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Historia Argentina
Historia Argentina
El Legado Jesuita
Alejandra Varas
Candela Bustos
Eugenia Ruiz
Lucrecia Bellingeri Marquez
En 1766 reinaba Carlos III, cuarto rey Borbón, afrancesado e imbuido de las ideas
“iluministas”, que estaban de moda por entonces. Ideas que exaltaban las excelencias de la
razón humana por encima de todo dogma, veían en la ciencia un camino infalible para lograr el
“proceso indefinido” y, siguiendo el pensamiento de Voltaire, abrigaban un fuerte en-cono
contra la Iglesia Católica, a la que tildaban de “retrógrada y oscurantista”. Por otra parte, los
borbones eran centralistas y procuraban colocar bajo su control la mayor cantidad posible de
actividades políticas, sociales, culturales e, incluso, religiosas que se desarrollaban en sus
dominios. Es natural, entonces, que recelaran de los Jesuitas, ya que ellos, además de contar
en sus filas con figuras de gran relieve intelectual –adversas al modo de pensar en boga-,
poseían un apreciable poder temporal. El cual se manifestaba aquí de manera patente, en las
numerosas y florecientes reducciones que regían, habiendo conseguido triunfar en la reciente
Guerra Guaranítica, durante cuyo transcurso sus milicias se enfrentaron eficazmente a las
tropas portuguesas y españolas.
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El Legado Jesuita
En el territorio del Río de la Plata, gobernaba Buenos Aires Francisco de Paula Bucarelli, a
quien se encomienda el cumplimiento de esta ley, que importaba expulsar a los Jesuitas.
Bucarelli actúa rápidamente y se apodera de los colegios pertenecientes a la orden, remitiendo
a España los religiosos que enseñaban en esos establecimientos y que no se resistieron. Para
ocupar las reducciones, reunió en Buenos Aires a sus caciques y regidores, agasajándolos y
procurando ganar su buena disposición. Tampoco resistieron en esta oportunidad los Jesuitas
y el cuidado de aquellas notables obras suyas fue confiado a otras órdenes religiosas, que
fracasaron en la empresa. Al poco tiempo, las un día prosperas reducciones estaban sumidas
en la anarquía y fueron cayendo en el mayor de los abandonos. Hoy nos admiramos ante sus
ruinas, rescatadas de la selva que terminó por invadirlas, voraz.
misiones surgieron carpinteros, ebanistas, Ilustración del padre jesuita Florian Paucke.
herreros, pintores, escultores y plateros
que construyeron grandes templos, talla-
ron ángeles y flores en sus frentes, pare-
des, pilas bautismales y púlpitos. Muros y
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El Arte en la Historia
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El Legado Jesuita
Los treinta pueblos jesuíticos durante los siglos XVII y XVIII conformaron no solo un ámbito
territorial definido, sino también un sistema integrado en el orden económico y político-
administrativo. La extinción de aquella realidad histórica no fue absoluta. Como todo hecho
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El Arte en la Historia
histórico, dejó significativas huellas, algunas tangibles y otras intangibles. De alguna forma la
persistencia de aquellas huellas es lo que permite que hoy, en un complejo contexto multi-
nacional (Argentina, Brasil, Paraguay), factibilice la recreación de aquel ámbito de nuestra
historia. De este modo, cada conjunto jesuítico que hoy persiste en ruinas posee, además del
valor intríseco indiscutible, un valor y trascendencia que devienen de su inserción y
funcionalidad en el ámbito territorial de los treinta pueblos.
En la actual provincia argentina de Misiones se hallan once del total de treinta pueblos que
componían la Provincia Jesuítica; este conjunto de pueblos se ubica en un estrecho territorio
entre los ríos Paraná y Uruguay. Se pueden diferenciar dos grupos: el de los pueblos
paranaenses, que comprende a Candelaria, Santa Ana, Loreto, San Ignacio y Corpus; y el de los
pueblos uruguayenses, que comprende a San José, Apóstoles, Concepción, Mártires, Santa
María la Mayor y San Javier. La serranía central de Misiones, que actúa como divisoria de
aguas, separó a ambas zonas, y definió en ciertos aspectos el modo de ocupación del espacio
en ambos ámbitos. El conjunto de Santa María la Mayor es el que evidencia más vestigios en el
orden urbano y arquitectónico. Los demás conjuntos, en mayor o menor grado, se hallan muy
devastados, aunque sin perder su valor histórico y arqueológico. Algunos, como Apóstoles y
Concepción, han perdido todo resto en elevación como consecuencia de los modernos
trazados urbanos que se han impuesto sobre los jesuíticos.
