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¡Ayúdate primero!
Sólo los amados aman.
Sólo los libres libertan.
Sólo son fuentes de paz
quienes están en paz consigo mismos.
Ignacio Larrañaga
Hace ocho días antes de este evento, asistí al teatro Juan Ruiz de Alarcón para presencia la
obra “la controversia de Valladoli”, cuyo uno de sus personajes principales es el obispo de
Ciudad Real, Fr. Bartolomé de las Casas, quién hace una defensa apasionada de los
indígenas americanos, ante la explotación y violencia con la que los encomenderos
españoles trataron y sojuzgaron a los “carentes de alma” del Nuevo Mundo. El desenlace
ya lo conocemos muy bien.
Al margen de la obra, hubo un hecho en esa función que me conmovió mucho: el
comportamiento del público. Compuesto en su mayoría por adolescentes preparatorianos
que seguramente asistieron con el fin de sacar algún punto para alguna de sus asignaturas,
tuvieron el descaro de mostrar una total falta de respeto tanto a los actores como para el
resto del público. Ya sea subiendo los pies en las butacas, mofándose a carcajada suelta de
involuntarios detalles y hablando en voz alta, es totalmente reprobable comportarse como
barbajanes. Y sin embargo, esos jóvenes, seguro que desde niños les han venido vendiendo
la idea de que “ellos son el futuro del país”.
Pues yo me rebelo abiertamente con esa idea anquilosada. El futuro está aquí, lo estamos
construyendo todos. Todos somos responsable de él. Todos podemos construirlo y todos
podemos convertirnos en esperanza. A esta idea me aferro. Y con esta idea, partimos de lo
que se me ha pedido para esta charla.
Pero permítanme simplificar todo este título largo, por algo más simple, y que es una
obligación humana:
Durante mucho tiempo, era muy común que quienes se acercaban a Servandus en sus
primeros años, lo hacían movidos por las palabras Chiapas-indígenas-zapatistas. Este
trinomio tiene una explosiva atracción en jóvenes idealistas, frecuentemente ateos,
revolucionarios potenciales que quieren transformar una realidad lacerante, un mundo
globalizado e inhumano, pero especialmente, un sistema económico, político y social que
pisotea la dignidad de los pueblos.
Los jóvenes que se acercaban por estas resonantes palabras a partir del primero de enero de
1994 tenían motivos para sentirse incómodos cuando veían que quienes organizaban un
viaje con fines de “ayudar” a las comunidades de misión, lo hacían movidos por un espíritu
cristiano, católico y por qué no decirlo, innovador.
Sin embargo, la realidad de las cosas, es que ni los organizadores que llevaban a los
desconcertados pero batalladores niños sin fe, ni tampoco los jóvenes practicantes católicos
y menos aún los ateos voluntarios de corazón iban a ayudar.
Raymundo Tamayo, prior de Ocosingo durante mucho tiempo, en la primera visita que hice
a Chiapas en 1999, duro pero realista, me reveló cuál era el fin de abrir a los jóvenes las
comunidades de misión. “Ustedes vienen a aprender”.
Voy a manejar ahora algunas palabras clave, que son mi propia experiencia personal, y que
me han ayudado para vislumbrar esperanza en un mundo real donde hay razones para no
creer en ella, y tomando como punto de partido lo que viví en las comunidades de misión.
Actitud. Se trata de ser un cuaderno abierto, sin prejuicios, una esponja que esté dispuesta
a absorber hasta la última gota de todo lo que se pueda aprender en las comunidades de
misión.
Hay que dejarnos interpelar, cuestionarnos a nosotros mismos: ¿para qué estoy ahí? ¿Para
qué estoy aquí? Sólo de esa forma podremos sacar a flote los mejores tesoros aún no
descubiertos de nosotros mismos. La apertura implica adoptar nuevos sistemas. Palabras
muy acertadas de Hans Urs von Balthasar.
Ahora bien, la siguiente pregunta qué frecuentemente nos hacemos es ¿por qué? Esta la
mejor garantía para seguir empantanados, para inmovilizar nuestro entusiasmo, para pudrir
nuestras alegrías. Hay otra pregunta mejor: ante esto, ¿qué?
“Aún en medio del pecado, está la gracia de Dios” afirma San Pedro en una de sus cartas.
“Quieres ver tu sueño realizado, contrúyelo despacio. Principios modestos y fines elevados.
Haz pocas cosas pero házlas bien”. Esa sabiduría franciscana, es curiosamente retomada
en estos tiempos por modernos gerentes y por líderes pacifistas como Tolstoi, Gandhi y
Luther King. Paciencia significa no irritarse en las primeras de cambio. Paciencia es saber
aguardar. La paciencia es amarga pero su fruto es dulce.
