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Acerca de la televisión

Divertirse hasta morir


Carlos Mígueles

De todos es conocida la expresión "morirse de risa". No hace falta tomarse este dicho al pie de
la letra para comprender que existe una muerte más sutil que la física. "El terrible reposo que
es también el de la muerte social", como dice Bourdieu, y al que parece abocarnos los
programas de nuestra televisión.

Lo vulgar se ha adueñado de nuestros televisores. Todo se ha transformado en puro


entretenimiento. El espectáculo se ha adueñado de las pantallas y, lo que es aún peor, lo soez
y vulgar tiñen los horarios de máxima audiencia con atentados al buen gusto.

El famoso analista de los medios de comunicación Neil Postman defiende en su libro “Divertirse
hasta morir” que el problema de la televisión no es que proporcione materias y temas de
entretenimiento, sino que trata todos los temas como entretenimiento. Se ha banalizado el
contenido de la televisión y eso ha deformado nuestra concepción de la realidad. Ver a una
pareja golpearse o a una persona masturbarse en directo han pasado a formar parte del
espectáculo y, por lo tanto, de nuestro divertimento. El espacio de lo público se amplía en
perjuicio de la intimidad. “Lo público se ha adaptado a la incoherencia y se ha divertido hasta la
indiferencia”.

Bajo esa capa de pasividad se transmiten los valores de la Nueva Economía: el éxito a corto
plazo, los valores desechables, las mentiras, el lenguaje pervertido por los intereses, lo libertino
y sexual sobre la libertad y el erotismo. Adquirimos esta manera de ser entre risas, porque
mientras te diviertes no piensas, así que eres más vulnerable a la propaganda. Huxley vence a
Orwell.

Ha triunfado el kitsch, y lo evidente. El todo vale con tal de alcanzar la máxima audiencia. La
audiencia es el norte, la calidad es sacrificada en el camino, arrollada por las leyes del corto
plazo y la rentabilidad que dominan la estrategia televisiva. Una carrera del absurdo, en la que
los corredores compiten para ver quien llega más lejos en las prácticas obscenas y de mal
gusto. La era de la disertación dio paso a la del espectáculo, hoy asistimos a la era de la
basura enlatada en la pantalla del televisor.

Este fenómeno no tiene denominación de origen. Si bien nació en los EE UU, se ha extendido
por el mundo a gran velocidad. En Inglaterra, el concurso de moda consiste en un grupo de
obesos que compiten para ver quien adelgaza más rápido. Programas como Gran Hermano
(extendido por todo el atlas) han inundado nuestras casas con escenas de la peor calaña. La
televisión pública en España se ha unido a la descarnada lucha por la audiencia y ha olvidado
sus premisas éticas y de calidad. En Sudamérica, programas como “Ana” (en Colombia) hacen
las delicias de los televidentes con las miserias de parejas rotas que se golpean hasta hartarse.

En China, Cui Yongyuan, productor y conductor de Al grano, el programa más popular de la


nación, admite que incurrió en prácticas “vulgares” para agradar a la población.

Sin embargo, lo popular no puede identificarse con lo vulgar. Lo popular hace referencia al
mínimo común denominador entre las personas, al bien común que comparte la comunidad.
¿Es ese comportamiento burdo de la televisión lo que nos une a los seres humanos?

Algunos defenderán que representa al animal que todos llevamos dentro, ese que defeca,
fornica, vomita y se violenta. Yo me pregunto si no es acaso nuestra inteligencia y la capacidad
de comunicarnos aquello que realmente nos une y diferencia del resto de seres. Si es así, no
tiene sentido que la televisión atente contra nuestra inteligencia.

El argumento de que la televisión ofrece al público lo que pide debería desaparecer del
diccionario de los productores. Es falso que la basura televisiva venda de por sí. La prueba
está en que, cada vez que se emite un programa de calidad, este programa triunfa. El público
sabe reconocer el trabajo bien hecho.

Los medios han olvidado su responsabilidad originaria, su razón de ser social. Se trata de una
nueva demostración del poder por encima del deber. Ya que puedo, lo hago. Nadie pone los
límites. Lo escatológico se impone al deber de ofrecer un producto de calidad. La libertad de
expresión no consiste en decir lo que uno quiera y como quiera. Existen unas reglas éticas y
una educación que marca el buen gusto y el respeto al espectador como persona sensible.

Como público sólo podemos hacer una cosa, dejar de ser espectadores para recuperar nuestra
dimensión de actores y de protagonistas en nuestra capacidad de decisión. Divertirse sin dejar
de vivir.

http://www.mimediohermano.blogspot.com/

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