me entretenía, era algo que podía hacerlo en la casa, yo sola y como se me diera la gana.
Alfredo notó que yo ya estaba mejor, entonces, no se conformó nada más que con besarme en la
mejilla y acariciarme el pelo, él me mantenía. Yo resistí todo lo que pude, pero pronto tuve que
acceder. Alfredo siempre me deseó y lo peor, que me quería. Llegó a pretender que el sentimiento
fuera recíproco. Es decir, que yo retribuyera a su cariño con amor. Que yo amara a un hombre. Me
obligó a fingir. ¿Habría estado convencido, realmente, de que mi afectividad era sincera?

No lo sé. Cuando empecé a acostarme con él volví a decaer. No podía decirle nada. Estaba en
su poder. Cada una de sus caricias eran para mí como miles de manos sucias y libidinosas de los
hombres que habían pasado por mi cuerpo, cayendo sobre la carne viva, inyectando todo mi ser de
una repugnancia sin límite. Después de lavarme, de frotar cada sector de mi triste persona repetidas
veces para no dejar ni la ilusión de los besos, pensaba por qué tan alto precio, por qué tanto
padecimiento. Me agarraba una especie de bronca contra mí misma que ni toda la ternura y los
favores del mundo podían apaciguar. Tuve muchas veces tremendos deseos homicidas. Mi rabia
recorría largos caminos. De los demás hacia mí y de mí hacia el que tenía al lado. Algo así. Sin
embargo, debo ser franca. Cuando sucedió aquello, todo fue tan rápido que no tuve tiempo de
pensar en nada. Fue la bronca, la culminación de una crisis nerviosa que venía arrastrando de mi
enfermedad. Esa noche, Alfredo había traído una caja con cuatro botellas de vino blanco. Me había
pedido que cocinara una corvina al horno con papas y batatas. Era su plato preferido. Mientras
terminaba de cocinarse el pescado, pusimos las botellas en el refrigerador para darle un golpe de
frío. Él estaba muy contento. A cada rato venía a la cocina y me hacía alguna broma o me daba un
golpecito en el traste, cosa que yo aborrecía, o un beso en el cuello, algo también infernal para mí.
Yo trataba de hacer de tripa corazón, como quien dice, y me escabullía disimuladamente de su
anticipada impetuosidad. Puse la mesa, él me ayudó. Le mostré mis nuevos collares hechos con
fideos pintados y otras labores que había realizado ese día por la tarde. Cuando la comida estuvo
lista nos sentamos a comer. Era una barbaridad.

El pescado había salido exquisito y el vino estaba riquísimo. Nos dimos un gran banquete. Y
muy tranquilamente nos bajamos las cuatro botellas de vino. Alfredo era el que había tomado más,
pero yo también estaba mareada. Acercó su silla a mi lado y me rodeó con su brazo la cintura.
Buscaba mi boca para besarme. Yo lo rechacé con el codo y ambos nos balanceábamos de un lado
para el otro. Pero insistía, se había puesto muy pesado. Tenía los cachetes rojos, encendidos. Lo vi
viejo y asqueroso. La saliva le salía por la boca. Entre tantos forcejeos nos caímos al piso, él arriba
mío. Me quiso tomar allí mismo. Lo aparté bruscamente y me levanté. Protestó, dijo que yo le
pertenecía, que los dos nos amábamos, que le encantaba jugar, que yo era una buena potrilla para
que un toro como él me penetrara. Y eso no lo pude soportar. Cuando se vino al galope para
continuar jugando, con toda la bronca le partí una botella en la cabeza. Cayó redondo. De repente le
desaparecieron los colores de la cara. Al caer, también se había golpeado la cabeza contra el piso.
Fue fatal. Enseguida me di cuenta que estaba muerto. Estuve unos minutos sin saber qué hacer.
Después, como una autómata, saqué las llaves del bolsillo de su saco y salí a buscar el auto. No
había un alma en la calle. Lo había estacionado a la vuelta de la casa. Traje el coche hasta la puerta.
Entré. Ahí estaba, tirado, estático, blanco. Horrible. Le coloqué el saco. En una bolsa metí los restos
de la botella y las otras vacías. Me colgué la bolsa del hombro, tomé una servilleta de la mesa y me
la metí debajo del pulóver. Lo agarré a él de las axilas y lo fui arrastrando hacia la calle. A fuerza de
ingenio lo subí al coche. Pesaba una tonelada. Actué despreocupadamente. Ya nada me importaba.
Anduve y anduve con ese auto a la deriva, sin mirar hacia el costado, donde yacía sin vida, el pobre
Alfredo. Cuando hallé un lugar apropiado, desierto y oscuro, me detuve. En la punta oeste del
puerto. Lo arrojé fuera del auto, desparramé los vidrios y las botellas alrededor del cadáver, limpié
cuidadosamente con la servilleta cada cosa que había tocado, al igual que los asesinos profesionales
hacen en las películas de televisión y me alejé de la supuesta escena del crimen. Regresé
caminando, despacio como si el tiempo no existiera. Llegué de madrugada. Lo primero que hice fue
limpiar algunas gotas de sangre que habían sobre el piso. Lavé los platos y acomodé las cosas.
Rendida de cansancio me acosté y me quedé dormida profundamente. Recién al otro día por la tarde
desperté. Hice la valija. Fui a pagarle a la vieja los días del alquiler de ese mes y le comuniqué a los
gritos —era sorda—, que me iba. Le entregué la llave del departamento y un paquete de
cachivaches, vajilla y cosas por el estilo que no me podía llevar y se lo regalé. La vieja quedó
encantada. No entendió bien por qué me iba, yo tampoco se lo expliqué. Fui a la estación y saqué un
pasaje para Buenos Aires. Ni bien bajé en Constitución, compré el diario. En la sección policiales,
perdida en un rincón de la página venía la noticia con un título que lo decía todo: “Hombre muerto
en una pelea de borrachos”. Nunca descubrieron un culpable. Había cometido el crimen perfecto.
Premeditado, jamás hubiera salido tan bien.