Así he propuesto, “las musas de Darwin” de José Sarukhán y “las venas abiertas de
América Latina” de Eduardo Galeano. Leer a Darwin y el proceso por el cual, pese a tener
que estudiar de manera forzada una licenciatura en teología antes de emprender su viaje de
3 años en el Beagle, nos muestra cómo compila información que lo llevan a formular una
reinvención del mundo que desmorona las frágiles visiones bíblicas. Leer a un Eduardo
Galeano en esa dolorosa y cruel radiografía sobre los pueblos latinoamericanos es,
curiosamente, una tremenda coincidencia con lo que ustedes en las misiones aprecian. Sí,
el mundo es más amplio que sólo hablar de matemáticas. El mundo de hecho nos exige
cultivarnos e informarnos de otras áreas que no sean sólo nuestra experiencia profesional.
Es nuestra propia capacidad humana, nuestros propios sentimientos de superioridad por una
fe los que pueden nublar nuestra más importante semilla de esperanza. Seamos eclécticos y
desarrollemos también nuestras mejores habilidades. Y claro, surge la pregunta elemental:
¿cuáles serían nuestras mejores cualidades humanas? Un hermano de Temuco, Chile,
Pablo Villablanca Quezada, un activista ambiental y exvoluntario en Ocosingo, miembro
del movimiento juvenil dominicano, me dio en esta semana de rescates asombrosos la
respuesta.
“… en esta América no dejamos de aprender los unos de los otros. Lo importante es que
nuestras luchas sean las de ustedes y viceversa. Hay que instalar la solidaridad, la unidad
y la Fe para dejar de lado el individualismo ecónomico y político. ¡El único interés que
nos debería mover es LA VIDA! Un abrazo para ti y todos allá en Servandus”.
Esto me recordó un pasaje del Antiguo Testamento, en dónde, un hombre sin esperanza, se
ver interpelado para construirla.
Para concluir, permítanme contarles una parábola, para englobar la última de las palabras
clave: tolerancia. Este cuente está tomado de la maravillosa puesta en escena de “Natán el
sabio” de Gotthold Ephraim Lessing.
Le dijo el Sultán a Natán: “Desde hace muchos años me he preguntado si hay una religión
verdadera. Yo soy musulmán y practico mi religión; tú eres judío y sé que también
practicas la tuya y en tu habitación celebras tus ritos; y hay también en mis reinos muchos
cristianos que creen en su propio dios y practican sus propias rituales. Todos vivimos en
paz y hay leyes que se respetan y que aseguran una convivencia suficientemente armoniosa.
Pero esto no quita que me pregunte si el Alá en el que yo creo es el mismo Yahvé en el que
tú crees y el mismo que el dios cristiano; ¿serán tres rotros de la misma divinidad? ¿Son las
tres religiones verdaderas a pesar de sus diferencias? ¿O hay una religión que sea la
verdadera?”
Un día después, Natán, habiendo reflexionado sobre la pregunta del sultán, le dijo: “Mi
señor, he reflexionado sobre tu pregunta que manifiesta una profunda inquietud. No te
traigo una respuesta pero quizás la parábola que te voy a contar pueda darte tus propias
respuestas. ¿Me permites narrarla?” “Adelante”, dijo el Sultán.
Había un rey en un país muy lejano que encabeza una dinastía ejemplar. Durante varias
generaciones sus antecesores habían sido gobernantes justos, magnánimos, razonables y
queridos por su pueblo. Y el emblema de esta dinastía era un anillo de oro que portaba el
rey. Este anillo debía cada rey entregarlo, al morir, al hijo que fuese más digno de
proseguir la tradición de su estirpe, por sus virtudes, por su magnanimidad, por su justicia.
Pero este rey se enfrentaba ahora ante una gran dificultad. Tenía tres hijos, y los tres eran
igualmente perfectos en todas las virtudes y ameritaban ser sus sucesores. El rey pasó
muchas noches angustiado ante la decisión que debía tomar; ya era anciano y debía
nombrar a su sucesor y entregarle el anillo.
Reunió a los tres hijos y les dijo: “Hijos míos, muy queridos: ustedes conocen la tradición
de nuestra estirpe. Debo escoger al mejor de mis hijos para sucederme y entregarle el
anillo que simboliza la fuerza y sabiduría de nuestro reino, pero ustedes tres son para mí
igualmente queridos y los considero igualmente perfectos; no podría yo en justicia escoger
a uno sobre los otros dos. Después de mucho cavilar, tomé la decisión siguiente: llamé al
orfebre de la corte y le ordené hacerme dos copias idénticas del anillo. Idénticas en su
diseño, en su material, en su perfección; y romper después los moldes, de modo que aquí
están - y los arrojó sobre la mesa- tres anillos: uno es el verdadero, los otros dos son copias.
Les pido a ustedes que escoja cada uno el suyo; uno tendrá el verdadero anillo, los otros dos
tendrán copias, pero ninguno sabrá si tiene el verdadero o una copia”.
Los tres hijos se miraron desconcertados; cruzaron sus miradas, trataron de balbucear
alguna objeción. Pero el rey repitió: “Escoja cada uno su anillo y póngaselo. Coloquen
ahora los tres sus manos bajo la mía y escuchen lo que les voy a decir: hijos míos, cada uno
de ustedes, sin saber si tienen el anillo verdadero o uno que no lo es, deberá esforzarse por
vivir y comportarse como si tuviese el verdadero. De esta manera el comportamiento, las
virtudes, la magnanimidad y la justicia de cada uno convertirá en verdaderos los anillos que
no lo son y los tres serán por igual reyes con idénticos anillos”. Los tres hijos guardaron
silencio. Y con una reverencia, se retiraron.
