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A quien corresponda:

Confieso que esta noche me ha brindado varias copas de vino y comida el querido Whitman.
Me lo he encontrado, de casualidad en la esquina de una de las calles por las que suelo
trascurrir el día. Irónico y flexible me ha dicho:
- Lojano, de buenas intenciones, arrímate a mi océano.
Ha comprendido por su aspecto trémulo, les confieso, que he pensado en algo extraño,
delincuencial quizá, de drogas tal vez.
Pero su cabeza teñida de blanco fuerte y su música en el rostro son cosas inmensurables que
me hicieron entrar en un lugar con las luces casi apagadas, con velas en las mesas. Y
Whitman se ha sentado al otro lado de la mesa, me ha mirado, y me ha contado cosas
extremadamente bellas. Algunas de ellas me las guardo para mí, porque son cosas de mi
mismo. Lo que sí quiero decir es aquello que me pareció universalmente bello. Lo que no
tiene comparación con nada natural o sobrenatural.
Me dijo:
“He estado presente en la historia de la vida suya, y reconozco que todo lo que han
hecho es abominable, pero la poesía ha recorrido largas cosas, habitaciones,
peldaños, montañas, hoteles lujosos, se ha vestido de epifanía, de dolor, de desprecio,
pero también ha sido cantos románticos y agoreros”.
Les confieso nuevamente, que la forma de hablar de ese viejo no tiene nada que ver con el
Whitman de los libros, de las poesías, de la existencia misma. Ese Whitman era como una
representación literaria enfrascada en palabras para dejar salir de su cabeza su gran agonía.
“He estado cuando Borges se convertía en el Borges ese semidiós indestructible y
benévolo. He visto a Fernando Pessoa leer a Quevedo, y llorando como un niño,
arremetiendo su yo contra su vida. También a Pablo Neruda escondiéndose y
apuntando con el dedo a Franco. He escuchado los pasos ruidosos y autóctonos de
Cesar Vallejo. Y casi sin perder de vista, he escuchado gritar la voz de Cesar Dávila
Andrade desde los Andes, de acá donde estamos ahora”.
Me recito algunos poemas que conozco que he leído antes. Me parecían algunos conocidos.
Su voz era inquebrantable, lucida, se esparcía por el aire como polvo construía la poesía con
personajes en el aire, y volvía a él, para ser su ser mismo. Ahora cada vez que leo los poemas
que recuerdo leer, ya no puedo leerlos con mi voz, siento que es la voz de él incrustada en mi
cabeza, y que cuando leo, lee él también.
La poesía salía de su cabeza, los había memorizado a todos, aunque creo que por su aspecto,
y la forma cuasi mística de hacerlo. Era como si el Borges, Pessoa, Neruda, Vallejo o Dávila,
estuvieron atrás de él, a su costado, dentro de su cabeza, cómodamente sentados, dictándole
los versos y viviendo a través de él. Por eso es bella la poesía, por esa incomprensión, por esa
mística, por ese realismo mago y mágico.
Recuerdo que me dijo que había un hombre que miraba sentado el fluir de un río que daba al
océano, y que ese océano era la vida misma y que ese río era el hombre mismo. Una
construcción perfecta de sentido.
Me contó como Borges se sentía el Borges vivo, y el Borges que escribía. Me decía que había
visto a Borges mirarse en el espejo y desconocerse, salir de sí, ensimismarse y desconocerse.
Esa futilidad de sentido casi imperceptible pero cierta.
A Pessoa lo había visto recorrer Francia y crear estatuas con su nombre en cada avenida.
Cuando un día lo vio desde la calle, lo reconoció, porque miraba desde una ventana a una
tabaquería de la otra calle. Y al verlo así reticente, admirando el dulce fluir de las miradas
intocables de la gente, construía y destruía mundos.
A Neruda, lo había visto en España, parado Madrid, con un periódico. Y al pararse escucho
sentenciar que construiría un infierno para Franco a la medida de los muertos, de las millones
de esquinas tapizadas de sangre, con la vulnerabilidad de la miseria de la dictadura.
Respecto al gran Vallejo. Me confeso que lo había visto en Perú y no lo había reconocido.
Cuando estuvo un día en Francia se percató de un hombre cuyo lenguaje corporal
representaba la vida misma, y al lado de él caminaban dos mujeres indígenas, trabajadores
rasgados las manos y niños sin zapatos. Y Whitman había llorado como tantas veces, pero
está vez lo había hecho con miedo.
En cambio, a Dávila no lo había conocido sino hace poco tiempo. Cuando había ido por los
Andes, había escuchado cantar entre los hombre de teatro un poema que sufría la muerte de
los trabajadores en la mitas. Se quedó perplejo escuchando el poema hasta el final. Al
comienzo lloró profundamente de tristeza, y a medida que acaba se alegraba, quería ser uno
de los protagonistas. Amo al poema y dentro de él al poeta. Cuando fue en su búsqueda, se
percató que lo habían matado.
Después de escuchar lo último, me quede absorto mirando la copa de vino vacía, y me vi
rodeado de gente. Sentada escuchando jazz de Garabage´s man.
Me levanté de un salto y salí de ese lugar.
Mencione sin comprender - ¿Qué mierda es esto?-

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