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Rafael Saura

El Coleccionista de
Falsos Recuerdos
*
Las ilustraciones de una revista antigua habían despertado en Lluis
una nostalgia infinita hacia el universo de su infancia.
Desde su personal punto de vista, aquella publicación, fechada en
febrero de 1961, encerraba en las fotografías y dibujos que acompañaban a
los artículos y anuncios publicitarios que contenía, toda la esencia de los,
ya lejanos, tiempos de su niñez.
Se trataba de un ejemplar de “Mundo Ilustrado” que, a pesar de sus
cuarenta y cuatro años de existencia, sólo parecía haber sufrido algún
deterioro menor durante los días que había pasado en el puesto del
mercadillo callejero donde Lluis acababa de adquirirla.
«El papel es más resistente que la piedra» recordó haber oído en
algún sitio, en referencia a la excepcional durabilidad de muchos
documentos antiguos que frecuentemente logran sobrevivir a los más
sólidos edificios de su tiempo.
Abierta por sus páginas centrales, aproximó entonces la revista a su
rostro. Allí se conservaba, todavía intacto, el olor de principios de los
sesenta. El mismo olor que en su recuerdo poseía en aquel entonces la casa
donde él mismo había nacido, apenas cuatro años antes de que la revista
hubiese salido de las rotativas que “Artes Gráficas Ibéricas” tenía entonces
en la capital de España.
La ropa de la gente, los peinados de las mujeres que allí aparecían,
los enseres domésticos y automóviles de la época; la atmósfera, en suma,
propia de aquel tiempo, que impregnaba las pocas fotos y los muchos
dibujos en blanco y negro y color con que se ilustraba, sobre todo, la
publicidad, terminaron por conducir a Lluis a un estado de profunda
nostalgia.
De acuerdo al estilo de entonces, al final de la mayoría de los
anuncios comerciales figuraban las señas a donde un eventual minorista
debía dirigirse para efectuar pedidos.
Lluis sonrió pensando que, del mismo modo que los obsoletos
artículos allí presentados habían desaparecido de las tiendas hacía décadas,
las direcciones comerciales de sus fabricantes o almacenistas no podían
haber corrido mejor suerte.
Sin que dejase de considerar aquella circunstancia, se fijó en la oferta
de una cámara fotográfica que, al parecer, poseía la capacidad de realizar
fotos tridimensionales; una máquina de relojería de engranajes y sin
rastro de electrónica como lo eran todas entonces, provista de dos
objetivos separados por una distancia similar a la que mediaba entre los
ojos de una persona. Aquel anuncio incluía una coletilla que rezaba:
“También servimos directamente a particulares”.

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—Fotografías tridimensionales… —murmuró, mientras observaba el
artilugio que asimismo se anunciaba como necesario para visionarlas—
Seguramente las fotos que salgan de esa cámara tendrán también el aire de
su época.
Después comprobó el precio que allí figuraba: mil doscientas
noventa pesetas; seguramente un dineral en el momento de publicación de
la revista, pero un precio absolutamente modesto en 2005.
¿Qué podía ocurrir si, a estas alturas, escribía a la dirección del
anuncio, pidiendo que le enviasen una de aquellas cámaras con su visor
correspondiente?
Seguramente su carta no iba a llegar jamás a sitio alguno —se
respondió—. A lo sumo, realizaría el viaje a Madrid para aparecer de
vuelta en su buzón diez días más tarde, provista del consabido cuño en el
que se indicaba que la carta no había podido entregarse al desconocido
destinatario indicado en el sobre.
La pérdida del tiempo, y del escaso importe correspondiente al sobre
y el franqueo, eran sin duda el único riesgo que debía afrontar, a cambio
del placer que ya le producía la sola consideración de dar cumplimiento a
aquella pequeña locura —consideró Lluis antes de ponerse a redactar la
carta, dado que, tal como se desprendía del texto que figuraba en letra
pequeña, la pertinente transferencia bancaria no tendría que efectuarse
hasta después de la aceptación del pedido por parte del almacenista.

