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EL PESO DE LA MARIPOSA

Su madre había sido abatida por el cazador. En sus fosas nasales de cachorro se clavó el olor del
hombre y el de la pólvora del disparo.

Huérfano junto a su hermana, sin manada alguna cerca, aprendió por su cuenta. Creció una talla
más respecto a los machos de su especie. Su hermana fue capturada por el águila un día de
invierno y de nubes. Ella se percató de que estaba suspendida por encima de ellos, aislados en un
prado al sur, donde aún resistía algo de hierba amarillenta. La hermana se percataba del águila
incluso sin ver su sombra en la tierra, con el cielo c errado.

Para uno de los dos no había esperanza. Su hermana se lanzó a la carrera en dirección al águila, y
fue capturada.

Al quedarse solo, creció sin freno ni compañía.

Cuando estuvo listo, salió al encuentro de la primera manada, desafió al macho dominante y lo
venció. Se proclamó rey en un día y en un duelo.

Los antílopes no se emplean a fondo en sus enfrentamientos, el vencedor se establece tras los
primeros choques. No embisten como los íbices o las cabras. Bajan la cabeza hasta el suelo e
intentan introducir sus cuernos, ligeramente curvados, bajo el abdomen del adversario. Si la
rendición no es inmediata, ensartan el vientre y lo desgarran tirando hacia atrás con el cuello. Es
raro que lleguen a este desenlace.

Con él fue distinto, había crecido sin reglas y las impuso. El día del duelo lucía sobre ellos el
magnífico cielo de noviembre y en la hierba había montoncillos de nieve fresca, en minoría aún.
Las hembras entran en celo antes del invierno y traen al mundo a sus hijos en plena primavera. En
noviembre se desafían los antílopes.

Entró en el campo de la manada de repente surgiendo desde lo alto con un brinco desde una roca.
Las hembras huyeron con los pequeños de aquel año, se quedó el macho que pateó la hierba con
las pezuñas anteriores.

En lo alto se amontonaron alas negras de cornejas y grajos. Suspendidas en las corrientes


ascensionales, observaron el duelo abierto en forma de libro a sus pies. El joven macho solitario
avanzo, golpeó con la pezuña en el terreno y resopló tajante. El choque fue violento y breve. Los
cuernos del desafiante abrieron una brecha en la defensa y el cuerno izquierdo enganchó el
vientre del adversario. Lo dilaceró con un chasquido de desgarro y en lo alto estalló el fragor de las
alas. Los pájaros proclamaban l vencido a ellos destinado. El antílope destripado huyó perdiendo
las vísceras, perseguido. Las alas se retiraron del cielo y bajaron a tierra a devorarlas. La huida del
vencido se quebró de golpe, clavó las pezuñas y cayó sobre un costado.
Sobre el cuerno ensangrentado del vencedor se posaron las mariposas blancas. Una de ellas se
quedó para siempre, por generaciones de mariposas, pétalo que se agitaría al viento sobre el rey
de los antílopes en las estaciones de abril a noviembre.

Aquella mañana de noviembre se despertó cansado. Hacía muchos años que dominaba el
territorio sin que nadie los desafiara. Sus hijos, criados en la sociedad de las madres, no conocían
su aspereza. Bajo su dominio no había duelos. Los machos adultos se iban al exilio en busca de
otras manadas.

Fue un tiempo de paz en su reino, se moría sólo por la caza del hombre y del águila. A los
depredadores de valle abajo y del cielo, los antílopes les pagaban la deuda de habitar el reino. El
hombre cargaba con su captura a hombros y se la llevaba al valle, el águila la consumía en el
mismo sitio y después tomaba impulso ladera abajo para alzarse otra vez en vuelo.

El águila en el suelo es torpe. Amodorrada por la comida es poco más que un pavo. Se aleja sobre
sus cortas patas y antes de elevarse toca y rebota en el suelo unas cuantas veces. Un águila
saciada en el suelo es vulnerable.

El rey de los antílopes mató a una sobre un altiplano. Esperó a que se amodorrara y la atacó
después. El águila era incapaz de tomar altura, jadeando quedamente. La manada, estupefacta,
había visto desde lejos a su rey con el hocico en el suelo arrojarse contra el águila que huía
mientras caía una y otra vez. El rey, con un golpe de su cuerno izquierdo, la había ensartado a
media altura mientras descendía. Herida, la había pisoteado después saltando sobre ella con las
pezuñas, dejándola moribunda. Nunca se había visto nada así en el reino de los antílopes.

Aquella mañana de noviembre se despertó cansado y supo que estaba en la última estación de
supremacía. Sus cuernos se rendirían ante los de alguno de sus hijos más decididos. Ya había
tenido que herir a uno en el vientre, sin ahondar, a uno que pateaba impaciente. Alguno de ellos
esparciría sus tripas por el prado y él se convertiría en unos despojos derrotados y vaciados. No
debía terminar así, era mejor desaparecer. Ese mismo invierno y que nadie lo encontrara.

No dormía con la manada, ni siquiera en el otoño de la monta. Tenía distintos refugios nocturnos,
excavados bajo pinos mugos, en cuevas colgadas sobre rocas fiables, adonde el hombre no podía
subir ni con su olor siquiera. Bajaba hasta la manada a horas distintas, con la niebla, antes del alba,
después del atardecer. No le daba a nadie la ventaja de poder preverlo. A su llegada, las hembras
salían a su encuentro y los machos jóvenes doblaban la rodilla para rebajarse.

Aquel día de noviembre, el rey reconoció la decadencia. El corazón le latía con más lentitud de las
doscientas pulsaciones por minuto, empuje que da oxígeno a los saltos ladera arriba y permite
superarlos con ligereza.

Las pezuñas del antílope son los cuatro dedos del violinista. Van a ciegas y no yerran ni un
milímetro. Se deslizan por los barrancos, saltimbanquis en ascenso, acróbatas en descenso, son
artistas de circo para el público de las montañas. Las pezuñas del antílope se aferran al aire. El
callo en forma de cojín hace de silenciador cuando se quiere; si no es así, la uña partida en dos es
castañuela de flamenco. Las pezuñas del antílope son cuatro ases en el bolsillo de un tahúr. Con
ellas, la gravedad es una variante del tema, no una ley.

Las apoyó al alba en la niebla densa, que no dejaba ver el terreno, y se las descubrió inciertas. De
modo que esperó a que el corazón empujara sus golpes hasta dentro de las uñas y el día creciera
junto con los latidos. No quería ceder, inclinar su cuerno izquierdo ante un macho menor, sólo más
fresco de fuerzas.

Olfateó el horizonte para saber de dónde no volvería nunca ni se dejaría hallar. El día de sol frugal
secó pronto la hierba, un riachuelo de luz atravesaba desde el este la manada, que abrevaba
levantando los hocicos al aire. Estaban muchos metros por debajo de él. Desde su refugio en la
sombra vio su fuerza, el número, que tolera las pérdidas. No eran denodados, eran muchos, valor
que da fuerzas a los más débiles.

Eran hijos suyos, salidos de las arremetidas de sus caderas. No estaba orgulloso de ello, había
hecho la voluntad de la vida. Podían osar el cielo descubierto a plena luz.

Admirables las hembras, que alumbran en mayo subiendo a los pastos más altos. Paren en
soledad, después forman grupo con las otras madres. Crían a los pequeños en jardines de infancia
vallados por despeñaderos y cielos. Forman escudos con sus cuernos contra las caídas libres de las
águilas, sin la ayuda de ningún macho.

Admirables las antílopes, cada una con un pilluelo colgado de la sombra y de sus pezones. El rey
las vigilaba desde lejos, satisfecho de ver nacer más hembras que machos.

Le llegó ladera arriba el olor del hombre y de su aceite. Pertenecía al asesino de su madre. Era él,
subía para abatir antílopes en solitario, buscaba a su rey desde hacía años.

Dio una patada a una piedra y la mandó a chocar lejos sobre los pedregales escarpados. El impacto
hizo que se desplomara una pequeña descarga de guijarros. El hombre al pie de la ladera se volvió
hacia arriba buscándola, para remontarse hasta el animal que la había movido. Miró en el lugar
equivocado. El rey de los antílopes en la sombra le tomaba el pelo desde hacía muchos años.

