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La calle y la oficina: dos fuentes de identidad

Richard Sennett

En: GIDDENS, Anthony y HUTTON, Will (eds.), En el límite. La vida en el


capitalismo global. Barcelona, Tusquets, 2000, pp. 247-267.

Identidades y relatos
«¿Mi qué, joven?», replicó una vieja dama de Boston cuando le pedí que
definiera su identidad, a bocajarro, mientras tomábamos té en el Somerset
Club. Yo era todavía tan joven e inexperto, como hombre y como
investigador, que creía que la emboscada frontal era la mejor forma de
extraer información de la gente. Esto ocurría en 1966, y el sociólogo David
Riesman acababa de asignarme mi primera labor de investigación, interrogar
a miembros de la clase alta de Boston sobre su identidad en la ciudad.

Mi informadora tenía una clara imagen de sí misma y de otras


bostonianas aristocráticas, e imágenes igualmente claras de la gente que
estaba por debajo de ella en la escala social. Son lo que en latín se llamaba
personae, es decir, representaciones de nosotros mismos y de los demás que
nos identifican de forma instantánea; en el caso de aquella dama, su propio
personaje constituía una máscara que ella llevaba sin vacilaciones. Una
identidad implica el relato de una vida, más que una imagen fija de nosotros
mismos —le expliqué amablemente, citando a Erikson y Freud—, y el
reconocimiento de que las vidas ajenas interfieren en nuestra propia
identidad. Ella, también muy amable, no se lo tragó: «Cada uno lo ve a su
manera, querido». Tampoco triunfé mucho con un alto cargo de un banco en
la Harvard Society of Fellows, que declaró: «Sé perfectamente lo que quiere
decir con "relato" ». Me mostró pacientemente la genealogía de su familia,
con la insinuación, a medida que nos acercábamos al presente, de que
algunos parientes vivos a los que se refería eran personas que yo tenía que
haber conocido. En realidad, yo me había criado en unas viviendas de
protección oficial de Chicago, pero le había caído bien.

La cultura moderna está llena de frases sobre la identidad,


especialmente sobre identidades marginales, subalternas, transgresoras u
oprimidas, pero a lo que se refieren, en realidad, es a las personae, a esas
imágenes y máscaras, o a burdas historias de «cómo descubrí la persona que
soy en realidad». Toda esta palabrería sobre la identidad no sirve demasiado
para comprender la vida personal en la economía global de hoy, porque una
realidad de mercado externa y en constante transformación perturba las
imágenes establecidas del yo. El nuevo capitalismo, por ejemplo, ha
cambiado radicalmente la experiencia personal del trabajo. Las empresas
pasan de ser burocracias piramidales densas, a menudo rígidas, a ser redes
más flexibles en un estado constante de revisión interna. En el capitalismo
flexible, la gente trabaja en tareas a corto plazo, y cambia de empresa con
frecuencia; el empleo para toda la vida en una misma compañía es una cosa
del pasado. Como consecuencia, las personas no pueden identificarse con un
trabajo concreto o un empresario determinado. Están frustrados, según he
descubierto, mientras escriben un relato ininterrumpido de su vida basado en
sus esfuerzos.

El nuevo capitalismo también ha trastornado las identidades basadas en


el lugar, esa sensación de «hogar», de pertenecer a un sitio concreto en el
mundo. La perturbación se produce, sobre todo, en los lugares en los que se
lleva a cabo el nuevo tipo de trabajo, ciudades que son, cada vez más, el
hogar de la elite mundial y los inmigrantes más pobres. Un banquero de
inversiones en Nueva York se identifica mucho más con sus colegas de
Londres y Frankfurt que con otros neoyorquinos, el encargado que limpia su
despacho, seguramente, tiene a su madre en Panamá y un hermano en
Buenos Aires. ¿A dónde pertenece esa gente, donde está su hogar? Como
Ulises, necesitan alguna orientación para su viaje vital. En cuestión de
traumas, la globalización no está a la altura de la guerra; hasta ahora, no
parece que nadie esté dispuesto a morir por ella. Pero cualquier gran cambio
es perturbador. Algunos analistas opinan que la gente intenta protegerse
reafirmando valores culturales aparentemente estables contra la indiferencia
camaleónica de la economía: se produce el conflicto entre un hogar idealizado
y las realidades laborales, el lugar contra el trabajo. El sociólogo Manuel
Castells describe ese conflicto de esta forma: «Es una identidad defensiva,
una identidad de retirada ante lo desconocido frente a la imposibilidad de
predecir lo desconocido y lo incontrolable». Las personas se encuentran
indefensas, de pronto, frente a un torbellino mundial, y se aferran a sí
mismas: cualquier cosa que tuvieran, cualquier cosa que lucran, se convierte
en su identidad. El conserje sueña con su granja abandonada en Panamá, el
banquero, tal vez, con Yorkshire, donde la gente parecía tener más raíces.
Creo que la experiencia real es, más bien, la contraria. Las complejidades de
la globalización son más fáciles de digerir en la ciudad que en el trabajo.
Aunque las ciudades modernas sean cada vez más cosmopolitas, la gente
sigue buscando una versión de su «hogar» en el trabajo.

La importancia de los contornos


Como normalmente pensamos en imágenes, sería una ingenuidad
prescindir por completo de las imágenes para comprender la identidad. La
identidad, como historia en evolución, procede precisamente del conflicto
entre cómo nos ven los demás y cómo nos vemos nosotros mismos. Las dos
imágenes no suelen coincidir, y a las personas no suele importarles que no
coincidan, porque están cómodas consigo mismas, como las viejas damas de
Boston. Por el contrario, la gente tiende a concentrarse en lo que podrían
llamarse los contornos de la identidad, en la forma en que podrían encajar
esas dos imágenes como las piezas de un rompecabezas.