Casi quince días más tarde, cuando ya había enviado al olvido todo
aquel asunto de la revista y la cámara, Lluis recibió en su casa un sobre
certificado, en cuyo remite constaba la dirección madrileña a la que él
había dirigido su carta.
Nada más despedir al cartero abrió aquel sobre, extrayendo de su
interior una cuartilla de papel amarillento.
«Estimado señor Bruquetas:...» comenzaba aquel texto
mecanografiado.
El hecho de que tanto la carta como el sobre estuviesen escritos a
máquina, en lugar de haber sido impresos con ordenador, apenas aumentó
su inicial sorpresa. Lo que sí lo hizo fue comprobar que su carta, no
solamente había llegado a su destino, sino que en el escrito que ahora tenía
en sus manos se le indicaba que el almacenista iba a enviarle la cámara
solicitada en cuanto él efectuase la transferencia bancaria por el importe
que figuraba en el antiguo anuncio.
En la carta de ida, Lluis había citado la revista concreta en la que
había encontrado la oferta: el ejemplar correspondiente al mes de febrero
de 1961 de Mundo Ilustrado.
En la hoja mecanografiada que acababa de recibir, cuyo contenido
guardaba el estilo absolutamente formal, propio de cualquier impreso, se

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subrayaba sin mencionar siquiera la pertinente conversión a euros que
las condiciones de venta seguían siendo las allí anunciadas, como si no
hubiese transcurrido el tiempo desde que se hiciera pública la oferta en la
antigua revista.
El interés que Lluis podía tener por la cámara era, ciertamente,
relativo. Todo aquello de la fotografía estereoscópica le sonaba a
experimento tan fracasado como lo fueron esas horrorosas películas de cine
en tres dimensiones que había que visionar con unas gafas de cartón,
provistas de un celofán rojo y otro azul para los ojos.
Su deseo de efectuar cuanto antes el correspondiente pago obedecía a
una inquietud que sólo guardaba una relación circunstancial con la cámara
y sus especiales características. El hecho inverosímil de haber entrado en
contacto con el pasado a través de aquella vía era lo que realmente le
impulsaba a seguir dándole alas a todo aquel extraño desvarío.
¿Por qué una empresa no podía continuar en funcionamiento después
de cuarenta y cuatro años? —se preguntaba un día más tarde, mientras
hacía el ingreso correspondiente en la oficina del banco— ¿Acaso no
seguían gozando de estupenda salud un buen número de compañías en
España a pesar de que, desde su fundación, había transcurrido aún mucho
más tiempo? Y, en cuanto al coste de la máquina, tal vez se tratase sólo de
una simple coincidencia. El precio actual podía ser razonable para una
cámara fotográfica anticuada, para una liquidación de existencias, de otra
forma, seguramente, ya invendibles.
Y sin embargo, aquel modelo concreto de cámara podría ya
considerarse como pieza de museo.
Había observado Lluis que la cuenta del Banco de Bilbao en la que
estaba realizando el ingreso se encontraba abierta a nombre de una persona
física, una tal Ángela Méndez, en lugar de figurar la denominación social
de la empresa en el espacio reservado al titular, como le pareció
hubiese sido lo corriente en una firma de cierta importancia.
Tal vez, en la actualidad, aquella compañía madrileña no fuese más
que un negocio modesto que, quien había sido su propietario en los sesenta,
había traspasado en el momento de su jubilación, a esta tal Ángela. Quizás
incluso, desde un principio, la persona que se hallaba al frente de la
empresa fuera sólo un pequeño almacenista con pretensiones de hacerse
rico. El hecho de anunciarse en la revista Mundo Ilustrado suponía un
cierto toque de distinción, pero no garantizaba otra cosa que la calidad y
elevado precio inherentes a la mercancía ofrecida en sus anuncios.
Fuera como fuese, Lluis recibió en su casa la cámara solicitada,
apenas cinco días más tarde.
Aquel hermoso artefacto de óptica y relojería de precisión le había
llegado en su embalaje original, acompañado del visor correspondiente, sin
que faltasen en el paquete la funda de cuero y su correa, las tapas de

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ebonita para los objetivos, el librillo de instrucciones, e incluso un antiguo
kit limpiador de lentes y una tabla para el cálculo de la exposición, de
regalo. Lo más sorprendente, sin embargo, no era la presencia en el paquete
de la cámara en sí, ni la de aquellos accesorios que venían con ella, sino el
extraño contenido de la nueva carta que también la acompañaba.