El hombre había matado más de trescientos. Apuntaba a lo alto del muslo, un lugar que abatía al
animal sin estropear el pelaje. Lo destripaba allí mismo, después se echaba a hombros el cadáver
aligerado. Un antílope macho adulto oscila entre los cuarenta y los sesenta kilos como mucho. El
rey excedía de la talla, pesaba más sin duda.

El hombre vendía la piel a los curtidores, la carne a los restaurantes que la compraban de forma
clandestina. Subía a menudo en noviembre, cuando los machos se baten y sobre su lomo crece
hasta los treinta centímetros de altura el copete de la madurez.

En invierno cazaba para las mesas de los esquiadores, en verano para el apetito De los
excursionistas y de los alpinistas, pero en noviembre estaba el trofeo del copete del lomo, que por
sí mismo valía el resto del antílope. Buscaba a su rey desde hacía años, admitía que nunca se había
topado con otro como él.

Animal asesino el hombre, que abatí a los hijos del rey de los antílopes desde lejos, animal que
bullía en el valle y emitía un ruido de trueno cuando reinaba el sereno. Animal solitario ese que
subía hasta ellos para emboscarse, para llevarse consigo. Incluso así los antílopes lo preferían al
águila, que aparece de repente sin avisar con el olor, en días de nubes y de niebla, y empuja al
vacío a los pequeños para devorarlos abajo hechos trizas. Mejor el hombre, que se deja notar
desde lejos y que espanta a las águilas. De él siempre se percatan los antílopes.

El hombre tenía ya cierta edad, gran parte de su vida subiendo para cazar furtivamente animales
en la montaña. Se retiró para dedicarse a ese oficio después de una juventud pasada en la ciudad
entre revolucionarios, hasta la desbandada.

Durante cierto periodo del siglo pasado, la juventud se dio una ley distinta a la establecida. Dejó
de aprender de los adultos, abolió la paciencia. En la montaña ascendía cimas nuevas, en la llanura
se daba nombres de batalla. Quería ser primicia de tiempos opuestos, declaraba falsa toda
moneda. No tenía derecho al amor, pocos de ellos tuvieron hijos durante los años revolucionarios.
Nunca más se vio empeño semejante por darle la vuelta al plato, en una juventud. Un plato boca
abajo no contiene mucho, pero posee una base más ancha, está mejor plantado.

Se había retirado a las montañas natales y había reemprendido la caza furtiva. Vivió en chozas
abandonadas, guaridas de alpinistas. Después, cuando alguien le dejó un refugio de piedra en lo
alto de un bosque, lo adaptó a sus medidas. Era una sola habitación, fuego y agua. La única
mejora: doble ventana y en medio metía musgo, que absorbe el viento. Se echaba a los hombros
los antílopes, sacándolos de rocas espantosas para todo aquel que las viera, siguiendo senderos
invisibles rastreados por pezuñas leves, apenas una marca de lápiz sobre los precipicios.
Socializaba poco con la aldea cercana, pero los conocía a todos y en cierto modo lo protegían.
Cada aldea tiene un santo y un bandolero. No pesaba sobre él orden de captura alguna, era un
furtivo, pero ningún guardabosques había podido sorprenderlo in fraganti.

Iba por las montañas con un 300 Magnum y balas de once gramos. No dejaba herido al animal, lo
abatí a de un solo disparo. Sabía llegar a favor del viento, se quedaba quieto durante horas
mientas caía la helada, escalaba ágil en la ascensión y el descenso.

Aquel día de noviembre se levantó con el cansancio en las piernas, recién levantado le pesaba ya
un jadeo de final de día. Fue el sol lo que le persuadió para tomar el morral. El arma estaba desde
la noche anterior junto a la cama, quien vive solo debe estar listo. Salió con el café humeándole en
la cabeza.

La noche anterior hubo vino en la aldea y un trasiego de personas en la taberna, que acudían a
saludarlo. Se celebraba el aniversario de uno de sus ascensos, que veinte años atrás había
despertado bulla y admiración.
El alpinismo era para él una técnica al servicio de la caza, para llegar hasta donde otros no podía.
Al principio se veía por ahí a otros cazadores furtivos: habían desaparecido, por edad, por
renuncia.

Hacía veinte años escaló una vertiente aún imposible, para sorprender desde lo alto a una manada
de antílopes, inalcanzables desde la vertiente buena por estar demasiado al descubierto. Subió
con el fusil en bandolera, él solo, por la pared virgen. Bajó por la vertiente opuesta con el antílope
sobre los hombros.

En la aldea, tras la venta de la carne, se había tropezado con unos alpinistas venidos de fuera que
se preparaban para la empresa de abrir una vía por aquella pared. Dijo que la ascendería antes
que ellos, solo y sin cuerdas, sin protección, al día siguiente repitió la escalada ante sus propias
narices hacia arriba, sin el estorbo del fusil ni del morral. Para ellos era una empresa sin parangón,
para él un recurso para que no le olfatearan los antílopes. En las empresas, la grandeza consiste en
tener una cosa muy distinta en la cabeza.

Tras ganar la apuesta, no quiso quedarse con la cantidad jugada, revelándoles que ya había
ascendido la pared. Se ganaba la vida con los antílopes, no con los alpinistas.

Aquella noche sonó para los presentes la armónica. Era su manera de estar junto a los demás sin
contestar a ninguna pregunta.

El día de noviembre refulgía, un día perfecto para quien es joven y destella con energías, de éstas
recordaba el aroma a cuero engrasado y a primera nieve.

Ahora le robaba las energías al aire, las absorbía del fuego, las protegía del viento. Era un trozo de
pan seco de esos que se restriegan en el arenque colgado para que recobre algo de sabor.

Aquel día le molestaba el olor a lubricante del fusil. No quiso enmascararlo envolviendo el arma en
la funda untada con excrementos de antílope, para enredar su olfato profético. A centenares de
metros de distancia levantan el hocico, absorben el aires por una fosa nasal cada vez, una mueca
divertida como diciendo, para tomar el pelo, ¡Por mí y por todos mis compañeros!

El sol de noviembre embadurnaba el olor del hombre por todas partes, una grasa rancia que
ningún estiércol podía camuflar. El aire de noviembre denuncia al hombre ante toda la montaña.

Salió con un porte endurecido que acompañaba a los pasos, el dolor en la rodilla anunciaba el
cambio de estación. Se venían encima las nieves de esas que se quedan. El humo del café se
confundió con las últimas setas del bosque. No iba en su busca, las dejaba en paz. Debía subir a
dos mil trescientos metros dando la vuelta a media montaña. Estaba cansado. Había abatido su
antílope número trescientos seis un mes antes. Era un macho robusto, herido por un desgarrón en
el vientre. No era profundo, no había llegado al paquete de vísceras. El rey de los antílopes debía
de estar aún en la cumbre del reino para haber vencido a un macho tan fuerte. Dos veces lo había
visto con los prismáticos: un par de cuernos como nunca habían crecido en la cabeza de ningún
otro ejemplar, y en el lomo un copete erguido hacia lo alto como cola de gallo. Por aquella herida
en el vientre había sabido que el rey seguía aún vivo. Debía de ser su última estación, no quedaba
tiempo para derrotarlo. Desaparecería, ocultándose en algún agujero para morir.

“El rey de los antílopes”: era divertido que en el valle le llamaran así a él, al cazador. Consentía que
lo hicieran, pero para sí mismo prefería el título de ladrón de ganado. Robaba al amo de todo, que
consentía dejarse quitar, pero llevando la cuenta.

Cada día era bueno para pagar todo el saldo de una vez, incluso aquel día tibio y veloz de
noviembre. Había vivido a costa del amo. Había gorroneado las viandas allá donde se las
encontraba servidas, sobre los barrancos, en las nieves en as que uno se hunde hasta el anca,
entre las rocas puntiagudas y las gargantas desfiguradas por las avalanchas.