Imaginemos, por ejemplo, a una mujer pobre de Boston que declara:


«Soy una madre negra y lesbiana». Aquí, «madre lesbiana» podría ser un
factor más importante de su identidad que «madre negra»; se concentraría
más en los dos aspectos de su experiencia que, de acuerdo con criterios
convencionales, no podrían encajar a la perfección. Intentaría justificarse. La
justificación es una de las cosas que la gente intenta llevar a cabo al construir
la narración de su vida.

En la vida real, las personas no tienen el control de los acontecimientos


y de otros personajes que posee un novelista. Por consiguiente, necesita
rehacer la narración de su vida sin cesar a lo largo de su experiencia; tenemos
que estar constantemente justificándonos. Pero la capacidad de rehacer la
historia de nuestra vida no nos sumerge, ni mucho menos, en un abismo
subjetivo, sino que es una señal de fuerza respecto al mundo exterior.

Del mismo modo, una identidad débil significa aferrarse a una imagen
rígida del yo, la incapacidad de revisarla cuando las circunstancias lo
requieren. Muy a su pesar, incluso mis señoras de Boston tenían que hacerlo:
los inmigrantes judíos e irlandeses que habían ascendido en la escala social se
incorporaban a sus clubes, se casaban con sus hijos y se quedaban con sus
trabajos; lo cierto es que los WASP reelaboraban constantemente el
significado que tenían estas perturbaciones para ellos; tenían que encajar
todas las piezas del rompecabezas. ¿Cómo narrar lo que ocurre en los
contornos, cuando estamos intentando encajar piezas que no coinciden? Ése
es el reto de autores modernos de ficción desde Joyce hasta Salman Rushdie,
que han ensamblado historias a partir de hechos que no tendían a avanzar y
personajes que no tenían ninguna relación lógica entre sí. Me sorprendió
encontrar algo similar entre trabajadores manuales y entre los jóvenes de las
clases altas a los que empecé a entrevistar en Boston hace cuarenta años.
Manifestaban lo que podría considerarse una capacidad para «cruzar
referencias» entre experiencias muy dispares.

Un abogado principiante, por ejemplo, describía a los personajes


principales de su aristocrática y tradicional firma de Boston; estaba orgulloso
del linaje familiar de sus jefes pero, al mismo tiempo, describía con detalle su
incompetencia profesional. Me encontré con miembros de la clase obrera de
Boston que mostraban incongruencias semejantes en sus propias familias,
que presumían sobre los triunfos de los hijos a los que habían enviado a la
universidad a base de sacrificar sus pequeños ahorros, mientras lamentaban
que esos jovencitos con ínfulas, muchas veces, acabaran avergonzándose de
sus origines familiares; el sacrificio y la traición eran inseparables en sus
narraciones. Tales referencias son como examinar el índice de un libro y, bajo
la palabra «memoria», encontrar la acotación «véase incompetencia», o,
bajo «sacrificio», «véase eclipse». Al hacer referencias de este tipo, la gente
intenta fundir experiencias discordantes.

Desde el punto de vista psicológico, un aspecto importante —aunque


inesperado— de las referencias es que pueden fortalecer el sentido de
identidad de una persona. En las entrevistas en las que las referencias se
vuelven importantes, al principio, el sujeto suele empezar por mantener
categóricamente aparte a las personas o los hechos dispares; a medida que
transcurre la sesión, y el sujeto se va involucrando, va acercándolos cada vez
más. Este acto de compresión crea el «contorno», en el sentido que le estoy
dando a esa palabra, e imparte peso y densidad a la narración de su vida. Un
conserje que siente orgullo e indignación de clase respecto a su hijo tiene una
identidad de una densidad determinada; lo mismo que un joven abogado que
siente afecto y solidaridad por unos jefes a los que, desde el punto de vista
profesional, no respeta. Estas transacciones tienen una consecuencia simple
pero importante. Durante los últimos cincuenta años, los estudios
psicológicos del fenómeno de la «discrepancia cognitiva» han documentado
diversas formas que tienen los mamíferos superiores de sentir apego
precisamente por las experiencias más difíciles, que carecen de simetría y
conformidad. Las personas, corno las gallinas o los hámster, vuelven una y
otra vez a las escenas o los problemas que les desconciertan: la ambigüedad
y la dificultad les hacen involucrarse

El «contorno» es una zona en donde comprometerse, pero no de manera


inevitable. En el laboratorio del psicólogo, la manera en que el investigador
disponga las condiciones ambientales determina si los mamíferos van a
participar o a retraerse. En el caso de los humanos, la pregunta es: ¿cuáles
son las condiciones de vida social que pueden convertir el contorno en una
zona de compromiso similar? Puede parecer que la movilidad y la
incertidumbre de la economía política actual deberían proporcionar ese
laboratorio humano y empujar a la gente a revisar constantemente la
narración de su vida y a renovar sus justificaciones. En realidad, el
capitalismo global debería ser un magnífico caldo de cultivo de la discrepancia
cognitiva; en un medio tan dinámico, es peligroso retroceder ante la atención
y el compromiso.