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El Legado Jesuita
allí es donde se hallan los restos o vestigios más valiosos, los que registran la historia de esos
pueblos. Algo muy distinto a los muros de piedra en elevación observables en los pueblos
paranaenses, pero no menos significativos y probablemente mucho más testimonial sobre la
vida en las reducciones.
A ciento cincuenta años de su destrucción por las violentas incursiones de los portugueses y
paraguayos, sus restos se nos presentan hoy como un legado histórico-cultural; el grado de
conservación de los conjuntos es variable, pero reversible en todos los casos en que no se
instrumenten acciones tendientes a su preservación. Alguno de ellos han desaparecido ante el
arrollador crecimiento del urbanismo moderno, tal el caso de Apóstoles y Concepción de la
Sierra. Otros como el caso de San José, Candelaria, Corpus y San Javier, aún persisten míni-
mamente, merced al sentido común de conservación de algunos lugareños más que a la
intervención oficial; San Ignacio Miní, Ntra. Sra. de Loreto, Santa Ana, Santa María la Mayor y
Santos Mártires del Japón, en cambio, impactan al espíritu y al intelecto del hombre actual por
la magnitud de los restos que ofrecen.
Todos estos monumentos se asientan en Misiones y son parte ineludible de la vida de sus
habitantes trascendiendo notablemente el marco provincial, proyectándose al mundo como
"Patrimonio Cultural de la Humanidad".
De 1767 a la actualidad
Hacia 1790 los pueblos misioneros aún contenían un importante número de población
guaraní, pero arquitectónicamente ya estaban en un estado deplorable. Los muros de los
otrora magníficos templos comenzaban a ceder ante el paso del tiempo y la falta de mante-
nimiento, fenómeno que se reflejaba también en el resto de las construcciones.
Entre los años 1815 y 1818 los once pueblos fueron arrasados por las invasiones paraguayas
y portuguesas: ruinas era el producto final que quedaba de aquellos florecientes pueblos
misioneros que habían sido la admiración de los viajeros del mundo. Hubo proyectos para
repoblarlos, pero pudo más el ancestral odio hacia los Jesuitas y sus indios de Misiones. Este
prejuicio cegó toda posible valoración histórica de los monumentos. Las ruinas pasaron a ser
lugares a los que se recurría para la obtención de piedras, tejas, herrajes, etc, con el fin de
reutilizarlos en nuevos asentamientos. Así las ruinas comenzaron a ser desmanteladas y los
elementos fueron cargados en carretas o barcazas por el Paraná rumbo a los nuevos
asentamientos que se generaban.
En la década de 1890 Juan Queirel llegó a San Ignacio para realizar la mensura de la traza
urbana del nuevo pueblo y quedó atónito ante las ruinas que estaban cubiertas por el monte.
Ve lo que antes nadie antes había observado: el carácter y la trascendencia histórica del sitio,
la cultura expresada en los muros caídos y en los restos dispersos: recomienda la conservación
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El Arte en la Historia
de las ruinas, con los cual comienza una nueva etapa. Se inicia, tímidamente, a reconocer el
carácter histórico de los Conjuntos y fundamentalmente el valor arquitectónico de los mismos.
Sin embargo, la cultura liberal-positivista, anticlerical y europeizante, típica de fines del siglo
XIX y primeras décadas del siglo XX, impidió una valoración integral y genuina del contenido
cultural e histórico de las ruinas de Misiones.
La obra "El Imperio Jesuítico", escrito por Leopoldo Lugones luego de su visita a las ruinas
de Misiones es un claro ejemplo, más aún cuando dicha obra tuvo una gran influencia cultural
en las primeras décadas del presente siglo. Lugones reconoce el valor histórico de las ruinas,
pero las evaluó positivamente únicamente en el aspecto monumental -arquitectónico. Su
anticlericalismo le impidió apreciar el contenido evangelizador de los Conjuntos Jesuíticos, su
europeísmo fue un velo que le impidió valorar el arte hispano-guaraní, e ideología liberal vio
en el sistema solidario de las misiones un abyecto "comunismo". De esta manera, según la
concepción de Lugones, las ruinas podían ser valoradas y rescatadas solamente en su aspecto
arquitectónico, el contenido histórico-cultural nunca.
