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CUCCIOLO

Prologo

En una ocasión, Gabriel escuchó decir a alguien a quien admiraba que no sabría lo que

era realmente un beso hasta que sintiese cómo su cuerpo se estremecía ante el placer

de un simple y modesto roce. Que, entonces, notaría sus piernas fallar, sus manos

hormiguear y el vello ponerse de punta en su nuca.

Y ahí estaba él, con los ojos marrones entreabiertos y la mirada perdida, sintiendo

exactamente lo que una vez le dijo en breves y suaves susurros aquel que había sido su

primer amor.

Ahora, a sus 24 años, el joven comprendía por fin que aquel siempre había sido un

amor platónico. Admiración y respeto, nada más. Lo comprendió a partir de ese beso.

Los labios que rozaban contra los suyos lo hacían estremecer de tal manera que temía

que le fuesen a provocar una erección. La lengua que se interponía entre sus labios se

los acariciaba pausadamente, y rodeaba su lengua con parsimonia, recreándose en cada

segundo que pasaba.

Ambas bocas se acariciaban una y otra vez. Cada vez que se separaban, Gabriel notaba

que su corazón se detenía de la angustia y, cada vez que se volvían a juntar, le hacían

sentir un placer que nunca antes había imaginado.

Por su mente pasaban imágenes inconclusas: colores y formas que no llegaba a

comprender, el aroma del sudor del hombre que lo besaba, su cabello aterciopelado

rozándole la yema de los dedos, un pequeño mechón rebelde cayendo sobre su mejilla,

el calor de su torso desnudo contra su pecho, su barba de pocos días contra su

barbilla... Aquel hombre lo iba a volver loco, estaba seguro.

Casi pudo sentir que se rompía algo dentro de él al terminar aquel beso: tenía miedo,

estaba casi temblando y deseaba a aquel hombre de cabellos rubios como nunca antes

había deseado nada. Aquello lo aterrorizaba, ¿pero qué podía hacer él contra sus

instintos más animales?


Apenas era consciente de estar moviendo la mano para acariciarle el pecho, repleto de

suave y frondoso vello rizado, más oscuro que los mechones ondulados que le caían a

media melena en su cabeza, pero claramente también rubio, como todo el pelo de su

cuerpo a excepción de las tupidas cejas y del vello púbico, oscuro. Ver a aquel hombre

desnudo delante de él, acariciándolo y besándole el cuello, lo tenía en un estado de

ensoñación continua, excitado, caliente.

Pudo notar claramente la erección apretada en sus pantalones y no reprimió, ni pensó

siquiera en hacerlo, el impulso de desabrochárselos y dejarlos caer al suelo. Al

momento, se arrepintió. Temió lo que ocurriría a continuación, aunque no sabía si

estaba más temeroso de que aquello le pudiese encantar o de que le pudiese resultar

repugnante. Sin darse cuenta, comenzó a temblar.

—No me mires con esos ojos, Gabriel —la voz del rubio, tranquila, grave, aterciopelada

y sexy, con un marcado acento italiano, acariciándole la piel del cuello, no ayudó a que

se calmase—; me das la sensación de estarte violando.

—No se trata de eso... —su frase fue apenas un susurro. A Gabriel le temblaba la voz

como si estuviese ante un lobo hambriento, y no iba desencaminado. Existía, tal vez, la

sutil diferencia de que él también estaba hambriento, y con ganas de ser devorado—.

Salva, yo...

Salvatore le ofreció la mejor de las sonrisas: pícara y brillante, como él era.

—Lo sé, pero no haré nada hasta que no me lo digas, cucciolo, y te advierto que, si no

me dices nada, estaré encantado de acariciar con los labios este maravilloso cuello que

tienes durante toda la eternidad —dijo burlonamente.

—En ese caso... —Gabriel tuvo que tomar aire y armarse de valor para levantar sus
labios hasta la oreja de Salvatore. Lamiéndose el labio, dejó escapar un susurro,

entrecortado por sus nervios— En ese caso, quiero que me lo hagas.

Salvatore lo miró con una dulce sonrisa en sus labios, se relamió y comenzó a besarlo

de nuevo, tan apasionadamente como había hecho la primera vez. Sus manos, amplias

y calientes, acariciaron el torso de Gabriel, contorneando delicadamente su figura.

—Lo estoy deseando —Salvatore hablaba con los labios pegados a los de Gabriel,

mirándolo a los ojos—. Ven, cucciolo, siéntate —dijo, agarrándolo de las caderas con

firmeza y haciendo que se sentase en el borde de la cama.

Cuando Gabriel se sentó, sintió el sedoso edredón en la palma de sus manos y en sus

glúteos, ahora desnudos. Solo pasaron unos segundos hasta que empezó a notar las

caricias de Salvatore cercando sus piernas. A aquellas caricias las siguió una ardiente

mirada. Los ojos de Salvatore eran profundos y de color cobalto oscuro; apenas se

podían distinguir de unos ojos negros entre las sombras de sus mechones rubios.

Casi gruñó de placer al notar cómo Salvatore le mordisqueaba la piel y le deslizaba su

cálida lengua por el pecho, acechando sus pequeños pezones, de punta por la

excitación. Aquella sensación húmeda le hizo olvidar su temor mientras cerraba los ojos

y se dejaba engullir por el torbellino de sensaciones.

Su erección se hizo más grande, potente y vigorosa cuando los dientes del italiano

comenzaron a pellizcar su pezón derecho. Apenas lo había tocado, pero se iba a volver

loco. Su cálido tacto, la caricia de su pelo rubio, sus húmedos besos y candentes

mordiscos...

Aquella era una dulce y ardiente tortura; su cuerpo clamaba por más y la velocidad con

la que Salvatore bajaba hasta su entrepierna no lo ayudaba. Soltó un fuerte suspiro

cuando por fin la lengua del italiano rozó la punta, húmeda ya por el líquido preseminal.

Cuál no fue su sorpresa al descubrir que simplemente recibía un delicado beso,


prolongando el suplicio. Salvatore se separó de él y, con firmeza, lo agarró de las

caderas. Le dio la vuelta rápidamente, desconcertándolo, y comenzó, sin detenerse, a

acariciar sus nalgas, como había hecho antes con su pecho, con su lengua, sus labios y

sus dientes.

Gabriel temblaba, sintiéndose más excitado que nunca. Se notaba que Salvatore era un

profesional, pero ahora no podía pensar en eso. Disfrutaba del momento como de una

fantasía sobre dos amantes prohibidos.

—M-me vas a volver loco, Salva.

—Ah, cucciolo, tu locura no ha hecho más que comenzar. —De forma lenta, pero

decidida y firme, abrió sus nalgas, sorprendiéndolo. Gabriel notó cómo algo tanteaba su

ano, pero no veía nada y comenzó de nuevo a ponerse nervioso. El sexo que había

tenido hasta entonces no tenía nada que ver con lo que estaba disfrutando en ese

momento.

No habría sabido decir con exactitud qué estaba haciendo. Notaba la humedad y la

calidez de los labios de su amante. Sentía sus caricias: a veces, suaves; otras, duras y

potentes; en otras ocasiones, apenas meros roces. Miles de escalofríos recorrían su

espalda y, antes de que pudiese darse cuenta, los gemidos y jadeos empezaron a

escapar desesperadamente de su boca, y sus caderas a moverse sin control.

Cuando, por fin, notó una intromisión, estaba tan excitado que no sintió ningún dolor y

sus labios sólo podían gritar pidiendo más. Lo quería; después de todo, para eso había

pagado el servicio completo, ¿no? Ya no tenía ninguna duda: no iba a echarse atrás.

«Grande, caliente y duro». En cuanto Salvatore se introdujo por primera vez, Gabriel

apenas podía pensar en nada más. Las largas caricias por su espalda, esos besos

descomunales en sus caderas, el aliento de aquel hombre en la nuca... Todo aquello

apenas era un entrante comparado con la increíble sensación que el sexo le estaba

ofreciendo.

Al principio se movió de forma suave, balanceándose trabajosamente y sin llegar a

introducir toda su extensión, pero pronto Gabriel no pudo soportarlo.


—M-más...—apenas pudo jadear, mientras giraba su cuerpo levemente para mirarlo

con los ojos vidriosos.

—No puedo, cucciolo, es tu primera vez —mientras hablaba, Salvatore metió la mano

entre el pecho de Gabriel y la cama, le pellizcó un pezón con algo más de fuerza que

antes y bajó la mano hasta sus genitales para comenzar a masajearle los testículos—.

Eres una dulzura, no quisiera partirte.

Gabriel estaba fuera de juego, no había nada que pudiera rebatir; ni siquiera podía

moverse en la postura en la que se encontraba: era totalmente prisionero de Salvatore.

Su cuerpo temblaba violentamente y amenazaba con desplomarse. Si el orgasmo no le

había sobrevenido aún era porque el rubio sabía muy bien cómo jugar con él para

retrasar el momento.

De improviso, Salvatore lo abrazó, casi sin dejar la más mínima parte de sus cuerpos sin

rozarse, y comenzó a moverse de manera algo más profunda, más violenta, mordiendo

su nuca y sus hombros, jadeando en su oído con una respiración profunda y grave. Fue

entonces cuando Gabriel sintió el éxtasis y gritó con fuerza mientras se corría. La

sensación era tan intensa que se mareó, y todo a su alrededor se puso a dar vueltas.

Cap 1: detrás de una ilusion

Los labios de Salvatore besándolo en la mejilla lo despertaron de su ensoñación. Estaba

algo confuso y, aun cuando hacía apenas unos minutos que aquel acto de intenso

placer había concluido, algunos de los acontecimientos que acaban de suceder los

recordaba tan solo de forma nebulosa. No parecía algo real, pero allí estaba él. El

italiano se había sentado a su lado, y ahora le acariciaba el pelo.


Se miró a sí mismo. Estaba tumbado, hecho un asco, lleno de sudor que provocaba que

el pelo se pegase por la cara y manchado con su propio semen. Durante unos minutos,

inmerso en el ritmo jadeante de su respiración, no pudo pensar en nada, pero, tras ese

tiempo, volvió a mirar a Salvatore y muchas dudas recorrieron su mente: Gabriel lo

había disfrutado, sin duda, ¿pero lo habría disfrutado él también? Ni siquiera estaba

seguro de si se había llegado a correr.

—Salva, yo...

—¿Quieres que te traiga agua?— Salvatore miraba a Gabriel con una dulce sonrisa que

lo contrariaba.

—Sí... —dijo para después maldecirse a sí mismo tras contestarle. Eso no era lo que

quería decirle, pero era ridículo preguntarle qué le había parecido aquello. Le había

pagado para ello; estaba claro que era cosa de trabajo.

—Está bien. No tardaré.

Volvió al poco tiempo. Aquella habitación era una de las más cercanas a la cocina.

Cuando le puso la botella de agua fría cerca del muslo, Gabriel se sorprendió. Salvatore

había sido tan silencioso que ni se había dado cuenta de que hubiera vuelto.

—¿Qué ha sido de esa sonrisilla tuya, cucciolo? ¿No te encuentras bien?

—No es nada... Ha estado bien... —apenas susurró. Se sentía ridículo y ni siquiera podía

mirarle a los ojos. Con algo de dificultad, se incorporó levemente y tomó la botella para

beber. Una gota cayó por su cuello hasta llegar a su pecho, donde, dulcemente,

Salvatore la recogió con los labios.

—Tu pequeño cuerpo es fuerte, así que la próxima vez te obedeceré ciegamente. A

todo lo que me digas.

Su acto y sus palabras hicieron estremecer a Gabriel. Su mirada de color cobalto y su

dulce sonrisa hacían que se quedase embobado, y tenía la sensación de que podrían

llegar a ser más adictivas que la peor de las drogas. Sintió la tentación de asentir
ciegamente, de besarlo y de pedirle que no dejase pasar un segundo más hasta esa

próxima vez, pero, en cambio, permaneció estático.

—No sé cuándo será la próxima. Eres demasiado caro.

Un suspiro y una sonrisa se adueñaron de la cara de Salvatore.

—Cucciolo, la próxima vez será cuando tú desees —mientras hablaba, le besaba y

mordisqueaba el cuello—. No importa si es mañana, en un mes o en años —comenzó a

susurrarle al oído—: recordaré lo que te vuelve loco, y te lo haré una y otra vez hasta

que estés más que satisfecho.

Gabriel sentía cómo se iba quebrando poco a poco la escasa entereza que tenía. Sabía

a lo que se enfrentaba, que él era sólo un gigoló que le hablaba de forma acaramelada

para conseguir más dinero, pero la ilusión parecía tan real que sintió ganas de echarse a

llorar. Se levantó entonces, disgustado consigo mismo, y le dio la espalda.

—El dinero está en el cajón. Cógelo y márchate.

Gabriel pudo escuchar cómo Salvatore abría el cajón y lo cerraba poco después.

Algunos de los ruidos que lo acompañaron le hicieron entender que se estaba vistiendo

y, poco después, notó su cálida mano acariciando de nuevo su cadera y sus carnosos

labios besándole el cuello.

—Ciao, cucciolo. Ci rivedriamo qualche notte. —susurró suavemente en italiano.

No se atrevió a mirar atrás hasta que escuchó el sonido de la puerta de su casa. Fue

entonces cuando se giró y observó con melancolía para comprobar que, efectivamente,

se había ido. Suspiró con resignación. De repente, algo lo hizo fijar su vista en la cama.

Entre las sábanas revueltas y sucias se destacaba una flor de papel. Gabriel la tomó

entre sus manos sorprendido, y después sonrió, feliz. Era un papel de extraña factura,

muy fino y de un color azul precioso. Estaba delicadamente doblado y reflejaba

fielmente la forma de una rosa en el proceso de abrirse. Gabriel estaba más que seguro,

tan solo con una mirada, de que guardaría aquel recuerdo como un preciado tesoro.
Mientras un acalorado debate interno llenaba su mente de pensamientos sobre el

hermoso hombre con el que acababa de hacer el amor, decidió darse un largo baño.

Aún sentía todo su cuerpo hormiguear por el placer que Salvatore le había hecho

experimentar. No era solo el tacto de su pelo ni la aspereza de su barba recién nacida

cuando le besaba con pasión el cuello; era mucho más. Cada una de sus ardientes

miradas, la forma insinuante en la que se movía, su voz... eran capaces de derretir hasta

al más puro de los hombres. No había nada que Gabriel no adorara de él. Y se odiaba

por ello, por sentirse así por un hombre que, desde el principio, se había tomado

aquello como un negocio, como en realidad debía ser: un servicio bien pagado.

Tomó la esponja con rabia y la estrujó sobre su cabeza para mojarse el pelo. Sentía la

imperiosa necesidad de volver a verlo, pero, sobre todo, de volver a notar sus

experimentados y certeros labios recorriéndolo; quería que tocase lugares que ni él

mismo conocía, y estaba seguro de que lo conseguiría de algún modo.

Si hubiese algún adjetivo con el que Gabriel podría ser descrito, ese sería obstinado. Era

un joven terco y con ánimos para lograr lo que se propusiera, aunque, hasta el

momento, solo lo hubiera conseguido gracias a la interminable fuente de dinero que

manaba de sus padres.

Pero, tras aquel día maravilloso y la noche que lo sucedió, en la que durmió

plácidamente sumido en sus nuevas fantasías, la realidad volvió a golpearlo en la cara.

Se despertó pronto para ir a la universidad: un esfuerzo de lo más inútil, teniendo en

cuenta que Gabriel jamás escuchaba en ninguna de las escasas clases a las que asistía y

que se dedicaba a distraerse con el ordenador, cuando no a quedarse dormido sobre él.

Una carrera sosa por la que jamás había tenido ningún tipo de interés, aunque lo cierto

era que jamás se había interesado por nada que le supusiese un esfuerzo.

Nunca le había gustado la perspectiva de ir a la universidad, pero, dado que no había

otra cosa que quisiera hacer, tampoco se negó a entrar en ella. Sus padres le

suministraban dinero a cambio de fingir estudiar. No sonaba como un mal plan para

alguien como él, sin preocupaciones por el futuro.


¿Pero qué podría esperarse teniendo en cuenta la vida que había tenido hasta ahora?

Sus padres siempre le habían consentido todo lo que había querido y sus amigos, si es

que podía llamarlos así, compartían con él únicamente su visión despreocupada del

mundo.

Como la mayoría de las veces, llegó tarde a clase y se esforzó por entrar

disimuladamente y sentarse en silencio al lado de uno de los pocos amigos que había

conseguido hacer en aquella aburrida carrera. Se saludaron con un movimiento de

cabeza y, tan pronto como el profesor comenzó a hablar tras una breve pausa para

garabatear la pizarra, a Gabriel se le comenzaron a cerrar los ojos. No se sintió

sorprendido cuando por fin se despertó y descubrió que la clase había terminado. Miró

molesto a Daniel, que estaba sentado a su lado y lo había despertado al tirarle un trozo

de goma a la cabeza.

Bostezando, se rascó con pereza donde el proyectil había impactado, mirando la cara

de aburrimiento de su compañero.

—Buenos días...

El chico, a quien su rostro aniñado hacía parecer más pequeño de lo que realmente era,

lo miró expectante con sus grandes ojos castaños.

—Ey, ¿te vienes a la cantina? Me muero de hambre, joder.

—Claro. Necesito un buen café o no me despertaré en la vida. Te lo digo en serio,

cuando escucho a ese profesor me siento como la Bella Durmiente.

Daniel se echó a reír de forma estridente, como solía hacer, y le pegó una suave patada

a la pata de su silla.

—¿Pero de qué vas? Si te sobas todas las clases.

Riéndose, Gabriel se encogió de hombros antes de contestar.


—Pues será cosa de la universidad. Eso de que sea privada y pongan las sillas tan

cómodas no nos beneficia en nada a los estudiantes. Vamos a convocar una huelga.

Y, bromeando sobre ese tipo de cosas, Daniel por fin consiguió levantar a su

compañero de la silla y arrastrarlo fuera de la facultad. Una vez al aire libre, no costó

nada conducirlo hasta la cantina donde solían ir siempre.

Aunque Gabriel intentaba comportarse con normalidad, no podía quitarse de la cabeza

todas las dudas e inquietudes que le había producido la experiencia de la noche

anterior. Y no podía quitarse al dulce Salvatore de la cabeza. Tanto que hasta él mismo

se vio sorprendido por la pregunta que, sin previo aviso, le hizo a Daniel.

—Oye, ¿de dónde crees que puedo sacar dinero rápido?

El chico lo miró con una ensaimada aún en la boca y toda la cara llena de azúcar glas, a

punto de dar otro bocado. Su cara era de desconcierto, y lo interrogaba con los ojos

antes de hablarle con la boca llena.

—¿Fómo fieref 'e fepa efo? —tragó de forma aparatosa, algo rojo por el esfuerzo—.

Nunca he trabajado; mis padres me pasan el dinero, ¿no hacen lo mismo contigo?

—Sí, sí, me dan el dinero que necesito. Pero... Ya sabes... —Gesticuló de forma vaga con

la mano, más por vergüenza del motivo que impulsaba su pregunta que por otra cosa.

Daniel negó con la cabeza, pues no se imaginaba a qué se refería su amigo y cada vez

estaba más desconcertado.

—¿Si quieres comprarte algo, no es mejor que se lo pidas a tus padres?

—Es que es para algo que ellos... Digamos que prefiero que no se enteren.

—¿Qué es? Va, dímelo —presionó a Gabriel, cada vez más intrigado.

Gabriel comenzó a morderse las uñas.

—Que conste que te lo cuento a ti porque eres tú. No se lo digas a nadie.


Daniel asintió enérgicamente mientras daba otro bocado. Desde siempre había sido un

cotilla de primera, pero, a pesar de que se conocían desde hacía poco más de dos años,

Gabriel tenía la garantía de que Daniel sería discreto. Además, sabía demasiados

secretos vergonzosos suyos como para que se arriesgase.

—Pues, verás... He conocido a alguien que me gusta mucho y...

—¿Tienes que comprarle algo supercaro para ver si te la ligas? ¿Has contraído una

deuda para salvarle la vida? ¿O es una fugitiva de la justicia? ¡Ya sé, necesitas dinero

extra para alimentarla!

Gabriel se llevó la mano a la cara, rojo como un tomate.

—Por favor, Daniel, baja el volumen... Y no, no es nada de eso... Digamos que... si no

pongo yo el dinero, no hay cita.

—Ahm —exhaló algo decepcionado mientras se limpiaba la boca a restregones que

solo conseguían esparcir más el azúcar por sus redondas mejillas—. Así que solo es una

pija interesada en el dinero.

—¡Que no! —Gabriel calló enseguida mientras todo su rostro se convertía en una gran

mancha roja—. Es que... tengo que contratar sus servicios.

Daniel abrió su boca formando una perfecta O, y sus ojos parecieron agrandarse más, si

es que aquello era posible. Después, se echó a reír mientras daba pataditas la silla.

—¡Qué cabrón! ¡Así que te referías a una puta! Pero, hombre, si sale «más mejor»

buscarse a otra gratis.

—No lo entiendes... Al principio yo solo quería probar cosas nuevas, pero... él es

especial —calló súbitamente al darse cuenta de lo que acababa de decir, esperando

que pasase desapercibido. No sabía qué haría Daniel al descubrir que se trataba de un

hombre, y temía por ello.


Daniel se quedó callado también de repente y, durante el breve periodo de tiempo en

el que, para desesperación de Gabriel, permaneció en silencio, experimentó una

extravagante serie de reacciones: primero, achinó los ojos y agarró el borde de la mesa,

echando la espalda para atrás y dejando la silla sobre dos patas; luego, se echó hacia

adelante e hizo rechinar el suelo ante el movimiento brusco del asiento. Acercó su

rostro hasta mirar a Gabriel de cerca y, finalmente, volvió a la normalidad y cogió el

último trozo de su ensaimada, encogiéndose de hombros.

—En realidad me da igual —dijo Daniel, por fin.

Gabriel suspiró, no sabía si de alivio o de desesperación, y sus mejillas continuaron

acaloradas durante largo rato.

Daniel se sintió obligado a seguir hablando, aunque la verdad era que antes había

permanecido demasiado callado para lo dicharachero que era, y ahora sentía que la

lengua le quemaba en la boca.

—Yo, la verdad, es que no tengo problemas con esas cosas. Me gustan las tías, pero no

tengo nada en contra de los gays, o de los bisexuales, o de los transexuales o de todos

los demás... Bueno, si me dices que eres zoofílico, ya me asusto más, pero, vamos, que

no pasa nada, ¿eh? Si acaso, te diría que, ahora que has descubierto eso, podrías ir a un

bar gay y dejarte de prostitutos y... oye, ¿tú eres el que da o...?

—Deja de burlarte de mí —le dio un pequeño empujón en el hombro, riendo.

Y, de nuevo, Daniel soltó esa carcajada que conseguía poner a todo el mundo de los

nervios pero que Gabriel encontraba de algún modo enternecedora, como la risa de un

dulce niño travieso.

—Venga, va, ahora en serio, ¿de verdad merece la pena pagar a un tío? Seguro que

encontrarías millones de fiesta o por ahí, no sé.

Gabriel negó con la cabeza.

—Es que... Él es único, simplemente. Jamás me había sentido como lo hice estando con
él. Y sé que no será así con nadie más. No es porque sea un hombre. Como si fuese una

mujer, o un alienígena: no importa, es él. Salvatore es...