Sin embargo, el mundo moderno no funciona así. «Apego» no es una


categoría funcional en el mercado de trabajo; los empleados sienten poca
lealtad hacia unas empresas camaleónicas y escasa integración colectiva
entre ellos mismos; más en general, los trabajadores a los que he
entrevistado en compañías flexibles de vanguardia tienen muchas
dificultades para elaborar narraciones viables sobre su trabajo o rehacer esas
historias a medida que cambian las circunstancias. Precisamente en este
punto se ha abierto una brecha entre el trabajo y el lugar. La acción de crear
una narración fluida, con frecuencia, consiste en actos interpretativos mucho
más enérgicos, sobre todo entre urbanitas atrapados en la poderosa corriente
de la globalización, que se centran en los «contornos» de la experiencia en la
ciudad y que incluyen numerosas referencias cruzadas entre fenómenos
desconcertantes. Tales narraciones dan pie a un fuerte apego a la ciudad en
sí.

El escenario de la lucha
Para comprender por qué ocurre así, es preciso que nos preguntemos
sobre otro tópico, el de las raíces. La imagen de echar raíces en un lugar es
una forma corriente de medir la identidad comunitaria, pero es
intrínsecamente equívoca; las plantas no andan, y la gente sí. El tópico
confunde la inmovilidad con la sensación de pertenecer a un sitio concreto en
el mundo. En vez de quedarse en un sitio, las personas se orientan en el
espacio y el tiempo concibiendo las ciudades como escenarios necesarios en
los que deben luchar con las oportunidades y las dificultades del nuevo orden
económico.

La mejor forma de explicarlo es un ejemplo prosaico. Desde hace varios


años, acudo a una lavandería en Nueva York, que pertenece a una familia
coreana. Empezaron lavando camisas y calcetines, luego se extendieron a la
limpieza en seco y a continuación incorporaron a un sastre permanente: un
joven de aspecto agradable, vestido como para ir a la oficina; ahora, la
lavandería ha empezado a vender gemelos, pajaritas y pañuelos de señora.
Se diría que los coreanos han decidido quedarse en Nueva York, pero ellos no
están de acuerdo. El patrón me confió: «Nosotros no somos inmigrantes».
¿Por qué no? El matrimonio de mediana edad que puso en marcha la
lavandería era, en otro tiempo, de clase media; vinieron a Nueva York como
exiliados políticos de Corea, en los malos tiempos. Como coreanos, han
sufrido en la ciudad. Es sabido que, en Nueva York, la comunidad negra y la
asiática no se llevan bien; al principio, la familia coreana sólo pudo encontrar
alojamiento en un arrabal negro en el que tenían que pelearse a diario con sus
vecinos.

Sus vecinos blancos de clase media les alteran por otras razones, menos
violentas. A las quejas habituales sobre el individualismo norteamericano y la
falta de cohesión familiar, en la ciudad hay que añadir un exceso de bienes
materiales y un abandono de las posesiones que les inquietan: los hombres
descuidados con sus gemelos o las mujeres que compran pañuelos para una
sola temporada son signos de una población mimada por la abundancia, para
estos extranjeros que antes eran pobres y cuyas posesiones siguen siendo
unos cuantos objetos que conservan con todo cuidado. Si, desde el punto de
vista étnico, su experiencia tiene aspectos difíciles, la historia de sus propias
luchas tampoco parece tener una gran coherencia.

Por ejemplo, el dinero que han acumulado lo han dedicado a dar estudios
universitarios a sus hijos; resulta que el sastre de aspecto agradable es uno
de ellos, que estudia ingeniería electrónica por las noches. Tenía la intención
de volver a Corea nada más acabar los estudios; ahora ya ha terminado, pero
se ha quedado en Nueva York. También sus padres me dicen con frecuencia
que tienen la intención de cerrar el negocio y volver a su país para retirarse,
pero acaban de comprar otros dos locales y están trabajando más que nunca.
En mi opinión, sus luchas son precisamente, en parte, la razón por la que se
han quedado. Han librado un combate contra una cultura extranjera y, con el
tiempo, han llegado a estar profundamente involucrados en dicho combate.

Por esa misma razón, el padre rechaza la identidad de «inmigrante»,


porque esta etiqueta sugiere una trayectoria de absorción y niega la lucha
que han mantenido al mismo tiempo que conservaban su independencia.
Nueva York es el escenario en el que se ha representado el gran drama de sus
vidas: exilio, pobreza y renovación. Si se fueran, el relato de su vida se
acabaría; están «enraizados», si es que tenemos que usar esa palabra, en su
lucha.