Mi vida, o mejor dicho, la vida que hice desde que salí de mi casa paterna, hasta ese momento,
tenía su broche final. Creí necesario cambiar rotundamente el rumbo de mi existencia, mientras no
me vinieran a arrestar. Por un tiempo anduve con ese miedo, caer presa, no poder reivindicarme en
libertad. Entonces me propuse hacer lo que siempre me había negado: ser alguien por mí misma.
Ahí fue cuando surgió la idea de continuar estudiando, claro que antes debía encontrar un trabajo.
Decidí no peregrinar más, quedarme en General Rodríguez con mis padres y mi hijo. También
mantener una relación estable, que no me acarreara mayores conflictos. Betty era la mujer
apropiada. Y aunque ya se había acabado mi pasión por ella, era la única que me brindaba cierta
seguridad amorosa. Mi padre me ayudó a conseguir un empleo en un estudio jurídico, el que aún
tengo. Seis horas de trabajo, de 10 a 16, que me permitió anotarme en la escuela nocturna de
señoritas, para terminar de una vez por todas el bachillerato. Me volví, repentinamente, responsable.
Juré no enamorarme de ninguna compañera, única forma de que yo pueda estudiar. Y cumplí.
Durante todo el año pasado lo único que hice fue aplicarme al estudio. Aunque no voy a negarle que
me enamoré. No de Jorgelina como usted puede suponer. En realidad, todo comenzó hace muy
poco. Fue ella la que me buscó. Yo le llamaba la atención. Lo que pasa que esa chica tiene un grave
problema. Todas las relaciones que ha tenido con hombres han sido desastrosas. No sé si es frígida o
si ninguno de los hombres la ha amado aunque sea un poco, como para advertir que ella también
estaba en la cama para gozar. Sin embargo, conmigo fue distinto y eso es lo único que la une a mí.
Pronto saciará su curiosidad. Me olvidará. Jorgelina no me interesa. Mi ambición mayor es
encontrar un amor, único, seguro, que me acepte como soy y con todo lo que tengo. Creo, que está
muy cerca, cada vez más cerca”.
II

El timbre sonó una docena de veces. Nadie oía más que sus propias voces. Las mujeres del
Liceo, reunidas en la planta baja, esperaban atónitas un desenlace. Dos minúsculos grupos discutían
alrededor de un papel. La mayoría no sabía bien qué pasaba. Los rumores que corrían eran
“tomamos el colegio” y eso parecía imposible. Una chica, a empujones, se fue abriendo paso hasta
llegar a la mitad de la escalera. Levantó los brazos y pidió silencio. Con su voz alta y aguda logró
callar a las demás. Y entonces, habló. Dijo que había que organizarse y trabajar por un mundo
mejor, que el país lo exigía. Era necesario luchar por la Reconstrucción Nacional. Por fin le había
llegado la hora a la juventud de ser protagonista principal en el acontecer político.

¿De qué dulce pájaro de la juventud se trataba? —pensó Baru—. ¿Cuántas veces había sido
así en la historia de los pueblos? ¿Por qué ahora que la chispa de la euforia había encendido los
corazones, el suyo dudaba? Y sin embargo, sentía que ella también podía hablar con el mismo
fervor y la misma fe. Ya lo había hecho. Equivocada o no, se podía dar la vida por un ideal, aunque,
como le sucedía, se tuviera, al menos, la pálida conciencia de que a la distancia, aquello llegaría a
ser juzgado como un acto de fanatismo, simple ingenuidad de adolescente, que todo no serviría para
nada.