No pudo seguir hablando al ver cómo Daniel hacía teatro cogiendo una servilleta y

limpiándose unas lágrimas inexistentes para después sonarse con fuerza los mocos.

—Me has llegado, tío. Una historia digna de Romeo y Julieta. Pero, bueno, ¿desde

cuándo lo conoces?

—Eh, pues... ¡Bueno, ¿y eso qué más da?!

Su amigo se tapó la cara con la mano, negando con la cabeza, y la pasó por todo su

rostro, intentando adquirir un poco de seriedad. Daniel se tenía por una persona banal y

estúpida: era así y no le costaba reconocerlo. Sin embargo, en aquel momento, Gabriel

se le antojaba mucho más imbécil de lo que lo había llegado a considerar nunca,

aunque no por ello dejaba de caerle bien, de modo que suspiró.

—Estás decidido a conseguir dinero, ¿no?

—Sí —habló claro y sin ornamentos.

—Pues, chico, blanco y en botella: si ese tío pide mucho dinero será porque gana

mucho dinero, ¿no?

—¿A qué te refieres? —Gabriel tuvo la sensación de haberlo comprendido claramente,

pero de haberse negado a asimilarlo.

—Es eso o robar un banco. No es difícil. Te ofreces como carne fresca, follas y te pagan,

si es que todo son ventajas —bromeó intentando parecer totalmente serio, pero su cara

perdió el color cuando vio que Gabriel de repente tomaba interés en lo que le estaba

diciendo.

—¿Y cómo podría venderme, entonces? En un bar, o...

—¡Alto! ¡No quiero saberlo! —se apresuró a exclamar, alarmado por la bestia que había

creado. Alzó su mano como gesto para que Gabriel se detuviera y para cortar su línea
de visión, y apartó la mirada. Gabriel parecía dispuesto a seguir hablando del tema con

una extraña ilusión que asustó a Daniel. Cambió rápidamente de tema para evitarlo, y

no dio lugar a que el moreno siguiese insistiendo.

Durante el resto del tiempo que pasaron juntos en su conversación, no se volvió a tocar

ese tema ni volvieron a hablar de nada relacionado con Salvatore. A pesar de esto,

Gabriel retuvo en su mente la idea que, sin querer, su amigo le había dado. De hecho,

cuando terminaron de desayunar y la siguiente clase dio comienzo, Gabriel se despidió

de su amigo y se fue a casa, sin importarle otra cosa que los pensamientos locos que le

rondaban por la cabeza.

Anduvo hasta su casa. El trayecto era largo a pie, pero se distrajo pensando en cómo

podía llegar a convertirse en un escort como Salvatore.

Entonces su cabeza se llenó de dudas. ¿Cómo encontraría clientes? ¿Cómo debería

promocionarse y dónde? Él encontró a Salvatore por Internet, en una página web que

parecía pertenecerle, pero Gabriel no sabía cómo hacer eso. Pensó en las películas que

había visto, y acabó concluyendo que lo mejor sería ir a una discoteca y ofrecerse como

carnaza a ver si alguien picaba. Se sentía nervioso e inseguro, pero no perdía nada por

intentarlo, o al menos eso creía. Le pareció que sería mucho más sencillo prostituirse en

un bar gay.

Nada más llegar a su piso, revisó su armario y sacó de él la ropa más ajustada que tenía:

unos vaqueros de pitillo y una camiseta de hacía unos años que ya le venía pequeña.

Estaba algo descolorida, pero tampoco tenía muy mal aspecto, y le marcaba los

pezones. Pensó que eso era lo único que les interesaría a sus potenciales clientes.

Suspiró y miró la hora: apenas pasaba del mediodía. Respiró profundamente y cogió el

portátil para echarse en el sofá. Estaba nervioso y muy cansado. La seguridad en sí

mismo que había adquirido mientras hablaba con Daniel la acababa de perder al

tumbarse en su casa. Tardó un poco en encontrar información, pero, en cuanto

encontró el primer bar gay en su ciudad, el resto comenzaron a salir como de la nada.
Se sorprendió al descubrir que había algunos cerca de la zona por donde solía salir de

fiesta y que jamás se había dado cuenta de ello. Al menos, eso le confirmaba que

debían de ser medianamente discretos (o eso, o no tenían una apariencia

particularmente diferente a la de cualquier otro pub). Siguió rebuscando por la red

hasta que sus párpados se fueron cerrando y se quedó dormido con el portátil sobre el

estómago y un montón de pestañas abiertas en modo incógnito.

Para cuando quiso darse cuenta, se había hecho casi de noche, así que cenó lo primero

que vio en la nevera y comenzó a arreglarse: se duchó, se cepilló los dientes y se puso

la ropa que había escogido por la mañana. Aunque inquieto, estaba listo para empezar

con el plan que había ideado apenas unas horas antes.

Fue andando hasta el bar para ahorrar algo de dinero. Cuando llegó, estaba sudando, y

la situación empeoró cuando entró en el local, con el calor sofocante provocado por la

afluencia de gente. Gabriel tragó saliva y se puso en una esquina, inspeccionando el

terreno. Todo el mundo estaba eufórico. Bailaban sin control y se restregaban entre

ellos. Había todo tipo de hombres. Él solo había tenido experiencia siendo pasivo, así

que intentó buscar a una presa que fuese activa para insinuarse.

Encontró solo en la barra del bar a un tipo bastante grande, y pensó que debía de ser

dominante, porque imaginárselo de otro modo le parecía bastante ridículo, así que se

acercó. Pero, cuando estuvo a su lado, no supo qué decir, y simplemente se sentó.

El hombre parecía sereno en comparación con el escándalo que tenían alrededor, y no

tardó en darse cuenta de su presencia. Las facciones de su rostro eran duras, angulosas,

muy marcadas y masculinas. Aunque no destacaba demasiado, tampoco se podía decir

que careciese de atractivo. Era un hombre bastante común, a excepción de su altura y

sus hombros anchos.

El hombre lo miró seriamente durante unos segundos, pero luego sonrió de una forma

que llegó a asustar a Gabriel; parecía que le fuese a dar un bocado en cualquier

momento.
Con un leve gesto de su mano, consiguió captar la atención del camarero y le pidió dos

copas. Sin previo aviso, Gabriel vio una de ellas delante de él.

—Espero que tengas aguante para beber, niño; estas vienen bien cargadas.

La voz del hombre lo sorprendió. Se esperaba una voz ronca y áspera, pero se encontró

con que era melodiosa a pesar de ser grave. Con un tono tranquilo y pausado, el

hombre continuó hablándole, haciendo caso omiso de los evidentes nervios de Gabriel.

—Pareces de los nuevos. Te comerán si no tienes cuidado.

Antes de conseguir hablar por fin, carraspeó, intentando que su voz sonase clara y

tranquila.

—Bueno, digamos que estoy aquí para eso. Pero no lo haré con cualquiera.

Unas carcajadas graves salieron de la garganta de aquel hombre. No resultaron

ofensivas, pero su potente tono sorprendía.

—Claro que no; podrías salir muy mal parado. De todos modos, te recomendaría que

no fueses diciendo ese tipo de cosas, al menos en este bar.

Gabriel se sintió aún más intranquilo y tragó saliva, intentando hacerse entender. Estaba

algo asustado.

—Lo que quiero decir es que... mientras me paguen, me da igual con quién, ¿entiendes?

Cap 2: como miel amarga


—Vaya, vas directo al grano. Se nota que no lo has hecho antes. Prostituirte, digo. —Las

palabras sin tapujos de aquel grandullón casi consiguieron que Gabriel se sonrojase,

pero no lo hizo. Mantuvo la compostura a duras penas mientras continuaba—. Y, dime

¿debo interpretar tus palabras como una oferta?

—Sí; si te interesa, claro —intentó sonar convencido mientras daba un sorbo a su copa.

Era cierto que el alcohol estaba fuerte, pero estaba acostumbrado a beber y ni se

inmutó.

La sonrisa en el rostro del desconocido se hizo más intensa.

—¿Cómo te llamas?

—Me llamo Ga... —se quedó un momento callado, pensando que tal vez sería peligroso

decir su verdadero nombre— Gael. Me llamo Gael.

—¿Es la primera vez que lo haces?

Aquel hombre daba tragos largos y seguidos a su bebida: tanto que, después de hablar,

ya había apurado el último sorbo.

—No —afirmó mientras bebía él también. Se le estaban empezando a sonrojar las

mejillas por el alcohol. Miró después al hombre, intentando parecer provocativo—. ¿Te

hace o no?

—Puede que sea tu día de suerte, muchacho. Aunque aún no sé cuánto pides.

—Bueno... ¿Qué tal 200 por la noche? ¿Te parece bien?

—¿200 euros? ¿Hablas en serio?

Gabriel se puso rojo como un tomate, dándose cuenta de que había dicho una

estupidez. No es que no supiera cuánto solían costar ese tipo de servicios (pues, antes

de contratar a Salvatore, había consultado en distintos sitios), pero los nervios lo habían

traicionado.

—¿Es mucho o poco? —Se avergonzó de preguntarlo mientras apoyaba la frente en la

barra, maldiciéndose.
—Si me permites darte un consejo, nunca pidas menos de 400. Puede que te cueste

más encontrar clientes, pero vale la pena. Lo normal es que quienes están dispuestos a

pagar un buen dinero estén limpios.

—Ah, bueno... Mira, te hago un precio especial porque olvides esta cagada, pero la

próxima te cuesta más caro. ¿Sigues queriendo?

—Eres muy interesante —habló entre risas—. Y también has tenido suerte de toparte

conmigo. Te daré 400, entonces. 400 por una noche.

Gabriel sonrió satisfecho. No esperaba tener tanta suerte. De un trago, se terminó de

beber la copa y lo besó. Su barba le raspó la cara, pero no le importó.

El hombre se acercó a él, agarrándole la cintura, y se presentó cuando se separó de él.

—Puede que no te interese demasiado, pero me llamo Héctor.

—Lo recordaré. —Volvió a sonreír. Su amabilidad le causaba simpatía—. ¿Nos vamos?

—¿Tienes pensado algún sitio?

Héctor se levantó del asiento y dejó el dinero de las dos copas en la barra con la

correspondiente propina.

—Un hotel barato estaría bien. Creo que hay uno por aquí cerca. —Gabriel se levantó

también, dirigiéndose a la salida.

El grandullón lo siguió. Cuando salieron del local, la tranquilidad fue abrumadora y el

silencio se hizo ensordecedor. El camino hasta el hotel fue más incómodo de lo que

había pensado a priori. De modo que Gabriel no pudo aguantar sin hablar. Se iba a

volver loco por los nervios si no rompía de algún modo aquel ambiente enrarecido.

—¿Es la primera vez que haces esto?

—No, ¿para qué nos vamos a engañar? Pero yo sí que me prostituí cuando era más

joven. —Tras esto, Héctor se rió al ver la expresión que había puesto el chico.

—¿Y por qué lo hiciste? —preguntó curioso.


—Tenía curiosidad, simplemente. Por aquella época, parecía que mi cerebro se me

había evaporado por las orejas, la verdad. Ahora que lo pienso, fue una locura.

Gabriel se rió con ganas, dejando volar su imaginación y haciéndose en la mente la

imagen de un joven Héctor vestido con una camiseta de rejilla y unos ajustados

pantalones de cuero, ligando con cualquiera que pasase por delante. En cierto modo, él

era igual, pero era demasiado inconsciente como para preocuparse de ello.

—¡Pero aprendí mucho! Ni la mejor universidad podría haberme dado este sentido de

la picaresca.

—También me vendría bien a mí aprender un poco. Si no me hubieses avisado, me

habrían timado a base de bien.

Héctor le puso la mano en el hombro, sonriendo.

—Siguiente consejo: si no quieres que te persiga de por vida, no te vayas haciendo

nombre. Aunque no utilices tu nombre real, tu cara no podrás ir cambiándola.

—Eso no me importa. Te lo aseguro. Solo quiero el dinero —dijo mientras abría la

puerta del hotel, invitando a Héctor a entrar.

—Eres tan joven, Gael... —Fue hacia la recepción para coger una de las llaves y pagar la

noche, para después volver con Gabriel—. Espero que no te importe subir escaleras; es

en el cuarto piso.

—Claro que no.

Gabriel se adelantó para subir. Aquella conversación le había hecho olvidar incluso lo

que habían venido a hacer. Estaba tranquilo y con una sonrisa en los labios. Héctor lo

miró de arriba abajo mientras subían. Gabriel le había parecido un chico demasiado

inocente y atractivo para aquella profesión y, en cierto modo, estaba preocupado por él.

A su entender, tenía un cuerpo esbelto y sumamente bello. Aunque no tenía unos


músculos demasiado definidos, poseía una forma muy sensual, y sus nalgas se

marcaban bien contorneadas en los apretados pitillos.

Por fin llegaron a la habitación, algo sofocados después de subir tantas escaleras.

Gabriel sentía, además, los ojos cansados por la escasa luz de la estancia, que lo

obligaba a forzar la vista. Héctor abrió la puerta con tranquilidad y dejó que el chico

pasase delante.

Gabriel se sentó sobre la cama e invitó a Héctor a que hiciera lo mismo, golpeando

suavemente las sábanas a su lado. Héctor sonrió, pero no le hizo caso. Se acercó a la

nevera y sacó de ella un par de botellines de cerveza.

—Ten. —Se quedó de pie a su lado, mirándolo.

Gabriel cogió la cerveza y la miró, extrañado. No habían ido allí para beber como

podrían haber hecho en el bar, ¿no era así?

Dejó la botella en la mesita y se lo quedó mirando.

—Estás muy tranquilo— Héctor habló mientras se sentaba a su lado y le daba un trago

al botellín.

—¿Por qué debería estar nervioso? No es la primera vez que lo hago con un tío.

—Deberías estar nervioso por lo que te pueda hacer. No me conoces, no me has

preguntado. No puedes saber los gustos o los fetiches que tengo.

—Pensé que no te gustaría que alguien que has comprado se meta en tu vida. Pero, ya

que hablamos de ello, ¿quieres algo en especial? —Lo cierto es que, pensándolo mejor,

empezó a ponerse algo nervioso.

Héctor le acarició el rostro y el pelo.

—Soy bastante pervertido. Puede que te extrañe, pero quisiera masturbarte.

—Oh, bueno. Me parece bien. —Suspirando, se abrió la bragueta y bajó un poco sus

vaqueros, junto con sus calzoncillos, dejando libre su pene—. Puedes tocarlo si quieres.
De nuevo, las profundas y amables carcajadas de Héctor llenaron su garganta. Sus

mejillas habían comenzado a acalorarse debido a la ingesta de alcohol y, a pesar de la

risa, el provocativo cuerpo de Gabriel lo excitaba.

—No, Gael, no me refería a eso. —A pesar de sus palabras, le acarició el muslo desnudo

hasta llegar a su entrepierna, aunque sin llegar a tocársela.

—¡Aaaah! —exclamó, sintiéndose idiota, y movió las piernas para bajar más sus

pantalones, dándose la vuelta.

Sonriendo, comenzó a acariciarle los muslos, las piernas y el trasero.

—Eres tan suave...

Gabriel se revolvió un poco, riendo tontamente. Sus manos eran algo ásperas, pero no

desagradables.

—Oh, vaya —rió también Héctor—, ¿tienes cosquillas por aquí?

Con el dedo índice, Héctor recorrió el pliegue de sus glúteos, sin ejercer mucha presión.

—Si me acaricias así, sí. —Le empezó a temblar el trasero al reírse más fuerte.

—¿Y si hago esto? —Apretó con ambas manos, sin demasiada fuerza, pero ejerciendo

presión hacia afuera para separar las nalgas de Gabriel. Tanteó los alrededores de su

ano con los pulgares. Gabriel se sobresaltó. No se esperaba ese movimiento, pero no se

resistió; solo agarró las sábanas por la impresión.

Héctor lo soltó, y Gabriel pudo notar cómo se levantaba de la cama. Cuando giró la

cabeza para ver lo que ocurría, pudo ver cómo agarraba sus pantalones para

quitárselos de un tirón. Se lo quedó mirando sonrojado. Su pene tenía un tamaño

similar al del de Salvatore.

También se quitó la camiseta. Para sorpresa de Gabriel, su pecho no tenía demasiado

pelo: apenas unos mechones que lo dividían en dos, en vertical, continuando hacia

abajo para rodear su ombligo.


Gabriel se dió la vuelta, quedando ambos cara a cara. Entonces lo besó, rodeando su

cuello con los brazos.

Héctor respondió al beso con ansia, subiendo su camiseta con una mano mientras se

apoyaba en la cama con la otra.

Gabriel se había acostumbrado, en las pocas veces que lo había hecho, a ser sumiso, y

se dejaba hacer mientras besaba a Héctor, sonrojado.

Notó cómo Héctor bajaba la mano hasta sus genitales y comenzaba a acariciarle los

testículos. Jadeó con suavidad y notó cómo su cuerpo comenzaba a reaccionar. Se

relajó, dado que temía que no le respondiese como era debido. Su cuerpo ya estaba

hecho a las manos de Salvatore.

Héctor se separó de él y le abrió las piernas. Se sentó de rodillas entre ellas y las colocó

encima de las suyas, de modo que las caderas de Gabriel quedasen levantadas. En esa

posición, se encontraba totalmente expuesto, y Héctor aprovechó para toquetear su

entrada, acariciándola con los dedos.

Aquella postura le resultaba muy vergonzosa, y lo hizo sonrojarse fuertemente. Al notar

la punta del primer dedo en su interior pegó un pequeño salto.

—¿Estás seguro, Gael, de que quieres hacer esto? —Héctor sonrió con cariño y apartó

su mano— No me importaría parar aquí.

—¿Cómo puedes decir eso? Hemos hecho un trato —dijo mientras lo cogía de la mano

para volverla a colocar donde estaba.

—No me gustaría parar a mitad por verte temblar —se agachó para morder su

ombligo—. Así que hagamos otra cosa—. Levantó la mirada, lascivamente, hasta sus

ojos—. ¿La has chupado alguna vez?

—Pues... no. —Gabriel se sintió nervioso, pero no se negaría a nada—. Espero no ser

decepcionante.

—¿Qué te parece si hacemos un juego? Haremos un 69; tú podrás imitar mis

movimientos.
—Eso suena bien —sonrió mientras lo empujaba levemente para tumbarlo y ponerse a

cuatro patas sobre él.

—Mmm, menudas vistas... —Héctor no pudo resistirse al tener ante él el pene de

Gabriel, así que lo agarró con una mano y comenzó a lamerlo.

Gabriel lo imitó, cogiendo su miembro y sacando la lengua para pasarla por su

extensión erecta. Podía notar los pequeños pliegues que formaban las venas en su piel

tersa, fina y suave. Notó cómo Héctor le cubría el miembro entero metiéndoselo en la

boca, y él quiso imitarlo, a pesar de su torpeza. Inspiró hondo, notando el olor a jabón

mezclado con el de los genitales de Héctor.

Fue introduciéndolo poco a poco hasta que empezó a sentir que llegaba al fondo de su

boca. Sin embargo, solo había introducido la mitad del miembro, mientras que Héctor

había engullido entero el suyo en muy poco tiempo. Sintiendo que le iban a dar

arcadas, decidió detenerse ahí y esperar el siguiente movimiento mientras acariciaba las

piernas de Héctor.

Se estremeció al notar cómo, después de sacarla poco a poco de su boca, Héctor

comenzó a lamerle los testículos. Para él, esa era una zona muy sensible, y aquello

prácticamente lo había dejado paralizado. Sintió un placer muy intenso, tanto que no

sabía si le encantaba o si no podía soportarlo. Sin darse cuenta de ello, sacó de su boca

el miembro de Héctor para poder gemir. No estaba acostumbrado a dar placer durante

el sexo y sentía que sus movimientos eran torpes y tremendamente lentos a causa del

temblor. Sin embargo, para nada le desagradaba aquella experiencia. Veía

perfectamente las reacciones de Héctor cuando lo tocaba, notaba sus músculos

contraerse, escuchaba sus suspiros y sus gruñidos, lo que suponía una sensación muy

erótica a muchos niveles distintos.

—Vamos... —Héctor habló prácticamente en un susurro, pero, en el silencio de la

habitación, pudo escucharlo como si le hablase al oído— Te he enseñado algunos

trucos... Ahora hazlo tú solo—. Nada más acabar de decir esto, Gabriel notó que Héctor

se incorporaba un poco, le abría las nalgas y comenzaba a lamer desde sus testículos a

su ano y viceversa.
Aquello provocó que volviera a gemir; no tenía claro si Héctor quería continuar con

aquél juego de imitación o si se refería a que continuase lamiéndole. Algo indeciso,

volvió a meterse el pene de Héctor en la boca y, con suavidad, le rozó los testículos con

la mano. Los dedos de Héctor se introdujeron muy lentamente en su ano, tanteándolo

tanto por fuera como por dentro, y comenzaron a moverse hacia los lados. Héctor tenía

los dedos gruesos y, aunque comenzó con dos de ellos, pudo notar cómo su entrada

comenzaba a estirarse bastante cuando introdujo el tercero. No era, ni mucho menos,

una sensación desagradable. Al contrario, la presión que los dedos hacían contra sus

paredes le proporcionaba un gran placer, un placer instintivo y carnal.

Aquello no tenía nada que ver con lo que hacía con Salvatore, y podía notarlo en

muchos sentidos. Estaba excitado, muy excitado, y tenía unas ganas tremendas de que

la verdadera acción comenzase, pero no notaba lo mismo que con su rubio italiano: su

corazón no parecía salirse de su pecho, sus gemidos no eran temblorosos presos del

placer, su respiración era libre, sin la presión del pecho caliente de Salvatore sobre el

suyo, sin notar su suave vello, ni sus ardientes manos sobre la piel. Nunca sería como

con Salvatore.

Sin embargo, la principal razón por la que nunca sería como con Salvatore era que, por

primera vez, estaba dando placer a alguien: lo notaba en cada una de sus reacciones,

en sus jadeos roncos y en las miradas furtivas que lanzaba a sus ojos llenos de deseo.

Esta vez no sería egoísta y solo pediría más placer, sino que intentaría darlo también.

Para ello, comenzó a mover su cabeza de forma ascendente y descendente, aunque sin

lograr profundizar más de lo que había hecho con anterioridad. Sentía el pene de

Héctor cada vez más fuerte y grande, una excitación en ascenso que él mismo también

estaba notando.

Viendo que no lograría penetrar más, le agarró el miembro con una mano para

continuar ese movimiento al tiempo que lo masturbaba, pero aquello duró poco. De un

suave empujón, Héctor le hizo saber que quería que se retirase, y sacó los dedos.

Al hacerlo, Héctor se quedó sentado, y Gabriel se puso delante de él. La erección de

Héctor quedó justo ante sus ojos. Héctor le cogió de la barbilla e hizo que lo mirase.
Gabriel tenía un rostro muy sensual. Su piel se había enrojecido y sus ojos destellaban.

Cuando Héctor habló, su voz sonó ronca, con un tono que se hallaba entre el ruego y la

exigencia.

—Abre la boca...

No tardó en obedecerle mientras lo miraba con deseo en sus ojos. Al principio, apenas

sabía qué debía hacer, se puso nervioso, pero, poco después, sus dudas desaparecieron.

