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SENNET La Calle y La Oficina PDF
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Richard Sennett
Identidades y relatos
«¿Mi qué, joven?», replicó una vieja dama de Boston cuando le pedí que
definiera su identidad, a bocajarro, mientras tomábamos té en el Somerset
Club. Yo era todavía tan joven e inexperto, como hombre y como
investigador, que creía que la emboscada frontal era la mejor forma de
extraer información de la gente. Esto ocurría en 1966, y el sociólogo David
Riesman acababa de asignarme mi primera labor de investigación, interrogar
a miembros de la clase alta de Boston sobre su identidad en la ciudad.
Del mismo modo, una identidad débil significa aferrarse a una imagen
rígida del yo, la incapacidad de revisarla cuando las circunstancias lo
requieren. Muy a su pesar, incluso mis señoras de Boston tenían que hacerlo:
los inmigrantes judíos e irlandeses que habían ascendido en la escala social se
incorporaban a sus clubes, se casaban con sus hijos y se quedaban con sus
trabajos; lo cierto es que los WASP reelaboraban constantemente el
significado que tenían estas perturbaciones para ellos; tenían que encajar
todas las piezas del rompecabezas. ¿Cómo narrar lo que ocurre en los
contornos, cuando estamos intentando encajar piezas que no coinciden? Ése
es el reto de autores modernos de ficción desde Joyce hasta Salman Rushdie,
que han ensamblado historias a partir de hechos que no tendían a avanzar y
personajes que no tenían ninguna relación lógica entre sí. Me sorprendió
encontrar algo similar entre trabajadores manuales y entre los jóvenes de las
clases altas a los que empecé a entrevistar en Boston hace cuarenta años.
Manifestaban lo que podría considerarse una capacidad para «cruzar
referencias» entre experiencias muy dispares.
El escenario de la lucha
Para comprender por qué ocurre así, es preciso que nos preguntemos
sobre otro tópico, el de las raíces. La imagen de echar raíces en un lugar es
una forma corriente de medir la identidad comunitaria, pero es
intrínsecamente equívoca; las plantas no andan, y la gente sí. El tópico
confunde la inmovilidad con la sensación de pertenecer a un sitio concreto en
el mundo. En vez de quedarse en un sitio, las personas se orientan en el
espacio y el tiempo concibiendo las ciudades como escenarios necesarios en
los que deben luchar con las oportunidades y las dificultades del nuevo orden
económico.
Sus vecinos blancos de clase media les alteran por otras razones, menos
violentas. A las quejas habituales sobre el individualismo norteamericano y la
falta de cohesión familiar, en la ciudad hay que añadir un exceso de bienes
materiales y un abandono de las posesiones que les inquietan: los hombres
descuidados con sus gemelos o las mujeres que compran pañuelos para una
sola temporada son signos de una población mimada por la abundancia, para
estos extranjeros que antes eran pobres y cuyas posesiones siguen siendo
unos cuantos objetos que conservan con todo cuidado. Si, desde el punto de
vista étnico, su experiencia tiene aspectos difíciles, la historia de sus propias
luchas tampoco parece tener una gran coherencia.
Por ejemplo, el dinero que han acumulado lo han dedicado a dar estudios
universitarios a sus hijos; resulta que el sastre de aspecto agradable es uno
de ellos, que estudia ingeniería electrónica por las noches. Tenía la intención
de volver a Corea nada más acabar los estudios; ahora ya ha terminado, pero
se ha quedado en Nueva York. También sus padres me dicen con frecuencia
que tienen la intención de cerrar el negocio y volver a su país para retirarse,
pero acaban de comprar otros dos locales y están trabajando más que nunca.
En mi opinión, sus luchas son precisamente, en parte, la razón por la que se
han quedado. Han librado un combate contra una cultura extranjera y, con el
tiempo, han llegado a estar profundamente involucrados en dicho combate.
Aun así, ambos lugares tienen la impronta de una nueva gente global
que vive en la ciudad pero se retrae del ámbito público. El nuevo dinero utiliza
la ciudad, pero dedica pocos esfuerzos a gobernarla. Es decir, este grupo
selecto no se parece a los hombres nuevos del París de Balzac. En la Comédie
Humaine, se nos muestra a los hombres (y mujeres) nuevos, llenos de
empuje, que quieren arrebatar el control de la ciudad a una clase dirigente
arraigada. Quieren gobernar el lugar en el que viven. Rastignac o Vautrin se
imaginan libres del pasado, pero la verdad es que su historia es muy antigua:
trata de fidelidad, sumisión y obediencia. Era la historia del poder y el ámbito
público en las comunas medievales italianas; era la esencia de la Burgerlich
Gesellschaft en las ciudades hanseáticas del norte. Y en Estados Unidos, es la
historia de las viejas damas de Boston, que intentaban dejar su huella en las
escuelas, las bibliotecas, los hospitales y los parques de la ciudad, además de
en sus empresas.
Flaubert definía la voz de forma sucinta: «El autor debe estar presente
en todos los rincones de su historia, sin que se le identifique en ninguno». En
literatura, el fenómeno de la voz nos hace conscientes de que alguien nos
habla de la gente o las cosas, corta, edita y organiza lo que nos dice.