Había perseguido ciervos, corzos, cabras montesas, pero sobre todo antílopes, los animales más
perfeccionados para la carrera por encima de los precipicios. En esa preferencia admitía el
empellón de la envidia. Se movía por las paredes a cuatro patas sin una pizca de su gracia, sin la
distracción con la cabeza alta del antílope, que deja que se encarguen los pies. El hombre podía
escalar incluso dificultades superiores, ascender recto donde ellos giran, pero seguía incapaz en su
entendimiento con las alturas. Ellos vivían allí dentro, él era un ladrón de paso.

Había visto a los antílopes saltar los precipicios en plena carrera, uno detrás de otro, ejecutando
una idéntica secuencia de pasos en su impulso de una orilla a otra. Su salto era un remiendo entre
dos bordes, un punto de sutura sobre el vacío. Tenía que ver la envidia por la superioridad del
animal, como cazador admitía la bajeza que inventa la estratagema, la emboscada desde lejos. Sin
certeza de inferioridad falta el impulso par aponerse a la altura.

Caso distinto es el del pescador, que n envidia habilidad alguna en el pez, sólo quiere derrotarlo.

Es depredador que captura en masa, no sigue a un ejemplar solo, excepto Ahab en Moby Dick. Ni
carga con el animal sobre los hombros. El pescador es lo contrario.

Cuando era un crío iba de pesca furtiva con un anciano que lo llevaba como mozo. Remontaban
torrentes pendencieros entre las rocas, había que encaramarse a bordes desmoronadizos,
siguiendo gargantas ensordecidas por el estruendo. En lo alto, cerca de los manantiales, se abrían
las pozas. Allí arrojaba el anciano trozos de explosivos cebados con mechas cortas. Era una
variedad de la dinamita, la chedita, empleada en las canteras de mármol. Exudaba gotas de
glicerina que no podían agitarse, cuidadito con tropezar con aquello encima. De niño, uno no
piensa en tropezar, son pensamientos de edad adulta. El chico llevaba el explosivo, el adulto los
detonadores. El arte consistía en que la explosión fuera a flor de agua, no a más altura, para no
dispersar la onda de choque. El impacto excavaba un agujero en la poza, que se cerraba sacando a
flote todas las truchas que había por ahí.

La primera vez se lo recriminaron:

-Tramposo, se usa el cuévano para los peces, que deja pasar el agua, no el macuto.
Donde él vivía se decía el macuto, no la mochila. No era oficio para él vaciar los ríos con dinamita.
Durante muchos años no volvía a crecer nada.

“El rey de los antílopes”: sabía bien a quién le correspondía el título. El de verdad había sido mejor
que él, más fuerte y preciso. Él podía ser un rey de los antílopes, pero sólo para los hombres.

Aquel día se apoyaba en un bastón de carpe para soportar el paso. El aire ascendía tibio, hacía
flotar las alas detenidas en lo alto, llevaba el olor a hombre derecho a las fosas nasales de los
antílopes. Debía aproximarse desde arriba, subir más alto que ellos.

Los animales lo habían notado, sabían que andaba por allí y sabían también que estaban en un
prado al que era difícil acercarse al descubierto. Si el olor aumentaba se dispersarían hacia lo alto.

Engordaban para compensar el invierno, amontonaban en las caderas las calorías de la resistencia.

Su pelaje se ennegrecía, reluciente, embutido, en noviembre alcanzaban lo mejor de sus sentidos.

La manada sabía que en un día así el rey no venía de visita, no antes de que oscureciera. Los
machos hacían ademán de medir sus fuerzas sin llegar a la temperatura del duelo. Uno de ellos
consiguió montar a escondidas a una hembra en su primer celo. El estro de la Rebequita
encabritaba sus hocicos. En su lomo, cerca del cuello, una glándula sexual desprendía olor a
almendras.

El hombre pasó a doscientos metros en línea recta por debajo de la manada. No podía verlos, a
muchos saltos de roca por encima. Ningún sentido le daba la certeza de que estuvieran allí. Son
escasos los sentidos con los que la especie humana está dotada. Los mejora con el compendio de
la inteligencia. El cerebro del hombre es rumiante, mastica una y otra vez la información de los
sentidos, la combina en probabilidades. El hombre es así capaz de premeditar el tiempo, de
proyectarlo. Es también su condena, porque le da la certeza de morir. Aquel día de noviembre, el
hombre sabía que estaba frisando su término. Podría ser su última vez detrás de la manada, o bien
la penúltima. EL hombre no soporta el final, después de haberlo sabido se distrae, confía en
haberse equivocado en sus previsiones.

Era justo para él morir sobre las rocas, como un rey de los antílopes, un rey menor. Sonrió porque
sabía soplar el re menor en la armónica.

Uno de los refugios del rey de los antílopes estaba debajo de un pino mugo, excavado por él
mismo con los cuernos y las patas. Era un arte desconocido para la manda, él lo había aprendido
para ocultarse. Su especie sabía rascar la nieve con las pezuñas para buscar algo de hierba
desteñida. Él había aprendido a remover la tierra.

Se había metido debajo de un pino mugo para escapar del olor cercano de un hombre. Cuando se
alejó, retiró unas piedras con las patas y se excavó un buen abrigo. Bajo el techo de ramas
levantaba el hocico de noche hacia lo alto del cielo, un pedregal de guijarros iluminados. Con los
ojos ensanchados el aliento humeante miraba fijamente las constelaciones en las que los
hombres trasvén figuras de animales, el águila, el oso, el escorpión, el toro.

Él sólo veía los fragmentos desgajados de los rayos y los copos de nieve sobre el pelaje negro de su
madre, el día en que huyó de ella con su hermana, lejos de su cuerpo abatido.

En verano, las estrellas caían a migajas, ardían en vuelo apagándose sobre los prados. Entonces
acudía a las que caían cerca, a lamerlas. El rey saboreaba la sal de las estrellas.

Se guardaba para él sus experiencias. Crecido sin una manada, no sabía transmitir. Podía difundir
en su descendencia la fuerza y una talla mayor, nada más. Su potencia provenía de dos alimentos
opuestos: excavaba y mordía raíces y además había aprendido a comer los vástagos de la cúspide
de alerces y abetos. Buscaba donde se especie no sabía, bajo la tierra y en lo alto. Los antílopes
comen lo que está al alcance de sus hocicos, él se hizo con otras cosas. Los vástagos de la cúspide
de los árboles: no era una jirafa para alcanzarlos. Había aprendido a seguir a distancia a los
leñadores. Cortaban la planta, limpiaban el tronco de sus ramas laterales y dejaban los vástagos
de la cúspide. Servían para esto: la cumbre del árbol sentía el final de la linfa y absorbía toda la del
tronco, que así se secaba antes, haciéndolo más deprisa.

El rey de los antílopes iba a masticar los vástagos de la cúspide que contenían el concentrado
último de la vida del árbol.

En toda especie son los solitarios los que se atreven a experiencias nuevas. Son una cuota
experimental que va a la deriva. Detrás de ellos, la estela abierta vuelve a cerrarse.

Era asiduo también de los bosques, arrancaba con los labios las flores violetas que junto a las
amarillas seducen a las abejas. Le gustaba el rapónchigo de roca que florece sobre las paredes
cortadas a pico, haciendo que le baste una uña de mantillo. Sobre su cuerno izquierdo flameaban
como una banderita las alas de una mariposa blanca.

Mientras el día giraba desde el este hasta el sur, la sangre de le rey calentó las pezuñas de las
patas. Probó su equilibrio levantando al aire las anteriores, apoyándose sobre las traseras,
posición poco práctica para un animal dotado de cuatro apoyos.

La especie humana había liberado las manos, alzándose sobre los pies, pero había perdido en
velocidad. Al escalar regresaba a las cuatro patas, pero como analfabeto. El rey de los antílopes
volvió a apoyar en el suelo las patas anteriores. Su cansancio dependía del corazón, no de sus
cuatro resortes prodigiosos. Salió de su madriguera bajo el pino mugo notando cómo el olor del
hombre subía con las corrientes ascensionales, el olor del asesino. De su madre y de los suyos.