Héctor le cogió la cabeza, enredando los dedos en su pelo, y fue él mismo el que movió

sus caderas para introducirse en su boca. Lo hizo una y otra vez, con un balanceo

constante. Al principio superfluo y débil, pero fue cobrando fuerza, velocidad y

profundidad. Comenzó a introducir su pene más hondo de lo que Gabriel había sido

capaz de hacer antes; notaba incluso cómo en alguna estocada casi le rozaba la

garganta. Era muy molesto y desagradable, pero no llegó a tener arcadas. Sin embargo,

salieron contra su voluntad un par de lágrimas de sus ojos. No era llanto, sino asco.

Ya no se sentía tan a gusto como antes, de hecho, estaba deseando parar aquello. Pero

no podía pararlo, dado que Héctor era un cliente, de modo que cerró los ojos con

resignación. Notaba perfectamente cómo cada vez se hacía más grande el miembro de

Héctor, cómo cada vez estaba más cerca del orgasmo. Le invadió el miedo. No le

gustaba el semen, tenía un olor desagradable y, por lo que parecía, no solo tendría que

olerlo, sino también que saborearlo.

Gabriel abrió mucho los ojos cuando notó cómo el líquido empezaba a salir, y se apartó

rápidamente mientras tosía. Su movimiento brusco provocó que se le manchasen la

cara y el pelo. Después de unos segundos, los dedos de Héctor le acariciaron el rostro y

su voz sonó con un tono aparentemente normal.

—Iré a por toallas, tranquilo.

Aprovechó que estaba solo para poder escupir. Tras hacerlo, se restregó la boca para

limpiársela. Estaba asqueado, frustrado, y sobre todo, decepcionado. No se había

llegado a correr. De hecho, con todo aquello hasta se le había bajado la erección. No

podía evitar estar enfadado, pues esperaba tener sexo anal tal y como deseaba.
Al poco, Héctor volvió con unas toallas mojadas y se las tendió.

—Toma, límpiate con esto —con esas simples palabras, comenzó a recoger la ropa,

tanto la de Gabriel como la suya, para después quedarse en silencio. Apenas un suspiro

cansado salió de su boca cuando volvió a sentarse en la cama, a su lado, aún desnudo.

—¿Por qué suspiras? —no pudo evitar preguntar con cierto rencor. No entendía por

qué ponía esa expresión cuando había hecho lo que quería, aunque le desagradaba.

—Me siento exhausto, hoy he tenido un día duro —al mirar a Gabriel fue cuando

Héctor se dio cuenta del tono de sus palabras—. ¿Ocurre algo?

—Hablas como si no te hubiese gustado —expresó incómodo, apartando la mirada

mientras se limpiaba con la toalla húmeda.

—Oh, Dios, no. Ciertamente se nota que tienes poca experiencia, no te ofendas —

aclaró—, pero ha sido fantástico. Eres muy sexy.

Sus palabras hicieron que Gabriel se sonrojara mientras fruncía el ceño. Se restregó la

toalla con fuerza y la lanzó después al suelo con furia, sentándose a continuación en la

cama, al lado contrario del que se encontraba Héctor.

—¿Qué ocurre? —Héctor insistió con su pregunta, ante los visibles aspavientos de

Gabriel.

—Nada. Ya he hecho lo que tú querías. Ahora, págame —se levantó tan rápido como

se había sentado; estaba muy nervioso. Cogió su ropa y empezó a ponérsela. Lo cierto

era que era muy incómodo volver a ponerse la ropa después de hacerlo y estando tan

sudado, pero él no sabía, ni quería saber, cómo enfrentarse a esa situación.

—Tranquilo, pensaba pagarte. —Buscó en uno de sus bolsillos y sacó un monedero.

Gabriel pudo ver claramente cómo dentro se encontraban varios billetes de gran valor,

al menos uno de quinientos y dos de cien. Héctor le dio el dinero en efectivo, un billete

de quinientos, cien euros más de lo acordado, y él dudó, como era obvio, de su

autenticidad—. No pienses mal de mí. Me pagan en efectivo en mi trabajo. En negro, ya

sabes.
Gabriel aceptó el dinero. Sabía que le había hecho muchos feos y, después de todo, era

su cliente y eso era lo que quería, el dinero.

—No tengo cambio.

—Bueno, tampoco esperaba que lo tuvieses. Hagamos una cosa —se levantó y fue

hacia él, aún desnudo—: dame a cambio un beso. Aunque ahora mismo te veo

cabreado, Gael. —Aunque intentó evitarlo, dejó escapar una sonrisilla—. Siento que no

te haya gustado, pero piénsalo de este modo: yo soy un bonachón; podría haber sido

mucho peor.

Con resignación, Gabriel suspiró mientras le ponía las manos en las mejillas. Le dió un

apasionado beso y, cuando se separó, lo miró a los ojos.

—Espero que a la próxima vaya mejor.

—Eres demasiado inocente, Gael; yo de ti tendría cuidado.

Esas fueron las últimas palabras que escuchó de Héctor. Aunque las dijo con una sonrisa

claramente sincera en los labios, a Gabriel le molestaron mucho. Sabía que Héctor tenía

razón; tenía que ser más fuerte.

Cap 3: allegra

A pesar de la mala experiencia, Gabriel aprendió varias cosas. Pero, sin duda, la más

importante era que debía poner límites. Se trataba de su propio cuerpo y, por ello,

aunque hiciese concesiones a sus clientes, no les podía dar total libertad. ¿Quién sabe si

llegaría un momento en el que un negocio se convirtiese en una violación? Se le ponían

los pelos de punta solo de pensarlo.


Por otro lado, y a pesar de que él mismo sabía que eran pensamientos estúpidos e

infantiles, no podía parar de pensar en Salvatore. Cabía la gran posibilidad de que, para

él, la experiencia que habían tenido juntos hubiese sido la misma que la que acababa de

tener él: desagradable y poco placentera.

Gabriel sacudió todas esas ideas de su cabeza. Había tomado una determinación y, si

bien había sido a causa de Salvatore —dado que no deseaba dejar de contratar sus

servicios—, debía centrarse en lo que estaba haciendo y aprender rápido.

Estaba convencido de lo que había hecho, y consideraba que su primer cliente, en cierto

modo, había sido un éxito, puesto que había conseguido dejarlo satisfecho, o al menos

eso creía. La vuelta hasta su casa fue algo más dura con el frío de la noche, esquivando

borrachos y, a veces, en calles poco transitadas, evitando con miedo a la poca gente

sospechosa con la que se cruzaba. Las veces que salía de fiesta siempre volvía

acompañado, por lo que se sentía muy incómodo con aquella situación.

Cuando llegó a su piso, suspiró de alivio y se desnudó, tumbándose agotado en la

cama, con una sensación agridulce. A pesar de que todo aquello le había desagradado,

tenía 500 euros en el bolsillo. 500 euros que podría invertir en lo que más deseaba:

Salvatore.

Con ese pensamiento rondándole la cabeza, los nervios y la excitación del tabú que

acababa de violar, le era imposible dormirse. Conociendo los problemas que Daniel

tenía siempre para dormir, comenzó a mandarle por WhatsApp mensajes con todas las

estupideces que se iba encontrando por Internet, que hacían que Daniel se riese o lo

mandase a la mierda intermitentemente.

Finalmente, tras lo que parecía un ultimátum por parte de Daniel para dejar el móvil y

dormir, Gabriel le hizo una propuesta: «Mñna no hay clase, vemos una peli en mi

casa?». En cierto modo, se sentía como un niño que deseaba enseñar sus logros. Lo que

acababa de hacer le ardía en la boca, pero era algo suficientemente serio como para

contarlo en persona.
Daniel no era de aquellas personas capaces de rechazar un plan propuesto por un

amigo —especialmente si implicaba película y cena gratis—, de modo que no fue difícil

convencerlo, aunque dejó a Gabriel bien claro que hasta la noche del día siguiente no

quería saber nada más de él.

A pesar de que la emoción por las nuevas experiencias había mantenido activo a

Gabriel, después de tantas horas despierto, se durmió finalmente como siempre hacía:

de improviso, en un lugar inapropiado y en una postura igualmente inapropiada. El

dolor que sintió al despertarse se lo recordó.

Aún habían de pasar unas horas hasta que Daniel viniera, tiempo más que suficiente

para ducharse, comer y adecentar la casa, pero Gabriel únicamente hizo lo primero y se

dedicó a vaguear el resto del tiempo hasta que llegó el momento acordado.

Daniel llegó más que puntual a la cita, algo que solía hacer siempre alegando que se

aburría mucho en su casa. Traía consigo una bolsa de nachos y una tarrina de queso de

nachos.

Gabriel lo recibió con un abanico de DVD en la mano, impaciente por encontrar un

momento en el que poder hablar con él.

—¿Qué te apetece?

—Para el carro, que aún ni me he sentado —se quejó su amigo mientras le apartaba

para recostarse en el sofá—. A ver, déjame que cotillee.

—Son todas piratas. La verdad es que aún no me he visto ninguna, así que no me hago

responsable si eliges una película cutre.

Daniel sonrió visiblemente al contemplar el abanico de posibilidades que tenía entre

manos.

—Tío, no te lo pienses. Pon esta de Jackie Chan —dijo mientras levantaba uno de los

DVD para que lo cogiera.

Cuando lo agarró y miró su título, se quedó dudando un momento.


—Mmm... Daniel, ¿estás seguro de que Kárate a muerte en Torremolinos es de Jackie

Chan?

—Ssssh, tú ponla —le mandó callar mientras abría la bolsa de nachos y se llevaba uno a

la boca.

Con un suspiro, hizo caso a su amigo y se sentó de nuevo a su lado, metiendo la mano

en la bolsa para robarle un par de nachos.

Daniel se recostó todavía más en el sofá, quitándose las zapatillas para apoyar los pies

encima de la mesa baja mientras abría el queso para mojar los nachos.

—Por poco no vengo hoy, ¿sabes? El trabajo de Empresariales me ha tenido todo el día

puteadísimo. Menos mal que ya lo he entregado.

—Buf... —resopló Gabriel, completamente desanimado— se me había olvidado por

completo. Creía que aún ni había mandado las pautas.

Daniel lo miró incrédulo, con la boca llena de nachos a medio masticar, y se apresuró a

tragar para poder hablarle.

—Gabi, lo mandó hace un mes. A este paso vas a suspender la asignatura y te vas a

pasar el verano puteado otra vez.

—Lo sé, lo sé. —Gabriel gesticuló con la mano mientras se llevaba otro nacho a la

boca—. Ya sabes que esas clases no me resultan demasiado inspiradoras...

—Ya lo sé, pero hay que hacerlo... Mira, haz lo que quieras —resopló mientras apartaba

uno de los cojines.

—En realidad... —Gabriel se giró hacia él— estoy pensando en dejar la universidad...

Daniel tragó saliva y lo miró intensamente. Deseaba ver una muestra, aunque fuese

mínima, de que su amigo mentía, pero solo vio una seguridad que lo dejó sin palabras.

—¿Pero qué... qué diablos vas a hacer?


—No lo sé... Pero lo que está claro es que DADE no está hecho para mí. No voy a hacer

nada de provecho estudiando esa carrera.

—Ya me había dado cuenta de que no es la carrera de tu vida. Tampoco es que lo sea

de la mía, pero por Dios, ¿qué coño vas a hacer? ¿Prostituirte hasta que se te caiga la

polla o se te poche el culo?

Gabriel calló un segundo, mirando la pantalla sin prestarle atención a la película. Aquel

era el momento que tanto estaba esperando y no lo iba a desperdiciar. Cogió otro

aperitivo de la bolsa y contestó sin mirar a Daniel.

—Bueno, el primer cliente no ha estado tan mal.

Daniel lo siguió reprendiendo con la mirada, cada vez con el ceño más fruncido, y

apartó la bolsa de nachos, poniéndola al otro lado.

—¿Ahora qué? ¿Te gusta más este que ese Salvatore?

—¡Claro que no! —Gabriel se giró hacia él, casi saltando del sofá— Si lo hago, es para

poder verle.

—¡Puedes verle sin dejar la universidad! ¡Gabriel, si lo haces, ya no habrá marcha atrás!

Estamos a final de curso, joder. ¿No podrías pensártelo siquiera un poco?

—Pero si lo tengo todo suspendido, Dani. He estado suspendiendo desde que entré a

la universidad; aún me quedan asignaturas de otros cursos. —Gabriel agachó la cabeza,

avergonzado de sí mismo—. No estoy hecho para eso. No te diré que Salvatore no

tiene que ver en la decisión, pero... no es el motivo de mayor peso.

Daniel le pegó una patada y se tumbó para ponerle los pies sobre el regazo mientras se

metía un puñado de nachos en la boca.

—Pos fale.

—¿Te has enfadado? —Gabriel apoyó los brazos encima de las piernas de Daniel y se

inclinó hacia él.


—Claro que sí, cacho mierda. Tienes serrín en el cerebro —dijo mientras le apartaba la

cara empujándolo con la mano—. Haz lo que quieras, pero luego no me vengas

llorando.

Gabriel suspiró y se puso recto, sin quitar las manos de las piernas de Daniel. Aquella

era la forma que su amigo tenía de preocuparse por él, de modo que no se quejó en

ningún momento cuando refunfuñaba esporádicamente.

Cuando hubo acabado la película, ambos hicieron como si nunca hubiesen tenido esa

conversación, siendo conscientes, sin embargo, de cómo sus vidas iban a cambiar a

partir de ese entonces, sobre todo la de Gabriel.

Pasarían varios días antes de que Gabriel reuniese el dinero suficiente para poder llamar

a Salvatore y alquilarlo durante una tarde completa.

Salvatore le propuso recogerlo en su piso, pero Gabriel se negó. Quería estar con él

fuera de la habitación y no caer en la tentación, de modo que quedaron en que se

verían en un parque cercano a uno de los centros comerciales de la ciudad.

Desde que Salvatore y él habían comenzado a tener una relación física, no se habían

vuelto a encontrar en una cita en un lugar público, de modo que Gabriel estaba

realmente nervioso mientras esperaba en un banco. Hacía un calor sofocante para ser

primavera y se maldijo por estar sudando tanto. Si Salvatore no llegaba antes de

tiempo, iba a acabar hecho un asco.

Al poco, un Mercedes negro paró delante de él. No podía ser otro que Salvatore.

Suspiró aliviado y sonrió sin darse cuenta.

Fue a levantar el brazo para saludarlo, pero se detuvo por miedo a parecer ridículo y se

levantó para acercarse a él mientras salía del coche.

Lo impresionó su aspecto: estaba radiante. Llevaba el pelo recogido en una discreta

coleta en la nuca y solo un par de mechones se escapaban por su mejilla. La camisa beis

que lucía dejaba entrever sus músculos sutilmente, ciñéndose a su cintura al llevarla

metida dentro de los pantalones vaqueros, de un color oscuro.


Gabriel echó una mirada disimulada a su propia ropa y se sintió algo aliviado al ver que

no era el único que se había arreglado. Cuando volvió a alzar la mirada, Salvatore ya

estaba frente a él con una sonrisa radiante que él imitó nerviosamente.

—Hola, Salva...

—Buenos días, cucciolo. No sabes cuánto me alegro de verte.

Gabriel soltó una risa tonta al oírlo y, aunque fue corta, se avergonzó y agachó la

mirada. Tenía muchas ganas de besarlo, pero estaban en público, donde todo el mundo

los podría ver. No tenía el valor suficiente.

—Tengo una sorpresa para ti. —El italiano le tendió la mano junto a su radiante e

irresistible sonrisa— ¿Vienes conmigo?

Los ojos de Gabriel se iluminaron, y sintió que su corazón bombeaba de forma casi

dolorosa en su pecho. Su respiración se aceleró y su estómago comenzó a hormiguear.

No había duda: estaba enamorado.

—Hasta el fin del mundo —dijo sin pensar mientras le cogía la mano.

Salvatore acarició el dorso de su mano al agarrarla y tiró suavemente de él para

acercarlo. Caminaron juntos hasta llegar a su coche. Abrió la puerta del lado del

acompañante y le cedió el paso con un amable gesto.

Gabriel se sentó en la suave tapicería de cuero, poniéndose el cinturón para después

colocar las manos sobre sus rodillas, que temblequeaban por los nervios. Cuando

Salvatore entró y cerró la puerta, se giró hacia él.

—Dime, Cucciolo, ahora que estamos en un lugar más íntimo, ¿puedo besarte?

El chico levantó sus ojos, mirándolo con intensidad mientras sus mejillas se teñían de un

rojo intenso. De nuevo, Salvatore había adivinado justo lo que quería. Asintió

suavemente mientras cerraba los ojos. Enseguida sintió sus labios besándolo

dulcemente, de un modo que lo hizo estremecer y casi temblar.


No abrió los ojos hasta que oyó una suave risa. Salvatore ya se había apartado y había

arrancado el coche.

—Puede que tardemos en llegar, ¿te importa?

—No, en absoluto —se apresuró a decir.

—Está bien, me alegro —rió Salvatore de nuevo—. ¿Qué tipo de música te gusta más?

—Pues... la que sea está bien, supongo. —Apartó la mirada. El viaje prometía ser tenso

y Gabriel ya lo estaba empezando a notar en sus carnes. Ya empezaba a hablar

mecánicamente; sabía que lo siguiente era ponerse a sudar.

Aunque, durante el trayecto, Salvatore insistió en mantener una conversación fluida

contándole curiosidades sobre su pueblo y preguntándole sobre aspectos que

desconocía de él, Gabriel lo pasó realmente mal. Estaba alegre de poder hablar con él

—a fin de cuentas, eso era lo que le había llevado a quedar con el italiano fuera de una

habitación—, pero se sentía tenso y desprotegido, sin nada que pudiese hacer más que

mirar a Salvatore.

Cuando detuvo el coche finalmente lo agradeció en silencio, fijándose en que se

encontraban en un pequeño pueblo que no debía estar muy lejos de la ciudad, pero

que sin embargo no le sonaba de nada a Gabriel, que exclamó sorprendido.

—¿A dónde me has llevado?

—Estamos cerca de Alcoy. Este pueblo se llama Torremansanas.

Gabriel casi se precipitó fuera del coche en un ataque de risa. Se tuvo que agarrar a la

puerta para no caer.

—¿Dónde dices?

—Torre... —Salvatore carraspeó antes de continuar— Torremanzanas.—Aunque esta

vez lo pronunció correctamente, lo hizo de forma muy forzada, intentando ocultar su

acento.
Gabriel ya no pudo —ni lo fingió— detener sus sonoras carcajadas, que le hicieron

lagrimear los ojos incluso. Cuando se dio cuenta de la cara que había puesto Salvatore,

intentó parar, tapándose la cara con los brazos que tenía apoyados sobre el coche.

Aunque estaba serio e intentaba mantener la compostura, había llegado un ligero rubor

a las mejillas del italiano.

—Aún me cuesta un poco pronunciarlo.

—Vale, lo siento —dijo mientras su risa daba los últimos coletazos y lograba

controlarse. Se le habían puesto los ojos ligeramente rojos del esfuerzo y se le había

revuelto algo el cabello.

—Qué malo eres. —Salvatore soltó una pequeña risa—. Ven, llegamos justos de

tiempo.

—¿De tiempo para qué? —Gabriel se incorporó y lo siguió, tan de cerca que sus brazos

se rozaban, pero no llegaron a cogerse de la mano.

—Tenemos una mesa reservada en un restaurante —dijo Salvatore mientras sonreía,

girándose hacia él—. Es pequeño, pero tiene la mejor comida que he probado jamás.

—Vaya, debe de ser realmente bueno —respondió Gabriel a su sonrisa, dándose cuenta

del matiz de emoción que había teñido las palabras de Salva.

Cuando llegaron, Gabriel se fijó en el cartel del restaurante: las letras ornamentadas

resultaban algo cargantes, más aún cuando se encontraban enmarcadas por unas

ostentosas filigranas: Ristorante Allegra.

Aun con la puerta cerrada, eran capaces de captar un agradable y sutil olor a pasta

fresca, que se hizo más intenso cuando Salvatore abrió la puerta a Gabriel y se la

sostuvo para cederle el paso. Era un sitio sencillo, con pequeñas mesas de madera a

juego con los tablones que decoraban parte de la pared, con manteles blancos y

relucientes. Para su sorpresa, el restaurante estaba casi completo. Los comensales

conversaban tranquilamente entre ellos, creando un ambiente agradable con un ligero

ruido de fondo.
Gabriel sonrió para sí al ver aquel lugar tan acogedor, y se recreó mirando los pequeños

detalles, como el jarrón con flores frescas que decoraba una mesita al lado de la puerta

o el horno de leña que era ligeramente visible desde ese ángulo del restaurante.

—No sé qué mesa nos ha preparado, así que tendremos que esperar aquí a que salga

de la cocina.

—¿Cómo...? —Gabriel se giró para mirar a Salvatore, pero él no le devolvió la mirada,

que tenía fija en la puerta de la cocina mientras una sonrisa le adornaba los labios—.

Salva, hay un camarero ahí, ¿por qué no...?

Antes de que pudiese terminar de hablar, una mujer alta y rubia, con el pelo recogido

en un moño en la nuca, salió de la cocina, directamente hacia ellos.

—Non ci credo, Salvatore! Sei arrivato un' ora tarde; lo sai quanto questo è un

problema per il ristorante? Oh. —Se giró hacia Gabriel cuando llegó hasta ellos—. Hola.

—Eh, oh, buongiorno... —Gabriel miró a la chica y luego a Salvatore, muerto de

vergüenza— Se dice así, ¿no?

Salvatore y la mujer que acababa de llegar rieron con ganas.

—Se dice así, pero no a esta hora. —La mujer rubia lo miró, hablando en español esta

vez—. Buonasera.

—Ella es Allegra. —Salvatore la señaló con la mano—. Es mi hermana.

......
Cap 4: al iluminar el rostro de eros

Gabriel se sorprendió de forma bastante notoria y posó sus ojos disimuladamente en el

cuerpo de la chica que tenía delante. Era realmente delgada, hasta un punto que rozaba

lo insano, pero, a pesar de que sus rasgos estaban algo consumidos, eran claramente

similares a los de Salvatore: hasta sus ojos eran iguales, a excepción del color, que, en el

caso de la mujer, era un castaño intenso.

—Encantada. —Allegra se acercó a él para plantarle dos besos en las mejillas. Gabriel

ofreció su mejilla derecha y ella, como es tradición en Italia, la izquierda, lo que hizo que

sus rostros se cruzasen y estuviesen a punto de rozar sus labios. Allegra rió para

finalmente apartarse, sin llegado a saludar a Gabriel—. Disculpa, aún no me

acostumbro. Tú eres Gabriel, ¿verdad?

El chico asintió nervioso, incapaz de seguir mirándola a los ojos por vergüenza. Los

pensamientos se amontonaban desordenadamente en su cabeza y mil preguntas

recorrían su mente. ¿Por qué Salvatore lo había traído hasta allí? ¿Cómo es que le había

hablado a su hermana de él, y más aún, por qué se la había presentado para que se

conocieran en persona? Para él, nada de lo que estaba ocurriendo tenía sentido.

Mientras se planteaba preguntas que sabía que no iba a poder responder, Allegra los

guió hacia una mesa bastante íntima, alejada de la puerta y separada del resto del

restaurante por un pequeño biombo.

—Sentaos. —La voz de la hermana de Salvatore sorprendió a Gabriel y lo devolvió a la

realidad—. Volveré en un segundo.