La chica terminó su discurso declarando la toma del colegio y reafirmando lo dicho con uno
de los lemas del momento.

Alguien gritó que por favor no se fueran, que la gente tenía que quedarse a discutir las
medidas que se iban a adoptar, que se acercaran todas al salón de actos. Se había desatado una
especie de alboroto general. Muchas se retiraron sin darle mayor trascendencia a lo que estaba
ocurriendo. Álvarez, después de protestar contra “la horda de enloquecidas”, huyó del colegio.
Braña no se animó a opinar, pero también se fue. Fátima no concebía que se hubiera tomado el
colegio en nombre de una tendencia.

—No fue eso lo que se trató en las reuniones de delegadas —dijo—. No todas somos
peronistas. Sin embargo, en general, la gente está de acuerdo con el procedimiento. Lo que les
molesta es que se encasille esto bajo una sola bandera.

—Bueno —dijo Baru—, la puntada inicial ya está dada, eso es lo importante.

Mientras tanto, alrededor de veinte muchachas desalojaban del Liceo, no de muy buen grado,
a la rectora y a la vice. Los profesores, celadoras y personal no docente, por iniciativa propia, se
fueron retirando hasta desaparecer. A excepción de Cáceres y Benítez, que intentaron, sin lograrlo,
congraciarse con las cabecillas del centro de estudiantes para participar de los acontecimientos.
Terminaron en el bar de la esquina con dos alumnas nuevas, un poco desorientadas, a las que ellos
iban a asesorar.

En el salón de actos el griterío era infernal. Todas juntas querían dar su opinión y nadie se
entendía. Sólo cuando se corrió la noticia de que ya habían arrojado a la calle a McCullers y a la
Pechugona, se pusieron de acuerdo para exclamar al unísono un hurra triunfal.

Pequeños grupos disidentes peleaban en los corredores y en el hall. Temían perder el año o
participar de la toma y luego ser expulsadas. Otras tenían problemas personales con las delegadas
de su división y por eso se oponían a sus liderazgos o bien no querían mezclar los asuntos de la
escuela con cuestiones políticas, creyendo que todo estaba conducido por diferentes tendencias que
se manejaban con otros intereses ajenos a sus conocimientos. Baru intentaba persuadir a esa gente
para que se quedaran a la reunión, donde, seguramente, disiparían sus dudas. Quería hacerles ver lo
equivocadas que estaban.

—Che, Julia ¿te vas? —preguntó Baru cuando advirtió que hasta sus propias compañeras se
estaban yendo.

—Sí —respondió—. Jorgelina me espera en Zum- Zum.

—Esperá un poco —dijo Baru y se apartó con ella para hablarle. Julia se adelantó y dijo: No
quiero saber nada con estas cosas. Perdóname, pero a mi estos líos no me interesan. No cuenten
conmigo.

—¿Y qué es lo que te importa a vos? —dijo Baru alterada—. Sólo tus problemas, eh, siempre
midiendo y observando todo a través de tu único gran problema, si como con eso se acabara el
mundo.

—¿Qué querés decir?

—¿Vos te creés que yo soy una tonta? Mirá, a mí tus problemas no me asustan, lo que me da
bronca es que sólo vivas para eso.

—Sigo sin entender —dijo Julia.

—Está bien —dijo Baru—. Andate nomás. Ah, haceme un favor, si llegás a ver a Andrés en la
calle, contale lo que ha pasado y avisale que yo me quedo a pasar la noche acá, que no me espere.

Las chicas se habían apropiado de la llave del colegio. Dos compañeras custodiaban la
entrada. Ya se habían formado equipos de trabajo. Unas se responsabilizaron del buffet, de la
racionalización de la comida y de la bebida para que durara medida toda la noche. Otras se
encargaron del recuento de los bienes de cada curso y de clausurar las aulas de las plantas altas para
que no se produjeran desmanes y nada faltara. Sólo dejaron habilitado el salón de fiestas y dos
divisiones de abajo.

La lucha continuaba sin cuartel. Las delegadas decidieron conferenciar en un salón cerrado,
establecer puntos en común, elaborar un petitorio, y sellar un acta para enviar al Ministerio.

Angélica Solís y Betiana Sotelo se ocuparon de difundir la noticia de la toma del colegio y
para darle mayor repercusión, desde el despacho de la rectora, llamaron por teléfono a los diarios y
canales de televisión. Justo cuando Angélica le informaba al periodismo la hazaña de la J.P. en el
Liceo, Susana Puig le tiró por la cabeza el florero japonés de la señorita McCullers. Puig había
estado discutiendo durante una hora con Angélica su desavenencia, porque los laureles se los
llevaba una sola fracción. Después de que se arrancaron unos cuantos mechones de pelo y que
Sotelo recibiera un rasguñón en la nariz por querer separarlas, se tranquilizaron. Ahora las rencillas
se habían centralizado alrededor de la consigna que se adoptaría en el colegio. Pues algunas habían
confeccionado un cartel de gran tamaño para colocarlo en el frente del edificio. Nuevamente se
suscitaron peleas y entredichos.