Cuando comenzó la globalización de la economía política, se decía a


menudo que el lugar iba a perder importancia. Sin embargo, a pesar de las
modernas tecnologías de la información, las empresas punteras se apiñan en
ciudades como Londres y Nueva York. Hay varios motivos muy simples para
ello. La densidad y la compresión en el terreno agudizan la comparación y la
competencia. Los encuentros sociales al azar en bares o fiestas generan
seguramente más oportunidades que unos planes formales de empresa
difundidos a través de la red interna de la oficina. Pero en las ciudades
globales lo importante no son sólo los grandes negocios mundiales. Son
lugares abiertos a los pobres que emigran por razones económicas, gentes
que, como ha demostrado Saskia Sassan, solían tener una mente
emprendedora e inquieta en sus países de origen. Incluso unos coreanos que
eran exiliados políticos muestran ese espíritu y aprovechan una oportunidad
en la economía de servicios de Nueva York. En cierto modo, el propio término
«globalización» nos impide vincular la marea de emigrantes económicos con
la enorme expansión de la economía de servicios que, en todos los niveles, se
ha producido en ciudades como Londres, Berlín, Nueva York, Sao Paulo o Tel
Aviv, en actividades tan prosaicas como las de los fontaneros o electricistas
en la construcción, o en el suministro de bienes y servicios a la industria
turística, que, tanto en Londres como en Nueva York, es la categoría más
amplia de servicio de trabajo urbano. El sector de los servicios en las ciudades
es anárquico, sumido en constantes luchas por el territorio, oportunidades y
la búsqueda de nuevos mercados; Jane Jacobs ha afirmado que estos dramas
competitivos constituyen la savia de las ciudades y que una ciudad que
depende de los servicios y está abierta a la inmigración renace a la vida.
Además, la competencia que promueven esas ciudades abiertas no es sólo
económica. Los habitantes rivalizan por plazas en las escuelas, el uso de la
calle, la huella en espacios de ocio como parques y bares. Son los salvajes
contornos sociales de la ciudad, unos contornos que poseen un carácter de
clase concreto. El ámbito urbano en el que se desarrollan esos conflictos y
discrepancias entre extraños ha quedado «abandonado» en manos de las
clases medias y bajas.

Uso la palabra «abandonado» porque el rasgo distintivo de la nueva elite


de estas ciudades es que se ha retirado del ámbito público. Dicho abandono
se ve, sobre todo, en la transformación de centro urbano, el lugar geográfico,
dentro de la ciudad, al que más ha afectado la nueva economía. Los enormes
ingresos de las gentes que ocupan los escalones superiores han expulsado a
la clase media y baja del centro de ciudades como Londres y Nueva York; por
muy deteriorado que esté un barrio, se puede evacuar a toda velocidad y
vuelve a ocuparse gracias al impulso del aburguesamiento.

Esta transformación me resulta patente a diario en el barrio londinense


de Clerkenwell, donde vivo en la actualidad. Clerkenwell, en otro tiempo, era
hogar de impresores y pequeños fabricantes; ahora se está convirtiendo en
un barrio de lofts para jóvenes financieros que trabajan en el vecino centro
financiero, o para mandos intermedios en el ejército del diseño gráfico, la
moda y la publicidad que ha invadido Londres. Lo que ha ocurrido en
Clerkenwell no es exactamente como el aburguesamiento que experimentó el
Soho de Nueva York, otro antiguo distrito de fábricas en el que yo he vivido,
próximo al coloso de Wall Street: Clerkenwell pasó de la desolación a estar de
moda sin una etapa intermedia de ocupación por artistas pobres como la que
se produjo en el barrio neoyorquino.

Aun así, ambos lugares tienen la impronta de una nueva gente global
que vive en la ciudad pero se retrae del ámbito público. El nuevo dinero utiliza
la ciudad, pero dedica pocos esfuerzos a gobernarla. Es decir, este grupo
selecto no se parece a los hombres nuevos del París de Balzac. En la Comédie
Humaine, se nos muestra a los hombres (y mujeres) nuevos, llenos de
empuje, que quieren arrebatar el control de la ciudad a una clase dirigente
arraigada. Quieren gobernar el lugar en el que viven. Rastignac o Vautrin se
imaginan libres del pasado, pero la verdad es que su historia es muy antigua:
trata de fidelidad, sumisión y obediencia. Era la historia del poder y el ámbito
público en las comunas medievales italianas; era la esencia de la Burgerlich
Gesellschaft en las ciudades hanseáticas del norte. Y en Estados Unidos, es la
historia de las viejas damas de Boston, que intentaban dejar su huella en las
escuelas, las bibliotecas, los hospitales y los parques de la ciudad, además de
en sus empresas.

En cambio, la nueva elite de Londres o Nueva York manda en pisos y


restaurantes, pero ha mostrado escasos deseos de gobernar esos hospitales,
escuelas, bibliotecas y otras facetas públicas de la ciudad. De hecho, uno de
los grandes dramas que se desarrolla en la actualidad en Nueva York es la
crisis financiera que se ha producido como consecuencia de que la nueva elite
se haya apartado del ámbito público; las nuevas clases adineradas, sobre
todo en los sectores de la información y la alta tecnología, no han proseguido
ese tipo de hegemonía cívica que, en la historia neoyorquina, se extendía
desde la época de los holandeses, a principios del siglo XVIII, hasta la llegada
de los italianos, irlandeses y judíos a las clases dirigentes de la ciudad,
doscientos cincuenta años más tarde.

Y ése va a ser también, me temo, el destino de Londres como ciudad


global. El dinero de la cornucopia mundial no se repartirá si los dueños de ese
dinero no se sienten vinculados a toda la ciudad. El contraste entre una elite
privatizada y, por debajo, una masa de ciudadanos que luchan por los bienes
económicos y sociales en el terreno público, establece asimismo el carácter
clasista del tipo de identidad urbana que quiero definir.

Desde luego, es una identidad obrera o, como mucho, pequeño


burguesa, con la base en la inmigración. Se ha enfrentado bien a un drástico
cambio de circunstancias vitales, a menudo con poca ayuda del gobierno o las
clases superiores. La ideología neoliberal ha encontrado cierta bondad
perversa en esa falta de ayuda; los individuos y los grupos sociales se han
visto obligados a enfrentarse unos con otros en público, en vez de convertirse
en mendigos como los clientes de la antigua Roma, que se alimentaban como
parásitos de sus amos. Aunque la competencia no sirve para remediar la
escasez de servicios sociales y bienes públicos. Para bien o para mal, los
contornos salvajes de la vida social en el ámbito público significan que hay
que sortear las diferencias todos los días.