*
Pasaban entonces dos semanas desde el momento en que Ángela
había encontrado la misiva de Lluis en el buzón de su negocio en la
madrileña calle Serrano.
A pesar de que la dirección era correcta, no ocurría lo mismo con el
nombre del actual comercio, pues hacía ya más de treinta años que el
antiguo almacén de material fotográfico se había reconvertido a la nueva
actividad de importación de consumibles y pequeños equipos para
laboratorios clínicos, de origen principalmente norteamericano.
Aunque no resultaba del todo inusitado que, aún después de tanto
tiempo, siguiesen apareciendo cartas esporádicas casi siempre de
contenido publicitario dirigidas a la desaparecida empresa que había
regentado su padre, la singular naturaleza de este escrito suponía un
acontecimiento insólito.
Lo primero que pensó al respecto, mientras, sentada frente a la mesa
donde solía hacer la contabilidad, tomaba su segundo café de la mañana,
fue que la carta del señor Lluis Bruquetas debía haber permanecido
extraviada en el rincón oscuro de alguna oficina de Correos desde los años
sesenta. La carta se había quedado sencillamente sin entregar hasta que
algún movimiento de muebles o unas obras recientes la devolvieron a la
cadena de reparto.
Una conjetura que el matasellos, impreso por una máquina del
servicio de correos en Barcelona, echó por tierra enseguida. Allí figuraba
con claridad el 21 de febrero de 2005 como fecha de salida, lo que, sin
lugar a dudas, confirmaba que la misiva era reciente.
A pesar de lo amarillento del papel y del tono apagado de la tinta
utilizada, sólo cabía suponer que se trataba de una broma, aunque su
intención le resultase incomprensible.
Existía, naturalmente, una segunda opción. Al igual que Lluis,
Ángela estaba a punto de cumplir cincuenta años; una edad propicia para
dejarse seducir por cualquier emoción tardía que pudiese despertarle el
destino. ¿Qué podría perder dando respuesta a ese chiflado?
Aquella noche, Ángela supuso que Lluis debía saber mucho más que
lo que era posible deducir de su carta. No podía tratarse de un milagro el

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hecho de que el almacén conservase varios ejemplares de cámaras como la
que él solicitaba.
De alguna manera ese extraño catalán conocía la existencia de los,
supuestamente olvidados, restos de almacén que allí se habían quedado tras
el fallecimiento de su padre y la ulterior apertura del nuevo negocio.
Fuera como fuese, el atractivo de seguirle el juego al desconocido
que, en la moderna Barcelona de 2005, creía seguir viviendo en los años
sesenta, era tan grande que, tras algunos días de duda, decidió responderle.

*
La recepción de la cámara y, sobre todo, de la nueva y esta vez un
poco menos impersonal, carta de Ángela despertó en Lluis la morbosa
idea de que realmente era posible regresar a los tiempos de su infancia y
buscar allí la única felicidad que recordaba haber sentido a lo largo de su
vida. Para ello pensó en continuar con el juego que había iniciado,
escribiendo una nueva misiva esta vez dirigida directamente a Ángela
Méndez en la que incluiría algunas de las fotos especiales que pensaba
realizar con su nueva cámara.
Con tal objeto dedicó los días siguientes a procurarse ropa, enseres e
incluso algún mobiliario propio de la época de los sesenta, rebuscando en
rastrillos y anticuarios de la ciudad, y con todo ello decoró la esquina de
una habitación de su casa.
Mientras allí posaba, aguardando que el dispositivo automático
accionase el obturador de su flamante máquina, Lluis comenzó a sentir un
extraño placer con el que no había contado. ¿Por qué no hacer extensiva al
resto de la vivienda aquella decoración, que, de forma tan agradable, le
hacía sentirse en el pasado? —se dijo entonces— ¿Qué podía impedirle
darse el lujo de, al menos en el interior de su piso, vivir permanentemente
en los sesenta?

*
«Madrid a 18 de Marzo de 1961 Con esta perturbadora fecha
comenzaba la carta que había venido acompañando a la máquina. Me he
permitido adjuntarle estas letras para agradecerle personalmente el haber
elegido nuestra empresa para la adquisición de su moderna cámara
fotográfica.
Sepa usted que disponemos de un amplio surtido de material
fotográfico de importación, que quizás pueda también interesarle. Me
refiero especialmente a la novedosa película Kodacolor que viene
empleándose cada vez con mayor asiduidad en Inglaterra y Norteamérica;

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película que, tal como su nombre indica, permite la obtención de
espléndidas copias a todo color.
Sin otro particular y esperando recibir de nuevo noticias suyas, le
saluda atentamente:
Ángela Méndez»
Casi inmediatamente después de leer aquello a Lluis le asaltó la duda
de si era cierto que la película Kodak en color se hallaba disponible en
España en esa fecha.
Consultando la enciclopedia, comprobó que la visita del presidente
Eisenhower a Madrid había tenido lugar apenas un año antes; exactamente
el 21 de diciembre de 1959, lo que en efecto había permitido al país que
desde el final de la guerra sólo mantuviera relaciones con la Argentina
peronista, el Portugal de Salazar y el Vaticano establecer ahora cualquier
tipo de negocios con los Estados Unidos; todo ello seguramente a cambio
del permiso que Franco había dado a Norteamérica cuatro años antes para
que instalase en territorio español sus famosas bases militares.
De cualquier modo, Lluis no recordaba haber visto una fotografía en
color hasta el final de los sesenta. Pero enseguida se dijo que tal asunto era,
en todo caso, secundario. La época que él deseaba habitar no tenía por qué
ceñirse con exactitud histórica a la supuesta realidad objetiva de aquellos
años, sino que era suficiente con que fuese capaz de provocarle las mismas
sensaciones que recordaba haber experimentado cuando niño.
Aquellas mismas sensaciones... Eso y no otra cosa era lo que Lluis
había empezado a perseguir. Aspirar a la precisión histórica le pareció algo
tan innecesario como insuficiente. Reconstruir el verdadero mundo de su
infancia incluía rescatar los mitos y la magia que habían invadido su
espíritu infantil en aquel tiempo, recuperar la sensación de inmortalidad
que entonces le embargaba, devolver a sus padres virtualmente a la vida y
restituir a su ánimo la infinita ilusión y la esperanza perdidas.
Que en Madrid quedase una mujer anclada como él en los sesenta era
lo verdaderamente importante; que la película fotográfica en color se
hallase o no a disposición del público en tal o cual fecha del riguroso
pasado histórico carecía en absoluto de valor si no figuraba como recuerdo
en su cabeza.