A esa altura de la noche, sólo estaban las alumnas que se habían quedado para hacer guardia.
Establecieron horas y turnos de vigilancia. También las delegadas, que concluyeron la reunión sin
ponerse de acuerdo. Las chicas de la J.P. decían que era mucho más coherente y estratégico dejar
sentado bajo su sigla todo lo que habían emprendido ese día en el colegio, ya que se trataba de
lograr el apoyo de un gobierno peronista. Las demás no aceptaban esos argumentos y la situación se
agudizó a tal punto que el ambiente entre ellas se había tornado espeso, confuso, irreconciliable.
—¿Qué pasa con ustedes? —gritó Baru—. Después no quieren que se diga que las mujeres
somos incapaces de desenvolvernos fuera de las tareas hogareñas y el cuidado de los hijos. Al
menos, escúchense.

Nadie se conmovió por sus palabras, ni siquiera le habían prestado atención. Alguien dio la
orden de retirarse. No había nada que hacer, la toma terminaba ahí, en el desconsuelo, la riña y el
desplante. La llave de la puerta de calle corrió de mano en mano. Baru pensó que si la gente se iba,
todo el movimiento fracasaba. Entonces, entre el forcejeo, algunos insultos y empujones, se apoderó
de la llave. Disimuladamente se escabulló del montón de muchachas enardecidas y se fue hacia la
escalera, con dirección al segundo piso para meditar un rato a solas. Allí halló una maceta, donde
enterró el objeto, que ahora la convertía en dueña absoluta por esa noche, de la vida del Liceo.
Cuando bajó, las chicas se abalanzaron sobre ella, reclamando la llave. Fátima intervino:

—Déjenme sola —dijo—, yo voy a hablar con Baru.

Durante la discusión que habían tenido las delegadas, Baru y Fátima adoptaron posiciones
distintas. Mientras una pensaba que era necesario, de cualquier forma, proseguir con la toma; la
otra, ante la desorganización y la anarquía, en un trabajo que debía ser conjunto y ordenado, prefería
largar todo por la borda.

—Se terminó el juego —dijo Fátima—. Dame la llave, así cada una se va para su casa.

—Un momento —respondió Baru—. Parece que lo único que pretenden es dividirse. Muy
bien. Vos estás de un lado y yo del otro. Hablemos con cada sector y tratemos una vez más de
conciliarnos. No se dan cuenta que juntas somos más fuertes.

En las dos aulas desocupadas de la planta baja volvieron a congregarse por separado todas las
muchachas que se encontraban en la escuela. Estudiantes de otros establecimientos nocturnos, al
enterarse de los sucesos del liceo se solidarizaron con sus compañeras, y desde el frente del edificio,
por las ventanas, les pasaban cigarrillos, galletitas y las últimas noticias, alentándolas a no
renunciar. Cada grupo confeccionó un acta con los puntos básicos de modificaciones que se
solicitaban. Casi en su totalidad ambos coincidentes. La única diferencia radicaba en que uno lo
hacía en nombre de la Juventud Peronista y el otro en nombre de las alumnas del Liceo.

—Si ahora no nos fusionamos es sólo por una cuestión de capricho —dijo Baru cuando se
terminaron de leer los petitorios. Colocó la llave de la puerta sobre un escritorio y agregó—. Todo
depende de nosotras.

Angélica Solís, envuelta en su poncho rojo, sentada en el borde de la ventana que daba a la
calle, dijo que estaban sonando las campanas que anunciaban las seis de la mañana.

Inmediatamente eligieron a dos delegadas para que llevaran, sin pérdida de tiempo, las actas al
Ministerio de Educación. Luego, fueron llegando las compañeras que reemplazaban a las de la
noche. Cuando recibieron la noticia de que el Ministerio se ocuparía de la intervención, recién
entonces Baru se retiró a su casa. El colegio continuaba tomado.

A pesar del cansancio, Baru no pudo pegar un ojo.