Los fundamentos técnicos, metodológicos y científicos del Plan han sido puestos a prueba
en la intervención realizada en el Conjunto de Nuestra Señora de Loreto. Algunos de los logros:
es el único, del total de los Once Pueblos, cuya historia conocemos minuciosamente. Es el
único Conjunto que posee un relevamiento, no solo del casco urbano, sino también de todo el
entorno jurisdiccional. Se ha puesto en valor no solamente el aspecto urbano arquitectónico,
sino también el ámbito sacro de la Reducción, denotando el valor trascendental del culto a la
Virgen de Loreto. Se ha puesto en práctica un rescate del ecosistema como parte integral del
monumento, que no tiene parangón hasta el momento, etc. Simultáneamente se realizaron
también intervenciones en los Conjuntos de Santa Ana y Santa María la Mayor.
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El Legado Jesuita
El Legado Jesuita
Tras los muros de estas estancias cordobesas se encierran siglos de la historia colonial de
nuestro país. Construidas entre los años 1616 y 1725 por los Jesuitas, surgieron para sustentar
económicamente su obra evangelizadora en la región. Los Jesuitas se establecieron en
Córdoba en 1599. En el solar asignado por el cabildo proyectaron las edificaciones que aun hoy
se mantienen. El templo, el más antiguo del país, fue construido en 1672, posee una sola nave
y el tratamiento de su bóveda la convierte en única: una sucesión de arcos de madera
conforman el costillar recubierto con tientos de cuero crudo. Impactante retablo de cedro
paraguayo.
La Compañía de Jesús había sentado sus bases en lo que hoy conocemos como la Manzana
Jesuítica en la ciudad de Córdoba. Allí se erigieron la Iglesia de la Compañía, el Colegio Máximo
y el Convictorio, donde en la actualidad funcionan la Universidad Nacional de Córdoba y el
Colegio Nacional de Monserrat. Desde hace más de 400 años, sus aulas y claustros albergan a
estudiantes venidos de distintos lugares en busca de conocimiento, que se respira en todo su
ambiente y su arquitectura. Su construcción, dirigida por los misioneros y realizada por miles
de aborígenes que aprendieron el oficio de albañiles, artistas orfebres, ebanistas y herreros,
todavía puede apreciarse intacta en las bóvedas y retablos de la Compañía y la Iglesia
Doméstica. En ellas se refleja un estilo único y singular, objeto de estudio de los expertos por la
fusión del arte nativo con el barroco europeo.
Pero para que la misión evangelizadora y educadora pensada por San Ignacio de Loyola
pudiera concretarse, necesitaban generar sus propios recursos. Fue así que entre los siglos XVII
y principios del XVIII, la orden ignaciana, para lograr el mantenimiento de la Manzana Jesuítica,
adquirió o construyó seis estancias en la región serrana: Caroya (1616), Jesús María (1618),
Santa Catalina (1622), Alta Gracia (1643), La Candelaria (1683) y San Ignacio (1725). Esta últi-
ma, ya desaparecida, estaba ubicada en la zona de Calamuchita.
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El Arte en la Historia
A diferencia de las reducciones del Paraguay y el norte argentino, cuyo propósito era la
reorganización social y educativa de los aborígenes, en las de Córdoba eran establecimientos
agro-ganaderos que contaban con puestos, corrales y potreros para ganado vacuno, lanar,
mular y caballar, huertas para hortalizas, campos para cultivo de trigo y maíz, percheles para
granos, tajamares y acequias para el riego de cultivos y el funcionamiento de molinos. Y como
pertinaces trabajadores, también se dedicaban a la carpintería, herrería, curtiembre y tejidos,
jabonería y panadería, y poseían hornos de cal y ladrillos. Asimismo, en los cascos se
levantaban, además de la ranchería del personal, la casa de residencia de los Padres y Herma-
nos estancieros y, obviamente, la capilla. Así se levantaban "algunas de las más bellas obras de
arquitectura colonial del país", como se asegura en la Guía de Arquitectura de Córdoba editada
en 1996 por las ciudades de Córdoba y Sevilla. En esa obra se explica que las estancias
responden al tipo de conjunto monástico instaurado durante siglos en Europa y luego
trasladado a América: una iglesia, cementerio contiguo, claustros para residencia de los
monjes y para talleres y vivienda de indígenas. "Las emparenta el ingenio y la capacidad de sus
autores para adaptar las soluciones europeas a las condiciones tecnológicas y ambientales
locales, de lo que han resultado obras de gran originalidad", sostienen los autores Marina
Waisman, Juana Bustamante y Gustavo Ceballos.