Pasaron los años y los tres hijos fueron monarcas perfectos; cada uno se esforzó por estar a
la altura de su compromiso y por hacer que su anillos fuese el verdadero.
El sultán se quedó pensativo. “Natán –le dijo- es muy profunda esta parábola. No sé si
encuentre ahí respuesta a mis inquietudes sobre la verdad y el error. Déjame reflexionar y
mañana en la noche volveremos a conversar”.
A la noche siguientes el sultán llamó a Natán, lo miro largamente y le dijo: “Amigo Natán:
toda la noche he reflexionado en la parábola. Su mensaje principal, como yo lo entiendo,
es que es más importante el amor y la virtud que la verdad. Todos los seres humanos
nacemos condicionados por nuestra historia y cultura: recibimos en herencia una religión
que consideramos la verdadera. Algunos opinan que su religión es la única verdadera y
tienen derecho a ello, algunos inclusive creen que es su obligación moral creer en su
religión como absoluta y que la salvación de su alma depende de ello, están en su derecho.
Es una manera de escapar al relativismo que afirma que todas las religiones son iguales.
Pero creo que hay en la parábola otra respuesta que también supera el relativismo: y es que
el amor es el verdadero camino a la verdad y la única manera de superar la inescapable
condición humana de ser hombres históricos, sujetos a nuestra cultura”.
Y tras una larga pausa, añadió: “O sea, que más importante que buscar al Dios verdadero es
encontrar al hombre verdadero”. Natán esbozó una sonrisa: “lo dices hermosamente: el
camino para lo primero es lo segundo; todo hombre verdadero encontrará al Dios
verdadero…”
Y añadió: “Sabia es tu conclusión, Señor mío ojalá esa respuesta aquiete tus angustias y te
dé la paz”. Pronunció esta última palabra con una inflexión en la que el Sultán percibió
efluvios de la tradición bíblica de Shalom.
Pero el Sultán lo detuvo: “Espera Natán; además de esta conclusión, tengo otras dos
reflexiones que comunicarte”.
“En primer lugar he reflexionado en que casi todas las religiones apelan a una elección
divina para formar en sus files la idea de que son un pueblo elegido. Están en su derecho,
pero yo creo que ahí está el principio de la intolerancia. Creo que es importante considerar
que no tenemos autoridad por nosotros mismos para considerarnos particularmente elegidos
sobre otros seres humanos para un destino que nos es gratuitamente concedido”.
“Mi segunda reflexión se refiere a la relación entre verdad y poder. Yo soy político, soy
soberano, conduzco a mis ejércitos a las batallas, he organizado gobiernos en todos mis
territorios y siempre considero el poder como una dimensión fundamental de la vida
humana. Y pienso que en la mayor parte de las religiones se da un fenómeno político:
convierten el afán de buscar la verdad en una tendencia a controlar el conocimiento, para
declararse dueñas únicas de una ortodoxia que ellas definen. Y de esta manera se pierde el
espíritu original de los grandes fundadores de muchas religiones; los grandes sabios de la
India, Zoroastro, Buda, en China Lao-Tsé, los grandes profetas de Israel, también Jesús de
Nazaret. Ninguno de ellos estuvo quisquillosamente preocupado por definir los límites de
cada verdad con precisión lógica y matemática. Su mensaje era otro, de purificación, de
unión con la divinidad, de bondad con los demás. Pero al organizarse institucionalmente las
religiones, los profesionales de la divinidad tendieron a definir dogmas, a trazar líneas
precisas entre la verdad y el error, y esto, desde mi punto de vista, es un fenómeno perverso
no sólo para el mundo religioso, sino para el ser humano”.
“De tu parábola yo extraigo esta enseñanza: no importa tanto la verdad que defina una
religión cuanto la manera como nosotros la hacemos verdadera con nuestro
comportamiento y nuestra virtud. Esto no conduce a ningún relativismo; podemos
considerar que nuestro anillo es el verdadero si estamos a la altura de lo que ese anillo
exige”.
El “absoluto en sí” es Dios, y nos es inaccesible. No tiene ni principio ni fin; más allá de
nuestras incertidumbres tiene que existir como explicación que anhelamos, pero sobre todo
como afirmación de sí mismo. Tu pregunta se refiere, creo, al “absoluto para mí”. Estos
absolutos, creo, son indispensables en los hombres, son nuestros asideros. Sin ellos nuestra
contingencia se diluiría sin significados. Algunos consideran estos valores subjetivos que
se asumen como absolutos como vinculados con la libertad moral, como las decisiones
éticas fundamentales a que nos enfrentamos. Yo prefiero llamarlos “fidelidades extremas”:
hacia lo sagrado, hacia la vida, hacia los seres que amamos; son las lealtades con que nos
comprometemos. Su carácter absoluto, para sí, no sólo es posible, sino necesario.