Cuando Ángela recibió las fotos y la nueva carta de Lluis, éste ya


llevaba gastado un buen dinero en reamueblar su piso, e incluso había
contratado un albañil para que volviera a ponerle terrazo en los suelos y le
alicatase la cocina de azulejo blanco hasta media altura, con el mismo estilo
que él la recordaba.
Leyendo la carta de Lluis, que nuevamente venía escrita a
estilográfica, Ángela se enteró de que el hombre seguía habitando el piso

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que fuera de sus padres y que dormía cada noche en la misma habitación en
la que, literalmente, había venido al mundo.
El hombre que, tal vez copiándole a ella misma, había fechado su
carta en abril de 1961, afirmaba contar cuarenta y nueve años de edad, a
pesar de que su nacimiento había tenido lugar un día de septiembre de
1956. Ateniéndose a lo escrito, Lluis debía tener apenas cuatro años,
aunque evidentemente había cumplido los cuarenta y nueve en 2005; un
año al parecer inexistente para él o, a lo sumo, perteneciente a un futuro
que decía considerar tan lejano como inalcanzable.
En esta carta, escrita en un tono claramente distinto al de la
correspondencia que hasta entonces se habían cruzado, Lluis pretendía
interesar a Ángela en su desvariado proyecto. Aparte del propio texto en el
cual, sin ambages, la invitaba a visitar su piso —que contaba tener
totalmente “arreglado” en el verano, estaban las fotos en blanco y negro
donde el catalán aparecía vestido con ropa anticuada y sumergido en un
ambiente que tanto recordaba a la época real, como al escenario de una
película.
Las dos copias que Lluis le había adjuntado aparentaban, incluso,
haber sido envejecidas. Algo que, a primera vista, parecía incoherente con
su pretensión de vivir el presente en el pasado.
Las fotos —naturalmente en blanco y negro— presentaban el
característico tono sepia que las copias con base de plata suelen adquirir
con el paso de los años. Un defecto, en realidad, que cualquier aficionado a
la fotografía sabe forzar en el laboratorio, utilizando un simple baño de
virado.
«Tendrían que parecer nuevas —se dijo ella. Si aceptamos estar
viviendo en aquel año, las fotos no deberían amarillear sólo unos días
después que haber sido hechas».
La razón se la explicaba Lluis un poco después en la propia carta.
Las fotos podían haberse salido del ensueño, del espacio en que se suponía
que, enlatada, se conservaba la época de oro. Habían abandonado el piso,
envejeciendo 44 años “de golpe” en el momento de recibir el matasellos de
2005 en la oficina postal de Barcelona.
Si de verdad existía en Madrid la tienda antigua que Ángela
aseguraba regentar seguía especulando el catalán en su carta cabía la
posibilidad de que las fotos e incluso la tinta y el papel de las cuartillas
recuperasen su color original al retroceder de nuevo al año en que él y ella,
tácitamente, habían acordado relacionarse.
A pesar de todo, resultaba evidente que Lluis no había perdido la
cordura. El propio hecho de que especulase de aquella manera con el efecto
del matasellos en su carta, demostraba que era por completo consciente de
la fecha por la que, de verdad, el mundo se regía al otro lado de la puerta de
su casa.

