Sobre la estructura fenomenológica-hermenéutica de la persona y su carácter ético
Leandro Catoggio (Conicet-UNMdP)
I)
El concepto de persona tiene una larga tradición en la historia de la filosofía. Y en
esa tradición puede distinguirse, desde el origen griego, una marca que se ha repetido desde el teatro: persona significa máscara, disfraz, el personaje que actúa en el escenario representando algo o alguien. El filósofo italiano Roberto Espósito ha contribuido ampliamente a la reconstrucción crítica del concepto (2009; 2011). La genealogía que desarrolla lo lleva a manifestarse desfavorablemente y a indicar que dicho concepto se estructura bajo la lógica de la soberanía como subordinación de la vida a cierta trascendencia (Dios o Estado) desicionista y objetivante. De hecho, bajo esta lógica el sujeto aparece dividido en sí mismo y entiende su corporalidad como mera extensión. El dualismo ontológico atribuido a Descartes desde el comienzo no es más que la expresión máxima de la lógica de la soberanía. De esta manera, la persona, anidada sobretodo desde el derecho romano, pasa a ser el denominador común de toda subjetividad y a estructurar la identidad personal como el reflejo de una subordinación y división metafísica que entiende la vida humana según parámetros ajenos a su modo de ser fáctico. En este sentido, la propuesta de Espósito pasa por construir una imagen antropológica, y al mismo tiempo política, desde la tercera persona. Esta posibilidad teórica pretende en un mismo gesto salirse de la lógica de la soberanía y pensar la vida humana según el desenvolvimiento suyo como modo de ser singular en relación con otros modos de ser. De esta forma, la tercera persona indica la posibilidad de pensar una idea de comunidad que se aleje por completo del paradigma de la inmunidad que no hace más que cerrar al individuo sobre sí mismo sin vínculo alguno que otros modos de ser singulares. Sin embargo, el proyecto de Espósito pasa por alto algo fundamental: el carácter de la responsabilidad. El pasaje de la primera a la tercera persona no resuelve sino que disuelve el problema que, en términos generales, se titula “imputación”. ¿De qué manera puede un individuo ser imputado como responsable de tal o cual acción?, ésta cuestión, a mi entender, no aparece en el proyecto de la tercera persona. Y esto no deja de ser una cuestión de importancia debido a que Espósito trata la primera persona en relación directa con el derecho y con la filosofía a un nivel ontológico. Para dar una respuesta a la pregunta mencionada me detendré en el campo fenomenológico- hermenéutico mediante dos autores: Paul Ricoeur y Henri Maldiney.
II)
Ricoeur en Sí mismo como otro propone un concepto de identidad de modo
dialéctico (1996). Dicho concepto se divide en dos polos: el polo ídem y el polo ipse, o, mismidad e ipseidad. El primero indica la sedimentación semántica a lo largo del tiempo: la historicidad que nos constituye en nuestra historia de vida. Es el carácter que nos distingue en nuestro determinado modo de ser fáctico. Es la estructura de nuestra personalidad. El segundo, en cambio, señala la posibilidad de ser, la distinción proyectual del sí que se enmarca en el ejercicio imaginativo de abrir un nuevo mundo. Por eso la ipseidad se reconoce en el acontecimiento. Ella es el evento por el cual resulta posible una transformación de los posibles constituidos, estructurales, en pos de nuevas aperturas de mundo. Ambos polos forman la identidad pero entre ellos lo que determina su construcción es lo que Ricoeur denomina identidad narrativa. Ésta es la mediación por la cual ambos polos identitarios se reconocen mutuamente y se dialectizan. La persona, entonces, es el resultado de la dialéctica entre estructura y evento. La narración, podemos decir, es el lugar donde se produce lo que podemos llamar: personalización, y también con ello, despersonalización. La persona, por ende, no se reduce a la mera sedimentación histórica del comportamiento estructural del individuo sino que esa es tan sólo una parte, un polo de su personalidad. El otro polo lo constituye la dinámica de la ipseidad. Ésta no se constituye por lo sido sino por su proyección; es decir, por su compromiso respecto a los actos asumidos en el presente y sus consecuencias futuras. La idea de compromiso o responsabilidad implica la dinámica existencial de la temporalización de la persona. Ésta no se reduce a una estabilidad preasumida sino a la temporalización de su forma existencial. La mismidad implica una permanencia en el tiempo totalmente