Estaba demasiado excitada para dormir. Hubiera deseado contarle a alguien la experiencia que
había vivido. Pero a Andrés no lo vería hasta muy tarde. Estaba inquieta, necesitaba descansar,
despejar su mente o concentrarse en otra cosa que no fuera aquel ronroneo en su cabeza de miles de
voces, corridas, y gestos. Por eso intentó establecer un vínculo con el mundo más apacible: la
lectura. Sobre la cómoda tenía amontonados varios libros pendientes de su avidez. Creyó imposible
leer, bajo esas circunstancias, un ensayo o una novela y entonces escogió el equilibrio luminoso de
la poesía. Tomó la antología de poetas chinos, que alguien le había prestado, y se entusiasmó desde
la primera página. Por la mitad del libro descubrió un poema que la conmovió. Era de Wang Yu
Tcheng, ¿el autor o la autora? La única información que halló fue que pertenecía al siglo X. Y eso la
dejó un poco desolada. Luego se desvistió para darse una ducha. Abrió el grifo y esperó a que se
calentara el agua. Nunca se observaba desnuda. Sentía una especie de pudor consigo misma.
Frecuentemente rechazaba su propio cuerpo. Trató de memorizar: “Qué triste es ser mujer / Nada
hay en el mundo tan poco estimado”. Se enjabonó y se limpió con esmero el ombligo. Un pequeño
pozo en el centro mismo de la humanidad. Le impresionaba. Temía que se le convirtiera en un
agujero por donde pudieran verse los órganos internos. ¿Serían tan obscenos como las achuras que
colgaban fofas de los ganchos de la carnicería? “Los chicos varones se yerguen en la puerta / como
dioses caídos del cielo, / su corazón desafía a los cuatro océanos / y al viento y al polvo de mil
millas”. Extendió un brazo y agarró una punta del toallón y se refregó la cara. Le había entrado
jabón en los ojos y un gran miedo, quedarse ciega estando sola. Se enjuagó. “Nadie se alegré en
cambio cuando una niña nace. / Ni sus parientes le hacen caso”. Se puso agua colonia detrás de las
orejas y unas gotas en cada seno. Se vistió. “Cuando crece se oculta en su aposento, / temerosa de
mirar el rostro de un hombre”. Después de empolvarse y de haberse peinado, ese día, con el pelo
sostenido a un costado por una hebilla azul, salió a la calle. Estaba fresco. Hizo un esfuerzo para
recordar los versos siguientes y para no temblar de frío. “Ninguno llora si ha de dejar el hogar
paterno... / Sale rápidamente como una nube que al pasar esparce su lluvia”. Sintió hambre, padecía
frío y sueño. Dos porciones de pizza y una Coca-Cola bastarían para reconfortarla. “Con la cabeza
baja y el rostro sereno, / muestra los dientes entre los labios, arrodillándose / incontables veces”. El
tiempo había volado. Ya estaba oscureciendo otra vez. Llegó a Pizzamora y pidió de comer algo
caliente. Al rato, el lugar estaba repleto de caras conocidas. En el colegio se iba a realizar una
asamblea general, le informaron. De la intervención debía hacerse cargo alguien que mereciera la
confianza de las alumnas, supuestamente, un profesor. A su vez, el personal docente ya había
mantenido una reunión en defensa de su estatuto. No se podía elegir, según estaba convenido, por
azar o por simple afinidad y simpatía al nuevo rector, sino que se asignaría al de mayor puntaje.

Benítez y Cáseres, por su evidente presencia, no habían faltado a las disquisiciones de la


noche. En la barra, rodeados por un puñado de chicas, daban, sin resquemores, diversas opiniones
sobre la marcha de los acontecimientos. Baru no dejó de repetir, casi automáticamente, para sus
adentros, dos versos: “muestra los dientes entre los labios, arrodillándose / incontables veces”.

El lunes, Angélica Solís se había instalado desde la tarde en la puerta del colegio con una
mesa y un grupo de compañeros de la unidad básica, para organizar las columnas que saldrían de
ahí mismo, en la madrugada del 20 de junio hacia Ezeiza, a recibir al general Perón. Temerosa,
como si cometiera una grave falta, Zulema Braña se acercó a la muchacha para averiguar si la
situación se había normalizado y si continuaban las clases. Antes de responder, Solís le preguntó,
bromeando, si quería anotarse en la lista de la J.P. Después le aconsejó que regresara la próxima
semana, dijo: “Recién hoy parece que va a haber novedades. Así que calculá perdido un buen
tiempo”. Braña sonrió. Saludó brevemente con la mano y se fue.

Sotelo, que acababa de llegar, se disculpó por su retraso con los compañeros peronistas, en
especial con los varones, que eran el único motivo que la ligaba al trabajo del Movimiento. Desde
allí podían ver a Julia y a Jorgelina que se aproximaban demorando el paso y distrayendo la mirada
con el constante ir y venir de los autos y la gente y los ruidos de la avenida a esa hora del día.
Angélica intentó convencerlas de que se asociaran a las filas de Ezeiza. Aseguró que iba a ser una
gran fiesta nacional y que ningún argentino, perteneciera a la fracción política que fuere, podía dejar
de asistir.

—Somos apolíticas —dijo Julia—, en serio gorda, no te calentés con nosotras.