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Las fotografías, por otra parte, eran curiosas. Pegadas por parejas
sobre sendas tarjetas de cartulina, venían ya preparadas para que pudieran
observarse con uno de aquellos visores estereoscópicos, de los que a
Ángela le quedaban todavía, en el almacén, tres ejemplares.
Visionarlas a través de aquella suerte de binoculares, que ella misma,
hasta entonces, jamás había sentido interés en probar, la dejó fascinada.
Con ellos, cada ojo enfocaba una de aquellas dos fotos aparentemente
iguales, pero tomadas por objetivos diferentes en la cámara; lo que
producía una sensación de relieve a la cual el blanco y sepia de la imagen
apenas restaba realismo.
Allí se retrataba, en verdad, la estampa de un hombre y una casa
propia de aquella España que ya no existía. Vestimenta, mobiliario, retratos
de familia, cortinas, receptor radiofónico... todo correspondiente a la época,
todo absolutamente predecible, incluso antes de haber observado la imagen.
Pero aparte de esas cosas, en las dos fotos aparecía un detalle inquietante.
Se trataba del motivo del cuadro que colgaba de la pared del fondo. En él,
representada de forma realista, figuraba una calle de la época, que bien
podría pertenecer a algún barrio de Barcelona, sumida en la oscuridad de la
noche y transitada por lo que parecían ser lobos hambrientos que
observaban con codicia los portales cerrados y, a través de las ventanas, el
interior de las viviendas, débilmente iluminado por velas encendidas.

Lluis tardó un buen rato en comprender por qué razón a Ángela le


resultaba extraño el motivo de aquel cuadro.
«¿Representa acaso algún suceso auténtico acontecido en
Barcelona?» —le preguntaba ella en su siguiente misiva, esta vez
abiertamente personal, en la que comenzaba presentándose, no como
empresaria, sino como una nostálgica que acababa de cumplir los
cincuenta.
Para Lluis que, hacía ya algunos años, había encargado la ejecución
del cuadro a un pintor amigo suyo, la escena que allí aparecía representada,
no sólo era real, sino que figuraba en su memoria como un suceso que,
durante los inviernos de aquel tiempo, se repetía noche tras noche.
Afirmar que recordaba escenas como aquella en que los lobos
hambrientos se paseaban, durante las húmedas y frías noches de invierno,
como dueños de la calle, amenazando con penetrar en las viviendas, no era
sin embargo algo completamente exacto. Recordaba, eso sí, aquellas
habituales noches de apagón, en las que las habitaciones de su casa se
hallaban apenas iluminadas por la luz oscilante de las velas y, sobre todo,
en su memoria, se hallaba grabada la sensación de que los lobos se
encontraban al otro lado del portal, deambulando hambrientos por las calles
tenebrosas.

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Que los lobos estuviesen o no allí era algo totalmente secundario.
Que las historias de fieras y brujas de su abuela gallega resultasen o no
verosímiles desde la perspectiva de quien había cumplido 49 años en 2005,
carecía de importancia en 1961. En aquellos tiempos Lluis no abrigaba
dudas al respecto y tampoco ahora que había decidido regresar al tiempo en
que, para él, era cierto todo aquello que parecía serlo.
De un modo u otro, todos los recuerdos contienen falsedad le
había respondido él. Hasta los más precisos terminan tiñéndose de cierta
dosis de fantasía con el transcurso del tiempo. El simple hecho de mitificar
lo que cotidianamente ocurría, de añorar lo que en su momento fue banal,
¿no es ya una manera de hermosear el pasado o, lo que es lo mismo, de
distorsionarlo?
Y, si admitimos eso, ¿por qué no conceder a estas pequeñas dosis de
magia aceptada, la condición de auténticos recuerdos?

Cuando algunos días después recibió la primera llamada telefónica


de Lluis, ella convenía en que la realidad objetiva de una época ni siquiera
se ajustaba a parámetros precisos.
Cada hombre, cada mujer y cada niño poseen una percepción del
mundo, personal y diferente  le había dicho. Es en ese mundo concreto
y particular en el único que tienen la posibilidad de vivir; el único, en
consecuencia, que podrán recordar cuando el tiempo haya transcurrido.
Por eso Lluis se empeñaba en afirmar que de verdad había sido
eterno en aquel tiempo. Que se recordaba eterno, porque entonces no
concebía como real la posibilidad de que su vida terminase. Ahora, en
cuanto todo estuviera dispuesto en la casa, en cuanto ella pudiese venir a
visitarle, él habría vuelto a despojar sus sentimientos de la angustia latente
que, en los adultos, produce la certeza de la muerte.
—La angustia, en todo caso, nunca está presente en los recuerdos. —
abundaba ella después—. Por eso resultan tan dulces, y por eso nos parece
que cualquier tiempo pasado fue mejor.
—Entonces, en mi vida no había angustia.
—Aunque la hubiese, no estaría presente mientras recordases. Los
problemas que pudiera haber entonces se resolvieron de un modo u otro, y
la ansiedad que uno siente ante la incertidumbre desaparece frente el hecho
consumado. Podrías, a lo sumo, recordar que algún asunto te produjo
angustia, pero no serás capaz de sentirla.
No diré que te falte razón, pero, en lo demás, créeme que con
frecuencia soy capaz de volver a sentir lo mismo que sentía. Ya sabes que
lo que persigo de forma deliberada son precisamente aquellas sensaciones,
aquel estado mental.
Para eso yo me sirvo de la música le dijo ella En mi
adolescencia fui una verdadera fanática de los Beatles. A veces pongo en