Gabriel se dejó caer en la silla con un suspiro. Observó a Salvatore mientras se sentaba y

luego desvió la mirada, evitando el contacto visual prolongado.

—¿Te gusta el sitio? —Salvatore se inclinó hacia él.

—Déjame adivinar. Es el restaurante de tu hermana, y me has traído para... —dijo más

alterado de lo que le hubiera gustado parecer en un principio, pero no podía evitarlo.

Se sentía acorralado.
—Ah, perdona. No quería molestarte. Pensé que te gustaría probar comida realmente

italiana... Podemos irnos si quieres, cucciolo.

—No es eso, Salva... pero esto es muy fuerte. ¿Sueles hacer esto siempre? —Se

avergonzó solo de preguntarlo.

Gabriel se sintió incómodo cuando Salvatore lo miró fijamente a los ojos para

responderle.

—No. Lo cierto es que eres la única persona que he conocido a la que he traído aquí.

El chico tragó saliva, dándose cuenta de la magnitud de sus palabras. Ni en sus mejores

sueños se habría imaginado que Salvatore se hubiese tomado esa confianza con él. Con

lentitud, completó la distancia que había entre ellos para besarlo en los labios.

El italiano sonrió y le acarició la mejilla, hablando suavemente.

—No quiero que te agobies por eso, cucciolo.

Allegra llegó sin dar tiempo a que Gabriel contestase. Llevaba en las manos una botella

de vino.

—Tomad cuanto queráis. Ahora vendrá a atenderos la camarera. Yo tengo que volver a

la cocina. —Se giró hacia Gabriel—. Espero que te guste, Gabriel.

Él sonrió sonrojado y, cuando estuvo de nuevo a solas con Salvatore, cogió la botella y

le sirvió, sirviéndose a sí mismo después y tomando la copa para beber. El vino bajó

suavemente por su garganta y suspiró, relajándose.

—Quiero saber más cosas de ti, cucciolo. —La voz de Salvatore sorprendió a Gabriel. El

italiano lo miraba atentamente mientras terminaba su copa casi de un trago.

Gabriel lo miró con intensidad y carraspeó un poco antes de hablar.

—Pues... no sé qué es lo que quieres saber de mí. Nací aquí, me gustan los baños de

burbujas y las fresas con nata. Supongo que lo normal... —Tras hablar, hubo un silencio

incómodo y Gabriel se maldijo a sí mismo. Era su oportunidad de pasar una velada

distinta a las que había tenido con él, ¿por qué no era capaz de hablar con normalidad?
Salvatore llenó de nuevo su copa y la acercó a sus labios, sin llegar a beber.

—Sí, eso lo sé. También sé que te pones nervioso y te cabreas con facilidad. —Dejó que

una sonrisa burlona se escapase tras su copa—. Y que te mueres de vergüenza si te

digo algo subido de tono.

Gabriel enrojeció aún más y fue a hablar justo cuando la camarera lo interrumpió

únicamente para dejarles la carta. La mujer parecía que conocía a Salvatore y lo saludó

rápida y sutilmente y se retiró para no perturbar su conversación. Gabriel tomó la carta

para esconderse tras ella.

—Soy un chico aburrido, ¿vale? ¿Por qué no hablas tú por una vez?

—No eres aburrido, pero hay mucho de ti que desconozco. Por ejemplo, ¿tienes

hermanos?

Gabriel agachó un poco la carta para mirarlo de reojo.

—No. Soy hijo único. En cierto modo me das envidia. Tú tienes a tu hermana.

—Allegra es mi hermana mayor. Es tan protectora que parece mi madre —negó con la

cabeza mientras hablaba—. No te lo recomiendo...

El comentario hizo sonreír a Gabriel, pero entonces los interrumpió de nuevo la

camarera, lo que le hizo fruncir levemente el ceño. Ahora que empezaba a relajarse

tenían que venir a tomarles nota.

—¿Sabes qué pedir? —Salvatore se giró hacia Gabriel. Más que preguntarle, parecía

interrogarlo con la mirada. Lo cierto es que Gabriel poco reconocía de la carta, y tenía

miedo de caer en la tentación de pedir pizza. Ya que estaba en un restaurante con

verdadera comida italiana, quería probar algo nuevo.

—¿Qué es esto de aquí? «Fagottini» —leyó de forma pausada, por miedo a

pronunciarlo incorrectamente.
—Es un tipo de pasta rellena con forma como de saquitos. Los tenemos rellenos de

verduras, de pera y queso y también una versión con pollo —dijo la camarera.

—Io vorrei arancini, per favore, Carla —indicó Salvatore.

—D'accordo. Hoy también tenemos osobuco, Salva. ¿Queréis dos platos? —respondió

sonriendo, mientras Gabriel la miraba sin entender a qué se refería.

—¡Oh, me encanta cómo lo prepara Allegra! Sí, trae dos platos. —Dijo girarse hacia

Gabriel—. Vamos a terminar hinchados —sonrió alegremente.

Gabriel no pudo hablar mientras la mujer se llevaba su carta, sin que él hubiese llegado

a pedir nada realmente. Miró a Salvatore algo apurado y cogió la copa de vino para

darle un buen trago.

Se dio cuenta de que Salvatore ya se había bebido la segunda copa, sin siquiera haber

comenzado a comer. El chico se sorprendió, pero no dijo nada y sopesó sus palabras

antes de hablar.

—Estoy pensando... si esto fuese una cita «normal» no preguntaría, pero, ya que te has

tomado la libertad de presentarme a tu hermana, ¿podría hacerte preguntas

personales?

—Adelante. —Salvatore sonrió de forma agria, pero no dijo más.

—¿De qué parte de Italia eres? —preguntó Gabriel, algo cohibido por la actitud que

mostraba.

—Soy de Sicilia. Nací en una pequeña casa de campo.

—Vaya, como los mafiosos —dijo Gabriel sin pensar y, en cuanto se dio cuenta, se

intentó excusar—. Bueno, no quería decir nada con eso... bueno, em, ¿por qué viniste a

España?

Tuvo el corazón en un puño durante unos instantes cuando vio que Salvatore lo miraba

con seriedad, sin sonreír como siempre solía hacer.


—No te preocupes. —Llevó la copa de vino a su boca y tragó para seguir hablando

después—. No eres el primero que me lo dice, ni serás el último. Y el que mi hermana y

yo vinieramos a España no tuvo nada que ver con la mafia siciliana. Queríamos cambiar

de aires.

Gabriel espiró con algo de dificultad; por un momento habría jurado que una negra

sombra se había cernido sobre el bello rostro de Salvatore. Estaba claro que había

tocado un tema delicado y que la respuesta que había recibido de él no era demasiado

reveladora; necesitaba cambiar el ambiente rápidamente o se iba a morir de la tensión.

—Estoy deseando que traigan ya los platos. La comida huele muy bien —dijo de

manera demasiado atropellada como para que sonase natural.

—Sí, es una comida deliciosa. Seguramente no tarden mucho en servirla. —Sin

preguntar, Salvatore rellenó ambas copas.

Gabriel tomó su copa sin saber cómo mantener aquella conversación, que se había

vuelto muy incómoda. Agradeció que la camarera llegara entonces con los dos platos.

La cara de Salvatore cambió por completo. A Gabriel le dio la impresión, por un

momento, de que estaba frente a un niño esperando con ilusión la merienda. Salvatore

dio las gracias rápida y efusivamente a la camarera y se puso a comer al instante.

Le sorprendió la rapidez con la que cogía de su plato aquella especie de croquetas

calientes (y de un tamaño nada despreciable) y se las metía enteras en la boca,

haciendo un gran ruido al masticar. Era demasiado molesto hasta para Gabriel, que no

era una persona particularmente meticulosa con esas cosas, pero que se estaba

poniendo malo solo de ver a Salvatore comer como una bestia cuando él ni tan siquiera

había dado el primer bocado.

Salvatore tragó de manera desagradablemente audible para dirigirse después a Gabriel,

ofreciéndole su plato.
—¿Quieres? —dijo.

—No, gracias. —Gabriel apartó la mirada mientras le ofrecía la servilleta. —Te has

manchado las comisuras.

—Oh, gracias —dijo Salvatore mientras se limpiaba la boca. Miró a Gabriel

atentamente—. ¿Te encuentras bien? Estás rojo.

Gabriel sacudió la mano, intentando restar importancia al asunto para después llevarse

uno de los fagottini a la boca.

—¿Te gusta? —Salvatore lo miró con ilusión en los ojos, esperando su respuesta.

El chico sonrió a modo de respuesta y se llevó otro a la boca, tomándose su tiempo

antes de hablar.

—Está muy bueno —articuló al fin.

Gabriel se dio cuenta de que habían conseguido entonces un ambiente relajado y se

dijo a sí mismo que no debía hacer a Salvatore más preguntas personales durante la

cena, mordiéndose la lengua para evitarlo. Hablaron tranquilamente mientras comían,

tratando temas sin importancia, y Gabriel disfrutó de aquel momento único como nunca

antes. Conoció aspectos de Salvatore que lo sorprendieron: bebía mucho vino, hacía un

extraño ruido al masticar, hablaba sin tapujos sobre cualquier tema que se le plantease

y parecía encantarle comer. Durante el transcurso de la cena, Gabriel se había quedado

embobado mirándolo más de una vez. Aquel no era el Salvatore que conocía: no era

discreto, ni romántico, y reía descarada y ruidosamente.

Cuando ya estaban tomando el postre, que resultó ser el mejor tiramisú que hubiera

probado Gabriel hasta entonces, el chico se dio cuenta de los claros síntomas que

delataban la ebriedad de Salvatore: tenía las mejillas encendidas, su aliento desprendía

un fuerte y característico olor y se había desabrochado los primeros botones de la

camisa. Además, arrastraba ligeramente las palabras al hablar y parecía que su leve

acento era más acusado, hasta el punto de que a veces a Gabriel le costaba entender lo
que le decía. Fue entonces cuando decidió poner la mano sobre su copa cuando iba a

volver a llevársela a los labios.

—Salva, ¿no crees que ya has bebido suficiente?

—Está bien, está bien, no pasa nada. Si este vino casi no tiene alcohol; no te

preocupes, cucciolo.

—Pero esta ya es la segunda botella... y yo solo he bebido dos copas.

Ambos se quedaron en silencio durante un momento, hasta que Salvatore comenzó a

reír estrepitosamente, como había hecho durante la velada.

—Sí, tienes razón. Perdona, cucciolo, me he emborrachado sin darme cuenta. —Dejó la

copa de vino sobre la mesa, como le había indicado Gabriel, y se inclinó hacia él,

levantándose de su silla para darle un beso, sujetando su nuca. Aquel contacto ebrio

dejó al joven algo aturdido, de tal modo que no tuvo tiempo de reaccionar antes de

que Salvatore se levantara, haciendo que su plato se tambalease y su cuchara cayese al

suelo.

—¿Pero adónde vas?

—Ahora no puedo conducir, así que podemos ir a mi casa hasta que se me pase un

poco. ¿Qué dices?

Gabriel estaba más que sorprendido por su ofrecimiento y, a la vez, ilusionado. Aquello,

sin duda, se salía de toda norma de una cita con un escort, y alentaba sus esperanzas

de ser algo más que un cliente para Salvatore. Se limpió los labios antes de levantarse

para acercarse al italiano y colocar un brazo en torno a su cintura con la excusa de que

debía ayudarlo a caminar. Era un gesto muy descarado y Gabriel era consciente de ello,

así que sus manos temblaban levemente a causa de la excitación del momento. Cuando

salieron del restaurante, Salvatore le pasó el brazo sobre los hombros y le besó la

cabeza, que, por la diferencia de altura entre ambos, quedaba cerca de sus labios.

Gabriel sonrió, ruborizado, mientras se dejaba guiar por el italiano, que lo llevó hasta

una casita unifamiliar no muy lejos de allí. Era la típica casa de pueblo, con una fachada
enlucida salpicada con algunos desconchones. Notó que al italiano le costaba meter la

llave en la cerradura, de modo que la tomó él mismo y abrió. Salvatore se lo agradeció

y pasó con él. Entraron directamente a un pequeño salón con dos sofás y una mesita.

—Siéntate donde quieras.

Gabriel aceptó su ofrecimiento y se sentó en el sofá, sonriendo. Estaba nervioso, sin

duda. Tanto que, al dejar caer las manos sobre sus piernas, tal vez también influido por

la postura, le comenzaron a tiritar. A pesar de que el movimiento casi no era apreciable,

aquel discreto temblor hacía que Gabriel se pusiera incluso más tenso.

Respiró profundamente para calmarse y miró a Salvatore, que había dejado sus cosas

sobre el mueble recibidor y ahora se dirigía hacia él. Salvatore fue tras el sofá y le

acarició los hombros y la nuca, haciendo subir las manos hasta su cabeza para mesarle

con delicadeza el pelo. Cuando se agachó para hablarle al oído, unos mechones de su

pelo rubio rozaron la mejilla de Gabriel, haciéndole cosquillas.

—Me encanta tu pelo, es tan suave y tan bonito...

Tras susurrar esto, Salvatore se incorporó y continuó acariciándo a Gabriel.

Gabriel se sonrojó y cerró los ojos. Aquello era un masaje en toda regla, así que no

pondría objeción alguna. Después de un rato disfrutando del contacto, abrió los ojos

por miedo a dormirse y miró con curiosidad alrededor. La sala estaba llena de muebles

grandes y aparatosos con un montón de trastos por encima, que daban una cierta

sensación de desorden. Entre las cosas encima del mueble del televisor, relucía un

marco de plata que contenía una fotografía de familia. Gabriel pudo contar hasta cinco

hijos. Sorprendido, no pudo evitar preguntar.

—¿Esa es tu familia?

Salvatore se quedó en silencio, serio, y miró el retrato. Se tumbó, apoyando la cabeza

en sus piernas, antes de contestar.

—Sí. Ahí salimos casi todos. —Levantó los brazos y rodeó con sus manos el rostro de

Gabriel, haciendo que se girase hacia él—. Eres un cotilla, ¿lo sabías?
El chico apartó la mirada, nervioso, y tartamudeó una disculpa, aun a sabiendas de que,

mientras Salvatore contestase a sus preguntas, no podría evitar seguir formulándolas.

—Antes tú también querías saber más cosas de mí. Pero parece que ya se te ha pasado

la curiosidad.

—Mmm... —Salvatore soltó una risilla—. No me creo que te hayas cabreado. —Pellizcó

suavemente la mejilla de Gabriel—. Pero, si quieres una respuesta, te diré que sí quiero

saber más cosas de ti. Y que, si no insisto, es porque tengo tiempo de sobra para ir

conociéndolas, tanto como tú para conocer sobre mí.

—Pues pregunta y yo preguntaré —refunfuñó Gabriel mientras se llevaba la mano a la

mejilla, algo molesto porque Salvatore lo hubiese tratado como a un niño pequeño.

La pícara sonrisa de Salvatore se hizo más grande y se incorporó para sentarse.

—Está bien, entonces, dime, cucciolo. —Salvatore agarró de improviso las caderas de

Gabriel y tiró de ellas hasta que lo dejó de rodillas, con las piernas abiertas, colocado

sobre él. Sus rostros quedaron muy cerca el uno del otro, y el italiano lo miró a los ojos

y se le acercó. Mientras hablaba, sus labios rozaban los de Gabriel, aunque no llegó a

besarlo—. ¿Por qué me miras de esa forma? Solo tú me miras así, con esos ojos... No

me contratas simplemente porque te guste, ¿no es así? No lo haces únicamente

para scopare conmigo, ¿verdad?

Gabriel tragó saliva con tanta dificultad que la garganta le quedó dolorida, y apartó la

mirada de aquellos pozos del deseo que eran los ojos de Salvatore.

—Es mi dinero...

—¿No íbamos a jugar a las preguntas indiscretas? —Giró el rostro de Gabriel con la

mano y lo besó, rodeándole la cintura para acercarse más a él.

El sonido de la puerta abriéndose de forma aparatosa, dando un golpe a la pared, los

sobresaltó. Allegra acababa de entrar por la puerta y no pareció muy contenta al verlos.

Su ceño se frunció de tal forma que sus facciones casi se desfiguraron, y Gabriel sintió

pánico cuando se acercó con paso firme hacia ellos gritando.


—Frocio di merda, che cazzo stavi pensando, portandoti dietro un cliente?! Questo lo

fai anche con le donne, portarle qui per chiavarle sul divano?!

—Chiudi la bocca, Allegra, tu avrai fottuto il paese intero in questa casa! —Salvatore

casi no pudo terminar de hablar. Un sonoro bofetón marcó su cara e hizo que Gabriel

cayese de sus piernas, teniendo que hacer equilibrios para no acabar con la cara

estampada en el suelo.

Pareció ser entonces cuando Allegra hizo caso del muchacho, que la miraba casi

espantado. Había entendido palabras sueltas, pero no hacía falta comprender el idioma

para saber el significado. Estaba casi seguro de que era su turno de recibir un buen

golpe cuando Allegra se giró hacia él, aunque únicamente le habló.

—Sí, has oído bien. —Aunque no miraba a Salvatore, lo señalaba con la mano—. Este

tío se tira a cuarentonas, y porque le da la gana. No le hace falta el dinero, pero mira.

Aquí lo tienes.

Gabriel abrió la boca, demasiado impresionado como para decir nada. Miró a Salvatore,

deseando que lo sacase de aquella situación tan incómoda, porque, si él mismo hubiera

podido irse de ese pueblo, lo habría hecho.

Allegra entonces se volvió a dirigir a su hermano, dándole una orden.

—Buttalo fuori e fallo adesso!

Salvatore cogió a Gabriel de la mano y tiró de él suavemente para que lo siguiese,

pasando por al lado de su hermana sin mirarla. Volvió a recoger sus cosas y salió de la

casa. El silencio de la calle fue abrumador.

No fue hasta que llegaron al coche cuando Gabriel, aun a riesgo de una mala reacción

de Salvatore, preguntó.

—¿Te acuestas con mujeres? Pensé que... bueno, ya sabes...

—Casi todas son mujeres. —A pesar de que no levantó la voz y no habló en un tono

áspero, fue una respuesta muy seca y no miró directamente a Gabriel. Estaba serio, pero

no parecía enfadado.
—Pero, ¿por qué? —preguntó Gabriel de forma algo estúpida, recordando que en la

página de Salvatore nunca había visto que hubiese ningún tipo de restricción sobre los

clientes que podían contratarlo. Estaba demasiado confuso como para poder creerlo.

Salvatore metió las llaves en el contacto, pero no hizo arrancar el coche. En su lugar, se

giró hacia él, mirándolo seriamente con sus profundos ojos de color azul cobalto.

—¿Por qué, qué, cucciolo? ¿Por qué no he aceptado hombres hasta ahora, o por qué te

he aceptado a ti? —Ambos se quedaron un segundo en silencio—. Piensa bien si

realmente quieres saber o no la respuesta.

Cap 5: all´inizio

—Pero, ¿por qué?

Salvatore metió las llaves en el contacto, pero no hizo arrancar el coche. En su lugar, se

giró hacia él, mirándolo seriamente con sus profundos ojos de color azul cobalto.

—¿Por qué, qué, cucciolo? ¿Por qué no he aceptado hombres hasta ahora, o por qué te

he aceptado a ti? —Ambos se quedaron un segundo en silencio—. Piensa bien si

realmente quieres saber o no la respuesta.

Salvatore era consciente de que Gabriel sería incapaz de decir nada después de sus

palabras. Solo quería llevarlo a casa sin más contratiempos y poder volver para discutir

con su hermana debidamente.

El viaje de ida hacia la ciudad fue realmente incómodo, pero el de vuelta fue aún peor.

Salvatore aún sentía los estragos del alcohol sobre su cuerpo y, además, la visibilidad a
esas horas de la noche era muy mala, por no hablar de que comenzaba a tener sueño y

no había ya nadie en el coche que le impidiese dormirse. Supo que lo más sensato que

podía hacer era parar el coche. Salió hacia la primera estación de servicio que encontró

y allí pasó la noche, durmiendo sobre el asiento reclinado; intentando, sin éxito, dejar de

pensar en la cara de terror que Gabriel había puesto tras aquellas duras palabras o en el

gran enfado -aunque no exento de motivos- de Allegra.

Salvatore amaba a su hermana y no era capaz de entender cómo había llegado a

aquella situación. Todo era tan fácil antes de que su vida diera un giro sin retorno hacia

el camino de la perdición, cuando aún vivía en la casa de campo con sus padres y sus

hermanos en Italia...

A veces era difícil pasar un rato de tranquilidad en aquella casa abarrotada de gente,

donde las peleas eran constantes mientras su padre pasaba la mayor parte del tiempo

trabajando fuera de casa o en el pueblo. Salvatore recordaba haber tenido una buena

infancia, al menos, en comparación con lo que vino después. Podía recordar el día en el

que todo comenzó a cambiar.

En Sicilia vivía con Gioacchino, Vito, Nicola y Allegra, sus cuatro hermanos mayores. Los

tres primeros eran hijos del matrimonio anterior de su padre. Si bien es cierto que

Salvatore no sabía lo que había ocurrido con aquella mujer, cada vez que preguntaba o

rozaba un tema relacionado con Paola, como se llamaba, su padre perdía los papeles

hasta el punto de dejarle el cuerpo lleno de cardenales, por lo que, finalmente, apartó el

tema y lo dejó como un misterio sin resolver. Tal vez la ausencia de su madre y la falta

de atención por parte de su padre explicaban la envidia que sus hermanos mayores

sentían hacia Allegra y él. Aunque, como niño, aún era incapaz de comprenderlo,

cuando su madre, Giovanna, se puso de parto del que sería su hermano pequeño,

Andrea, fue perfectamente consciente de la realidad de la situación.

Su padre se había ido con su madre al hospital y los niños se habían quedado solos en

casa. Por aquel entonces, Salvatore tenía doce años y su hermana Allegra dieciocho,

mientras que Gioacchino tenía veintiséis; Vito, veinticuatro y Nicola, veinte. Allegra

estuvo cuidando de él mientras recibía la indiferencia del resto de su familia, que


permanecía en la casa y, como era la mujer, se vio obligada a preparar la comida de

todos ellos y a callar cuando estos le hacían algún comentario ofensivo. Sin embargo,

cuando sus padres estaban a punto de regresar, Allegra no tuvo más fuerzas y comenzó

a exigir a sus hermanos que colaborasen, pues su madre estaría muy cansada después

de dar a luz y la casa estaba hecha un desastre.

Fue Gioacchino quien comenzó la fuerte discusión. A pesar de que no recordaba bien el

motivo, Salvatore no olvidaría jamás aquél momento.

—¡Hija de la gran puta! ¡No te atrevas a mirarme así, mujer de mierda! —Gioacchino

vociferaba como nunca antes lo había visto. Parecía estar totalmente fuera de sí, y tanto

Allegra como Salvatore se quedaron paralizados.

Vio cómo su hermanastro agarraba uno de los atizadores de la chimenea y se dirigía

hacia Allegra con claro ánimo de golpearla. Se quedó aterrado. Sabía que Gioacchino

era agresivo, pero jamás había imaginado hasta qué punto. Sin pensarlo, se interpuso

entre ambos para recibir el impacto por su hermana. El hierro le golpeó con fuerza en el

hombro izquierdo y Salvatore cayó al suelo. El ambiente se llenó con un alarido de

dolor.