—No puede ser. —dijo Angélica— Si no quieren ir, eso es otra cosa.
Julia explicó lo que pensaba sobre política. Jorgelina asentía lo que su amiga decía, aunque
sólo se preocupaba de su traje y de coquetear con su indiferencia. Se colgaba del brazo de Julia, se
tiraba para atrás el pelo, ponía cara de ingenua y gozaba posando de frente y de perfil, ante los ojos
fotográficos de los hombres.

Por la vereda de enfrente pasó Álvarez, rígida y con cierta desafiante expresión. Pero no cruzó
la calle, dio por entendido que la toma del colegio seguía en pie y las clases interrumpidas.

Rápidamente la presencia de las chicas fue colmando los rincones del Liceo. El Ministerio
había enviado a un inspector y a una escribana para resolver la intervención. En salón cerrado
mantuvieron una entrevista de hora y media con las delegadas de cada curso. Las demás, desde
afuera, bregaban por una solución eficaz.

—El pueblo quiere saber de qué se trata —gritó Solís en forma irónica, cuando vio salir a la
gente de la reunión.

Baru y Fátima informaron a sus compañeras, como hicieron también las otras representantes,
las determinaciones que fueron adoptadas esa noche.

—Che —preguntó Susana Puig—, ¿quién es Aranjuez?

—No tiene nada que ver con el concierto —dijo Baru.

—Es profesor de la escuela —aclaró Fátima—, muchas lo conocen, es uno pelado con pecas.
Dicen que es un tipo macanudo. Él será nuestro nuevo rector.

—A partir de la semana que viene se reinician las clases —explicó Baru—. Se terminó la
farra. Lo único que falta es coordinar centro de estudiantes y mesas de trabajo. Pero esto nos
corresponde a nosotras.

—¿Qué es eso? —dijo Angélica y al mismo tiempo propuso que fueran todas a tomar un café
y a charlar sobre las nuevas perspectivas de la escuela y del país, ahora que el general Perón
retornaba a la Argentina definitivamente.

Un mes después, les pareció mentira poder fumar dentro del colegio sin tener que esconderse.
El rector las había autorizado a hacerlo en los recreos, siempre y cuando no dejaran colillas tiradas
por el piso. Esos eran los pequeños cambios, además de la libertad de poder dialogar todas las veces
que quisieran con él, proponiéndoles arreglos y beneficios para la marcha del estudio y la disciplina.

—No tirés el pucho ahí —dijo Baru—. No nos abusemos. Apagalo y arrojalo en el cesto.

—Bueno —respondió Sotelo y le preguntó a Solís si se animaba a apagar el cigarrillo con los
dedos.

—Estás sonada —dijo Solís.

Betiana Sotelo contó que un día había ido a un hotel con el novio. Estaba enojada con él. Por
eso no quería saber nada. Los dos desnudos, boca arriba, miraban el techo sin dirigirse la palabra.
Sólo fumaban pitada tras pitada nerviosamente. Él se dio vuelta y le dio la espalda, entonces ella le
aplastó el cigarrillo encendido en un hombro, cerca de un lunar negro. Pegó un grito, se le
enrojecieron los ojos y la tomó por la fuerza. Nunca habían hecho el amor tan bien. Luego, se
amigaron.

—Esta se debe pasar la vida leyendo al Marqués de Sade —dijo Solís incrédula.
Las demás rieron. Betiana juró que era cierto y que ni siquiera sabía quién era ese marqués.

—Vamos —dijo Fátima—, ¿te creés que alguien se tragó la historia del romance de Ezeiza?

—¿Cuál, la del 20 de junio? —preguntó Betiana.

—Mirá, ni siquiera se acuerda —dijo Solís—, y eso que fue como para recordar ¿no?

—Yo no miento —se excusó Betiana—. Lo que pasa es que tengo mucha imaginación.

—Usala para Historia de la Cultura —dijo Baru, señalando la sala de profesores—. Ya llegó.
Seguro que hoy nos refunde.

Todas fueron al aula a repasar la lección del día. Solís se había anotado los nombres más
difíciles en la palma de la mano, pero con el sudor una parte de las Leyes de Manú se borronearon
hasta ser nada más que una mancha de tinta. Susana Puig pasó al frente. La profesora le pidió que
hablara sobre el brahmanismo.

Jorgelina, desde el primer banco, le soplaba el nombre del sabio manú Svayambhoura, que
Susana no podía pronunciar.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Fátima a Baru.

—Pienso qué pasará ahora que Cámpora renunció. —dijo y callaron, la profesora acababa de
ponerle un uno a Susana y de echar de la sala a Jorgelina.