El hombre rodeó casi media montaña, después escaló una grieta que iba ensanchándose como
una hendidura, hasta permitir que cupiera un cuerpo. Se volvía tan ancha como la boca de una
chimenea, el aliento en la sombra salía igual que el vapor. Superó escalando la altura de la
manada, siguió hacia arriba hasta una terracita. Desde allí un sendero estrecho rodeaba la pared.
Lo recorrió hasta divisar abajo el prado de los antílopes. Su olor se alejaba hacia o alto, lejos de sus
mucosas.

El rey no estaba. Jamás estaría en un día de blancos tan fáciles. La pared estaba al sol, el aire subía
desde abajo con el ímpetu de un ascensor. Alas negras se dejaban elevar hasta la cima.

EL hombre se tumbó sobre un pedregal que daba al precipicio, alargó el cuello por encima del
borde, olisqueó el aire a la usanza de los antílopes.

Le sorprendió aspirar el aroma a almendras de las glándulas, que estaba tan abajo. Los sentidos
dan una postrera agudeza en el tiempo final de la vida, un arrebato. Lo sabía y añadió la extraña
capacidad de su olfato al cansancio de aquellos días. Estaba jadeando, no era sólo el esfuerzo, sino
un principio de hundimiento.

Tumbado sobre las piedras recobraba un lugar de supremacía, espiaba sin ser visto. Por encima de
él se perdían los gritos de los pájaros. Desde luego, no avisaban a los antílopes del intruso. Los
pájaros, por encima de él estaban del lado de la caza.

El cañón del fusil había recogido hilos de telarañas en los pasajes. Los dejó ahí, eran un buen
augurio, obra del mayor cazador del mundo, que dibuja trampas en el aire para capturar alas. La
araña era un colega. En su habitación, los hilos de las telarañas estaban tendidos alrededor de la
ventana. Relucían al sol para enmarañar los vuelos. Las arañas fijan redes con un centro y esperan.
Las presas acuden a ellos. EL hombre debía escalar para ir hasta el centro de las presas. La araña
era el mejor cazador. En su posición aun a la sombra, el hombre veía relucir al viento un hilo de
telaraña pegado al cañón de su fusil.

Fue a posarse allí una mariposa blanca. La espantó con un gesto leve, para que se alejara sin
tocarla. Su vuelo entrecortado, anguloso, era lo contrario de la bola de plomo cargada en la
oscuridad del cañón reluciente, con su línea recta dirigida hacia el objetivo grande. Una mariposa
sobre un fusil le toma el pelo. Su puntería es objeto de mofa por el vuelo entrecortado que, caiga
donde caiga, lleva consigo el centro alcanzado. Donde se posa la mariposa es el centro. El hombre
la apartó con un gesto lento y un resoplido de despedida.

Su vista no tenía necesidad de lentes. Se la enjuagaba en un torrente que estaba tibio incluso en
invierno, no se helaba en la fuente, sino más abajo. Bebía a sorbos y abrevaba sus ojos también.
Los dientes eran todos suyos. Escrutó a lo lejos, vio la aldea en el valle y creyó escuchar un tañido
de campana. Estaba íntegro aún, pero los sentidos afilados denunciaban un derrumbe. Sonrió,
tenía una cita esa tarde con la mujer que lo había convencido. LE había permitido que se reuniera
con él en su habitación de la linde del bosque. Ésa era también la señal de una grieta.

Considerado el último cazador furtivo, su reputación había ido creciendo mientras los demás se
retiraban, fueran ancianos o no. Los guardabosques no eran capaces de acabar con él. Iba donde
ellos no se arriesgaban.
La montaña esconde, tiene callejones, buhardillas, subterráneos, como la ciudad de sus años
violentos, aunque más secreta. Tenía escondrijos diseminados, depósitos con fusiles y cartuchos,
refugios y guaridas invisibles. Salía de casa con el arma declarada, iba hasta uno de sus
escondrijos, allí cambiaba de arma y se iba de batida.

A un furtivo antes o después un resbalón nunca le falta, le cae un juicio: a él no. El alpinismo le
había servido para mejorar sus vías de fuga. Ascendía para dispersar sus huellas, un alpinismo
opuesto al de los escaladores que dejan señales a su paso, piedras amontonadas cual mojones,
clavos en las paredes, cruces en las cimas. No entendía lo de las cruces: sin el crucifijo eran la firma
de un analfabeto, al final de un acta de la geografía. En la cumbre Miara del grupo del Sella, en
cambio, estaba colgado un Cristo de madera de tres metros. Expuesto a las materias, detiene, con
los brazos abiertos, como un dique, el tiempo, para que no se precipite sobre todo el valle de un
golpe.

Conocía su territorio mejor que cualquier otro ejemplar de animal. El hombre está dotado para la
geografía, es la medida que mejor aprende incluso sin colegio.

En otros tiempos había compartido la montaña con un oso. Se cruzaban a menudo y se detenían a
distancia de pocos pasos. El oso olisqueaba al hombre, el hombre miraba al suelo, de lado, hacia
arriba. Después se separaban. El oso se comía las vísceras de los animales que él abatía. Podía
haber vendido también el oso y su piel, pero no se mata a un ejemplar único. El animal murió al
final de viejo, encontró sus restos en un bosque de la vertiente norte y los enterró.

Se cruzaba también con el águila, que desciende para recuperar el cachorro de antílope que ha
dejado caer. El águila, molesta, vuelve a elevarse en vuelo, lenta en su despegue. No disparaba a
esa maravilla de criatura. De joven había bajado a robar un aguilucho en el nido, en el valle se lo
pagaban bien. EL nido no está en las cimas, el águila no es tonta, lo coloca a media pared. Va a
cazar más arriba, así lleva hacia abajo la presa capturada. Qué potencia de garras: abre con ellas el
pecho del antílope y lo desgarra para comerse el corazón.

Es noviembre, el hombre siente cómo cae el cierre metálico del invierno. En las noches en las que
el viento arranca de sus raíces los árboles más expuestos, la piedra y la madera de la cabaña se
restriegan entre ellas y emiten una cantilena. EL fuego chasquea besos de consuelo. La aspereza
de fura da empellones, pero la llama encendida mantiene unidas madera y piedra. Mientras brilla
en la oscuridad, la habitación es una fortaleza. Y está también la armónica para contradecir los
gritos de la tempestad.

En invierno, el hombre talla algunas empuñaduras de bastón en cerezo, que crece silvestre al
fondo del valle. En verano va a venderlas al pueblo. Graba en la empuñadura una cabeza de
caballo, una seta, una estrella alpina. Las cortezas del cerezo dejan en la habitación un olor a
horno apagado.
Cuando remite la tormenta, deja la nieve acurrucada cual clueca sobre la cabaña. La péndola con
la voz del cuco de madera tañe los golpes de un pollito dentro del huevo. El cuco de madera tiene
la voz de mayo, tan extraviada como la de un profeta en la ciudad alborozada.

El hombre, en invierno, sólo debe resistir en su cáscara. Piensa: ninguna geometría ha deducido la
fórmula del huevo. Para el círculo, para la esfera está la pi griega, pero para la figura perfecta de la
vida no hay cuadratura. En los meses con el blanco encima y a su alrededor, el hombre se vuelve
visionario. Con el sol en los párpados deslumbrados, la nieve se transforma en fragmentos de
cristal. El cuerpo y la sombra dibujan el artículo “el”. El hombre en la montaña es una sílaba en el
diccionario.

En las noches de luna, el viento mueve el blanco y manda las ocas por la nieve, una vieja forma de
decir que afuera pasean los fantasmas. Los conoce, a su edad los ausentes son más numerosos
que los que quedan. Por la ventana ve pasar sus blancos de oca sobre la nieve nocturna.

Es noviembre, y ante él está el invierno que ha de venir, inmenso para albergarlo. Le ha rondado la
idea de bajar al valle este año, de invernar en el pueblo. Es la primera vez que asoma, entre los
pasos de la ascensión, tal pensamiento. El hombre da una patada a una pequeña piña de mugo.
Sin él, la cabaña se derrumbaría de melancolía.