Poco más recordaba de aquel instante. Cuando quiso darse cuenta, se encontraba en

una habitación, prácticamente a oscuras, con los brazos de su hermana rodeándolo con

cuidado y sus lágrimas cayéndole sobre el rostro.

Salvatore se sintió terriblemente miserable. Era un hombre y no había sido capaz de

defender a su hermana; lo supo en cuando distinguió vagamente uno de sus ojos,

amoratado. Se dijo a sí mismo que nunca más volvería a fallarle de ese modo, que la

protegería. Ya no sería más un niño, y se lo juró en silencio a Allegra mientras se giraba

para secar sus lágrimas y apoyarse sobre ella.

—Perdóname, Allegra. No quería que te hiciesen daño.

Cuando sus padres volvieron del hospital, ellos aún se encontraban en aquella

habitación. A pesar de la oscuridad, pudo apreciar que se trataba del trastero. Entreveía

bultos amorfos amontonados por los rincones, vagamente iluminados por la escasa luz
que se filtraba por debajo de la puerta. Apenas se podía respirar el aire cargado de

humedad. Al escuchar, como un lejano susurro, a sus padres hablar con sus hermanos,

Salvatore se levantó para salir y tuvo que llevarse la mano a la boca para evitar gritar al

notar un dolor intenso y agudo en el hombro, donde Gioacchino le había golpeado. No

podía mover el brazo, que caía como si fuese un lastre. Llevó su mano al lugar de

donde procedía aquel dolor que se extendía por todo el cuerpo y notó un enorme bulto

redondo sobresaliendo por la parte de atrás de su hombro. Un escalofrío recorrió su

espalda; tenía la articulación dislocada.

—Salva, nos han encerrado. —La voz de Allegra, como un lamento, sonó con fuerza a

pesar de haber susurrado.

—No te preocupes. Mamá no dejará que nos quedemos aquí para siempre, y papá

tampoco —intentó tranquilizar a su hermana, a pesar de que no podía dejar de temblar.

Comenzó a golpear la puerta para hacer ruido y llamar la atención, pero únicamente

podía utilizar su brazo derecho—. ¡Vamos, Allegra, ayúdame!

Su hermana se levantó y comenzó a golpear la puerta con él. Pudo ver su rostro

hinchado por el llanto y su ceño fruncido por la rabia. A pesar de todo, Allegra seguía

siendo fuerte y luchadora.

—¡MAMÁ! —Ella gritó tan fuerte que le hizo daño en los oídos, pero fue de gran ayuda

para que sus padres se diesen cuenta de dónde estaban.

Oyeron la voz de su madre profiriendo un grito y el llanto de un bebé. Finalmente, la

puerta fue abierta por su padre, Pietro, que tenía el rostro descompuesto por la ira.

Salvatore y Allegra se asustaron al verlo de ese modo, pero él los abrazó y los dos

hermanos se echaron a llorar de nuevo. Pietro se giró hacia su esposa y le pidió que se

quedase con los niños. Giovanna se acercó con dulzura a ellos, hecha un mar de

lágrimas, mientras balanceaba a su bebé para calmarlo.

Salvatore ocultó cuanto pudo su brazo, pues no quería preocupar a su madre ni a su

hermana. Los tres permanecieron en silencio, preocupados y ante una situación

incómoda y tensa. Podían escuchar perfectamente los gritos y los golpes de su padre.
Por un momento, cuando se hizo el silencio en toda la casa, Salvatore temió que

hubiese matado a alguno de ellos.

Giovanna fue la primera que se aventuró a salir, dejando al bebé en manos de Allegra

para que lo sostuviera. Era pequeño y arrugado, de nariz chata y calvo. A Salvatore le

pareció la cosa más fea que hubiera visto nunca, pero sonrió cuando su hermana se lo

mostró emocionada, aunque se negó en rotundo a cogerlo.

Su madre los avisó al poco tiempo de que podían salir y fueron hasta la cocina, donde

Nicola aplicaba hielo a Vito en la mandíbula. Salvatore se sorprendió al ver que Vito

había salido herido cuando había sido el único que no había intervenido en la pelea,

pero lo vio agachar la mirada cuando su padre comenzó a hablar.

—A partir de ahora, las cosas van a cambiar mucho aquí. No toleraré que nadie me

vuelva a cuestionar, y pobre de aquel que abra la puerta de esta casa a Gioacchino. Ya

no es bien recibido aquí.

Nadie dijo nada, y todos se habrían ido a la cama fingiendo que nada había ocurrido de

no haber sido porque, a plena luz, se hizo evidente el hombro dislocado de Salvatore.

Aquello provocó que la casa de nuevo se sumiera en el caos y que el enfado de su

padre, que parecía haberse apaciguado, volviera de nuevo con la misma intensidad.

Poco recordaba Salvatore después de eso. Su padre conduciéndolo hasta el coche, de

nuevo gritos, las hirientes luces de las farolas cortando la oscuridad de la noche cerrada,

el olor enfermizo del hospital.

Los dolorosos recuerdos provocaron que durmiera mal y se despertara peor, con la

espalda y el cuello destrozados y la cabeza dándole vueltas; tenía la boca seca y el

estómago algo revuelto, pero, al menos, parecía que ya no estaba borracho. Tomó un

café en la cafetería, más por necesidad que por gustarle aquella bebida de pésima

calidad, y luego volvió a subir al coche y siguió su camino.

Su hermana tenía que estar hecha una furia. Siempre había tenido mal genio y, además,

esta vez le había dado motivos de sobra para gritarle, sobre todo teniendo en cuenta

que había apagado el móvil tras recibir decenas de sus llamadas.


No se extrañó de que, nada más entrar por la puerta, Allegra le tirase una de sus

zapatillas de andar por casa a la cara, con una puntería que sólo podía explicarse por

los años de práctica que llevaba, y comenzó a reprenderle en italiano. Ellos siempre

hablaban en su lengua materna en casa, cuando estaban solos.

—Ha llegado el mimado de la casa. ¿Te apetece una leche sin taza?

—¡Está bien, lo siento! Pero basta ya, ¿no? Te gusta exagerarlo todo. —Salvatore evitó

pasar por su lado y la esquivó, desviándose por el pasillo hacia la cocina.

—Has traído aquí a un cliente, Salvatore. ¿Sabes lo peligroso que es eso? Esta es

nuestra casa. No puedes mezclar el trabajo con tu vida privada. Ya sabes lo que pasa

cuando haces eso. Me cago en la puta, es que, si al menos fuese solo tu casa, pues me

jodería, pero es que es también la mía. ¿Me estás escuchando? —Sin darle tiempo a

huir, comenzó a perseguirlo, con sus pies descalzos resonando al pisar con fuerza el

suelo de granito.

Salvatore abrió la nevera, cogió una botella de agua y la cerró con fuerza.

—¡Claro que te escucho; te puede escuchar cualquiera con lo que gritas! Y hazme un

favor, deja de recordarme lo que ocurrió. Cuando me prostituía en Italia era diferente.

—No voy a parar hasta que recapacites. Me debes una disculpa, porque ayer tuve que

contenerme mucho para no mandar también a la mierda a tu amiguito. Si es que no sé

en qué piensas; vale que, cuando llegamos a España, siguieses trabajando

como escort porque necesitábamos dinero, pero ya no nos hace falta, y lo sabes.

—Allegra, ese siempre ha sido mi trabajo. No sé hacer otra cosa, y no voy a dejar de

trabajar solo porque el restaurante vaya bien. Y lo sé, sé que no puedo implicarme. Lo

sé... —Mientras hablaba, parecía que se lo repetía más a sí mismo que a su hermana.

Ella negó con la cabeza mientras cogía un trozo del bizcocho de naranja que había

sobre la mesa de la cocina y se lo llevaba a la boca. Estaba realmente preocupada, pero

sabía que no iba a conseguir nada repitiéndole lo mismo una y otra vez. Salvatore ya

había cumplido los treinta; no podía estar pendiente de su vida para siempre.
—Solo no lo vuelvas a traer sin mi permiso.

—No te preocupes, no lo haré. Dudo que vuelva, de todos modos. —Él la imitó,

sirviendo dos vasos de leche.

Allegra se sintió algo culpable al ver el rostro de su hermano, aparentemente indiferente

pero claramente disgustado -aunque no sabía si era consigo mismo o con la situación,

puede que con ambas cosas-. No pudo evitar preguntarse si realmente le importaba

tanto ese Gabriel, al que solo conocía desde hacía un par de meses.

—Dime una cosa, ¿por qué estás tan obsesionado con el chico ese? Sí, es mono, pero

tampoco parece que destaque particularmente en nada. ¿Es porque se le da un aire? —

dijo sin reparos. No era una persona particularmente delicada, ni tampoco le gustaba

andarse con rodeos.

Su hermano, frunciendo el ceño y agachó la mirada, centrándola en su desayuno para

evitar el rostro acusador de Allegra.

—Sabes que no me gusta hablar de él. No entremos en ese tema de nuevo, por favor.

—No estoy entrando en ningún tema. Para entrar en un tema primero hay que salir de

él, y no hay forma de terminar nunca ninguna conversación contigo sobre eso. Accedí a

que me presentases a ese chico. Al menos, me gustaría saber por qué te gusta.

Salvatore pareció darse por vencido con un suspiro.

—¿Por qué me gusta? Él es como un pequeño cachorro: inocente, curioso. Adoro cómo

me mira y cómo me sonríe. Y odio que me guste tanto por tan poco. Me va a volver

loco.

Allegra suspiró y se bebió la leche de un trago, para después dejar el vaso sobre la

encimera y acercarse a su hermano para pasar el brazo por su cuello y estrujarlo contra

ella.

—No pasa nada, si ya sabes que en nuestra familia todos somos idiotas.
—Yo me he cansado de hacer el idiota. —A pesar de la incómoda postura, Salvatore

dejó caer la cabeza sobre el pecho de su hermana—. ¿Crees que debería dejar de verle,

Allegra?

—Sí —dijo rápidamente mientras pasaba la mano por su pelo. Sabía que esa no era la

respuesta que quería su hermano, pero también sabía que no podía mentirle y que sus

palabras ejercían una poderosa influencia sobre él.

Cap 6: el fin de una ilusion

Ya en su casa, Gabriel solamente tenía clara una cosa, y era que la cita de aquella noche

había resultado ser un completo desastre y él era aún incapaz de comprender por qué:

una inocente cena, aparentemente normal, había degenerado hasta el punto de que la

hermana de Salvatore los hubiese echado de su casa y el escort se hubiese enfadado,

aunque la verdad era que Gabriel no estaba seguro de si aquello era lo que había

pasado, y la incertidumbre solo hacía que se pusiese más nervioso. Desgastó el suelo

yendo arriba y abajo por el corto pasillo de su piso mientras intentaba ordenar sus

ideas. Estaba claro que no entendía los sentimientos que había experimentado

Salvatore, ¿pero entendía sus propios sentimientos? Se dio cuenta de que eso era lo

realmente importante.

Gabriel estaba seguro de que quería a Salvatore, pero no de si le importaba o no que

estuviese acostumbrado a trabajar con mujeres. No sabía si eso significaba que en

realidad no era gay: ¿era quizás bisexual, o se trataba solo de una cuestión de trabajo?

El chico sacudió su cabeza, negando, y se tumbó sobre el sofá. Él también había

tonteado con chicas antes de darse cuenta que era gay. A decir verdad, no importaba si

Salvatore se había acostado con mujeres; solo si sentía algo por él.
—«Esas mujeres solo eran clientes. Ya está. Seguramente las mujeres suelen pagar

mejor que los hombres... debe de ser eso. Además, seguro que es más fácil trabajar con

una mujer» —se dijo, convencido de la aparente lógica de su palabras. Resopló,

restregándose la mano por la cara para después levantarse e ir a la cama. No quería

seguir pensando en ello; era mejor no darle mayor importancia de la que tenía. Cuando

se levantase, ya llamaría a Salvatore y lo invitaría a tomar un café para aclarar las cosas.

A la mañana siguiente, Gabriel se levantó ansioso, y lo primero que hizo fue marcar el

número de Salvatore. Espero pitido tras pitido a que contestase, pero la llamada se

cortó sin dar siquiera paso al contestador. Pensó que tal vez Salvatore estuviese

cansado o con resaca.

Se dijo que quizás era demasiado pronto y que ya llamaría por la tarde, antes de irse de

nuevo a la discoteca a ver si conseguía un nuevo cliente. Después de todo, un cita con

Salvatore, con o sin sexo, era muy cara, y no podría dejar de trabajar aunque no tuviera

ánimos para ello.

Esos fueron sus planes, al menos hasta que el móvil comenzó a sonar una y otra vez a

cada aviso que recibía de que Daniel le hablaba. Ayer, le había mandado

por WhatsApp unos cuantos mensajes en quedar al día siguiente, pero Gabriel los había

ignorado. Se sintió terriblemente mal al darse cuenta de cómo había tratado a su

amigo, y abrió rápidamente la aplicación para leer lo que había dicho y contestarle.

Dani

<<Eh, hola, bribón>>

<<Me dijiste k no iba a cambiar nada si dejabas la universidad i mírame aquí

abandonao en mi cuarto, solito>>

<<Vas a hacer k tenga k pajearme para no morir de aburrimiento>>

<<Me kdaré ciego por tu culpa>>

<<Holaaaaaaaaaaa???>>
<<Ayer no me contestaste, capullo. Voy a decir Miau hasta k me hagas caso o quemes

tu móvil>>

<<Miau>>

<<Miau>>

<<Miau>>

<<Miau>>

<<Miau>>

Gabriel

<<Q pesado, ostia. Ayer estaba ocupado. Ya te he contestao, contento?>>

Dani

<<Pues...>>

<<Nop>>

Daniel le contestó con una rapidez asombrosa. A pesar de que Gabriel dejó pasar

tiempo para que dijese algo más, finalmente se dió cuenta de que esa era su respuesta

definitiva. Suspiró y contestó.

Gabriel

<<Vale, lo siento. Estaba con Salva, no oí el móvil>>

Dani

<<Se te van a quedar como 2 pasas arrugadas d tnto folleteo>>

Gabriel

<<Q te den! NO HICIMOS NADA. Q quieres? Tengo q comer y ducharme antes de ir a

currar>>

Dani
<<Si, hombre i un huevo>>

<<Duchat rapidito que me planto en tu casa en una hora>>

<<Ah, voy a dormir ahí así que cambia las sábanas>>

<<K eres un marrano>>

Gabriel

<<S te ha ido la olla? No pienso hacer eso. No vengas>>

<<Me oyes?>>

<<Dani???>>

<<NO ME IGNORES>>

Gabriel se pasó una hora entera mandándole mensajes que Daniel recibía y dejaba sin

contestar como venganza. Finalmente tuvo que resignarse a acatar las órdenes de su

amigo; después de todo, no era tan mal plan pasar el día con él. Para cuando llegó,

Gabriel únicamente se había duchado. Era entrado el mediodía y apenas había

comenzado a calentar el agua para echar la pasta, de modo que, cuando abrió la puerta

a Daniel y pudo notar el característico olor de la comida basura procedente de la bolsa

que llevaba en la mano, suspiró aliviado.

—Te invito a kebab —dijo Daniel a modo de saludo—, pero que no sirva de

precedente.

—No, claro que no —dijo Gabriel mientras se giraba rumbo a la cocina para apagar el

fuego, con una sonrisa en los labios, sabiendo que su amigo no hablaba en serio. Sacó

unos vasos de la alacena y la botella de agua del frigorífico para ponerlos sobre la mesa

de la cocina.

Estaba convencido de que su amigo no podía estar realmente enfadado pero, cuando

se sentó frente a él, se sorprendió al ver su ceño fruncido y lo callado que estaba.

—Lo siento, no lo he hecho aposta.


—Bueno, verás, al principio hacía gracia, pero lo de que estés todo el día pensando con

la polla y eso... —Daniel suspiró y se rascó la cabeza, casi desesperado—. Déjalo.

—Oye, no te pases, que tampoco ha sido para tanto. —Frunció el ceño, ofendido,

mientras sacaba la comida de la bolsa—. Tal vez no lo sepas porque nunca has tenido

trabajo, pero hay que tener un mínimo de disciplina si quieres mantenerte.

—Coño, como si supieses lo que es un trabajo de verdad. Gabriel, te lo digo porque me

preocupas. No te lo tomes tan en serio; no vas a vivir de eso.

Sus palabras sólo aumentaron el enfado de Gabriel, tal vez porque era consciente de

que Daniel tenía razón pero no quería admitirlo. Le dolía que una persona como él le

diera lecciones sobre la vida. Lo quería como amigo, estaba claro, pero no era

precisamente un ejemplo a seguir en ninguno de los sentidos y tampoco tenía ni idea

de lo que era el mundo real. Quería escupirle todo lo que estaba pensando en aquel

momento, pero se mordió la lengua, a sabiendas que se arrepentiría más adelante.

Daniel comenzó a sacar la comida de la bolsa y él suspiró para relajarse, dejando pasar

el tema.

—Bueno, bueno, hablemos de cosas bonitas. —Daniel se llevó la comida a la boca casi

sin haber terminado de hablar—. Anteayer quedé con Deina. Fuimos a su casa.

Gabriel levantó la mirada, olvidando su anterior estado de ánimo, y sonrió de forma

socarrona. —¡No jodas! ¿Te la has tirado ya?

—Nah, vimos una peli. Bueno, en realidad no la vimos; nos estuvimos magreando.

—¡Cómo te lo montas, ¿eh?! Con lo modosito que pareces. Mira, si es que hasta tienes

cara de bebé —se rió mientras Daniel le tiraba un trozo de lechuga.

—Qué cabrón. —Daniel se quitó la lechuga de la cabeza, riendo también—. Pero,

vamos, que dudo que vaya a más la cosa. Prácticamente me declaré y me rechazó

vilmente. Dijo algo así como «solo nos conocemos de este año; es muy pronto para

hablar de esas cosas. Pero, claro, no es pronto para meter la lengua hasta la garganta,
¿eh?». —Daniel gesticulaba mientras hablaba, rápido y casi sin dejar espacio entre las

palabras.

—Si es que eres un desesperado, hombre. Si se nota que la chica es muy tradicional.

¿No ves que es de pueblo? Pero bueno, no parece que tontee con ningún otro que no

seas tú. Deberías estar contento —dijo, sin quitar la sonrisa de su boca, para después

darle un bocado al kebab.

—Joer, ni que le hubiese dicho que le quiero dejar el ojete fino... Argh —suspiró, y se

puso a comer él también—. Me gusta mucho, ¿qué le voy a hacer? —Se encogió de

hombros.

—¿Y por qué no le pides salir en serio? Hasta ahora habéis quedado muy pocas veces a

solas. Casi siempre estáis rodeados de gente.

—Pero si le dije que me gustaba. Eso es prácticamente pedir salir.

Gabriel suspiró, echándose una mano a la cabeza.

—Mira que llegas a ser tonto. No es lo mismo gustar que querer. Mira, a mí me gustas

tú, pero quiero a Salvatore. ¿Entiendes la diferencia?

Daniel se llevó también la mano a la cabeza, dramatizando con sus gestos.

—Oh, Gabi, qué descarado te has vuelto. Qué cosas más bonitas me dices. Ven aquí. —

Se acercó a él extendiendo los brazos—. Dame un besito.

—¡Ey, quieto! —Se levantó asustado de la silla, que casi cayó por su brusco

movimiento—. Yo contigo nada, ¿eh?

Daniel siguió acercándose a él, poniendo morritos y agarrándolo de los hombros. Su

cara estaba cómicamente desfigurada por aquel gesto. Parecía que sus ojos se hubieran

achinado, y sus labios se veían más gruesos.

—¿No te gusto?
—¡No, por Dios! —Le puso a Daniel las manos sobre los labios y se asqueó cuando este

se las babeó. Se separó, sacudiéndose las manos para limpiárselas—. A mí me gustan

más... masculinos...

Todo se quedó en silencio unos instantes. Daniel miró fijamente a Gabriel,

escudriñándolo.

—Espera, ¿qué?... ¿Qué? —Daniel puso los brazos en jarras e hinchó el pecho—. ¿Qué

quieres decir con eso, cabrón? Yo soy súper masculino. Puedo sacar bola y todo. —

Levantó el puño marcando el bíceps, haciendo que su brazo se hinchase y deshinchase

levemente.

Aquello provocó que Gabriel estallase en carcajadas, haciendo que se volviese a sentar

mientras se agarraba el estómago ante los espasmos de la risa. Tardó un rato en

calmarse y, cuando lo hizo, su amigo seguía con la misma actitud, lo cual casi le

ocasionó un nuevo ataque de risa.

—Vamos, Dani, no te preocupes. Si eso es lo que a las mujeres les gusta, ¿no? Chicos

sensibles como nenas.

—Que te den, Gabriel. Estoy como un queso, digas lo que digas. —Daniel pareció

haberse molestado de verdad. Se sentó y continuó comiendo en silencio. La situación

era realmente incómoda, y Gabriel se dio cuenta entonces de que se había pasado,

pero no se atrevió a disculparse. No lo había hecho con mala intención, después de

todo, pero estaba claro que el resultado no había sido el esperado.

Observó a Daniel mientras daba su último bocado, preguntándose cómo había podido

cambiar tanto su relación en tan poco tiempo. Daniel no había cambiado nada, pero

Gabriel se dió cuenta de que él sí que lo había hecho. Fue a hablar cuando Daniel lo

interrumpió.

—¿Sabes qué? Creo que mejor me voy. Que te vaya bien en el trabajo.
—Da-Dani. Vamos, por favor. No lo decía en serio. ¿Tanto te cabrea que no me gustes?

Pero si no eres gay; ¿yo tampoco te gusto, verdad? —Gabriel intentó retenerlo,

siguiéndolo mientras hablaba con voz lastimera.

—¿De verdad piensas que el problema está en que no te guste en vez de haberme

dicho que soy «sensible como las nenas»? De verdad, Gabriel, déjalo. Estoy de

demasiada mala hostia para seguir con esta conversación.

—¡Ya te he dicho que era una broma! ¡Joder, Dani! ¡¡Dani!! —Gabriel fue subiendo la

voz intentando llamarle la atención mientras abría la puerta, pero su insistencia no tuvo

éxito. Daniel se fue sin volver a dirigirle la palabra, y la casa quedó totalmente en

silencio. Definitivamente, Gabriel sentía que la había cagado.

Gabriel sintió que se le aguaban los ojos, y golpeó con rabia la pared. Estaba enfadado,

frustrado, dolido. De repente, se sintió terriblemente solo y se dió cuenta de que,

realmente, era así. No tenía muchos amigos y, de todos ellos, solo le importaba de

verdad Daniel. No solía hablar mucho con sus padres y, en realidad, hacía tiempo que

solo se relacionaba con Salvatore. Necesitaba llamarlo.

Casi desesperado, buscó su móvil por todas partes. Lo había dejado abandonado por

ahí, como siempre, y lo encontró entre los cojines del sofá. Nada más tenerlo entre sus

manos, no tardó en marcar el número de teléfono. Escuchó con impaciencia cómo

sonaba un pitido tras otro, hasta que la llamada se cortó. Ni siquiera había saltado el

contestador. Aún más enfadado, si cabe, que antes, lanzó el móvil contra el suelo, y este

aterrizó estrepitosamente, desmontándose.

En aquel momento, lo único que deseaba Gabriel era olvidarse de todo y ver a

Salvatore, y no podía hacerlo. De todos modos, para poder verlo necesitaba conseguir

más dinero.