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mi viejo tocadiscos alguno de los vinilos que conservo. Prefiero oirlos sin
estereofonía, sin demasiada calidad. Si escucho las canciones en CD,
termino percibiendo sonidos que no se encuentran en mi recuerdo y eso me
fastidia. Después, mientras me dejo envolver por el sonido, vuelvo a sentir
lo mismo que cuando tenía quince años; exactamente lo mismo. El futuro
de pronto vuelve a hacerse de colores. Aunque ya te lo habrás
supuesto yo he vivido de hecho ese futuro y apenas llegó a pasar del
blanco y negro. A pesar de ello, cuando esa música vuelve a sonar, la
promesa del porvenir dorado en que imaginaba que iba a transcurrir mi
vida me envuelve como entonces.
»Ya te habrás supuesto que nada ocurrió como prometía la música.
El mundo maravilloso que me anunciaban aquellas canciones, cuya letra en
Inglés yo ni siquiera necesitaba entender, era precisamente el que yo creía
habitar en esa época. La hermosura que caracterizó a aquellos años de mi
vida estaba generada precisamente por las esperanzas que la música parecía
prometer. Pero, de hecho, no iba a venir ya nada mejor. El punto álgido de
mi felicidad lo supe más tarde, estuvo precisamente allí, en la
posibilidad cierta de que aquel futuro de colores se presentase vestido de
amor y alegría, se sustentó en la esperanza absoluta, en la ilusión infinita
por vivir en un tiempo hecho a medida, nuevo y estupendo, y naturalmente
en la inmortalidad y la eterna juventud con las cuales yo convivía.
»A veces, he de reconocerlo, esa música me destroza cuando vuelvo
a escucharla. Como ya te he dicho me hace sentir la misma esperanza de
entonces; la misma, no exagero; mas, esta vez, con la conciencia plena de
que sólo se trata de un fantasma, de que nunca vendrán los tiempos buenos
con los que soñaba, porque esos tiempos ya pasaron y sólo resultaron ser
mediocres.
¿Has perseguido un olor en alguna ocasión? le preguntó Lluis.
Te refieres a un olor antiguo, naturalmente.
Sabes que los aromas pueden ser tan evocadores como la música.
Es cierto.
Pues yo hago hasta viajes en su busca. A pueblos pequeños donde
las tiendas aún huelen como entonces, en los que también busco tahonas,
tabernas viejas cuyo aire todavía...
Recuerdo le interrumpió ella emocionada la primera vez que
acudí a recoger a mi hijo a la guardería. Hará ya unos quince años. Los
pequeños salieron de pronto en tropel, arrastrando consigo el aire allí
encerrado. Y el olor... Aquel olor era el mismo.
El mismo que cuarenta y cinco años atrás, había en tu propio
parvulario añadió Lluis, terminando la frase.
Así es. No había vuelto a percibir ese aroma desde entonces y con
él, por un instante, regresaron, también las antiguas sensaciones.

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Hace tiempo que yo llevo una agenda.
¿Una agenda?
De lugares donde encontrar estas cosas: olores, sonidos y,
naturalmente, viviendas, barrios viejos, paisajes que no se han alterado.
También atesoro fotografías, películas, grabaciones... He encontrado
incluso un yacimiento arqueológico en una playa de Galicia; una enorme
duna en cuyo interior se conservan objetos de esa época, basura, en
realidad, de la que arrojan las pleamares en la orilla, y que el viento se
encargó de enterrar para que yo pudiese recogerla ahora.
Perdona Lluis, discúlpame el atrevimiento. ¿Vives con alguien?
Vivo con los muertos. Y también descubro su antiguo olor por ahí
a veces, de casualidad, en otras personas.
Sólo vives con los muertos.
En mi casa sólo desayuno yo, sólo yo me ducho, sólo yo me
acuesto, si es a eso a lo que te refieres.
¿Eres viudo?
Estuve casado pero la cosa se torció. Ya sabes... Ella está con otro.
Y no tienes más familia.
Tengo un hermano y dos sobrinos, aparte de una tía anciana y
varias primas por ahí... Pero no entiendas esto como lamentación, en
realidad, no me queda nadie próximo.
Lluis, me gustaría ir a verte ahora. No sé si podré esperar hasta el
verano.
Tú, seguramente, sí que tienes un marido.
Pero en 1961 todavía seré soltera.