Las identidades, en la ciudad, no se forman en un gran esquema sino en


intercambios sociales aparentemente microscópicos, negociaciones que
separan cómo nos ven los demás y cómo nos vemos nosotros mismos. El año
pasado, por ejemplo, informé a los coreanos de la lavandería de que mi hijo
se había casado; la siguiente vez que fui —para reemplazar otro juego de
gemelos perdido— la madre me dio un paquetito de dulces que había hecho.
Ahora bien, cuando llegaron las fiestas y le compré una lata de caviar para
corresponder, la aceptó sobre el mostrador pero me miró con una expresión
que sólo puedo calificar de miedo, como si mi regalo recíproco supusiera una
exigencia que ella, tal vez, no iba a poder cumplir. Es el principio del potlach
de los indios: el que hace el regalo es el que manda. Pero en esta ocasión se
aplicaba a una situación en la que el límite entre cliente y amigo se había
difuminado, debido a su propio impulso inicial de generosidad. Este pequeño
incidente subraya lo irreales que son las imágenes de una comunidad urbana
basada en la reciprocidad y la entrega mutual, un legado de las ideas del siglo
XIX sobre la Gemeinschaft [comunidad]. Como sucede en el caso de las
raíces, la Gemeinschaft es un tópico que estorba a la hora de comprender las
relaciones desequilibradas entre nosotros y los demás en lugares como
Nueva York. Con sus mezclas extremas de clases, etnias y razas. Las
personas pueden sentirse atraídas unas hacia otras. Pero no para borrar los
límites y consumar la unión. Aunque es verdad que la globalización está
creando ciudades con una mezcla cada vez mayor de gentes, las definiciones
de la identidad siguen estando en la superación de esas fronteras. Sobre todo
en la concreción de las líneas que no se pueden cruzar o poner de manifiesto
ni en un detalle tan frívolo como un intercambio desigual de regalos. Este
detalle ayuda a mantener una cosa importante, la sensación de que tenemos
el control de nosotros mismos y nos negamos a «fundirnos» en una ciudad
que, desde hace mucho, está considerada como el crisol del mundo. Aprender
a sortear las discrepancias es el argumento de la identidad y la ciudad es el
escenario que necesita.

El narrador en el lugar de trabajo

Los primeros autores que escribieron sobre el trabajo capitalista, como


Adam Smith, creían que los relatos de la vida en el ámbito laboral
desaparecerían en el mundo industrializado, porque las tareas de los
hombres estarían cada vez más dominadas por una rutina monótona. No ha
sido así. Igual que adquirimos los conocimientos mediante la repetición y la
rutina, en el mundo laboral, hasta la rutina más soporífera puede servir para
construir un relato de vida acumulativa. He entrevistado a un conserje que
me relató una dramática historia laboral a partir de unos aumentos de salario
lentos pero constantes, obtenidos mediante el trabajo rutinario; ahora era
barrendero en paro y se sentía privado de algo honorable o significativo que
relatar sobre su vida, porque había perdido lo que otras personas más
favorecidas podrían considerar un trabajo aburrido.

El lugar de trabajo contemporáneo, con su flexibilidad, plantea un


desafío muy distinto para la tarea de elaborar nuestro relato laboral: ¿cómo
se puede crear una sensación de continuidad personal en un mercado de
trabajo en el que las historias son erráticas y discontinuas, en vez de
rutinarias y bien definidas? En cierto sentido, lo que le ha ocurrido
recientemente al capitalismo global es muy sencillo. Tras la segunda guerra
mundial, el sistema capitalista se solidificó en grandes burocracias
piramidales, ligadas a la suerte de las naciones-estado. Dichas pirámides
empezaron a desintegrarse a finales de los setenta. Hoy se ha cortado el
cordón entre la nación y la economía y las empresas han sustituido su solidez
burocrática porr redes más fluidas y flexibles, conectadas con todo el mundo.
Estas históricas modificaciones de la forma burocrática han alterado la forma
que tiene la gente de experimentar el paso del tiempo en el interior de las
instituciones. En el lenguaje de antes, una «carrera» era un camino recto y
claramente trazado, mientras que un trabajo era un cargamento de carbón o
madera que podía llevarse de un lado a otro, de forma indiscriminada. En ese
sentido, los trabajos están sustituyendo a las carreras en el mundo laboral
moderno. Ahora son pocos los que trabajan durante toda la vida para una
misma empresa; una persona joven en Gran Bretaña o Estados Unidos, tras
varios años de universidad, puede esperar trabajar, por lo menos, para doce
empresas a lo largo de su vida; su «base de conocimientos» va a cambiar,
como mínimo, tres veces: por ejemplo, los conocimientos de informática
que aprendió en el colegio estarán anticuados para cuando tenga treinta y
cinco años.