Miró entonces el reloj de la cocina: aún no era demasiado tarde. Si se cambiaba rápido,

podía cazar a alguien. Dinero fácil. Todo sería más sencillo entonces, estaba seguro.

Podría mandarle un mensaje a Salvatore y decirle que tenía dinero suficiente para un

día entero, y entonces no se podría negar.


Sin más, se cambió, cogió la cartera y las llaves y se fue, dejando el teléfono móvil

destrozado en mitad del salón.

Su mente no paraba de dar vueltas al pensamiento de en qué se había convertido su

vida. No pudo quitárselo de la cabeza, incluso cuando ya había llegado al pub y la

música le taladraba los oídos. Quería que su flujo de ideas se detuviese; no era

momento para pensar en Daniel. Ni siquiera para pensar en Salvatore, como siempre

hacía cuando flaqueaba en su trabajo. Quería perderse totalmente aquella noche. No

quería ser él mismo porque su vida era un asco. Él era un asco.

Angustiado, pidió un cubata nada más llegar. Lo apuró con gran rapidez y pidió otro

inmediatamente. Poco después, el alcohol subió a sus mejillas, y no se hicieron esperar

los efectos en su habla, su orientación y su conducta, aunque eso no le detuvo para

continuar tomando una copa detrás de otra. Tal y como había deseado, se olvidó de

todo. Solo tenía en mente conseguir un cliente que le pagase bien, o tal vez varios de

ellos para alcanzar la cantidad que quería; realmente le daba igual.

Se acercó a un chico que parecía incluso más joven que él, que lo miró algo asustado, y

cuya cara de espanto no hizo sino ir en aumento cuando Gabriel comenzó a hablarle en

un tono más alto del necesario.

—¡Ey, señorito! ¿Quieres saber lo que es el sexo de verdad? Cobro 200 euros la hora. —

El chico ni siquiera contestó; solo huyó despavorido a refugiarse cerca del camarero, en

la barra—. ¡Tú te lo pierdes! —Gabriel se giró, casi cayéndose al suelo a causa del

movimiento, demasiado rápido para su estado de embriaguez—. Pues a por otro.

Como tú. —Se colgó del cuello del primer chico que pilló, de espaldas—. Tú sí que

quieres follar, ¿verdad? —le dijo al oído. No había chillado esta vez, simplemente habló

en un tono normal, que pasó por un susurro entre el ruido de aquel antro.

El chico se giró y Gabriel casi cayó al suelo al verlo. Podía distinguir, incluso bajo los

efectos del alcohol, lo feo que era, con su nariz grande y desencajada, sus dientes

desfigurados y sus ojos saltones.

—¡Buah, olvídalo! ¡Eres muy feo; no me apetece! Voy a por otro a ver.
No esperó a ver la reacción del muchacho, que estuvo a punto de darle un buen golpe

—y lo habría hecho si uno de sus acompañantes no lo hubiese detenido—, y se fue a la

otra punta de la discoteca, ligoteando descaradamente con todo aquel que se

encontrara. Para cuando llegó a su destino, dando tumbos, toda la discoteca sabía que

había un chico borracho ofreciéndose como carnaza.

Varios hombres se acercaron interesados por él, y pronto Gabriel tuvo un amplio

abanico del que elegir, pero cada vez se encontraba peor y la cabeza le daba más

vueltas mientras varias voces se entremezclaban intentando convencerlo.

—Quien sea; solo quiero irme de aquí.

Una mano desconocida tiró de su brazo, y Gabriel cayó sobre el pecho de un hombre

que apestaba a colonia barata, pero no le importó. Se dejó llevar por él mientras el

resto de aquellas voces mandaba maldiciones al aire por no haber actuado más

rápidamente. Cuando quiso darse cuenta, se encontraba fuera del local, andando por

una calle totalmente desconocida para él.

—Oye, ¿adónde vamos? —se atrevió a decir por fin—. ¿A un hotel o a tu casa?

Él no respondió, pero se detuvo delante de una portería, de modo que Gabriel supuso

que irían a su casa.

—Entra. —Gabriel hizo caso al desconocido sin pensar, entrando a un rellano que daba

directamente a dos puertas y una estrecha escalera. Aquel hombre lo empujó hasta el

primer piso y abrió la puerta.

—¡Vale, vale! No hace falta ser tan brusco —se quejó Gabriel mientras entraba y

prácticamente se dejaba caer en el sofá, intentando recuperar la compostura.

El hombre se quitó la camiseta. Fue entonces cuando Gabriel se fijó en él. Rondaría los

35 años, tenía una barba espesa que impedía ver con claridad sus facciones y su pelo

tenía un corte algo extraño, con media cabeza rapada. En su pecho, ahora al aire,

apenas se veían unos cuantos pelos dispersos por toda la superficie, y la diferencia de
densidad del vello de una parte a otra del cuerpo de aquel hombre le pareció cómica a

Gabriel.

Gabriel soltó una pequeña risa que a duras penas pudo contener mientras se quitaba su

propia camiseta.

—¡Qué rápido vas, ¿sabes?! Yo acostumbro antes a presentarme y hablar un poco. Me

llamo Gael, ¿te tengo que llamar de algún modo?

—Checho. Me llamo Checho.

—¿Has dicho «Chocho»? —Gabriel se esforzaba por contener la risa.

—Sabes que no. —El hombre se mostraba claramente airado—. Y me estás empezando

a tocar los cojones con tanta risita. Y no te lo recomiendo.

—Pero qué aguafiestas. Vamos, Cho... digo, Checho. ¿Tienes un baño? Creo que voy a

vomitar.

—¿Qué cojones estás diciendo? Has venido aquí para follar; déjate de gilipolleces o te

quito la borrachera de una hostia.

Gabriel intentó recobrarse. Hacía mucho tiempo que no se emborrachaba tanto. Él, por

lo general, toleraba bien el alcohol. Tal vez por eso se sentía tan mal.

—Lo siento, pero sabías que estaba borracho. ¿Me dejas ducharme y así me despejo?

Te haré un descuento.

Checho lo miró aún más enfadado. Rápidamente, cogió a Gabriel del pelo y tiró de él,

haciéndolo chillar. Gabriel comenzó a insultarlo mientras era arrastrado hasta el baño.

Una vez allí, Checho lo soltó, pero se quedó de pie bloqueando el camino, enfrente de

la puerta, tras cerrar el pestillo.

—Desnúdate. ¡¡Vamos, ahora!!

Los ojos de Gabriel miraban asustados mientras se frotaba la cabeza, intentando calmar

el intenso dolor. Con las manos temblorosas y ya sin atreverse a hablar, se bajó los

pantalones junto con los calzoncillos y, de un rápido movimiento que lo hizo casi
resbalar y caer, se metió dentro de la bañera y cerró la cortina, aguantándola con la

mano para que no la abriera. Aquel fue un acto estúpido. El hombre agarró la cortina y

tiró de ella bruscamente, haciendo que Gabriel cayese sobre la dura superficie de la

bañera. El golpe que recibió en la cabeza al caer sobre el grifo lo desorientó, y no pudo

defenderse cuando Checho clavó los dedos en sus costillas y tiró de él para hacer que

se incorporase con gran brusquedad.

—Cabrón, no pienso pagarte una mierda. —A Gabriel le pareció encontrarse frente a un

loco. Su rostro y su manera de actuar hicieron que, incluso en su estado de embriaguez,

que había comenzado a desaparecer, Gabriel viese en aquel hombre a una persona

mentalmente inestable.

—Va-vale. No-no pasa nada. No tienes que pagarme. Yo solo cogeré mi ropa y me iré

—dijo Gabriel con un hilo de voz. Quería moverse, pero la presa se hizo más fuerte y

gritó por el dolor.

Fue entonces cuando Gabriel comenzó a preocuparse con seriedad. Notaba un

profundo dolor en las costillas, estaba mareado y le dolía la cabeza. Se había

emborrachado y había ofrecido su cuerpo a un desconocido que ahora se reía de forma

desquiciada. Había sido estúpido y lo sabía, y ahora únicamente podía intentar contener

sus lágrimas de terror.

—¿Que te irás, dices? —le habló a Gabriel entre carcajadas histéricas—. Te digo lo que

va a pasar: te voy a partir el culo.

Gabriel tragó saliva y cerró los ojos, resignado. Sabía que no podía hacer nada. Solo

quería que todo transcurriera rápidamente. Si lo pensaba era una tontería, se decía a sí

mismo; ya lo había hecho con muchos hombres. ¿Qué más daba ya?

Se dejó tratar como si fuese un muñeco de trapo y, rápidamente, Checho le dio la

vuelta, dejándolo de frente al mugroso espejo que colgaba de la pared de azulejos.

Pudo ver su lamentable reflejo: tenía un rostro horrible, ojeroso y con el gesto

desfigurado. En su cuerpo podía comenzar a ver marcas rojas que resaltaban en su

claro tono de piel. Detrás de él, aquel hombre había comenzado a morderle el hombro,
haciéndole un daño casi insoportable. Pronto las lágrimas comenzaron a rodar por sus

mejillas y Checho a apretar sus muslos con brusquedad, haciéndole daño.

A Gabriel se le cortó la respiración cuando notó cómo presionaba contra su ano. Al

principio pensó que podría ser un dedo, pero pronto se dió cuenta de que no era así.

Comenzó a chillar, implorándole que esperase. No estaba preparado y aquel hombre ni

siquiera se había puesto un condón. El pánico hizo que se tensase todo su cuerpo, pero

a Checho pareció no importarle. Después de todo, no impidió que pudiese penetrarlo

de una sola estocada.

Gabriel notó cómo su interior se desgarraba y casi se sintió desfallecer, pero no sucedió

así. Comenzó a llorar con más fuerza mientras se obligaba a dejar de chillar, porque

parecía que aquel dolor satisficiera a su «cliente».

Se mordió el brazo, pudiendo únicamente notar el dolor de su ano y acallando así sus

gritos. Aunque el remedio acabó por ser peor que la enfermedad. Ahora podía escuchar

sin problemas los desagradables jadeos que producía aquel ser. Sintió que estaba a

punto de desmayarse. Cada vez, las penetraciones que recibía eran más rápidas, y una

serie de arcadas provocó que, finalmente, Gabriel devolviese sobre el lavabo y el suelo.

Las contracciones que le produjo el vómito hicieron que aquel hombre finalmente se

corriera y Gabriel, a pesar de lo horrible de la situación, lo agradeció. No podía

soportarlo más y solo pudo consolarse al pensar que todo había terminado. Cuando se

separó de él, usó las pocas fuerzas que le restaban para coger su ropa y huir de allí,

aprovechando que Checho se había quedado exhausto, tumbado en el suelo.

Solo se puso los pantalones y los zapatos apresuradamente y salió corriendo,

tambaleándose. No había muchos escalones, pero tropezó en varias ocasiones al

saltarse alguno, aunque no llegó a caerse.

El sonido de una puerta abriéndose en algún lugar del edificio solo hizo que se asustase

más y apretase el paso.

A pesar de que había logrado salir ya a la calle y se alejaba del edificio, su angustia no

disminuyó. Todo a su alrededor se movía. Las luces de las farolas lo cegaban y el dolor
de todo su cuerpo era insufrible. Comenzó a andar sin rumbo. Era de madrugada y la

poca gente que se encontraba por la calle, como le resultaba lógico, huía de él. Su

teléfono móvil estaba destrozado en su casa, y no tenía ni idea de dónde se

encontraba. Jamás había visto aquellas calles.

Todo parecía ocurrir ajeno a él, como una pesadilla. Chocó con una mujer, que chilló, y

el grupo que iba con ella pareció querer atacarlo. Unos pasos hacia atrás, un desnivel,

las luces de un coche y el sonido del claxon. Cuando se dio cuenta, era demasiado

tarde.

Cap 7: prologo

Cuando despertó, estaba desorientado. No sabía dónde se encontraba ni qué había

pasado. Un techo totalmente blanco fue lo único que vio al principio. Después, la

cabeza de su madre asomándose a la cama donde reposaba para preguntarle, de forma

histérica, cómo se encontraba. Gabriel giró entonces el rostro y vio a sus padres junto a

él, dándose cuenta de que se encontraba en un hospital. Había en el ambiente un

desagradable olor a productos de limpieza y comenzaba a sentirse mareado. Entre los

gritos de su madre, intentó incorporarse, pero un agudo dolor en el recto lo hizo

cambiar de opinión con un grito. Gabriel se quedó quieto, aturdido. El dolor que vino

después hizo que dirigiese la mirada a su pierna, que estaba alzada, vendada.

Intentó incorporarse de nuevo, pero un amable enfermero se lo impidió, presionando

su hombro izquierdo.

—Espera; si te levantas de golpe, te marearás.


Gabriel se miró sin poder disimular su terror. Solo podía pensar que sus padres se

habían enterado de lo ocurrido y sus ojos se volvieron acuosos, conteniendo a duras

penas sus lágrimas, que amenazaban con salir.

—No te preocupes. —El enfermero tenía una voz clara y amable—. Es más aparatoso

que otra cosa. Te has roto la tibia y el peroné. Los huesos están bien alineados, así que

no tardará demasiado tiempo en recuperarse, aunque se ha fracturado en varios

fragmentos. Estarás alrededor de un mes aquí, para asegurarnos de que te recuperas

correctamente.

—¡¿Un mes por una pierna rota?! —chilló madre de Gabriel con una voz irritante para

todos los presentes—. Eso es una burrada; él solo se apaña bien.

El enfermero pareció desesperarse, pero respondió con una sonrisa amable. Gabriel se

fijó entonces en él. Se encontró con unos profundos ojos castaños. No pudo evitar

sonrojarse cuando vio que se trataba de un hombre con una sonrisa claramente

seductora —o, al menos eso le pareció a Gabriel—. Tendría entre 30 y 35 años y, a

pesar de no destacar por su altura, era de constitución fibrosa y sana. Gabriel, sin

embargo, estaba demasiado alterado como para dedicar mucha atención a aquellos

pensamientos. Lo único que persistía en su mente en aquel momento era que el

enfermero no había mencionado nada sobre su otro accidente. Por algún motivo lo

estaba ayudando, y él debía corresponder y disimular también. Ya habría tiempo de

lamentarse y llorar.

—Así que me atropelló el coche...

—¡Tienes que tener más cuidado! —su madre habló esta vez con más suavidad, pero

aún con una voz muy aguda.

Su padre, en cambio, no abrió la boca. Lo miraba con severidad. Gabriel siempre le

había tenido algo de miedo, y sus ojos acusadores hicieron pensar a Gabriel que, tal

vez, su padre supiera algo. A pesar de esta inquietud, supo que aquello era

prácticamente imposible. Evitó mirarlo cuando respondió a su madre.

—Lo siento. Iba distraído.


—¡Una distracción que casi te cuesta la vida! —Ella lo miraba con el ceño fruncido,

notablemente enfadada.

Tuvo que soportar durante una hora más los reproches de su madre con la mejor de

sus muecas, intentando disimular su dolor tanto interno como externo, procurando

hablar y moverse lo menos posible por miedo a que alguna de sus palabras o alguno

de sus gestos lo delataran.

No fue hasta que su padre llamó la atención de su madre diciendo que debían irse que

lo dejaron solo con el enfermero. Entonces, Gabriel cerró los ojos con fuerza, intentando

contener la vorágine de emociones que aparecían y amenazaban con desbordar de su

cuerpo. Poco después, la primera lágrima reveló su estado de ánimo y , tras ella,

comenzó un fuerte llanto que hizo que su dolor se acentuase.

Avergonzado, se cubrió el rostro con las manos, intentando esconder sin éxito su

pésima condición.

—Ey. —Gabriel notó una cálida mano en su cabeza, un tierno contacto que le hizo

seguir liberándose con sus lágrimas de la presión que le atenazaba el pecho—. No les

he dicho nada, así que no te preocupes por eso.

Gabriel se fue descubriendo poco a poco, miró al enfermero con los ojos velados e

intentó hablar, aunque al principio le costó por los sollozos.

—Gra-gracias.

—¿Puedes contarme lo que ha ocurrido?

Gabriel negó enérgicamente con la cabeza mientras comenzaba a llorar más fuerte. No

quería admitir lo que había ocurrido, decirlo en voz alta y, así, demostrar lo estúpido y

patético que había sido. Sentía asco de sí mismo. El llanto le estaba secando la

garganta, y comenzó a toser en violentas rachas. El enfermero le acarició la espalda y le

tendió una botella de agua, que Gariel aceptó con gusto. Intentó calmarse y beber con

tranquilidad, pero las lágrimas no paraban de recorrer sus mejillas. No fue hasta media
hora después, que el enfermero esperó pacientemente en silencio, que su llanto

comenzó a cesar, dando paso a una lánguida mirada perdida.

—Lo siento —se disculpó Gabriel tras el lamentable espectáculo, y se limpió la cara con

la manga de la bata blanca que ahora llevaba puesta.

—No tienes de qué preocuparte. ¿Necesitas algo, Gabriel?

—No, estoy... bueno, estoy, que ya es decir mucho. —Sonrió de forma forzada y notó el

escozor que la mueca le produjo al contraer ligeramente los ojos.

—Sé que no te va a gustar esto... —Nacho bajó la mirada, desviándola—. Gabriel, los

exámenes médicos han revelado lo evidente. El médico quiere saber exactamente lo

que ha ocurrido para conocer los riesgos a los que has estado expuesto y a qué nos

enfrentamos.

—Yo, pues... —Gabriel sintió que de nuevo comenzaba a lagrimear, pero esta vez se

contuvo y respiró profundamente; necesitaba coger aire antes de poder contar la

verdad. Aunque se tomó su tiempo antes de hablar, cuando lo hizo y se lo explicó al

enfermero, su discurso fue atropellado y un tanto confuso.

—Comprendo... Ha tenido que ser muy duro para ti. —La habitación quedó envuelta en

un silencio aplastante hasta que el enfermero se decidió a hablar de nuevo—. Por

ahora, necesitas descansar y recuperarte. Y, aunque resulte difícil, reflexionar sobre lo

que ha ocurrido. Es el único modo de evitar que algo así suceda de nuevo.

—No quiero volver a hacerlo. Nunca más —susurró Gabriel mientras agachaba

nuevamente la mirada . Aunque estaba convencido de que jamás volvería a ofrecerse a

un hombre por dinero, también sabía que eso significaba que tardaría mucho tiempo

en poder ver a Salvatore, pero lo cierto era que, en aquel momento, no era capaz de

pensar en él. Su mero recuerdo le dolía demasiado.

Se despidió el amable enfermero preguntándole por su nombre: se llamaba Nacho. Le

pareció el hombre más agradable que había conocido en siglos y, aunque sabía que

aquel trato formaba parte de su trabajo, se alegró enormemente por ello. Sabía que
Nacho iba a ser la brisa de aire fresco que corriera en aquella agónica habitación.

Cuando se fue, todo se quedó en silencio y, lejos de seguir los consejos del enfermero,

Gabriel decidió pasar la noche con la mente en blanco e intentar dormir con tanta

tranquilidad como su estado físico y mental le permitiese.

Sin embargo, le fue casi imposible dormir. Tuvo una pesadilla horrible sobre lo que

había ocurrido, y el miedo de revivir aquel trauma en sueños otra vez le impidió volver a

cerrar los ojos. Con algo de dificultad, estiró el brazo hasta la mesita auxiliar, buscando

su móvil, antes de darse cuenta de lo estúpido de su acción. Para su sorpresa, sin

embargo, había un móvil sobre la mesita. Su madre debía de haberle traído uno de los

tantos que tenían por casa por si necesitaba algo.

Gabriel lo tomó y se conectó a su cuenta de Facebook. Necesitaba hablar con Daniel.

Necesitaba pedirle perdón.

Gabriel

<<Dani, perdóname x lo q ha ocurrido. Tenías razón todo el tiempo. Lo siento>>

Era una frase simple y, sin embargo, la borró y reformuló varias veces antes de enviarla.

Sabía que Daniel la había leído al instante, pero su respuesta se hizo esperar. Gabriel, al

leerla, sintió un nudo en el estómago que solo empeoró cuando vio que Daniel aún se

encontraba escribiendo.

Daniel

<<Ahora ya k más da>>

La respuesta había sido tan cortante que Gabriel pensó en dejar la conversación.

Obviamente, poco quería Daniel saber de él en aquel momento. A pesar de ello, sabía

que debía contarle que estaba hospitalizado, o luego sería peor.

Gabriel

<<Ojala pudiera hacer algo para compensarte, pero ahora no puedo aunq quiera. Estoy

en el hospital>>
La respuesta de Daniel esta vez llegó al instante.

Daniel

<<D k hablas, tarado?>>

Gabriel

<<Crees k te mentiria con algo tan serio? Soy estúpido, Dani, pero nunca te he

mentido>>

Daniel

<<Le ha pasado algo a tus padres?>>

Gabriel

<<Estoy ingresado. Me han atropellado, vale?>> Gabriel miró algo cabreado el móvil

mientras escribía aporreando la pantalla. Daniel tardó en contestar.

Daniel

<<Idiota. En k hospital estás?>>

Gabriel suspiró, algo más tranquilo, y le dio la información necesaria. Tenía tantas ganas

de que fuese a visitarlo que no podía esperar el momento. Además, estaba incómodo

en aquella posición antinatural, pero no le iban a bajar la pierna hasta pasados varios

días. El dolor en su recto no ayudaba: lejos de calmarse, conforme pasaba el tiempo le

incomodaba más, hasta el punto de llegar a resultarle imposible de soportar.

Finalmente, no tuvo más remedio que llamar a Nacho.

Cuando el enfermero llegó, Gabriel estaba intentando mantenerse ligeramente elevado

usando tan solo las manos, pero no tenía la suficiente fuerza y cayó sobre la cama,

dando un grito de dolor.

—¡Cuidado! —Nacho corrió hasta Gabriel y lo ayudó a colocarse la almohada, como él

había intentado hacer solo—. ¿Estás bien, Gabriel?

—Nunca me había dolido tanto. ¿Se me pasará algún día? —se lamentó.
—Claro que sí; no te preocupes. Tienes un pequeño desgarro en el músculo. Se te

curará incluso antes que la pierna. Solo tienes que ser fuerte y aguantar un poco.

Gabriel resopló y se lanzó una mirada cargada de rabia. —Soy patético. Sé que piensas

eso, Nacho; puedes decirlo. Ahora ya me da igual.

—Ni se te ocurra pensar eso, Gabriel. A mí ni se me ha pasado por la cabeza. Solo te

has equivocado. Ahora solo tienes que aprender de tu error en vez de lamerte las

heridas.

—Gracias. —Gabriel sonrió con sinceridad, mirándolo—. No esperaba, bueno, que un

desconocido fuese tan comprensivo.

—Es lo que cualquiera haría. —Nacho le acarició el hombro—. ¿Necesitas algo más,

Gabriel?

—No, estoy bien ahora que tengo un cojín. —Sonrió—. Supongo que estarás muy

ocupado con los otros pacientes.

—Qué va, la cosa está muy tranquila en la planta. Prácticamente solo te atiendo a ti. —

Nacho rió y se apoyó en la cama—. Así que no te preocupes; puedes abusar de mí

tanto como te parezca.

—Bueno, no suena mal. Me aburro bastante. Podrías contarme anécdotas de

enfermeros. Yo tenía un libro de anécdotas de enfermeras muy divertido, aunque a lo

mejor solo dice chorradas inventadas.