*
Apenas dos semanas más tarde, cuando Lluis dio por terminados los
arreglos del piso que, a marchas forzadas, decidió ultimar para la ocasión,
Ángela llegó en el AVE a Barcelona.
Esto sólo serán recuerdos del futuro en cuanto lleguemos a casa
afirmó él mientras la invitaba a subir a su coche.
Te encuentro mucho más joven que en las fotos le dijo ella al
cabo de un minuto.
Yo a ti, sin embargo, siempre te imaginé así de guapa.
En tu última carta afirmabas que los recuerdos son, en mayor o
menor medida, siempre falsos le comentaba la mujer, tras la breve pausa
que empleó para dar por aceptado aquel piropo de Lluis. Si admitimos
que esto es así, ¿crees que existe alguna razón que nos impida añadirles,

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deliberadamente, algunos ingredientes que con anterioridad no figuraban en
ellos?
Sé que existen personas que recuerdan hechos que jamás
ocurrieron. Yo aún no he llegado totalmente a eso.
Me estaba refiriendo a lo que pueda ocurrirnos esta tarde. Si
penetramos juntos en el pasado, regresaremos con recuerdos comunes de
hechos que nunca sucedieron en la época a la cual pretendemos asignarlos.
Temes perder contacto con la realidad, y sin embargo has venido.
He venido precisamente para perder ese contacto.
Entonces, soñaremos juntos.

Cuando, ya dentro del portal, se disponían a coger el ascensor que,


según él, se había incorporado a la casa en los ochenta, ella le preguntó:
¿Nos convertiremos en niños ahí arriba?
Ese es un proceso que ya iniciamos hace tiempo, Ángela. ¿De qué
otro modo si no, podríamos haber llegado hasta este punto?
Ella sintió un escalofrío cuando el ascensor, con su arrancada,
empezó a sacarla del mundo. Después, ya en el tercero, se encontró frente a
una antigua puerta de madera. Más arriba de la negra mirilla de hierro, una
chapa representando al corazón de Jesús en relieve anunciaba: Dios guarde
a esta casa.
Aquello no era ya el presente o, al menos, no tenía por qué ser el
mismo presente de la calle si no se daba la vuelta para que la figura
anacrónica del ascensor quebrase el ensueño.
Tras la puerta, que Lluis abrió haciendo uso de una gran llave
ennegrecida, se extendía un pasillo oscuro con piso de terrazo a cuyos lados
se abrían varias puertas pintadas de un blanco amarillento. Tras encender la
luz se hicieron también visibles las modestas estampas con motivos navales
que, enmarcadas, colgaban aquí y allá de las paredes.
Mi padre trabaja en el puerto le explicó. En la salita verás
también banderines que los capitanes de los buques suelen regalarle.
Ella comprendió enseguida. Lluis hablaba en tempo presente, a pesar
de que su padre él mismo se lo había dicho estaba muerto.
La salita, en la que a continuación entraron, se hallaba también
decorada como cabía suponerse. Allí, aparte del cuadro de los lobos que
ella recordaba de las fotos, se encontró con la consabida mesa camilla, la
máquina de coser, la estufa de resistencia con su cromada pantalla
parabólica y el aparato de radio de válvulas colocado en un estante de la
librería situada entre dos butacones tapizados de un espantoso azul celeste.
¿Te apetece un café? le ofreció Lluis
¿Lo tienes hecho?
No, pero es cosa de un momento.

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Ángela decidió acompañarle a la cocina, donde él extrajo de una
alacena un antiguo molinillo de mano.
Le pondré un poco de achicoria dijo cuando terminó de dar
vueltas a la manivela Ya sabes lo caro que está.
¿Te refieres al café?
Bueno, este paquete me lo han traído de Portugal, de contrabando,
ya sabes... pero aún así...
Después de haber hervido la infusión en la cocina bilbaína la vertió
en las tazas a través de una manga de tela.
De nuevo en la salita, Ángela le preguntó:
¿De verdad eres capaz de cambiar el chip hasta ese punto?
¿El chip? Perdona, no te entiendo.
Me aseguraste que aquí dentro conservaríamos los recuerdos del
futuro.
Disculpa la interrumpió él, consultando el anticuado reloj que
llevaba en la muñeca, deben de estar dando el parte.
Entonces, sin haberle respondido, accionó el botón derecho del viejo
receptor de radio.
El dial del aparato se encendió lentamente y el sonido tardó después
varios segundos en aparecer. Ella recordó que a aquellos chismes les
llevaba algún tiempo calentarse.
Y entonces, para su enorme sorpresa, la voz del desaparecido Matías
Prats surgió del altavoz entre los característicos ruidos de interferencia
propios la mala recepción de la época.
Su excelencia el Jefe del Estado, acompañado del ministro de
Marina, presidió esta mañana en su ciudad natal, El Ferrol del Caudillo, la
inauguración de un ultramoderno dique seco...
A Ángela se le mudó el color de pronto. Se puso en pié y, sin mirar
siquiera a Lluis, cogió su abrigo con ánimo de huir de allí, literalmente
despavorida.
No es más que una grabación aclaró él apresuradamente. No
pretendía asustarte.
Ella continuó su camino hacia la puerta a paso rápido.
Por favor, perdóname. Pensé que te divertiría. Nunca imaginé que
pudiera hacerte dudar...
Ha sido de mal gusto dijo ella, deteniéndose frente a la salida.
En realidad sólo llegué a restaurar el pasillo, esta habitación y la
cocina. El resto de la casa sigue como estaba le explicó Luis, abriendo la
puerta del fondo para que ella pudiese ver la moderna sala estudio que allí
había. El ordenador que está sobre la mesa es casi nuevo, un Pentium 4.
Me dijiste que ibas a modificar el piso entero.