Álvarez levantó la mano, se ofreció a completar el tema. Su clase abarcaría todo el resto de la
hora. Solís respiró tranquila y se limpió con el pañuelo la suciedad de su mano. Cuando se disiparon
las tensiones, Julia solicitó permiso para ir al baño. Debía hallar a Victoria Sáenz Ballesteros y
decirle que pasaría por la casa, a buscar a su hijo, que hacía más de dos meses que estaba con ella.
O tal vez, a rogarle que la aceptara también como huésped y como amante, porque ya no podía
esperar más.
GRABACION PASADA EN LIMPIO (Última cinta)

Me estafaron. Es la única palabra apropiada que se me ocurre para comenzar y ser yo, aunque
parezca mentira, quien termine la historia. He dado miles de vueltas antes de prender este aparato y
sentarme, ahora sola, aquí, en un cuarto de mi casa, a decir, simplemente, que estoy desesperada.
Dios mío, cuántas muertes uno debe soportar estando viva. Cuántas cosas pueden pasar en unos
meses, apenas, o en unas pocas horas, o con una sola palabra en una milésima de segundo. Pero
antes que nada que quede claro que soy una persona con más bronca que tristeza. Mi bronca es lo
único noble que tengo. No podría ser de otra manera que yo me pusiera a contar todo esto. Trato de
ordenar mi pensamiento, no es fácil. Por momentos me asalta el desasosiego y unos deseos locos de
romper el grabador. Sin embargo, continúo acá, creyendo que así podré desahogarme. Hago
memoria. Sí, fue antes de la toma del colegio, cuando las chicas echaron a las viejas. Mi madre,
enferma del corazón, había empeorado. Por eso dejé a Daniel bajo el cuidado de la profesora
Victoria Sáenz Ballesteros, quien, no sabía bien por qué, lo adoraba. No era la primera vez que mi
hijo se quedaba unos días con ella. Ambos se querían mucho y simpatizaban. Eso me hacía muy
feliz. El pibe siempre andaba callejeando sin la atención y el cuidado de alguien responsable, que
pudiera dedicarle el tiempo que un chico necesita para criarse sano y salvo. Pobrecito, le faltaba
tanto amor, que una pequeña caricia de Victoria fue suficiente para que lo conquistara. Mis padres
ya estaban muy viejos y cansados para lidiar con un chico y yo nunca serví como niñera ni como
madre, ésa es tal vez mi culpa Entonces, vivía con un sueño en la cabeza. Tanto Daniel como yo
brincábamos de contentos cuando estábamos en la casa de Victoria y ella tan dulce siempre,
generosa, comprensiva. Me estremecía su ternura. Durante las vacaciones de invierno se llevó a
Daniel a Mendoza. Luego, más o menos para cuando comenzaron otra vez las clases, tuve que
internar a mi madre en un hospital. El trabajo se intensificó, entre la escuela, la oficina y una
enfermedad muy grave para atender yo sola. A Victoria la veía en el Liceo muy a la escapada. Ella
me informaba que Daniel estaba mejor que nunca. No me cabían dudas. Algo, por lo menos,
gratificante. Sucedían muchas cosas juntas. Me parece estar mirando por la ventanilla de un tren
que corre a toda velocidad. Así fue. El nuevo rector en el colegio, lo de Ezeiza, la renuncia de
Cámpora, la caída del gobierno chileno, la candidatura de Perón. Septiembre fue un mes cálido.
Baru y Fátima movilizando a las chicas de la escuela. Yo, más allá de todo. Miraba con
escepticismo la indignación o la euforia de mis compañeras. Padecía un drama. Mi propio drama.
Por entonces, los médicos habían desahuciado a mi madre. Me propusieron realizarle una
intervención quirúrgica sin ninguna seguridad de éxito. Menuda decisión. Accedí. Tal vez estaba
contagiada por cierta esperanza de los demás. Se había impuesto una canción de Palito Ortega. Es
decir, la melodía. La muchachada había arreglado la letra, utilizando el estribillo de “Yo tengo fe”,
en diversas formas. Diez días estuvo en terapia intensiva, mi pobre madre. Se fue sin despedirse de
nadie. El viejo se me colgó del cuello y lloramos los dos. Nos habíamos quedado solos. Cada uno
debe tener diferentes imágenes en la cabeza. Yo, por ejemplo, me figuro a la muerte como un
gusano gordo y blanco, muy voraz. Pensé que no me iba a resignar nunca a no ver más a mi madre.
Sin embargo, a la semana, estaba riendo otra vez. Me emborrachaba y me reía del gusano blanco.
También a mí me devoraría. Busqué a Victoria, necesitaba refugiarme en alguien. No daba la cara.
Intenté convencerme de que sólo eran ideas mías, complejos, me pasaba con muchas personas. ¿Por
qué ella iba a comportarse así conmigo? ¿No había tenido la deferencia de cuidar y querer a Daniel
como si fuera su hijo? Lo hacía por mí, yo era su preferida. Transcurrieron los meses. Comenzaron
a rendirse los últimos exámenes. Una noticia dejó heladas a las chicas. McCullers y la Pechugona,
las dos viejas que habían echado a patadas, retornaban al colegio. Al principio nadie lo pudo creer.
“Imposible —decía Baru—, no pueden volver y si lo hacen, esto será mucho peor”. Antes de fin de
año las vimos a las dos, en el mismo puesto, rectora y vice, con el látigo en la mano, dispuestas a
castigar la mínima insurrección. La gorda Solís lloraba. Baru dijo: “Esto es lo del Gatopardo, todo
tiene que cambiar para que nada cambie”. La gorda se enjugó las lágrimas y enardecida, juró que no
iba a dar el brazo a torcer. Yo cerraba los oídos y los ojos. Qué absurdas las palabras. A mí me daba
exactamente lo mismo que estuviera quien estuviera en el colegio, en el país, en el mundo. Fui
varias veces a la casa de Victoria, nadie me abría la puerta. Me dejaba arrastrar por mis compañeras,
en especial por Jorgelina. Cómo las odiaba. Ya no podíamos fumar. Nos marcaban de cerca. Mi
madre, mi pobre madre muerta. Todo era un gran lío. Caía a pique. Sólo me mantenía viva la
mentira del alcohol. Renuncié al trabajo. Fue una locura, ahora lo sé. Un día entero estuve de
guardia en la esquina de la casa de Victoria. La vi llegar con Daniel de la mano. Lo había hecho
entrar en una escuela privada del centro. Qué lindo estaba de uniforme y corbata azul. No me quiso
dar un beso el mocoso, ni siquiera saludarme. Victoria se había violentado. No comprendía bien por
qué. Caminé al lado de ellos como una desconocida. Dejó al nene en la casa de unos vecinos. Sabía
que yo iba para hablarle. Entramos al departamento. Fui directamente al escritorio. Ella no me dejó
abrir la boca. “Acá está el grabador y las cassettes —dijo—, andate y no vuelvas nunca más”.
Estaba incapacitada para descifrar aquel código. Yo la amo, grité, la amo. Bastaba con llamar a la
policía. Cómo olvidarme que le había confesado un crimen. Recién ahora puedo ver claro. Victoria
sólo quería robarme el hijo.