El hombre no cuenta muchas cosas. Eso empuja a los demás a completar, agrandando los detalles.
Una periodista se había obcecado con la idea de seguirlo, de espiarlo. Había pagado a un guía
alpino para que le condujera tras sus huellas. LE hombre se los quitaba de su andadura fácilmente.
Donde ellos se veían obligados a atarse en cordadas, él subía en escalada libre, rápido. Entonces la
periodista se le había declarado, acercándose a él en la aldea donde se aprovisionaba. Le había
ofrecido una compensación. Eran los meses veraniegos. El hombre la estuvo escuchando, después
le contestó:

-Lo pensaré.

No estaba acostumbrado a tener delante a una mujer, le provocaba molestias en la nariz el olor
perfumado con el que las mujeres marcan el aire. Se le habían removido los humores en la tripa.

Un hombre poco asiduo a las mujeres se olvida de que tienen muy superior la voluntad. Un
hombre nunca llega a querer como una mujer, se distrae, se interrumpe, una mujer no. Ante ella,
se sentía acosado. De haber sido un guardabosques, se las habría arreglado. Pero una mujer es esa
tela de araña tendida en un paisaje, que se pega a la ropa y se deja llevar. Le había echado encima
sus pensamientos y no conseguía sacudírselos.

Un hombre poco asiduo a las mujeres es un hombre sin. No es un hombre y ya está, sin más que
añadir. Es un hombre sin. Puede olvidarse de ello, pero cuando se las encuentra delante, lo sabe
otra vez.
-Lo pensaré.

Era verdad, pensaba en la mujer, en su voluntad de sacarle una historia, a él, que en la taberna se
quedaba escuchando las de los demás, y ante la pregunta “¿y tú?, contestaba levantando el vaso a
la salud de los presentes, para engullir la respuesta. Si insistían, sacaba del bolsillo la armónica y
soplaba en ella su música. No podía añadir su historia a la de ellos. Por cada cosa que los demás
narraban él había hecho algo peor. Riesgos, desventuras, ferocidades, por los relatos de los demás
sabía que era el peor. A la mujer no podía contestarle con el aliento de la armónica. Estaba
pensándolo.

A sus sesenta años, su cuerpo estaba bien afinado, compacto como un puño. Y la mujer, ¿Cómo
era? Como la mano abierta en el juego de piedra, papel, tijera, la mano que gana porque se vuelve
papel alrededor de la piedra y la envuelve. La mujer era el papel en el que acababa encerrada su
historia. ¿Y la tercera figura del juego, las tijeras? Ésas eran el antílope, con sus cuernos ganaría el
papel, quién sabe cómo.

Estaba pensándolo y lo aplazaba. Aquel otoño se percató de su cansancio en el pecho y en las


piernas. Se decidió a decirle que estaba dispuesto. Se pusieron de acuerdo en el pueblo, ella
subiría a su habitación a mil novecientos metros de altura, donde el bosque se disemina antes de
abandonar. Allí, entre sus cosas mudas, intentaría contestar.

La mujer controló con el freno puesto en la cara su satisfacción por la brecha abierta y le estrechó
la mano, para cerrar el acuerdo. No era papel el contacto con los dedos y la palma. Era la intimidad
sin pudor disfrazada de gesto de saludo. Tocar la mano de una mujer, para un hombre sin, es un
salto en la sangre. No deberían tocarse, el hombre y la mujer, fingiendo que se trata de algo muy
distinto. El gesto de la mujer, fue ella la que buscó su mano, cruzo las fronteras de los cuerpos,
intercambio de amantes para él.

Se miró la mano y se la metió en el bolsillo junto a la otra. Se habían puesto de acuerdo, ella iría
sin magnetófono. En el camino de regreso él restregó la mano en un alerce, no para borrar sino, al
contrario, para conservar el contacto bajo la resina. Era el último paso del otoño, después, vendría
la nieve y su magnífico silencio. No hay otro que merezca el nombre de silencio, aparte del de la
nieve sobre el tejado y sobre la tierra.

Un guijarro de río le sirve para partir la forma redonda del pan de centeno, lo desmigaja en la
leche. Con una rodaja de queso, es su cena.

El invierno es una tenaza alrededor de la cabaña, al salir hunde sus pasos sobre las cimas de los
árboles. Va a procurarse queso y leche a la última masía que ha quedado en lo alto. Hay que cruzar
dos barrancos expuestos a las cargas de nieve listas para despeñarse. Va de noche, cuando el frío
aprieta los lazos de las avalanchas.
Baja al pueblo cuando el tiempo se serena, una vez al mes para cargar la mochila con patatas,
cebollas, arroz y lentejas. Hace su ronda de saludos, escucha las conversaciones habituales, los
proyectos de la carretera, del teleférico: las cosas mejorarán y tú qué opinas, y no se hará nada de
nada. Mientras tanto, se entera de si ha muerto alguien y de si hay que ir de visita.

Aguarda la salida de los niños del colegio, el nuevo mundo las voces que continuarán cuando su
armónica haya enmudecido. La vida sin él ya está en camino. Es de noche cuando regresa a su
cabaña, dejando el rastro de los crampones sobre las placas de hielo. EL bastón de cerezo tiene
una punta de hierro para probar el camino, hace el ruido compañero de los pasos de un ciego.

¿Se había arrepentido alguna vez? Aquella mañana caminaba y se entretenía adivinando alguna
pregunta de la mujer. No, y además nada puede repararse después del daño. Sólo se puede
renunciar a volver a provocarlo. Le había ocurrido con las cabras montesas, que en otros tiempos
cazaba. Le gustaba el carácter de aquellos animales, más afectuoso que el de los antílopes. En la
manada, las cabras se intercambian caricias, rozamientos, se limpian el pelaje unas a otras. Entre
hijo y madre hay un vínculo de vida y muerte.

Había dejado de cazar cabras montesas, había sucedido lo siguiente. Disparó a un ejemplar en la
niebla sin darse cuenta de que era una hembra y sin ver a su pequeño cerca. El animal herido en la
escarpadura había intentado mantenerse aferrado a la roca clavando sus patas inseguras, después
cayó hacia atrás, un salto hacia debajo de más de veinte metros. El pequeño, sin vacilación, saltó
en el vacío de la niebla detrás de su madre, para caer de pie. La madre había rodado de nuevo,
precipitándose hacia abajo, una caída mayor incluso, y el pequeño voló tras ella una vez más.

Cuando el hombre llegó hasta el animal abatido, el pequeño estaba allí, algo vacilante sobre sus
patas, con sus grandes ojos apacibles desolados.

No se había sentido capaz de destripar al animal en ese mismo sitio ante el cachorro, de descargar
en el suelo los kilos de las vísceras para ahorrarse ese peso, había cargado con él entero a
hombros.

Fue entonces cuando decidió su título de ladrón de ganado, ante los ojos del amo de todo,
grandes apacibles desolados. Había que mirar aquel par de ojos para saber que había sido
ponderado. Decidió que la caza de cabras montesas había terminado para él. Se extraen lecciones
de los animales. No sirven para reparar nada, sólo para terminar. No estaba arrepentido, no podía
resarcir el agravio, podía renunciar. Las deudas se pagan al final, todas a la vez.

A los hombres les había dado el peso justo. Volvió a pensar en lo peor que había cometido y
concluyó una vez más: hubo que hacerlo. Volvía a su peor para mantenerlo fresco, para no dejar
que se secara. Un hombre es lo que ha cometido. Si lo olvida, es un vaso puesto al revés, un vacío
cerrado.
No se arrepentía, porque no podía jurarse que nunca más. Con las cabras montesas sí, estaba
seguro de que no volvería a disparar contra ellas. Con los hombres, lo peor era posible de nuevo.

Envejecer y no disminuir el paso, no apoyarse en un árbol, en un hombro. Cortar la misma


cantidad de leña un otoño tras otro. Tenía ya lista la pila amontonada el año precedente, ya
madura. Había cortado la fresca para dejarla reposar.

Lo malo de vivir en lo alto del bosque es que la tala ha de subirse. Le hacían falta setenta quintales,
cortados, escuadrados, cargados en cuévanos y transportados cuesta arriba. Aquel octubre había
hecho más viajes para aligerar el peso de la espalda. El año próximo pensaba empezar ya en
septiembre la provisión. Los viejos tienen que alargar los tiempos del trabajo, mientras las
jornadas se acortan junto con las fuerzas.