—Uf, he visto cosas que podrían acojonar hasta al más curtido. Desde heridas

malolientes hasta un hombre con el pene atascado en una botella de cristal.

Gabriel se río y le pidió que le siguiese contando historias de su trabajo, y Nacho lo hizo

con mucho gusto y bastante gracia. Gabriel estaba maravillado con él; la amabilidad con

la que lo trataba hacía que todos sus problemas se disipasen, y podía respirar con

tranquilidad en su presencia. Sabía que, estando con él, los malos recuerdos no lo

acecharían. Le encantaba la gracia con la que el enfermero gesticulaba mientras


contaba anécdotas que, a pesar de ser estúpidas, narradas de aquel modo a Gabriel le

parecían asombrosas y llenas de interés.

Estaban riendo tranquilamente juntos cuando Daniel irrumpió en la habitación,

entrando sin tocar a la puerta. Ambos lo miraron y Gabriel no pudo ocultar una enorme

sonrisa.

—Pero mira que eres ceporro. De verdad te han atropellado...

—Hola, Dani. Me alegro de que hayas venido.

—En serio, ¿en qué pensabas? —Se acercó a ellos mientras hablaba—. Ah... Hola —se

dirigió a Nacho cuando lo vio. Este le sonrió y se dirigió, a su vez, a Gabriel.

—Os dejo solos. Volveré para la revisión de la noche; ten cuidado con moverte.

—Claro, Nacho. ¡Que vaya bien la ronda! —Gabriel correspondió a la sonrisa antes de

que Nacho se fuera.

Daniel se sentó en la silla para invitados, al lado de la cama, y acusó a su amigo con la

mirada.

—Ceporro.

Gabriel bajó la mirada con culpabilidad. Había mucho más que Daniel no sabía, pero no

quería ni pensar en su reacción si se enteraba. Debía disimular, como había hecho con

sus padres. Era lo mejor: fingir que no había pasado nada hasta que su ficción se

convirtiese en una verdad.

—Ya sabes que soy un atolondrado. Iba algo pedo y no me di cuenta de por dónde

pisaba.

—Eso no es excusa alguna —resopló Daniel—. ¿Te duele mucho?

—Uff, si yo te contara... —susurró, para después mirarlo—. Lo siento mucho. Por todo.

—Deja eso ya; me vas a poner de mala leche de recordármelo. ¿Cuánto tiempo tienes

con la pierna?
—Un mes más o menos. Pero no es nada grave. —Gabriel volvió a agachar la mirada

mientras tragaba saliva con dificultad. Quería pensar que todo pasaría en un par de

semanas, pero sabía que aún tenían que recibir varios resultados de pruebas para

comprobar que no hubiese contraído una enfermedad venérea. Solo de pensarlo, su

rostro se volvió blanquecino y su estómago se contrajo dolorosamente, hecho que se

reflejó en su expresión.

—¿En serio? —Daniel miró a Gabriel, contrariado por su mueca—. Pues menuda cara

llevas para no ser nada grave. Toma. —Metió la mano en su bolsillo y sacó un paquete

pequeño, de color rojo y forma rectangular—. Te he traído Kit Kat de contrabando para

alegrarte. Aunque si me dices dónde encontrarlo, te puedo traer a un italiano buenorro.

No creo que me quepa en el bolsillo, pero me las apañaré.

Gabriel cogió el Kit Kat, concentrándose en abrirlo. Las lágrimas otra vez amenazaban

con salir, y una de ellas, traicionera, finalmente resbaló con suavidad por su mejilla.

—Me temo que eso se acabó.

—Ey, ey... —Daniel se levantó para tomar asiento en la cama—. ¿Qué ha pasado?

—Na-nada —negó rápidamente Gabriel, temeroso de que Daniel pudiera llegar a

sospechar aquello que estaba intentando ocultar. —Es que ya no... no voy a tener

dinero para esas cosas.

Su amigo suspiró y se apoyó en su hombro. No parecía cansado, pero aun así se

acomodó y cerró los ojos.

—No voy a ser yo quien te diga que sigas con lo que te daba dinero hasta ahora, pero...

si no vas a seguir estudiando, deberías buscarte un trabajo de verdad.

—Ahora no puedo pensar en eso, Dani. ¿Tú podrías? Estoy destrozado. —Gabriel apoyó

su cabeza sobre la de su amigo. —Ya nunca más podré ver a Salvatore. ¿Y sabes lo peor

de todo? Que a él no le importa. Estoy seguro. He sido un estúpido imbécil... ¡pero

maldita sea, creí que él sería el indicado!


Gabriel comenzó a sollozar y no se reprimió en esta ocasión, olvidándose incluso de la

vergüenza que sentía por que Daniel pudiera verlo de ese modo. Sabía que no lo

ridiculizaría por ello; él era una buena persona. Después de todo, Daniel había sido su

primer amor, aunque nunca se lo hubiera llegado a confesar. Los brazos de Daniel lo

rodearon tiernamente y Gabriel liberó su llanto sobre el pecho de su amigo mientras se

dejaba acariciar.

Daniel no pronunció palabra. Aunque Gabriel había dejado de llorar hacía rato, Daniel

continuaba abrazándolo y acariciando su cabeza. Gabriel continuaba triste y estaba

cansado de la situación, pero aquello lo mantenía en un estado de calma.

En aquel momento, Gabriel se lamentó de no haber seguido con su amor platónico por

Daniel, de haberse desesperado y haber buscado consuelo en un hombre que cobraba

por horas. Por su mente vagaban mil y un posibles pasados en los cuales podría haber

tenido el valor de declararse, así como las posibles respuestas que hubiera recibido. ¿Y

si Daniel le hubiera dicho que sí? Ahora ya era demasiado tarde, ¿pero y si no lo era?

Entonces, llamaron a la puerta y antes de que él contestase, ya la habían abierto. Nacho

entró con un disimulado saludo y se quedó de pie delante de ambos. Daniel continuó

abrazando a Gabriel sin importarle la interrupción del enfermero, lo que hizo que

Gabriel se sonrojase. Nacho los miró atentamente, y centró su vista en Daniel para

sonreír y comenzar a hablar.

—Disculpa, ¿te vas a quedar con él esta noche? Si no es así, deberías marcharte: el

horario de visitas ha finalizado.

Gabriel se avergonzó aún más y se separó de Daniel, desviando la mirada. Su sonrojo

aumentó al ser consciente de lo que había estado a punto de hacer de no haberlos

interrumpido el enfermero.

—Ah, ¿sí? —Daniel parecía molesto y habló en un tono áspero que sorprendió a

Gabriel—. Pues mire usted, creo que sí me voy a quedar esta noche.
—Oh, perfecto entonces —respondió Nacho con una tranquilidad que enervó a Daniel.

Se acercó a Gabriel y le tendió unas pastillas—. Es mejor que estos medicamentos te los

tomes antes de cenar. Ten.

—Gracias. —Gabriel sonrió mientras cogía las pastillas y luego miró el Kit Kat abierto

que había sobre la sábana, apartándolo disimuladamente. —Que pases buena noche,

Nacho.

—Muchas gracias, Gabi, igualmente. Oh, ya te traeré yo un pastelillo de verdad; eso es

malísimo. Buenas noches—. Así, se despidió de ambos y se marchó.

A Daniel le chirriaban los dientes mientras miraba cómo abandonaba el enfermero la

habitación y, en cuanto cerró la puerta, no se hicieron esperar sus quejas.

—Maldito idiota vegano, como si él no hubiese tomado comida basura nunca en su

vida.

—Pero Dani, no te lo tomes así, que tampoco ha dicho nada. Estará preocupado. Ten

en cuenta que es enfermero.

—Coño, es enfermero, no tu abuela. ¿Y qué clase de enfermero se tomaría la libertad

de colar comida en el hospital?

—Lo hace como un favor. Sabe que me encuentro muy solo aquí y que estoy pasando

por un mal momento —dijo Gabriel mientras fruncía el ceño, comenzando a molestarse

por las palabras de su amigo y el claro tono de reproche impreso en ellas.

Daniel se quedó en silencio, enfurruñado, y pospuso durante un rato su respuesta.

—Pues para eso estoy yo aquí, ¿no? No necesitas a un tipo que acabas de conocer para

eso.

Gabriel apartó la mirada y no quiso decir nada. Estaba demasiado disgustado para

hablar y sabía que, si lo hacía, acabaría por decir algo que no debía, o por ofender a

Daniel, o por revelar su reciente secreto. Por la noche le dolían especialmente las

heridas, tal vez fuera algo psicológico, pero temía que su amigo llegase a darse cuenta.
—Oye, Dani, tal vez deberías irte a casa.

—No, me quedaré aquí contigo. Perdona, no lo he dicho por nada de eso. No me

siento obligado a estar aquí, así que no te preocupes. —Daniel desvió la mirada y

Gabriel supo que se sentía culpable. De todos modos, Gabriel no quería que supiese lo

que en realidad le había ocurrido. Se encontraba en una encrucijada cuyos caminos

siempre acababan en el mismo final.

—¿Pero qué pasa si necesito usar el orinal por la noche? —tanteó Gabriel con la

intención de ahuyentarlo.

—¿Qué va a pasar? Pues que te pongo el orinal en el culo y meas o cagas.

Gabriel enrojeció al oírle decir aquello. En su momento, pensó que lo que le había dicho

bastaría para que se marchara pero, ahora que había comprobado que Daniel era capaz

de hacer algo tan íntimo, estaba seguro de que no podría dejar que se quedara. Si

llegase a colocarle el orinal, se daría cuenta de su violación, y eso no podía permitirlo.

—¡Que no! ¡Que me da mucha vergüenza!

—Tú estás tonto, Gabriel. ¿Qué vas a hacer si quieres mear y no estoy yo? Pues eso. A

callar y a dormir. —Daniel fingía a menudo estar cabreado, como era el caso, y Gabriel

sabía perfectamente distinguir cuándo su orgullo le impedía hablar. Su amigo quería

quedarse con él. Notó un pinchazo en el pecho al darse cuenta de que no podía

permitirlo; la única solución era decírselo directamente.

—Dani... es que no puedes hacerlo tú porque tengo un problema y necesito que el

enfermero se ocupe. No basta con levantarme y colocar el orinal. ¿Comprendes?

—Pues no. ¿Se te ha metido un alien en el ojete o algo? —Daniel comenzaba a estar

molesto de verdad—. ¿Qué problema tan grave tienes como para no poder ayudarte a

mear? Es una pierna rota, leches.

Gabriel se sorprendió y su rostro se volvió en encender. La tristeza y la ira comenzaban

a mezclarse, junto a un terrible miedo, en una explosiva combinación. Necesitaba


respirar: relajarse y respirar, lo sabía, pero no tenía tiempo. Ahí estaba Daniel, frente a él,

esperando una respuesta.

—¡Haz lo que te salga de los huevos, pero si me meo más te vale llamar a Nacho!

Daniel frunció el ceño y lo miró con severidad. No habló y no le hizo falta. Gabriel supo

que se había cabreado, que se quedaría con él y que le haría caso. A pesar de que

Daniel era muy temperamental, sabía controlar sus emociones mucho mejor que él.

Sabía que lo iba a cuidar sin importar cómo le hablase, y eso lo destrozó por dentro. Lo

hizo sentirse muy mal: por un lado, por hablarle hablado de aquel modo y, por otro,

porque el motivo de haberle hablado así era para continuar engañándolo.

Cap 8: perdido

Los días se sucedían de una manera monótona y aburrida en el hospital, solo rota por

las visitas que Nacho realizaba a Gabriel para comprobar su estado de salud o hacerle

un poco de compañía en sus descansos. Sus padres lo visitaban una vez a la semana y

siempre eran visitas breves, aunque no por ello menos insoportables para Gabriel.

Aunque Daniel iba a su habitación con mayor frecuencia, sus estancias tampoco era

muy largas: los exámenes estaban cerca, y parecía que los progresos con Deina

aumentaban. Casi siempre, cuando Daniel llegaba, estaba agarrado al móvil, y cuando

se iba, solía decirle expresamente a Gabriel que había quedado con ella.
Aquel día, Gabriel se sentía con fuerzas después de una semana sin moverse de la

cama. Nunca había tenido tantas ganas de caminar, aunque fuese con unas aparatosas

muletas que apenas podía manejar. Ahora que estaba solo con Nacho era el momento.

Él podría ayudarlo, y era el único que no lo había regañado por su idea de intentar

moverse tan pronto. Con extremo cuidado, el enfermero lo ayudó a moverse poco a

poco por los pasillos. Lo trataba con tanto cuidado que Gabriel llegó a plantearse si

realmente estaba haciendo mal al insistir en caminar. Sus ansias por salir de la

habitación pudieron con él y, descansando a ratos, acabó por llegar a la cafetería

después de casi media hora.

Se dejó caer en una de las sillas que Nacho apartó amablemente para él. Estaba

cansado y sudado. Las manos le dolían horrores y se las miró, viéndolas enrojecidas por

tener que soportar su peso, pero estaba feliz y sonreía.

—Vaya, creo que no me había esforzado tanto por nada en toda mi vida.

—No me extraña —rió Nacho mientras se sentaba a su lado—. No todo el mundo

puede moverse tanto como tú en la condición en la que estás.

—Merecía la pena intentarlo. Me estaba volviendo loco en aquella habitación. Al menos

mis padres no me visitan muy a menudo. Si no, me tiraría por la ventana —bromeó.

—No te ofendas, pero... —Nacho dudó un poco antes de hablar— tus padres son

bastante raros.

Gabriel redujo su sonrisa hasta que, finalmente, desapareció. La seriedad que su rostro

adquirió hacía parecer que jamás había llegado a sonreír.

—Sí. Supongo que sí, pero tampoco es que haya tenido otros padres para comparar.

¿Qué hace que pienses que son raros?

—Perdona, Gabriel, yo... no quería molestarte. Solo estaba un poco preocupado por ti.

Vives solo, ¿no?

—Sí, ¿pero eso qué tiene que ver? —Se extrañó de la pregunta, mirando al enfermero

sin comprenderlo.
Nacho volvió la vista hacia él, descubriendo una mirada realmente preocupada.

—No podrás valerte por ti mismo cuando salgas del hospital. Te encontrarás mucho

mejor, sin duda, pero aún faltará al menos un mes para que puedas apoyar la pierna.

Sin tener en cuenta el tiempo de rehabilitación...

Gabriel agachó la cabeza preocupado y barajó sus opciones. Podría pedirle ayuda a

Daniel, pero se sentía demasiado culpable por todo lo que había pasado y cómo le

estaba mintiendo. No se sentía con derecho a hacerlo; más ahora que empezaban los

exámenes en la universidad y estaría estudiando.

—La verdad es que no sé qué voy a hacer.

El murmullo de la cafetería pareció tragarse la conversación y darla por acabada. Nacho

se disculpó para levantarse e ir a pedir comida. Estaba solo, sentado en una mesa con el

trasero prácticamente a la vista a través de la molesta bata, sin poder apenas hacer

nada por su cuenta, con una pierna escayolada y unas incómodas muletas que

impedían el paso de cualquiera que se le acercase. La ridícula situación lo hizo

sonrojarse y rogar para que Nacho no se demorase.

Cuando por fin volvió Nacho, Gabriel casi soltó un grito de la emoción, pero se contuvo.

Empezaba a pensar que haber salido de la habitación había sido una mala idea.

—Nacho, quiero volver.

El enfermero, que llevaba dos tazas de café, se quedó dudando un segundo.

—Eh... ¿ocurre algo?

—No me siento cómodo aquí. Siento que todo el mundo me mira —dijo Gabriel

mientras acompañaba sus palabras con un movimiento nervioso de los ojos para

observar hacia todos los lados.

Nacho sonrió y se sentó a su lado, tendiéndole una de las tazas.

—No es cierto, Gabriel. Hay muchos más pacientes aquí ahora mismo. Te sientes raro y

por eso te da la sensación de que todos te están mirando.


—Tienes razón, pero es que siento que todos lo saben. —Gabriel apoyó la cabeza sobre

la mesa, totalmente avergonzado.

—Solo lo sabemos el médico, tú y yo, Gabriel. No se lo he comentado a nadie, y no lo

voy a hacer. Para el resto del mundo eres un chico al que han atropellado.

Gabriel sonrió levemente. No era que aquello fuera mentira, pero la situación resultaba

de algún modo demasiado esperpéntica como para ser tomada con seriedad. Dejó

escapar una suave carcajada y levantó la cabeza, mirando a Nacho.

—Lo sé, pero no puedo evitarlo.

—Eres joven; te recuperarás pronto tanto física como emocionalmente. Yo también he

pasado por experiencias duras.

—¿Ah, sí? ¿Te han violado alguna vez? —Gabriel no pudo evitar decir aquello con algo

de veneno en la voz. Nada más hacerlo, pareció que la saliva se espesara en su boca y

su estómago se retorciera. Había vuelto a hablar más de la cuenta—. Lo siento.

—No —contestó, haciendo caso omiso tanto de su tono como de sus disculpas—. Mi

exnovio me dio una paliza. Me mandó varios meses al hospital. Bueno, era mi novio por

aquel entonces. —Nacho no habló a Gabriel con tono de reproche, ni molesto ni

encolerizado, por lo que Gabriel se sintió incluso peor por lo que había dicho.

—Lo siento... no entiendo cómo alguien podría hacer algo así. —La voz de Gabriel sonó

cortada por la vergüenza.

Gabriel desesperó por su reacción mientras Nacho bebía unos sorbos de café.

—Pues un hijo de puta, como él era. Pero no te preocupes, lo tengo totalmente

superado. Incluso creo que me hacía falta un golpe de realidad. Nunca mejor dicho. —

Ante la sorpresa de Gabriel, el enfermero comenzó a reír alentado por su propia

ocurrencia, a pesar de lo agrio del tema que trataba.

—No digas eso... —Las palabras de Nacho habían provocado una gran mella en

Gabriel; la taza le temblaba levemente en las manos mientras se la acercaba a los labios

con gran lentitud.


Nacho se quedó en silencio y extendió la mano para acariciar el brazo de Gabriel. Esto

lo sorprendió, haciendo que su taza casi volase hacia el suelo.

—Tienes razón, Gabriel. Nadie se merece eso. Ni lo que te han hecho a ti, ni lo que me

hicieron a mí.

Gabriel asintió, con los ojos empañados por las emociones que sentía. Dejó la taza en la

mesa, derramando en el proceso parte de su contenido, y después posó su otra mano

sobre la que Nacho había dejado sobre su brazo y la acarició.

—No sabía que eras gay —procuró decir en un tono alegre y familiar, intentando

disipar la tristeza que parecía haberse cernido sobre la mesa.

—También he salido con mujeres. El sexo no es algo que me importe, realmente.

—Ah —exclamó sin mucha sorpresa—. Bueno, en realidad yo también he tonteado con

alguna chica, aunque nunca llegué a salir con ninguna.

—Oh, ¿y eso? —Nacho parecía realmente sorprendido.

—Supongo que admitir que eres gay es difícil. —Gabriel se encogió de hombros—. En

el instituto no conocí a nadie que lo fuera y era demasiado raro para mí; no podía ni

siquiera imaginármelo. Entrar en la universidad me hizo ver cosas nuevas y darme

cuenta de que en realidad no estaba interesado en las mujeres de forma sexual, pero sí

en los hombres.

—Entiendo. La educación sexual en los colegios deja mucho que desear. ¿Y has salido

con chicos estando en la universidad? —Nacho apoyó los codos en la mesa tras

terminar su bebida, inclinándose hacia adelante para hablar.

—No. En realidad hace relativamente poco que salí del armario, si es que se puede

llamar así; ni siquiera se lo he dicho a mis padres. Solo he estado con Salvatore y,

bueno, con clientes.

—¿Salvatore? —Nacho miró a Gabriel con curiosidad y sonrió—. Perdóname, soy un

cotilla.
—Salvatore es... —Gabriel se tomó su tiempo para pensar cómo decirlo, pero no

encontró ninguna palabra le pareciera adecuada— ...la razón por la que me metí a la

prostitución. Un escort de esos, un gigoló, un chulo, lo que sea.

La expresión del enfermero fue la que esperaba Gabriel. Estaba sorprendido, casi

parecía haberse quedado sin una respuesta, pero esta llegó tras el momento de

desconcierto.

—Vaya, eso no me lo esperaba. —Nacho jugueteaba con una de las servilletas—. ¿Y

por qué comenzaste a contratar esos servicios? Quiero decir, con lo guapo que eres no

me creo que sea porque no encontrabas a nadie.

Gabriel se sonrojó y se aclaró la garganta antes de hablar.

—La verdad es que tenía miedo. No tenía confianza en mí mismo y quería practicar,

saber lo que era estar en una relación. Yo nunca había salido con nadie y estaba muy

nervioso. En realidad, mi intención en un principio no era acostarme con él pero, a

medida que pasaba el tiempo con él, me fui enamorando.

—Enamorarse de un escort tiene que ser realmente duro...

—Sí. Es el principio de mis problemas, en realidad. Ahora me acosa la idea de que él

haya jugado conmigo por dinero, y lo cierto es que no puedo culparlo. Es su trabajo.

Soy yo el que se ha equivocado.

—Lo que importa es que sepas qué es mejor para ti —dijo Nacho dulcemente y con

delicadeza—. Salir de una relación así es algo muy valiente que no todo el mundo

puede hacer sin ayuda.

Nacho le sonrió, y Gabriel también lo hizo al mirarle. Todo era tan sencillo cuando

hablaba con él... Nacho nunca le decía una mala palabra ni le reprochaba nada.

—Oye, Gabriel, he hablado con el médico. Me ha dicho que la semana que viene

tendremos el resultado de las pruebas, y que será el momento en el que, si todo avanza

como hasta ahora, abandonarás el hospital.


Gabriel no pudo contestar. El teléfono vibró sobre la mesa, sorprendiéndolo. Se trataba

de Daniel. Le resultaba extraño que Daniel lo llamase, puesto que solían comunicarse

por los chats de las redes sociales o por WhatsApp.

—Disculpa, Nacho. —Gabriel cogió el teléfono y lo descolgó rápidamente—. Hola, Dani.

—¡Gabriel! ¡¿Dónde estás?! —la voz de Daniel sonó aguda y chillona a través del

auricular, y Gabriel tuvo que apartárselo un poco de la oreja para no quedarse sordo.

—Estoy en la cafetería, ¿qué ocurre?

—¿Qué coño haces en la cafetería? ¡Estás con la pierna rota! Casi me muero cuando he

llegado a tu habitación y no estabas. Estás como una cabra. ¡Te caerás y te romperás el

brazo de las pajas!

—¿Pero tú eres imbécil? —Gabriel frunció el ceño, levantando ligeramente la voz—.

Mira, ahora voy para allá —dijo mientras oía claramente la voz de una chica, de fondo,

pidiendo a Daniel suavemente que bajase el volumen para no molestar a otros

enfermos—. Oye, ¿quién está contigo?

—Deina. Estaba preocupada por ti.

Gabriel resopló y después colgó, cogiendo las muletas para colocárselas e intentar

incorporarse mientras hablaba para sí.

—Estúpido Daniel. Viene ahora con esa chica, como si me apeteciese verlo acaramelado

con ella. Que está preocupada por mí, dice. Si apenas nos conocemos.