De todo el conjunto, sobresale el trayecto que une a la capital cordobesa con Santa
Catalina, sobre la huella del Camino Real: un sendero que transitaban los conquistadores
españoles para llevar mulas y tejidos desde Córdoba hasta las minas de Potosí (Perú). Quedó
allí una extraña y fascinante fusión de cultura y naturaleza, un perfecto encuentro que no deja
de sorprender al visitante. Todo expresa la impronta de la voluntad misionera jesuítica, que
sobrevivió a la expulsión de la Orden firmada por el rey de España Carlos III en el año 1767, y
que a fines del año 2000, la UNESCO declaró a la Manzana Jesuítica y al Camino de las
Estancias como Patrimonio de la Humanidad. "Para mayor gloria de Dios", como rezaba el
estandarte de los Jesuitas al desembarcar en estas prometedoras tierras.
El convento fue fundado en 1622 por Juan de Tejeda, en parte del solar que ocupaba
su propia casa, y construido al parecer por su hijo, el poeta Luis de Tejeda. Todo el
ímpetu decorativo se ha concentrado en la fachada de la iglesia y el portal de acceso al
convento, que se destacan ambos en la mejor tradición hispánico-árabe, sobre un
desnudo muro que da a la calle Independencia.
El portal del convento es una barroca composición de frontis curvo con sus cornisas
interrumpidas, coronado por un fantástico peinetón, que tenía su paralelo en la derruida
casa de los Allende. La Fachada de la iglesia presenta la superposición de un orden
gigante y una elaborada superficie articulada con fajas y nichos, de probable filiación
palladiana la primera, y la segunda tradición manierista romana y también
borrominniana. La espléndida espadaña, que retoma con leves variaciones estos
motivos, es única entre las iglesias urbanas cordobesas.
La capilla se compone de una pequeña nave y la sacristía, todo cubierto con bóveda
de medio punto, formando un arco que abriga la portada misma. En el altar principal se
venera a la Virgen del Rosario. El trabajo a cuchillo de la baranda del comulgatorio y
detalles de la imagen prueban la intervención de artistas indígenas en la decoración. Es
uno de los mayores exponentes de la arquitectura colonial en Córdoba por su
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Estancias Jesuíticas
Estancia de Caroya
La Estancia de Caroya es la primera estancia que organizó la Compañía de Jesús hacia el año
1616. Ubicada en el límite oeste de la localidad de Colonia Caroya, en la provincia de Córdoba,
44 km al norte de la ciudad capital (Ruta Nacional Nº 9), se enclava este enorme caserón
colonial rodeado de arboledas y vides bajo el cordón de las sierras chicas.
La Casona
Toda la residencia está organizada en torno a un amplio patio central que detenta en su
ingreso dos enormes palmeras, seguidas de un frondoso jardín en el que se respira el aroma de
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los olmos, naranjos y palmos. Junto a la capilla, el perchel, el tajamar, los restos del molino y
las acequias, además del área dedicada a la quinta, constituye un destacado ejemplo de
arquitectura residencial en el medio rural. Su estructura edilicia muestra rasgos
arquitectónicos propios de los siglos XVII, XVIII y XIX, marcados por las distintas etapas de
utilización de la casa. Por esta razón, el museo pluritemático y el centro de interpretación que
funciona en la estancia bajo la Dirección del Patrimonio Cultural de la Provincia de Córdoba,
cobran singular importancia. En las diez habitaciones que conforman el claustro, los objetos y
muebles testimonian las diversas épocas. Arcones de madera, sillones fraileros, pinturas
cuzqueñas y la talla de madera policromada de San Ramón Nonato fueron fieles testigos de los
días de descanso que pasaban los alumnos del Monserrat.
La capilla, que data del siglo XVII, con sus paredes de piedra y sólo una imagen en el altar de
la Virgen de Monserrat, invitan al recogimiento. Los amantes de las armas pueden recorrer los
salones y la galería donde se exhiben ejemplares de guerra como carabinas Remington 1879 y
Charleville 1850, tercerola Smith 1857, además de sables y espadas de la época revolucionaria.