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Pensé en hacerlo, pero, al final, decidí no quemar todos los
puentes.
Por favor, dime en que año crees que estamos inquirió ella al
cabo de unos segundos.
Estamos en el año que tú quieras, Ángela.
Te da miedo volver a espantarme.
Cometí una estupidez montando esa escena ridícula. Te ruego
nuevamente que me perdones.
La escena fue perfecta, Creo que quien estuvo ridícula fui yo, por
asustarme y no seguirte el juego.

Cuando, a eso de las doce de la noche, terminaban de cenar en


“Trieste” —un restaurante de lujo que conservaba con celo la decoración
con la que había sido inaugurado en los cincuenta— Lluis le propuso a
Ángela ir a bailar a una pequeña sala de fiestas retro, que ex profeso había
acudido a visitar pocos días antes.
—Te gustará el sitio. Tiene clase.
—Lluis, debo decirte algo... No estoy segura de a qué he venido.
—Supongo que a ver la casa, y me imagino que también a
conocerme en persona. ¿Donde está el problema?
—El problema está en que he de irme mañana.
—Sigo sin comprender qué te preocupa.
—Creo que no estoy aquí por ti, ni por la casa.
—¿Por qué entonces?
—Necesitaba un poco de aventura, salirme no sólo de mi tiempo,
sino también de mi espacio habitual, de mi vida mediocre.
—Y crees que no has logrado tu propósito.
—El problema es que sólo dispongo de esta noche para completar mi
huida, lo que incluye engañar a mi marido.
—¿No sabe él que estás aquí?
—Él continúa en el siglo 21, en su egoísmo, en su falta de entrega.
—Y tú necesitas más tiempo para poder engañarle.
—Eso sólo depende de ti.
—¿De verdad me estás proponiendo...?
—Acostarnos, sí. Que hagamos el amor esta noche.
—Te aseguro que en mis planes no figuraba esto.
—No te apetece, claro.
—Naturalmente que sí me apetece.
—Pero tendrá que ser en los sesenta.
—Entonces no le engañarás. Recuerda que en ese tiempo estabas aún
soltera, y seguramente ni le habías conocido.
—Va a ser mi primera vez —dijo ella entonces.
—¿La primera que le engañes?

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—La primera que me acueste con alguien. Aún soy virgen.
Lluis dudó un instante, antes de comprender que, al fin, ella había
decidido participar en su juego.
—A mí me ocurre lo mismo.
—Al llegar a casa, el hombre echó un buen número de mantas sobre
la alfombra de la vieja salita.
¿Habrá música en la radio? preguntó ella.
Luis accionó entonces el botón de encendido del viejo aparato de
válvulas, que, como siempre, tardó un rato en calentarse.
Una locutora de dicción perfecta estaba transmitiendo, una vez más,
un boletín de noticias en Radio Nacional de España.
«Apenas 23 días después de que el soviético Yuri Gagarin se
convirtiese en el primer hombre en el espacio, el astronauta norteamericano
Alan Shepard ha conseguido hoy emularle, alcanzando los 185 kilómetros
de altitud en su cápsula...»
Lluis giró entonces el botón izquierdo en busca de otra emisora.
«...Son en este momento las 2 horas y 15 minutos...» escucharon de
pasada en la primera de ellas, un momento antes de que, en la siguiente,
sonase la voz de Antonio Machín interpretando “Somos novios”. Ángela
miró entonces su reloj de pulsera. Marcaba exactamente las dos y cuarto.
Después abrazó a Lluis y se fundió con él en un apasionado beso.

© Rafael Saura 2011

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