La reducción de los periodos de empleo coincide con la de la vida


institucional de los empresarios, con compañías que se fusionan y
reestructuran a una velocidad impensable hace una generación. Aunque la
publicidad de esos cambios institucionales invoca un aura de precisión con
palabras como «rediseño», la mayoría de las transformaciones empresariales
son caóticas, los planes organizativos surgen y desaparecen, se despide a
empleados para volver a contratarlos, la productividad desciende a medida
que la empresa pierde de vista un objetivo sostenido. No se puede pretender
que los trabajadores entiendan ese caos mejor que sus jefes. Incluso en las
empresas más disciplinadas, el trabajo está dejando de ser la constante
repetición de labores prevista por Adam Smith para consistir en tareas a corto
plazo desempeñadas por equipos, y el contenido del trabajo en las compañías
flexibles se modifica como rápida respuesta a los cambios de la demanda
mundial. Esas modificaciones del trabajo están también fuera del control del
individuo o el equipo. Todos esos cambios materiales dificultan el esfuerzo de
elaborar un relato ininterrumpido. De hecho, he descubierto que a los
empleados de empresas flexibles y de vanguardia les resulta muy difícil
elaborarlo, igual que obtener un sentido de identidad personal a partir del
trabajo. Esta afirmación general necesita una matización inmediata: la falta
de ese relato sostenido no preocupa a muchos empleados jóvenes. Ahora
bien, cuando un hombre o una mujer se casan, empiezan a tener hijos,
asumen la carga de una hipoteca y los demás accesorios de la mediana edad,
la falta de contenido del trabajo empieza a hacerse patente; con la edad, la
gente necesita dar más sentido a su vida y dejar de verla sencillamente como
una serie de acontecimientos al azar. Es una necesidad práctica, porque una
historia laboral es más que un mero informe de los hechos ocurridos en el
trabajo; tiene una función crítica y de evaluación.

La opinión sobre el trabajo, en general, se divide en tres partes: el relato


define los objetivos a largo plazo, mide las posibles consecuencias del riesgo
y determina el ritmo y el alcance del consumo familiar. «Mi historia laboral»,
decía un técnico de ordenadores, «consiste en pasar de una cosa a la
siguiente, vivir al día». Esta observación aparentemente inocua resultó ser,
en el curso de las entrevistas, la auténtica fuente de su malestar.
«He perdido mis objetivos profesionales», decía más tarde, bajo la
presión de tener que responder a las demandas de cuatro empresas
diferentes; con su puesto de trabajo siempre en el aire, le costaba valorar si
debía irse antes de que le despidieran; en cuanto a marcar su ritmo de
consumo, que, en su caso, significa hacerse cargo de la hipoteca de una casa
más grande para una familia que aumenta, «tengo miedo de estar atrapado
por responsabilidades que no pueda manejar». El mundo laboral le parece
ilegible; en realidad, es ilegible. Pero limitarse a dejar las cosas así «me haría
sentirme estúpido, y no lo soy». Las interpretaciones, desde luego, no
controlan las realidades sociales. Pero brindan a las personas una sensación
de tener una «herramienta» personal; un tópico —aunque seguramente sólo
lo sea para los sociólogos— que hay que concretar. El fenómeno de la
herramienta en la narración de una vida real recuerda a lo que los novelistas
denominan «voz».

Flaubert definía la voz de forma sucinta: «El autor debe estar presente
en todos los rincones de su historia, sin que se le identifique en ninguno». En
literatura, el fenómeno de la voz nos hace conscientes de que alguien nos
habla de la gente o las cosas, corta, edita y organiza lo que nos dice.
Sentimos esa presencia incluso en relatos como El sistema periódico, de
Primo Levi, una historia de los campos de concentración nazis en los que el
autor está totalmente a merced de sus guardianes. La «herramienta» actúa
de la misma forma en la vida corriente. Piénsese en lo que sucede cuando una
persona debe enfrentarse a traumas de trabajo como el despido, un hecho
frecuente para los empleados de mediana edad en el nuevo orden laboral.
Aquí, la herramienta consiste en retroceder, distanciarse algo de lo ocurrido.
Incluso el hecho mínimo de contarlo puede ayudar a ese distanciamiento; por
ejemplo, una secretaria me decía: «Cuando X estaba explicándome porque
tenían que despedirme, me di cuenta de que la verruga de su nariz parecía
más oscura». El hecho de que mencionara la verruga indicaba que no se
sentía abrumada por el rechazo.
Eso es una herramienta narrativa. La herramienta debe ceñirse
estrictamente a las instrucciones de Flaubert. Es decir, el narrador ordinario
se debilita y se vuelve vulnerable a los acontecimientos, al introducir su «yo»
como protagonista. Una administrativa despedida, por ejemplo, me decía:
«De pronto, una máquina hace mejor mi trabajo y me despiden, y lo primero
que pensé fue: "Qué tonta fui todos esos días que me quedaba más horas en
la oficina para terminar el trabajo"». La pérdida del puesto de trabajo
constituye un momento de traición; las largas horas, la disciplina
autoimpuesta significan poco a la hora de construir su relato laboral. Además,
narra el hecho de una forma que acentúa su vulnerabilidad; su «yo» está
completamente expuesto; pero su sentido de la herramienta es escaso.

Algunos analistas, como John Kotter, el gurú de la Harvard Business


School, creen que estas experiencias de traición indican la incapacidad de los
trabajadores para adaptarse a un mundo laboral que no admite narraciones,
al menos no esas que parecen largos novelones victorianos. Su opinión
implica que la secretaria se equivocaba al concebir su identidad laboral como
una historia sostenida con un desenlace en el que invierte tiempo y esfuerzo
y recibe, por lo menos, la mínima recompensa de conservar el puesto. Según
Kotter, esa historia se ha quedado anticuada; no tenía que haber albergado
tales esperanzas. Pero pocas personas pueden dedicar el tiempo que exige la
economía moderna y hacer frente a sus tensiones creyéndose sencillamente
camaleones y considerando que su trabajo no ofrece más que una serie
inconexa de tareas. Las acciones de la herramienta personal, la experiencia
de recortar y dar forma, distanciarse y resistir o juzgar con sentido práctico,
están ausentes en muchos relatos laborales modernos. El motivo está
relacionado con el propio trabajo, más que con un fracaso emocional o
intelectual de los empleados.