El paso de los friulanos por la casa quedó reflejado en sus juegos de dormitorios, baúles de
viaje, ruecas para hilar y otros artefactos domésticos. También un enorme tonel con prensa
para las uvas, fiel expresión de los frutos de Caroya, donde todavía los descendientes de esos
inmigrantes producen el famoso vino frambua.
Tras años de historia, Caroya resguarda en sus silenciosos y apacibles rincones el espíritu de
las estancias jesuíticas.
En 1620, rebautizada
con su actual nombre cris-
tiano, este segundo em-
prendimiento productivo
de la Compañía de Jesús
concentraba a los aborí-
genes que eran asala-
riados y a cerca de tres-
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El Arte en la Historia
cientos esclavos, comprados en el puerto de Buenos Aires, que llevaban la mayor carga de
trabajo. Como era de esperar, en la finca no sólo se hablaba el latín, el español y el italiano,
sino también las lenguas aborígenes y africanas. Mitad monasterio y mitad factoría, los
ranchos destinados a los indios y a los esclavos, fueron cambiando por las construcciones de
ladrillo, piedra y teja, características de la Orden. El patio central cerrado en dos costados por
un claustro de dos niveles, las amplias galerías, los arcos de medio punto, cierran el estilo
propio de la Compañía. La iglesia, de fachada sobria y nave única abovedada, muestra en su
interior una importante cúpula central ornamentada con relieves que denotan las manos de
los artistas aborígenes. Junto a la sacristía, la elegante espadaña de piedra completa la arqui-
tectura de la finca.
Luego de la expulsión de la Orden, la Estancia de Jesús María pasó a manos privadas hasta
que en 1941 fue adquirida por el gobierno nacional y declarada Monumento Histórico. A partir
de 1946, funciona como Museo Jesuítico Nacional, recreando las condiciones originales del
emprendimiento.
En la planta baja de la estancia, lugar donde se elaboraba el famoso vino, hoy se encuentra
una profusa colección de piezas arqueológicas de la zona. Un recorrido por las salas muestra
imágenes religiosas, crucifijos, litografías, monedas y medallas, hasta llegar al tesoro jesuítico
de Jesús María: la Inmaculada de madera, el Cristo de la Paciencia, los querubines legados por
los guaraníes y otras tallas de impactante contextura americana.
Pero más allá del gran emprendimiento productivo, Santa Catalina es conocida por su
iglesia, ejemplo del barroco colonial en Argentina, visiblemente influenciado por la
arquitectura centroeuropea del mismo estilo.
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Más de un siglo después de adquirir la estancia en 1754, los misioneros Jesuitas terminaron
de erigir la iglesia. Su imponente fachada, flanqueada por dos torres y un portal en curva, es de
líneas y ornatos gráciles, con pilastras y frontones curvos. En su interior fascina la armonía de
las proporciones: una sola nave en cruz latina que culmina en la cúpula circular con ventanas
en la bóveda, el gran retablo del altar mayor tallado en madera y dorado, en el que se destaca
un lienzo representativo de la santa patrona de la estancia, una imagen de vestir del Señor de
la Humildad y la Paciencia y la talla policromada de un Cristo crucificado.
A la monumental iglesia se le fueron sumando las demás construcciones del predio al estilo
del Medioevo, claustros cercando patios, galerías con bóvedas de cañón, talleres, caballerizas,
depósitos, huertas y rancherías.
Luego de la expulsión de la Orden, Don Francisco Antonio Díaz adquirió la estancia Santa
Catalina en una subasta promovida por la Junta de Temporalidades, permaneciendo en manos
de cuatro ramas de familiares descendientes hasta la actualidad. Si bien en 1941 fue declarada
Museo Histórico Nacional, para internarse en los solariegos patios y recorrer la estancia hay
que pedir permiso, ya que cerca de 60 habitaciones son ocupadas por sus dueños. En lo que
antes era la ranchería de indígenas y esclavos, hoy se erige una pulpería campestre, donde se
puede comer rodeado de artesanías y antigüedades.
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El Arte en la Historia
Estancia de La Candelaria
El grabado en la puerta de la habitación del Padre encargado de la estancia reza: "1683". Es
el año en el que finalmente se consolidó la Estancia de la Candelaria en manos Jesuitas. Llegó a
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La iglesia, con sus muros rocosos y sus líneas austeras, sobresale por su espadaña barroca
que acuna tres campanas. Permanece casi intacta, blanca de cal, excepto en el altar donde se
destacan sus colores pasteles y ornamentos simples, con algunas imágenes y una talla en
madera de la Virgen de la Candelaria. Al lado de su entrada, un pequeño recinto con un orificio
permitía mantener la guardia frente a los malones, incluso durante el oficio religioso.