distinta a la de la ipseidad. Aquella permanece en el tiempo bajo la idea de una identidad sustancial. No da cuenta del rol temporal de la existencia sino de la sustancialidad de un ser que se caracteriza por la presencia permanente. Es decir, una identidad que no tiene registro de los eventos que le suceden, se pretende siempre igual sin ninguna diferencia respecto a sí misma. Y éste es el verdadero ocultamiento: la identidad personal que desconoce la crisis del evento, la discordancia inmanente a la historia de una vida. La mediación de la narración lo que hace es mostrar de qué modo es posible reconocer otro modo de permanencia en el tiempo que no sea, justamente, una pretensión de sucesión lineal o de restitución de viejas figuras. Este otro modo de permanecer en el tiempo es el fenómeno de la palabra dada, la promesa. La fidelidad a la palabra dada demarca otra dimensión de la identidad en cuanto no se sostiene en la sustancialidad de la permanencia en el tiempo del carácter sino en la proyección hacia otra modalidades aún no reconocidas del sí por aquel. La mediación de la narración de modo determinante niega la sedimentación histórica de la identidad personal, el recubrimiento o enmascaramiento del sí, para oponerle la mantención del sí bajo la apertura de la palabra dada. Una cosa es la perseveración del carácter y otra la perseveración de la palabra dada, una cosa es la continuidad del carácter y otra la amistad, dice Ricoeur. En el compromiso asumido el carácter es dejado detrás y se juega la responsabilidad de la persona. La fidelidad a la palabra dada implica no sólo una cuestión ética sino también ontológica en cuanto a que está remitida a la temporalidad del sí. La narración como medio entre descripción y prescripción con el modelo de la promesa abre un intervalo en la continuidad del carácter que remite no sólo al deber frente a otro sino también la irrupción de un acontecimiento en la configuración del relato de la vida. Dice Ricoeur: “la promesa abre un intervalo de sentido que hay que llenar” (1996: 120). El acto de llenar es el acto de la responsabilidad de la promesa, de la amistad, del compromiso. La ipseidad es eso, el sentido propio de la imputación. Es allí donde la persona se personaliza, se integra en el relato y hace del relato una integración que sintetiza la concordancia con la discordancia. Pero la posibilidad misma abierta por la narración que prescribe en su compromiso no opera en el vacío semántico. Ricoeur afirma que la corporalidad es el testimonio “más pleno” de la irreductibilidad de la ipseidad a la mismidad (1996: 125). Es lo irreductible por sí que no puede inscribirse nunca absolutamente porque es lo que precede a toda inscripción. Pero esta pasividad no resulta un a priori puro sino, para utilizar un termino de Henri Maldiney, una pasibilidad (2007: 263-308). Ahora bien, comprender el cuerpo como pasibilidad no implica meramente un reconocimiento epistemológico-ontológico sino, preferentemente, ético. El cuerpo adquiere, en este sentido, el estatuto de inviolable, como indica Ricoeur. Esta inviolabilidad toma cuerpo en cuanto es sobre esta base ontológica que es capaz la imputación de ejercer su función. La integridad física de la identidad personal es la condición de la imputación. El nivel fundamental de la pasibilidad indica el contacto personal que se tiene con el mundo: es el ser-en-el-mundo propiamente dicho. La corporalidad tiene este estatuto ontológico. Es el contacto primigenio; pero dicho estatuto, es, al mismo tiempo, ético. No sólo porque mi ser-en-el-mundo tiene contacto con otras personas además de entes intramundanos sino porque en el contacto entra en juego mi corporalidad como condición de toda existencia posible. Es decir, la pasibilidad me determina en la promesa frente a otro y, al mismo tiempo, me determina en la condición ética de esa promesa respecto a la ipseidad misma como corporalidad. Pretender pensar la persona sin la pasibilidad es el peligro de la manipulación de la posibilidad en un sentido irrestricto. Determinar la facticidad como mera posibilidad, como ser-posible (Seinkönen), sin observar en esto que al Dasein le va su ser como le va su responsabilidad es tener una mirada miope. A todo ser-posible del Dasein le va su ser como imposibilidad en el sentido primigenio del contacto en tanto pasibilidad. La posibilidad está atravesada por la pasibilidad. Y esto no quiere decir otra cosa que marcar la diferencia entre lo posible y lo permitido. Éste no se reduce a aquel. No todo lo posible está permitido, ni