Una identidad, como hemos visto, se forma a través de la interacción


social de personas en los contornos de sus personajes, esa superación de los
límites entre yo y el otro. Pero en el lugar de trabajo moderno, el otro
—encarnado en la persona de una figura de autoridad— suele estar ausente.
Como en el caso de la ciudad, los directivos de la empresa prefieren estar
ausentes de la interacción diaria con la masa de empleados; en la oficina,
esta huida del compromiso deja a los trabajadores sin un antagonista
necesario.

El trabajo sin reconocimiento


La ausencia de autoridad en la oficina es una consecuencia de los
cambios en la forma burocrática del nuevo capitalismo. La empresa moderna
ha querido eliminar capas de burocracia, actuar a través de equipos y células
de trabajo, pero en pocas ocasiones esas empresas reformadas se convierten
en terrenos de juego nivelados. En todo caso, el esfuerzo de crear una
organización más flexible centraliza el poder en la cima. Gracias a la
utilización actual de las tecnologías de la información, es posible transmitir
órdenes desde este núcleo central rápidamente y a todo el conjunto, con
menos mediación e interpretación a lo largo de la cadena de mando que en las
burocracias piramidales de viejo estilo. La dirección puede además calcular
los resultados de forma instantánea y sin ayuda, gracias a la informatización
de los datos empresariales.

En estas empresas flexibles se abre una brecha entre la función de


mando y la de respuesta. Ello significa que hay un núcleo central que
establece los objetivos de producción o de beneficios, da las órdenes
necesarias para la reorganización de determinadas actividades y luego deja
que las células o los equipos, aislados dentro de la red, cumplan esas
directrices lo mejor que pueda cada grupo. A los que no pertenecen al cuerpo
directivo se les dice lo que deben conseguir, pero no cómo conseguirlo. La
separación entre la orden y la respuesta aparece, muchas veces, en los
momentos en los que una empresa intenta renovarse y tantear su camino
hacia otro tipo de estructura.
En Microsoft, en 1995, les dijeron de pronto a los programadores de
categoría intermedia: «Pensad en Internet», sin muchas pistas de qué podía
suponer eso en la práctica. Esta orden expresa una intención más que una
acción; de esa forma, Microsoft trasladaba el peso de la responsabilidad hacia
abajo, a los cuadros medios que intentaban descifrar qué hacer exactamente
sobre las intenciones de sus jefes.

Hoy en día, empresas como IBM practican esa división entre la orden y la
respuesta y ese traslado de la responsabilidad hacia abajo como un rasgo
permanente de la vida institucional; una práctica que supone un marcado
contraste con la cadena de mando paternalista y estrictamente organizada
que ha gobernado la empresa durante la mayor parte de la historia. El
economista Bennett Harrison caracteriza la división corno una concentración
del mando sin centralización de la ejecución. El eufemismo para esto, en la
jerga del nuevo laborismo, es «desregulación del lugar de trabajo ». En
realidad, consiste en un régimen de indiferencia. Las órdenes no han
desaparecido, ni tampoco la rigurosa valoración de los resultados. Ha
disminuido la dedicación al proceso real de trabajo, así corno esa piedra
angular de la autoridad que representa la disposición a hacerse responsable
de las órdenes que se dan. Hay que decir que las necesidades de la economía
flexible obligan muchas veces al jefe a actuar como un deus absconditus.
«Todos somos víctimas del tiempo y el lugar», decía un consultor, al observar
la caótica situación de una empresa en plena reorganización.

Como es natural, dado que era uno de los arquitectos del cambio, al
decir eso rehuía su responsabilidad personal. Pero la desregulación es un
término más oportuno de lo que creen muchos de sus apóstoles; el consultor
comprendía que las empresas más flexibles caminan al borde de la
desorganización y son muy poco estables; de forma que se protegía
desapareciendo en la guarida nietzscheana en la que el gobernante no
pretende ser el amo del destino.
La misma desaparición se produce en la imagen preferida por la empresa
flexible para hablar del esfuerzo colectivo: el equipo. El trabajo de equipo en
la empresa flexible es creación de las industrias japonesas del automóvil y la
electrónica; cuando se exporta, sobre todo a Gran Bretaña y Estados Unidos,
suele modificar su carácter. Los directivos japoneses suelen estar en la planta
y discuten (o, para oídos occidentales, gritan) con los miembros de varios
equipos, mientras que, en su variedad exportada, el equipo tiene mucha
menos relación con el jefe. Es un «entrenador», como en el deporte, que
anima a los jugadores del equipo pero no participa personalmente en el
juego. En las formas angloamericanas de trabajo de equipo, cada grupo
considera a cada persona responsable de los resultados colectivos, con una
excepción habitual: el jefe-entrenador. Estos equipos no son verdaderamente
autónomos: el grupo resuelve la manera de cumplir las exigencias de
fabricación o producción que, a menudo, la dirección ha fijado, a propósito,
demasiado arriba; su jefe inmediato no traslada esas exigencias a la acción
—y, en mi experiencia, pocas veces se arriesga a defender la legitimidad de
las ordenes de arriba—, sino que «facilita» la discusión sobre cómo van a
obedecer los trabajadores. Como consecuencia, el trabajo de equipo en
Occidente se caracteriza mucho más por la recriminación fraternal que el
esfuerzo japonés.