Le había entrado el jadeo en l tala de octubre. Se tumbaba a menudo a mirar en lo alto del
desbarajuste infantil de las nubes. Se le ocurría la idea de que la materia que lo rodeaba estaba
compuesta de vida precedente y caduca. En las nubes estaba el aliento húmedo de los animales
que había abatido y de los antepasados de los hombres. El terreno que lo sostenía estaba abonado
con su polvo y con sus cenizas.

Cuando un hombre se detiene a mirar las nubes, ve discurrir el tiempo por encima de él, un viento
que desarzona. Entonces hay que ponerse otra vez de pie y atraparlo de nuevo. Se levantaba para
seguir trabajando, limpiaba las ramas laterales de los troncos, dejando los vástagos en lo alto. Al
acabar la tala estaba agotado. El último cuévano chocó contra una ramita, la partió y bastó con ese
escaso peso de más para hacer que vacilara y tuviera que hincar una rodilla en la tierra.

En casa, con el primer fuego encendido recobraba las fuerzas y la paciencia para llevar el día a su
término. La noche perfecciona la obra tosca que se empezó al despertar, con el cielo aún oscuro.
La noche bisela, pasa la última mano de papel de lija fino al día hecho a mano.

Su vida al hilo de las estaciones había ido a la par con el mundo. Se la había ganado muchas veces,
pero no era cosa suya. Tenía que restituirla, arrugada después de haberla usado. Menudo
acreedor de manga ancha era aquel que se la había prestado fresca y la recuperaba usada, ya para
tirar.

¿Le hacía falta creer que había un capataz y que el mundo era su manufactura? No le servía para
hablarle, para suponerlo a la escucha, pero era una idea que le hacía compañía. Un amo de todo,
si existía, no hubiera permitido que se estropeara lo suyo, no lo habría dejado irse al demonio en
manos de la especie de los hombres. Un amo, si existía, se había emborrachado y había extraviado
el rumbo a casa. Era mejor que no existiera. El hombre prosperaba en su ausencia. Había
aprendido el bien y el mal sirviéndose él solo. Era imposible un amo de todo, pero aquel imposible
le hacía compañía. Frente a un cielo que bajaba a la tierra para pasar la noche, le gustaba dar las
gracias al capataz.

Eran ideas adecuadas ante el fuego para acompañar el parloteo de la leña que se deshace en las
llamas y calienta la sangre. Hacía que la tibieza fuera ascendiendo desde los pies descalzos, que
tenían derecho de piso. EL fuego jugaba al corro con la leña, salpicando chispas sobre las baldosas
de piedra de la habitación.

El reloj de cuco encima de la chimenea le recordaba la voz de la primavera: quedaba tiempo de


espera antes de que regresara la voz del cuco verdadero. Aunque el falso de cada hora imitaba
bien al que se ocultaba en brazos de los alerces. Fuera, un alero encanalaba el agua de una
pequeña cascada en una tina de piedra junto al umbral, que acababa rebosando. Tenía siempre
prisa por marcharse el agua, no hacía compañía. Se preparó queso fundido, una rebanada de pan
seco reanimado por el fuego y vació una pequeña jarra. Después sopló en la armónica el final del
día.

En el que había de venir se reuniría con la mujer y su voluntad. Pero antes subiría a buscar un
animal. Una hembra no, aunque sean más ligeras, a finales de noviembre están preñadas. Abatió
una hace muchos años, con dos crías destetadas, y se asombró. Paren un único hijo y él había
matado a la madre de dos.

El rey de los antílopes había aprendido a no temer a los rayos. Su especie se resguarda cuando en
la montaña cae como un cierre metálico la tempestad. Entonces los rayos adentellan las rocas y les
dejan la marca blanca de sus mordiscos. Su grupo se refugiaba bajo una cornisa, el rey no. Sabía
que el rayo sigue ladera abajo la montaña y se mete incluso en los espacios secos de cuevas y
cavidades. Había visto rebaños de ovejas fulminadas así todas juntas. El lugar más seguro es al
descubierto, lejos de árboles y refugios. Así se colocaba, dejando que el cielo le cayera
fragorosamente encima. En la hinchazón de la borrasca rumiaba mejor su alimento preferido, los
brotes de pino mugo y de enebro.

El rey sabía que el rayo avisa. Antes de lanzarse prepara un campo eléctrico en un área del suelo,
por ahí pasa antes una corriente que hace vibrar el aire y resuena como los abejorros en vuelo. El
pelo se eriza él solo, lo que quiere decir que uno está en el campo de la centella. El rey aguardaba
la fricción del aire eléctrico en el cuerpo, el olor a metal y su picor seco en las fosas nasales,
entonces se apartaba para salir del área de la diana. No inmediatamente: el roce de la electricidad
en el pelaje hacía que saltaran las pulgas. Se apartaba a tiempo hacia lo alto. El rayo se estrellaba
por debajo de él levantando una humareda de yunque y de forja.

Al rey le gustaba cuando la montaña está estrechamente abrazada con la tormenta y el viento. El
águila no vuela y el hombre no sale. La tempestad borra las huellas de los antílopes, se lleva
consigo su olor, hace otra vez virgen la tierra. El rey permanecía al aire libre hasta el último
estruendo.
Si el rayo prendí algún incendio en el bosque bajaba a su encuentro. Antes de arder, algunos
árboles esparcen al viento sus semillas en una última entrega de fertilidad. Ésos eran los que
buscaba cruzándose en su descenso con los corzos y ciervos que subían a ciegas resbalando sobre
las rocas empapadas. A lo lejos, en el valle, el agua caída de las nubes se zambullía a empellones
con las piedras y los troncos. Era la cola del arco iris de la tormenta en fuga. Sobre su cuerno
izquierdo regresaba una mariposa blanca.

Existe en las escrituras sagradas una expresión: vestido de viento de Elohim. Se refiere a un
hombre marcado por una profecía que ha de transmitir. Nadie excepto él sabe de qué vestido se
trata. El rey de los antílopes estaba vestido de viento. En la tempestad se dejaba envolver por las
ráfagas, eran su capa. Su pelaje brillaba hinchado ante el estallido de los relámpagos, el rey
cerraba los ojos y se dejaba abrazar por el aire desatado. Estaba a salvo allá donde todas las demás
criaturas advierten una amenaza. Tenía una alianza con el viento, su corazón latía ligero
cargándose de la energía arrojada por el cielo contra la tierra.

Aquel día de noviembre y de cansancio el rey olfateó las nieves próximas, detrás de la curva breve
del día de sol. Olisqueó la nieve amiga que haría que su especie se acurrucara en sus madrigueras
de hielo. El sol daba su vuelta de despedida por los prados altos, la manada de antílopes estaba
nerviosa. Habían olfateado al hombre y lo habían perdido después. Los machos no tascaban,
arrancaban en breves carreras para birlarle algún olor al aire detenido. Su aliento apelmazado
resoplaba como un silbido. Hacían ademán de breves desafíos interrumpidos, sin victoria, que no
les correspondía a ellos.

O grasa necesaria para aguantar el invierno violento de las cumbres. En el grupo del rey no había
duelos, los machos adultos esperaban que el rey acabara de cubrir a todas las hembras, después
les tocaba a ellos. Uno ocuparía su lugar, sabían que era la última estación de supremacía de su
señor. El rey, desde algún sitio, los vigilaba. Más alto que la manada, el hombre, tumbado sobre las
piedras, esperaba con el fusil a su lado el ascenso que le pusiera a tiro. Perseguía al mayor por el
trofeo del copete y de los cuernos. La carne del animal en celo era incomestible.

El hombre había asistido a duelos de antílopes de otras manadas. Admiraba su lealtad, jamás dos
contra uno. Él llevaba en un costado el corte de un cuchillo traidor, una puñalada de uno del
montón que lo había agredido. Los hombres han inventado minuciosos códigos pero, en cuanto se
presenta la ocasión, se adentellan sin leyes. Había vuelto a coser camisa, el corte le fue
remendado por un enfermero, sin pasar por un hospital. Eran tiempos sin justicia. Practicaban una
que se demostraba día tras día, entre las emboscadas que sufrían y las que realizaban.