debe permitirse. Frente al concepto de persona desarrollado por Derek Parfit Ricoeur apela a la inviolabilidad del cuerpo. Las especulaciones imaginativas que recorren los posibles de la persona no pueden obviar el anclaje corporal como condición de posibilidad de toda inscripción. El contacto con el mundo da cuenta de esto, más aún cuando la pasibilidad da muestra del descentramiento que provoca lo ajeno al solipsismo del cerebro en una cubeta. Éste no sólo no da cuenta de la responsabilidad de la promesa sino tampoco de la responsabilidad que se asume en la enfermedad. En la ipseidad la responsabilidad se asume, al mismo tiempo, en esas dos direcciones. Siempre es frente a otro y siempre es frente a mi mismo: no hay unilateralidad. Es condición de la promesa el compromiso asumido respecto al futuro pero siempre y cuando me encuentre allí como corporalidad responsable. Toda obligación se suspende en esto. Si se desconoce el primado ético ontológico de la corporalidad, entonces, se desconoce la capacidad proyectiva de la vida en cualquier tipo de ámbito. Pero la inviolabilidad de la corporalidad hay que entenderla bien; es decir, comprender la corporalidad no como mera hylética sino como modo de vida. El cuerpo nunca es un cuerpo desnudo, meramente material, sino que es un modo de vida. El cuerpo es la carne que se encarna, el cuerpo es el acto de “tomar carne”. Es ese sentido activo y, en tanto tal, no es una materialidad muerta sino una materialidad significativa. El cuerpo es el presente de la encarnación, del acto de tomar carne. Es el presente de lo pasible y lo posible en una unidad temporalizada que integra una historia, que es susceptible de narrarse. El acto de tomar carne a través del contacto forma un modo de vida en que el cuerpo en tanto presente no reviste un mero conglomerado de órganos o una reserva genética con capacidad de existencia. El cuerpo propio no sólo no es neutro, tampoco es un sistema mecánico de flujos y reflujos. En esto late una vieja distinción desde hace tiempo. Me refiero a la que establece Descartes en la sexta meditación entre meum corpus y alia corpora (2011). El primero es el cuerpo propio y el segundo indica los otros cuerpos, aquellos que, justamente, no implican el acto de la propiedad. Pero por “propiedad” no debe entenderse lo apropiado efectivo sino la distinción ontológica que da cuenta de la evidencia fenomenológica del soma en el contacto con el mundo. Lo somático es lo propio del tomar carne, de la diferencia con los otros cuerpos. El cuerpo propio es un corpus sentiens, un cuerpo sintiente. En este sentido, la inviolabilidad del cuerpo es siempre la inviolabilidad de meum corpous, del cuerpo propio de mi contacto personal con el mundo. La ipseidad no tiene como trasfondo problemático el dualismo ontológico mente-cuerpo sino el dualismo ontológico meum corpus - alia corpora. Sólo en la medida en que pueda responderse satisfactoriamente cómo es posible el cuerpo personal puede responderse por la posibilidad de la responsabilidad y la imputación. Integridad e inviolabilidad van de la mano para definir la corporalidad en tanto encarnación. El presupuesto de todo derecho está en esas dos caracterizaciones. No se puede violar, justamente, la dialéctica entre mismidad e ipseidad. Entre el cuerpo inscripto y el que prescribe. La carne es el lugar de la prescripción, la negación de la contingencia del cuerpo inscripto. La contingencia histórica de la inscripción de todo cuerpo, al mismo tiempo, es necesaria. La contingencia es necesaria en la medida en que siempre inscribe, significa, pero eso no debe llevar a pensar que dicha contingencia pueda perpetuarse. La necesidad es el evento, el suceso de la ipseidad, que se muestra en el desgarramiento de toda conciencia corporal considerada como una inscripción permanente. La ipseidad reconoce el acto de “tomar carne” como el fundamento de la imputación en tanto es allí donde se inscribe la responsabilidad, la llamada del otro y del sí mismo que retoma en continuo su responsabilidad ex-sistencial. Y dicha responsabilidad, en última instancia, no deja de ser nunca la de meum corpus, el singular irreductible que se presupone en toda pasibilidad y posibilidad. Bibliografía.
- Descartes, R. (2011). Meditaciones metafísicas. Madrid. Gredos.
- Espósito, R. (2009). Tercera persona. Bs. As. Amorrortu. - Espósito, R. (2011). El dispositivo de la persona. Bs. As. Amorrortu. - Maldiney, H. (2007). Penser l´homme et la folie. Paris. Millon. - Ricoeur, P. (1996). Sí mismo como otro. Madrid. Siglo XXI.