A los trabajadores que se encuentran en el lado de la brecha encargado


de ejecutar las órdenes, lo que más les preocupa —he descubierto— es que
pierden lo que podría denominarse un testigo laboral. El empleado trabaja en
el vacío, incluso en los equipos de estilo occidental, e interioriza la carga de
intentar dar sentido a su trabajo. Podría parecer, desde un punto de vista
lógico, que eso dejaría al individuo libertad para atribuir el significado que
quiera a su labor. En realidad, sin un testigo que reaccione, que dude, que
defienda y esté dispuesto a asumir la responsabilidad por el poder al que
representa, la capacidad de interpretación de los trabajadores se queda
paralizada.
Ha desaparecido una cualidad esencial de la discrepancia cognitiva
productiva: la relación con otros en el entorno, de forma que se puedan
volver a desentrañar las dificultades, las discrepancias y las diferencias. La
consecuencia es que muchos empleados crean una versión idealizada del
«hogar» en sus cabezas; que harían si fueran verdaderamente libres, cuál
sería el trabajo perfecto que hiciera uso de sus capacidades. Se produce una
escisión en la conciencia del tiempo de manera tal que, por un lado, hay una
crónica pura de los acontecimientos y, por el otro, una imagen de lo que
tendría que ser.

Esta imagen idealizada de cómo tendría que ser el trabajo no interactúa


con la crónica. Se retrae al ámbito del «si». El técnico informático me decía:
«Si pudiera conseguir un poco de dinero para empezar, unos cuantos
millones, podría crear una gran empresa». Pero sabe que las posibilidades
son mínimas.

De hecho, sólo el 4 por ciento de las empresas que comienzan en


Estados Unidos encuentran capital inversor externo y, de esas firmas, más
del 90 por ciento quiebran antes de tres años. Por tanto, el sueño de una
identidad laboral en la que el individuo tiene ocasión de ser el mismo se
convierte en el secreto del empleado.

En jerga de sociólogos, la falta de un testigo disminuye el poder de la


herramienta. Recurro a este lenguaje híbrido para subrayar que lo que
provoca el debilitamiento de la herramienta es un fallo social, no una
debilidad psicológica. El reconocimiento, podríamos pensar, debe tener
resultados: una promoción, una subida de sueldo.

Sin embargo, el proceso real de trabajo —es decir, el tiempo que se


dedica a trabajar— tiene otra lógica de reconocimiento: el empleado necesita
estar en contacto con alguien que encarne el poder institucional y esté
dispuesto a hablar en su nombre, especialmente cuando las cosas salen mal
o cuando las exigencias resultan imposibles de cumplir. Pero la brecha entre
la orden y la ejecución significa conservar el poder al tiempo que se cede la
autoridad.

Conclusiones
Mi argumento, por tanto, se reduce a esto: podemos vivir sin autoridad
en lo que se refiere a nuestro sentido del lugar, pero no en lo que se refiere al
trabajo. El lector avispado tendrá objeciones, sin duda, pero esta abstracción
mezcla dos tipos de personas.

Los inmigrantes coreanos poseían un pequeño negocio de tipo muy


tradicional; el técnico informático vive en las afueras. Pero esta objeción no
hace sino acentuar la pregunta que deseo plantear: ¿qué nos jugamos
personalmente en el capitalismo flexible y global? Parece una perogrullada
decir que todas las personas tienen identidades compuestas, es decir,
diferentes tipos de historias que cuentan para justificarse, según qué parte de
aquéllas aspiren a explicar.

Mi anciano banquero del principio, que era homosexual, trazó un relato


muy distinto, de exclusión e inclusión en la sociedad de Boston, cuando
empezamos a hablar de sexo; los coreanos contaban otra historia de conflicto
personal cuando hablábamos de política internacional, en la que Nueva York
era un elemento secundario. El tópico de la identidad compuesta adquiere
más peso cuando se distingue esa identidad de nuestra propia imagen
personae; la identidad es el proceso de superar nuestra propia imagen en el
mundo, por muy interna que sea, y este tipo de actividad diplomática suele
desarrollarse al mismo tiempo en muchos frentes.

En el capitalismo moderno, estas medidas de superación se han venido


abajo en el frente laboral. El régimen de poder y tiempo en la empresa
moderna supone graves obstáculos para poder extraer una identidad a partir
del trabajo. Cuando los empleados sucumben a este régimen, les resulta
difícil incorporar la experiencia laboral a la composición de la identidad.
En cierto modo, distinguir el lugar y el trabajo podría ser útil para los
defensores de la globalización, al menos en parte. La promesa de la
globalización es una trayectoria vital desregulada, móvil y constantemente
reelaborada. Esto evoca una realidad contemporánea indudable con
auténtico valor personal; pero no en la esfera social en la que se supone que
debe ocurrir.

Lo que el neoliberalismo quiere conseguir en el ámbito del trabajo es


más fácil de lograr en los lugares —sobre todo las ciudades— en los que vive
la gente globalizada. En mi opinión, sin embargo, hacer esta diferenciación
ayuda a agudizar la crítica de la globalización. Las luchas de las gentes
globalizadas para fabricarse un espacio propio en el trabajo ponen de relieve
lo que falta en el corazón económico del sistema global.

Hay un régimen de poder que actúa guiándose por un principio de


indiferencia hacia aquellos que están en sus garras, un régimen que pretende
evadir, en el lugar de trabajo, la responsabilidad por sus actos. La esencia de
la política de la globalización es encontrar maneras de responsabilizar a ese
régimen de indiferencia. Si fracasamos en este esfuerzo político, sufriremos
una profunda herida personal.

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