Tengo frío. No sé por qué se secan las plantas en el terreno del fondo. Es verano y tengo frío.
Me han vaciado. Se ha muerto mi madre y me he quedado sin hijo, sin amor, sin libro. Estoy de
duelo y no me puse luto. Quizá en otra vida, en otro siglo, todo sea distinto. ¿Todavía puedo creer
en eso? Sé que hoy estoy sola y me da miedo, mucho miedo. “Todos fuimos estafados”, me dijo
Baru; pero eso a nadie consuela. Mi dolor sólo es mi dolor. Qué no daría por una pequeña caricia,
como ese viento suave que anda, allá, entre las ramas de los árboles, agitando sus manos, contra la
noche cercana.

Diciembre 1973—Enero 1976


La contratapa original

Este libro se terminó de imprimir en el mes de Octubre de 1976 en Gráfica Devoto, Nogoyá
4825, Buenos Aires, Rep. Argentina
.sus vidas; también la historia que las hace o deshace como criaturas humanas. Y hambres en
redor, roedores castrados completando la escena. Una época histórica, un colegio nocturno, la
colmena en donde se debate una supuesta problemático como pretexto del texto o de la
intriga: la condición femenina. Equívoco que hubieran admitido Eurípides o Ibsen, y que en
forma siniestra o piadosa señaló Nietzsche en ASI HABLABA ZARATUSTRA: “h^nca se
pensará con bastante elevación de la mujer, pero ésta no es una razón para pensar
erróneamente.” MONTE DF. VENUS, como novela, ratifica los méritos de esta joven
narradora argentina que, con su primer libro, LLAMADO AL PUF, lograra el Premio Sixto
Pondal Ríos (1V74), con un jurado integrado por Angel Mazzei, Átilio Betti, Federico Peltzer,
Emilio Stevanovich y Bernardo Ver- bitsky De alguna manera, y a pesar de las sucedáneas
temáticas que Reina Roffé cruda y despliega en MONTE DE VENUS, esta noveta remite o
replica a ese desgraciado axioma baudeiaireano que definía a la mujer como abominable, por
el solo hecho de ser natural. ¿Homo sapiens o mulier sanguineus? Interrogante oiicubridor
que, a través de una obra literaria, permite ernmover al lector con protagonistas ficticios, que
viven, en realidad, cada uno su drama cotidiano, con la misma audacia con que Reina Roffé
nos convence de sus perdidas o recobradas vigilia?, entre las sombras desnudas de un mundo,
en definitiva, reparable o endemoniado, como en ese viejo cuento en donde lodo se echó a
perder por jna mujer llamada Eva.

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