El patio principal en ruinas y la ranchería de los esclavos, construida por simple apilamiento
de piedras con techo de paja, aún resisten el avance de la maleza. Completan el complejo los
corrales, el resto del tajamar, molinos y acequias. Sobre este paisaje de pampa de altura en el
macizo serrano, la Estancia de La Candelaria conserva rasgos de sus tiempos originarios, del
proyecto evangelizador de sus mentores en la desolación de sus tierras. Todo sumido en una
profunda y cautivante soledad.
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El Arte en la Historia
La Manzana Jesuítica
El 20 de marzo de 1599, las autoridades del Cabildo le donaron a la Orden Jesuita la
manzana destinada originalmente a las monjas, para levantar allí su casa. Años antes, en los
mismos terrenos, los franciscanos habían erigido, con el esfuerzo de todos los pobladores, una
ermita. Por entonces, y según algunos relatos de la época, Córdoba albergaba a unos
trescientos vecinos y alrededor de diez mil indígenas. Así, el padre Rector Juan Romero tomó
posesión de la actual Manzana Jesuítica, situada entre las calles Obispo Trejo, Duarte y Quirós,
Caseros y la avenida Vélez Sarsfield, en la que se emplazaba sólo la ermita que figuraba en la
escritura de donación.
A partir de allí, los Jesuitas iniciaron una rápida y prolífica labor, estableciendo en el lugar la
Iglesia de la Compañía (junto a la Capilla Doméstica), el Colegio Monserrat y la Universidad
(con su Museo y Biblioteca Jesuítica).
En 1606, sólo siete años más tarde de la adjudicación, ya se habían levantado los cuartos
para la vivienda y una nueva capilla para reemplazar a la ermita. La Capilla Doméstica era un
exquisito santuario que abarcaba el actual hall de ingreso de la Iglesia y cuya construcción
finalizó aparentemente en el año 1668, siendo el templo más antiguo de la Argentina,
considerado un ejemplar único de la arquitectura colonial.
La austeridad de la fachada contrasta con la rica ornamentación del interior del templo, que
está construido en forma de cruz latina, con una capilla a cada lado (antiguamente la de
Naturales al norte y la de españoles al sur, destinadas a diferentes escalas sociales).
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El Arte en la Historia
frontal de plata emplazado en la Iglesia de Santo Domingo y el tabernáculo que pasó primero a
la Catedral y luego a la Iglesia de Tulumba.
Colegio Monserrat
Por la segunda mitad del siglo XVII, la Universidad de los hijos de Loyola difundía su
prestigio en todo el continente americano. Sin embargo, no contaban todavía con un
Seminario o Colegio Convictorio y la importante afluencia de jóvenes que llegaban a Córdoba
para estudiar, motivó su creación.
Los días en el Convictorio no se parecían a los de un colegio actual. Los primeros alumnos
del Monserrat eran internados en él, llevando una vida de tipo conventual, con actividades y
horarios rígidos, saliendo hasta las aulas de la Universidad para escuchar sus lecciones y
pasando sus vacaciones en la Estancia de Caroya. Y, como al Monserrat y a su fundador Duarte
y Quiróz les habían otorgado las armas del monarca, los alumnos fueron conocidos por
reyunos o colegiales del rey. Prontamente sus instalaciones se vieron desbordadas por la gran
afluencia de estudiantes y a comienzos del siglo XVIII se realizaron ampliaciones sobre la
construcción original, la cual se llevó a un total de tres patios rodeados de habitaciones.
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En el sótano del Colegio Monserrat, actual Museo Obispo Fray José Antonio de San Alberto,
funcionó la segunda imprenta del territorio del Río de la Plata (la primera estaba en las
misiones guaraníes). Esta imprenta constituyó un verdadero hito en la historia del Colegio y de
los Jesuitas en Córdoba que, sin embargo, tuvo muy corta vida porque desde sus primeras
publicaciones, realizadas en 1766, hasta las últimas transcurrió sólo un año, hasta que la
expulsión de la Orden obligó a cerrarla.