“Ojos de hoz”, había oído dirigir a una mujer ese cumplido. Era el acero bruñido del filo, de esa
materia eran los ojos de la mujer. Ella conocía la atracción que su cuerpo desencadenaba en un
hombre. Quién sabe cuántos se habían puesto en fila para obtener una sola mirada, cuántos se
habían enorgullecido por el horizonte de sus ojos. De su juventud agitada, el hombre recordaba la
torpeza de los hombres cuando intentan llamar la atención de una mujer. Lanzarse a una trifulca
podía servir para una reputación, la voz fuerte, la frase dura podían resaltar en una mesa. Ante las
mujeres, a los machos les salía la hinchazón del pecho de los pichones. Los hombres derrapaban
antes las mujeres entre la limosna y la fanfarronería.

Él se entumecía para oponerse a la exhibición. No faltaron entonces mujeres que lo quisieron,


como una piedra recogida del suelo. Sí, algunas veces lo habían recolectado. Después vino la
desbandada de las filas, la montaña, la habitación en lo alto del bosque al a que ninguna había
subido.

A esta última que le llegaba le había visto hacer el gesto de echarse el pelo liso hacia atrás, por
encima de los hombros. Se parecía a una sacudida hastiada que aleja y se parecía también a una
llamada para que le tocaran el pelo. Las mujeres hacen gestos de concha, que se abre tanto para
echar fuera como para absorber hacia adentro.

En el encuentro de la aldea él había evitado sus ojos, su cara. Había permanecido con los brazos
entrelazados, mirándoselos. La mujer veía que él se negaba a la atracción. No sabía si le resultaba
fácil o penoso. Era una resistencia que no había que forzar con la seducción.

-¿Le molesta mi perfume?

-Contestaré a sus preguntas todas a la vez, ahora no.

Lo dijo intentando no resultar huraño, en voz tan baja que a la mujer le costó entenderlo. El
hombre vio que ella no había oído bien y vio asimismo que no preguntaba “¿Cómo?” El “¿Cómo?
¿Cómo ha dicho?”, le habría echado para atrás y la habría dejado allí.

La mujer permaneció perpleja justo el tiempo de probar un sorbo, un gesto que le sentó bien.

Se quedó mirándolo y después se le ocurrió decir:

-Usted tiene la cara de un zapato de cuero que ha caminado mucho y se ha adaptado al pie como
un guante.

Él no reaccionó, pero tuvo que tragar saliva. Podía haberlo ocultado bebiendo un sorbo, pero no
quiso y tragó saliva sin beber. Apartó los ojos de las manos y miró hacia la ventana que estaba a
espaldas de la mujer. Un hilo de agua se dejaba caer desde una roca lejana, una línea blanca sobre
una página negra, su ruido no llegaba hasta ellos.
La mujer se volvió a mirar también el punto en que él tenía fijos sus ojos. Así le ofreció la nuca, el
tejido de pelo suelto que le caía liso sobre los hombros, saltando la curva del cuello. Como el vuelo
del agua sobre la roca, caía sin hacer ruido.

La mujer se volvió de nuevo hacia él, una torsión a la izquierda para desenroscar.

-¿Estaba mirando el agua?

El hombre frunció un poco los ojos, con arrugas a los lados, un ademán de sonrisa. Le había
contestado. En la resistencia de su tensión, aquello era una mella.

No había tenido ocasión de casarse. Ante la idea, se veía a sí mismo como una figurita de
mazapán, vestido de blanco y negro en lo alto de un pastel nupcial.

Soltó los dedos, alcanzó el vaso. Por el pecho le subió el mismo jadeo de la tala de octubre.

Hay caricias que añadidas a una carga la hacen vacilar. Bebió un sorbo y dejó la mano alrededor
del vaso. Si en ese momento la mujer se la hubiera rozado, su resistencia, la carga y el cuévano se
habrían derrumbado. No ocurrió. El jadeo regresó a su ritmo, se terminó el vaso, retiró la mano y
se levantó. Pagó su vino, no el de la mujer, pues, si no, el tabernero se pasaría hablando de ellos
todo el invierno. En una aldea hay que saber vivir. En un lugar donde la gente se saluda
llamándose por su nombre hay usanzas desconocidas para la ciudad.

Se había quedado dormido. Tumbado sobre las piedras boca abajo, con el fusil a la izquierda, la
cabeza encima del brazo, había cerrado los ojos mientras miraba cómo una nube pequeña se
asomaba negra tras una montaña de enfrente, al oeste. Una manchita de tinta, nada más, pero era
el aviso de que se avecinaba el cambio. Había acabado dentro de sus pupilas mientras la miraba y
se había quedado dormido. El sueño en el interior de los ojos es una mancha de tinta que se
ensancha.

La primera noción de la mano derecha la recibe el niño por la señal de la cruz. Aprende a hacerla
con la mano adecuada y por eso sabe que es la derecha. En la montaña es fundamental saberlo
cuanto antes.

El hombre sabe usar ambas manos a la par. De pequeño, aprendió a hacer la señal de la cruz con la
mano izquierda. Depende del hecho de que los niños aprenden ante el espejo. La derecha del cura
que tenía delante correspondía a su izquierda. EL viejo murió y subió al pueblo un cura joven.
Consiguió corregir el error persignándose ante los niños con la mano izquierda. Así aprendió él a
usar ambas manos a la par. En las bifurcaciones de los senderos se orientaba llamando “primera
mano” a la izquierda, y a la otra “la segunda mano”. Disparaba con las dos.

El rey de los antílopes estaba por encima de él. Tenía en el hocico el olor del hombre y de su aceite
repugnante, y debía resoplar para no estropearse el aire. Era un día perfecto, de nítidos confines
entre un tiempo caduco y otro desconocido. El cansancio del cuerpo se emparejaba con la
despedida de la estación buena. La nieve avanzaba por occidente, invisible aún, y se mezclaba con
el buen olor de las hembras en celo, a las que él había cubierto en obediencia a la fertilidad. Se
encaramaba sobre sus lomos para responder a sus llamadas, cumplía su voluntad de renovar vida
y especie, incubando nacimientos en su regazo, el lugar más a salvo y cálido del invierno.

Tras cubrir una por una a las hembras en celo, permitía que el resto de los machos se desahogara.
Pero a una antílope joven que había entrado en celo de las últimas, se la había arrebatado uno de
sus hijos. Era un empellón que le arrojaba del trono antes de tiempo, un ultraje merecedor de un
duelo. El rey estaba cansado de correr y saltar detrás de un hijo adulto malandrín. Era la última
estación de la vida, su reinado, que había durado la enormidad de veinte años, estaba terminando.

También para el hombre la época de la caza tenía que acabar. En la naturaleza no existe la tristeza,
el hombre espantaba la suya con la idea de que el rey de los antílopes también estaba muriendo
en alguna parte sin un jadeo de tristeza, con el orgullo intacto. El hombre procuraba ser capaz.
Moriría él también de hambre y de frío un invierno sin conseguir el fuego. Era un buen final los
solitarios, un final de vela.

El rey de los antílopes supo de repente que aquel era el día. Los animales están en el presente
como el vino en la botella, listos para salir. Los animales saben el tiempo a tiempo, cuando hay que
saberlo. Pensarlo antes es la perdición del hombre y no ayuda a estar preparados.

Miró hacia arriba para despedirse del aire y empezó a moverse ladera abajo. Pisó el precipicio con
los cojinetes de las patas sin desplazar un solo guijarro. La uña partida entre el dedo tercero y el
cuarto se abría y se adaptaba a los escasos centímetros de apoyo. No era un descenso sino un
arpegio. Llegó a diez metros por encima del hombre tumbado por debajo de él, con el fusil a un
lado.

Entre tanto, éste se había despertado y miraba hacia abajo, donde la manda inclinaba el hocico
hacia el pasto. El rey de los antílopes permaneció quieto, erguido sobre el vacío, con la mariposa
blanca en la punta de su cuerno izquierdo. Una bandada de alas negras bajó desde la cumbre sin
grito alguno. EL rey respiró con calma entre la cólera y el asco ante el asesino de su madre y de los
suyos.