Sentimos esa presencia incluso en relatos como El sistema periódico, de
Primo Levi, una historia de los campos de concentración nazis en los que el
autor está totalmente a merced de sus guardianes. La «herramienta» actúa
de la misma forma en la vida corriente. Piénsese en lo que sucede cuando una
persona debe enfrentarse a traumas de trabajo como el despido, un hecho
frecuente para los empleados de mediana edad en el nuevo orden laboral.
Aquí, la herramienta consiste en retroceder, distanciarse algo de lo ocurrido.
Incluso el hecho mínimo de contarlo puede ayudar a ese distanciamiento; por
ejemplo, una secretaria me decía: «Cuando X estaba explicándome porque
tenían que despedirme, me di cuenta de que la verruga de su nariz parecía
más oscura». El hecho de que mencionara la verruga indicaba que no se
sentía abrumada por el rechazo.
Eso es una herramienta narrativa. La herramienta debe ceñirse
estrictamente a las instrucciones de Flaubert. Es decir, el narrador ordinario
se debilita y se vuelve vulnerable a los acontecimientos, al introducir su «yo»
como protagonista. Una administrativa despedida, por ejemplo, me decía:
«De pronto, una máquina hace mejor mi trabajo y me despiden, y lo primero
que pensé fue: "Qué tonta fui todos esos días que me quedaba más horas en
la oficina para terminar el trabajo"». La pérdida del puesto de trabajo
constituye un momento de traición; las largas horas, la disciplina
autoimpuesta significan poco a la hora de construir su relato laboral. Además,
narra el hecho de una forma que acentúa su vulnerabilidad; su «yo» está
completamente expuesto; pero su sentido de la herramienta es escaso.
Hoy en día, empresas como IBM practican esa división entre la orden y la
respuesta y ese traslado de la responsabilidad hacia abajo como un rasgo
permanente de la vida institucional; una práctica que supone un marcado
contraste con la cadena de mando paternalista y estrictamente organizada
que ha gobernado la empresa durante la mayor parte de la historia. El
economista Bennett Harrison caracteriza la división corno una concentración
del mando sin centralización de la ejecución. El eufemismo para esto, en la
jerga del nuevo laborismo, es «desregulación del lugar de trabajo ». En
realidad, consiste en un régimen de indiferencia. Las órdenes no han
desaparecido, ni tampoco la rigurosa valoración de los resultados. Ha
disminuido la dedicación al proceso real de trabajo, así corno esa piedra
angular de la autoridad que representa la disposición a hacerse responsable
de las órdenes que se dan. Hay que decir que las necesidades de la economía
flexible obligan muchas veces al jefe a actuar como un deus absconditus.
«Todos somos víctimas del tiempo y el lugar», decía un consultor, al observar
la caótica situación de una empresa en plena reorganización.
Como es natural, dado que era uno de los arquitectos del cambio, al
decir eso rehuía su responsabilidad personal. Pero la desregulación es un
término más oportuno de lo que creen muchos de sus apóstoles; el consultor
comprendía que las empresas más flexibles caminan al borde de la
desorganización y son muy poco estables; de forma que se protegía
desapareciendo en la guarida nietzscheana en la que el gobernante no
pretende ser el amo del destino.
La misma desaparición se produce en la imagen preferida por la empresa
flexible para hablar del esfuerzo colectivo: el equipo. El trabajo de equipo en
la empresa flexible es creación de las industrias japonesas del automóvil y la
electrónica; cuando se exporta, sobre todo a Gran Bretaña y Estados Unidos,
suele modificar su carácter. Los directivos japoneses suelen estar en la planta
y discuten (o, para oídos occidentales, gritan) con los miembros de varios
equipos, mientras que, en su variedad exportada, el equipo tiene mucha
menos relación con el jefe. Es un «entrenador», como en el deporte, que
anima a los jugadores del equipo pero no participa personalmente en el
juego. En las formas angloamericanas de trabajo de equipo, cada grupo
considera a cada persona responsable de los resultados colectivos, con una
excepción habitual: el jefe-entrenador. Estos equipos no son verdaderamente
autónomos: el grupo resuelve la manera de cumplir las exigencias de
fabricación o producción que, a menudo, la dirección ha fijado, a propósito,
demasiado arriba; su jefe inmediato no traslada esas exigencias a la acción
—y, en mi experiencia, pocas veces se arriesga a defender la legitimidad de
las ordenes de arriba—, sino que «facilita» la discusión sobre cómo van a
obedecer los trabajadores. Como consecuencia, el trabajo de equipo en
Occidente se caracteriza mucho más por la recriminación fraternal que el
esfuerzo japonés.
Conclusiones
Mi argumento, por tanto, se reduce a esto: podemos vivir sin autoridad
en lo que se refiere a nuestro sentido del lugar, pero no en lo que se refiere al
trabajo. El lector avispado tendrá objeciones, sin duda, pero esta abstracción
mezcla dos tipos de personas.