Universidad
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Nacía en el año 1610 el Colegio Máximo, donde se impartían inicialmente las cátedras de
Teología (Moral), Latín (Humanidades) y una tercera referida a Artes (Filosofía). En 1613, el
Consejo de Indias y el Rey Felipe III aprobaron la facultad de otorgar grados académicos a la
Compañía de Jesús en América y Filipinas. Surgía así la Universidad Jesuítica de Córdoba, cuyos
primeros grados fueron entregados en la desaparecida ciudad de Talavera de Esteco, en 1623.
Durante varias décadas los Jesuitas enfrentaron el desafío de llevar adelante el Colegio
Máximo con escasez de recursos y la continua llegada de jóvenes dispuestos a estudiar. El
desarrollo de los emprendimientos rurales, las estancias jesuíticas, se destinaba a mantener
todas las actividades de la manzana.
Entre 1735 y 1742 se realizaron nuevas obras de ampliación del Colegio Máximo,
consistentes en dos plantas que poseían como elemento distintivo las bóvedas construidas por
el arquitecto Giovanni A. Bianchi. Tras la expulsión en 1767, la Universidad corrió igual suerte
que el Colegio Monserrat, quedando bajo la dirección de los franciscanos, que también se
dedicaban a la educación pero sin la capacidad de otorgar grados académicos. Iniciado el siglo
XIX, la Universidad pasó primero al gobierno provincial y después a manos de la Nación. En la
etapa del gobierno de Urquiza, el ministro Santiago Derqui estableció un régimen de becas
nacionales para que cada provincia enviara a cinco jóvenes a estudiar a Córdoba.
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LA CATEDRAL METROPOLITANA
Nuestra Señora de la Asunción
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Merguete abandona las obras hacia 1707.Con la llegada del gobernador don Esteban de
Urizar y Arespacochaga y del obispo doctor don Alonso del Pozo y Silva cobraron nuevo
impulso los trabajos, pero los deficientes materiales utilizados, y la poca inteligencia de los
albañiles fueron causa de que el 4 de agosto de 1723 fallaran los pilares, cayéndose gran parte
de las obras., que ya tenía bóveda en la nave central y en los laterales. Fue necesario levantar
de nuevo machones y bóvedas con valiente fortaleza, “… que aún le ha quitado mucha parte
de su hermosura…”, afirmaba el obispo Gutiérrez y Zeballos. En 1729 se termina la
reconstrucción con gran refuerzo de los pilares del crucero (hecho que es visible en el templo
actual) y con estrechamiento de los arcos que separan la nave principal de las laterales.
Entre 1729 y 1739 interviene en las obras el arquitecto jesuita Andrés Blanqui (Bianchi),
quien realiza las bóvedas y el pórtico. En 1748 se terminan las bóvedas del crucero y
presbiterio y los cuatro arcos de sustento de la cúpula, obra del franciscano fray Vicente
Muñoz, natural de Sevilla.
En 1761 se inicia la construcción de la torre sur y en 1770 se constata que ambas torres
están perfectamente acabadas, faltando revoques exteriores y detalles de ornamentación. A la
fachada que se compone de tres arcos vistosos con su pórtico, les faltaba el revoque; en el
interior, sus arcos, pilares y colaterales, se encontraban revocadas y blanqueadas.
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El Arte en la Historia
cerrando así el azaroso proceso de caso dos siglos que fueron necesarios para terminar la
Catedral.
En la segunda década del siglo XX, se hicieron las pinturas y se decoró el interior del
edificio. Son murales sobre bocetos del catamarqueño Emilio Caraffa, que contó con la
colaboración de Manuel Cardeñosa, Carlos Camilloni, José Ferri, Augusto Orlandi, Arístides
Rossi y el escultor José Nardi. Caraffa ejecutó el panel "La Iglesia triunfante" (en la nave
central) y los evangelistas Juan y Mateo ubicadas en las pechinas de la cúpula, José Ferri pintó
el "Gloria in Excelsis deo" (circunferencia de la cúpula), "visión del Santísimo Sacramento"
(bóveda del altar mayor); Augusto Orlandi colaboró en "La Asunción de la Virgen" (bóveda del
crucero izquierdo), los Profetas de la cúpula, los medallones y los evangelistas Lucas y Marcos;
Cardeñosa pintó "el traslado de San José a los cielos" (bóveda crucero de la derecha) y a
Camilloni le tocó la ejecución de los difíciles celajes de áureos reflejos de la cúpula central, los
seis cupulines de las naves laterales y la decoración de todo el templo.