El hombre sabía prever, cruzar el futuro combinando los sentidos con las hipótesis, el juego
preferido. Pero del presente el hombre no entendía nada. El presente era el rey por encima del él.

El hombre era una espalda fácil de pisotear. Saltando encima de él podía arrojarlo hacia abajo. El
rey pesaba lo que el hombre, jamás se había visto ninguno de semejante talla. Se levantó el copete
del lomo en señal de batalla. Sacudió el cuerno en el aire para liberar a la mariposa, golpeó con la
uña de la pata en la roca, un ruido para que el hombre se diera la vuelta. No lo quería de espaldas,
sino de frente.

El hombre se giró como una serpiente hacia el fusil a tiempo para ver cómo el rey de los antílopes
se le echaba encima en caída libre con dos brincos ladera abajo. Era fuerza, furia y gracia
desatadas. Un estrépito de gritos y una multitud de alas llamó a través de la montaña. Las pezuñas
anteriores rozaron el cuello del hombre, las posteriores hicieron que su sombrero volara lejos. El
rey había saltado sobre él rozándolo sin el menor rasguño y volaba ladera abajo hacia la manada
que había erguido orejas y hocicos.

Era el viento vestido de patas y de cuernos, era el viento que desplaza las nubes y barre las
estrellas. De haber estado en pie, el hombre se habría tirado al suelo para sujetarse, pero al estar
tumbado de nada le servía aferrase a las piedras. De haber caído sobre su pecho se lo habría
hundido con las patas, arrastrándolo hacia abajo. El rey había saltado sobre él sin tocarlo, le había
quitado el aliento y el sol el lapso necesario para que se sintiera perdido y se encontrara ileso.

Voló ladera abajo en caída libre, las uñas arañaban las piedras levantando chispas mientras el
hombre empuñaba el arma contra el hombro izquierdo y lo seguía por el punto de mira. Estallaban
pequeñas avalanchas al paso del rey, una estela blanca.

Con el ojo abierto lo veía escabullirse inalcanzable, ya fuera de tiro. El rey le había vencido una vez
más. La manada veía correr como un alud hacia ellos, en pleno día, bajo el sol, a su rey. No podían
percatarse del hombre. Cada antílope permaneció donde estaba, mirando la novedad singular de
su señor de las tormentas, saliendo al descubierto a su encuentro. El rey no llegó hasta ellos. Se
detuvo de repente, se irguió clavando las patas delanteras y retrocedió. Escaló un peñasco
puntiagudo, plantado sobre un detrito de rocas colgadas del vacío. Y permaneció allí.

Era el día perfecto, no volvería a enfrentarse a ninguno de sus hijos ni tendría que esperar al
invierno para morir.

Aguardó allí, inmóvil y erguido, la bala de once gramos que le traspasó de arriba abajo el corazón.
Murió antes de oír el fragor del disparo, un martillazo contra la hojalata del cielo. Cayó desde la
cima del peñasco y rodó hacia los antílopes. Ahí vio el hombre algo que nunca se había visto. La
manada no se dispersó en fuga, lentamente hicieron el gesto opuesto. Las hembras primero,
después los machos, después los nacidos en primavera fueron subiendo hasta él, al encuentro del
rey abatido. Uno a uno inclinaron el hocico hacia él, sin pensar en absoluto en el hombre
emboscado. Tocaron con los cuernos, un ligero empujón, el lomo leonado y espeso del padre de
todos ellos. Las hembras posaron dos golpes, los pequeños restregaron tímidos sus primeros
centímetros en el manto invernal, oscuro ya, de su patriarca.
Nada era más importante para ellos que aquella despedida, en honor al más magnífico antílope
jamás existido. El hombre miraba, con el arma aún en el hombro, el cuerpo sobre los codos. Bajó
el fusil, El animal lo había perdonado, él no. Nada había entendido de aquel presente que ya se
había perdido. En aquel instante acabó también para él la caza, no volvería a disparar contra
ningún animal.

El presente es el único conocimiento que sirve. El hombre no sabe estar en el presente. Se levantó
y se acercó lentamente al animal que había matado. Baja, por encima del él, aguardaba una hilera
de alas mientras desde occidente venía a su encuentro el frente de la nieve, precedido por una
mancha de nube negra.

El hombre llegó hasta el rey, la manada seguía allí cerca, mirando. La más esperada victoria era
gemela de una derrota que nunca antes había conocido. Despreció el instinto que le había
alineado el tiro. Se le vino un esputo a la garganta y una humedad a la nariz, mientras los ojos se le
empañaban. Ladrón de vida indómita, soberana, dejada sin vigilancia bajo el sol por el amo de
todo: a menos que la vigilancia no le correspondiera precisamente a él, que se volvía ladrón. A él
le correspondía defender. Contó los anillos de los cuernos, los años acumulados en círculo. Valían
más que los suyos, había matado a un viejo. Una punzada en el hombro izquierdo acusaba el
culatazo.

Estaba de rodillas sobre el rey de los antílopes, que miraba a lo lejos por encima de él, ojos
acostumbrados al cielo. El hombre se volvió a mirar en esa dirección, vio sólo alas negras a la
espera del pasto de las vísceras. Las obedeció, se arremangó y abrió con el cuchillo el vientre del
antílope. Excavó en la madriguera de la vida y la esparció mientras se evaporaba caliente, dejando
el corazón para el final. El gesto repetido centenares de veces le ensangrentó el brazo hasta el
codo. Decidió que no lo dejaría allí, limitándose a coger el copete, y la cornamenta. Aunque esa
carne fuera inservible, no quiso dejarla a los estragos de las alas negras. A ellas les correspondían
las vísceras. El rey de los antílopes no debía acabar con los ojos picoteados por los grajos. Decidió
cargar con él y llevárselo a algún sitio, para enterrarlo, tras haber tomado el trofeo. No volvería a
disparar. Ahora sabía qué contarle a la mujer.

Intentó levantar al animal, jamás había visto uno de tanto peso. De rodillas, apretó primero las
ancas posteriores apoyándoselas sobre un hombro, después intentó cargarse el resto sobre la
espalda. Le hicieron falta dos sacudidas violentas para sujetar al animal sobre sus hombros, con las
patas colgando sobre el pecho.

Cogió el fusil y se encaminó ladera abajo con pasos cortos y el aliento aplastado. La manada asistía
inmóvil, los pájaros en vuelo estaban con las alas quietas. Giró y se perdió de vista, entre las rocas
y los pinos mugos. La cabeza magnífica del rey colgaba de uno de sus hombros y se balanceaba.
Una campana sonó tras sus pasos pesados, la del mediodía, pero los tañidos se perdieron en el
aire. Se detuvo, jadeando. Permaneció de pie para ver si conseguía tomar aliento o si debía
depositar al animal para recobrar fuerzas. Tenía que llegar hasta un glaciar en el norte, donde el
antílope se conservaría bien. Después subiría con una pala para excavarle una fosa.

Permaneció de pie con el animal encima para comprobar si el cuerpo aguantaba. Una mariposa
blanca voló a su encuentro y a su alrededor. Bailó ante los ojos del hombre y sus párpados se le
volvieron pesados. Los cuévanos repletos de leña, los animales transportados a hombros, los
asideros aferrados con la última falange de los dedos: la carga de los años silvestres le presentó la
cuenta sobra las alas de una mariposa blanca. Contempló el vuelo entrecortado que revoloteaba
su alrededor. De su hombro colgaba hacia atrás la cabeza del antílope. El vuelo acabó posándose
sobre el cuerno izquierdo. Esta vez no pudo espantarla. Fue la pluma añadida la carga de los años,
la que la derrumba. Se le oscureció la respiración, las piernas se endurecieron, el latido de las alas
y el latido de la sangre se detuvieron al mismo tiempo. El peso de la mariposa había caído sobre su
corazón, vacío como un puño cerrado. Se derrumbó con el antílope sobre los hombros, con la cara
hacia adelante.

Se los encontró un leñador en primavera, uno encima del otro, tras un invierno de nieve
gigantesca. Estaban tan enredados que sólo podía separarlos con el hacha. Los enterró juntos. En
el cuerno izquierdo del antílope estaba moldeada con hielo una mariposa blanca.

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