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Hoy cumplo un año más de vida. En ese sentido, Dios ha sido muy generoso conmigo.
De hecho se comunica cotidianamente a través de mi esposa y mis hijos, a quienes
amo y adoro, y de aquellos que ha puesto en mi camino. En ocasiones salgo de casa
para observar el firmamento y siempre, como por arte de magia, invaden mi mente las
palabras de David el salmista: “Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las
estrellas que tú formaste, digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y
el hijo del hombre, para que lo visites?”.
Y es que él, no en una sino en muchas ocasiones me ha visitado, sea en los momentos
de prueba o en aquellos en los que me recuerda que tengo que compartir mis vivencias
espirituales con el prójimo, para que se acerquen y confíen en su inmenso amor y
misericordia. En incontables veces le he fallado, pero él me ha instruido en su carrera y
retomo, como el hijo pródigo, el camino de su benevolencia.
Por eso digo que ha sido muy generoso conmigo. Es cierto que me trajo al mundo y me
depositó en un espacio saturado de necesidades, donde caminé descalzo por los
senderos candentes llenos de salitre o con huaraches de tres puntadas; pero forjó
saludablemente mi temperamento y mi carácter. Me dio un lugar en un pueblo rural y
después en un internado para niños de escasos recursos para que aprendiera las
primeras letras; después me abrió las puertas del normalismo rural para que acreditara
la educación media e incursionara en el magisterio, luego de sortear una infinidad de
obstáculos; me ofreció una oficina de redacción e incursioné en el ejercicio profesional
del periodismo impreso, televisivo y en la radio; me recibió con una amplia sonrisa en
la Maestría y en el Doctorado, y me llamó también a su confesionario para pedirme que
no me olvidara de pregonar su nombre.
¿Cómo no voy a estar agradecido con Dios, si me ha coronado de gloria y honra?
Ante esa realidad, agradezco y sonrío, cuando releo las anécdotas de Alfredo Ayón que
ha dejado impresas para el hoy y la posteridad en “Bellotas y birotes” (un libro que no
he tenido la oportunidad de leer y en el cual nos recuerda los frijoles en agua y sal que
no faltaban en la mesa), o de Rubén Rocha Moya, hoy por hoy senador de la república,
quien no niega la influencia que tuvo el normalismo rural en su formación (fue estudiante
de “El Quinto”, en Etchojoa) y que plasma en “Tomate Amargo” y en “Tultita: cinco años
de lucha popular en Guamuchil”.
Los frijoles caldudos eran el platillo principal en el internado Coronel J. Cruz Gálvez y
en “El Quinto”, en Etchojoa.
Por eso me llegan al alma Abraham Montijo Monge y sus cuentos en “Con el morral a
cuestas: bocados y retazos de mi tierra” y su célebre narración titulada “Frijolitos”:
“Aquellos años de adolescencia y juventud fueron duros por la “abundancia de
escasez”. La dieta alimenticia –relata- obligó a mamá Esthela, a confeccionar la receta
culinaria familiar especial, que nos ofrecía solícita y acongojada:
“Frijolitos por la mañana; frijoles de la olla con tomate, orégano y cebolla picadita a
mediodía y frijolitos fritos al oscurecer”. Lo mismo hacía mi madre.
Completaban el menú cotidiano, las gruesas y «saruquis tortillas de maíz» que salían
hinchaditas del comal. Feriados eran los días de platillos especiales de carnes blancas
o rojas. Era un regocijo saborear en un cumpleaños, como el que celebro hoy, una sopa
de arroz con pollo. Sucedía esto –narra el profesor Montijo Monge- cuando
sentenciaban a un emplumado por encimoso y desastroso. Al final venía el postre a
base de bichicoris empanochados, o un buen troncho de panocha con cacahuate,
pasada en el horno construido generalmente con adobes y ladrillos.
También me hacen recordar que estoy aquí y ahora los cuentos y relatos de Bernardo
Elenes Habas o la narrativa exquisita de “La cohetera mi barrio” de Agustín Zamora y
el “Yo pues” de Bartolomé Delgado.
¿Cómo no voy a estar agradecido con Dios, si estoy confesando que he vivido, al estilo
de Neruda, y que “Las golosinas” de Andrade, las degusto plenamente?
Muchas gracias a todos por el privilegio de conocerlos y departir con cada uno de
ustedes estos instantes, aunque parezcan un suspiro.