Nacho se apresuró también a levantarse y a ayudar a Gabriel, escuchando atentamente

cada una de sus quejas sin decir ni una sola palabra. Con la amabilidad que siempre lo

caracterizaba, condujo a Gabriel hasta su habitación, donde estaba Daniel sentado

sobre la cama acariciando con suavidad la rodilla de Deina, sentada frente a él en la silla

de los pacientes. Era una chica de cabello y piel morenos, que hacían destacar sus ojos

pardos que chispeaban al mirar al chico.

En cuanto Daniel se dio cuenta de que Gabriel había llegado, se levantó de la cama

girándose hacia él, y no faltaron sus reproches mientras lo hacía.


—Tío, ¿cómo se te ocurre...?

—¿Tendré que empezar a moverme, no? Cuando salga del hospital, al menos me tengo

que defender con las muletas —expresó hastiado, empujándolo para poder tumbarse

mientras respiraba fuertemente por el esfuerzo.

Deina se levantó para facilitarle el paso, mirándolo con algo de vergüenza y claramente

incómoda.

—Hola... —habló la chica con un hilo de voz.

Gabriel la ignoró mientras pedía por favor que alguien le sirviera un vaso de agua. No

podía entender cómo Daniel hacía aquello; parecía que quisiera burlarse de él. Venía

con ella, y ahora lo ignoraría mientras le hacía carantoñas. Gabriel estaba celoso y muy

decepcionado. Hacía varios días que no lo veía, y quería poder charlar con él con

tranquilidad a solas, como solían hacer, pero las cosas ya no eran así.

—Cuando te despiertas de mala hostia no hay quien te frene, Gabriel... —dijo Daniel

mientras se cruzaba de brazos—. A ver si sales pronto y te dejas la mala hostia en el

hospital.

Gabriel lo miró aún más enfadado y sus dientes rechinaron mientras lo hacía. Él mismo

alargó el brazo y se sirvió el vaso de agua con gran dificultad.

—¿Por qué no te vas a menearla por ahí? Mira, ahí tienes a tu novia, solo te falta un

lugar privado.

—¡Eh, cabrón, que no puedas ver a tu puta no es culpa de Deina; contrólate un

poquito! —saltó Daniel aumentando el tono, apretando los puños con rabia.

Sin poder controlar la rabia, Gabriel arrojó el vaso al suelo y lanzó un grito mientras lo

hacía.

—¡Largo! ¡Fuera de aquí!


—Ni que me apeteciese quedarme a ver tu puta cara. Que te den. —Dicho esto, Daniel

agarró a su novia de la mano y tiró de ella bruscamente para salir de la habitación,

empujando a Nacho en el proceso.

—¡Eres un hijo de puta! —gritó Gabriel aún más fuerte para que Daniel lo oyese aun

cuando ya no podía verlo.

Daniel agarraba con tanta fuerza a Deina mientras andaba que esta no pudo evitar

quejarse. Solo entonces la soltó y se detuvo, apoyándose contra la pared. Sabía que su

reacción había sido exagerada y sus palabras habían sido calculadas para herir a

Gabriel. Ahora que se había calmado, respirando profundamente, se dio cuenta de su

error. Sin duda, debía disculparse con él, así como esperaba recibir también sus

disculpas.

—Deina, por favor, vete a casa. Voy a quedarme con Gabriel.

La chica le acarició el brazo algo sonrojada y se acercó para darle un suave beso en los

labios.

—¿Llámame luego, vale?

—Claro. —Daniel sonrió, pero su semblante volvió a ser serio en cuanto ella dobló la

esquina del pasillo.

Se dio la vuelta y comenzó a caminar de vuelta a la habitación, pensando en la mejor

forma de entrar en ella sin que ningún objeto potencialmente arrojadizo acabase

estampado en su cara. Distraído y ensimismado como se encontraba, chocó contra

alguien: se trataba de aquel enfermero.

—Dos empujones en un día a un desconocido. Muy bien, ¿eh? —Nacho lo miró con

una mezcla de rabia contenida y altanería.

—Que tenga un buen día. —Así, Daniel se dispuso a marcharse. La mano de Nacho

agarrando su brazo se lo impidió—. ¿Qué coño haces? —La respuesta de Daniel fue

una mirada de odio.


—Si sabes lo que le conviene a Gabriel, dejarás que se recupere tranquilo. Más te vale

no volver a pisar el hospital.

—Los cojones. Que te den, gilipollas. —Daniel hizo un movimiento brusco para que

Nacho le soltase el brazo, aunque lo único que consiguió fue que este lo agarrase con

más fuerza—. Suéltame o te parto los cojones. —Daniel no levantó la voz, pero sí la

cabeza para dirigir al enfermero una feroz mirada.

Nacho lo soltó, aunque colocó el brazo para impedirle el paso, mirándolo de forma

claramente desafiante.

—No puedo permitirme sufrir ningún daño; afectaría a mi trabajo. Pero te aseguro que

no pienso dejarte entrar en la habitación de Gabriel. ¿Crees que voy a permitir que un

hijo de puta como tú perturbe al pobre Gabriel?

Daniel lo miró atónito, sin poder creer lo que estaba escuchando viniendo de un

empleado del hospital.

—Tío, estás fatal. Eres un psicópata. Apártate o te la lío en el pasillo.

—Sabes que puedo echarte del hospital si quiero. Es tu palabra contra la mía. ¿A quién

crees que van a creer? Lárgate si no quieres que sea yo el que te la líe a ti.

Sabiendo que Nacho tenía razón, Daniel solo pudo contener su rabia. Le hizo una

peineta a Nacho y, sin mediar palabra, se dio la vuelta y se fue, deseando que Gabriel se

diese cuenta de a quién tenía cuidando de él.

Cap 9: génesis
Desde el día en el que Gabriel tuvo aquella desagradable discusión con Daniel en la que

lo echó de su habitación, su amigo no había vuelto a visitarlo al hospital, y sus

conversaciones en WhatsApp se habían vuelto cortas.

Esto no sorprendió en modo alguno a Gabriel que, después del enfado, se deprimió al

darse cuenta de lo desmesurado de su reacción. En aquel momento, tenía tantas ganas

de verlo y de tener una de sus tantas agradables conversaciones en privado que, tras la

riña por teléfono y ver que, finalmente, le acompañaba aquella chica que había robado

la atención de su mejor amigo, enfureció y el mal pronto de ambos acabó en tragedia.

Gabriel se dijo que aquello debía acabar cuanto antes y, en cuanto pudo reunir la

determinación suficiente, dejó de lado la mensajería instantánea para llamar a su amigo

por teléfono y, al menos, poder descifrar sus verdaderos pensamientos a través de su

voz.

El tiempo que Daniel tardó en contestarle hizo desesperar a Gabriel por momentos

mientras la angustia lo carcomía, pero, finalmente, contestaron a la llamada con un

simple «¿diga?». La voz de Daniel sonaba entonces contenida, tal vez por la sorpresa, ¿o

quizás seguiría enfadado? Las dudas se hicieron un nudo en la garganta de Gabriel que

le impidió hablar.

—Gabriel, ¿eres tú? —insistió Daniel después de unos instantes, aunque su voz no sonó

desesperada, sino más bien intrigada. Pero Gabriel, sin saber bien qué decir, continuó

sin contestar—. No me lo puedo creer... ¡¿No habrás sido capaz de robarle a Gabriel el

teléfono, psicópata?!

—¿De qué diablos estás hablando? —exclamó Gabriel sorprendido: todo el miedo que

había sentido hasta el momento se había transformado de repente en asombro—.

¿Quién iba a tener interés en robarme el móvil y llamarte? Por supuesto que soy yo,

estúpido.

Gabriel pudo escuchar un suspiro de alivio al otro lado del teléfono.

—S-sí, supongo que tienes razón. Bueno, dime, ¿qué querías?


—Pues... quería hablar. —A Gabriel sus palabras le sonaron estúpidas, pero no logró

encontrar ninguna más adecuada. Necesitaba respirar hondo y lo hizo, de forma tan

audible que estaba seguro de que Daniel lo habría escuchado—. No quiero que haya

malos rollos entre nosotros. —El silencio que siguió lo tensó tanto que casi saltó de la

cama cuando Daniel finalmente contestó.

—Perdona, Gabi, si es que tienes razón. Somos gilipollas los dos, y ya está. Nada de

malos rollos.

—Me van a dar el alta dentro de poco, ¿sabes? En tres días. Oye, sé que no tengo

derecho a pedirte esto, pero ¿podrías recogerme?

—Joder, pues claro que sí, pero... —Daniel calló, sopesando sus palabras—. Creo que es

mejor que te espere abajo, ¿sabes? En el coche, digo.

—Hombre, no puedes subir con el coche, pero digo yo que puedes dejarlo aparcado un

momento —bromeó Gabriel, soltando una pequeña risa que intentaba sonar

conciliadora.

—Em, sí, supongo. —De nuevo se produjo aquel aterrador silencio—. Pero... preferiría

esperarte fuera. En la puerta del hospital, aunque sea.

—Dani, aún me cuesta moverme y tengo cosas que llevarme. Me será muy difícil yo

solo, ¿no podrías echarme una mano? Podrías traerte a Deina incluso, no pasa nada.

—Si tienes razón, pero... —Daniel cortó la frase a mitad y la reformuló por completo—.

Yo... intentaré llegar hasta tu habitación. Entonces el miércoles, ¿no? ¿A qué hora me

has dicho que tengo que estar? Intentaré estar una hora antes, por si acaso de todos

modos, pero para hacerme una idea...

—Bien, sí —dijo Gabriel totalmente sorprendido. No entendía a qué venía la extraña

forma de hablar de Daniel. Iba a seguir hablando cuando Nacho abrió la puerta y lo

saludó en silencio con una sonrisa. —Escucha, Dani, luego te llamo.

—Claro... —Con aquella palabra, Daniel se despidió y colgó. Gabriel aprovechó para

mirar al enfermero y dejar el teléfono sobre la mesita.


Nacho cerró la puerta tras de sí —algo muy poco común y prohibido en aquel

hospital— y continuó andando en silencio hasta que llegó a su lado y se sentó en el

borde de la cama. Gabriel solo se fijó en el sobre que Nacho llevaba en las manos

cuando lo tuvo cerca y su semblante serio le desveló la conversación que iba a tener

lugar, o al menos le dio una idea bastante clara de ella.

—¿Los has leído? —preguntó con voz entrecortada mientras lo miraba angustiado.

Nacho negó con la cabeza mientras le ofrecía el sobre y lo rodeaba con el brazo.

—Pensé que tenías derecho a ser el primero en ver los resultados. Lo más importante es

que ahora no te pongas nervioso. —Nacho lo abrazó contra su pecho, previendo su

estado de ánimo. No se equivocaba: Gabriel temblaba, y cuando cogió el sobre, estuvo

varias veces a punto de resbalársele de las manos. Finalmente, logró abrirlo y leerlo

apresuradamente.

Se le escapó entonces una suave risa mientras los ojos se le aguaban. Cuando Nacho lo

estrechó con fuerza tras leer con él el resultado negativo, los papeles se deslizaron por

la cama hasta acabar esparcidos por el suelo. Poco les importó en aquel momento, en

el que Gabriel había comenzado a manchar de lágrimas el uniforme de Nacho mientras

este le acariciaba el pelo.

—Me alegro tanto, Gabriel... De verdad, tanto como lo haces tú.

—Estoy tan aliviado... Juro que voy a cambiar. No volveré a pasar por esto —dijo

Gabriel con decisión mientras apoyaba la cabeza sobre el hombro del enfermero.

—Sé que hablas en serio. —Nacho sonrió para sí mismo mientras acariciaba la mejilla

de Gabriel con la mano—. Gabriel, quiero que lo sepas. No puedo quedarme sin

decírtelo: me gustas. Me gustas muchísimo.

Gabriel se sorprendió, aunque, a aquellas alturas, lo cierto era que ya se había

percatado. Pero no estaba preparado para contestarle nada; solo pudo decir «lo sé».

Nacho continuó acariciándolo, en silencio, y Gabriel se dejó hacer, tan cómodo en

aquella postura como confundido por la situación.


Al menos, parecía que Nacho no le iba a exigir ninguna respuesta por el momento

aunque, si lo pensaba bien, no le había hecho ninguna pregunta sobre sus sentimientos.

De repente, se empezó a sentir incómodo y agradeció cuando el enfermero se tuvo que

ir a seguir con su ronda. Pensó que lo mejor sería fingir en adelante que aquella

conversación nunca había tenido lugar. Quería mantener la buena relación que había

construido con el enfermero durante el poco tiempo que le quedaba allí.

Solo en la habitación, las horas volvieron a pasar para Gabriel de forma lenta y tortuosa.

No hacían nada en la televisión y su única distracción era su móvil. Se conectaba

a Facebook y, cuando se aburría, se dedicaba a mirar las distintas aplicaciones de su

teléfono. Más tarde, se puso a mirar si despejaba WhatsApp borrando alguno de los

chats. Cuando llegó al contacto de Salvatore, una sombra pareció cernirse sobre su

rostro. Aunque sabía perfectamente que todo lo que había ocurrido había sido el

producto de una exitosa actuación teatral, no había podido parar de pensar en él todos

los agónicos días que había estado en aquella habitación. No pudo resistirse. Abrió el

chat y comenzó a escribir:

Gabriel

<<Hola, Salva. Hace tiempo que no quedamos. Te llamé y mandé varios mensajes, pero

no me has contestado aun.>>

Gabriel fue leyendo sus palabras conforme las escribía y se dio cuenta de lo

tremendamente patético que sonaba. Se quedó por un momento en blanco, buscando

el valor para seguir hablando, y eso le llevó varios minutos.

Gabriel

<<Supongo que si no me has contestado es porq no quieres verme, pero a lo mejor, y

solo a lo mejor, no es así. Tal vez haya otra explicación...>>

Se echó a reír mientras negaba con la cabeza. ¿A quién quería engañar? Sus ojos se

aguaron mientras su ceño se fruncía. Se sentía muy dolido.

Gabriel
<<Soy tu cliente, al menos podrías mostrar un mínimo de interés, aunque fuera por

conveniencia. Joder, mierda, te odio. Estoy aquí solo en el hospital y a ti no te importa

una mierda.>>

Gabriel soltó el teléfono, tirándolo encima de la mesa. No podía pensar otra cosa, era

patético. Se tapó con la manta hasta cubrirse la boca y se acurrucó sobre sí mismo,

esperando poder dormirse pronto y descansar la mente de aquella agonía.

Cuando cerró los ojos con un suspiro, el teléfono vibrando contra la madera hizo que

los abriese de nuevo al instante y se apresurase para incorporarse y mirar el aparato.

Para su sorpresa, Salvatore había contestado.

Salvatore

<<¿Estás bien?>>

Aquella respuesta tan corta y falta de emoción alguna hizo que sus manos temblasen

de rabia. Poco después, una notificación llegó a su móvil advirtiendo de un nuevo

mensaje del italiano.

Salvatore

<<¿En qué hospital estás?>>

Gabriel

<<Q más da! Ahora no hagas como que te importo. Eres un interesado.>>

Gabriel aporreó con rabia la pantalla mientras escribía y, tras haberse desahogado

mínimamente y ante la insistencia de Salvatore, le dio la dirección con la creencia firme

de que solo le preguntaba por compromiso. Definitivamente, ahora no podría dormir.

Intentó cerrar los ojos y ponerse en la postura más cómoda que aquella cama le

permitía, pero fue un esfuerzo inútil. En aquel momento, extrañaba a Salvatore tanto

como lo odiaba, y no habría podido decir si se arrepentía o se alegraba de haber vuelto

a ponerse en contacto con él.


Su sorpresa fue notoria cuando, a la hora, Salvatore apareció en su habitación. Llevaba

un ramo de orquídeas rosas y blancas. Era bastante ostentoso y tenía pinta de haberle

costado muy caro. El corazón de Gabriel pareció encogerse al verlo y, por unos

instantes, pensó que el dulce sueño que se rompió cuando entró al hospital y perdieron

el contacto había vuelto intacto tras unas semanas de angustiosa pesadilla. Pero, ¿acaso

no se había prometido Gabriel cambiar? Todas las estupideces que había cometido

hasta el momento habían tenido a Salvatore como denominador común. Si el cambio

implicaba dejar de ver a Salvatore, en ese momento Gabriel ya había decidido casi sin

darse cuenta romper su propia promesa.

Salvatore se acercó a él y le dio el ramo, quedándose a su lado y dejando la habitación

sumida en el silencio. Tuvieron que pasar unos instantes antes de que, con un rostro

cargado de culpa, el italiano se decidiese a hablar.

—Perdóname, cucciolo.

Gabriel lanzó un suspiro, mirándolo con ojos soñadores. En su mente ya no había nada

por lo que Salvatore tuviera que pedir disculpas. Lo había olvidado todo en aquel

instante; solo podía mirar esos intensos ojos de color cobalto.

—Gracias por las flores. Son preciosas. No tenías que haberte molestado.

Cuando el italiano se inclinó hacia él, acariciándole la mejilla, Gabriel sintió que los

latidos desesperados harían que su corazón se desprendiese. Sus labios se unieron a los

de Salvatore en un beso profundo, largo y cargado de suspiros.

—Salva —jadeó de forma suave—, dentro de poco saldré del hospital; entonces

podríamos volver a salir a cenar.

El rostro de Salvatore volvió a cargarse de pena y culpa. Miró a los ojos a Gabriel, y este

supo la respuesta antes de que Salvatore se la diera.

—No puedo, cucciolo. No puedo volver a ser tu escort.

Gabriel le sostuvo la mirada, aunque esta estaba algo nublada, pero no lloró. En

realidad ya no tenía fuerzas para hacerlo. Sus ojos, acusadores, se clavaron como dagas
en las pupilas de Salvatore, pero fue incluso peor cuando los apartó para mirar al lado

contrario, hacia la ventana, mientras hablaba con voz tranquila y pausada.

—Por favor, vete.

Salvatore cerró los ojos y, cuando los volvió a abrir, tomó la determinación de que

aquella era la mejor opción: no se volverían a ver. Supo que aquel beso que parecía

haber durado tanto y, al tiempo, le había sabido a tan poco, era la única despedida

posible. Se dio la vuelta y abrió la puerta dispuesto a irse cuando la madre de Gabriel

entró. Ella lo miró con clara sorpresa y curiosidad y Salvatore agachó la cabeza para

finalmente marcharse tras decir «con permiso».

Gabriel intentó cambiar rápidamente la expresión de su rostro, pero sus mejillas se

encendieron y era obvio por el brillo de sus ojos que estaba al borde del llanto. Tan

rápido como pudo, se dio la vuelta y se tumbó, restregando disimuladamente la cabeza

contra la almohada para eliminar cualquier rastro de lágrimas y ganar tiempo para

calmarse. Cuando notó a su madre tocando suavemente su espalda, supo que había

sido un acto inútil.

—Hacía mucho que no venías... —susurró Gabriel con miedo de que, si levantaba más

la voz, esta sonaría temblorosa—. ¿Qué haces aquí?

—He venido después del trabajo sin que tu padre lo sepa. Está muy cabreado. En

realidad, tiene razones para estarlo.

—Ya, seguro que piensa que que esté en el hospital es una pérdida de tiempo.

Su madre suspiró antes de contestar, consternada.

—No, Gabriel, no es nada de eso. No somos idiotas. Nos enteramos, prácticamente

cuando entraste al hospital, de que hacía meses que no ibas a la universidad.

Gabriel se quedó pálido al oírla, y fue claramente visible cómo todo su cuerpo se había

tensado. Abrió varias veces al boca, buscando una excusa creíble que contar, una

justificación inventada, algo que resultase a sus padres comprensible y válido pero que,

desde luego, no fuese verdad; sin embargo, no se le ocurrió nada.


—No sé qué tienes en la cabeza. Vuelve a las clases, Gabriel, así puede que tu padre

deje de estar así.

—No —dijo tras un silencio breve e incómodo. Aunque su respuesta era decidida, no se

atrevió a enfrentarse a los incriminatorios ojos de su madre.

—¡Insolente! ¡Todos los esfuerzos que hemos hecho a la basura! —La madre de Gabriel

fue subiendo el tono hasta llegar a su característica voz, aguda y chillona—. Si es que tu

padre tiene razón. Es la única forma de que aprendas...

—¡¿Que aprenda qué?! ¡¿A ser como vosotros?! ¡No, gracias, no quiero esa mierda de

vida! —Gabriel alzó el volumen de su voz hasta igualar el de su madre, incorporándose,

aunque aún sin mirarla.

Los ojos llenos de furia de su madre lo aterrorizaron. Aunque intentó no cambiar su

expresión y mantenerse firme, cuando su madre habló de nuevo estuvo a punto de

derrumbarse.

—Bien. Pues tendrás la vida que te dé la gana, pero sin nuestro dinero. Si no quieres

volver a la universidad, trabaja y págate tu vida, porque nosotros no te vamos a volver a

dar ni un céntimo.

—¡Me parece perfecto! Si es eso todo lo que tenías que decir, ya te puedes ir.

Su madre no se despidió. Agarró su bolso con fuerza y se marchó sin más. Con su

ausencia, la agónica habitación de hospital pareció más tranquila y amplia que nunca.

Gabriel se dijo que no debía lamentarse. Apenas le quedaban un par de días en el

hospital y luego comenzaría una vida nueva. Qué iba a hacer entonces no lo sabía, pero

tenía claro que, después de tocar fondo, las cosas únicamente podían mejorar.

El tiempo pasó más rápido de lo que hubiese podido llegar a imaginar, y cuando Daniel

finalmente llegó y le sonrió, supo que sería una de las pocas personas del pasado que

formarían parte de aquella etapa vital que iba a comenzar.

Sin duda estaba perdido, pero no asustado, pues sabía que, lo que fuese que estuviera

por venir, lo afrontaría como la persona adulta que debía ser. Mientras bajaba en el
ascensor hablando alegremente con su mejor amigo, dejó que los recuerdos de

Salvatore inundaran su mente y se juró que jamás los olvidaría y que, siempre que

pasara por su cabeza la imagen de aquel italiano, lo haría como en aquel momento:

como un tiempo pasado al que tenía prohibido regresar.

Cuando estaban ya en la planta baja, a punto de salir por la puerta, alguien comenzó a

llamar a Gabriel, que se giró reconociendo claramente la voz de Nacho. Se acercó, le

plantó un beso en la mejilla y le deseó la mejor de las suertes, dándole un pequeño

papel. Gabriel se sonrojó al ver que era su número de teléfono y se lo guardó

cuidadosamente en el bolsillo del pantalón antes de volver donde se encontraba Daniel,

cargado con sus bultos.

Salió del hospital, respiró el aire fresco profundamente y entró al coche, dejándole las

muletas a su amigo. Miró al frente, sin poder parar de sonreír.

—¿Qué te pasa? —Daniel casi rió al verlo con una expresión que le pareció de lo más

estúpida, pero Gabriel no contestó.

Estaba feliz, casi eufórico. A pesar de sentir una gran presión en el pecho a causa de

Salvatore y de sus padres, se sentía con fuerzas renovadas, siendo consciente de que,

tal vez, esa fuese la única oportunidad para ser él quien tomase las riendas de su vida y

decidiese su futuro. Y, sin saber qué futuro sería, tenía claro que no volvería a cometer

los mismos errores.

—Anda —dijo Gabriel girándose hacia Daniel, sin ocultar ni un rasgo de su reveladora

expresión—, cállate y arranca.

Cap 10:
FALTA

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