La Catedral de Córdoba es Monumento Histórico Nacional, por decreto Nº 90.372 del año
1941. Luis Roberto Altamira la definió como “flor de piedra en el corazón de la Patria”.
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El Legado Jesuita
La catedral de Córdoba presenta una estructura en forma de cruz latina procurando afectar
lo menos posible a la fábrica musulmana. El conjunto total de la catedral argentina de Córdoba
es una excelente síntesis de elementos con orígenes renacentistas aunados con los del barroco
colonial español, el neoclasicismo e incluso detalles mudéjares.
Estilo
En su frente, no hay unidad de estilo,
por haber intervenido distintos alarifes,
pero debemos admitir que es un magnífico
y grandioso monumento, único en nuestro
país.
Las dos torres, concluidas en 1770, atribuidas a José Rodríguez. En una de las esquinas de
las torres llama la atención un angelito en color ocre. Tiene una trompeta y alas, pero está
ataviado con un vestido de plumas y en su rostro se evidencian rasgos aborígenes. En total,
hay ocho angelitos músicos en las dos torres de estilo barroco colonial. Si bien esas figuras
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El Arte en la Historia
constituyen una huella del trabajo de los nativos en los templos, no es la única. Entre ellas está
emplazado el “Cristo Redentor”, traído de Francia y colocado en 1901.
El cimborrio es obra de fray Vicente Muñoz o.f.m., natural de Sevilla (España), iniciado en
1754 y terminado cuatro años después. Es barroco y todo un símbolo de la Córdoba cristiana y
católica. Su composición es muy rica. Termina en la linterna, con un capulín bulboso y sobre el
mismo, una aureola radiante que encierra un cáliz, todo coronado por la Cruz.
Sobre las falsas ventanas frontales, las “veneradas”, símbolo de los peregrinos, algo rústicas
y tal vez indígenas. Detrás del frontón del pórtico, aparece el piñón de la nave, con su
magnífica arquería calada.
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El Legado Jesuita
El atrio y el pórtico
Antiguamente el atrio estaba cerrado por pilares y rejas, que después se sacaron. En 1878
se colocaron las tres puertas forjadas por el artesano Fidel Massa en su herrería del “Caballo”.
En la principal, los apóstoles San Pedro y San Pablo y arriba la expresada fecha. En las laterales,
en lo alto, se lee “María” y “José”, respectivamente.
Bajo el pórtico, la urna con las cenizas del Deán de la Catedral Dr. Gregorio Funes, antiguo
Rector del Colegio Convictorio de Nuestra Señora de Monserrat y de la Universidad Mayor de
San Carlos; patriota de destacada actuación política. En otro monumento, obra de De la
Cárcova, el cuerpo embalsamado del Gral. José María Paz y los restos de su esposa Margarita.
Paz participó en las guerras de la Independencia y con el Brasil. También en nuestras
contiendas civiles. En 1954 la Catedral fue restaurada exteriormente al demolerse las
construcciones que ocultaban sus muros sud y oeste, pero quedó sin remodelarse en la parte
norte, donde una edificación sin valor, que lleva el Nº 64 de calle Independencia, frente a la
Plaza San Martín, desentona y afea el contorno catedralicio. Las topadoras municipales
respetaron esos ladrillos, por pedido del Sr. Arzobispo Mons. Dr. Fermín E. Laffitte, pues en ella
funcionaban oficinas parroquiales.
La decoración interior, de estilo barroco europeo, fue estrenada en 1914, varios siglos
después de haberse terminado la construcción. Estuvo a cargo del pintor catamarqueño Emilio
Caraffa, director de la Academia de Bellas Artes de Córdoba quien entre sus principales
colaboradores contó con otros talentosos plásticos como Carlos Camilloni y Manuel
Cardeñosa. La pintura más importante que se visualiza en la bóveda es “El triunfo de la iglesia”
o “La Iglesia triunfante”, lienzo realizado por Caraffa y en el que se puede ver al autor
autorretratado junto a su esposa, en el extremo inferior derecho de la escena.
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Cúpula
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madrileñiza de San Francisco el Grande. En Córdoba, Honorio Mossi había efectuado –antes de
la obra de Caraffa en la Capital- la decoración del camarín de la Virgen del Milagro en la iglesia
de Santo Domingo y el enorme fresco que representa La muerte de Santo Domingo terminado
en 1905, siguiendo una concepción similar.
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